I

La vida es una cosa —si me permiten una breve disgresión filosófica antes de que entre en materia— que me recuerda un poco las playas de la bahía de Tokio.

Hace ahora siglos que no he visto esa bahía y esas playas, así que puede que esté algo equivocado. Pero me han dicho que nada ha cambiado mucho, excepto los preservativos, de la forma en que la recuerdo.

Recuerdo una inmensa extensión de agua sucia, quizá más brillante y más limpia si se la mira desde lejos, pero hedionda, sucia y fría cuando se la ve de cerca, como el Tiempo cuando arrastra los objetos y los corroe y se los lleva. La bahía de Tokio, en un día dado, es capaz de vomitar cualquier cosa. Mencionen ustedes algo, y tarde o temprano lo arrojará: un cadáver de hombre, una concha que quizá sea de alabastro, rosada y rechoncha, con una espiral hacia la izquierda, ascendiendo inevitablemente hacia la punta de un cuerno tan inocente como el del unicornio, una botella con o sin mensaje que uno podrá o no descifrar, un feto humano, un pedazo de madera muy pulida con el agujero de un clavo —quizá un fragmento de la Verdadera Cruz, quien sabe—, y guijarros blancos y guijarros negros, peces, gallos desventrados, metros de cable, coral, algas, y esas perlas blancas que antes eran ojos. Cosas así. Uno deja esas cosas a un lado, y al cabo de un tiempo la bahía vuelve a llevárselas. Así es como opera.

Oh, sí, antes estaba también repleta de preservativos, fláccidos y casi transparentes testimonios del instinto de perpetuar la especie pero no esta noche, y a veces pintados con dibujos y frases mordaces, y otras veces con una pluma en su extremo. He oído decir que casi han desaparecido, al igual que el Edsel, la clepsidra y el abotonador, reventados, pinchados por la segura píldora, que además aumenta el volumen de los senos, por lo que ¿quién se queja? A veces, cuando paseaba por la playa en la mañana castigada por el sol, haciendo que la fría brisa me ayudara a recobrarme de los efectos del descanso y la recuperación tras una pequeña y limpia contienda en Asia, donde había perdido a un hermano pequeño, a veces oía los gritos de los pájaros cuando no había ningún pájaro a la vista. Aquello añadía el elemento de misterio que hacía inevitable la comparación: la vida es una cosa que me recuerda un poco las playas de la bahía de Tokio. Todo llega. Cosas únicas y extrañas están llegando a cada momento, arrastradas por las olas. Yo soy una de ellas, y usted es otra. Pasamos un cierto tiempo sobre la playa, quizá el uno al lado del otro, y luego ese elemento burbujeante, fétido, helado, nos remueve con los líquidos dedos de una mano delicuescente, y algunas de las cosas se alejan de nuevo. Los misteriosos gritos de los pájaros con la ilimitabilidad de la condición humana. ¿Las voces de los dioses? Quizá. Finalmente, para clavar en la pared las cuatro esquinas de la comparación antes de abandonar la habitación, hay dos cosas que han originado que la ponga allí en primer lugar: a veces, supongo, las cosas que son arrastradas de nuevo pueden, por la acción de alguna caprichosa corriente, regresar a la playa. Nunca antes he visto que ocurriera, pero quizá no haya esperado el tiempo suficiente. Además, y usted ya lo sabe, alguien puede acudir allí y tomar alguna cosa y llevársela lejos de la bahía. Cuando supe que la primera de esas dos cosas podía haber ocurrido realmente, lo primero que hice fue vomitar. Llevaba tres días bebiendo y aspirando los vapores de una planta exótica. Lo siguiente fue expulsar a todos los huéspedes de mi casa. El recibir un shock es un excelente medio de recobrar la sobriedad, y además ya sabía que la segunda de las dos cosas era posible —el tomar y llevarse una cosa de la bahía—, porque era algo que me había ocurrido a mí, aunque nunca llegué a imaginar que la primera pudiera convertirse en realidad. Así que tomé una píldora que garantizaba hacer de mí un hombre completo en tres horas, proseguí con un sauna, y luego me tendí en la enorme cama mientras los sirvientes, mecánicos y de los otros, se ocupaban de asearme. Luego empecé a temblar de pies a cabeza. Tenía miedo.

Soy un cobarde.

Ahora hay montones de cosas que me asustan, y son todas esas cosas sobre las que poseo muy poco control o ninguno, como el Gran Árbol.

Me apoyé sobre un codo y tomé el sobre de la mesilla de noche, y contemplé su contenido una vez más.

No podía haber ningún error, especialmente cuando algo como aquello había sido dirigido directamente a mí.

Había aceptado la entrega especial, había metido el sobre en un bolsillo, y lo había abierto a mi comodidad.

Entonces vi que era el sexto, y me sentí enfermo, e hice que todos se fueran y me dejaran solo.

Era una foto tridi de Kathy, toda ella vestida de blanco, y la fecha indicaba que había sido revelada hacía tan solo un mes.

Kathy había sido mi primera mujer, quizá la única mujer a la que haya amado, y hacía más de quinientos años que había muerto. Explicaré más tarde ese último extremo.

Estudié atentamente la foto. Era la sexta que había recibido en los últimos meses. Todas de gente distinta, todas de gente ya muerta. Desde hacía siglos.

Tras ella había rocas y un cielo azul, y eso era todo.

La foto podía haber sido tomada en cualquier lugar donde hubiera rocas y un cielo azul. También podía estar fácilmente trucada, ya que hoy en día se encuentra gente capaz de trucar casi cualquier cosa.

¿Pero quién podía haber a mi alrededor lo suficientemente informado como para enviármela, y para qué? No había ninguna nota, tan solo aquella foto, al igual que todas las demás… mis amigos, mis enemigos.

Y todo aquello me hacía pensar en las playas de la bahía de Tokio, y quizá también en el Libro de las Revelaciones.

Me cubrí con una manta y permanecí allí, tendido en el crepúsculo artificial que había provocado en pleno mediodía. Me había sentido confortable, tan confortable, durante todos aquellos años. Y ahora alguien estaba hurgando en aquella herida que yo había creído curada, cicatrizada y olvidada, y la había abierto de nuevo, y sangraba.

Si tan solo tuviera la suerte de aferrar con mi temblorosa mano un jirón de verdad…

Dejé todo aquello a un lado. Tras un cierto tiempo me dormí, e ignoro qué cosa surgió de mi sueño y se paseó por la habitación hasta dejarme cubierto de sudor. Creo que es mejor haberlo olvidado.

Tras despertar me duché, me puse ropas limpias, comí rápidamente y me dirigí a mi estudio con un termo de café. Lo había llamado despacho cuando trabajaba, pero hacía treinta y cinco años que había perdido la costumbre. Busqué entre la correspondencia separada y preclasificada del último mes, y encontré lo que andaba buscando, entre las peticiones de dinero por parte de dudosas beneficencias y otras peticiones de dinero por parte de individuos no menos dudosos que amenazaban con bombas en caso de rechazo, cuatro invitaciones a conferencias, una proposición de trabajo que en otro tiempo me hubiera parecido interesante, un montón de periódicos, una carta de un muy lejano descendiente de la familia de mi tercera mujer sugiriendo una entrevista y anunciando que vendría a verme, tres solicitudes de artistas en búsqueda de un mecenas, treinta y una citaciones de que habían sido iniciados procesos contra mí y cartas de varios de mis abogados informándome de que treinta y una acciones legales contra mí habían sido sobreseídas.

