El Vuelo Repentino de los Pájaros
Unos ojos grandes en un rostro anguloso, airado, miraban entre los barrotes de la empalizada improvisada; la piel del niño tenía un brillo amarillento al resplandor del fuego del recinto. Sus dedos se aferraban a la madera. Sus dientes centelleaban, tenía los labios fruncidos en un decidido gesto de desafío.
Escaparé. Comeré vuestros huesos.
Tallis se le acercó, sin miedo. Tig no hizo movimiento alguno, pero sus ojos rasgados se entrecerraron ligeramente, pequeños puntos de luz que seguían sus pasos. Cuando la mujer se acuclilló y alzó la primera de las máscaras, Tig se echó a reír, escupió y sacudió los barrotes de su prisión con una fuerza sorprendente.
Se enfrentó a la Encrucijadora. Contempló con desprecio a Gaberlungi, y se rió de Plateado. Pero se sometió cuanto Tallis se puso a Falkenna sobre sus rasgos y miró al niño con los ojos fríos y los rasgos agudos de un pez.
—¿Por qué intentaste matar a Wyn-rajathuk? —preguntó a través de la madera emplumada.
Tig rugió la respuesta (no había entendido la pregunta) en violentas palabras de su propio idioma. Tallis oyó «Wyn» y «Morthen», pero aparte de eso se sintió desconcertada. Había una expresión que se repetía una y otra vez: ¡Wyn baag na yith! ¡Wyn baag na yith!
Cuando Tig volvió a callarse, Tallis repitió las mismas palabras. El niño la miró, al principio con curiosidad, luego con diversión. Sacó la mano entre los barrotes y tocó el vuelo de un pájaro, metió un dedo por la boca de la máscara hacia la región incierta que había más allá. Tallis captó el punzante sabor a orina y a sal en la punta del dedo, pero permitió que le entrara en la boca. El niño pareció complacido por aquel momento de confianza.
Tallis se quitó la máscara, tocó el dedo húmedo con el suyo, y observó como Tig se convertía en un animal, que se arrastraba por el espacio confinado del corral, golpeando con la cabeza contra el suelo y aullando.
Volvió de repente y miró a Tallis. Con la palma de la mano, se golpeó el ojo izquierdo hasta que le empezó a llorar. Lanzó una retahíla de palabras en su lengua fragmentada, gutural. Tallis le escuchó en silencio, consciente sólo de la tristeza en la voz del niño, de la sensación de tristeza entremezclada con momentos de intensa frustración.
—No puedo ayudarte —dijo ella.
Los ojos del chico se entrecerraron otra vez, observaron el movimiento de los labios que formulaban lo que para él eran sonidos amenazadores y misteriosos.
—Necesito al hombre al que quieres matar. Sé lo que tienes que hacer, así que debo detenerte. Tu nueva magia tiene que esperar. Tendrás que esperar para recoger sus sueños; yo necesito verlos antes.
Tig sacudió la cabeza como si comprendiera. Se echó hacia adelante el largo cabello, lo retorció para formar una cuerda y se lo cruzó en diagonal ante el rostro, dividiendo sus rasgos a través de la nariz y el ojo izquierdo. Cogió un puñado de tierra del suelo y se manchó el lado izquierdo de la cara. Fue un movimiento lento, deliberado, amenazador. Tallis tomó un muñeco del largo de un dedo del grupo que llevaba en torno a los hombros, y lo clavó en el suelo, retorciéndolo: bosque vigilante.
—Mis ojos siempre te verán —dijo.
Recogió la pesada carga de máscaras y se levantó.
Tig se echó a reír, lanzó un rugido y alzó las caderas para mostrarle los genitales, pequeños y blancos como un hueso.
* * *
Por la mañana, el niño había huido. Había sangre en una de las puntas de la empalizada. El bosquevigilante que Tallis había enterrado yacía partido en dos, rodeado por un círculo de conchas de caracol. Las conchas estaban perforadas. Habían salido de la toca ritual de Morthen. Durante la noche de su fuga, Tig había entrado en la casa comunal, donde Morthen dormía cerca de su padre moribundo, para robar las sartas que con tanto cuidado había tejido la niña.
Era su manera de demostrar el poder. Podría haber matado a WynneJones en aquel momento si hubiera querido, pero el poder de Tallis le había subyugado lo suficiente.
De desafío, entonces. Porque Tallis le había amenazado, y el miedo estaba en el niño. El miedo a las aves, una magia antigua que Tig aún no había superado.
* * *
Una bandada de grullas pasó sobre ella mientras Tallis examinaba los restos de su bosquevigilante. Alzó la vista hacia el cielo del amanecer. Una de las aves se debatía con un ala herida por una piedra de honda, lanzada por algún cazador invisible en los límites del bosque. Cayó lentamente, con el cuello torcido hacia atrás. Tallis oyó el gruñido lejano de un perro. Las grullas se desviaron hacia el norte, y de nuevo se hizo el silencio.
El cazador de grullas entró en el claro que rodeaba el emplazamiento de los tuthanach. Tallis se acuclilló y la extraña figura, con su presa al hombro, se movió rápidamente hacia el este. El hombre llevaba un pico de grulla como taparrabos, en la entrepierna. Adornaba sus miembros y cuello con cráneos resecos y esqueletos de pájaros. Le seguía un perro. El taparrabos reflejaba el sol naciente como una lanza. En cuanto salió de nuevo al bosque, el cazador de grullas se quitó su atuendo ritual, que le dificultaría los movimientos en el bosque, y buscó un lugar donde encender una hoguera.
* * *
Los perros —animales flacuchos de hocico chato— empezaron a aullar, saludando al nuevo día. Las mujeres del clan avivaron las brasas, que humearon y ardieron en seguida. El sol era un brillo pálido, aún bajo entre los árboles, luchando contra las nieblas otoñales. Tallis oyó la voz de Scathach, y la tos de una mujer en alguna parte. Un niño lloraba, un hombre se echó a reír.
En pocos momentos, el silencioso recinto se llenó de sonidos. Un hombre salió de entre las raídas pieles que resguardaban del invierno uno de los refugios circulares, se envolvió en su pesada capa de pieles y alzó una mano hacia Tallis en gesto de saludo. La miró con curiosidad mientras se dirigía hacia las afueras del poblado para acuclillarse en las sombras del amanecer.
Tallis recogió su muñeco roto y volvió a la casa comunal, agachándose para cruzar la entrada, llena de tallas a modo de amuletos. La luz entraba en aquel lugar a través de dos agujeros para el humo en el pesado techo. El interior era una confusión de fardos de pieles, pellejos, pértigas, jarras y boles de arcilla, bastidores para tejer y objetos totémicos. Hileras de conchas, piedrecillas, huesos, verduras y trozos de carne seca colgaban de las vigas ennegrecidas, moviéndose con la brisa que entraba del exterior.
En aquella penumbra caótica se movían formas humanas, que se reunían en torno a la hoguera central, donde vasijas de arcilla llenas de agua se calentaban junto a las brasas renacidas. La ceniza poblaba los haces de luz. Entre las sombras, las mujeres envueltas en pieles eran formas erguidas y ajetreadas, cuyo nerviosismo se delataba tan sólo por las chispas en sus ojos oscuros al mirar a la alta mujer extraña del Otro Mundo: Tallis.
