«TIERRA DEL ESPIRITU DEL AVE»

La Casa Funeraria

Un nuevo recuerdo llegaba a la tierra. Había un cambio. Llevaba presente varias semanas. Afectaba a todo: al bosque, al río, a los claros espirituales con sus gigantescas estatuas de madera, a la casa funeraria de la colina… Afectaba incluso al pueblo, a los tuthanach, el clan neolítico que habitaba esta parte del reino del bosque.

Al principio, el anciano al que el clan llamaba Wynrajathuk pensó que los cambios eran obra suya, una última onda de génesis procedente de aquellas áreas primitivas de su mente aún ligadas al bosque primario. Pero pronto se dio cuenta de que no era posible. Ahora estaba en paz, su inconsciente se había vaciado hacía tiempo de sus antiguos sueños. Llevaba muchos años en paz.

No. Aquel cambio extraño, sutil, tenía otra fuente.

Se adentró en los claros espirituales, caminó entre los ídolos gigantes y examinó cada cara sombría, escuchó las voces. Siguió un sendero de caza a través del bosque asfixiante y, por último, llegó a la ladera cubierta de zarzales de una pequeña colina. A través de la densa maleza, alcanzó a ver el muro de tierra blanca que había sido erigido en torno a la colina; un espeso grupo de espinos se había extendido, cubriéndolo. Se abrió camino entre la maleza, apartando las ramas hirientes, hasta llegar a la semiderruida puerta de entrada, cuyas columnas de madera habían cedido dejando caer tierra y cascotes.

Tuvo que arrastrarse por la hierba para entrar en el recinto.

El día anterior la puerta había estado despejada, el sendero entre los espinos era fácil y amplio.

Trepó por el muro de tierra y volvió la vista hacia el norte. El sol estaba bajo sobre el bosque, a lo lejos todo aparecía envuelto en una neblina rojiza. La cúpula del cielo era un mar oscuro que se extendía de horizonte a horizonte. El viento que soplaba del corazón del bosque se había tornado gélido. El aire olía a invierno, a estaciones mezcladas.

Wyn volvió al suelo del recinto y paseó por el semicírculo de altas estatuas talladas que guardaban el camino hasta la casa funeraria. Había diez, y resultaba inquietante mirar sus rostros. Los antiguos ojos le seguían a medida que se movía.

Por fin, se detuvo con una sonrisa triste. El rostro de una de las estatuas había cambiado, al igual que su forma. Ahora había ramitas que crecían de la madera muerta. Nueva vida en el tótem silencioso, brotando de la negra podredumbre de la corteza.

Debió haberlo sabido. ¡Por supuesto! Debió haberse dado cuenta. Por algo no era simplemente Wyn-rajathuk: Wyn —voz-de-la-tierra. Era también el extranjero. Era un científico. Era el único hombre que había estudiado a las imágenes míticas vivientes de su propia mente consciente…, aquí, entre los árboles, en el bosque de los mitagos.

Saboreó este momento de arrogancia con cierta ironía, porque, por supuesto, sólo había visto un fragmento de la magia que vivía, y se escondía, y surgía desnuda y hedionda del lecho de hojas muertas de esta extraña tierra.

Aun así, debió darse cuenta antes de la fuente de este cambio.

Era algo. Era la Sombra-de-un-Bosque-no-Visto. Era la Formadora-de-Colinas. Había un nombre para ese algo, lo había descubierto… y contenía poder cuando se le permitía desarrollarse en la zona silenciosa de la mente: skogen.

Un skogen se movía hacia dentro, hacia el interior del corazón del bosque, y venía del bosque exterior. Venía del reino que Wynrajathuk recordaba sólo de manera muy remota.

Precediéndolo, a medida que se adentraba en la tierra de los tuthanach, toda la tierra, todo el bosque, se veía aplastado por su locura.

* * *

—¡Wyn! ¡Wyn-rajathuk!

La voz de la niña le llegó desde muy lejos. Turbó su contemplación inmóvil, silenciosa, del bosque. Por un momento, no hizo caso. Se dio cuenta de que llevaba varias horas sentado en la tierra fría. Le dolían los huesos septuagenarios. El sol brillaba en lo alto. La cúpula del bosque se perdía en la niebla, en dirección al centro, pero la luz tenía una cualidad brillante, aunque las sombras aún poblaban la tierra.

Wyn se incorporó trabajosamente, se sacudió los insectos y el polvo de sus pantalones de piel de lobo, y se masajeó los músculos agarrotados. Advirtió como las sombras de los tótems se juntaban, una sombra, una voz. Se volvió y alzó la vista hacia el gran semicírculo de madera putrefacta: los rajathuks. Todos eran diferentes, y llevaban allí desde muchos años antes de que él llegara. Alguien le había precedido, creando a los tuthanach, sus tótems, sus claros espirituales. Estaba viviendo en el sueño de otro hombre. Pero conocía los nombres de los tótems, de todos ellos: Skogen (sombra del bosque), Falkenna (el vuelo de los pájaros), Oolerinna (la apertura del viejo sendero), Morndun (el espíritu que camina)… y también los demás, sus conocidos nombres, sus conocidas funciones, pero todos ellos extraños, todos ellos escalofriantes.

Y en el tiempo que había pasado allí, entre los tuthanach, se había convertido en Wynrajathuk. Ahora los tótems eran suyos, y había influido sobre ellos, les había dado forma a su manera. Los controlaba. Escuchaba las voces y aprendía lo que decían cuando hablaban con una voz. Eran su oráculo. Así era como habían funcionado en el mito y, como en este mundo la magia existía, parecían trabajar para él. Pero el científico que se ocultaba tras el chamán había reconocido hacía mucho tiempo el mecanismo inconsciente de liberación en cada una de las caras pintadas, en cada uno de los símbolos que se instalaban en las regiones primitivas de su mente; diez símbolos reunidos, que provocaban una poderosa liberación de visión tanto interior como exterior.

Su oráculo.

Entre aquellos troncos monolíticos, alcanzaba a atisbar la estructura que guardaban. La casa funeraria. Cruig-morn en el idioma de los tuthanach: el lugar de tierra fría. Para sus adentros, siempre lo llamaba «refugio del hueso».

Hasta donde le había sido posible determinar, los tuthanach eran un clan de los últimos tiempos del Neolítico, procedentes de la Europa occidental. Construían casas funerarias. Tallaban formas en la piedra y en la madera. Eran más cazadores que granjeros. No ejercían la violencia. Y tenían unas sofisticadas creencias en el más allá, que implicaban guiar pequeños botes hacia estanques agitados y navegar en espiral en los remolinos hacia el centro de la tierra, hacia el «mar-deluz». Había ido averiguando la leyenda que daba su estatus mitológico a este clan concreto. Sin lugar a dudas, eran los primeros constructores de las gigantescas tumbas megalíticas que se encontraban dispersas por Irlanda, Gran Bretaña y Francia. Su deidad predominante era el espíritu del río.

Los tuthanach eran mitagos, por supuesto, aunque no los había creado él. Alguien había pasado por allí antes de que llegara, llenando el bosque con los restos vivientes de sus sueños. Pero, desde luego, había un niño entre ellos que había salido de su propio «eco primario», de las agotadas zonas neuromitológicas de su inconsciente primitivo. Y ese niño le fascinaba. Hasta puntos inconcebibles. Le aterrorizaba.

Los gigantescos árboles le vigilaban, sus rostros dibujados no eran tanto las representaciones de ancestros totémicos, sino la extraña simbología del inconsciente. Como un sabueso, como la luna, como un pez, como un búho, como un fantasma…, pero en el fondo no eran más que las manifestaciones totémicas de la imagen más profunda, las imágenes poderosas que podían combinarse para crear la visión.

¡Cuánto añoraba su mundo natal…! Sólo para discutir las ideas con gente. Había visto tantas cosas…, había encontrado leyendas perdidas. Había comprendido las leyes de la herencia en el pasado. Y no había nadie, ni un alma, con quien hablar. Lo escribió todo en hojas de pergamino, o bien entregadas por mitagos errantes de eras futuras, o hechas por su propia mano, a partir de los restos de telas que poblaban el bosque (los restos tangibles de mitagos que habían desaparecido para ser reabsorbidos por el bosque).

—¡Wyn!

La niña apareció de repente, subiendo por el sendero de tierra entre los zarzales. Parecía asombrada, asustada por el cambio. Llevaba en la mano un pequeño objeto negro, un muñeco; su rudimentario collar de huesos le tintineó sobre el pecho cuando se arrastró hacia el interior del recinto.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó Wyn a su hija.

La niña se irguió ante él, una chiquilla regordeta, bien abrigada con pieles grises y marrones, medias y zapatos de piel de ciervo. Tenía el rostro iluminado, los ojos de un castaño profundo, de forma casi almendrada. El sudor le perlaba el labio superior. Pocos días antes le habían recogido el pelo en moños apretados, antes de untárselo de grasa animal para que brillara. Ahora se lo estaban deshaciendo, y lo llevaba sucio de restos de hojas.

—Es mi primer rajathuk —dijo Morthen, tendiendo el muñeco a su padre—. Lo hice esta mañana.

Wyn tomó el muñeco y le dio vueltas entre sus dedos. La niña lo había ennegrecido al fuego. No tenía un rostro reconocible, pero los círculos tallados eran suficientemente representativos. Un instinto, nacido de los años de experiencia, le indicó que era madera de espino.

—¿Cómo es posible que sea un rajathuk? —le señaló. Morthen no pareció comprender—. ¿Con qué parte del árbol lo hiciste?

¡Lo entendió de repente! Y sonrió.

—Con una rama.

—¿Así que es un…?

—¡Injathuk! —exclamó—. ¡La voz del viento!

—¡Exacto! El tronco trae la voz de los huesos que viven entre las rocas de la tierra; la rama lanza la voz en las semillas, los insectos y las alas de las aves. Son funciones muy diferentes.

Morthen alzó la vista hacia los rajathuks, los diez enormes ídolos.

—Skogen está cambiando —dijo con el ceño fruncido—. Es diferente.

—Cierto.

Wyn se sintió satisfecho de sí mismo. Había predicho que Morthen (mitad humana, mitad criatura del bosque, al igual que su hermano desaparecido, el pobre aventurero Scathach) tendría una consciencia humana del cambio. Los tuthanach, mitagos, no podían sentir aquellas cosas.

—Skogen está cambiando. ¿Qué te sugiere eso?