La primera de las cartas importantes era de Marling de Megapei. Decía en síntesis:

«Hijo de la Tierra, te saludo por los veintisiete Nombres que aún quedan, haciendo votos para que hayas arrojado más joyas en la oscuridad y las hayas hecho brillar con los colores de la vida.

»Temo que el tiempo de vida que le queda a este muy antiguo y gris oscuro cuerpo que tengo el privilegio de llevar toque a su fin a principios del próximo año. Hace ya mucho tiempo que estos amarillos y desfallecientes ojos míos vieron por última ver a mi hijo extranjero. Quiera la suerte que antes del término de la quinta estación venga a mí, ya que entonces todas mis preocupaciones estarán conmigo, y su mano sobre mi hombro aligerará su pesada carga. Mis respetos».

La siguiente misiva provenía de la Compañía Minera y Transformadora del Pozo Profundo, que todo el mundo sabe es una fachada del Departamento Central de Inteligencia de la Tierra, preguntándome si estaría interesado en la compra de algún equipo minero usado-peroen buenas-condiciones situado en algunos lugares que hacían que el coste del transporte fuera prohibitivo a sus actuales propietarios.

Lo cual, utilizando el código que me había sido facilitado bastantes años antes, cuando había estado trabajando bajo contrato para el gobierno federal de la Tierra, quería decir en realidad, sin jergas oficiales y en pocas palabras:

«¿Qué ocurre? ¿No es usted leal con su planeta de origen? Llevamos casi veinte años pidiéndole que venga a la Tierra y consulte con nosotros acerca de un asunto vital para la seguridad del planeta. Usted ha ignorado insistentemente esas peticiones. Esta es una petición urgente, y exige su inmediata cooperación en un asunto de la mayor importancia. Estamos seguros de que etc. etc. etc».

La tercera decía, en inglés:

«No quiero parecer como si quisiera abusar de algo que hace ya mucho tiempo que terminó, pero estoy en serios problemas, y tú eres la única persona en quien puedo pensar que es capaz de ayudarme. Si crees que es posible que lo hagas en un próximo futuro, por favor acude a verme en Aldebaran V. Sigo en la misma antigua dirección, aunque el lugar haya cambiado un tanto. Sinceramente, Ruth».

Tres llamadas a la humanidad de Francis Sandow. ¿Cuál, si lo era alguna de ellas, tenía algo que ver con las fotos en mi bolsillo?

La orgía que había interrumpido festejaba una partida. Todos mis huéspedes partían hacia sus destinos fuera de mi mundo. Y festejando esta partida, había creído saber también hacia qué destino iba a partir yo. Pero la llegada de la foto de Kathy me obligaba a pensar.

Las tres partes involucradas en la correspondencia sabían quién había sido Kathy. Ruth podía haber tenido acceso en alguna ocasión a una foto de ella, partiendo de la cual podía haber trabajado cualquier persona con talento. Marling podía haberlo creado todo por sí mismo. La Inteligencia Central podía haber rastreado viejos documentos y trabajar sobre ellos en sus laboratorios. O podía no ser ninguno de ellos. Era extraño que no hubiera ningún mensaje acompañando las fotos, si realmente alguien deseaba algo de mí.

Tenía que hacerle honor a la petición de Marling, o nunca más sería capaz de vivir conmigo mismo. Debía ponerlo en primer lugar en mi agenda, pero por ahora… tenía tiempo hasta la quinta estación en el hemisferio norte de Megapei, lo cual equivalía a más de un año. Así que podía dar otros pasos mientras tanto.

¿Cuáles?

La Inteligencia Central no poseía ningún derecho real sobre mis servicios, y la Tierra ya no me tenía bajo su dependencia. Estaba de acuerdo en ayudar a la Tierra si podía, pero la urgencia no debía ser tan terriblemente vital cuando llevaban importunándome durante veinte años. Después de todo, el planeta seguía existiendo aún y, de acuerdo con las últimas informaciones de primera mano que poseía al respecto, seguía funcionando tan normal y tan mediocremente como siempre. Y por otro lado, si realmente era tan importante para ellos como dejaban entrever en todas sus cartas, podían haber venido a buscarme. Pero Ruth…

Ruth era otro asunto. Habíamos vivido juntos durante casi un año antes de que nos diéramos cuenta de que nos estábamos haciendo trizas el uno al otro y de que las cosas no podían continuar así. Nos separamos como amigos, y seguíamos siendo amigos. Todavía significaba algo para mí. Me sorprendía que aún viviera después de tanto tiempo. Pero si necesitaba mi ayuda, la tendría.

Así pues, quedaba decidido. Iría primero a ver a Ruth, rápidamente, e intentaría sacarla de donde estuviera metida. Luego iría a Megapei. Y en algún lugar a lo largo del camino, quizá encontrara algo que me iluminara acerca de quién, qué, cuándo, cómo y por qué me habían enviado aquellas fotos. Si no, entonces iría a la Tierra y tantearía a la Inteligencia. Quizá pudiera llegar con ellos a un trato de favor contra favor.

Bebí el café y fumé un cigarrillo. Luego, por primera vez en casi cinco años, llamé a mi astropuerto y ordené que prepararan la Modelo T, mi nave lanzadera, para un viaje largo. Aquello llevaría el resto del día, buena parte de la noche, e imaginé que estaría lista aproximadamente al amanecer.

Entonces llamé a mi Secretario y Archivo automático para saber quién era actualmente el titular de la T. El S.& A. me respondió que se trataba de Lawrence J. Conner de Lochear. —J. de John, por supuesto—. Así que pedí los papeles de identificación necesarios, y llegaron por el tubo y cayeron en el cesto receptor en unos quince segundos. Estudié la descripción de Conner, luego llamé a mi peluquero sobre ruedas para que convirtiera mis cabellos marrón oscuro en rubios, aclarara mi bronceado, me salpicara algunas pecas, oscureciera mis ojos y me aplicara nuevas huellas dactilares.

Poseo todo un abanico de personajes ficticios, con antecedentes completos y verificables que llegan hasta sus orígenes, gente que se ha ido comprando la T de unos a otros a lo largo de los años y que seguirán haciéndolo en el futuro. Todos ellos miden un metro ochenta y pesan aproximadamente setenta y cinco kilos. Son personajes que soy capaz de encarnar con tan solo un poco de cosméticos y memorizar unos cuantos datos. Cuando viajo, no me gusta la idea de hacerlo en una nave registrada al nombre de Francis Sandow de Tierralibre o, como algunos lo designan, el Mundo de Sandow. Es uno de los inconvenientes, y hay que acostumbrarse a vivir con él, de ser uno de los cien hombres más ricos de la galaxia (creo que soy el 87°, según las últimas estadísticas, pero podría ser el 88° o el 86o): siempre hay alguien que desea algo de ti, y todas las veces es sangre o dinero, y no estoy dispuesto a dar ninguna de las dos cosas gratuitamente. Soy perezoso y me asusto fácilmente, y es por eso por lo que me agarro a lo que tengo. Si poseyera algún sentido de la competición, supongo que me deslomaría intentando ser el 87°, el 86° o el 85°. Pero no me importa. Nunca me ha importado mucho realmente, excepto quizá un poco al principio, y la novedad pasó rápidamente. Cuando uno ha alcanzado su primer millar de millones empieza a considerar todas las cantidades superiores como algo metafísico. Durante un tiempo pensé en todas las cosas inmorales que probablemente debía estar financiando sin saberlo. Luego elaboré mi filosofía del Gran Árbol, y decidí que nada tenía importancia.

