«SUEÑO DE LUNA»

Todas las Cosas Jamás Soñadas

—¡Tallis! ¡Tallis!

La voz de la niña llegaba de muy lejos. Incluso podía haberla oído en sueños. Tallis miró hacia la salida de la casa funeraria, frunció el ceño y contempló lo que la rodeaba. El fuego se había consumido. Tig no estaba por ninguna parte. Los restos de la hoguera estaban fríos, así que Tallis supuso que llevaba horas allí sentada.

Se levantó con las piernas rígidas y doloridas, y cojeó alejándose del cruigmorn al tiempo que se masajeaba las articulaciones para recuperar la circulación. Atravesó el siniestro semicírculo de rajathuks, y vio a Morthen de pie, incómoda, a la entrada del recinto. El rostro de la niña se ensombreció al ver aparecer a la mujer. Parecía enfadada, o quizá incómoda.

—Hola, Morthen.

—Mi padre —dijo la niña sin devolver el saludo—. ¡Ha vuelto a casa, con nosotros!

—¡Ha despertado!

—Sí.

Su voz tenía un tono inexpresivo. Se estaba distanciando de la mujer, desde luego.

Cuando Tallis pasó junto a ella, Morthen la agarró por un brazo. Sus ojos oscuros relampagueaban. La red de conchas de caracol con que se cubría el pelo tintineó cuando irguió la cabeza.

—Es mi hermano —dijo—. Le he esperado toda mi vida. Debes dejar que ahora lo cuide yo.

Tallis intentó sonreír, pero la ira de la niña detuvo en seco el gesto.

—Yo he estado con él toda mi vida —replicó—. No lo dejaré ir tan fácilmente.

Morthen emitió un sonido de animal salvaje, dio media vuelta y echó a correr entre los espinos. Tallis la siguió, aunque volvió la vista atrás para mirar las gigantescas tallas. Sus grotescos rostros parecían observarla, algunos compasivos, otros burlones. Sinisalo, niño en la tierra, se reía de ella.

Cruzaron la entrada del poblado, sortearon las nuevas pieles recién tendidas y se agacharon para entrar en la casa comunitaria. Morthen se quedó junto a la puerta. En la semioscuridad del interior, Tallis alcanzó a ver a Scathach acuclillado junto al jergón de paja, sosteniendo la cabeza del anciano. Los ojos de Wynne-Jones brillaban al ver a su hijo, al escuchar sus palabras susurradas.

Tallis, en silencio, avanzó por la casa y se situó tras el cazador. Se sentó en uno de los jergones y se estrechó las rodillas, para escuchar. Scathach le estaba contando su primer viaje por el bosque.

—… los Jaguthin siempre son llamados. En eso tenías razón. Pero las llamadas difieren. Durante un tiempo, cabalgué con un grupo cuya llamada vino de una vieja acompañada por sabuesos gigantes. Salió del centro de la tierra, rodeada de perros negros. Pero los Jaguthin con los que más amistad entablé fueron llamados de noche, durante la luna llena. Su llamada vino en forma de un espíritu nocturno, un espectro. Vagaba entre las ramas de los árboles y arrancaba el espíritu a los hombres. Era a la vez extraño y terrible ver como los fantasmas de mis amigos abandonaban sus cuerpos, y también como esos cuerpos corrían por los bosques nocturnos, persiguiendo a sus almas.

La voz de Wynne-Jones era tenue, sibilante:

—Se reunirán…, cuerpo y alma…, en el lugar de la futura hazaña…, la gran batalla… Todas las leyendas de búsquedas son así…, lo primero es encontrar el yo interior…

Scathach hizo callar al anciano, que luchaba por mantener el flujo de palabras.

—Los perdí a todos. A todos mis amigos. Gyonval fue el último, hace tan sólo unas estaciones. Su pérdida entristeció a Tallis más que la de ninguno. Él pareció resistirse a la llamada, quizá por su amor hacia Tallis. Compartían unos sentimientos muy especiales.

Tallis se quedó helada. Se tocó los ojos y el rostro, el corazón le latía a toda velocidad. No sabía que Scathach se había dado cuenta, no creía que lo hubiera visto. Aquello la atemorizó, le trajo a la mente una oleada casi insoportable de recuerdos de lo perdido, del cuerpo del guerrero Gyonval luchando contra el bosque, empalándose contra una rama afilada, como si con eso pudiera evitar la partida de su espíritu.

El cuerpo vacío, herido, pasó al lado del fuego, junto a Tallis; sobre los árboles, el espectro estaba entrelazado con la imagen fantasmal del hombre, se la llevaba por el follaje, aunque ésta luchaba por volver al campamento del bosque.

Sólo las manos fuertes de Scathach impidieron que Tallis siguiera a Gyonval hacia el bosque para tratar de hacerlo volver. Lo hizo en silencio, resistiéndose a Scathach con todas sus energías, pero sin emitir sonido alguno.

—Se ha ido —susurró él—. Lo hemos perdido.

«He perdido más de lo que te imaginas —había pensado Tallis con amargura—. Pero no tienes por qué saberlo».

Ahora, en la casa comunitaria, comprendió que Scathach había sido consciente de lo especial de su dolor.

—Fue muy triste perderlos —siguió Scathach—. Tres de ellos, Gyonval, Gwyllos y Curundoloc, estaban todavía conmigo cuando llegué al lugar prohibido y encontré las ruinas del lugar sagrado.

—Refugio del Roble —suspiró Wynne-Jones. Repitió el nombre, como si saboreara el sonido del sitio que tan bien había conocido—. En ruinas, dices. Así que no está habitado…

—El bosque lo había absorbido. Los árboles crecían por todas partes. Ahora, nunca lo dejará escapar. Pero encontré el diario. Lo leí, como me dijiste, pero la lluvia había vuelto borrosa la magia. Era difícil interpretar los símbolos. Todo resultaba muy confuso.

—¿Había alguna referencia a mi viaje…, al bosque?

Scathach asintió.

—Sí. Estaba escrito que habías descubierto el oolerinnen. Te obsesionaste con la apertura de las puertas que dan al corazón del bosque. Estaba escrito que un día volviste oliendo a nieve, muy enfermo por el invierno. Una semana más tarde, regresaste a ese lugar invernal, y nunca más volviste.

Hubo un momento de silencio. La respiración de Wynne-Jones se hizo más pausada. Tenía la mirada perdida. Tallis se inclinó un poco hacia adelante para verle mejor, pero el anciano no advirtió su presencia.

—Conseguí cruzar —murmuró—. Me cogió por sorpresa. Fue en la zona de robles y espinos, cerca del sepulcro del caballo. Habíamos explorado el área a conciencia. Incluso dibujamos el mapa de la matriz de energía. Los robles y los espinos siempre producían zonas generativas muy poderosas, son los lugares de génesis de los mitagos más primitivos. Muchos de ellos eran más animales que humanos. El oolerinnen debió de tenderme una trampa. Crucé, pero no conseguí volver atrás…

Scathach hizo callar al hombre de nuevo, alzando un recipiente hacia sus labios para que tomara un sorbo de agua fresca. Wynne-Jones suspiró, y su mano, engarfiada en torno a la muñeca del joven, aleteó como un pájaro sin aliento antes de encontrar de nuevo un asidero en el miembro.

—¿Y Huxley? ¿Qué fue de mi amigo George? ¿Qué le pasó al viejo mago?

—Su esposa murió. Creó el mitago de una chica y se enamoró de ella. Su hijo mayor volvió a casa de una gran guerra en otra tierra…

—¿Cómo se llamaba la chica?

—Guiwenneth.

—¿De dónde venía?

Scathach hizo un esfuerzo por recordar.

—Era una princesa de los britanos. Me parece recordar que eso fue lo que leí.

Wynne-Jones se estremeció. Tallis pensó que eran toses dolorosas, pero en realidad se estaba riendo.

—El hombre más tranquilo que he conocido… engendra a la más salvaje de las mujeres… Vindogenita en persona… Ginebra…

Los estertores de diversión duraron unos segundos más, luego se tranquilizó.

—Por lo que pude averiguar —continuó Scathach—, padre e hijo compitieron por el amor de la chica…

—Qué cosa más predecible.

—Y eso es todo. No hay final. No continuaba. No puedo decirte qué ocurrió después.

Se hizo un silencio que duró un rato, sólo la respiración del anciano rompía la calma con su ritmo regular, doloroso.

—¿Y tú? —preguntó al final—. ¿Hasta qué punto pudiste alejarte de los límites del bosque?

—Caminé un día entero —respondió Scathach—. Entonces la cabeza me empezó a doler de una manera terrible; estaba mareado, sentía miedo. El mundo parecía oscuro incluso a la luz del día. Veía sombras de árboles en una tierra tan desnuda como una roca, y detrás de esos árboles había espíritus que me llamaban. Tuve que volver al lugar sagrado. Pero pasé un año entero en esa tierra de sombras. Me disfracé con ropas como las de la gente. Trabajé en una granja. Colaboré en la construcción de una de sus casas. Me pagaron con monedas. Pregunté por ti, y por Huxley, pero nadie supo decirme nada. Entonces, cuando volví al lugar sagrado…, al Refugio del Roble…, descubrí que la hija de los Keeton había establecido contacto conmigo.

—Eso, luego —le interrumpió el anciano—. Luego… Háblame de Anne, de mi hija Anne. ¿Conseguiste verla?

—Usé un teléfono. Hable con ella desde muy lejos. Todavía vive en Oxford, como me dijiste. Fue muy fácil averiguar cómo llamarla. Le dije mi nombre, quién era, le conté que habías envejecido pero que te encontrabas bien, dentro del bosque. Le hablé de mi madre, Elethandian, tu esposa, y le hubiera dicho más cosas, pero empezó a gritarme. Me llamó mentiroso. Estaba muy enfadada. Me dijo que era un estafador, que la policía me metería tras una empalizada como al animal salvaje que era. Le hablé de la serpiente muerta que habíais encontrado una vez, de vuestro secreto especial. ¿Cómo podría saberlo yo si no era tu hijo? Pero dejó de hablar conmigo. Se fue sin dejarte ningún mensaje.