La niña pasó los dedos por el collar de hueso, como si la fresca suavidad marfileña le diera seguridad. Sus ojos eran lo que más fascinaba a su padre. Brillaban. Eran tan bellos… La madre de la niña también había sido bella. Ahora, esa belleza había quedado reducida a un montón de huesos en la casa funeraria.

—Una nueva voz en la tierra —dijo Morthen.

—Exacto. Una voz que viene del exterior, del mundo fantasma del que tanto te he hablado.

—Inglaterra.

La niña pronunció el nombre perfectamente.

—Eso es. Alguien de Inglaterra. Se acerca a nosotros, y está provocando cambios.

Wyn se levantó y tendió la mano a su hija. La niña la cogió alegremente, sosteniendo el muñeco con la otra. Caminaron lentamente por el semicírculo de estatuas. Hubo un movimiento en la entrada del refugio de hueso.

—¡Un chacal! —siseó Morthen, alarmada.

—Pájaros —la calmó su padre—. Los pájaros siempre pueden estar entre los muertos. Pero sólo ellos.

La niña se tranquilizó. Continuaron su lento paseo. Una nube oscura se formaba sobre el bosque. El aire estaba impregnado del olor a nieve.

—Diez máscaras para ver los árboles —dijo Morthen, recitando la liturgia de la magia de su padre—, y tres árboles para llevar la voz…

—¿Y cuando hablan? ¿De qué hablan?

La niña había olvidado la respuesta. Wyn le alborotó el pelo y sonrió.

—¡Hablan de lo que han visto!

—¡Eso! Las sombras que proyectan los árboles son más largas y más viejas que las que proyectan los tuthanach. Ven más allá de lo que ve la gente.

—Muy bien. ¡Aún conseguiremos que llegues a ser Morthen-rajathuk!

Otro movimiento en la casa funeraria. Wyn frunció el ceño e hizo que Morthen retrocediera. Dado que era una niña, no se le permitía traspasar el círculo guardián de madera.

—Eso no es un pájaro —dijo Morthen, con los ojos oscuros bien abiertos.

Se apretó la muñeca contra el pecho, como si la protegiera.

—Creo que tienes razón.

Wynrajathuk caminó inseguro entre los ídolos, rozando con los hombros las enormes columnas. Le pareció que la tierra temblaba levemente cuando entró en el lugar prohibido. La estrecha entrada de la casa funeraria estaba oscura, vacía. El olor a descomposición era muy fuerte allí, el de la ceniza se mezclaba con el de la carne putrefacta. Las hierbas del techo eran largas; la tierra se había deslizado hasta ocultar las cimas de las piedras que formaban la entrada. Aquel tipo de cambios era bastante natural, pero, si había sucedido en el transcurso de una noche, es que era obra del skogen. El viento soplaba entre los trapos de las pértigas que bordeaban la casa, eran las ropas de los muertos. Ondeaban con la brisa, mientras el silencio del refugio de hueso engullía la carne que otrora habían resguardado.

Wynrajathuk entró en la oscuridad que era su dominio. El pasadizo hacia el interior era largo. Dos hileras de troncos de roble sostenían el techo. Entre los troncos estaban las urnas de los incinerados, mientras que la materia gris de sus cráneos había sido alimento de los pájaros. En otro lugar reposaban los huesos de los que murieron sin descendencia. Al otro lado de la casa estaban los cadáveres hediondos de los dos tuthanach que se habían ahogado hacía poco. No podían incinerarlos hasta que el agua del espíritu se hubiera evaporado de sus cuerpos.

Desde luego allí habían entrado los chacales. Por el suelo vio huesos mordidos, que contaron toda la historia al chamán. Y las aves carroñeras también se habían llevado su parte a través de los agujeros especiales del techo. La luz tenue penetraba por las ventanas de hierba. Dos pájaros aletearon en las sombras.

Y, entonces…

El niño se movió en la penumbra, acurrucado, temeroso. Llevaba el fémur de uno de los cadáveres de niño.

—Deja eso —dijo Wyn-rajathuk con suavidad.

—Lo necesito —replicó Tig.

—Deja eso. Debiste consultármelo antes.

El niño corrió hacia uno de los pilares de madera. Wyn volvió a salir a la luz del sol, y se quedó de pie ante la entrada. Unos minutos más tarde, Tig volvió a salir, con el hueso del niño todavía apretado contra su pecho. Se acurrucó en la entrada del Refugio de Hueso, un espectáculo extraño, un animal preparado para la huida.

—Devuelve ese hueso al cruig-morn, Tig.

—Lo necesito. No debes obligarme.

—¿Para qué lo necesitas? ¿Qué vas a hacer con él?

Tig se estremeció, miró hacia su derecha, luego alzó la vista hacia el círculo de tótems guardianes, que parecían darle la espalda. Estaba asustado, pero desafiante, y Wyn llevaba algún tiempo aguardando este momento. Últimamente, el aspecto de Tig había cambiado. Seguía siendo el mismo niño de ocho años con rostro élfico, rasgos afilados, ojos de gato, pelo recogido con una banda de piel de nutria. Pero su infantilidad había desaparecido. Había empezado a tener el aspecto de un cadáver. En ocasiones parecía demacrado, mortalmente pálido. Wyn sabía muy bien que, cuando se encontraba en esos estados, «viajaba», volaba…, experimentaba una separación de su cuerpo, cosa que formaba parte de la maduración chamánica. Era un cambio normal, no influencia del skogen. Pero la tensión y los excesos físicos empezaban a cobrarse su precio en el chico. Llevaba unos pantalones de piel de lobo similares a los de Morthen, pero había perforado el tejido con huesos de aves, agujas afiladas, cientos de ellas. Algunas se le habían clavado en la carne. La sangre negra manchaba la piel gris. Se había lacerado la cara deliberadamente (aunque las cicatrices no eran profundas). Se estaba convirtiendo en chamán, guardián del recuerdo. Y aún no era rajathuk.

—¿Qué vas a hacer con el hueso? —preguntó Wyn de nuevo.

—Lo tallaré. Sorberé lo que queda de su fantasma.

Wyn sacudió la cabeza.

—El espíritu de ese niño ya ha sido devuelto al pueblo. Han comido su carne. No queda fantasma en el hueso.

—Siempre hay un fantasma en el hueso. Cuando lo sorba, yo también me habré alimentado. Me convertiré en recuerdo blanco de la vida. Me convertiré en hechizados de cuevas. Me convertiré en hueso. Hueso siempre sobrevive a pluma. Mi magia será más fuerte que tu magia de ave.

—Eres Tig. Eres un niño. No tienes magia. Eres mi hijo.

—No soy tu hijo… —siseó Tig, airado, sacudiendo la cabeza.

La ira de sus palabras sobresaltó a Wyn, lo dejó en silencio. Miró a Tig. El niño perdió parte de su seguridad, pero no había lágrimas en los ojos rasgados.

Así que lo había averiguado. Era asombroso, en un mitago. Wyn siempre había sabido que Tig llegaría a conocer su propia creación. Parte de la historiamito que era Tig decía que así sería. Mucho tiempo atrás había descubierto que no tenía una madre natural. Y que los tuthanach, aunque le daban de comer y lo vestían, siempre le tenían miedo. Vivía con su padre y con su hermana Morthen en la pequeña choza cuadrada de Wyn, fuera del recinto del pueblo, pero rara vez estaba bajo aquel techo, y pasaba más tiempo en los claros del bosque.

Los tuthanach eran una encarnación de leyenda. Pero Tig también era leyenda. Los dos mitos —tuthanach y Tig— se mezclaban. Esta extraña suma de dos historias formaba uno de los ciclos más antiguos de las historias del «extranjero»: el niño con un extraño talento que llegaba a un pueblo cuyos habitantes tenían un destino de grandeza bajo su guía. ¡Pocos miles de años más adelante, este mito se repetiría de forma más memorable! Pero la historia había sido esencialmente la misma hacía cuatro milenios. Lo que Tig haría por este clan neolítico —cuya historia debía de haber sido extraña durante muchos siglos a causa de su ritual de no una, sino diez entidades totémicas—, lo que Tig haría para transformarlos con su magia, para afectar a su consciencia… En la época del nacimiento de Wyn, su historia ya se había perdido desde hacía mucho en Inglaterra —un reino, un mundo, una vida entera que quedaban atrás—, pero en sus tiempos tuvo un inmenso poder; y, naturalmente, había quedado en las sombras…

Wyn no representaba ningún papel auténtico en esta historia de Tig y los constructores de megalitos. Su perspicacia, su sabiduría, su comprensión de la naturaleza, su comprensión de la gente, todo esto había significado que se convertiría inevitablemente en el mago del clan, en el chamán. ¡Para algo había estado en Oxford! Lo habían aceptado. Le habían dado alimentos y ropa. Los había aconsejado en cuestiones de armas de caza. Se había casado dentro del clan, y había ayudado a crear una nueva vida (a él mismo le asombraba su propia potencia).

Aunque en el pasado vivió en el recinto del pueblo, ahora se mantenía aparte. Pero una cosa le preocupaba: ahora que se había convertido en chamán, ¿no estaría destinado a desempeñar inadvertidamente un papel menor, muy breve, en la historia de Tig?

—La tierra está cambiando —dijo Wyn-rajathuk al chico—. ¿Lo sabes?

Tig olfateó el aire.

—Huelo un nuevo invierno. Nueva nieve. Huelo nuevos recuerdos. Sí. Hay cambio.

—¿Comprendes cuál es la fuente del cambio?

Tig se concentró un momento, después pareció darse cuenta de algo.

—Hay un nuevo fantasma en la tierra —susurró. Levantó la voz—. Lucharé contra él. ¡Y para eso necesitaré la fuerza del pueblo!

Blandió el hueso, desafiante.

Detrás de Wyn, Morthen estaba inquieta, rascaba uno de los tótems con las uñas. Tig la miró, pero hizo caso omiso de la niña. No eran auténticos hermanos, aunque ocasionalmente compartían la misma casa y en el pasado ambos llamaron «padre» a Wyn. Pero, en todo ese tiempo juntos, nunca se habían hablado. En realidad, Tig nunca parecía ver a la niña.

El movimiento de Morthen tras él distrajo a Wyn. Preocupado por si su hija entraba en el terreno prohibido, se volvió ligeramente, y Tig aprovechó ese momento de distracción para huir de la casa funeraria, trepando por las laderas entre los espinos.

—¡Maldita sea!

Wyn lo persiguió, pero sus huesos eran viejos, su carne débil. Para cuando consiguió trepar por la ladera, Tig ya se perdía a lo lejos. Pronto desapareció en el bosque. Después, Wyn vio el brillo del sol sobre un rostro pálido cuando Tig salió ligeramente de su escondrijo entre la maleza. Para mirar a su creador.