Hay un Gran Árbol tan antiguo como la sociedad humana, puesto que de hecho esto es lo que es, y la suma total de sus hojas unidas a todas sus ramas y ramitas representa la suma de todo el dinero que existe. Hay nombres escritos en esas hojas, y algunas caen y algunas otras brotan y crecen, de tal modo que tras unas pocas estaciones todos los nombres han cambiado. Pero el Árbol sigue siendo siempre el mismo: más grande, sí, y cumpliendo con las mismas funciones vitales de siempre, en la misma forma de siempre. Hubo un tiempo en el que intenté podar todas las ramas podridas que podía descubrir en el Árbol. Lo hice hasta que me di cuenta de que mientras cortaba una en un lugar crecía otra en un lugar distinto, y que yo debía dormir de tanto en tanto. Infiernos, uno ni siquiera puede regalar honorablemente su dinero en estos días; y el Árbol es demasiado grande para dominar su crecimiento como hace un bonsai con los arbustos de su jardín. Así que lo mejor es dejarlo crecer a su aire, con mi nombre en todas esas hojas, algunas de ellas secas y marchitas y otras rutilantemente verdes, e intento animarme a mí mismo saltando de una a otra de esas ramas, llevando un nombre que no puedo ver escrito en ningún lado a mi alrededor. Y ya basta con el Gran Árbol. La historia de cómo he llegado a poseer tanto verdor podría producir otra metáfora tan divertida, más elaborada y menos botánica que esa. Si lo hago, lo dejaré para más tarde.

Di a mi S.& A. instrucciones relativas al personal sobre lo que debían y lo que no debían hacer durante mi ausencia. Tras varias vueltas atrás y varios recordatorios, quedé bastante convencido de que lo había previsto todo. Revisé mis últimas voluntades y mi testamento, sin ver nada que deseara cambiar. Metí algunos papeles en cajas autodestructivas, y dejé órdenes de que fueran activadas si ocurría esto o aquello. Alerté a uno de mis representantes en Aldebaran V, poniendo en su conocimiento que si un hombre llamado Lawrence J. —Por John—. Conner pasaba por allí y necesitaba algo, debía atenderle, y le envié una instrucción codificada para el caso de que tuviera que identificarme como mi yo real. Luego me di cuenta de que habían transcurrido ya casi cuatro horas, y que tenía hambre.

—¿Cuánto falta para el anochecer, redondeándolo al minuto? —le pregunté a mi S.& A.

—Cuarenta y tres minutos —respondió la neutra voz a través del altavoz oculto.

—Cenaré en la Terraza Oriental dentro de exactamente treinta y tres minutos —dije, consultando mi cronómetro—. Quiero langosta con patatas fritas al estilo francés y col rayada, un bol de panecillos surtidos, media botella de nuestro propio champán, una jarra de café, un sorbete de limón, el más viejo coñac de la bodega y dos cigarros. Pregúntale a Martin Bremen si me hará el honor de servirlo él.

—Sí —dijo mi S.& A.—. ¿No quiere ensalada?

—No quiero ensalada.

Luego regresé a mis habitaciones, metí unas pocas cosas en la maleta, y me cambié. Activé la conexión de mi S.& A. en mis habitaciones y, sintiendo una crispación en el estómago y un estremecimiento en la nuca, di la orden que ya no podía retrasar por más tiempo:

—En exactamente dos horas y once minutos —dije, consultando mi cronómetro—, llama a Lisa y pregúntale se quiere venir a tomar algo conmigo en la Terraza Oriental… en media hora. Luego prepara para ella dos cheques, cada uno por un importe de cincuenta mil dólares. Prepara también para ella una copia de la Referencia A. Envíalo todo a esta estación receptora, por separado en sobres abiertos.

—Sí —me llegó la respuesta, y mientras me estaba ajustando el cierre de las mangas los sobres surgieron del tubo y cayeron en la cesta sobre mi cómoda.

Comprobé el contenido de los tres sobres, los cerré, los metí en un bolsillo interior de mi chaqueta, y me dirigí al corredor que conducía a la Terraza Oriental.

Afuera, el sol, ahora un ambarino gigante, estaba velado por un jirón de vapor que se disipó un minuto más tarde. Racimos de nubes mostraban sus colores dorados, amarillos y ligeramente rosáceos, mientras el sol descendía por su inflexible ruta azul entre Urim y Thumim, los dos picos gemelos que yo había instalado allí para encajarlo a cada puesta. Su ensangrentado arco iris bañaría sus brumosas laderas durante los últimos minutos.

Me senté a la mesa bajo el olmo. El proyector del campo de fuerza entró en acción al detectar el peso de mi cuerpo sobre la silla, rechazando hojas, insectos, cagadas de pájaros y polvo que eventualmente pudieran caer sobre mí. Tras unos pocos minutos, Martín Bremen se acercó, empujando ante él un carrito cubierto.

—Fuenas tarrdes, señorr.

—Buenas tardes, Martin. ¿Van bien las cosas para ti?

—Much fien, señorr Sandow. ¿Y parra usted?

—Voy a irme —dije.

—¿Ah?

Acercó el carrito hacia mí, retiró la tapadera, y empezó a servirme la comida.

—Sí —dije—. Quizá por algún tiempo. —Caté mi champán, y asentí aprobadoramente—. Así que quiero aprovechar la ocasión para decirte algo que probablemente ya sabes. Preparas las comidas más sabrosas que haya probado nunca…

—Crrasias, señorr Sandow —su rostro naturalmente rubicundo se empurpuró aún más, y las caídas comisuras de su boca se enderezaron en una línea mientras bajaba sus oscuros ojos—. Me ha custado mucho nuestrra associasión.

—Entonces, si deseas tomarte un año de vacaciones… a sueldo completo y con todos los gastos pagados, por supuesto, más un fondo adicional para permitirte comprar todas las recetas que estés interesado en ensayar… Llamaré a la Oficina de Tesorería antes de irme, y lo arreglaré.

—¿Cuándo se pa, señorr?

—Mañana a primera hora.

—Cha veo, seflorr. Si. Crrasias. Me sentirré muy felis.

—… lo que te permitirá, supongo, poner también a punto algunas recetas de tu invención particular.

—Lo pocurrarré, señorr.

—Debe ser algo divertido, el preparrar comidas cuyo sabor uno nunca llegará a catar.

—Oh, no, señorr —protestó—. Che que puedo fiarrme de los cattadorres, y a peses especulo aserrca del custo de algunas de sus comidas, perro solo como harria un químico que rrealmente nunca prrueba sus experrimentos, si comprrende usted lo que quierro desirr, señorr.

Tenía el cesto de panecillos en una mano, la jarra de café en otra mano, el plato de col rayada en otra mano, y su otra mano permanecía apoyada en el asa del carrito. Era un rigeliano, cuyo nombre era algo así como Mmmrt’n Brrm’n. Había aprendido su inglés de un cocinero alemán, el cual lo había ayudado a elegir un equivalente en inglés para su Mmmrt’n Brrm’n. Un chef rigeliano, con uno o dos expertos degustadores de la raza a la cual sirve, prepara las mejores comidas de la galaxia. Y además lo hace de una forma desapasionada. A menudo habíamos sostenido el mismo tipo de discusión, y él sabía que lo estaba pinchando cuando hablaba así, intentando hacerle admitir que la comida humana era una mismísima mierda, basura, algo equivalente a los desechos industriales. Pero aparentemente existe una ética profesional entre ellos que no les permite reconocer ese tipo de cosas. Su respuesta habitual es volverse ceremonial hasta la náusea. En algunas ocasiones, sin embargo, cuando ha bebido un poco demasiado de jugo de limón, jugo de naranja o jugo de pomelo, ha llegado a admitir que cocinar para el homo sapiens está considerado como el más bajo nivel al que puede llegar un chef rigeliano. Entonces intento remontar su moral tanto como puedo, ya que me encantan todas sus comidas, y sé que es muy difícil encontrar chefs rigelianos, por mucho dinero que uno ofrezca por ellos.

