Zonas de la Mente
Aquel atardecer, hizo el Muñeco Volveremos a Vernos. Parió de un trozo de espino, la misma madera que utilizara con su primer muñeco. El nombre la hizo pensar en un regreso a los primeros amigos, a las primeras visiones. Este muñeco quedaría enterrado en los límites del Prado Volveremos a Vernos, cerca del Arroyo del Cazador.
Por la noche, fue al pasadizo entre los cobertizos y se arrodilló allí, con la máscara de Encrucijadora puesta. Al momento, sintió la proximidad del Viejo Lugar Prohibido, y vio con tranquilidad cómo se abría el espacio entre los mundos, la delgada tira que iba desde el suelo hasta un punto por encima de su cabeza. La nieve surgía del portal, y el viento le agitaba el cabello. Allí estaban la mujer sollozante, el caballo inquieto, el niño ruidoso. El tambor que sonaba a veces empezó a batir enseguida, su extraño rito se hacía más amenazador a medida que pasaban los minutos.
Cuando Tallis empezó a cantar en respuesta al lamento de la mujer, sintió el poder de la música, percibió el asombroso efecto que su voz tenía en aquel otro lugar, en aquel lugar helado. Ahora sabía que su viaje la llevaría hasta la remota ladera de esa montaña. Tenía que ser así. Había soñado con aquel lugar. Había contado historias sobre él. Su hermano Harry vagaba por allí. Quizá allí se cantara la canción perdida del señor Williams. Era el lugar donde se terminaban las vidas, donde se podían encontrar las cosas perdidas. Era un lugar prohibido para la gente normal, pero Tallis Keeton no era una persona normal. Esta idea le resultaba tan natural como cualquier cosa de su vida cotidiana. Resultaba reconfortante saberlo, aceptarlo. Era consciente de lo cerca que estaban los creadores de máscaras, pero también de que ellos ya habían terminado su trabajo… Gaunt se lo había dicho hacía mucho tiempo: alguien la estaba enseñando a hacer sus muñecos. Y hoy, el señor Williams lo había repetido también, al interrogarla sobre la historia que acababa de contarle. Ella le respondió que alguien se la acababa de narrar a ella, alguien vivo y no vivo.
—¿Qué queréis de mí? —susurró a los fantasmas del Viejo Lugar Prohibido—. ¿Qué puedo hacer? Ni siquiera conseguí salvar a Scathach. Me equivoqué. Intenté salvarlo de vosotros. Estuvo a punto de no llegar a su funeral por mi culpa. ¿Qué podéis querer de mí?
Mientras susurraba las palabras, una imagen de Scathach en el castillo le vino a la mente: el joven de rostro fiero, lleno de cicatrices, apuñalando con su daga el plato de madera sobre la mesa. Cada golpe era un ataque lleno de ira, miraba alternativamente a su padre, al que odiaba, y a Tallis… Tallis, sentada junto al rey… Tallis, comiendo en la alta mesa del castillo… Pero ¿quién era ella? ¿Qué papel desempeñaba allí? En la historia del Rey y del Viejo Lugar Prohibido, ¿quién era esa persona a la que no podía ver, pero cuya consciencia compartía?
—El señor Williams se equivocó —dijo en voz muy baja—. Todo me pertenece, sí. Pero es porque alguien me lo ha dado. Es una pequeña herencia. Alguien tuvo estas historias antes que yo. No puedo jugar con ellas. Sólo son mías en parte y, en cualquier caso, sólo son mías durante un tiempo. Pero ¿quién soy? ¿Quién soy?
Sentada junto al rey…, sentada cerca de la reina… contemplando a los tres hermanos furiosos…, contemplando el fuego…
—Entonces, soy la hija. Eso debe de ser. No puede ser otra cosa. La hija del rey. La hija de la reina. ¿Y por qué me siento tan vieja? ¿Por qué me siento tan vieja en el sueño de la historia?