* * *

Morthen y su padre descendieron colina abajo y volvieron a entrar en el denso bosque, siguiendo un sendero despejado entre los grandes robles. Rodearon el claro donde se alzaba el pueblo, con tan sólo una breve mirada en dirección a la empalizada de estacas y cañizo coronada por los tétricos cráneos de animales. Oyeron la risa de un niño y el batir torpe de un tambor.

Siguieron por el sendero hasta llegar al ancho río.

Allí había más luz; la cúpula de vegetación no era tan espesa sobre el agua. La zona estaba marcada por pértigas con plumas, que representaba cada una a un muerto del clan llevado allí para yacer en los brazos del espíritu del río, antes de ser transportado a la casa funeraria, donde se pudriría, y luego el pueblo lo desmembraría y lo quemaría.

Morthen detestaba aquel lugar, prefería el verdor y la luz más intensa de los senderos de caza, río abajo, donde el agua era más profunda, los peces más grandes, y había extrañas ruinas en las que podía explorar y hacer campamentos.

Ningún tuthanach se acercaría a aquel lugar del espíritu del río, por supuesto, a menos que transportara un cadáver en descomposición, pero Wyn no tenía tales prejuicios, y su hija era parte de su carne menos supersticiosa.

Se alejó de él y corrió por la orilla en busca de un lugar donde pescar con su lanza corta, sus anzuelos de hueso y su red de tripas de animal. La oyó chapotear por los bajíos, la divisó como una forma oscura que se movía contra el brillante fondo verde antes de volver a fundirse con las sombras.

Wyn se quedó a solas con la suave corriente del río, el rumor de las ramas bajo el viento de otoño y el trinar de los pájaros.

* * *

Encontró su puesto de observación, un profundo escondrijo entre las grandes rocas suavizadas por el agua, justo al borde del bosque. En el pasado, el río había bajado más crecido. Llegó a erosionar las piedras, formando un útil refugio para cuando llovía, y un cómodo asiento donde podía escribir, además de grietas y ranuras en las que podía ocultar los objetos y tótems de su otro trabajo: su trabajo como científico.

Se acurrucó entre los muros del refugio, se puso cómodo y observó el río, dejándose llevar de nuevo por los recuerdos de Inglaterra.

Pasaba horas allí todos los días, a veces se quedaba la noche entera. Morthen lo sabía, a veces se preocupaba, pero nunca cuestionó los actos de su padre. Él le había dicho que, cuando se quedaba en aquel lugar, estaba «viajando» por los sueños de su espíritu. A la niña le bastaba con aquella respuesta.

Como hija del chamán, estaba acostumbrada a gobernar su refugio privado y a colaborar con la recolecta y preparación de la comida; su padre tenía otras cosas que hacer. En beneficio del clan.

¡En realidad, acudía allí para huir de la Edad de Piedra! Quería meditar sobre su pasado y dedicarse a lo que nunca dejaría de fascinarle: observar y tomar nota del movimiento de los mitagos por el río.

En los últimos meses, este tráfico había ascendido hasta niveles increíbles, hecho que hacía pensar a Wyn en el río con renovado interés, así como en las vastas extensiones de pantanos y lagos hacia las que fluía la corriente.

Estaba convencido de que el camino fluvial era un aspecto más de uno de los arroyos que cruzaban la hacienda Ryhope, donde había vivido su colega, George Huxley, y donde él, Wyn, había sido un visitante habitual. El arroyo concreto que tenía en mente entraba, en el Bosque Ryhope a tan sólo doscientos metros de la casa; salía por la granja contigua, menos de quinientos metros más allá.

Pero…

Pero durante su paso por el bosque primario, aquel sencillo arroyo sufría una transformación fantástica, en cierto punto se convertía en una inmensa sucesión de rápidos, de cascadas hirvientes entre acantilados abruptos, de silenciosos pantanos. Wyn había llegado a conocerlos y amarlos durante su vida con los tuthanach. El río fluía hacia el corazón del bosque, hacia la misma Lavondyss. Luego salía de nuevo, de vuelta a Inglaterra…

Los tuthanach vivían en la parte exterior. La casa de Wyn estaba río abajo. Pero el tráfico de mitagos se desarrollaba en sentido opuesto, hacia el norte, hacia el centro del reino…

Los mitagos que pasaban por aquel punto solían viajar a pie. Algunos remaban en pequeños botes, luchando contra la corriente. Unos pocos iban a caballo. Todos recorrían asustados el trayecto entre las pértigas totémicas con sus trapos, conscientes de que no debían demorarse en un lugar encantado como aquél.

En los años que había pasado allí, estudiando los productos de sus sueños y de los sueños de otros hombres, había visto unas cincuenta criaturas legendarias. Había conocido a Arturo y a Robin en tantas de sus manifestaciones que tenía la sensación de haberlos conocido a todos. Había divisado a bárbaros del norte, a caballeros, a soldados británicos, a caballeros con armadura, a romanos, a griegos, a criaturas que eran en buena parte animales, a animales que parecían tener una consciencia humana, y a toda una variedad de seres vivos que parecían deber al bosque una parte muy importante de su misma existencia. Había llegado a ver lo que creía que era Twrch Trwyth, el gigantesco jabalí que Arturo había cazado. Una enorme criatura en su forma totémica, que corría enloquecida entre las pértigas espirituales de los muertos, con el lomo erizado rozando contra las copas de los árboles, con colmillos que arañaban los troncos de estos árboles. Había pasado junto al río para después perderse en el bosque. El encuentro había emocionado a Wynrajathuk, ya que también había visto a los guerreros del clan, un grupo de la primera etapa de la edad de hierro perteneciente a las culturas centroeuropeas, cuya violencia, junto con su estandarte del «jabalí salvaje», había dado pie a leyendas posteriores sobre la «caza de animales gigantes». Un mito, de forma humana, se había transformado en otro mito, en forma animal, y aun así la historia esencial de represión, enfrentamiento y dominación, seguía inalterada.

¡Ojalá pudiera hablar de todo lo que había visto! Ojalá

Apartó el pensamiento de su mente, porque tenía que meditar sobre algo más importante.

De todas las criaturas que habían pasado por aquel lugar en su viaje hacia el norte, hacia el reino inaccesible, Lavondyss…, de todas ellas, una criatura no era producto de la mente; era producto de la carne.

Wyn no sabía por qué estaba seguro de que se trataba de un varón, pero sabía a ciencia cierta que lo era. Un hombre, un hombre como él, procedente del mundo exterior…, un hombre así había cabalgado junto a aquel punto del río. Había pasado antes de que llegara Wyn, pero quizá le había precedido en tan sólo unos pocos años. Quienquiera que fuera aquel hombre, había dejado a su paso a los tuthanach, y las ruinas, y muchas otras cosas. Había llenado aquella zona del bosque con su propia fuerza mitogenética…

Y, ahora…

Ahora se acercaba otro ser humano.

Wynrajathuk sentía su aproximación con cada fibra de su intuición. Una vez más veía al que se aproximaba en forma de varón, y los cambios en el bosque le ponían en guardia. Esto no era parte de su chamanismo, de su viaje al reino espiritual. Sencillamente, estaba seguro de que se acercaba alguien de su propia especie, alguien del exterior…

Miró a lo lejos, hacia donde una vida más luminosa se filtraba a través de la cúpula del bosque.

¿Quién eres?, pensó. ¿Cuánto tardarás en llegar aquí? ¿Cómo entrarás en Lavondyss?

De repente se dio cuenta de que Morthen estaba cerca, mirándolo. Parecía sobresaltada, nerviosa.

—¿Qué pasa?

La niña recorrió el río con la mirada.

—He oído algo. Creo que viene alguien…

—Deprisa. A las rocas.

La niña se metió en el escondrijo, tras su padre. Se hizo un silencio que duró unos minutos, luego hubo algo entre los árboles, los pájaros dejaron de revolotear y cantar en el claro. Un momento más tarde, tres jinetes galoparon por las aguas bajas, procedentes de las sombras verdosas río abajo, levantando una nube de rocío a su paso. Un cuarto jinete surgió del bosque cabalgando por la orilla, cerca de las pértigas de los espíritus. Los tres primeros habían lanzado fuertes gritos —de guerra, imaginaba Wyn— al cruzar aquel tramo de la corriente. Ahora se detuvieron, hicieron girar a sus caballos, una acción nerviosa, mientras contemplaban los tótems con sus jirones de mortajas. Examinaron la tierra y el bosque que los rodeaban. Su jefe parecía mirar directamente al Wyn, y el anciano retrocedió aún más en el refugio.

Todos los jinetes eran del mismo estilo: altos, corpulentos, con capas negras para viajar en invierno. Tenían barbas rojas y espesas matas de pelo. Llevaban gorros de piel con grandes orejeras, y tenían los rostros surcados con rayas de pintura negra. Las riendas de sus grandes caballos de crines negras eran muy sencillas. Las mantas de montar eran de cuadros oscuros.

Uno de ellos cabalgó salvajemente hacia un tótem. Una espada de bronce relampagueó brevemente. La madera crujió y la parte superior de la pértiga, con su trapo andrajoso, cayó al agua a veinte metros de distancia. Los cuatro se echaron a reír. La espada volvió a su vaina. Hicieron restallar las riendas, las botas de cuero espolearon a los caballos y los jinetes partieron a toda velocidad, alejándose de aquel lugar de los muertos, chapoteando en los bajíos río arriba hasta que se perdieron de vista.

Lenta, cautelosamente, Wyn y Morthen volvieron al borde del agua, contemplando pensativos a los forasteros.

—¿Eran ellos el skogen? —preguntó Morthen.

—No.

—¿Y quiénes eran?

—Si te lo dijera, no lo entenderías.

—Inténtalo. Ya he entendido otras cosas extrañas…

—¡Luego! —siseó Wyn. De repente parecía casi apremiante—. Vamos. Quiero ver qué hacen cuando lleguen a la zona pantanosa.

—¿Qué zona pantanosa?

—Deja de hacer preguntas. Vamos. Tenemos que seguirlos…

Wyn consiguió una velocidad que deleitó a su hija. Aunque la niña siempre corría por delante de él, el hombre nunca se quedaba demasiado atrás. A veces seguía la línea de los árboles, donde la orilla era más despejada, y otras los senderos del bosque en los que los árboles gigantes dificultaban el paso. Wyn llevaba un cayado para ayudarse, pero estaba lleno de energía, emocionado, y reprendió a Morthen por sus miradas de asombro ante su agilidad.