—Martin —dije—, si llega a ocurrirme algo durante este tiempo, me gustaría que supieras que he pensado en ti en mi testamento.

—Cho… Cho no sé qué desirr, señorr.

—Entonces no lo digas —levanté una mano—. Añadiré también que no tengo el menor deseo de que eches tus cuatro manos sobre mi parte de la herencia, así que tengo intención de regresar.

Era una de las pocas personas a las que podía mencionarle impunemente esto. Llevaba treinta y dos años a mi servicio, y hacía tiempo que había superado el punto que le garantizaba una confortable pensión para el resto de su vida, pasara lo que pasase. Su única y desapasionada pasión era preparar comidas, y por alguna razón desconocida se había encariñado conmigo. Seguramente podría ejercer mejor su pasión si yo caía muerto a sus pies en los próximos cinco minutos, pero esto nunca lo hubiera empujado a envenenar mi col rayada con veneno de mariposa murtaniana.

—¡Oh, contempla esta puesta de sol! —dije finalmente.

Él la contempló durante uno o dos minutos, y luego dijo:

—Realmente sape usted prreparrarrlas bien, señorr.

—Gracias. Puedes dejar el coñac y los cigarros y retirarte. Me quedaré aquí un poco más.

Los dejó sobre la mesa, se irguió sobre sus dos metros y medio de estatura, hizo una inclinación, y dijo:

—Puena suerrte en su piaje, señorr, y puenas noches.

—Duerme bien —respondí.

—Crasias —y se alejó reptando en el crepúsculo.

Cuando la fría brisa nocturna se deslizó hacia mí, las ranas empezaron a entonar en sus lejanas charcas una cantata de Bach, y mi luna naranja, Florida, apareció en el cielo por el mismo lugar por donde había desaparecido el sol. Las rosas vibrantes que se abrían a la caída de la noche empezaron a lanzar sus aromas en el aire índigo, las estrellas relucieron como confetti de aluminio, la vela en su candelabro de rubíes crepitaba sobre mi mesa, la langosta era cálida y mantecosa en mi boca, y el champán estaba frío como el corazón de un iceberg. Sentí una cierta tristeza, y el deseo de decir «Volveré» a aquel momento fugaz.

Terminé la langosta, el champán, el sorbete, y encendí un cigarro antes de catar el coñac, lo cual, según dicen, es una práctica bárbara. Luego me llené una taza de café.

Cuando hube terminado, me levanté y di un paseo alrededor de aquel gran y complejo edificio que constituye mi hogar. Luego regresa al bar de la Terraza Oriental y me senté allí con un coñac ante mí. Tras un cierto tiempo, encendí mi segundo cigarro. Entonces ella apareció en la arcada, adoptando automáticamente una pose de modelo para una marca de perfumes.

Lisa llevaba un suave y sedoso vestido azul que velaba a su alrededor la luz de la terraza, formando como una especie de halo. Llevaba guantes blancos y un collar de diamantes; su cabello era rubio ceniza, los ángulos y curvas de sus labios rosa pálido dibujaban una especie de círculo, y mantenía la cabeza inclinada hacia un lado, con un ojo cerrado y el otro mirándome de reojo.

—Un encuentro al claro de luna —dijo, y el círculo se rompió en una repentina y húmeda sonrisa, y yo había calculado el tiempo para que en aquel momento la segunda luna, toda ella puro blanco, surgiera por el oeste. La voz de Lisa me recordaba una grabación de un pasaje sostenido en do mayor. Ya no se graban en disco tales cosas, pero aunque nadie pueda recordarlas, yo sí puedo.

—Hola —dije—. ¿Qué quieres beber?

—Escocés con soda —dijo, como siempre—. ¡Una noche encantadora!

Miré a sus ojos profundamente azules y sonreí.

—Sí —dije, pulsando su petición y contemplando como la bebida era servida a los pocos segundos—, así es.

—Has cambiado. Eres más rubio.

—Sí.

—Espero que no estés preparando algo.

—Probablemente. —Le tendí su bebida—. ¿Cuanto tiempo hace? ¿Cinco meses?

—Un poco más.

—Tu contrato era para un año.

—Exacto.

Le tendí uno de los sobres.

—Esto lo cancela —dije.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, con su sonrisa helándose, disminuyendo, borrándose.

—Exactamente lo que he dicho.

—¿Lo cual significa que estoy despedida?

—Me temo que sí —dije—, y aquí tienes otra suma igual, para probarte que no es por lo que tu piensas —le entregué el segundo sobre.

—¿Por qué es, entonces? —preguntó.

—Debo irme lejos. No tiene sentido el que tu languidezcas aquí, esperándome. Mi ausencia podría ser larga.

—Te esperaré.

—No.

—Entonces iré contigo.

—¿Incluso si eso significa que deberás morir conmigo, si las cosas van mal?

Esperaba que ella dijera sí. Pero tras tanto tiempo creo saber algo acerca de la gente. Es por eso por lo que había hecho preparar la Referencia A.

—Es algo que hay que tener en cuenta —dije—. A veces uno tiene que correr ciertos riesgos.

—¿Me darás una referencia? —dijo.

—La tengo aquí.

Dio un sorbo a su bebida.

—De acuerdo —dijo.

Se la entregué.

—¿Me odias? —preguntó.

—No.

—¿Por qué no?

—¿Y por qué sí?

—Porque soy débil y tengo apego a mi vida.

—Yo también, aunque no pueda garantizarla.

—Es por eso por lo que acepto la referencia.

—Es por eso por lo que la he preparado.

—Crees saberlo todo, ¿verdad?

—No.

—¿Qué hacemos esta noche? —preguntó, terminando su bebida.

—No puedo saberlo todo.

—Bueno, yo sé una cosa. Siempre me has tratado bien.

—Gracias.

—Me hubiera gustado quedarme contigo.

—Pero te doy miedo.

—Sí.

—¿Mucho?

—Mucho.

Terminé mi coñac, chupé mi cigarro, estudié a Florida y a Bola de Billar, mi luna blanca.

—Esta noche —dijo, tomando mi mano—, al menos olvidarás odiarme.

No había abierto los sobres. Dio un sorbo a su segunda bebida, y contempló también a Florida y a Bola de Billar.

—¿Cuándo te vas?

—Al rayar el alba.

—Dios, eres poético.

—No, soy tan solo lo que soy.

—Eso es lo que dije.

—No estoy muy seguro, pero de todos modos ha sido bueno conocerte.

Ella terminó su bebida y dejó el vaso.

—Empieza a hacer frío aquí fuera.

—Sí.

—Vamos dentro y déjame reparar mis errores.

—Me gusta reparar errores.

Dejé a un lado mi cigarro y nos levantamos, y ella me besó. Así que rodeé con mi brazo su esbelto y resplandeciente pecho aureolado de azul, y nos alejamos del bar en dirección a la arcada, a través de la arcada y más allá, al interior de la casa que íbamos a abandonar.