Scathach acarició cariñosamente la muñeca de su padre.

—Lo siento mucho. De verdad.

Las noticias habían deprimido al anciano. Suspiró, entristecido, y se tendió de nuevo en el jergón de paja.

—No importa… —susurró, y cerró los ojos. Pronto, se quedó dormido.

Tallis permaneció con Scathach durante un rato, pero el ambiente de la casa comunitaria empezaba a resultarle incómodo; estaba llena de humo, le costaba respirar. Además, hacía frío, un viento gélido se filtraba por el techo y por las grietas en las paredes de barro. Olía a hierbas amargas y a la incontinencia de Wynne-Jones, y pronto la idea del frío punzante del exterior volvió a resultarle atractiva.

Si Scathach hubiera querido que se quedase, lo habría hecho, pero permaneció distante, sin responder a la caricia de Tallis. El joven se volvió hacia el norte, contemplando la penumbra de la casa, como si pudiera ver a través de las paredes, a través incluso del bosque, en dirección al lugar de la batalla, a ese sitio frío hacia el que Tallis y él —como todo lo demás que pasaba por allí— parecían abocados.

Morthen entró en el refugio y esquivó a Tallis, sin mirarla. Al principio pareció nerviosa, luego casi resentida por la presencia de la mujer. Tallis decidió quedarse un rato, pero apartó la mirada. La niña se dirigió hacia su hermano.

—Hay domadores en el valle —le susurró—. Han preparado un terreno para trampas, a medio día de camino hacia el sur. Sólo son unos pocos, pero tienen muchos caballos.

—¿Domadores? —preguntó Scathach con indiferencia—. ¿Qué son los domadores?

—Domadores de caballos —explicó Morthen, emocionada—. Tienen armas muy malas. Sus puntas de piedra están mal hechas, podemos romper sus redes con facilidad. Son hombres grandes, pero tontos, se pintan los cuerpos con barro. Podemos derrotarlos con facilidad.

—No eres más que una niña —murmuró Scathach.

Morthen se sorprendió. A su hermano no le interesaba lo más mínimo lo que acababa de decirle, pero la niña estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de conseguir su favor.

—Yo sólo tendré que cortar las riendas. Primer-Puerco-del-Verano y los otros cazadores se encargarán de todo. Te traeré un caballo. Le daré nombre para ti.

—Gracias. Ten cuidado.

Morthen acarició el rostro de su hermano.

—Pronto seré mayor —murmuró.

Tallis se apercibió de la mirada furiosa que le dirigió la niña; después, Morthen se marchó, dejando un torbellino de humo gris al pasar junto a los restos de la hoguera.

Ella también salió. Ya tenía una compañera de viaje, Nadadora de Lagos, y al pensar en los caballos salvajes del valle le resultaba sencillo comprender la leyenda de los domadores: someter al espíritu del animal salvaje; obtener permiso para cabalgar sobre él; sí, en un principio habría parecido cosa de magia, y se habrían tejido leyendas en torno a los cazadores que dominaban a las veloces criaturas orgullosas.

Volvió a la casa funeraria. Tig no estaba por ninguna parte. Pero alguien había dispersado los restos del fuego, el suelo estaba lleno de cenizas. Otra vez en el exterior, miró hacia el norte. Pronto divisó las abrigadas figuras de Morthen y tres cazadores, que caminaban desviándose hacia el sur y pronto se perdieron de vista en el bosque.

Pero, al norte…, sólo había una niebla gris, espesa; quizá un atisbo de montañas e invierno, más allá. Los detalles resultaban casi imperceptibles. Las copas de los árboles tejían una bóveda negra e informe, sólo los olmos temblorosos se alzaban gigantescos por encima del mar de follaje. Volvió a oír su nombre, y una vez más volvió a la realidad como si hubiera estado soñando, para descubrir que el tiempo había pasado. Al mirar colina abajo, divisó a Scathach que ascendía lentamente hacia ella, entre los densos espinos. Llevaba a cuestas a Wynne-Jones. El anciano golpeaba las ramas afiladas con su bastón, mientras con la otra mano se aferraba con fuerza al cuello de su hijo.

Entraron en el recinto. Wynne-Jones clavó su bastón en el suelo, luego se bajó de la espalda de Scathach. Colgó la capa de plumas de cayado, y el joven le ayudó a sentarse en el escaso refugio así creado. Contemplaba fijamente los rajathuks. Su ojo sano brillaba al mirarlos. Pero, al bajar de su punto de vigilancia, Tallis advirtió que estaba asustado. Tenía la barba blanca muy descuidada. Se había dibujado una línea azul en la frente, rodeando el escaso pelo canoso.

Scathach había entrado en la casa funeraria. Volvió a salir.

—Ni rastro de Tig.

—Ten cuidado con él —replicó Wynne-Jones con ansiedad—. No puede estar muy lejos… —Se volvió y dedicó a Tallis una sonrisa sombría—. Y no quiero tener a ese pequeño asesino a tiro de honda —añadió con voz baja, pero perfectamente audible—. Tiene demasiada puntería.

El hombre y la mujer intercambiaron largas miradas escrutadoras.

—Tallis…, tú eres Tallis…

—Sí.

—Me hablaste en mis sueños. Me contaste historias y aventuras. Me hiciste preguntas.

—Sí. ¿Lo recuerdas?

—Como en un sueño —replicó.

Le hizo un gesto para que se acercara. La mujer se situó a su lado, se acuclilló en la tierra fría. Cuando la cogió de las manos, sintió la tensión del anciano. Estaba temblando. La sombra de Tig marcaba su rostro más que la cruel herida que le había cegado el ojo izquierdo y le había cruzado las mejillas de cicatrices. Wynne-Jones hizo caso omiso de su mirada de preocupación, y siguió tocándola, acariciándole el rostro con las manos, rozándole los labios con los dedos.

—¿Cuántos años tenías cuando el bosque se te llevó?

—Trece —respondió Tallis—. Pero el bosque no se me llevó. Entré con Scathach. No tenía intención de quedarme mucho tiempo.

Aquello pareció divertir al anciano.

—¿Recuerdas muchas cosas sobre Inglaterra? —preguntó—. ¿Y sobre tu vida, y sobre el mundo?

Ella asintió.

—Te diré lo que sé, aunque la verdad es que vivía muy aislada…

—Luego —la interrumpió—. Ya me lo contarás luego. Primero tengo que enseñarte una cosa, algo que te animará. Luego, necesitaré tiempo para pensar sobre todas las cosas extrañas que te sucedieron de niña. Mi primogénito ya me ha contado parte de tu vida, me ha hablado de las preguntas que quieres hacerme.

Sus palabras hicieron que Tallis mirase con tristeza en dirección a la casa funeraria; un último escalofrío de pena la hizo arrebujarse en sus pieles.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Wyn con voz preocupada, bondadosa.

—Hace unas horas, quemé los restos de mi primogénito —respondió Tallis.

—Ah…

Wyn hizo una larga pausa.

—¿Cuánto vivió el niño? —preguntó al final.

—Una estación o dos. Unos pocos meses —sonrió Tallis—. Aún intento recordar el viejo sistema de medir el tiempo.

—¿Cuántos hijos…?

—Tres. Los otros no llegaron a nacer.

—¿Eran de mi hijo? —inquirió Wynne-Jones.

—Sí —asintió Tallis con rapidez.

Aun así, no pudo evitar apartar la vista al contar la parcial mentira. Cuando volvió a mirar a Wynne-Jones, el anciano no sonreía.

Bruscamente, arrancó una pequeña pluma negra del borde de su capa. El viento frío le agitaba el pelo blanco, hacía que temblara con violencia, pero rechazó el intento de Tallis de echarle la capa sobre los hombros. En vez de eso, la obligó a coger la pluma.

—Ritos y rituales en la Europa del Neolítico tardío —dijo con una sonrisa amarga—. Una pluma negra para demostrar mi dolor. Mañana, debes llevarla al refugio del chamán, y la quemaremos con grasa de ave, miel y una tira de piel de lobo seca. En una piedra ahuecada, por supuesto, y tú deberás trazar tu marca sobre la piedra para que yo la decore luego.

Estaba casi riéndose, con los ojos entrecerrados por la diversión, compartiendo un chiste con una persona de una cultura avanzada.

—Eso ayudará al espíritu del niño en su viaje. O eso dicen —terminó.

Tallis se encogió de hombros.

—Puede que sea cierto. Parece que, en este mundo, las cosas funcionan. Como la magia, y las cuestiones psíquicas.

—Muy cierto. Y es algo que no deja de asustarme. Me asusta que un niño de carne y hueso se convierta en madera al morir. ¿Qué proceso biológico interviene? Scathach y Morthen son los dos únicos hijos míos que han sobrevivido de entre los muchos que he tenido. Es extraño, pero sé que eso significa que tienen en ellos más parte de bosque que de carne. Mi hijo no pudo alejarse de los linderos del bosque y explorar las granjas que rodean el Ryhope…

—Lo sé.

—Me temo que tu destino quedó sellado desde el momento en que entraste en el bosque con él. Una vez estuvo en el lugar prohibido (para él, Inglaterra), y una vez consiguió regresar, debió de entrar en una marea, una poderosa corriente que lo arrastra hacia el corazón del bosque. Sólo se puede hacer un viaje al infierno… Scathach no habría podido llevarte de vuelta a Inglaterra por mucho que lo hubiera intentado.

Tallis asintió, sombría.

—Tenía pensado pasar un mes en el bosque. Llevo ocho años perdida aquí.

—Resígnate a quedarte el resto de tu vida.

—Nunca lo aceptaré —replicó ella con brusquedad—. Sea como sea, volveré a casa.

—No regresarás jamás. Resígnate.

—Encontraré a mi hermano. Volveré a casa. No acepto otra cosa.

—Ah, sí… —dijo Wynne-Jones con una leve sonrisa en los labios—. Tu hermano. Ayúdame a levantarme. Quiero enseñarte una cosa.

Cuando estuvo de pie, inseguro, apoyando todo su peso en Tallis, señaló los tótems de rostros sombríos con su cayado.