Se encaminó hacia el rincón donde Scathach y su media hermana, Morthen, velaban el maltratado cuerpo de su padre.
* * *
El anciano debería estar moribundo. Las heridas de su rostro Y cuello estaban ya tumefactas, y apestaban por la infección. Tallis había encontrado hierbas curativas desconocidas para los tuthanach, y Scathach había demostrado su considerable talento como cirujano al limpiar y preparar las heridas para la cura. Pero las condiciones de aquella cultura eran tan básicas que, por necesidad, el ataque de Tig debería haber sido mortal.
Una fuerza más profunda mantenía a Wynne-Jones en la tierra de los vivos. Scathach le hablaba y, durante los días siguientes, también Tallis susurró su historia al hombre inconsciente, apremiándolo a recuperar el conocimiento, a desandar el camino por el sendero espiral que llevaba a la tierra vibrante, llena de huesos.
Al tercer día de esta muerte en vida, Wynne-Jones se colocó sobre un costado y empezó a lanzar puñetazos y patadas contra el aire. Scathach se quedó asombrado unos instantes. Morthen tardó unos segundos en comprender. Tallis lo había presentido desde el principio. Estaba corriendo como un perro, como un sabueso que sueña con la caza. Se encontraba en lo más profundo del bosque, corría por un sendero silvestre en busca de agua. Al anochecer, cuando los sabuesos de los tuthanachs ladraron a los fantasmas ocultos, Wynrajathuk abrió también los labios y gimió.
Al día siguiente empezó a hacer movimientos natatorios con el cuerpo, mientras abría y cerraba la boca. Era un pez en aguas cristalinas. Nadó durante dos días. Tallis lo contemplaba a través de Plateado, pero sólo captó un atisbo del río frío por donde viajaba el espíritu del hombre. Por último fue un pájaro. Sacudía la cabeza, abría los ojos. Separaba los dedos. Un pájaro, con sus plumas. No se sabía adónde viajaba, ni hacia dónde se remontaba en la casa comunal, mientras yacía tendido en las rudas mantas; sólo los sonidos de su garganta y los estertores de los músculos delataban la naturaleza de este vuelo.
—Una cigüeña —dijo Morthen—. Es la última parte de su viaje entre los dos mundos.
—Pero ¿nos deja… o vuelve a casa? —inquirió Tallis en voz baja—. ¿En qué dirección está viajando?
* * *
No podía acercarse a Scathach, al menos en espíritu, aunque cuando se sentaba a su lado él solía cogerle la mano entre sus dedos fríos. Pero su mente estaba muy lejos, quizá persiguiendo al guía animal que conducía a su padre por el mundo de ultratumba. Sus ojos permanecían clavados en Wynne-Jones. Su respiración era pausada, profunda. Bebía agua a sorbos de una bolsa de piel, pero no comía nada.
Tallis le pasó un peine de hueso por los rizos enmarañados. Él se lo permitió.
—Gracias —murmuró.
Era una silueta acurrucada, triste. Todo su poder físico, la energía que había complementado la de Tallis durante tantos años, todo ese vigor se vertía ahora a través de su mirada oscura, clavada en el moribundo.
Tallis se dijo que este distanciamiento espiritual era algo temporal, que el hombre al que amaba volvería pronto. Pero una creciente sensación de melancolía durante los primeros días la hizo ser tensa e insociable con los tuthanach. Empezaba a sufrir por una pérdida que aún no se había producido.
La hija de Wynrajathuk se apercibió de esto, y se acercó a ella. La niña y la mujer, opuestas en tantos aspectos, se hicieron amigas. Tallis había estado compartiendo espacio en el albergue de las mujeres, pero su altura (calculaba que medía un metro ochenta), su pelo rubio, sus rasgos aquilinos, presentaban un gran contraste con las morenas mujeres del clan, tan menudas, y causaba en ellas una mezcla de asombro y temor. Siguió usando sus ajadas ropas de piel de lobo durante dos días, luego accedió a ponerse las prendas de lana y piel de nutria propias del clan. Las mujeres se relajaron un poco ante ella, aunque a Tallis aquellas ropas tan sueltas le recordaban poderosamente las de su infancia, que no se ajustaban a un cuerpo aún sin formas.
Cuando salía del recinto se cambiaba inmediatamente de ropa, volvía a ponerse su atuendo de viaje. Esta alteración de su apariencia junto a la entrada se convirtió en un extraño ritual, aunque delicioso para los hombres más jóvenes. Pero Tallis era injathuk (las máscaras que llevaba lo demostraban sin lugar a dudas), y todos los que oían la voz de la tierra se comportaban de manera extraña, tenían sus rituales privados para comunicarse con el cielo.
Por tanto, la dejaban en paz, y era libre de explorar el denso bosque que, al menos en una dirección, llegaba hasta el río junto al cual Scathach y ella habían llegado al reino de los tuthanach. Había senderos por todas partes, la mayoría de ellos dominados por la maleza, otros muchos marcados con cráneos de animales o pértigas emplumadas. Varios árboles grandes habían caído, y no quedaba ningún camino despejado. Tallis se cansaba de trepar sobre tantos troncos podridos y musgosos para llegar a claros iluminados por una luz verde amarillenta.
En estos lugares, invariablemente, los tuthanach habían construido rajathuks forestales. En el recinto funerario, en la colina de espino, había un grupo de las grandes estatuas, pero en el bosque cada una estaba representada muchas veces, y cada una tenía colgados sacos, pieles, vasijas de arcilla y huesos de animales: ofertas votivas, imaginó Tallis. Pronto se dio cuenta de que los tótems ennegrecidos tenían la misma génesis que sus máscaras. Los detalles eran diferentes, a menudo difíciles de distinguir contra el brillo del cielo, sobre todo si estaban muy altos, cerca de las facciones talladas a hachazos. Diferentes, pero increíblemente reconocibles…, como arrancados de la misma imaginación. Sobre todo Falkenna y Plateado eran los más similares a las máscaras de corteza que fabricara de niña.
El claro más protegido era el presidido por Encrucijadora. Sonreía a Tallis; ella alcanzaba a ver el dibujo de la lengua roja sobre el rostro de ocre. De los árboles colgaban restos de cuerpos humanos desmembrados, aunque durante un rato Tallis no alcanzó a ver cráneos, sólo huesos largos y cajas torácicas, que parecían extrañamente tristes en las ramas rotas. Había trapos blancos por todas partes, y espesas matas de pelo humano. El suelo era difícil: allí era donde estaban los cráneos. Había un terrible hedor a carne podrida, y los pájaros saltaban y revoloteaban por las copas de los árboles, pero sin cantar en ningún momento.