Aquí déjeme interrumpir las cosas.

Quizá las riquezas que he adquirido a lo largo de la senda que me ha conducido a ser quien soy sea una de las cosas que ha hecho de mí lo que soy, es decir, un tanto paranoico. No.

Sería demasiado fácil.

Podría justificar los escrúpulos que siento cada vez que abandono Tierralibre diciendo que ahí está su origen. Podría basarme en ello y justificar mi actitud diciendo que no existe realmente paranoia cuando hay realmente gente que quiere liquidarme. Y esta es una de las razones que aduzco para justificar el que viva solo en Tierralibre, y desafíe a cualquier hombre o gobierno a que venga a buscarme y me eche de aquí. Tendrán que matarme para conseguirlo, y para ello tendrán que destruir todo el planeta. E incluso entonces, creo que tengo un plan de escape que debería funcionar, aunque nunca lo he probado ni bajo condiciones simuladas.

No, la auténtica razón de mis escrúpulos es el muy ordinario temor a la muerte y al no ser que todo hombre conoce, intensificado multitud de veces, pese al fugitivo destello de una luz que no sé explicar… Pero olvidemos esto. Tan solo existimos yo y quizá algunas pocas sequoias que podamos enorgullecemos de haber visto la luz en el siglo veinte y habérnoslas arreglado para seguir existiendo hasta ahora, el siglo treinta y dos. No poseyendo la pasividad del reino vegetal, he aprendido tras un cierto tiempo que, cuanto más larga es la existencia de uno, más fuertemente influenciado se siente por la idea de la mortalidad. Como corolario de todo esto, la supervivencia —que antes consideraba desde un punto de vista primario, en términos darwinianos, como un pasatiempo de las ramas inferiores de los animales— amenaza con convertirse en una preocupación. La jungla que hay que afrontar es mucho más sutil ahora que en los tiempos de mi juventud, con algo así como mil quinientos mundos habitados, cada uno de ellos con sus propias formas de matar a los seres humanos, formas fácilmente exportables cuando uno puede viajar entre los distintos mundos en fracciones de tiempo; diecisiete otras razas inteligentes, cuatro de las cuales las considero mucho más inteligentes que el hombre y siete u ocho casi tan estúpidas como él, cada una de ellas con sus formas peculiares de matar al hombre; multitud de máquinas para servirnos, numerosas y vulgares como el automóvil cuando yo era un muchacho, cada una de ellas con sus particulares formas de matar al hombre; nuevas enfermedades, nuevas armas, nuevos venenos y nuevos animales dañinos, nuevos objetos de aversión, codicia, lujuria y adicción, cada uno de ellos con sus formas características de matar al hombre; y muchos, muchos, muchos nuevos lugares donde morir. He visto y me he encontrado con montones de esas cosas, y a causa de lo poco habitual de mis ocupaciones, supongo que existen tan solo otras veintiséis personas en toda la galaxia que saben más que yo acerca de todo esto.

Es por ello por lo que tengo miedo, aunque ahora no haya nadie apuntándome directamente, como lo tenía un par de semanas antes de que fuera enviado a descansar y a recuperarme al Japón y descubriera la bahía de Tokio, es decir hace mil doscientos años. Parece ayer. Así es la vida.

Salí a la oscuridad que precede al alba sin decirle adiós a nadie, ya que esta es la forma en que creo debo proceder. Respondí a un gesto de la mano de una silueta diluida entre las sombras del Edificio de Operaciones, tras aparcar mi buggy y empezar a andar a través del campo de aterrizaje. Yo también era una silueta entre las sombras. Alcancé el hangar donde estaba posada la Modelo T, subí a bordo, accioné los mandos, y pasé media hora inspeccionando los sistemas. Luego salí de nuevo para inspeccionar los proyectores de fase. Encendí un cigarrillo.

Al este, el cielo era amarillo. El relumbrar de un trueno llegó procedente de las oscuras montañas del oeste. Había algunas nubes sobre mí, y las estrellas colgaban sobre el decolorado manto del cielo, más parecidas ahora a gotas de rocío que a confetti.

Por una vez, esto no se va a producir, decidí.

Algunos pájaros cantaron, y un gato gris vino a frotarse contra mi pierna, desapareciendo luego en dirección a los cantos.

La brisa soplaba suavemente desde el sur, filtrándose a través del bosque que empezaba en la parte más alejada del campo. Traía hasta mí los húmedos aromas de la vida en crecimiento.

El cielo era rosa cuando le di la última chupada a mi cigarrillo, y las montañas parecían estremecerse en sus reflejos cuando me giré y aplasté la colilla. Un enorme pájaro azul planeó hacia mí y aterrizó en mi hombro. Acaricié su plumaje, y luego se fue. Di un paso hacia el vehículo…

La punta de mi pie tropezó contra un saliente del blindaje de la pista, y perdí el equilibrio. Me sujeté a un puntal, y conseguí evitar el caer de bruces. Me apoyé sobre una rodilla, y antes de que pudiera ponerme de nuevo en pie un pequeño y negro osezno estaba lamiendo mi rostro. Rasqué sus orejas y palmeé su cabeza, y lo alejé con un palmetazo en la grupa. Se giró y se fue trotando en dirección al bosque.

Intenté dar otro paso, y me di cuenta de que mi manga había quedado enganchada en el puntal donde me había sujetado para no caer.

Cuando conseguí soltarme había otro pájaro sobre mi hombro, y una negra nube de ellos aleteando sobre el campo, provinentes del bosque. Por encima del sonido de sus gritos oí resonar otros truenos. Estaba ocurriendo.

Eché a correr hacia la nave, casi tropezando con un conejo verde que estaba sentado sobre sus patas traseras ante la escotilla de entrada, el hocico fruncido, los miopes ojos mirando en mi dirección. Una enorme serpiente cristalina se deslizaba hacia mí por el casco, brillando en su transparencia.

Olvidé bajar mi cabeza, golpeé contra el dintel de la escotilla, y retrocedí. Un mono rubio sujetó mi tobillo, mientras me miraba con sus azules ojos fruncidos.

Palmeé su cabeza y me solté. Era más fuerte de lo que había supuesto.

Pasé a través de la escotilla, y la compuerta se trabó cuando intenté cerrarla.

Mientras trataba de destrabarla, los papagayos púrpura me estaban llamando por mi nombre, y la serpiente estaba intentando penetrar a bordo.

Tomé un ranzarayos y lo usé.

—¡De acuerdo! —grité—. ¡Maldita sea! ¡Me voy! ¡Adiós! ¡Volveré!

Los relámpagos resplandecían, y los truenos atronaban, y la tormenta se gestaba en las montañas y avanzaba hacia mí. Conseguí destrabar la compuerta.

—¡Despejad el campo! —grité mientras la cerraba y atrancaba.

Tras lo cual ocupé el sillón de control y activé todos los sistemas.

En la pantalla podía ver a todos los animales retirándose. Jirones de bruma serpeaban entre ellos, y oí las primeras gotas de lluvia repiquetear contra el casco.

Hice despegar la nave, y la tormenta se desató a mi alrededor.

La atravesé, abandoné la atmósfera, aceleré, terminé mi trayectoria y me situé en órbita.

Siempre es así cuando intento abandonar Tierralibre, y es por eso por lo que siempre procuro irme furtivamente, sin decirle adiós al lugar. Pero nunca lo consigo.

De todos modos, es agradable saber que existe algún lugar donde eres deseado.