—Los reconoces, ¿verdad?

Tallis contempló las tallas, experimentó la sensación de familiaridad. Se estremeció, incómodamente cerca de comprender.

—Sí y no. Me recuerdan a mis máscaras.

—He visto tus máscaras —dijo el anciano—. Las vi enseguida. Ésa es Falkenna…

—El vuelo de un pájaro hacia una región desconocida.

—Y la que tienen nuevos brotes es Skogen…

—Sombra del bosque —suspiró Tallis—. Siempre he sentido una extraña afinidad con ésa.

Wyn se echó a reír, un sonido jadeante.

—Así supe que te acercabas. Cambió. Skogen es la sombra cambiante del bosque. Creí que se trataba de mi hijo, que estaba cambiando el tótem por su manera de aproximarse a mí. Pero eras tú. Tú eres el skogen. Tú eres la sombra del bosque… al igual que lo fue Harry antes que tú. Está escrito en las sombras que lo encontrarás.

Alzó la vista y señaló en dirección al rajathuk que Tallis conocía mejor que ninguno, dada su obsesión por él…

—Sueño de luna.

—Sí. Los ojos que ven a la mujer en la tierra. Perdí esa máscara. Se me cayó antes de entrar en el reino. Ahora la tiene mi padre… —Sonrió—. A veces me pregunto si me mira a través de ella.

Pero Wynne-Jones pareció alarmado por sus palabras.

—Tienes que hacerla de nuevo. Si las máscaras siguen siendo importantes para ti, debes fabricarla otra vez, desde luego.

—¿Importantes? —Tallis se encogió de hombros—. Uso algunas. Otras, casi nunca. Pero parece que funcionan. A través de ellas veo cosas…

—No comprendes bien el objetivo de las máscaras —murmuró WynneJones, acariciándose la barba gris sin apartar la vista de Skogen—. Quizá aún no estés preparada para usarlas bien.

—Utilizo a Encrucijadora cada vez que quiero traspasar una puerta…

Wynne-Jones dejó escapar una risita.

—Claro, ¿de qué otra manera se puede hacer? Pero…, escúchame bien, Tallis: en términos legendarios, las máscaras, al igual que estos rajathuks, ¡son facetas de un oráculo! La voz de la tierra que cuenta su visión a través de un chamán; o sea, de mí, o de ti, o de Tig. No puedes usar las máscaras como oráculo si te falta una.

Se volvió para mirar a Tallis, que hizo una mueca.

—Pero, aun así, funcionan.

—Sólo hasta cierto punto. Podrían funcionar mucho mejor. Imagina que cada máscara está en una cadena. Esa cadena va desde la máscara, cuando te la pones, hasta lo más profundo de tu mente. En tu mente hay muchos lugares ocultos, muchos lugares prohibidos u olvidados. Imagina que cada máscara llega a una de esas zonas cerradas de tu mente. Las formas de las máscaras, la forma del bosque, el toque del bosque, el olor del bosque, cualquier otro olor que hayas incorporado, los colores brillantes o las sombras oscuras…, todo esto forma parte de la pauta esencial, del conocimiento esencial, el conocimiento desconocido que yace en el corazón de la magia. Cada máscara revive recuerdos perdidos cuando la miras; cada máscara te da acceso a un talento perdido: abre la puerta, si lo prefieres, y deja salir a las leyendas… o quizá permite que crucen el umbral. Si tal es el poder de cada máscara por separado, ¡imagina el de las diez juntas!

Tallis no dijo nada, asustada por las palabras del anciano. Éste se limitó a encogerse de hombros, le dio una palmadita en el hombro con el cayado y volvió a señalar en dirección a los rajathuks.

—Ya pensarás luego en los oráculos. Por el momento, mira con atención los rostros de mis máscaras. ¿Ves? Son asimétricos. Cada una tiene un ojo destruido, un lado de la boca caído. ¿Lo ves?

De pronto, Tallis comprendió. Casi temblaba de expectación ante las palabras de Wynne-Jones.

—Hace años —dijo—, un hombre de fuera del reino pasó río arriba, en dirección a Lavondyss. El bosque absorbió sus sueños para hacer mitagos. Él creó todo lo que ves: los tuthanach, el refugio…, los tótems. Tenía una marca en el lado izquierdo de la cara. Era una marca que controlaba su vida. Le obsesionaba. ¿Una enfermedad, quizá una herida? ¿Una deformación?

—Una quemadura —respondió Tallis.

Contempló a Skogen. De repente, el rostro muerto cobró vida. Wynne-Jones tenía razón. Allí las sombras eran sombras de Harry, no del bosque. Antes le había parecido un rostro cruel y vacío. Ahora veía en él una necesidad, una tristeza. ¿Había entrado su hermano en el bosque para buscar una cura para la marca?

Una quemadura de la guerra. Lo derribaron. Fue a verla en la noche.

No estaré muy lejos. Tengo que hacer una cosa. Tengo que exorcizar un fantasma.

El fantasma de su quemadura. Una fea máscara de fuego, miedo y maldad…, una marca que le cruzaba el rostro. No se lo cubría por completo, pero era una máscara, y él la odiaba; a diferencia de Falkenna, Sinisalo o Encrucijadora, no la podía usar a voluntad. No se la podía quitar.

Todo eso contó Tallis al chamán, al atento Wynrajathuk, que la escuchó en silencio, con una mano sobre su brazo y los ojos fijos en el rostro de Harry, que los miraba desde los trozos de madera muerta.

—Entonces fue Harry quien pasó río arriba, hace tantos años, antes que yo. También te lleva años de ventaja a ti, pero está allí. Puede que esos años te parezcan la frustración de tu búsqueda, pero no tiene por qué ser así. El tiempo es extraño en el bosque. Yo he tenido suerte: Scathach ha vuelto sólo cuatro años mayor de lo que lo esperaba. —Tomó aliento y apretó con fuerza el brazo de Tallis—. Pero, de la misma manera, cuando llegues a Lavondyss, quizá descubras que Harry está a un millón de años de distancia. No comprendo las leyes que rigen Lavondyss. Lo único que puedo decirte es lo que he entrevisto del mito viviente del bosque. Pero tendrás que estar preparada para ello.

Tallis le ayudó para que se sentara de nuevo, refugiado bajo su capa. El viento era cada vez más frío.

—Se acerca el invierno —dijo Wynne-Jones.

—Un invierno terrible —asintió Tallis—. Me ha estado persiguiendo toda la vida.

—Lo poco que sé de Lavondyss no me deja ninguna duda con respecto a una cosa: es un lugar de nieve, de hielo, de invierno, perteneciente a una era del pasado en que la tierra estaba helada. No sé por qué esto es de tal importancia para tu mente y para la mía, y para tanta otra gente del mundo de los años cuarenta… del siglo veinte. Los mitos posteriores consideran el Otro Mundo como un lugar de caza abundante, festines abundantes, placeres abundantes…, un lugar soleado. Un reino luminoso. Se llega a él a través de cavernas, tumbas, o valles ocultos. Pero es la realización de todos los deseos. Los aventureros han intentado llegar a Lavondyss desde el principio de los tiempos. ¿Cuántos de ellos sabían que encontrarían un lugar peligroso, de muerte, de frío…? No hay magia en Lavondyss… y, aun así, el recuerdo perdura. Allí hay algo, algo que llama. Algo que atrae.

—Mi hermano viajó a ese lugar, estoy segura. Me llamó desde allí. Está atrapado, e hice una promesa, la Promesa de Tallis, de ir a liberarlo. Si viajó río arriba, lo mismo haré yo.

—¿Y qué encontrarás allí? —preguntó Wynne-Jones con una sonrisa.

—Fuego —respondió Tallis sin detenerse a pensar. Había descubierto aquello gracias a un encuentro, hacía algunos años—. Un muro de fuego, mantenido por unos guardianes de procedencia aún más antigua que los tuthanach. Pasaré a través del fuego y entraré en Lavondyss.

—Arderás —susurró atinadamente el chamán al tiempo que sacudía la cabeza—. Nadie puede cruzar el fuego. Ningún ser humano. He oído hablar de mitagos que lo han logrado, pero ellos son parte del mito que dice que los túmulos y el fuego guardan los valles de entrada al Otro Mundo. Pero, desde luego, para ti el camino de entrada es otro muy diferente. Te llevará a través de un bosque mucho más extraño que este pequeño Ryhope.

—Harry llegó allí.

—Si Harry llegó allí —replicó el anciano—, fue porque encontró su propio camino. Desde luego, no atravesó el fuego. Y tú tampoco podrás hacerlo… porque, al igual que yo, eres humana. No pertenecemos a este lugar. En torno a ti tienes los sueños de tu hermano, que luego modifiqué yo, que ahora has modificado tú. Tenemos algo que estas criaturas no tienen, y ese algo es libertad. Libertad para elegir. Oh, ya sé que Scathach eligió por sí mismo durante un tiempo…, pero míralo, tócalo, siente su mente… Sólo estuve despierto un tiempo, y aun así sé…

Tallis se alarmó.

—¿El qué?

—Que su parte de bosque está recibiendo la llamada. Una invocación dirigida a lo que hay de leyenda en él. Que su tiempo entre nosotros se acerca rápidamente a su fin. Debe ir a Bavduin para reunirse con sus camaradas caballeros.

Tallis se sintió desfallecer. Contempló el horizonte, en dirección a la silueta que era la forma alta de Scathach. Él miraba hacia el norte, lejos del río.

—Una vez tuve una visión de tu hijo. Lo vi en el momento de su vida en que se ganaba el nombre que le dio Elethandian: el niño que escucha la voz del roble. No estoy preparada para ver cómo llega ese momento de gloria. Aún no…

Habría seguido hablando, pero Wynne-Jones, de repente, le había puesto una mano en la boca. Tallis retrocedió, sorprendida y furiosa, pero se tranquilizó al ver la mirada apologética. El anciano bajó la mano.

—Te ruego que me perdones —dijo Wyn—. Al igual que tú, no estoy preparado para conocer el destino de mi hijo. Me sentiría tentado a interferir. Si interferimos, nos implicamos. Nos quedamos atrapados…, es algo que he descubierto con los años.