¿Sería aquel lugar de podredumbre, con su estatua putrefacta, la entrada a Lavondyss? ¿Habría pasado por allí Harry, habría encontrado aquel triste claro, para entrar en el feroz invierno desde donde la había llamado cuando estaba en su casa, a todo un mundo de distancia? Tallis se puso su propia Encrucijadora ante el rostro. Los espíritus se movían entre las sombras; formas humanas, inquietas y asustadas, que se retiraban hacia el bosque oscuro. La estatua se inclinó para apartarse de ella, su corteza se abrió lo justo para que viera el movimiento reptante en el interior del tronco.
Se sobresaltó y bajó la máscara. El claro estaba como antes.
Tallis se había pasado ocho años abriendo encrucijadas, pero no había dado con el sendero que buscaba. Sabía por qué, desde luego: le faltaba la máscara del Sueño de Luna. Incluso así, su poder era limitado. Cuando el venado se marchó, después de que su gurla se convirtiera tan dramáticamente en un aspecto del paisaje, nunca volvió a sentirse tan poderosa como el día en que los prados alrededor de su casa estallaron en multitud de rocas y troncos de otras eras.
Se estaba haciendo vieja. Según sus cálculos, tenía más de veinte años. Se estaba haciendo vieja. Llevaba consigo las reliquias de diferentes etapas de crecimiento. El bosque, con sus muchos sistemas, le estaba absorbiendo el alma, el espíritu. Le estaba absorbiendo los sueños. La estaba dejando seca.
Con furia repentina, silenciosa, se dio cuenta de que volvía a hundirse en la melancolía. Tomó aliento bruscamente, se levantó y palmeó a Encrucijadora. Se dio cuenta de que un lado de su rostro sonriente parecía muerto, una extraña diferencia con su propia máscara.
Si el bosque la estaba absorbiendo, sin duda ahora había sucedido algo que le daría una carga de energía. Se había acercado…, aunque fuera por primera vez…, a Harry. Los extranjeros atraían a los extranjeros. Ahora que había dado con Wynne-Jones, estaba segura de haber llegado al lugar donde el alma de su hermano había provocado un breve caos en el bosque, antes de seguir su camino río arriba…
Durante los primeros días había paseado mucho junto al río. En dos ocasiones vio allí a Morthen, pero se escondió, aunque no dejó de advertir que la niña también rehuía las miradas de los que pasaban refugiándose en una alta aglomeración de rocas, a algunos metros de la orilla enfangada. Cuando examinó las rocas, que a primera vista parecían sólidas, encontró una hondonada que formaba un refugio natural. En la noche en que Wynrajathuk inició su viaje como pez plateado, Tallis se refugió entre aquellas rocas protectoras y se acurrucó, para dormir una noche a solas.
Al amanecer la despertaron cuatro perros, enormes sabuesos que ladraban y aullaban olfateando el aire al tiempo que chapoteaban en los bajíos. Uno de ellos llegó hasta las rocas, puso las patas delanteras en ellas y miró a la mujer acurrucada. Tallis alzó su cuchillo de hierro en gesto amenazador, y el perro se retiró, corriendo, con los suyos. Ella se quedó unos momentos más en el escondrijo. Un hombre, envuelto en una capa y portando un cayado, pasó al otro lado del agua, sin apartarse de los arbustos y entonando un cántico agudo cada vez que describía un círculo para rodear una de las pértigas emplumadas. Llevaba una capucha sobre el rostro barbudo. Con un estremecimiento, Tallis advirtió que llevaba dos máscaras a la espalda.
Pasó rápidamente, sin demorarse en aquel lugar de muerte dominado por los tótems. Tallis lo siguió a pie durante largo rato, río arriba, hasta que divisó el siguiente tramo de agua, una burbujeante serie de rápidos entre los árboles, cada vez más densos. En aquel punto, la figura de la capa cruzó por las piedras de paso y se perdió entre la maleza sin volver la vista atrás…
«Todo el mundo va río arriba…».
¡Incluso caballos!
Uno llegó en aquel momento junto a ella, una yegua blanca con riendas y arneses rotos, viejos y podridos. El metal se había clavado en la carne de la criatura, que tenía la piel manchada y rígida por la carne seca.
—No te recuerdo de los libros de historias… —murmuró Tallis mientras se aproximaba cautelosamente al cansado animal.
No era viejo, pero estaba exhausto. Tenía una gran mancha oscura sobre los restos de la manta que aún le ceñía los lomos, adherida ahora al animal por los restos de la sangre del que fuera su jinete.
Tallis sujetó a la bestia y la acarició, antes de eliminar hasta donde pudo los restos del tormento artificial que la ceñían. Cuando echó a andar de vuelta al lugar de la muerte, la yegua negra la siguió. Un derrumbamiento de rocas había matado semanas antes a su caballo. Scathach, tras perder a sus amigos Jaguthin, había acabado por recorrer el bosque y los senderos silvestres a pie, una expresión de dolor cuya razón no era capaz de articular.
—Serás más que bienvenida —susurró Tallis a la yegua—. Si mañana sigues aquí, entenderé que puedo montarte. Pero no te pondré nombre, siempre serás libre. Ten en cuenta una cosa, si yo te monto, irás a una región extraña.
Al día siguiente Morthen hizo la aproximación más osada a Tallis para entablar amistad.
Hacía varios minutos que Tallis era consciente de la presencia furtiva de la niña antes de que ésta se animara por fin a adentrarse en el claro espiritual donde se encontraba sentada entre las sombras, tras la mujer mayor. Tallis permaneció quieta. Estaba rodeada de sus máscaras, que había distribuido cara arriba, en un círculo. El fardo de piel de lobo que contenía sus reliquias especiales estaba pulcramente colocado junto a ella, pero aún atado. Pese a ser consciente de la niña, mantuvo los ojos clavados en la estatua de madera, buscando en su extraña forma la pista de «Sueño de Luna».
El tótem Sueño de Luna estaba tallado en un tronco de aliso. El aspecto femenino de su forma era evidente, pero la auténtica belleza del rajathuk emergía mediante la representación de la tierra y la luna en el sutil flujo de la madera tallada, y de la inteligente conjunción de esos símbolos con los rasgos humanos. Ya se había empezado a comunicar con la mujer del mundo lejano.
—¿Tallis?
La voz de la niña era tranquila. Estaba nerviosa. Tallis no le hizo caso durante un instante. Su mente vagaba por un paisaje nocturno, y tenía la forma de la máscara cerca de ella, casi formada. No era como la anterior sueño de luna, la máscara que había hecho tras hablar con Gaunt. ¿Cómo era posible? Esa expresión concreta de su mundo inconsciente más profundo estaba ya usada y gastada. Cuando dejó caer la máscara, cuando la perdió, perdió también el enlace con la hembra en la tierra…
A veces se preguntaba si su padre, tras recogerla, la había destruido, o si se la ponía en las noches de luna. Si se la ponía… ¿qué veía? ¿Qué oía?
—¿Tallis?, ¿qué haces?
Morthen dominaba el idioma a un nivel muy básico, a veces casi incomprensible. Sus palabras estaban llenas de los característicos sonidos palatales y diptongos del tuthanach (Por ejemplo, había pronunciado «Tallis» como «Tallish»), pero su padre le había enseñado lo suficiente de su extraña lengua como para que consiguiera expresarse.