En el momento adecuado, rompí la órbita y me arranqué del sistema de Tierralibre. Durante varias horas sentí náuseas, y mis manos tendían a temblar. Fumé demasiados cigarrillos, y mi garganta empezó a secarse. Allá abajo en Tierralibre tenía el control de todo. Ahora, en cambio, estaba entrando una vez más en la gran arena. Por un instante estuve a punto de volver atrás.

Luego pensé en Kathy, y en Marling, y en Ruth, y en Nick el enano muerto hacía tanto tiempo, y en mi hermano Chuck, y continué hasta el punto de fase, odiándome a mí mismo.

Ocurrió repentinamente, inmediatamente después de entrar en fase, y cuando la nave se pilotaba a sí misma.

Empecé a reír, y un sentimiento de temeridad me invadió, exactamente como en los viejos tiempos.

¿Qué importancia tenía si moría? ¿Qué era lo tan condenadamente importante que me mantenía en vida? ¿Comer delicados platos? ¿Pasar mis noches con cortesanas contratadas? ¡Idioteces! Más pronto o más tarde la bahía de Tokio nos llevará a todos, y sé que me llevará a mí también algún día, lo sé a pesar de todo. Es mejor ser barrido persiguiendo algo pretendidamente noble que vegetar hasta que alguien consiga finalmente hallar la forma de matarme en mi cama.

… Y eso, también, era una fase.

Empecé a cantar una letanía en una lengua tan vieja como la humanidad. Era la primera vez en muchos años que lo hacía, puesto que era la primera vez en muchos años que me sentía digno de hacerlo.

La luz parecía disminuir en la cabina, aunque estaba seguro de que brillaba como siempre. Los pequeños diales en la consola, frente a mí, retrocedían, se convertían en destellos de luz, se convertían en los luminosos ojos de animales acechándome desde las profundidades de un oscuro bosque. Mi voz sonaba ahora como la voz de otro, llegándome como a través de algún artilugio acústico desde un punto situado muy lejos ante mí. Y, en mi interior, yo seguía a todo aquello.

Luego otras voces se me unieron. Muy pronto la mía se apagó, pero las otras continuaron, vibrantes, disminuyendo y aumentando de volumen, como arrastradas por algún caprichoso viento; rozaban ligeramente mis oídos, sin dirigirse exactamente a mí. No podía descifrar ninguna palabra, pero ellas seguían cantando. Los ojos estaban a todo mi alrededor, sin acercarse ni alejarse, y en la distancia había un resplandor muy pálido, como una puesta de sol en un cielo cubierto de lechosas nubes. Entonces me di cuenta de que estaba dormido y soñaba, y de que podía despertarme si quería. Pero no lo hice. Me moví hacia el oeste.

Finalmente, bajo un cielo con la palidez de un sueño, llegué al borde de un acantilado y no pude proseguir más lejos. Había agua allí, un agua que no podía cruzar, pálida y resplandeciente, con jirones de bruma enrollándose y desenrollándose lentamente sobre ella; y allá delante, fuera del alcance del lugar donde permanecía inmóvil, con un brazo medio extendido, se apilaban los riscos formando terraza sobre terraza, fríos amasijos de roca elevándose hasta pináculos perdidos en la bruma que señalaban hacia un cielo que yo no podía ver, todo un iceberg de arena y de ébano que podía identificar como la fuente de los cantos, y un viento helado sopló sobre mi nuca y erizó mis cabellos.

Vi las sombras de los muertos, flotando como la bruma o de pie, medio ocultos entre las sombrías rocas de aquel lugar. Y supe que eran los muertos, porque entre ellos podía ver a Nick el enano, haciendo gestos obscenos, pude ver al telépata Mike Shandon, que casi derribó un imperio, mi imperio, el hombre al que maté con mis propias manos, y también estaba mi viejo enemigo Dango el Cuchillo, y Courtcour Bodgis, el hombre con mente de computadora, y Dama Karle de Algol, a la que amé y odié.

Entonces invoqué aquello que todavía esperaba poder invocar.

Se produjo el relumbrar de un trueno, y el cielo se volvió tan brillante y azul como un lago de mercurio. Y la vi allí de pie por el espacio de un instante, al otro lado de aquellas aguas, en aquel oscuro lugar, Kathy, toda ella vestida de blanco, y nuestros ojos se cruzaron, y su boca se abrió, y la oí pronunciar mi nombre pero nada más, ya que el siguiente retumbar del trueno lo sumergió todo en sus absolutas tinieblas que se extendieron sobre aquella isla y sobre aquel hombre que permanecía inmóvil al borde del acantilado con un brazo medio extendido. Supongo que era yo.

Cuando desperté, tenía una vaga idea de lo que significaba aquello. Tan solo una vaga idea. Y no podía comprender lo que representaba para mí, por mucho que intentara analizarlo.

Yo había creado hacía tiempo la Isla de los Muertos de Boecklin para satisfacer el capricho de un grupo de desconocidos clientes, con acordes de Rachmaninoff danzando como fantasmas de caramelo por mi cabeza. Había sido un duro trabajo. Especialmente porque yo soy una criatura dotada de una creatividad más bien pictórica. Cada vez que pienso en la muerte, lo cual es a menudo, hay dos imágenes que surgen inevitablemente en mi imaginación. Una de ellas es el Valle de las Sombras, un enorme y oscuro valle que empieza entre dos masivos espolones de piedra gris, cubierto por una hierba que empieza con un color crepuscular y se va oscureciendo cada vez más a medida que uno va mirando a las profundas tinieblas del propio espacio interestelar, sin estrellas ni cometas ni meteoros, nada; y la otra es esa delirante pintura de Boecklin, La Isla de los Muertos, el lugar que acababa de ver en el reino de los sueños. De los dos lugares, la Isla de los Muertos es con mucho el más siniestro. El Valle parece albergar una cierta promesa de paz. Esto quizá sea porque nunca he diseñado ni edificado ningún Valle de las Sombras, transpirando sobre cada detalle y cada toque de aquel paisaje estremecedor. Pero en mitad de un mundo que era un Edén, levanté una Isla de los Muertos en cierta ocasión, y se consumió a sí misma en mi conciencia hasta tal punto que nunca podré olvidarla por completo, ya que yo formo parte de ella con tanta certeza como ella forma parte de mí. Ahora, esta parte de mí mismo acababa de dirigirse a mí de la única forma que podía, en respuesta a una especie de plegaria. Me estaba haciendo una advertencia, lo sentía, y me estaba proporcionando también un indicio, un indicio que adquiriría sentido en su momento. ¡Malditos sean los símbolos, que por su propia naturaleza ocultan tantas cosas como las que señalan!

Kathy me había visto, dentro de mi visión, lo cual significaba que quizá hubiera alguna posibilidad…

Conecté la pantalla y observé las espirales de luz, moviéndose tanto en el sentido de las agujas del reloj como en dirección contraria, a partir de un punto situado directamente ante mí. Eran las estrellas, visibles tan solo de aquella forma, allá al otro lado del espacio. Y mientras permanecía allí y el universo se movía con relación a mí, sentí que las décadas de capas de grasa que habían ido acolchando la sección media de mi alma se incendiaban y empezaban a arder. Entonces el hombre que tan duramente había trabajado para llegar a ser murió, espero, y supe que Shimbo de la Torre del Árbol Tenebroso, el Sembrador de Truenos, seguía vivo.

Contemplé las girantes estrellas, agradecido, triste y orgulloso, como tan solo puede estarlo un hombre que ha sobrevivido a su destino y se da cuenta de que todavía puede forjarse otro.