Los hijos de Kiridu… ¿serían realmente los primeros precursores de Pryderi en la edad de bronce? Gran parte de la gran saga céltica de Pryderi se había perdido, dominada por el posterior romance de Arturo… pero, incuestionablemente, en los tiempos más remotos había sido una leyenda. Wyn había visto muchos fragmentos del ciclo de historias, pero nunca al hombre en persona. En el lenguaje antiguo, fue Kiridu. Había tenido cuatro hijos… en esa vieja leyenda…

Los jinetes, ¿serían esos hijos? ¿Corazones negros, almas negras, condenados todos ellos?

Si era así, ¡cruzarían el lago en bote! Wyn aceleró el paso, ansioso por ver aquella parte del ciclo mítico que tanto le había atraído durante sus años en el bosque. La llegada de un barquero confirmaría la identidad de los jinetes…

Tras un día, el río se oscurecía con el barro. El bosque se hacía menos denso. Los alisos sustituían a los robles, luego aparecían sauces y espinos. Un silencio diferente pendía sobre todas las cosas.

—Estamos cerca del lago —dijo Wyn.

—Nunca había llegado tan lejos —susurró Morthen.

—Vengo aquí muy a menudo —murmuró su padre—. El lago es uno de los lugares naturales del bosque donde se reúnen las formas de vida. No se puede atravesar este lugar. Hay cientos de historias al respecto, la mayoría son muy amenazadoras.

Bajó la vista hacia la niña, atenta.

—Historias sobre el Barquero de los Muertos, sobre la barcaza funeraria de Arturo…

—Después de mis tiempos —señaló acertadamente la niña, con un ingenio que debería haber sido incongruente.

Wyn se echó a reír.

—Después de tus tiempos —asintió—. ¡Vamos! ¡Te mostraré cuatro mil años de tu futuro en una miserable tierra lodosa y llena de niebla! Vadearon el agua, cada vez más sucia. Era espesa contra sus miembros. Unos minutos más tarde fue Wyn quien abrió el camino entre los árboles hacia la amplia zona pantanosa.

Era un lugar desesperado, solitario. Había acertado al llamarlo «miserable», era una explanada de agua, barro y movimientos torpes a las orillas neblinosas del lago. La otra orilla del cenagal se perdía en una espesa niebla, aunque las copas de los árboles aún eran visibles. Los altos arbustos y los espesos matorrales de hierba se mecían al viento. Las formas negras de las aves acuáticas se deslizaban sobre las aguas sucias. Los alisos crecían en el mismo lago, con las ramas y bajas, con raíces que en ocasiones formaban puentes entre las islas de terreno más firme.

Allí apestaba a podredumbre. El cielo era gris. El agua en el centro del lago tenía un brillo turbio, con suaves oleadas silenciosas. Agachados, vadearon las aguas entre la hierba hasta llegar a la orilla de tierra firme. Morthen señaló el rastro de los caballos, los matorrales aplastados, el barro removido que marcaba el paso de los jinetes.

—¿Adónde han ido? —preguntó la niña.

Wyn sacudió la cabeza. Se irguió y examinó cautelosamente el bosque de alisos, los matorrales y arbustos. Tocó a Morthen en el hombro para que se levantara y mirase. La niña divisó la forma difusa de una gran criatura humanoide que se adentraba en el lago y se hundía lentamente en el agua. Unas cuantas ondas concéntricas acompañaron su descenso, luego sólo quedó el silencio. Al otro lado del lago, algo oscuro surgió de las aguas, las agitó y por último se quedó inmóvil. Dos de los gigantescos alisos temblaron con el movimiento.

Los jinetes estaban allí, en alguna parte. Wyn se puso nervioso, tenía miedo de que los hubieran visto y los estuvieran rodeando en aquel momento. Todo estaba en silencio, inmóvil…, a excepción de la repentina aparición de una bandada de garzas que avanzaron hacia el escondrijo de Wyn; pisando delicadamente entre la hierba. Las aves lanzaban algún que otro graznido, un largo pico se elevaba hacia el cielo mientras los otros buscaban en el agua.

Morthen, que aún llevaba sus anzuelos de pesca colgados al hombro, empezó a emitir un casi inaudible canto tuthanach para la caza de aves; sopesó los anzuelos, probablemente buscando el mejor que podía usar si tenía que correr para atrapar las patas del pájaro que más tardara en remontar el vuelo.

Su expectación era precipitada. De pronto, una de las garzas lanzó un graznido y empezó a debatirse salvajemente, mientras la bandada se dispersaba y se alejaba de su compañera condenada, volando sobre los alisos. Morthen se quedó boquiabierta. Wyn contempló la escena, fascinado.

A cien pasos de ellos, dos juncos surgieron del agua. Se convirtieron en figuras humanas, una masculina y una femenina. Se habían atado altas hierbas acuáticas en torno a los cuerpos, de la cintura para arriba. Por lo demás, iban desnudos. Los juncos se extendían a la mitad de la altura de un hombre por encima de ellos. Estaban atados, probablemente con entrañas de animal, en torno a sus pechos y cabeza, con hendiduras verticales para los ojos. La mujer se los había anudado por detrás para no oprimirse los pechos.

Era ella quien sostenía la red, lanzaba miradas intranquilas en dirección a Wyn mientras la recogía lentamente. El hombre caminó hacia el ave que se debatía, y alzó un garrote de piedra para rematarla.

No llegó a asestar el golpe.

Tan deprisa como habían aparecido, los cazadores de grullas volvieron a sumergirse en el agua, se perdieron en el paisaje natural del pantano.

Entre ellos y Wyn, un caballo apareció repentinamente, con un jinete al que el anciano conocía bien. Junto a él venía un segundo caballo, y luego apareció un tercero. Trotaron por el lodo. Las voces de los hombres reflejaban su irritación.

El cuarto jinete surgió de entre las hierbas casi junto al lugar donde se acurrucaba Wyn, pero, a diferencia de sus acompañantes, tenía la mirada clavada en la otra orilla del lago, allí donde el bosque se perdía en el brillo del día.

—¿Qué buscan? —susurró Morthen.

—Una flota de barcos negros —respondió Wyn en voz baja—, arrastrados por un gigante que camina sobre el agua. Será su camino hacia la región desconocida, al otro lado del lago…

—¿Quiénes son? —volvió a preguntar la niña.

Esta vez, Wyn respondió tras vacilar un momento.

—Jinetes indoeuropeos —dijo—. Nómadas. Su clan se llama Alentii Son muy salvajes, o más bien lo fueron… dos mil quinientos años antes de Cristo. Cabalgaron por los primeros asentamientos agrícolas de la Europa oriental antes de que los absorbieran los primeros grupos célticos.

Había hablado en buena parte en su idioma natal. Morthen parecía sombría y molesta.

—No lo entiendo muy bien —confesó.

Él sonrió y le dio un golpecito en la nariz.

—¿Y qué esperabas? Eres una salvaje del neolítico. Estos hombres son sofisticados asesinos de la edad de bronce. De hecho… —Se incorporó un poco para mirar nervioso a los jinetes, con sus inquietos caballos—. De hecho, creo que son los hijos de Kiridu. Buscan un camino para viajar al mundo de ultratumba y robar el cuerpo de la mujer que guarda la oscuridad, para violarla. Para invocar y controlar a los espíritus que ella alberga en su alma.

—¿Y qué pasará?

—No conozco toda la historia. Tratarán de entrar en el mundo de ultratumba, pero se verán atrapados en un laberinto que se alzará a su alrededor por donde quiera que cabalguen. No sé muy bien cuál será el desenlace. No sé si lograrán escapar alguna vez…

Morthen asintió como si comprendiera cada palabra. Contempló fascinada a los inquietos jinetes que aguardaban junto al cenagal, escudriñando las aguas neblinosas.

—Así que se dirigen hacia allí… —dijo—. Hacia el otro mundo. A Lavondyss.

Wynrajathuk no pudo contener una carcajada, aunque trató de ahogarla todo lo posible. Morthen sonrió, insegura.

—¿Qué te hace gracia?

—Nada —respondió su padre—. No me hace gracia. Tienes bastante razón. Todo y todos los que pasan por este río buscan la entrada de Lavondyss. Se dice que ese reino es el lugar donde el espíritu del hombre ya no está ligado a las estaciones. Lavondyss es libertad. Lavondyss es el camino de vuelta hacia casa…

De repente se sintió nostálgico. Todo lo que sabía de Lavondyss lo había aprendido de los mitagos con los que había logrado comunicarse. Era un lugar donde el tiempo transcurría de otra manera, quizá no hubiera tiempo en absoluto… y era el hogar. Eso lo presentía con toda claridad. Pensar en Lavondyss era pensar en Oxford, y en Anne, y en una vida que nunca había llegado a olvidar del todo. Debió tratar de entrar en el corazón del bosque. Nunca debió sucumbir a la fragilidad de su cuerpo, a la sensación de vejez, a la sabiduría que le impelía a asentarse, a descansar, a renunciar a la búsqueda.

Era un viajero que había vuelto. Durante gran parte de su vida había visto como el espíritu de la aventura pasaba junto a él: gente de todas las edades, familias, clanes, incluso ejércitos…, todos ellos salían de los espacios más poblados de una mente humana, a través de un tiempo de madera y hojas, hacia un lugar donde por fin encontrarían libertad…

Estaba a punto de susurrar algo más a la niña cuando ella le agarró por el brazo, con los ojos dilatados por el miedo. Señaló hacia el otro lado del lago.

—¡Un hombre! ¡Anda por el agua!

Los hijos de Kiridu también habían visto la aparición, y se inquietaron. Se adentraron más en las aguas del lago. Wynrajathuk se irguió un poco para ver mejor.

El barquero era alto, pero no se trataba de un gigante, y la ilusión de que caminaba sobre el agua se debía al movimiento sinuoso de su cuerpo, que se retorcía de un lado a otro cuando usaba la pértiga para maniobrar hacia la orilla del lago. Estaba de pie sobre un pequeño bote de mimbre encerado cuyos flancos apenas se elevaban unos centímetros por encima del nivel del agua. Sus ropas no eran tanto un vestido como una armadura, un blindaje formado por una extraña estructura de mimbre cubierta de muérdago y nenúfares. En varios puntos, el mimbre se había roto, y las diferentes cañas asomaban como espinas. Llevaba en torno al cuello un esqueleto de nutria.