Tallis se inclinó hacia adelante, emocionada por las palabras del anciano. Estaba pensando en su hermano, prisionero, atrapado…

—Entonces, ¿es posible que Harry interfiriese con alguna leyenda? ¿Es posible que encontrara la entrada de Lavondyss, cambiara algo, y por eso se quedó atrapado?

—Es muy probable —fue la sencilla respuesta de Wynne-Jones.

—En ese caso, ¿cómo pudo llamarme?

—Para responder a esa pregunta, necesito que me cuentes la historia de tu infancia —dijo el anciano—. Tus recuerdos de Harry. Y todo lo que te ha sucedido en el transcurso del aprendizaje. Soñé algo sobre un castillo hecho de piedra que no es piedra

—El viejo Lugar Prohibido —asintió Tallis—. Al menos, es una parte de la historia. Te la susurré mientras dormías.

—Tendrás que contármela de nuevo —susurró el científico—. Puede que haya visto ese lugar. Este lugar está lejos de aquí, pero creo haberlo reconocido en tus palabras.

El corazón de Tallis se paró un instante.

—¿Has estado en el castillo?

Pero él sacudió la cabeza.

—Sólo lo he visto desde muy lejos. Tiene muchas defensas, una tormenta que te sorprendería. Antes de quedarme con los tuthanach, viajé un poco río arriba, crucé el gran pantano. Pero allí hacía demasiado frío, así que volví. Estaba demasiado lejos. Demasiado distante. Para la gente como tú y como yo, llega un momento en que la mente queda despojada de todo lo que tiene de mítico. Es difícil describir la sensación: una especie de cansancio, de agotamiento… del alma. Yo me sentía vigoroso; mi trabajo me fascinaba; seguía siendo suficientemente potente… —Sonrió y sacudió la cabeza, ante sus recuerdos no formulados—. Pero algo había vuelto a la tierra, y me arrastró a mí también. De manera que volví aquí, con los tuthanach. Son un pueblo de la tierra, tienen leyendas horribles, dramáticas, casi sin sentido. Todos y cada uno de ellos morirán enterrados, y volverán a renacer. Son parte de la leyenda, claro; tú y yo no sobreviviríamos.

Scathach los llamó desde el otro lado del recinto.

—¡Tig viene colina arriba, del sur! Lleva un hacha.

—Llévame de vuelta al refugio —susurró Wynne-Jones—. Estoy cansado y tengo frío. Podrás contarme tus historias en el calor de mi choza. Quiero conocer todas las historias.

Tallis sonrió.

—Eso mismo me pidió alguien una vez. Parece que fue hace toda una vida.

—Hay antiguas verdades en los recuerdos de la infancia —señaló Wynne-Jones con tranquilidad—. Haz el viaje por mí…, vuelve a crear a Sueño de Luna. Te ayudaré en todo lo que pueda.

* * *

Al anochecer, un águila empezó a trazar círculos sobre el poblado. Los niños imitaron el comportamiento del pájaro, estirando los brazos. Los jóvenes se desnudaron y se pintaron de blanco y negro, imitando el dibujo de las plumas del depredador, para traer el ojo cazador del águila al clan.

Mientras todas las miradas estaban clavadas en la majestuosa ave que planeaba sobre ellos, Tallis se había apercibido del movimiento rápido de una bandada más siniestra, en los altos árboles cerca del río. Uno de los pájaros revoloteó hasta un espigado olmo seco; el viento había arrancado sus ramas, sólo le quedaban dos, como cuernos retorcidos que brotaran del tronco. La cigüeña negra era una sombra recortada contra el cielo. Se posó en los cuernos del olmo, y pronto la siguieron otras. Cuando se remontaron hacia el ocaso, parecieron llenar durante largos minutos el cielo del norte, y sus graznidos llegaron hasta el poblado.

Scathach también había visto las cigüeñas. Se acercó a Tallis, al tiempo que se arrebujaba en su capa de piel. Despedía un fuerte olor a humo, tras las largas horas pasadas en el refugio, atendiendo a su padre.

—¿Son un presagio?

Tallis se volvió para mirarlo. Vio afecto y preocupación en sus ojos, pero supuso que el amor había desaparecido; junto con la intensidad de la mirada, la comprensión que habían compartido durante tantos años mientras luchaban por avanzar a través del bosque.

—No lo sé —dijo—. Pero me preocupan.

Él volvió a mirar los pájaros.

—Todo va hacia el norte —murmuró—. Todo. Siento el impulso de seguir la corriente…

Tallis asintió.

—Yo también debo ir hacia allá si quiero encontrar a Harry. Pero, antes, debo fabricar de nuevo a Sueño de Luna.

Scathach frunció el ceño, sin comprender. Tallis nunca hablaba de sus máscaras.

—Para poder ver a la mujer en la tierra —siguió ella—. Tu padre dice que debo tallarla de nuevo. No había pensado que fuera importante, pero quizá mi poder para abrir encrucijadas ha quedado mermado por su ausencia.

—Te ayudaré a hacerla —dijo Scathach.

Tenía la mano en torno a su brazo. Tallis cerró los dedos en torno a la agradable caricia.

—¿Y qué pasa con Morthen? —quiso saber.

La niña había vuelto temprano, prematuramente, de la caza, pero Tallis no la veía por ninguna parte.

—Morthen es mi hermana, y una chiquilla. Yo soy su hermano del bosque, pero hasta que no se haga mayor, es todo lo que puedo ser. Y cuando alcance una edad adecuada, ya me habré marchado.

—¿Lo sabe ella?

—Lo sabe. Además, lo que hago con Morthen se debe al bosque que llevo en la sangre. Lo que elijo hacer contigo se debe al amor.

—No me había dado cuenta de que sabías lo de Gyonval —dijo Tallis.

—Sabía que le amabas, pero nunca sentí que hubieras dejado de quererme a mí. Así que me parecía bien.

—Bueno —asintió ella con una sonrisa y un escalofrío de alivio—. Me alegra saberlo. Y estabas en lo cierto.

Se inclinó hacia el hombre y posó los labios sobre la barba que le crecía descuidada por las mejillas. Él la rodeó con sus brazos.

Por el rabillo del ojo, Tallis divisó un movimiento furioso. Morthen huía corriendo del poblado, tropezando con las pieles tendidas a secar, con el cabello pintado de arcilla suelto, al viento. Emitía sonidos semejantes a los de un pájaro: los graznidos de un ave que defiende su nido de los intrusos.

* * *

Sabía con qué debía hacer la máscara, pero cuando volvió al claro donde, el día anterior, había visitado el rajathuk Sueño de Luna, lo encontró casi destrozado. Un olmo crecía allí ahora. Sus raíces, gigantescas, llenas de tierra, se enroscaban a los robles y avellanos que bordeaban el claro, se extendían perezosas como serpientes, se alimentaban a placer del bosque. Su tronco era casi negro; una densa capa de hongos y musgo cubría la corteza. Se alzaba hacia el cielo nocturno; tres extrañas ramas retorcidas, las únicas que le quedaban al árbol, se enroscaban hacia las nubes. El claro estaba en silencio. Un penetrante olor a vegetación llenaba el aire, parecía elevarse en un tenue vaporcillo. La luz era punzante, la sensación de poder en aquel bosque mitago resultaba casi aterradora.

Tallis rodeó dos veces el árbol gigante. Encontró un fragmento del tótem destrozado, y lo recogió para palpar su superficie seca, muerta. Scathach aguardaba en el bosque, observando el cielo donde revoloteaban las cigüeñas negras, con los ojos llenos de preocupación.

—¿Te busca a ti o a mi padre? —susurró a Tallis cuando ésta volvió a su lado.

—No lo sé. Pero ha destruido el rajathuk. Pensaba sentarme aquí a hacer mi máscara…

—¿Tienes ya la imagen?

Tallis bajó la vista hacia el fragmento de la estatua destrozada y, con un escalofrío de placer, comprendió que sí la tenía: una imagen de la hembra en la tierra. Una imagen de luna blanca. Una imagen de cuernos, de caballo, de la sonrisa que sabe, de un beso de madre. Una imagen, también, de sangre. Una imagen de los huesos de un niño ardiendo. Una imagen de una amazona salvaje, arcilla blanca sobre cabello largo, cabalgando en torno a la pira donde ardía su amado. Una imagen de hueso en la carne, la piel lacerada de un niño, acuchillada por los huesecillos, la herida curada, la sangre seca.

Y Gyonval…, el dulce Gyonval. Él estaba también en la imagen, su risa, su preocupación, su rápida aceptación de que era un fantasma para Tallis; de que él, al igual que Scathach, era una sombra que pronto desaparecería con la llegada de una noche que nadie podía detener.

Dulce cuando la amaba.

Incluso cuando su cuerpo herido seguía a su espíritu hacia los bosques nocturnos, tenía un algo especial: la flexión de sus dedos, como si le hiciera una señal; la mueca en su rostro, como si tratara de volver los ojos hacia la mujer situada junto a la hoguera; un brillo en esos ojos, en esos ojos muertos, las lágrimas que decían hasta qué punto ansiaba quedarse. Tallis alzó la vista, clavó los ojos en Scathach.

—Sí —dijo—. Tengo una imagen.

* * *

Era fascinante mirar cómo pulía el fragmento de tótem para darle forma circular, para aplanarlo; cómo desgastaba y pulía para sacar a la luz las líneas naturales; cómo marcaba los ojos, la boca. Cómo daba color con los dedos para enfatizar a la mujer en la tierra, en la máscara; cómo la madera muerta cobraba vida y respiraba.

Acuclillado entre las sombras, Scathach observaba, pero tenía los ojos fijos en Tallis, no en los dedos que se movían rápidamente sobre el amuleto.

—Estás poseída de verdad.

—Sí.

Rojo para las mejillas, verde en finas líneas, y aquí la luna, hecha con arcilla blanca, y allá la sangre del niño. Todo con los tintes y ocres usados por los tuthanach.

—¿Te dice algo ya?