Tallis se dio media vuelta sin levantarse. El pelo le cayó hacia adelante, cubriéndole el rostro y la cicatriz de la mandíbula. También ocultó su sonrisa. Al ver que Morthen permanecía inmóvil, le hizo un gesto para que se aproximara, y la niña obedeció, caminando de aquella manera peculiar, acurrucada. Tenía el pelo manchado de blanco, atado con una cinta de tejido rojo de la que colgaban conchas y huesecillos. Morthen extendió la mano para tocar el pelo seco de la mujer, el cabello rubio que tanto fascinaba a las tuthanach. Tallis se quedó quieta, ni irritada ni divertida ante esa amable exploración de las diferencias. Los ojos traviesos de Morthen, llenos de asombro ahora, se clavaron en los de Tallis.
—Ahí hay verde. Es verdad.
—No siempre fue así. Sólo durante los últimos meses.
Ya había oído comentarios al respecto en el emplazamiento: que, aunque era injathuk, no llevaba cielo en el hueso de la cabeza, sino la verde túnica de lana de la voz de la tierra. Se estaba convirtiendo en rajathuk.
Para Tallis, estas supersticiones carecían de sentido. Lo que importaba era que tenía un cierto poder. Aunque el cambio del color de sus ojos era algo preocupante…
Con retraso, Tallis respondió a la primera pregunta de la niña.
—Estoy haciendo una nueva máscara. La última de mis máscaras. Me ayudará a abrir encrucijadas… ululantes… con más facilidad. ¿Entiendes lo que te digo?
Pero los pensamientos de Morthen seguían ya otro sendero forestal.
—¿Es Scathach mi hermano? —preguntó—. ¿De verdad?
Había apartado la mano del pelo de Tallis, y se acuclilló junto a ella como si estuviera cerca de una hoguera en lo más duro del invierno. Tallis asintió.
—Claro que sí. Es decir, es tu medio-hermano. No tuvo la misma madre que tú. Tig es tu único hermano del todo.
Los ojos infantiles de Morthen relampaguearon de ira. Frunció los labios en un gruñido breve, bestial.
—Tig no es mi hermano —escupió—. No tuvo madre. Vino del primer bosque. De aquí.
Se palmeó la cabeza furiosamente.
Tallis sonrió, comprendiendo lo que quería decir. Tig era un mitago más reciente. Creado sin duda por Wynne-Jones.
La llamarada de ira de Morthen desapareció tan bruscamente como había llegado. Tallis recogió las máscaras y las ensartó por los ojos con la cinta de cuero antes de colgárselas del hombro derecho. Morthen estaba tocando el otro fardo, y Tallis, con amabilidad, apartó sus dedos inquisitivos. Contempló con añoranza la pértiga de aliso, con sus sutiles rasgos lunares.
Casi. Una hora más y te tendré…
Luego, echó a andar tras la niña. Pasaron por un sendero tortuoso que atravesaba una densa zona del bosque, en dirección al río.
Morthen estaba emocionada.
—Tengo algo para ti —repitió en tres ocasiones, como si tratara de retener el interés de Tallis.
Llegaron al río. Con un estremecimiento de ira, Tallis vio al caballo negro atado a una rama baja. La cuerda estaba anudada en un lazo alrededor de su cuello. Se había debatido, pero ahora permanecía tranquilo. Triunfante, Morthen le señaló su obsequio.
—Lo cogí yo. Estaba solo.
Tallis contempló al animal. Luego, cautelosamente, le rozó el morro.
—Todavía quiero montarte —dijo.
La bestia relinchó. Tallis le quitó la cuerda.
—Si quieres, vete.
La yegua blanca se quedó. Tallis sonrió a Morthen.
—Gracias. Por el regalo.
Consciente sólo de que Tallis tenía un maravilloso control de los animales, Morthen se palmeó las mejillas, encantada.
—Le he dado un nombre para ti. Puedes montarla. Se llama Nadadora de Lagos. Será importante, ya lo verás…
Nadadora de Lagos. Extraño nombre para un caballo. Obviamente, Morthen sabía de la tierra más de lo que Tallis había supuesto.
Llegó a un último acuerdo con la yegua negra.
—Si nadas un lago por mí, yo nadaré un lago por ti. Esto es Promesa de Tallis.
* * *
Así que puso una manta a la bestia, e hizo un arnés que no causara heridas. La guió hacia el claro en torno al recinto de los tuthanach, y la protegió de los perros.
Entretanto, Morthen se divirtió mostrando a Tallis lo que su padre y ella habían descubierto en los bosques que rodeaban el río: piedras talladas con las imágenes de rostros humanos, ciegos, muertos; una torre, sin tejado ya, pero con el suntuoso mobiliario de su prisionero aún reconocible entre las ruinas, aunque su ocupante y su significado se habían perdido con las tormentas. Lo que Morthen llamaba «el final del bosque» resultó ser la alta muralla de un fuerte romano, llena de vegetación, pero impresionante. Tallis usó la letrina. Era un simple asiento de piedra sobre una profunda zanja seca, pero resultaba un cambio maravilloso tras acuclillarse sobre gusanos. Había almacenes para cereales, y barracas, y pintadas que parecían tan frescas como si las hubieran trazado aquel mismo día. Morthen encontró una espada, luego un estandarte envuelto en cuero. Mostraba un águila y un casco, pero se desgarró cuando Tallis intentó extenderlo para leer la inscripción.
En uno de los almacenes de grano había montones de ratas, cada una del tamaño de un gato salvaje. Tallis fue la última de las dos en huir.
También había tumbas: desde adornados mausoleos de mármol negro a montículos de tierra con estrechas entradas, rodeados de piedra cincelada, que se adentraban en el reino natural por debajo de las raíces del bosque. La fruslería más llamativa de aquel lugar era un cuerno de doce metros de largo, con una boca tan grande que Tallis podía meterse en ella y gritar. Estaba tallado en un auténtico cuerno, y no había rastro de que no estuviera hecho de una sola pieza. Morthen trató de soplar por el extremo estrecho. Tallis oyó su aliento, luego comprendió que la voz de la niña se había transformado en palabras que no eran ni de su idioma ni del tuthanach…
Dejaron allí el cuerno, pero, durante más de un día, advirtieron que el bosque en aquella zona parecía activo, como si algo hubiera turbado la paz.
Wynne-Jones volaba como un pájaro. Tallis llevaba cinco días en el poblado.
—¿Nos está dejando o vuelve a casa? —preguntó.
Morthen se echó a reír, pero Scathach se inclinó hacia adelante junto a la colchoneta empapada de sudor. La vigilia le había arrebatado toda su vitalidad. Era de carne y hueso, pero su espíritu se estrellaba junto a la verja de una región desconocida. Su padre estaba allí, pero él no podía entrar y prestar sus fuerzas al anciano para el viaje de vuelta a casa.