A medida que avanzaba hacia los cazadores que le esperaban, aparecía tras él una flota de barcos oscuros: cinco en total, como el suyo pero más altos, ennegrecidos e impermeabilizados, cada uno tan largo como dos hombres.

Wyn sonrió. Recordaba una historia posterior que daría un cariz mucho más romántico a esta imagen básica. Un barquero. Lógico. Todo era práctico, con la única excepción de que el barquero tenía una aureola de fantasía: vestido con ramas de aliso, cubierto de muérdago (para el invierno) y anchas hojas (para el verano)…

—Déjame ver —susurró Morthen, tratando de ponerse en pie.

Pero Wyn había sentido una repentina preocupación paternal al reconocer la amenaza en los movimientos de los hijos de Kiridu cuando desmontaron y vadearon el lago para recibir al barquero. Intuía con demasiada claridad lo que sucedería a continuación, y obligó a su hija a esconderse, pese a sus incómodamente fuertes exclamaciones de protesta.

Había acertado.

Rápida, cruelmente, derribaron al barquero de su insegura navecilla. Él lanzó tres gritos, sonidos extraños, como el graznido agudo de un pájaro. Hubo un relámpago de bronce ensangrentado a la escasa luz, luego el cuerpo apareció flotando entre las hierbas. Los caballos, inquietos por el olor de la sangre, se removían en los bajíos, coceando, relinchando.

Los hijos de Kiridu calmaron a sus monturas antes de engancharlas a las cinco barcas. Destruyeron la del barquero para hacer unos rudimentarios remos, y luego empezaron a cruzar el lago, desapareciendo rápidamente entre la neblina, en busca del lugar donde la corriente ascendente del río entraba en aquella extensión de lodo y juncos.

Pronto todo volvió a quedar en silencio, con la excepción de algún que otro relincho de los caballos arrastrados hacia aguas profundas, mientras sus amos ignoraban que con aquel acto de brutalidad innecesaria los hijos de Kiridu habían marcado la desastrosa conclusión de su viaje al otro mundo.

Wynrajathuk miraba con otro interés los gigantescos alisos que crecían a la orilla del lago, casi dentro de ella. Pensó que aquel asesinato era un acto corriente. La próxima vez que viniera, sin duda habría un nuevo árbol creciendo en el lodo, allí donde el cuerpo mutilado del barquero se había quedado atrapado entre las raíces del bosque.

Presintiendo que estaban a salvo, y que su padre estaba trastornado, Morthen se levantó poco a poco y contempló el lago desierto.

—¿Lo han matado? —preguntó.

Wyn asintió, sombrío. Había visto todo lo que quería ver, todo lo que necesitaba ver. Cogió a su hija dula mano y la guió hacia terreno firme. Pero los jinetes seguían intrigando a Morthen.

—¿Por qué te reíste cuando te pregunté que adónde iban? —inquirió de nuevo mientras desandaban el camino junto al río, antes de pasar a un sendero profundo.

—No me estaba riendo de verdad —respondió Wyn—. Recordaba las historias épicas de mi propia época. ¡Siempre parecía tan sencillo viajar al otro mundo…! Había que luchar contra perros o serpientes gigantes, pero casi cualquier pozo o cueva adecuados servía, sólo hacía falta entrar.

Se detuvo para tomar aliento y se sentó en el tronco musgoso de un roble caído, cruzado sobre el río, varado al otro lado gracias a sus ramas. Morthen observó el rápido paso de un pez de aletas plateadas.

—Pero no es tan fácil entrar en Lavondyss —siguió Wyn—. No se puede montar a caballo, y ya está.

Ahora hablaba sobre todo para sí mismo, con los ojos perdidos en la distancia. Morthen sólo le dedicaba la mitad de su atención, la otra mitad estaba centrada en la vida del río.

—Hay que encontrar el auténtico camino. Y ese camino es diferente para cada aventurero. Al auténtico corazón del reino se entra a través de un bosque mucho más antiguo que este… —Contempló la bóveda del brillante cielo otoñal—. La cuestión es, ¿cómo podemos entrar en ese otro bosque? Hubo un tiempo en que se comprendía el poder, en que se podía encontrar el camino. Pero ya en la época de tu pueblo, de los tuthanach, sólo quedaban los símbolos tallados en la madera, la idea, las palabras, los rituales cham de gente como yo…

Sonrió a Morthen, que se retorcía un mechón de pelo con los dedos y le miraba con sus ojos castaños llenos de preocupación. Quizá pensaba que su padre estaba triste.

—Chamán —añadió Wyn—. Ése soy yo. Cham. Rajathuk…

—Injathuk —contribuyó la niña sin comprender.

—Eso es. Injathuk. Mago. Brujo. Druida. Científico. A lo largo de los siglos se me ha llamado de muchas maneras, pero todas significan lo mismo: Eco de un conocimiento perdido. Nunca guardián del poder. Esto era verdad hasta cuando me llamaban científico… —Apartó la mirada de la niña para clavarla en la fuerza silenciosa de la naturaleza, en el callado poder del bosque—. Quizá en eso esté equivocado. Quizá la ciencia llegue a encontrar una manera de entrar en ese primer bosque.

Morthen le interrumpió con las manos alzadas, haciendo señales de que aquella diatriba en dos idiomas, uno de ellos desconocido, empezaba a ser frustrante.

—Si es tan difícil entrar en Lavondyss, ¿por qué lo intentan siquiera esos jinetes? Si no pueden entrar en el lugar donde el espíritu se remonta por encima de las estaciones, ¿por qué lo intentan?

Era una pregunta sofisticada para venir de una niña neolítica de ocho años. Wyn hizo una pausa para valorar a su hija, le pellizcó la mejilla con afecto y sonrió.

—Porque así es la leyenda, el mito.

—No entiendo qué es mito —murmuró ella.

—Fuente —corrigió Wyn, aunque sabía que la niña estaba mostrándose petulante—. El camino es lo que yace en el corazón de la leyenda. Los animales más antiguos venían a esta tierra para reproducirse, pero primero tenían que encontrarla. El rajathuk rondaba por el mundo durante una noche interminable antes de encontrar el hueso más antiguo cuya fuerza vital pudiera sentir, y crecía, y extendía los brazos hacia el cielo para que el injathuk naciera de sus dedos y cantara al sol oculto, y trajera la luz.

—Todo eso ya lo sé —señaló la niña.

—Pues ahí lo tienes. Todas las cosas buscan su lugar en el mundo. Buscan. Investigan. Rastrean. Buscan el camino de vuelta a casa. Buscan el camino de vuelta al primero de todos los hogares. Correr aventuras…, muchas leyendas mencionan la búsqueda del otro mundo. Esos viajeros también son leyendas. Son mitagos. Son sueños… y se comportan como sueños según el recuerdo del soñador. No pueden hacer otra cosa. El hombre que pasó por aquí antes, el que creó a tu pueblo, el que creó el pantano, dejó atrás una vida que se comporta tal y como él recordaba. Los hijos de Kiridu no podían perdonarle la vida al barquero, porque en la leyenda no se la perdonaron. Lo que hagan entre los fragmentos depende de ellos, pero cuando se encuentran en un momento legendario, están indefensos. Son llamados. Sólo el hombre que pasó por aquí antes… y yo…, sólo nosotros dos estamos libres de la llamada. No somos producto de los sueños. Estamos vivos. Venimos del mundo real. Creamos el mundo a nuestro alrededor. Llenamos el bosque de criaturas. Nuestros ancestros olvidados se materializan ante nosotros, y no podemos impedirlo…

Morthen miró a su padre con cautela. Estaba inquieta. Quedaba un largo camino de vuelta a casa. Wyn sabía exactamente lo que estaba pensando, puesto que ella le había descrito la sensación. Las palabras del hombre despertaban dulces sonidos en la cabecita infantil, creaban ideas e imágenes pese que a menudo hablaba de cosas incomprensibles para ella. Pero empezaba a asustarse. Las palabras de su padre eran espíritus, y los espíritus no podían descansar en su cabeza, estaban incómodos, hacían que el corazón le latiera más deprisa.

Cuando Wyn llevaba un rato en silencio, Morthen preguntó:

—¿Llegó a Lavondyss ese hombre-que-pasó-por-aquí-antes?

Wynrajathuk sonrió.

—Eso mismo me pregunto yo. Se me acaba de ocurrir la cuestión…

Su hija se sentó en el tronco putrefacto, se inclinó hacia adelante y apoyó la barbilla entre las manos.

—¿Quién sería?

—Un hombre destinado a viajar —respondió su padre—. Un hombre marcado. Un hombre a la búsqueda del triunfo. Cualquiera de estas cosas, o todas ellas. Pudo adoptar una identidad de cualquiera de las miríadas de eras que precedieron a su nacimiento. Pudo disfrazarse con la capa emplumada de mil leyendas. Pero, en su corazón, venía del exterior. Del lugar prohibido. Cuando un extranjero entra en el bosque, los cambios corren como el fuego. El bosque absorbe la mente, absorbe los sueños…

—Como Tig, que absorbe los fantasmas de los huesos.

—Sí. Más o menos. Pero, a medida que recoge una parte de la mente, también pierde algo de sí mismo. Tiene que ser así, porque se funde para generar el mito: como una chispa y un soplido rápido, los dos juntos crean la llama. Las llamas implican cambios. Eso es lo que hemos presenciado hoy, cuando vimos los tótems cambiados y la casa funeraria medio derruida, y la colina cubierta de espinos. Alguien de mi mundo se acerca a nosotros, y el mundo se inclina hacia él, tenso y nervioso, chisporroteante de energía. ¿Lo ves? ¿Lo sientes?

—No. Sólo al skogen.

—Son una misma cosa.

La miró con cautela, preguntándose hasta qué punto habría comprendido. Era lista. Aprehendía los conceptos con una facilidad asombrosa.

—El skogen toma contacto con nosotros porque está pensando en nosotros —siguió—. Eso significa, casi con toda seguridad, que nos conoce. Aunque para ser exactos debería decir que me conoce. Está forjando un enlace inconsciente desde lejos, y el eslabón se presenta en…

Titubeó. La niña tenía los ojos abiertos de par en par, comprendiendo, demostrando la emoción que sentía al adentrarse tanto en el mundo secreto de su padre. Él usaba muchas más palabras de su poderoso idioma de las que había utilizado antes, y se las traducía cuidadosamente. Pero ahora se perdería.

—El eslabón se presenta en una alteración del paisaje mitogenético…

—¿Eh?

Wyn se echó a reír.

—Se acerca un extranjero. Los espíritus animales del bosque están inquietos. Presienten un gran cambio.