Recordó las bromas del señor Williams cuando ella intentaba contarle la historia:
Al menos, sabemos que había una hermana… Sus hermanos la amaban de diferentes maneras…, su historia es otra historia…, la amaban de diferentes maneras…
* * *
Hacía tiempo que el portal al mundo invernal se había desvanecido. Tallis, contemplando el brillo de la luz reflejado en el sucio cristal del invernadero, comprendió que era la llegada del nuevo día. Empezó a oír la actividad en todas partes. Era como si saliera de un sueño. Los sonidos del amanecer se introdujeron en su mente consciente, y al momento sintió frío.
Recogió su nuevo muñeco y fue al jardín, arrastrando los pies por la hierba húmeda del rocío para dejar un rastro. El perro rondaba por el jardín, olfateando los rastros de los visitantes nocturnos. A lo lejos, los grajos revoloteaban inquietos en sus altos nidos.
Pero oyó también otro ruido, y éste hizo que se le acelerase el pulso. Era un rugido muy bajo, muy animal, muy extraño. Corrió hacia la valla y miró a lo lejos. Una espesa niebla pendía sobre el arroyo, en el prado. Pero, mientras miraba, volvió a oír el sonido, y vio el movimiento furtivo pero seguro de un animal alto.
Sus astas horadaban la superficie de la niebla, se movían como dedos recios en un día más claro.
De pronto, la gran bestia corrió a cubierto. Estaba al otro lado del arroyo y, tras un último atisbo de su ancho cuerpo, Tallis perdió de vista al Niño Roto entre los robles y olmos que bordeaban el Prado de la Canción Triste.
—¡Espérame! —gritó.
Se encaramó a la valla. El perro corrió tras ella, ladrando estruendosamente. No saltó la valla y, para cuando Tallis estuvo junto al portillo, ya se había callado. La niña llegó a la niebla del arroyo, cruzó por las piedras de paso y llegó junto al rastro del venado. Lo siguió hasta los árboles.
Unos minutos más tarde, llegó jadeante junto al Arroyo del Cazador.
Sin ceremonias, pero moviéndose con suma cautela, dio cuatro pasos por el Prado Volveremos a Vernos. Estaba siendo vigilada desde el bosque, pero, cuando miró hacia allí, no alcanzó a ver movimiento alguno, ni pudo imaginar dónde se ocultaba el espía. Aunque se trataba de Niño Roto, de esto estaba segura. La había esperado todos aquellos años. Lo habían dado por muerto, se decía que los cazadores lo habían abatido, y era muy posible que fuera cierto. Pero Niño Roto no era simplemente un gran armazón de huesos recubiertos de vieja carne.
¡Y quería a Tallis!
La niña se inclinó hacia adelante y clavó el muñeco de espino en la tierra dura, moviéndolo con energía para quebrar la superficie reseca por el sol, retorciéndolo luego para que penetrara en la capa arcillosa de abajo. Cuando la cabeza estuvo a ras de tierra, cerró la herida con los dedos, escupió sobre ella y puso la mano encima.
—Ahora te conozco —dijo en voz alta—. Conozco tu nombre. No puedes atraparme.
Unos minutos más tarde, llegó al camino tortuoso que otrora llevara al refugio. Se quedó de pie entre la hierba alta, escuchando los sonidos de movimiento en el espeso bosque. Luego se aproximó a la valla, con su letrero descolorido, y la saltó rápidamente entre los alambres sueltos.
Al momento, alcanzó a ver la luz amarilla en el claro, junto a la casa en ruinas.
Caminó cautelosamente por el sendero, y llegó, por segunda vez en su vida, al jardín del lugar que el bosque había absorbido. Lo que vio la dejó asombrada.
El gran tótem negro había caído, hendido en dos a lo largo, y ahora una masa de escarabajos se arrastraban por su interior hueco. Estaba hundido entre la hierba descuidada que en el pasado fuera una extensión de césped. Su sonrisa burlona estaba de cara a la tierra. En los árboles que rodeaban el claro había pieles: de ciervos, de zorros, de conejos… El profundo hoyo en la hierba, que años atrás había estado seco y muerto, humeaba ahora. Tallis se aproximó a el con cautela, sin dejar de lanzar miradas hacia los árboles con sus putrefactos pellejos de animales.