—Me ha estado diciendo algo toda mi vida…

Y el espectro, la mujer en la tierra. Y la nieve. Y el recuerdo. Recuerdo blanco, mancillado, enturbiado.

La tierra recuerda. La nieve tiene recuerdos antiguos.

Y un toque dulce, por los muertos queridos.

No te olvidaré.

Y quedó terminada. La sostuvo ante ella, miró a través de los ojos, besó los labios, respiró a través de la boca, expulsó su aliento hacia la región inconsciente más allá del bosque. Luego le dio la vuelta y se la puso en el rostro.

—No me mires por esos ojos…

Tallis se quedó en silencio. Las palabras de Scathach la asustaban. A través de la máscara, contempló a Wynrajathuk, el hombre anciano, quebrantado, que observaba fascinado el proceso de la creación. Sus ojos se entrecerraron, miró a su hija-de-la-carne-y-del-bosque, luego a Tallis.

—No lo mires.

—¿Por qué no?

—No lo mires.

—¿Qué veré?

—¡No lo mires!

Tallis bajó la máscara. Había un viento repentino, y la menuda figura en el refugio del chamán se estremeció. Las piedras y conchas ensartadas en la tira de cuero tintinearon. Las hojas de pergamino que eran el diario de Wyn aletearon. Un breve momento del invierno que la perseguía hizo que un escalofrío recorriera el cálido lugar.

Scathach había desaparecido. Tallis le oyó salir del refugio. Luego las pesadas pieles que formaban la puerta volvieron a quedar inmóviles, el fuego ardió con más calma.

Contempló la máscara.

—No lo entiendo.

—Se está alejando de ti —dijo Wyn en voz baja.

Se acarició la rala barba blanca, se abrigó más en la oscura túnica de pieles que llevaba sobre los hombros encorvados. Parecía enfermo y asustado. Tallis sabía que estaba preocupado por el chico. ¿Dónde estaba su hijo? ¿Qué ocultaba Tig?

Pero, al oír sus palabras, Tallis alzó la vista rápidamente. ¿Scathach se iba? Wyn se llevó un dedo a los labios.

—Supongo que tiene miedo de que le persiga el mismo espectro, de que le llame Bavduin de la misma manera que se llevó a sus amigos, a Gyonval y a los otros. No quería que lo vieras, quizá porque aún no quiere conocer la verdad.

Tallis asintió, asombrada. Sabía que la búsqueda de Scathach lo llevaba a Bavduin, pero él no era parte del Jaguthin; sencillamente, se había unido a la banda. ¿Por qué iba a recibir la misma llamada que los otros?

—Se hizo Jaguthin cuando su vida en el bosque se hizo inseparable de las de ellos —señaló el anciano.

Cogió su diario y repasó las hojas de pergamino, buscando una en concreto. La leyó en silencio. Por un momento pareció que iba a entregársela a Tallis, pero cambió de opinión. Alimentó el fuego de manera que diera más luz, luego buscó una bolsita de piel fina que contenía huesos chamuscados. La hizo sonar.

—¿La reconoces?

Tallis asintió. Wynrajathuk sacudió la bolsita, la golpeó contra el suelo, luego se dio golpecitos en los hombros con ella. Canturreaba suavemente al tiempo que hacía los rítmicos movimientos, las palabras no tenían el menor sentido.

Tallis reconoció al momento lo que hacía, y captó el sentido de lo que intentaba decirle. Volvió atrás en el tiempo con la imaginación, al festival de Shadoxhurst, a los bailarines, a las palabras sin sentido que solían entonar.

—La tierra recuerda —susurró—. Los hombres bailan y cantan, pelean con palos, y uno cabalga entre ellos a lomos de un caballito de madera, los golpea con un saquito lleno de guijarros…, no olvidamos…

—Sólo olvidamos el porqué —asintió Wyn-rajathuk—. No queda magia en las prácticas festivas de Oxford, o Grimley, o donde sea… Los hombres de Morris, por ejemplo…, no tienen magia a menos que la mente que interviene en el festival tenga una puerta abierta al primer bosque…

Otra vez esa expresión. El primer bosque.

—… pero ¿cuántas veces me he reído del hombre del caballito, un estúpido, un forastero que se mueve entre los bailarines? El diablo. El mentiroso. El taimado. El Viejo Coyote en persona. El engañador. Reducido, en nuestros tiempos, a la figura de un imbécil montado sobre un palo, que agita los símbolos del chamanismo olvidado. Nosotros siempre vemos ese aspecto, pero olvidamos que en un principio debió de ser un guerrero. Es el ajeno a la banda, pero forma parte de ella. Como cazador, morirá en el bosque para convertirse en guerrero; como guerrero, morirá en la batalla para resucitar como sabio. Las tres partes del Rey. ¿Recuerdas las historias sobre Arturo y sus caballeros? Arturo fue todas esas cosas: cazador, guerrero, luego rey. —Wyn sonrió, quizá pensando él mismo en todas esas cosas, o en alguna conexión con ellas de lo que había presenciado en el bosque—. Claro que mi hijo está recibiendo la llamada —murmuró—. Ha sido el cazador. Cuando entró en Inglaterra, murió en cierto sentido. Ahora es un guerrero. En el futuro le aguarda otra muerte y una resurrección como chamán. Su vuelo en las alas de las canciones y sueños vendrá dentro de muchos años…

—Para entonces, yo ya me habré ido —señaló Tallis.

Se inclinó hacia adelante y pasó las manos sobre las llamas de la pequeña hoguera, dejando que su brillo y su calor despertaran lo antiguo que había en ella.

El primer bosque…, ¿dónde estaba el primer bosque?

—Dos creencias luchan en mi interior —dijo titubeante, sin saber muy bien cómo formular los pensamientos—. Estoy convencida de que encontraré el camino de vuelta a casa. Y sueño que muero junto a un gran árbol… ardiendo… ¿Es eso el primer bosque?

—Estás al borde del primer bosque —le dijo Wyn-rajathuk.

Había algo en la expresión de su rostro herido, en el ligero brillo de su ojo sano, y Tallis sospechó que le ocultaba algo. Pero no hizo ningún comentario.

—Has estado al borde toda tu vida. Has ido abriendo puerta tras puerta, te has internado más y más hacia el centro del reino, hacia el corazón del bosque…, hacia Lavondyss. Pero aún te queda un viaje por delante, y será un viaje terrible. Te llevará de vuelta a casa, sí, pero también te llevará más lejos de casa de lo que puedas imaginar. Viajarás en dos direcciones al mismo tiempo. Es probable que mueras. No se entra en el primer bosque por diversión, por correr aventuras. Cuando se va allí, no es con la esperanza de volver.

—Harry está allí. En la región desconocida. Prometí liberarlo.

—Nunca lo liberarás. Al menos, no en el sentido en que tú estás pensando. No hay manera de volver de esa región desconocida.

Se quedó callada un momento. El hambre la atenazaba. Le llegó el canto de una mujer, cercano, pero ensordecido por el viento. Captó después otro sonido: una voz de niño gritando a pleno pulmón. El chillido hizo que Tallis se estremeciera, y Wynrajathuk palideció aún más mientras se erguía y miraba, alarmado, a través de las paredes del refugio, en dirección a la colina funeraria. El grito del niño se convirtió en una carcajada que les llegó a lomos del gélido aire de la noche. Era obvio que llamaba al anciano, gritando su nombre con tono burlón, exigiendo sus sueños, diciendo que quería comer esos sueños.

Tallis lo tranquilizó.

—No entrará en el poblado. No se acercará al refugio. Todas las familias lo vigilan, lo echarán…

Wyn se estremeció con violencia, y se inclinó hacia el calor del fuego. Tras unos momentos, pareció relajarse, y Tallis decidió empujarlo un poco más.

—Al parecer, dices que ese primer bosque es un lugar imaginario. Dices que no podré ir allí a caballo, ni abrir una encrucijada, ni entrar a través de una cueva, sino buscar la entrada en un viaje hacia dentro. ¿Cómo daré con esa entrada?

—En la historia de tu Viejo Lugar Prohibido. A través del castillo.

—¿Dónde está el castillo?

—Ya lo has visto. Cuando abriste la encrucijada. Al otro lado del pantano. Lo has conocido durante toda tu vida…

Tallis volvía a estar confusa, incrédula; extraña respuesta en un mundo donde los fantasmas caminaban y las sombras lanzaban hechizos que funcionaban.

—¿Y lo he encontrado por casualidad? No me lo puedo creer.

—Por casualidad, no. Llevas ocho años buscándolo. Estabas destinada a encontrarlo.

—Entonces, ¿lo soñé? ¿Cómo pude soñarlo cuando tenía seis años? ¿Por qué lo vi en una historia? ¿Quiénes eran las mujeres gaberlungi que me hablaron de un castillo del cual ahora resulta que lo sabes todo? ¿Cómo es posible que viera a tu hijo Scathach en una visión, y diera el nombre de Tierra del Espíritu del Ave a un lugar salido de mis sueños infantiles, y luego descubra que tú conoces la Tierra del Espíritu del Ave… y Bavduin? Y tus tótems tienen los mismos nombres que mis máscaras, ¡pero yo inventé esos nombres! ¿Cómo podemos estar tan relacionados?

Wynrajathuk echó unas ramitas al fuego, y dejó que las preguntas apremiantes de Tallis quedaran un instante suspendidas en el aire. Su piel clara brillaba. Sonreía.

—A través de tu hermano Harry, claro. ¿De qué otra manera, si no? Creí que ya te lo había dicho. ¡Hace años que encontraste a Harry! Lo encontraste y entraste en él. Mira a tu alrededor. Todo lo que ves es Harry. Todo esto. El bosque, el río, los tuthanach, los pájaros, las piedras, los tótems…, el primer bosque que él imprimió sobre el mundo es el mundo en que vivimos, a través del cuál estás viajando. ¡El mundo en el que tú y yo existimos no es natural, es fruto de la mente! Llevas años en el cerebro de tu hermano. Sencillamente, no has aprendido a hablar con él.