—Bueno, ¿y por qué no lo dijiste así?

Pasaron su segunda noche en el bosque, hambrientos ahora hasta el extremo de sentirse irritables. Para cuando llegaron al territorio de los tuthanach, al anochecer del día siguiente, Wynrajathuk podía ver ya más muestras del cambio, más pruebas de que el skogen se aproximaba. Alzó la vista hacia la colina boscosa y divisó la explanada de tierra alrededor de la casa funeraria. Ahora estaba un poco más baja. La forma de su choza aislada también había cambiado sutilmente.

Al volver la mirada hacia el bosque vio robles derribados por el viento, con ramas que eran como miembros, como astas.

Estos gigantescos árboles no habían estado allí unos días antes.

Morthen entró en la choza para preparar la comida: un pez que había atrapado, bulbos de ajo recogidos por Wyn y, por supuesto, una buena ración de grano para hacer galletas. Wynrajathuk caminó hasta la colina de la casa funeraria y entró en el recinto en ruinas. El skogen era más alto ahora. La nueva vida de su vasto tronco se desarrollaba rápidamente, una maraña de hojas y ramitas crecían de los puntos clave de la pértiga tallada. Cuando extendió la mano para arrancar una de las hojas, la tierra tembló. La boca del skogen pareció fruncirse ligeramente. El profundo tajo de hacha que había formado esa boca, negro durante tanto tiempo, tenía ahora un brillo blanco, como de corteza joven.

—¿Lo estás llamando tú? ¿O es él quien te llama a ti? No lo sé. No sé dónde se origina el poder…

El árbol estaba silencioso.

Wynrajathuk se dio media vuelta y se apoyó contra la madera, buscando su abrazo, encontrándolo frío. Alzó la vista hacia el semicírculo de troncos tallados. Sus ojos no se cruzaron con los suyos.

Casi tenía miedo de entrar en la casa funeraria, de ver si los huesos de los muertos habían cambiado. Pero lo hizo. Por un momento, no vio rastro alguno de variaciones. Entonces, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad.

El chico había vuelto al cruigmorn. Era evidente. Se había llevado hueso de algunas de las urnas de cremación. Había movido los huesos secos de la entrada. No tocó los restos de la mujer a la que en el pasado pareció satisfecho de llamar «madre». Los chacales se habían ajetreado con la carne de los cadáveres más recientes, pero al parecer Tig los había espantado. Había sangre en el suelo, y también un cuchillo de piedra.

Wynrajathuk revisó el refugio antes de volver al exterior. Se quedó de pie junto a la entrada, con el cayado entre las manos. Tras él, las aves entraban y salían de aquel lugar de putrefacción, pero aguardó el movimiento que sabía llegaría de otra dirección.

Pronto comprendió que Tig se había arrastrado al interior de la casa funeraria sin que le viera. Las ropas del niño resultaron visibles un instante cuando pasó detrás del rajathuk al que los tuthanach —como otros pueblos antes que ellos— llamaban Morndun.

Al mirar al otro lado del árbol totémico, Wynrajathuk golpeó su cayado contra el marco de piedra que era la entrada de la casa funeraria, para dar a entender que había visto al niño. Tig salió al momento, con los brazos llenos de huesos.

El anciano estaba furioso.

—Has vuelto al lugar de los muertos, a pesar de que te lo prohibí.

—Estaba devolviendo el hueso —replicó Tig, nervioso.

Se había atado el largo cabello en un moño con una tira blanca de piel. Tenía los antebrazos cubiertos de arañazos, quizá fueran las heridas causadas por los espesos zarzales, aunque Wynrajathuk pensaba que más bien eran autoinfligidas.

—¿Los has sorbido ya? —preguntó al niño.

Tig sonrió, aventuró un par de pasos.

—El niño era demasiado pequeño. Tenías razón. Ahí no había nada. Pero ahora he sorbido los fantasmas de cinco hombres. Hay mucho recuerdo en el hueso.

—¿Has comido suficiente por un día?

—Por un día, sí. —El niño titubeó, con el rostro élfico teñido de inseguridad, los penetrantes ojos inquietos—. ¿Traigo a los muertos?

—Tráelos aquí.

Wynrajathuk cogió los huesos de las manos temblorosas del niño. Ahora que Tig estaba ahíto, ahora que había puesto en práctica el extraño e incomprensible rito chamánico, volvía a ser un niño, resplandeciente por lo que había consumido… o por lo que creía haber consumido. Había arañado dibujos de espirales y diamantes en los huesos, marcas que recordaban a las que los artesanos tuthanach usaban para decorar la piedra, la madera y la tela.

—Ven adentro…

Tig le siguió rápidamente a la fétida penumbra de la casa funeraria. Wynrajathuk dejó en su sitio los fragmentos de hueso. Tig sabía de dónde había salido cada uno de ellos. Una vez acabaron, volvieron al pasadizo que llevaba al mundo exterior. Se sentaron en cuclillas, el uno frente al otro.

—¿Tienes intención de comerte todos los fantasmas de este lugar?

—Todos los fantasmas —asintió Tig—. Tardaré mucho tiempo.

—¿Quién te dijo que tenías que comer fantasmas? ¿Has estado hablando con alguien del bosque?

Tig sacudió la cabeza, asombrado.

—Simplemente, tengo que hacerlo —dijo sin comprender.

Wynrajathuk sonrió, sabía que aquélla era la única respuesta posible. «Comer fantasmas» era parte de la historia olvidada que era Ennik tig-en’cruig (nombre que significaba «Tig nunca-toca-mujer, nuncatoca-tierra»). Para Wyn no tenía más sentido. En cambio, sí lo había tenido, y enorme, para la gente que vivió en el año 4000 a. De C. y desarrolló la historia del niño que comía espíritus.

—Si algún tuthanach te encuentra dentro del refugio de hueso, te matarán. ¿Lo sabes? Los niños no pueden entrar aquí. Te ahogarán.

—Claro. Por eso me he estado escondiendo.

Sin siquiera pensarlo, Wynrajathuk había llegado a aceptar lo inevitable de la presencia de Tig en aquel lugar; no había manera de impedir esta evolución en la vida del pequeño mitago…

—Es demasiado peligroso que sigas yendo y viniendo. Será mejor que vivas en cruig-morn hasta que lo hayas comido todo. Si soportas el hedor, claro, y si sobrevives a los chacales. Pero si llega un nuevo cadáver, tendrás que alejarte de aquí y no volver en dos días. ¿Queda claro?

Tig asintió, encantado.

—¿Sabes lo que te sucederá cuando acabes? —preguntó Wyn.

El niño sacudió la cabeza. El hombre sonrió.

—Pues yo, sí. Lo sé todo sobre ti. Eres una presencia muy común en el bosque. Te he visto antes. Te he divisado a lo lejos. He oído hablar de ti. Conozco tu historia desde el nacimiento hasta la muerte, aunque no creo comprender qué es lo que haces, ni por qué lo haces, ni cómo te convertiste en leyenda. Lo que sí sé es que causarás un cambio entre los tuthanach… y lo que uno de ellos hará contigo al final.

Tig tenía los ojos abiertos de par en par, pero era obvio que no entendía nada más que la amenaza implícita.

—¿Todo eso te han dicho los árboles podridos? —preguntó, sombrío—. ¿Te lo han dicho las voces viejas?

—No. Me lo ha dicho la voz de mi propio pasado. Yo te creé. ¿Lo sabías? En mis tiempos eras una leyenda, una historia olvidada. Pero sigues allí, aún estás en mis sueños, y el bosque tomó ese sueño y le dio forma para crearte. Parte del sueño es que el niño traerá nueva magia al pueblo. Derribará los tótems del viejo clan. Derribará al hombre que guarda a los muertos. Otra parte es que el niño se comerá la cabeza del hombre con plumas de ave. Y no pienso quedarme aquí hasta que eso suceda.

—Tus tótems ya están muertos. Los he escuchado, pero no tienen voz. Tus plumas de ave ya no vuelan. Pero me gustaría comerme tu cabeza, para ver tus extraños sueños…

—Antes, acaba con el festín funerario —replicó Wyn-rajathuk con un escalofrío.

Tig se arrastró de vuelta hacia la oscuridad, entre las columnas de madera y las altas piedras. Pronto, todo lo que Wynrajathuk pudo ver fueron sus ojos, rasgados, brillantes, aterradoramente penetrantes.

* * *

Morthen había pescado un lucio gracias a un anzuelo de hueso y una buena dosis de sangre fría. Volvió con ella al pequeño y abarrotado refugio del chamán, en las afueras del recinto del pueblo. Siguiendo las instrucciones de su padre, cortó el pescado por la mitad. Envolvió el extremo de la cabeza en una bolsa de piel de zorro, como obsequio para las ancianas de la vivienda comunal. La cola era para ellos, y Morthen la rellenó de moras, sin dejar de mirar cómo Wynrajathuk trazaba muchas marcas negras en una de las hojas de pergamino que mantenía ocultas en un cajón de piedra, en la parte trasera de la casa.

Cuando hubieron comido, Wyn se echó a los hombros su capa de espíritu de ave, y se la anudó por delante. Cogió el cayado y se lo puso sobre las rodillas. Morthen le miró ansiosa, con los ojos brillantes. Wyn estaba seguro de que la niña presentía la inminente partida. Se había dado cuenta de que llevaba su «ropa de los domingos», la pequeña gorra ritual que reservaba para los fuegos primaverales y las cazas de verano. Era una trenza de entrañas secas adornada con conchas multicolores de caracoles de tierra. Había tardado una semana en hacérsela, y le cubría la cabeza y el cuello como un velo.

—¿Te he explicado alguna vez cosas de este cayado? —preguntó a la niña.

Ella miró la hilera de plumas de colores anudada a todo lo largo de la madera, luego sacudió la cabeza. En las últimas semanas, su padre había empezado a confiarle muchos de los secretos de su vida. Esto la emocionaba al tiempo que la entristecía, ya que sólo se le ocurría una razón por la que quisiera instruirla antes de que Morthen pasara varios años con las mujeres del refugio del agua, aprendiendo de ellas, dominando su sabiduría.

Wyn señaló las dos plumas negras, las últimas de la hilera.

—Son las plumas de una negreta —dijo—. Son negras porque son los dos años que pasé sólo y perdido en el bosque. Mientras vagaba por la espesura, di con la tribu conocida en las leyendas como Amborioscantii. Fueron los primeros que hicieron magia con piedras brillantes. Entierran a sus muertos en urnas mucho más grandes que las de los tuthanach. Cabalgan a lomos de caballos salvajes. Hacen cuchillos con la piedra brillante. Si la calientan al fuego, corre como un agua espesa. Luego se endurece, y tiene forma y filo, igual que puedes afilar un hueso de lobo para hacer una punta de lanza.