El hoyo estaba lleno de huesos chamuscados. Pateó los restos de la hoguera, y una fina ceniza flotó hacia la luz vibrante.
Con voz nerviosa, llamó a quien hubiera por allí. Los pesados troncos de los robles absorbieron sus palabras, ensordecieron el sonido, y le respondieron sólo con el revoloteo de los pájaros entre sus ramas. Tallis recorrió la pequeña zona del jardín, observándolo todo: los restos de una valla de alambre aquí, allá restos de tablones, quizá las ruinas de un cobertizo, empaladas por las raíces salientes…
De pronto, con un sobresalto, vio los restos de una oveja. Alguien los había tirado entre la maleza, y la cabeza ensangrentada, desprovista de carne, parecía mirarla. Al escuchar, oyó el zumbido de las moscas. Y, cuando se inclinó hacia adelante, captó los primeros olores del proceso de putrefacción.
¿Quién había estado allí?
Se acuclilló junto a las cenizas calientes y recogió cinco o seis fragmentos de hueso. Eran menudos, procedentes de un animal pequeño…, quizá de un conejo, o de un lechón. Cuando los apretó entre sus dedos, no le llegó ninguna imagen a la mente, y sonrió para sus adentros al recordar la historia del Bosque de Hueso.
—No tengo talento para la profecía —murmuró en voz alta.
Recogió más huesos y se llenó los bolsillos con ellos. Revisó el terreno en busca de huellas, pero sólo encontró el rastro de un caballo. Al seguirlo, dio con un sendero que se adentraba en el bosque, entre los helechos secos y la hojarasca que solían bloquear estos caminos.
Y pensó en el joven vestido con la piel de venado, en su cuerpo esbelto al sol, en sus movimientos ágiles, casi animales, en sus acciones junto al arroyo, tan rápidas, tan salvajes…
—Entonces, ¿te escondes aquí…?
¿La estaría mirando? ¿Se encontraría en los alrededores en aquel momento? Tallis miró lentamente en torno a ella, pero no presintió peligro alguno.
En cualquier caso, había acudido a aquel lugar con un objetivo diferente. Caminó por entre los arbolitos que crecían junto a la casa, pisando con cuidado junto a sus filas vigilantes, y se detuvo ante los ventanales rotos del estudio. Los entreabrió lo suficiente como para poder deslizar su cuerpo esbelto hacia el interior de la casa. La habitación tenía luz más que suficiente, ya que los elementos habían abierto varios agujeros en el tejado.
Libros desencuadernados y podridos yacían por doquier. Tallis paseó entre ellos, moviéndolos con los pies, y rodeó lo más característico del estudio, un gigantesco roble, cuyo tronco formaba una especie de asiento. El tronco ramificado hendía el techo y se proyectaba hacia la luz. Al igual que el resto de la habitación, estaba cubierto de hiedra.
Los cristales de algunas vitrinas estaban intactos, pero el contenido se había desparramado por el suelo. Tallis rebuscó entre montones de cerámicas rotas, tocando los fragmentos y apartándolos casi con suavidad para dejar al descubierto unas puntas de lanza metálicas, artefactos de pederlan y toda una suerte de monedas extrañas y estatuillas de hueso.
Pero lo que buscaba no eran aquellos recuerdos históricos, y volvió junto al árbol central, dirigiéndose hacia el escritorio cubierto de hiedra que había visto en su visita anterior.
Cuando empezó a quitar la hiedra de los cajones, descubrió asombrada que alguien más había estado allí recientemente. La hiedra ya estaba desgarrada, aunque la habían vuelto a poner sobre el escritorio como si fuera un verde mantel. Al tirar del cajón superior, éste se deslizó con suavidad, y la masa podrida y húmeda de su contenido apareció en toda su hedionda gloria: hojas de papel y sobres fundidos en una pasta amarillenta y homogénea, fotografías y libros escolares, una biblia y un diccionario, un par de guantes de lana, y una ondulante masa de larvas de escarabajo.