—Pero él está atrapado —protestó Tallis—. Me llamó desde un lugar invernal. Me llamó. Puedo encontrarlo de nuevo, con su cuerpo físico, no sólo su mente.

Wynrajathuk pensó en lo que había dicho, luego asintió lentamente.

—No es un viaje que me apetecería emprender. Pero no estoy en tu lugar, y a excepción de los olmos-sombras veo pocas señales de génesis que partan de ti…, quizá sea porque te mueves demasiado deprisa. Pero aún no te lo han absorbido todo. Eso quiere decir que tienes energía creativa. Quizá puedas localizar los restos de la tierra.

Tallis frunció el ceño.

—¿Los olmos-sombras? ¿Esos árboles gigantes? ¿Crees que son mis mitagos?

—Desde luego, son tuyos. Una forma de mitago desacostumbrada. Pero antigua, claro. Los olmos representan el miedo en el bosque; y mitologías sobre el nacimiento de los pájaros. La relación entre la tierra y el cielo a través de los gruesos troncos… —Dejó escapar una risita—. Nada de sencillas criaturas legendarias para Tallis Keeton. Mientras los demás engendramos Arturos, Robin Hoods o princesas vestidas de oro, tú das existencia a la tierra misma. Igual que hizo Harry. Traes una fuente de recuerdos más antigua y poderosa que la mía, o la de Huxley, o la de sus hijos, Christian y Steven… y sólo Dios sabe qué fue de ellos.

Atizó el fuego para dar calor a la choza.

—Pero eso es otro asunto. Tu hermano Harry y tú… en cierto modo sois una sola persona. Es la única manera que se me ocurre de explicar las coincidencias en las historias que me has contado. Me dijiste que las gaberlungi eran los mitagos de tu abuelo. Puede que sea cierto. El venado cojo se conoce aquí desde hace años. ¡Harry lo envió! Era un fragmento de su propia mente, creado para viajar fuera del bosque y buscar ayuda. Parece que fue tu hermano quien te trajo al bosque. Pero estos viajes espirituales tienen un precio. Sacrificó fuerza para enviarte así una parte de él. Su viaje desde la región desconocida debe de haber sido aterrador…, un fragmento de su alma, corriendo sin poder evitarlo…, y llegó demasiado pronto…

»Entonces, esas tres mujeres también eran mitagos suyos, partes de él mismo, y llevaban imágenes y talentos de la era primitiva en la que se había perdido. Debes recordar que las gaberlungi son auténticos elementos de leyenda. Sólo pueden funcionar a su manera legendaria: como maestras de la magia. Para que aprendas a abrir puertas entre las eras y los mundos, a cruzarlas, cosa que ha sido privilegio del chamán desde los tiempos de los cazadores. Para que aprendas a hacer muñecos y máscaras, oráculos sencillos, magia sencilla de la tierra.

»Es lo único que tiene sentido. Harry ha establecido un enlace contigo, a través de la sangre, a través de la mente, a través de la familia. Las mujeres son obra de Harry, pero también deben parte de su ser a tu abuelo, y a ti. Tu abuelo era demasiado viejo, pero sabía lo que tú sabes ahora. ¿Y por qué no? Harry dejó su marca en todo, en los tótems, por ejemplo. Sus mitagos adoptan una forma que tú reconoces, por supuesto. Desde el momento en que salió de vuestra casa para embarcarse en su búsqueda, te ha estado dejando una pista. No de guijarros, ni de miguitas de pan, ni de cuentas de colores; es una pista de recuerdos, de imágenes… como la sangre, como el olor. Algo que siempre has reconocido, aunque a menudo no te dieras cuenta.

—Lo que quieres decir es que no estoy buscando a Harry, sino que más bien Harry tira de mí, como de un pez en el sedal…

—Sí. Es la única respuesta que se me ocurre.

—Envió a las mujeres para que me enseñaran qué buscar. Llegaron demasiado pronto debido a lo extraño que es el tiempo en este mundo. Me esperaron. Para enseñarme qué debía buscar.

Wynrajathuk frotó un puñado de ceniza entre las palmas de las manos, y contempló las manchas en forma de líneas grises.

—Sí.

—¿Y Scathach, tu hijo? ¿Y Bavduin? ¿También son parte de Harry?

Wynne-Jones frunció el ceño.

—No lo creo.

—En ese caso, ¿cómo encajan en lo que me ha pasado? ¿Por qué tenemos un nexo de unión tú y yo?

Si Wynne-Jones tenía una respuesta a esa pregunta, no le dio tiempo a expresarla. De pronto, el mundo exterior empezó a gritar. Agarró su cayado y un cuchillo de piedra, con el rostro convertido en una máscara de terror al mirar las pieles que cubrían la entrada.

—Es Tig…, es su magia…

Tallis salió rápidamente, alerta ante la posible presencia del chico, con el corazón latiendo a toda velocidad en respuesta al espantoso aullido del bosque.

Los árboles muertos habían cercado el poblado. Se arremolinaban en torno al claro y la colina de espinos, con sus huesos y sus ídolos de madera. Los pájaros del bosque revoloteaban entre las astas de esos árboles, se posaban en los cuernos. Desde sus miembros muertos, gritaban a la luna, picoteaban los tocones destrozados por el viento, allí donde el invierno había arrancado las ramas de estos gigantes, y sumaban su propia ira al aullido de la madera hendida y putrefacta.

Los tuthanach también gritaban, hacían entrechocar huesos, golpeaban tambores. Corrían en torno a la empalizada del poblado, portando antorchas. Veinte teas ardían en la oscuridad apenas rozada por la luna, un círculo defensivo. Las mujeres agitaban tiras de cuero teñido en dirección a la empalizada. Los niños lanzaban piedras contra la noche. El aire se llenó con el punzante olor de las hierbas quemadas para espantar a los espíritus elementales.

Los pájaros trazaban círculos en el cielo oscuro. Los árboles se sacudían, su movimiento hacía temblar la tierra. Cuando las nubes se dispersaron y la luna brilló entre ellas, los brazos muertos de los olmos parecieron hacer señales. Eran los brazos alzados de los primeros chamanes; las astas rotas del primer venado; el recuerdo roto del invierno más crudo. Sólo las nubes se movían, intentó decirse Tallis. Pero, al pensar en su máscara Sueño de Luna, le pareció que los olmos se arrastraban con la intención de aplastarla únicamente a ella.

Una noche aullante. Viento de alas. El movimiento invisible de criaturas negras, todavía furiosas con la mujer que en el pasado las expulsara.

Tallis llevaba toda su vida huyendo de ese invierno. Nunca se había dado cuenta de lo cerca que la seguían los pájaros, y la nieve, y los bosques muertos.

Una pequeña forma blanca atravesó como un rayo el círculo de antorchas, y llegó junto al poblado. Era Tig, por supuesto. Estaba desnudo, y el viento gélido le agitaba salvajemente el pelo. Entonaba un cántico con su voz infantil, al tiempo que volteaba algo en torno a su cabeza. El movimiento circular cesó, y algo se estrelló contra la empalizada. De su cuerpo goteaba la sangre procedente de las heridas autoinfligidas en el pecho y en los brazos. Cuando corrió delante de las llamas, Tallis captó un atisbo de los arañazos en el cuerpo blanco, e imaginó que el niño había corrido entre los densos espinos que se interponían entre el poblado y sus dominios de la colina.

Tig se agachó delante de la puerta, y se manchó el cuerpo con la tierra del camino. Lanzó una carcajada atroz, un sonido artificial, burlón pese a su ineficacia. Se alejó de nuevo, cruzando ante las antorchas, haciendo girar la honda con sus proyectiles, invisibles hasta que golpeaban contra el poblado.

Se detuvo junto a la empalizada, cerca de Tallis. Ella lo miró a través de las puntas de las estacas. Tig pasó la mano, lenta, deliberadamente, por encima de la antorcha más cercana, sin que sus ojos se apartaran en ningún momento de la mujer. (¡La había visto en el refugio del Chamán! ¡Había estado tan cerca…! Y ella le había dicho a Wynne-Jones que no tenía nada que temer. El chico estaba imitando su «juego» con el fuego. ¡Lo había visto!).

Tallis se puso en tensión, preparada para agacharse si le lanzaba algo. Pero él empezó a canturrear con voz lúgubre…

—¿Dónde estás, padre mío? Ven a mí, viejo rajathuk. Tengo hambre de tus sueños, anciano.

Su voz se fue elevando sin vacilaciones hasta convertirse en un alarido que, en un principio, se perdió bajo el aullido del bosque, pero luego lo dominó.

Tengo hambre de tus sueños. Ven a tu hijo del bosque. Ven ahora, ven ya…

Cuando Tallis corrió a la casa comunal, donde se había refugiado Wynne-Jones para estar a salvo, lo encontró acurrucado en un rincón, temblando con violencia, con el cuerpo envuelto en pieles y en su capa de plumas. Un sudor frío le surcaba el rostro. Se había arañado la herida que Tig le inflingiera, y la sangre y un fluido amarillento corrían por su atuendo.

—Conmigo estarás a salvo —le dijo Tallis.

—¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está Scathach?

—Yo lo encontraré. Conmigo estarás a salvo. No dejaré que Tig se acerque a ti.

Wynrajathuk sonrió con tristeza, su ojo sano brilló un instante.

—Pobre Tig. Sólo hace lo que debe hacer. Pero no puede comerse mis sueños. Ya han desaparecido todos. Encontraría más nutrición si se comiera la tierra…

En el exterior, Tallis llamó al joven cazador, y Scathach respondió al tiempo que salía del refugio de los niños. Parecía confuso y alarmado. Había estado buscando a Morthen para protegerla de su violento mediohermano, pero la niña no aparecía por ninguna parte.

Observaron como Tig trazaba círculos en torno al poblado de nuevo, corriendo, sorteando las antorchas; su cuerpo parecía una figura de porcelana surcada de venillas rojas, era casi translúcido, casi frágil. La tierra temblaba. Las alas batían en el aire invernal.