—Ya me has contado esa historia tan tonta —replicó Morthen, metiendo el dedo en la vasija de arcilla donde había guisado el pescado, lamiéndoselo después—. La piedra que fluye como agua caliente. Sólo que la otra vez que me la contaste no era agua espesa. Dijiste que tenía el color de una hoja de roble en otoño. Un color brillante en una piedra brillante.

—Veo que lo recuerdas muy bien. Obviamente, he perdido mi don para la poesía. Parte de la leyenda posterior de los tuthanach, de tu pueblo, es que serán los primeros en robar el secreto de esta extraña sustancia y darle un nombre terrestre. Es una versión primeriza de la historia de la forja mágica, una subsección de la leyenda insoportablemente aburrida para alguien como yo…, pero tu versión se perderá de la consciencia tres mil años antes de Cristo.

Advirtió la impaciencia de su hija. Evidentemente, su traducción de ciertos conceptos dejaba mucho que desear, y hacía que la historia no tuviera el menor sentido para la niña. Frunció el ceño, tratando de recordar.

—¿Te he hablado de Cristo?

—Hombre-nacido-de-fantasma-camina-sobre-agua-cuenta-historias-muerto-enárbol. Sí. Me has hablado de él. Enséñame más plumas.

—Muy bien. Tras pasar un tiempo con los amborioscantii, me casé con Elethandian, una mujer maravillosa y trágica sobre la cual te puedo contar cinco historias fabulosas, aunque mi propio mundo no recuerda nada de ella. —Sonrió con tristeza—. Tuve un hijo con Elethandian, el primero para mí, el tercero para ella. Había estado casada con un cazador, pero ésa es otra historia. Mi hijo recibió el nombre de Scathach. Esta pluma de aquí, la roja, marca el año de su nacimiento. La pluma es de un águila que estaba posada en un roble. Fue lo primero que vi cuando Scathach abrió la boca y trajo su voz al mundo. Le di su nombre en honor al roble, no al águila. ¿Lo comprendes? Algunas cosas no cambian jamás. Siempre damos los nombres por el momento del nacimiento. Como Morthen…

En el idioma de los tuthanach, morthen significaba «el vuelo repentino de los pájaros».

—¿Y si hubieras visto a un lobo estrangulado? —preguntó la niña. Era un viejo chiste tuthanach, y Wyn lo acogió con una sonrisa generosa.

—Cuando naces, cambias el mundo —se limitó a decir—. Siempre he pensado que es una costumbre elegante que los padres den al hijo el nombre del primer cambio que ven…

Miró a la chiquilla.

—En mi mundo fantasma, sacamos los nombres de los libros. Hay muchas personas con el mismo nombre.

Morthen pensó que eso parecía muy lioso.

Wyn volvió a centrar su atención en el cayado.

—Estas doce plumas blancas señalan los doce años que pasé con Scathach. La pluma negra que va después marca el año en que se marchó a caballo, para averiguar si su verdadero corazón yacía en el mundo más allá del bosque. Como tú, era mitad de la carne, mitad del bosque…

La ansiedad le hizo titubear. Morthen le miraba, pero en sus ojos no brillaba el mismo fuego interrogador que había vislumbrado en los de Scathach. Quizá su hija se quedara en el reino. Quizá nunca necesitara saber a cuál de los dos mundos pertenecía…

—Estas plumas —siguió—, son mi vida con los tuthanach. La gris marca el año de tu nacimiento. Es una pluma de grulla. En total hay veinticuatro plumas. Veinticuatro años. Así que ahora tengo setenta y cuatro…, pero cincuenta de ellos los pasé en la tierra fantasma, en el mundo de sombras…

—Tu hija fantasma se llamaba Anne —señaló Morthen, animada—. La tierra se llamaba Oxford. ¿Lo ves? ¡Me acuerdo!

Wyn contempló los restos de la hoguera.

—La echo de menos. A menudo pienso en ella. Pobre Anne, fue desdichada de muchas maneras diferentes. Me pregunto qué habrá sido de ella.

—Quizá conoció a Scathach. Quizá él consiguió encontrarla.

—Quizá.

Morthen acarició las plumas roja y gris que marcaban el nacimiento de Scathach y el suyo propio.

—¿Y dónde está la de Tig? ¿Tig no tiene pluma?

—Esta pluma es la de Tig —dijo Wyn-rajathuk, señalando una de las blancas.

Estaba a dos plumas de la de Morthen. Era blanca, como todas las otras.

—No es una pluma de ave —se sorprendió la niña.

—Tig no tuvo madre, sólo el bosque. Vino de un bosque más antiguo que aquél en el que tú cazas. Del bosque que te dije ayer. El bosque está aquí… —Se tocó la cabeza—. Es increíblemente viejo. Parece una red. Vibra como las hayas sacudidas por el viento. Habla. Canta. Es como un relámpago. Has visto relámpagos, ¿verdad? Caen sobre el bosque… pero aquí, en este bosque… —Se volvió a señalar la cabeza—. En este bosque el fuego cae constantemente, está lleno de fuego. Quema la madera y da forma a los huesos, y a la carne, y al espíritu. Así fue cómo nació Tig. Se alzó de la arcilla húmeda y de la hojarasca…, pero salió de la cabeza de su padre.

—Yo salí del vientre de mi madre —dijo Morthen.

—Así es. Pero tu madre, como toda su generación del clan, vino del bosque, generada por el fuego en la cabeza del hombre como yo, el hombre que pasó por este río hace años, se detuvo aquí… y durmió. Y soñó.

Era obvio que Morthen seguía teniendo dificultades con el concepto, a pesar de que le había repetido muchas veces la naturaleza de los mitagos. Pero si la niña hubiera sido completamente mitago, ni siquiera habría podido hablar con él como lo hacía.

Wynrajathuk se levantó inseguro, y arrancó una pluma amarilla del borde de su capa. Morthen también se levantó. Cogió el envoltorio con el trozo de pez, como si presintiera lo que iba a decir su padre. Cuando lo hizo, la niña pareció triste, pero aceptó sus palabras.

—Tienes que ir al refugio del agua para ponerte a salvo allí, con las mujeres. Ya es hora de que lo hagas, pero además tengo otra razón para enviarte fuera de aquí. El skogen se está concentrando en la casa funeraria —por eso le afectan los cambios de la tierra—, y es peligroso que te quedes cerca de mí. Si el skogen es quien creo que es, conocerá tu espíritu. No quiero que cambies, pero hay bosque en tu carne, y él puede influir sobre el bosque.

—¿Es mi medio hermano? —preguntó Morthen—. ¿Es Scathach quien vuelve a casa?

—Estoy seguro de que sí. Mi hijo regresa. Y tengo la terrible sensación de que está muy furioso…

Puso la pluma amarilla en la parte superior del bastón, y la ató con un trozo de tripa de animal.

—Es muy posible que ésta sea la última pluma del cayado. Cuando te conviertas en Morthen-injathuk, por favor, que esta pluma marque el primero de tus años. ¿Me lo prometes?

—Lo prometo —asintió la niña.

Y bajó la vista hacia el paquete de piel que tenía entre las manos.

* * *

El skogen estaba cerca. Muy cerca. Llegaría a la tierra en cualquier momento.

Cuando Wynrajathuk inspeccionó los árboles totémicos de la colina funeraria, descubrió que estaban negros de podredumbre, hasta Sombra-de-un-bosque-no-visto, que en los últimos días parecía haber rejuvenecido. Ahora estaba muerto.

Todo esto transmitía dos mensajes al hombre que, a pesar de su intelecto, había llegado a dominar los métodos chamánicos: en primer lugar que la fuente del contacto, la que había revivido a Sombra-de-un-bosque-novisto, estaba ahora tan cerca que la comunicación resultaba innecesaria, y los signos visuales de su aproximación habían cesado. En segundo, que había una nueva magia en la tierra. La magia de Tig. La magia del rajathuk desaparecía como las fábulas, no como la historia.

Un nuevo sistema de simbología, de dominar el poder inconsciente de ciertos individuos en la sociedad de la tierra…, una nueva magia surgía del antiguo estrato mental que eran los tuthanach.

Wyn sabía que cambios como aquél, tan repentinos y explosivos, debían de haber tenido lugar a lo largo de toda la historia; una concepción del ego; una comprensión de la naturaleza; un concepto de la vida de ultratumba; un entendimiento de la concepción en sí. Y todas estas cosas, estas sencillas evoluciones del pensamiento, empezaban con los niños, con la nueva generación. Se simbolizaban en un niño: el prodigio, el dotado, el niño sagrado.

Tig era esa criatura. A través de él, de Tig nunca-toca-mujer, nuncatocatierra, a través de este niño extraño y violento, nacería toda una cultura, junto con un nuevo concepto de la vida después de la vida, que permanecería grabado en la mente humana durante dos mil años.

Tig organizaría la construcción de grandes tumbas de tierra; interpretaría los símbolos caóticos de mediados de la Edad de Piedra, e iniciaría su sistematización en un orden aceptado y comprensible de tallas en la madera y en la piedra. Al hacerlo, sencillamente estaría respondiendo a una repentina alteración en la relación entre el consciente humano y su contrapartida inconsciente. Pero en Irlanda y en la Europa Occidental del cuarto milenio antes de Cristo, sería un mundo de ultratumba que hablaba, y su voz sería múltiple, y un sistema de adoración natural más organizado cobraría forma.

Tig sería el inicio de todo esto.

Nunca había existido, por supuesto, al menos como niño humano real. Era un mito. Era la interpretación perteneciente a una era posterior de cómo había nacido un nuevo sistema de creencias y prácticas. La vida de Tig, su agresiva existencia de devorador de espíritus, se debía solamente a las mentes de una población ansiosa por explicar su propio origen.

Pero Tig vivía tan poderosamente como cualquier niño. Porque vivía en toda la humanidad.

Había sido creado a partir de un arquetipo. Tenía poder.

Y ahora era más poderoso que Wynrajathuk, porque se había comportado de acuerdo con la leyenda: se había enfrentado al guardián del viejo Refugio de Hueso, le había amenazado con comer su cabeza. El chamán huiría de la tierra. Tig lo perseguiría y lo mataría, para luego volver e invocar las fuerzas de la tierra. El clan moriría enterrado, todos y cada uno de los hombres, mujeres y niños se hundirían en la tumba y se volverían a alzar renovados. Sólo Tig no sufriría este proceso. Él recordaría las historias del clan. Se convertiría en su memoria. Para eso sorbía los huesos de los muertos. Las historias, también renovadas, entrarían en el pueblo renacido de los tuthanach, y ellos construirían las primeras grandes tumbas. Por primera vez, se comunicarían con sus antepasados.