Un poco después, el torbellino en el cielo me aspiró y me sumergió en el oscuro centro del sueño, frío y sin sueños, suave e inmóvil, como el Valle de las Sombras quizá.

Transcurrieron dos semanas antes de que Lawrence Conner hiciera aterrizar a su Modelo T en Aldebarán V, llamado también Driscoll, por su descubridor. Dos semanas al menos dentro de la Modelo T, porque hay que tener en cuenta que el tiempo no transcurre mientras se está en fase. No me pregunten por qué, por favor. No tengo tiempo de escribir un libro al respecto. Pero si Lawrence Conner hubiera decidido dar media vuelta y regresar a Tierralibre, hubiera podido dedicar otras dos semanas a la calistenia, a la introspección y a la lectura, y hubiera llegado por la tarde del mismo día en que Francis Sandow había partido, causando sin la menor duda un infinito placer a toda la vida nativa del planeta. No lo hizo, sin embargo. Al contrario, ayudó a Sandow a mover una pieza en el negocio de las pipas de brezo, no porque lo deseara realmente, sino tan solo para cubrir las apariencias, mientras examinaba las piezas del rompecabezas que tenía ante él. Quizá se tratara de piezas pertenecientes a varios rompecabezas distintos, mezcladas juntas. No había forma de saberlo.

Yo llevaba un traje tropical ligero y gafas de sol, puesto que el amarillo cielo estaba cubierto tan solo por unas pocas nubes de color anaranjado, y el sol me envolvía en oleadas de calor que reventaban contra el pavimento color pastel y se derramaban en ardientes chorros que distorsionaban la realidad. Conduje mi vehículo de alquiler, un deslizador, hasta la colonia artística de una ciudad llamada Midi, un lugar demasiado agudo y frágil, y necesariamente demasiado junto al mar para mi gusto, con todas sus torres, espiras, cubos y ovoides que la gente llama hogares, oficinas, estudios o tiendas, todas ellas edificadas con esa cosa llamada glacylina, que puede convertirse en transparente o ser coloreada con tonos diversos u opacificada en cualquier color, por medio de un simple control de la relación molecular, y yo iba buscando Nuage, un barrio cerca del agua, conduciendo a través de una ciudad que cambiaba constantemente de color con relación a mí, recordándome una jalea compuesta —fresas, frambuesas, cerezas, naranjas, limones y limas— con trozos de fruta en su interior.

Encontré el lugar en su antigua dirección, tal como me había dicho Ruth.

Había cambiado un poco. Había sido uno de los pocos bastiones contra la proliferante jalea que estaba devorando la ciudad, en los tiempos en que ambos vivíamos allí. Ahora también había sucumbido. Donde antes había habido una pared de estuco rodeando una verja de hierro forjado que se abría a un patio interior adoquinado que daba frente a una hacienda provista de una pequeña piscina cuya agua reflejaba el sol como un fantasma sobre las ásperas paredes y las tejas, se levantaba ahora un castillo de jalea color frambuesa rodeado por cuatro altas torres.

Aparqué, crucé el puente arco iris, pulsé la placa de llamadas de la puerta.

—Esta casa está desocupada —dijo una voz mecánica a través de un oculto altavoz.

—¿Cuándo volverá la señorita Laris? —pregunté.

—Esta casa está desocupada —repitió la voz—. Si está usted interesado en comprarla, puede ponerse en contacto con Paul Glidden en Inmobiliaria Rayodesol Inc., Avenida de los Siete Suspiros, 178.

—¿La señorita Laris no ha dejado su nueva dirección?

—No.

—¿Tampoco ha dejado ningún mensaje?

—No.

Regresé al deslizador, lo elevé sobre un cojín de aire de quince centímetros, y terminé por localizar la Avenida de los Siete Suspiros, que antes era llamada simplemente Calle Mayor.

El señor Glidden era un hombre gordo y carente de cabellos, excepto un par de cejas grises tan delgadas que parecían haber sido dibujadas con un lápiz fino, puestas sobre unos ojos gris pizarra de expresión seria, que dominaban una delgada y rosácea boca que debía sonreír incluso mientras él dormía, la cual estaba cobijada bajo una pequeña y respingona cosa que le hacía las veces de nariz, y que apenas se discernía debido a las mejillas parecidas a dos bolas de pasta de pan que la englobaban por completo, y todo ello, junto con el resto de sus rasgos, le daba la apariencia de algo blando y pegajoso (excepto por las delgadas orejas atravesadas por dos zafiros), rojizo como la emperifollada camisa que cubría la parte norte de su hemisferio, el señor Glidden, tras su escritorio en Rayodesol, bajando su húmeda mano que yo acababa de estrechar, haciendo tintinear su masónico anillo contra el sol cerámico de su cenicero mientras tomaba de nuevo su cigarro, a fin de estudiarme, a la manera de un pez, a través del lago de humo tras el que estaba sumergido.

—Siéntese, señor Conner —murmuró—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—¿Es usted el encargado de vender la casa de Ruth Laris, en Nuage?

—Exacto. ¿Desea usted comprarla?

—Estoy buscando a Ruth Laris —dije—. ¿Puede decirme usted adonde se ha trasladado?

Algo pareció marchitarse en sus ojos.

—No —dijo—. Nunca he visto a Ruth Laris.

—Ella debe haberle dejado instrucciones acerca de dónde debe enviarle el dinero.

—Exacto.

—¿Puede decirme dónde?

—¿Por qué debería hacerlo?

—¿Y por qué no? Estoy intentando localizarla.

—Debo depositarlo en su cuenta en un banco.

—¿Aquí en la ciudad?

—Exacto. En el Artists Trust.

—¿Entonces no ha sido ella quien se ha puesto en contacto con usted?

—No. Ha sido su abogado.

—¿Puede decirme quién es?

Se alzó de hombros, desde las profundidades de su lago de humo.

—¿Por qué no? —dijo—. André DuBois, en Benson, Carling y Wu. A ocho manzanas al norte de aquí.

—Gracias.

—Entonces supongo que no está usted interesado en adquirir la propiedad.

—Al contrario —dije—. Quiero comprar la casa, si puedo tomar posesión de ella esta misma tarde… y si puedo discutir el negocio directamente con su abogado. ¿Cree usted que serán suficientes cincuenta y dos mil?

Repentinamente emergió de su lago de humo.

—¿Dónde puedo contactarle, señor Conner?

—Estaré en el Spectrum.

—¿Después de las cinco?

—De acuerdo, después de las cinco.

Así que, ¿qué podía hacer?

En primer lugar, tomé una habitación en el Spectrum. En segundo lugar, utilizando el código apropiado, contacté a mi hombre en Driscoll para que arreglara las cosas de modo que Lawrence Conner pudiera disponer de la cantidad necesaria en efectivo para ultimar la transacción. En tercer lugar, conduje hasta el distrito religioso, aparqué el deslizador, bajé, y me puse a andar.

Anduve ante capillas y templos dedicados a Todo el Mundo, desde Zoroastro a Jesucristo. Retuve el paso cuando llegué a la sección pei’ana.

Tras un tiempo, encontré lo que buscaba. Era una simple entrada al nivel del suelo, pintada de verde, del tamaño de una puerta de garaje.

Penetré en ella y descendí una estrecha escalera.

Llegué a un pequeño vestíbulo iluminado por velas, y atravesé una baja arcada.

Entré en una oscura capilla que contenía un altar central tallado en una materia verde oscura, con hileras de bancos a su alrededor.