Tig se convirtió en chamán. Su cántico llenó de miedo los corazones de quienes escuchaban, así como la mente del anciano moribundo que era su padre. Cuando Wynrajathuk se durmió, vigilado por uno de los tuthanach, siguió estremeciéndose incluso en sueños. Su boca se abría y se cerraba, como si le faltara el aliento, en los estertores agónicos de un animal que se desangrara al ser sacrificado.

Tras un largo rato de contemplar el ataque y escuchar los aullidos del bosque, Tallis consideró que ya era suficiente. Encontró un pesado bastón, lo sopesó y echó a andar hacia la entrada, con la intención de salir y golpear a Tig para devolverlo a sus dominios. Pero Scathach la llamó, y la mujer volvió junto a la empalizada.

Un jinete oscuro había surgido de repente de los bosques. Galopaba en silencio hacia el niño, blandiendo un arbusto de espino. Abrió la boca y gritó, y entonces Tallis reconoció a Morthen. La niña golpeó la cabeza de su hermano, haciendo que gimiera de dolor. No podía usar la honda. Alzó los brazos para protegerse, y ella le azotó la carne pálida de la espalda. Siguió lanzando golpes contra las nalgas, el vientre, y pronto el niño-que-erachamán huyó furioso de vuelta a la colina, hacia la casa funeraria y la seguridad de sus huesos. En su carrera, agarró una antorcha, y Tallis vio como la llama avanzaba en la oscuridad para perderse pronto entre los árboles.

Morthen espoleó al caballo salvaje, y entró galopando en el recinto. Tenía el rostro negro. Se había pintado también los miembros y el pecho. Su pelo mostraba largas rayas blancas. Sus únicas ropas eran los jirones de la vieja túnica, que le colgaban de los hombros y la cintura. Tallis se preguntó si la niña se habría sometido también a su propia forma de automutilación. Controlaba al caballo con una liana, y dominaba bien al animal, que relinchó y cruzó la puerta con un trote orgulloso.

Morthen siguió cabalgando, haciendo caso omiso de las alas sombrías que batían en torno a su cabeza. Sus ojos eran salvajes, lo miraban todo desde la negrura de sus pinturas de guerra. Trazó dos círculos en torno a Tallis, mirándola desde arriba, sin tocarla, sin dedicarle nada más que un vistazo despectivo. Luego cabalgó hacia Scathach, que observaba a su hermana con los brazos cruzados y los ojos entrecerrados. Morthen se inclinó sobre las crines del caballo, y Scathach ni siquiera parpadeó cuando ella le agarró por el largo cabello y le sacudió la cabeza. De hecho, incluso sonrió.

—¡Mi hermano del bosque! —gritó la niña.

—¡Mi hermana! —replicó él, mirándola, consintiendo que siguiera agarrándole el pelo.

—¡Espérame! —exclamó Morthen con voz furiosa—. ¿Me esperarás?

Scathach frunció el ceño.

—¿Adónde vas?

—¡A hacerme mayor! —gritó la niña—. ¡A alcanzarte!

De pronto su caballo parecía inquieto, trataba de retroceder, y Morthen tuvo que espolearlo de nuevo hacia adelante. Hizo volver la cabeza de su hermano para mirarle directamente a los ojos. Scathach seguía con los brazos cruzados.

—¿Me esperarás? —gritó de nuevo.

Era más una afirmación que una pregunta.

Scathach no dijo nada. Luego, alzó la mano y soltó los dedos que le aferraban el pelo.

—No creo que pueda —respondió—. Pero volveremos a encontrarnos, de eso estoy seguro.

Morthen titubeó, y después golpeó el hombro de su hermano con el puño cerrado. A cambio, él le palmeó el muslo y sonrió, pero la niña espoleó al caballo para alejarse de él, dio media vuelta y, con un último grito, salió del poblado al galope. Cabalgó hacia el río, se perdió entre los árboles, en la oscuridad.

Los pájaros la siguieron hacia el bosque.

* * *

Poco más tarde, el bosque inquieto se calmó, los sonidos de la noche murieron, y el aire, que durante tanto tiempo había estado poblado de alas, volvió a ser claro. Wynne-Jones se tomó un caldo. Había despertado de su breve sueño, saliendo de las pesadillas que lo dejaban enfermo y agotado. Las manos le temblaban al sostener la cuchara de asta. Scathach se sentó cerca de él, mitad pendiente de su padre, mitad perdido en sus propios pensamientos.

La noticia de la partida de Morthen había deprimido por completo al anciano. La niña había partido en busca de un lugar donde poder madurar más deprisa. Tallis descubrió que Scathach había rechazado los avances de Morthen. La niña deseaba quedarse con su hermano, pero él la había llamado «chiquilla», le había dicho que amaba a Tallis. Y ambas cosas hirieron el joven corazón de Morthen. Se había pintado el cuerpo de negro para demostrar el ennegrecimiento de su espíritu.

—¿Cómo cruzará el pantano? —preguntó Tallis.

Wynrajathuk la miró, luego agachó la cabeza para contemplar el brillo de la hoguera.

—Morthen tiene algo de pájaro…, quizá lo atraviese volando. ¿Quién sabe? Hay muchas maneras de cruzar ese pantano.

En el exterior, se oyó un grito. Alguien apartó las pieles de la entrada, y el rostro de Primer-puerco-delverano los miró con ansiedad.

—Fuego. En la colina —dijo.

Tallis ayudó a Wyn a levantarse, y salieron.

En la colina funeraria, el fuego brillaba en la noche. Diez surtidores de llamas lamían las nubes.

—Los rajathuks… —jadeó Wynne-Jones, conmocionado—. ¡Está quemando los tótems!

Intrigada, Tallis dejó al anciano por un momento, y se aventuró por la oscuridad del bosque. Llegó al pie de la colina y alzó la vista hacia las piras llameantes junto al cruigmorn. Vio a Tig, de pie sobre el muro del recinto, con los brazos inertes y la cabeza gacha. No era más que una silueta contra el intenso brillo, pero Tallis sabía que tenía la boca abierta, y que estaba cantando.

* * *

Las hogueras ardieron toda la noche, enviando por todo el bosque su señal de que la era del rajathuk llegaba a su fin. Había un nuevo poder en la tierra. Ahora estaba invocando a todas sus fuerzas, fuerzas que jugaban con los fuegos moribundos, enviaban las cenizas al viento, subían en espiral hacia el cielo en conos de humo. Bailaban con el niño que bailaba.

Las hogueras señalaban también el fin de otra cosa…

* * *

Poco antes del amanecer, el sonido lejano de un cuerno de caza despertó a Tallis. Se quedó confusa un momento. Scathach estaba sentado junto a ella, respiraba suavemente mientras escuchaba. El cuerno sonó de nuevo, cuatro bramidos que tuvieron como respuesta otros cuatro.

Al momento se pusieron en pie y despertaron a Wynne-Jones como al resto de los hombres en el refugio. Todos recogieron sus hondas, palos, lanzas y piedras. Tallis abrió el camino hacia el exterior. Todo seguía bastante oscuro. Los perros corrían y ladraban, excitados por el repentino pánico reinante en el poblado. Las madres habían despertado a los niños, que ahora gritaban y lloriqueaban cuando los sacaban de sus chozas para esconderlos.

Primer-puerco-delverano y los otros corrieron hacia la empalizada y escudriñaron el lindero del bosque. Scathach se dirigió hacia la puerta y se aseguró de que estuviera firmemente cerrada. Tallis se limitó a quedarse donde estaba, con la capa en torno a los hombros, la lanza con punta de hierro entre las manos. Observó los grandes olmos, pero no vio movimiento alguno. Ahora todo parecía tranquilo, aunque sobre ellos los pájaros emprendían cortos vuelos antes de posarse de nuevo.

Había un movimiento sigiloso en el lindero del bosque.

El aire siseó cuando los tuthanach hicieron girar sus hondas. Scathach lanzó un grito para que se detuvieran. Un silencio increíble se posó sobre el poblado. Las voces de las mujeres hicieron callar a los niños. Alguien ordenó silencio a los perros. Sólo Nadadora de Lagos emitía algún sonido, un relincho amortiguado, unas patadas ansiosas contra el suelo. Tallis se dirigió hacia el corral y dejó salir a la yegua, acariciando su cabeza arañada, palmeándole el lomo. La llevó hasta la entrada. Scathach abrió la pesada puerta de madera, y Tallis dejó libre al caballo, que trotó hacia el sur, alejándose de la zona de disturbios. Pronto se perdió entre las sombras de los árboles.

El cuerno sonó por tercera vez, un sólo bramido, largo, triste. Los tuthanach hicieron girar sus hondas. Scathach se quitó la pesada capa. Llevaba una lanza con punta de bronce y una pesada espada sajona que había ganado en un combate en el bosque, hacía ya algunos años. La mayoría de los tuthanach tenían armas de hueso o piedra pulida.

Apareció un jinete entre los árboles, procedente del río. Cabalgó cerca del poblado, contempló el bajo muro defensivo, volviendo luego sobre sus pasos. A medida que la luz llegaba con más intensidad, Tallis alcanzó a ver su casco coronado por un abanico de púas, el cuero oscuro de su peto. Vestía unos calzones cortos de cuadros y una túnica rojiza; calzaba botas altas metálicas; llevaba sobre los hombros una capa corta. Tallis conocía demasiado bien aquel atuendo. Lo miró, luego clavó los ojos en Scathach y sonrió. La lanza del jinete reposaba cruzada sobre la silla, la luz del amanecer arrancaba destellos de la brillante espada larga.

Scathach parecía envidiar el aspecto del guerrero junto a los árboles. Tras unos minutos de observación silenciosa, el jinete se llevó un cuerno curvo a los labios, y lo hizo sonar tres veces.

—¡Ya está bien! —gritó Scathach.

Tallis notó que la boca se le secaba. De repente, su visión se hizo intensamente clara.