Tallis cerró el cajón y respiró hondo, arrugando la nariz ante el espantoso olor. Pero, en el segundo cajón, encontró lo que buscaba, el diario que sabía que iba a descubrir; su abuelo hablaba de él en la carta, y Tallis había soñado con el anciano escribiendo en aquel mismo escritorio, una imagen del hombre que había estudiado los «mitagos» del Bosque Ryhope.
El diario también estaba húmedo y mohoso, pese a la gruesa encuadernación de piel y la tela impermeable que lo envolvía. A lo largo de los años, demasiada agua había entrado por el techo abierto sobre el escritorio, empapando las valiosas páginas.
Pero vio una cosa más…, alguien había abierto ya el diario. Cuando pasó las páginas, se separaron inmediatamente hacia el final, y entre dos de ellas había una hoja verde de árbol. Tallis alcanzó a leer algunas palabras, aunque la mayor parte de la tinta se había corrido, y en algunos puntos un moho anaranjado había devorado el papel. Cuando llegó a una página en que la caligrafía precisa, redonda, se podía interpretar con facilidad, se inclinó y empezó a leer.
… Las formas de los mitagos pueblan todavía mi visión periférica. ¿Por qué nunca la visión directa? Al fin y al cabo, estas imágenes irreales no son más que reflejos. La forma de Hood era sutilmente diferente…, más marrón que verde, el rostro menos amable, más demacrado, más acosado…
Tallis estaba confusa. ¿Hood? ¿Robin Hood? Examinó la cubierta del diario, y la página del frontispicio. Le temblaban las manos. Trataba de no estropear el libro más de lo que ya lo habían hecho los muchos años de lluvia y putrefacción. Leyó con atención las palabras:
George Huxley. Datos y observaciones sobre los fenómenos del bosque, 1923-1945.
Tras examinarlas un minuto en silencio, Tallis volvió a pasar las páginas con sumo cuidado.
… los mitagos surgen del poder del odio y el miedo, y se forman en los bosque naturales de los cuales pueden, o bien salir —como la entidad Arturo, o Artorius, el hombre-oso con su carisma para el liderazgo—, formar parte de ellos, estableciendo un foco oculto de esperanza…, como la entidad Robin Hood, quizá Guardián, y por supuesto la entidad heroica que he denominado Brezo…
… Wynne-Jones sugiere que vayamos al bosque y atraigamos al Brezo, quizá al claro del cerro, donde puede quedarse en el vórtice fuerte de robles y, eventualmente, desaparecer. Pero sé que penetrar profundamente en el bosque nos costará más de una semana, y la pobre Jennifer ya está bastante deprimida por mi comportamiento…
Tallis siguió pasando las páginas, y por último llegó de nuevo a la que estaba marcada con una hoja. El texto estaba borroso, la tinta corrida, y casi al momento se encontró con una palabra que no comprendía en absoluto. Pero, al pasear la vista por las líneas, un párrafo le llamó la atención.
… cuando se recuperó no hacía más que repetir, «lugar prohibido», como si se tratara de un secreto desesperado y necesitara transmitirlo. Más adelante descubrí que nadie se había adentrado en el bosque tanto como…
Después de aquello, siguiendo el desagradable ejemplo de la carta de su abuelo, las palabras se volvían ilegibles.
Tallis contempló la página y tomó una decisión. Tenía que pedir ayuda a su padre para comprender las palabras. De manera que envolvió el diario en la tela impermeable, se lo puso bajo el brazo y cerró el cajón del escritorio. Se sentía como si estuviera turbando la paz de los muertos, pero sabía que algún día devolvería el documento.
Se volvió hacia el balcón con la intención de salir del refugio y volver a su casa, pero un ruido en el exterior la sobresaltó. Era un movimiento apresurado entre la maleza. Casi al instante, pensó: «¡Niño Roto!».