Por último Morthen llevó a Tallis río arriba, hacia el lago envuelto en niebla, con sus criaturas de los cenagales y sus alisos gigantescos. Nadadora de Lagos era fuerte, y llevaba la doble carga con facilidad, pero cuando Tallis trató de que la bestia entrara en los bajíos embarrados entre los arbustos, la yegua se resistió. Tallis desmontó y regresó a terreno seco. Aún no obligaría a su nueva amiga a cruzar aquel lugar.
Pero era al pantano adonde llegaban todos los viajeros, y todos ellos tendrían que cruzar sus aguas grises y tranquilas. Más allá del lago estaba la tierra que llamaba a los espíritus… ¡y allí se encontraba Harry!
Así que Tallis distribuyó las máscaras a su alrededor, y se puso Encrucijadora ante el rostro. Morthen se quedó tras ella, mirando con aprensión como la mujer llevaba a cabo un ritual que ella aún no comprendía. Su aprensión se transformó en miedo cuando, de pronto, el cielo se oscureció y las aguas del lago se agitaron, furiosas. Las raíces oscuras reptaron como serpientes en el aire, creando un siniestro túnel. Los alisos que rodeaban el lago se inclinaron y crujieron, haciendo que los pájaros salieran de entre sus ramas como bandadas de cenizas negras. Un viento tormentoso azotó los arbustos, y un torbellino de nieve brotó de la encrucijada, haciendo que Morthen corriera gritando al refugio que ofrecían los árboles.
A través del arco de raíces, Tallis vio un empinado valle invernal. Los robles y los espinos se aferraban a las rocas, con las ramas cubiertas de nieve. Oscuros dedos de piedra se alzaban contra el cielo blanco, muerto, como una empalizada. El río retumbaba contra las rocas, y la mujer que observaba alcanzó a ver los ángulos agudos y las líneas duras de las piedras, caídas de la fortaleza en ruinas que otrora guardara aquel estrecho sendero.
La encrucijada se derrumbó en las aguas agitadas del lago. Como animales, los árboles retiraron sus dedos sinuosos de los bajíos. Cuando el viento terminó de dispersar la niebla, Tallis alcanzó a ver el muro lejano del bosque, junto con los abismos de más allá, por los que el río corría en terreno llano, tranquilo y silencioso. La niebla se cerró de nuevo y los arbustos se estremecieron con vida propia, se irguieron y temblaron pese a que ya no soplaba brisa alguna.
Tallis recogió sus máscaras, encontró a la pálida Morthen acurrucada entre las ramas protectoras de un espino, y la guió de vuelta a casa.
* * *
Quizá debido al miedo ante lo ocurrido, Morthen se apartó repentinamente de Tallis y empezó a pasar más tiempo con Scathach, sentándose durante largas horas en la casa comunal, cerca de la hoguera, contemplando el rostro sombrío del que era su medio hermano. Cuando él quería algo, la niña siempre era la primera en entregárselo. Se aferraba a cada oportunidad de tocarlo, de rozarle los brazos, las manos, las pantorrillas, de pasar las yemas de los dedos por la ligera barba de sus mejillas. Saludaba a Tallis, pero apartaba la vista para no encontrarse con su mirada. A la mujer, esto la entristecía.
Dos días después del incidente junto al lago, Tallis la vio inclinarse hacia adelante y lamer la mejilla de Scathach, debajo de los ojos.
—Eres un hermano de verdad —dijo—. Tu piel sabe a carne. —Volvió a lamerlo—. Tig no es de verdad. Tig sabe a hojas secas. Eres mi auténtico hermano surgido del bosque…
Tallis se sobresaltó, aunque no había motivo alguno para que se molestase. Pero, de repente, comprendió como si fuera un golpe doloroso cuán profunda era la afinidad entre las dos criaturas que venían en parte del bosque. Hasta entonces, no se había dado cuenta. Había una atracción fuerte y, desde luego, excluyente. El afecto de Scathach hacia su hermana se demostraba claramente en la comodidad que sentía en su presencia, en las miradas que le dirigía, en la manera en que los dos hablaban en voz baja mientras cuidaban del moribundo, en la manera natural en que cada uno complementaba las acciones del otro. Por primera vez en los ocho largos y dolorosos años que había pasado con el joven guerrero, Tallis se sentía lejos de él. Las sensaciones eran turbadoras, pero se sentía dividida entre su necesidad de acercarse a Scathach y la comprensión de que algo importante estaba teniendo lugar en la casa comunal…, quizá algo perteneciente a la leyenda…
Recogió su fardo, el precioso fardo de piel de lobo, y salió de la casa para volver al refugio de rocas junto al río. Quería pasar otra noche sola.
Ahora estaba segura de que Wynne-Jones no recobraría el conocimiento. Durante su vida en el bosque, había visto la muerte en demasiadas ocasiones —la más terrible fue la pérdida de Gyonval—, y la ferocidad del tajo en el cuello del hombre, y el terrible golpe de martillo en la cabeza, no podían significar más que un lento descenso hacia los brazos del otro mundo. Pero ella no haría nada hasta que Wynne-Jones hubiera desaparecido. Entretanto, le había susurrado el nombre de su hermano; le había descrito a Harry; y le había contado todas las historias, sobre todo la historia del Viejo Lugar Prohibido.
Y le había hecho preguntas: «¿Qué significa? ¿Cómo puedo llegar a Lavondyss? Si asciendes mucho, ¿puedes ver el resto del camino?».
Al amanecer, contempló la casa funeraria mientras volvía del río. Durante la noche había tomado una decisión, una decisión dolorosa para ella. Había dejado sus máscaras en el pequeño refugio chamánico de Wynne-Jones, pero aún llevaba su bolsa de reliquias.
El poblado rebosaba vida, sobre todo de naturaleza animal. El viento era gélido, con el eterno olor a nieve que la perseguía de verano a verano. Alguien estaba avivando un fuego, probablemente en el pequeño refugio donde dormían los niños. El humo tenía un olor punzante en el aire limpio, y se mezclaba extrañamente con el hedor a sudor de las pieles aún sin curtir, estiradas sobre sus estructuras cerca del refugio de los ancianos. El sonido de la mujer que soplaba vida a las brasas se vio interrumpido por su canción.
Tallis se acurrucó a la entrada y escudriñó la oscuridad, en dirección al extremo donde yacía Wynne-Jones. Contempló al hombre inconsciente durante un segundo. Luego, con un aguijonazo de rabia y dolor, vio a Scathach salir de debajo de su manta de piel de oso y tomarle el pulso a su padre. Un segundo cuerpo permaneció bajo la manta, y Tallis alcanzó a ver un atisbo de pelo rizado, blanco por la arcilla.
Sin hacer ruido, se retiró. Agarró su fardo y se encaminó hacia el bosque, pasando entre los densos espinos para llegar a la colina funeraria. Tenía la mente muy despejada, pero sentía frío; un frío de muerte. Cerró los ojos y trató de sacudirse la sensación de irrevocabilidad que le aferraba el corazón y le pesaba como plomo en el estómago.
Se acabó. Hay que hacerlo. Sé que hay que hacerlo. Se acabó. Éste es el momento adecuado. Éste es el final. No puedo seguir si no lo hago ahora…
Subió colina arriba, mientras el vacío de su corazón le secaba las lágrimas antes de que nacieran. Siguió el tortuoso sendero hacia la cima, salvó el obstáculo que suponía el muro de tierra derrumbado, entre las columnas podridas de la puerta. Luego se dio media vuelta y miró hacia el otro lado del bosque.