Al momento, el bosque se llenó de vida con los graznidos y el movimiento de las aves, que huían del repentino movimiento. Ocho jinetes salieron al galope y se dirigieron hacia el poblado. Emitían sonidos roncos, como ladridos. No eran gritos de guerra, sólo exclamaciones para espoleara sus caballos. Portaban lanzas y hachas. Sólo dos de ellos llevaban cascos. Las armaduras metálicas de algunos centelleaban. Las cotas de malla tintineaban. Pero el único atuendo de la mayoría era una extraña mezcla de pieles, mallas y cuero. Las cabelleras rubias ondeaban al viento, junto con las raídas capas, cuando sus caballos empezaron a trazar círculos cerca del muro. No había mucho color en aquella banda de saqueadores.

Las hondas tuthanach zumbaron y giraron, y dos de los jinetes cayeron de espaldas. Las lanzas se clavaron en la madera. Gritos agudos, guturales, acompañaron el retumbar de los cascos. El jefe llegó junto a la puerta. Su caballo, un corcel negro de largas crines, se irguió sobre las patas traseras y relinchó, golpeó la puerta con sus cascos.

Lanzó un grito, espoleó al caballo, y Primer-puerco-delverano corrió hacia él. La pedrada no dio en el blanco, y la espada descendió como un rayo. Primer-puerco cayó de rodillas, llevándose las manos a la garganta. Tallis corrió en dirección al caído, pensando con horror que parecía estar rezando. El jefe había dado media vuelta, blandió la espada de nuevo y Primer-puerco quedó tendido de costado, con la cabeza abierta por encima de la oreja. Sus calzones de piel de ante se cubrieron de sangre. El casco del guerrero centelleó cuando cambió de rumbo para cabalgar hacia Tallis.

La visión hizo que la mujer se detuviera en seco. Por un momento, pensó que era el mismo Scathach quien galopaba hacia ella; tenía la mente llena con la visión del roble, del joven, vestido de igual manera, desangrándose, agonizando…

El corcel negro estaba casi encima de ella. El rostro barbudo de su jinete sonreía. Se inclinaba hacia abajo, blandía la lanza, la brillante hoja de bronce se acercaba a ella. Alguien la empujó a un lado. La hoja le cortó un mechón de cabello. El caballo relinchó, se volvió y alzó las patas delanteras, pero Scathach estaba allí, rompiendo el asta de la lanza. Jinete y cazador forcejearon, fuerza contra fuerza, uno tirando hacia arriba, el otro hacia abajo.

A su alrededor, Tallis oía el ruido de los golpes de madera contra madera. Un grito. Gemidos. Los ladridos frenéticos de los perros que corrían entre la confusión de cascos y piernas.

La sangre la salpicó la cara, sangre de Scathach. Se tambaleaba. Tenía una herida en el hombro, poco profunda, pero que lo había atontado momentáneamente. La punta de la lanza le había alcanzado. Cuando la punta ensangrentada de bronce arremetió contra ella, Tallis la apartó bruscamente y se lanzó hacia la bota del jinete, empujándolo de tal manera que se cayó de la silla.

Aterrizó pesadamente. Tallis se irguió sobre él, apuntando hacia abajo con la lanza, pero un hacha de piedra la golpeó en la cabeza; se le nublaron los ojos, se le entreabrieron los labios. Se desplomó lentamente sobre el hombro derecho. Scathach la apartó a un lado, justo a tiempo para desviar el siguiente golpe del otro jinete. Una pedrada de honda aturdió a éste, y Scathach lo atravesó. Cuando Tallis volvió la vista hacia el jefe, vio que se incorporaba lentamente al tiempo que buscaba su espada. Rápidamente, Scathach se situó tras él. Usó ambas manos y todas sus fuerzas para blandir su propia espada, y decapitó al caído de un sólo golpe.

Dos de las mujeres tuthanach habían vuelto a levantar la puerta. Los cuatro jinetes que quedaban dentro veían su camino obstaculizado por los perros, que corrían entre los caballos haciéndolos retroceder y encabritarse.

Tallis sintió junto al rostro el viento levantado por una piedra al pasar. Se agachó cautelosamente. Uno a uno, los jinetes cayeron, no sin antes causar pérdidas: tres de los habitantes del poblado yacían en charcos de sangre y entrañas, y un cuarto había quedado cegado por una pedrada durante la confusión del ataque. Fueran quienes fuesen los jinetes, no habían esperado un recibimiento de piedras, y las piedras habían derrotado al metal de sus armas más avanzadas.

Scathach desnudó el cadáver del jefe. Tallis se apoyó sobre la lanza y le miró. El hombre olfateó los calzones y arrugó la nariz. Le arrancó el peto de cuero, y luego la túnica, después limpió la sangre. Le quitó también las botas. Inspeccionó el casco, con su pesada cresta y el espeso aro de pieles que lo bordeaba. El golpe había cortado parte de la piel, y también había dañado uno de los protectores de las mejillas. Pero, cuando se lo puso, durante un momento pareció un príncipe.

Dirigió una sonrisa a Tallis, y se quitó el casco. Sopesó la espada del hombre muerto, y después se colgó la vaina a la cintura, por encima de las pesadas pieles.

Cuando llegó junto a la mujer, arrastrando su botín, tenía un brillo extraño en los ojos; el sanguinario encuentro lo había inflamado. Era consciente de su presencia, pero tenía los ojos llenos de visiones de batallas aún más grandes. Su respiración era casi el jadeo de un sabueso.

—Esta ropa será más adecuada para lo que nos aguarde en el norte.

—En el norte hará más frío.

—Me refiero a las batallas. —Alzó las ropas del soldado—. En el fragor del combate, no necesitaré calzas de piel para calentarme.

Los tuthanach habían reunido a sus muertos. Wynne-Jones, apoyado en el brazo de un joven, examinó los cadáveres, que estaban tendidos de costado, con las rodillas ligeramente dobladas y las manos sobre los rostros. Se hizo un silencio extraño, inesperado. Ni llantos, ni redoblar de tambores, ni sollozos. Las familias se reunieron en un círculo y contemplaron los restos. Hasta los perros se habían callado.

Tallis miró a lo lejos, donde el cielo se iluminaba con una hermosa iridiscencia azul. El nuevo día, por fin llegaba el nuevo día, y sería su último día allí, de eso estaba ahora segura. El humo de los rajathuks quemados se alzaba todavía en espirales. De pronto, Tallis comprendió el escalofriante silencio del clan.

El poder de Wynrajathuk había desaparecido. No había manera de enterrar a los muertos. Si deseaban enterrarlos, tendrían que llamar a Tig. Tig-en-cruig; Tig nunca-toca-mujer, nunca-toca-tierra.

Ahora, él era el poder. La noche anterior lo había dejado claro. Al escuchar el silencio, Tallis se dio cuenta de que Wynne-Jones estaba susurrando algo a Anciana-que-cantó-junto-alrío. Ella atendía con el rostro sombrío. Abrió la boca y, tras unos momentos, sonó un extraño grito ululante, un aullido de desesperación, de muerte.

Wynne-Jones se había desprendido del brazo en que se apoyaba, y caminó hacia Tallis. Miró la armadura de Scathach, tocó la leve herida del hombro de su hijo, luego contempló el rostro del joven. Vio la lejanía, la distancia.

—¿Qué pasará ahora con esta gente? —le preguntó Tallis.

Wyn sacudió la cabeza. Miró el círculo de hombres, a la mujer aullante.

—Están llamando a Tig. Tenemos que marcharnos antes de que llegue. Si Tig ordena que me maten, lo harán. Les he dicho que mi poder ha terminado. Les he dicho que Tig es el nuevo guardián de la entrada. Los rituales que él cree serán a partir de ahora los rituales del clan. Hasta que no llegue, no sabrán qué hacer.

Ciertamente, mientras el anciano hablaba, Tallis alcanzó a ver un movimiento escurridizo en el bosque, hacia la colina. Por un momento pensó que era Nadadora de Lagos, pero su caballo ya había llegado a tierra abierta, y pastaba tranquilamente al este del poblado. Este nuevo movimiento se debía al niño.

Apareció en la hierba. Llevaba dos largos cayados, uno en cada mano. Se había ennegrecido el rostro, como hiciera Morthen. Llevaba en torno al cuerpo tiras de tejido grisáceo, y Tallis comprendió que eran restos de mortajas, recogidos antes de quemar los cadáveres. Le colgaban sueltos, como un atuendo harapiento.

Tallis entró en la casa comunal para recoger sus máscaras y las escasas posesiones de Wynne-Jones. Era demasiado tarde para ir al refugio del chamán y coger sus valiosos escritos. Wynne-Jones lo miraba todo como en un sueño. Scathach cargó su botín a lomos de uno de los caballos que aún se removían inquietos dentro del recinto. Tranquilizó al animal, lo inspeccionó rápidamente. Hizo lo mismo con otro y, tras asegurarse de que no estaba herido, lo llevó junto a Wynne-Jones.

Ayudó al anciano a montar. Wynne-Jones pareció revivir en el último momento.

—Mi trabajo. Mi diario…

—No hay tiempo —le apremió Scathach—. Tenemos que marcharnos.

Tallis salió corriendo de la casa comunal, con los brazos cargados de pieles, mantas, cuerdas, bolsas con carne seca y cereales. Scathach abrió el camino hacia la entrada y montó en su propio caballo. Lo hizo trotar sobre la madera de la puerta, cogió las sencillas provisiones de Tallis. Ella corrió hacia Nadadora de Lagos y montó de un salto. Le puso los rudimentarios arneses de cuerda. Tig no pareció verla. Seguía inmóvil, de pie junto al lindero del bosque, quizá esperando a que se marcharan.

Anciana-que-cantó-junto-alrío llenó el amanecer con su aullido y su cántico. Scathach espoleó al caballo hacia el sendero del río, al tiempo que tiraba de las riendas del de Wynne-Jones.

—¡No! —gritó el anciano—. ¡Mi diario! ¡Mis escritos! Dejadme que los recoja. Si no, será inútil… ¡mis escritos!

—¡No hay tiempo! —rugió de nuevo Scathach.

Tallis galopó tras ellos. Cuando llegaron al bosque, siguiendo el estrecho sendero que llevaba al agua, volvió la vista atrás.

Tig estaba de pie ante la puerta del recinto, contemplándolo, con la mente llena de sueños que nada tenían que ver con el viejo chamán.