Echó a correr hacia el balcón y empezó a abrirlo con la esperanza de ver al venado aguardándola en el claro… pero se detuvo en seco, y rápidamente retrocedió dos pasos, al ver como, entre los brotes de árbol, corría hacia ella el hombre más alto y extraño que había visto en su vida. Iba envuelto en una piel, desde la capucha hasta las botas. Era una piel negra y plateada, y parecía mojada. La llevaba atada a los brazos, cintura y piernas con anchas tiras de cuero, de las que pendían brillantes fragmentos blancos de hueso y piedra, y los cuerpos de aves pequeñas, todavía con sus plumas oscuras. Debajo de la capucha, el rostro que con tanta atención contemplaba la casa parecía muy oscuro, aunque Tallis no habría sabido decir si era por la suciedad o si llevaba barba.
Un segundo después de que Tallis llegara a su escondrijo —tras el tronco en forma de V del roble que crecía en la habitación— el cuerpo del hombre bloqueó la luz que entraba por el balcón. Era tan alto que tenía que agacharse para entrar en el estudio. Por extraño que parezca, en aquel cálido día de verano, despedía un olor a nieve y a humedad. Tallis, con el corazón palpitando a toda velocidad, se acurrucó más aún junto a la dura madera fría, apretando contra su pecho el diario de Huxley. Cuando el hombre echó a andar cautelosamente entre los restos, apartando a patadas los fragmentos de cristal y madera, Tallis giró también en torno al tronco para que le siguiera sirviendo como escudo contra el desconocido.
El hombre respiraba pausadamente, y susurraba algo en voz baja, con palabras que en ocasiones le parecían un gruñido.
Entonces, desde otro punto de la casa, le llegó el crujido de la madera. Una voz gritó algo, palabras incomprensibles, tono claramente femenino. El hombre del estudio respondió también gritando. Tallis se arriesgó a echar un vistazo desde detrás del roble, y vio que se había echado hacia atrás la capucha, y que empujaba la puerta que daba al vestíbulo. Tenía el pelo espeso y negro, atado en un moño alto, con dos largas trenzas en las sienes. Parecía grasiento. Se había pintado una tira roja sobre cada trenza. De la cinta de cuero con que se ataba el moño colgaba el cráneo de un mirlo, cuyo pico amarillento se hundía entre el espeso pelo.
Cuando la puerta cedió ante su fuerza, el hombre salió. Al momento, Tallis echó a correr hacia el exterior, abrazándose con decisión al pesado diario. Oyó un grito a su espalda, y la figura envuelta en pieles volvió a entrar en el estudio. Tallis dejó escapar un chillido, y cerró de golpe las puertas del balcón. Corrió entre los arbolitos y llegó al sendero que la llevaría hasta su casa. Pero, al ver algo por el rabillo del ojo, titubeó.
Un niño la miraba desde la maleza. El chiquillo salió de su refugio. Era casi tan alto como ella, y vestía las mismas pieles negras y plateadas que el hombre. También su pelo iba anudado en un moño erizado en la nuca, pero lo tenía mucho más corto. En torno a la cabeza llevaba una cinta blanca de la que pendían muchas patas de mamíferos pequeños. En sus mejillas había manchas de pintura verde y blanca. La miraba con unos grandes ojos, negros como el carbón. Tallis advirtió que tenía una figurita de madera en una mano.
Fue todo lo que pudo observar antes de que el niño empezara a gritar a pleno pulmón, al tiempo que la señalaba. Gritaba una sola palabra, y Tallis la recordó mientras huía del gigante que la perseguía.
—¡Rajathuk! ¡Rajathuk!
Escapó por el bosque oscuro, metiéndose entre los matorrales cuando sentía que el hombre estaba cerca de ella, aunque al mirar atrás no veía nada. Oía a la alta figura del estudio gruñir y luchar contra los zarzales. Tallis llegó a la luz del día, y trepó por la alambrada.