Cuando todo esto sucediera, el joven llamado Tig sería empalado en una piedra afilada. Un ave carroñera devoraría sus ojos, su lengua y su corazón, y haría su nido sobre él hasta que también su espíritu huyera de la carne.

Aún vivo, se alejaría del pueblo y viviría sin ojos, sin habla, sin corazón, sin espíritu, para recordarles su traición.

Y ni siquiera era ésta la forma más antigua del mito…

Pero, en lo que respectaba a Wynrajathuk, la cabeza que llevaba sobre los hombros era una excelente comida que tenía intención de poner a salvo. Pero no podía hacerlo hasta que llegara el skogen… porque el skogen era su hijo, y hacía diez largos años que no veía al niño.

Si Tig estaba a punto de controlar el mundo de los tuthanach, al menos por un mes tenía las manos (y la boca) ocupadas con la casa funeraria.

«Sí —pensó Wyn—. Sí, queda tiempo. Puedo permitirme esperar aquí unos días más».

«Morthen cuidará de mí».

Una vez tomada la decisión, los siguientes pasos eran sencillos. Se encaminó hacia el emplazamiento de los tuthanach, entró por la puerta y contempló el caos que reptaba, corría, lavaba, cosía y gritaba. Su presencia provocó un cierto silencio sobre este tumulto de vida cotidiana: los pollos se dispersaron, los cachorros aullaron hasta que sus amos los mandaron callar. Morthen estaba jugando con una niña de su edad. Miró a su padre, pero captó su señal y no dio ninguna muestra de afecto o preocupación.

Wynrajathuk clavó su cayado en el suelo y lo movió de derecha a izquierda para remover la tierra. Anciana-que-cantó-junto-al-río salió de la casa comunal, del brazo de su hijo, el hombre más viejo del poblado, tan gris y arrugado como el propio Wyn, pese a una diferencia de edad de veinte años. Las otras mujeres salieron también, así como Jykijar, Primer-puerco-del-verano, con su cayado de colmillo de jabalí y su aterrador aspecto de cazador. Estaba aburrido, aguardaba que llegara el tiempo de demostrar otra vez su magia de caza.

Anciana-que-cantó-junto-alrío se acercó a Wyn y puso una mano en el brazo del chamán.

—¿Por qué haces esto?

—Ya no me necesitáis.

—Pero ¿quién protegerá la casa funeraria? ¿Quién cantará al sol? ¿Quién desafiará a la luna? ¿Quién me ayudará a cantar al río?

—Escuchad la voz del joven —dijo Wyn—. No tocará mujer. No tocará tierra…

—¿Tig?

—Tig. Ha venido de entre vosotros. Trae una nueva voz para tu pueblo.

—También somos tu pueblo.

—Ya no —replicó Wyn—. Vengo del exterior. Al exterior debo volver. La anciana retrocedió y se tocó las orejas, el signo más respetuoso. Los otros tuthanach la imitaron, incluso Primer-puerco-del-verano. Wyn-rajathuk se desató la capa de plumas y la colgó del cayado espiritual. El viento la agitó, las plumas amarillas crujieron como intranquilas.

Se desgarró la rudimentaria túnica. Se quitó el calzado. Casi desnudo ahora, retrocedió hacia el exterior de la empalizada, fuera de la comunidad, fuera del alcance de los ojos de los diez tótems familiares. Fuera de su vida.

Despojado de su poder, un extranjero, un hombre solo, solo en un mundo que funcionaba según el sueño, volvió al río, al lugar donde los muertos se despedían del agua antes de comenzar su largo viaje espiritual hacia Lavondyss. Al lugar donde tantas veces había danzado mientras Anciana-que-cantó-alrío entonaba sus extraños cánticos.

Se sentó allí, sin comer, sin beber, sin dormir… durante cinco días.

Se fabricó un cayado con una rama rota de aliso. Se hizo una capa de hojas. Se lavó en el agua todos los días, defecó cada vez que lo necesitó, se bautizó a sí mismo. No bebió ni una gota.

Cuando se sintió limpio y mareado por la debilidad, empezó a sentir la proximidad del skogen.

Cantó a la fuerza que se acercaba. Cantó a su hijo. Danzó en círculos cuando la luna podía verlo. Recordó todos los rituales de llamada; los mantuvo vivos en aquel lugar muerto, vivos pese a la nueva magia del niño. Era el último de los espíritus, el último hueso que contendría poder. Algún día, el nuevo chamán consumiría hasta el esqueleto de Morthen. Pero el suyo, no. No consumiría el de Wyn. Jamás. Su espíritu tendría el sabor de un lugar muerto, el lugar llamado Inglaterra. Para el chico, para Tig, no tendría sentido alguno. Se interferiría con su poder…

Wynrajathuk bailó. Wyn-rajathuk cantó.

Durante la quinta noche, el repentino vuelo de los pájaros en las copas de los árboles le hizo interrumpir su lenta danza y correr ansioso hacia el otro lado del río. Buscó entre los árboles la fuente del movimiento furtivo que distinguía con su agudo oído. Alguien o algo se movía entre los troncos. Recogió su cayado de aliso, trazó un lento círculo, escudriñó el claro a la luz del ocaso, y luego volvió al lugar del sonido.

Caminó hacia la oscuridad con emoción, con energía. Desde luego, allí había una figura alta, envuelta en pieles, que le observaba…

Golpeó la base de su cayado de danza contra una roca.

—Sal. Sé quién eres. Y no ha pasado tanto tiempo como para que no me reconozcas…

La maleza se estremeció. La figura se movió. Salió a la luz del claro y miró al anciano con cautela. Wynrajathuk sintió que las piernas le temblaban, pero se quedó donde estaba, firme, fuerte.

La persona que tenía ante él no era Scathach, sino una mujer. Era alta, con el cabello largo y rubio, alborotado. Tenía unos ojos oscuros que le miraban con una intensidad alarmante. Su rostro era encantador, más bello aún por la calidez y el dolor que transmitían al hombre que tenía ante ella. Pero estaba marcado con una fealdad que Wynrajathuk había llegado a asociar con todos los mitagos: una vieja cicatriz, protuberante y blanca, que le recorría la línea de la mandíbula por el lado izquierdo de su rostro. Era una aparición imponente. El hedor que despedía era literalmente en parte de mujer y en parte de caballo. Había cabalgado durante muchas semanas. Las pieles que la abrigaban estaban impregnadas de sudor, de tierra, eran mal curadas y se pudrían. Así pues, no era una cazadora.

Llevaba bajo el brazo izquierdo un fardo de piel de lobo, y del hombro le colgaba una sarta de máscaras; eran máscaras de corteza, muy antiguas, podridas en su mayoría. Sus rostros muertos entrechocaban cuando ella se movía, los ojos vacíos, las bocas vacías recordaban a Wyn las cabezas que había visto talladas en piedra durante su largo viaje hasta aquí, su lugar de paz.

Al momento supo quién era. Los rasgos de dos de las máscaras le resultaban familiares. Esos mismos rostros contemplaban el bosque desde los árboles muertos de la colina funeraria.

De pronto, la aparición habló:

—¿Eres Wynne-Jones? —preguntó.

El hombre retrocedió, atónito al oír su nombre secreto después de tanto tiempo. El nombre le sonaba extraño. Era de otra vida, de otro mundo.

—Soy Wyn-rajathuk —susurró, tembloroso, mareado por la conmoción y el hambre.

¿Dónde estaba su hijo? Había estado tan seguro de que sería él…, de que Scathach era el skogen…

—Te he estado buscando —dijo la mujer. De repente estaba mortalmente pálida, muy cansada, el fuego desapareció de sus ojos como si de pronto estuviera en paz consigo misma—. Estoy atrapada en el bosque. Llevo aquí demasiados años. Gracias a Dios que te he encontrado…

—No… —Wyn se tambaleó, comprendió que estaba perdiendo el control de su cuerpo, demasiado débil—. No entiendo…

Las piernas se le doblaban. Había estado tan seguro de que su hijo volvía a casa… ¿Quién era esta mujer? ¿Qué llevaba? ¿Cómo podía conocerle? ¿Cómo había descubierto el secreto de las máscaras?

Vio el repentino sobresalto en sus ojos. Oyó las pisadas sobre la roca, al otro lado del río. Oyó también los gruñidos de esfuerzo. Se volvió.

Tig había aterrizado en cuclillas, se estaba irguiendo. Sus movimientos eran veloces. En aquel momento, el martillo de piedra que había lanzado contra su padre golpeó a Wyn en pleno rostro, lo hizo caer, su consciencia un torbellino de dolor y pérdida…

La extraña mujer lanzó un grito de ira.

El grito de Tig fue de triunfo.

Los chapoteos violentos en el agua marcaron la carrera del niño hacia su presa.

Wyn trató de sentarse, pero su cuerpo no se movía. Captaba el olor de su propia sangre, la saboreaba. Le empezaba a llenar los ojos. Sentía un calor veraniego en el rostro, una calidez que se extendía. Sobre él, las copas de los árboles empezaron a girar, una danza salvaje, una danza de muerte.

Tig estaba sobre él. El ocaso brillaba sobre el hueso blanco, y el cuchillo cortó salvajemente la carne estremecida. El dolor fue una ráfaga repentina, luego desapareció. El niño lanzaba tajos frenéticos contra la cabeza viva. Sus ojos élficos lo decían todo: «Quiero comerte. Quiero sorber tus extraños sueños…».

Un momento después, gritaba como un perro apaleado. Lo hicieron ponerse en pie. La mujer lo agarraba con firmeza, sujetando la muñeca que sostenía el cuchillo de hueso. Y unas manos más suaves que las del niño acariciaban la cabeza de Wyn; unos dedos cerraban el profundo corte.

—Necesito una aguja. Lo que sea. Una espina de pez. Lo que sea…

Conocía aquella voz. El hombre que le sostenía se inclinó hacia él.

—Ha sido una larga caza —le susurró—. Eres un animal astuto y esquivo. Pero ya te tengo…

Wynrajathuk, en paz, se dejó llevar por los sueños, ya sin miedo. Lo último que oyó fue una única palabra, una palabra que le llenó de alegría.

—Padre…