En algún lugar de aquella tierra inmensa y antigua, Harry viajaba en solitario, pero Tallis se sentía ahora más cerca de él que en los ocho años anteriores, más cerca incluso que cuando la había llamado a través de su primera encrucijada.
—Tengo que librarme de él antes de llegar a ti… —susurró a la lejanía, a los picos distantes, a la región desconocida—. Porque sois una sola persona. Sois una sola persona. Siempre supe que lo erais…
Contempló el bosque. Había engullido a Harry y luego había exhalado a Scathach. A Tallis le había llenado la cabeza de leyendas, luego la había absorbido, como un pez sorbe una mosca. Y en algún lugar más allá de esa tierra estaba su hogar. En ocasiones, en determinadas noches, casi podía imaginar que las luces que brillaban entre los árboles eran las de su propia casa, que si atravesaba la maleza, que si caminaba tan sólo unos cuantos metros, llegaría al jardín, y al cobertizo, y a su madre, y a Gaunt, y a su padre, aún en bata…
¡No te vayas! ¡No te vayas, hija, no nos dejes! Tallis…, no te vayas…
—No estaré fuera mucho tiempo. Sólo una semana…
¡Una semana!
Nunca había dejado de recriminarse su ingenuidad, su estupidez. Una semana, había dicho. Sólo estaré fuera una semana.
Pero el bosque se había cerrado tras ella; después, Niño Roto la había dejado, un foral escalofriante y aterrador para su relación; y Scathach, pese a todas sus promesas, también se había perdido. Siguieron el río durante años. No tenía ni idea de lo que encontrarían al otro lado. Tallis sólo conseguía abrir una puerta muy de cuando en cuando, pero, aunque las atravesaba, siempre acababan junto al río de nuevo.
Tengo que librarme de él. Tengo que librarme de mi relación con él. Tengo que salir de esto por mis propios medios.
Tallis se quedó de pie junto a la casa funeraria durante un momento, insegura, preocupada. Luego, se agachó junto a la entrada de piedra y recorrió el pasillo oscuro y estrecho. Se quedó confusa al llegar junto a los huesos. A la escasa luz que entraba por los agujeros del techo, descubrió los rastros de un animal. Un cadáver semidescompuesto yacía desmembrado en el suelo. Había pequeñas urnas funerarias, montones de cráneos y de miembros. Todos estaban en nichos, bajo el techo. Tallis caminó entre ellos, escudriñando la oscuridad, tratando de dejar que los delgados haces de luz dibujaran una imagen del caos funerario. Los pájaros revoloteaban inquietos bajo el techo. El suelo de piedra estaba lleno de arenisca. Tallis se irguió y miró a su espalda, a la oscuridad. Y lanzó un grito de sorpresa cuando una forma se dejó caer de una viga, para aparecer repentina, amenazadoramente, a pocos centímetros de ella.
Los extraños ojos de Tig la miraron, hambrientos.
Soltó su asidero en la viga, caminó en torno a Tallis y corrió hacia el pasadizo de salida.
Tallis aguardó hasta que el corazón dejó de latirle a toda velocidad a causa del miedo. Miró a su alrededor, y vio la parte de la casa donde una arquilla de piedra recibía parte de la escasa luz. Se dirigió hacia allí, puso su fardo en el suelo y deshizo el hato de piel de lobo. Por fin aparecieron los huesos de su hijo, la triste madera en que se habían convertido estaba aplastada y rota tras muchos años de ser arrastrados por el bosque, enterrados bajo sus otras posesiones.
Tig era curioso. Tras un rato, volvió hacia ella, todavía en cuclillas: un acercamiento cauteloso, animal. Lanzó una exclamación al ver los huesecillos. Tendió la mano, pero titubeó al ver a Tallis, que permanecía inexpresiva e inmóvil. Durante años, había llevado con ella la muerte de su primogénito. Ahora intentaba contemplar las reliquias como si no fueran más que madera, una estatua rota, un recuerdo aplastado. El niño sólo había vivido cinco meses…, nunca fue real, ¿verdad?
Era imposible olvidar sus gritos. Olvidar la mirada en sus ojos infantiles. Olvidar su repentino silencio cuando los pájaros del bosque empezaban a agitar los árboles al anochecer. Era imposible olvidar la sensación de que el niño había sido consciente de su propio destino…
Tig recogió un fragmento del cráneo roto. Se deshizo entre sus dedos, se convirtió en polvo y astillas, fragmentos amarillentos de roble. Tomó uno de los huesos largos, se lo llevó rápidamente a los labios, sorbió con suavidad, luego sacudió la cabeza. Parecía muy preocupado al mirar a Tallis. Sacudió la cabeza de nuevo. Luego, con reverencia, volvió a dejar el hueso entre los otros.
—Oh, bueno —suspiró Tallis—. Sus sueños siguen siendo mis sueños.
Volvió a atar el fardo y se lo entregó al niño. Tig tomó el paquete funerario, miró a su alrededor, y por fin se lo llevó hacia la oscuridad. Tallis oyó como movía una piedra, luego el mismo ruido al volver a colocarla en su sitio.
Un momento más tarde, Tig se arrastró de vuelta hacia ella. Tallis se quedó asombrada al ver que todavía llevaba el fardo en las manos. Parecía confuso, quizá distraído. Jugueteó con los afilados fragmentos de hueso que atravesaban sus rudas vestimentas y su carne joven. Se estaba causando dolor, se le reflejaba en los ojos. Se levantó y caminó hacia la salida de la casa funeraria. Tallis le oyó olfatear el aire, un sonido violento. También él lloraba. Cuando regresó, traía un manojo de hierba seca y dos astillas. Se sentó de nuevo y encendió una pequeña hoguera.
Recogió los huesos de madera seca, uno a uno, y los puso en las llamas. Pronto, éstas dibujaron sombras danzarinas entre los muertos. El brillo se reflejaba en los ojos del niño, igual que debía de hacer con su resplandor rojizo en las lágrimas que corrían por las mejillas de Tallis. Se quedaron sentados en silencio, mientras la madera muerta crepitaba en su camino hacia la luz cenicienta de otro reino.
Casi al final, Tig sacó un trozo de pescado seco de la bolsita que llevaba colgada del cinturón, lo empaló con un hueso y lo puso sobre las llamas. Dejó escapar un olor desagradable. Cuando estuvo quemado, Tig lo lamió, lo olfateó y luego se lo pasó a Tallis, que aceptó el regalo y se lo comió, atragantándose por el dolor más que por el calor de la comida.
Había pensado que se trataba de parte del ritual funerario en el nuevo mundo de Tig —consumir el fuego vital de su hijo muerto en la carne quemada de un nadador hacia una región desconocida—, pero el niño ensartó dos trozos para él y se lamió los labios ansioso mientras el pescado se asaba sobre las llamas.