Había centenares de placas de empañada glasita a lo largo de las cinco paredes, representando las deidades pei’anas. Quizá no debiera haber venido a aquel lugar en un día como este. Hacía tanto tiempo…

Había allí seis pei’anos y ocho humanos, y cuatro de los pei’anos eran mujeres. Todos ellos llevaban cintas de plegarias.

Los pei’anos miden unos dos metros de alto, y son tan verdes como la hierba. Sus cabezas parecen embudos, anchas en su parte superior y estrechas en sus cuellos como el cuello de un embudo. Sus ojos son enormes y de un color verde o amarillo líquido. Sus narices están aplastadas sobre sus rostros… simples ligeros promontorios con fosas en forma de paréntesis. No tienen cabellos por ninguna parte de sus cuerpos. Sus bocas son anchas, y no poseen realmente dientes. El mejor ejemplo que puedo hacer para compararlos son los elasmobranquios. Tragan constantemente su propia piel. No poseen labios, pero su dermis se amontona y se endurece en el interior de sus bocas, formando una especie de lija gracias a la cual pueden masticar. La mastican, y luego la digieren, a medida que la piel se va renovando y es reemplazada por materia fresca. Pese a la impresión que pueda dar esta descripción a alguien que nunca haya visto a un pei’ano, son agradables a la vista, y más graciosos que los gatos, más antiguos que la humanidad, y extremadamente sabios. Además, poseen una simetría bilateral, y tienen dos brazos y dos piernas, con cinco dedos en cada extremidad. Ambos sexos llevan chaquetas y faldas y sandalias, generalmente de color oscuro. Las mujeres son más bajas, más delgadas, pero más anchas de caderas y bustos que los hombres, aunque no poseen senos, ya que no alimentan a sus hijos, los cuales durante las primeras semanas de sus vidas digieren las grandes capas de grasa almacenadas en sus propios organismos y luego empiezan a digerir su propia piel. Tras un tiempo, empiezan a comer comida, principalmente pulpa de frutas y de moluscos marinos. Así son los pei’anos.

Su lenguaje es difícil. Yo lo hablo. Sus filosofías son complejas. Conozco algunas de ellas. Muchos son telépatas, y algunos otros poseen habilidades poco usuales. Yo también.

Me senté en uno de los bancos y me relajé. Extraigo una cierta fortaleza psíquica de los templos pei’anos, debido al condicionamiento que recibí en Megapei. Los pei’anos son extremadamente politeístas. Su religión me recuerda un poco el hinduismo, debido a que nunca han descartado nada… y parece como si hubieran pasado la totalidad de su historia acumulando deidades, rituales, tradiciones. Esta religión es llamada strantrismo, y se ha extendido considerablemente con el transcurso de los años. Tiene muchas posibilidades de convertirse algún día en una religión universal, debido a que hay algo en ella que satisface a todo el mundo, desde los animistas hasta los panteistas, pasando por los agnósticos y toda la gente que simplemente adora los rituales. Los pei’anos nativos tan solo constituyen ahora el diez por ciento aproximadamente de los strantristas, y probablemente va a ser la primera religión a gran escala que sobreviva a la raza que la fundó. El número de pei’anos disminuye de año en año. Como individuos, su vida es enormemente larga, pero no son muy fecundos. Y como sus mayores intelectos han escrito ya el último capítulo de la inmensa Historia de la Cultura Pei’ana, en 14.926 volúmenes, es probable que hayan decidido que no había ninguna razón para llevar las cosas más lejos. Tienen un tremendo respeto hacia sus intelectuales. Son así de originales.

Poseían un imperio galáctico en la época en que los hombres vivíamos aún en cavernas. Luego libraron por milenios una batalla contra una raza que ya no existe, los bahulianos, y esto quemó sus energías, agotó sus industrias y diezmó su número. Entonces abandonaron sus puestos avanzados y se replegaron gradualmente al pequeño sistema de mundos que habitan actualmente. Su mundo natal —llamado también Megapei— había sido destruido por los bahulianos, que según todos los testimonios eran bárbaros, crueles, perversos, feroces y depravados. Por supuesto, todos esos testimonios proceden de los pei’anos, por lo que temo que nunca llegaremos a saber cómo eran realmente los bahulianos. De todos modos no eran strantristas, ya que he leído en algún lugar que eran idólatras.

En el lado de la capilla opuesto al arco de la entrada, uno de los hombres empezó a cantar una letanía que yo conocía mejor que cualquier otra, y levanté repentinamente la cabeza para ver si realmente se había producido.

Se había producido.

La placa de glasita representando a Shimbo del Árbol Tenebroso, el Sembrador de Truenos, resplandecía ahora con una luz verde y amarilla.

Algunas de sus deidades son pei’amórficas, por forjar un término, mientras que otras, como las egipcias, parecen cruces entre pei’anos y las cosas que uno podría encontrar en un zoo. Otras son simplemente extrañas. Y en algún momento a lo largo de su historia estoy seguro de que visitaron la Tierra, ya que Shimbo es un hombre. El porqué una raza inteligente haya podido sentir la necesidad de convertir a un salvaje en un dios es algo que está más allá de mi alcance, pero ahí está, con un ligero tinte verdoso en su apariencia, su rostro parcialmente cubierto por su brazo izquierdo medio levantado, blandiendo una nube repleta de truenos en mitad de un cielo amarillo. En su mano derecha sostiene un enorme arco, y un carcaj de rayos cuelga de su cintura. Muy pronto los seis pei’anos y los ocho humanos estaban cantando la misma letanía. Otros estaban entrando por la arcada. El lugar empezaba a llenarse.

Un gran sentimiento de luz y de poder surgió en mi sección media, y se expandió hasta llenar todo mi cuerpo.

No comprendo lo que hace que esto ocurra, pero siempre que entro en un templo pei’ano Shimbo empieza a resplandecer así, y ahí están el poder y el éxtasis en mí. Cuando completé mi adiestramiento de treinta años y mi aprendizaje de veinte años en el oficio que originó mi fortuna, yo era el único terrestre en el negocio. Los otros constructores de mundos eran todos ellos pei’anos. Cada uno de nosotros lleva un Nombre —el de una de las deidades pei’anas—, y este nos ayuda en nuestro trabajo, de una forma única y compleja. Yo elegí a Shimbo —o él me eligió a mí— debido a que parecía ser un hombre. Durante tanto tiempo como yo viva, las creencias dicen que se manifestará en el universo físico. Cuando yo muera, retornará a la feliz nada, hasta que algún otro pueda llevar el Nombre. Cada vez que un portador de Nombre penetra en un templo pei’ano, la divinidad que le corresponde resplandece en aquel lugar… y en todos los templos de la galaxia. No puedo llegar a comprender el tipo de nexo que se establece. Ni siquiera los pei’anos pueden comprenderlo.

Yo pensaba que Shimbo me había desamparado desde hacía tiempo, debido a lo que yo había hecho con el Poder y con mi vida. Supongo que había acudido a aquel templo para ver si eso era cierto.

Me levanté, me abrí camino hacia la arcada. Mientras la cruzaba, sentí un incontrolable deseo de levantar mi mano izquierda. Entonces cerré mi puño y lo llevé al nivel de mi hombro. En aquel mismo instante un trueno resonó casi encima mío.

Shimbo seguía resplandeciendo y la letanía resonaba en mi cabeza cuando subí las escaleras y salí al mundo exterior, donde una fina lluvia había empezado a caer.