* * *
Tallis estaba somnolienta. A la escasa luz del fuego, los ojos de Tig la miraban a través de lentes brillantes. Durante un rato, sintió la necesidad de mantenerse despierta, preparada por si el niño se volvía violento. Pero una voz más razonable empezó a susurrarle al oído, y se dejó llevar por el sueño. Sintió una amable caricia de Tig en su rostro, los pequeños dedos le apretaban el pómulo y el cráneo. Las imágenes y recuerdos empezaron a vibrar nerviosos, como si acudieran de mala gana a la llamada…, una máscara se le caía de las manos…, un hombre se inclinaba hacia el arroyo, con la bata roja empapada…, su nombre en un grito de dolor y desesperación…
Una voz apremiante: «¡Más deprisa! ¡Por la encrucijada, ya! ¡Vamos, Tallis!».
Su propia voz, llorosa: «No puedo cabalgar tan deprisa. Sólo he montado en poneis…», y la sensación de falta de equilibrio al volverse en la rudimentaria silla y ver el rostro de su padre, que estrechaba la máscara contra el pecho…
Luego, el bosque se cierra de repente en torno a él, como una verja de follaje, dejando atrás el verano.
Un viento frío…, un viento de otoño…
Un tropezón, una caída, Scathach se ríe, luego se siente culpable y la ayuda a levantarse, le cura el corte en la pierna, la hace montar de nuevo. Monta tras ella, le da un rápido beso, le rodea los hombros con el brazo. «Yo te llevaré hasta que las piernas te crezcan más. Volverás antes de que tu padre haya tenido tiempo de secarse las lágrimas».
Pero entre los planes de Tallis no había entrado el hecho de que él la viera partir. Era injusto. Era cruel. Ahora que la había visto, tenía que retroceder. Se lo explicaría. Los caballos siguieron trotando. Gritó entre lágrimas de amargura, lágrimas de furia: «Parad ya… quiero volver».
Pero Scathach y sus amigos galopaban como a lomos de una ola, siguiendo la corriente, adentrándose cada vez más en el bosque tras el venado tullido cuyas astas desgarraban las ramas bajas. A veces se alzaba sobre los riscos de la colina; a veces avanzaba con cautela por las zonas menos profundas de los ríos, desapareciendo a menudo en la niebla que los envolvía. Se sentían impelidos a avanzar, a alejarse de los prados de la granja Keeton.
Tallis los siguió porque no le quedaba otro remedio.
¡Qué denso se volvió el bosque, qué silencioso! Una quietud aterradora se posó sobre la tierra verde y amarilla cubierta por el follaje. El agua susurraba, los árboles protestaban ante alguna brisa inexistente, se oían breves chasquidos de movimiento. Los haces de luz se demoraban sobre las superficies húmedas de los helechos y las rocas musgosas. Hasta el venado se tornó silencioso a medida que abría la marcha por la penumbra de la maleza, cruzando ríos, resbalando en las hendiduras de piedra gris; el gran cuerpo seguía un tortuoso camino hacia el corazón del bosque.
Empezó a hacer frío. Las bandadas de pájaros rompieron el silencio. Su movimiento quebraba los haces de luz que llegaban al bosque. Los claros se comunicaban unos con otros, formando un sendero hacia el antiguo reino.
Prado Stretley… Prado Street…, prado de la calle…, hacía miles de años que se conocía este sendero secreto. Pero… ¿sería también un sendero de vuelta? ¿Llevaría también a casa?
Días y noches: Tallis perdió la noción del paso del tiempo.
No creía llevar allí más de una semana, pero el cansancio, la cabalgada, la claustrofobia y la ansiedad la hacían sentirse mareada. ¿Seguiría él allí, de pie? ¿Estaría esperando a que el bosque se abriera de nuevo para dejar salir a su hija, que llegaría triunfal, chapoteando por el Arroyo del Cazador?
«Quiero volver», susurró a Scathach.
Una sola mirada al rostro sombrío del joven bastó para decirle que ya no podía permitirse ese lujo. Scathach sacudió la cabeza. Parecía más salvaje; el miedo dominaba ahora sus atractivas facciones. Sus ojos parecían inquietos, él también sentía la energía confinadora del bosque, el peso aplastante de los troncos, de las grandes rocas, a medida que seguían a Niño Roto por estrechos desfiladeros de piedra, entrando en profundas cavernas retumbantes, cruzando grupos de alisos, densos grupos de acebos y robles.
«Quizá estemos ausentes algo más de lo que pensaba —dijo a Tallis—. Suponía que apareceríamos en un paisaje nevado, no aquí. No conozco este lugar. Me limito a seguir a tu gurla…».
«Niño Roto me llevará de vuelta a salvo», pensó ella.
Pero Niño Roto reservaba una última ironía a la aterida y empapada Tallis.
El venado empezó a correr. Los caballos aceleraron el paso para seguirlo. Gyonval casi se cayó cuando su yegua ruana tropezó e hizo que su jinete se golpeara contra una rama baja. Por encima del follaje, el cielo del amanecer cobró vida con el canto de los pájaros. Sólo llevaban un rato cabalgando, el rugido de su guía animal los había arrancado del sueño. Las astas de la bestia, ahora más rotas que nunca, con tu aterciopelada cobertura desgarrada, parecía brillar con el rocío. Sus grupas humeaban. Corría por el bosque como si lo persiguiera una manada de perros hambrientos. Tallis se resbaló de la silla, y sólo el fuerte brazo de Scathach impidió que cayera entre los cascos de su caballo.
—¡Aprende a cabalgar! —le espetó el joven.
La niña se aferró a las largas crines de su montura, pero el animal saltaba por el río, resbalaba en las orillas lodosas, tropezaba con los troncos caídos de árboles putrefactos, haciendo que Tallis saltara en la silla una y otra vez. Pronto estuvo llorando de dolor y miedo. Sus máscaras chocaban contra la silla, pero no se le cayeron.
De pronto, se encontraron en una cañada neblinosa. La luz les llegaba en haces difusos, casi divinos. La niebla amarillenta serpenteaba a su alrededor. Las hojas temblaban. Allí había una miríada de colores, todo el lugar parecía vibrar. Daba la impresión de que la neblina surgía de los oscuros troncos de los árboles. La cañada estaba cubierta de helechos y arbustos. Niño Roto se volvió para enfrentarse a los jadeantes jinetes. Miró a Tallis.
Sacudió la cabeza astada. De su morro abierto caían hilillos de saliva. Se estremeció, como de dolor, o miedo…
El venado pareció congelarse. Sus miembros se transformaron en madera. Agitó la cabeza de atrás adelante, en un último estertor. Cuando sus mandíbulas se separaron, toda la cañada retumbó con su bramido. Casi demasiado deprisa para el ojo humano, la forma del venado cambió, creció, se extendió, compitió en altura con los árboles mientras las astas rotas se ramificaban, convirtiéndose en grandes espadas de hueso. Las patas se separaron, se estiraron, engordaron, formaron un arco a través del cual una ráfaga de nieve entró en la fresca cañada.
Los caballos se encabritaron. Tallis volvió a resbalar de la silla, pero otros brazos fuertes la retuvieron, esta vez los de Gyonval. El hombre le dirigió una sonrisa. Las máscaras le pesaban en torno al cuello. La cabeza le dolía por los bramidos de la bestia moribunda.
El gran alce los miró, más alto que los árboles, con las astas perdidas entre el follaje. Su cuerpo goteaba como si la lluvia le cayera sobre el lomo, y le corriera por los flancos y el vientre. La hiedra empezó a crecer en las patas como troncos, se extendió en cuestión de segundos, hasta que el animal estuvo cubierto de verde. De la piel le brotaron arbustos de acebo. Las raíces de los árboles reptaban por las hendiduras, corrían por la piel cubierta de follaje.
Pronto, se hizo un silencio turbado sólo por el murmullo del viento sobre la maleza recién nacida. Niño Roto, transformado ahora en una gigantesca puerta de madera podrida, les mostraba el paso al corazón del reino. Más allá, el invierno gélido azotaba el bosque, y Scathach envolvió entre sus pieles el tembloroso cuerpo de Tallis antes de seguir a Gyonval y a los otros por la encrucijada que daba a la tierra helada.
Si advirtió los sollozos de la niña, no dijo nada.
¿Nos hemos perdido?
Sí.
Dijiste que me llevarías a casa…
Ya no sé cómo hacerlo. Parece que no puedo dar la vuelta. No puedo volver por donde vinimos. Algo me arrastra hacia el interior, hacia mi propio hogar…
¿Qué voy a hacer yo? ¿Y mis padres?
Ojalá pudiera decirte algo, pero no es así.
Harry me ayudará…, sé que lo hará…
Entonces, cuanto antes encontremos a tu hermano, mejor.
(Los dedos de Tig recorrieron su rostro. Los sueños brotaron de los huesos, se arremolinaron en su mente aturdida, se desordenaron aguda, dolorosamente; vívidos recuerdos de los años que habían pasado perdidos, la terrible soledad, la nostalgia de su hogar, de sus padres, de los días de verano, y de su habitación, y de sus libros).
* * *
Pero Scathach se acercó más a ella. La llevó a cazar, en sus correrías por los bosques en pos de pequeñas piezas. Le enseñó a usar el arco y la honda. Tallis nunca logró dominar bien esas armas. Pero su cuerpo creció, como el del venado, y pronto se convirtió en una joven desgarbada, alta, flaca como una rama, con volumen sólo gracias a la indumentaria de pieles cosidas con rudimentarias tiras de cuero, sujetas con huesecillos en torno a la garganta.
Siempre llevó sus máscaras y aprendió a usarlas para ver el mundo de diferentes maneras, según si miraba con los ojos de un niño, o de un pez, o de un sabueso. El bosque estaba lleno de criaturas extrañas. El extraviado grupo se abrió camino trabajosamente hacia el interior, siempre consciente de los ojos que observaban desde la oscuridad, del brillo de las figuras con armaduras que en ocasiones los seguía durante horas antes de perderse en el denso follaje.
Se mantuvieron cerca de los ríos. Tallis fabricó una rudimentaria tienda con las pieles de sus piezas de caza. La consideraba su refugio, el refugio de la vidente, y solía quedarse acurrucada en el estrecho interior mientras miraba a los hombres sentados en torno al fuego, charlando o ejercitando sus habilidades.
Con los años, amplió el tamaño de la tienda, y un día, tras correr con Scathach durante horas por el bosque, persiguiendo a un lechón salvaje, volvieron a su refugio, encendieron una hoguera y se acurrucaron muy juntos, sintiendo el calor en la piel arrebolada, observando la luz en los ojos del otro, en los labios del otro. De pronto, Tallis se sintió muy próxima a su compañero. Había llegado el momento del cambio. El dolor de saberse extraviada se amortiguó al descubrir el sentimiento de placer que le proporcionaba la compañía de Scathach, y su risa, y el calor de su cuerpo apretado contra el suyo.
* * *
… y el dolor. El terrible dolor. El río rugía. El fuego chisporroteaba. La noche era oscura, y Scathach, junto a ella, le secaba el sudor del rostro. Gyonval, preocupado, observaba desde más allá de la hoguera, pálido, con el largo cabello lacio, jugueteando con el muñeco que Tallis había fabricado para que absorbiera parte del dolor.
—Sujétame…
Scathach se inclinó hacia adelante, le presionó los labios contra la mejilla y la rodeó fuertemente con sus brazos. Hubo un movimiento. Los bosques se agitaron con el torbellino de los pájaros que turbaban el silencio de la noche. Los gritos de Tallis se hicieron salvajes, desgarraron la noche. Se aferró a los brazos de Scathach, echó la cabeza hacia atrás, arqueó el torso con las rodillas separadas. Le llegó la bocanada de calor de la hoguera. Gyonval, angustiado, sacudió el muñeco, pero el dolor permaneció en Tallis hasta que, como un árbol desgarrado por una tormenta, se abrió, y la vida caliente, fresca, fluyó de ella, liberándola…
* * *
… el niño está muerto.
Lo sé.
Una mano en su hombro. La nieve amortiguaba todo sonido. Sólo blancura a su alrededor. El río helado. El niño en la tienda, todavía envuelto en pieles. Scathach acuclillado junto a ella, con las manos sobre sus hombros. Tallis dejó caer la cabeza. Él acercó el rostro a su cuello, el temblor de su cuerpo hablaba de su dolor. Ella se había pasado la noche llorando, mientras Scathach estaba fuera, cazando tierra adentro. Ya no le quedaba dolor. Se levantó, bajó la vista hacia el hombre entristecido, hacia el cabello aún teñido con los colores verde y marrón que usaba para camuflarse durante las persecuciones. Le tocó el pelo, las mejillas, los labios. Él sintió sus dedos cerca de la boca, pero sacudió la cabeza, incapaz de encontrar palabras que expresaran sus sentimientos.
«Lo enterraré», dijo por fin.
«Lo llevaré conmigo —replicó Tallis—. Significa demasiado para mí».
* * *
… sin sentido de las estaciones. A veces invierno, de pronto verano, luego la primavera. Viajaron por las zonas de la tierra, adaptando sus sistemas de caza a los bosques que encontraban, pasando semanas enteras junto a cualquier grupo de ruinas que les ofreciera cobijo y sustento, buscando alguna pauta fija entre la espesura. Dejaron marcas y campamentos con la esperanza de redescubrirlos, de poner orden en su viaje sin rumbo hacia el interior.
* * *
… ¿cuántos años llevamos aquí? ¿Cuántos años? ¿Cuántos años tendrán ahora mis padres? ¿Me habrán olvidado? ¿Podrá verme mi padre a través de la máscara? ¿Podrá oírme a través de la corteza tallada que dejé caer? ¿Es ésa su voz?
¡Sí! Me está llamando. Mi padre. Le oigo…, grita mí nombre. Tallis…, Tallis…, parece triste. No…, parece emocionado.
Tallis. ¡Tallis!
Viene a por mí. Mi padre viene a por mí. Está gritando mi nombre…, me ha encontrado…, me ha encontrado…