Una vez fuera, volvió la vista. Se alejó de los árboles, caminando con cuidado por la hierba alta. La brisa hacía que la alambrada de moviera, que las hojas susurraran. Un rostro apareció en la penumbra, un rostro de hombre rodeado de verdor. La miró atentamente y frunció el ceño. La niña se quedó inmóvil, sin saber si el hombre dejaría el bosque para perseguirla. Pero, tras unos momentos, el rostro se retiró.
No era un rostro pintado. Ni tenía barba.
Mientras volvía a su casa, tuvo la extraña sensación de que alguien la seguía, sin dejarse ver, entre los arbustos.
* * *
Se pasó toda la tarde y las primeras horas de la noche leyendo, y empezó a entender parte de los garabatos del diario, aunque la mayor parte de lo legible le resultaba incomprensible. Cuando empezaron a llorarle los ojos por el esfuerzo de descifrar la caligrafía, cerró el libro y lo llevó a la planta baja. Su padre estaba en la sala, trabajando ante la mesa redonda, con un cigarrillo humeando entre los dedos. Alzó la vista cuando Tallis entró silenciosamente, y apagó el cigarrillo en un cenicero de cristal.
De la sala de música les llegaba el sonido de las escalas; Margaret Keeton se estaba calentando los dedos para su habitual hora de ensayos. Cuando Tallis puso el diario sobre la mesa, las notas de una sonata sustituyeron a las escalas, y la niña se relajó ante la familiaridad y delicadeza de la música de su madre.
Su padre olfateó el aire, luego contempló el libro húmedo.
—¿Qué es esto? Huele a rayos. ¿De dónde lo has sacado?
—Del Bosque Ryhope —respondió Tallis.
Su padre la miró, con la expresión teñida de cierto desagrado. Tenía el pelo gris húmedo tras lavárselo (los Keeton salían a cenar fuera aquella noche), y olía ligeramente a loción para después del afeitado.
—¿Más fantasías? —murmuró al tiempo que cerraba el informe en el que había estado trabajando.
—No —negó simplemente Tallis—. Estaba en un escritorio de la casa en ruinas, cerca del lindero del bosque. En el Refugio del Roble. Fui a explorar.
Su padre la miró y sonrió.
—¿Llegaste a ver a algún fantasma? ¿O algún rastro de Harry?
Tallis sacudió la cabeza.
Nada de fantasmas. Ni de Harry. Pero vi un mitago.
—¿Un mitago? —Pensó un instante—. Ésa era una de las palabrejas raras de tu abuelo. Pero ¿qué es? ¿Qué significa?
Tallis empujó el diario para ponerlo delante de su padre. Abrió el libro por una de las páginas más sencillas de leer, donde el agua no había corrido la tinta. Donde la caligrafía de Huxley era menos críptica que en sus anotaciones frenéticas, tan habituales.
—He intentado leer algunos trozos, pero no entiendo gran cosa —dijo—. En cambio, esta página es muy clara…
Keeton contempló las líneas, y luego leyó en voz baja:
He detectado claros flujos de energía mitopoética en el córtex: las formas mitago se generan en el hemisferio derecho, y su realidad en el izquierdo. Pero ¿cuál es la zona de génesis del premitago? WJ cree que se trata del centro del cerebro, la parte más antigua de la estructura mitogenética. Pero, cuando induce mitogénesis en el bosque, hay actividad en el cerebelo. El instrumental del que disponemos es demasiado burdo. Quizá no estemos midiendo la energía psíquica correcta…
Todo esto son tonterías. No significa nada. Parece muy científico, pero en realidad no son más que palabrejas… Pasó una página:
La entidad Hood ha vuelto, es una forma muy agresiva. No hay alegres compañeros para este Robin en concreto, es un simple demonio prehistórico de los bosques…
Alzó la vista hacia su hija y frunció el ceño.
—¿Robin Hood? ¿El Robin Hood de las leyendas?
Tallis asintió con energía.
—Y Arturo. Y sir Galahad, el noble caballero. Y el Brezo…
—¿El Brezo? ¿Y ése quién demonios es?
—No lo se, una especie de héroe. De antes de los romanos. También hay heroínas, y algunas son muy extrañas. Todas están en el bosque…
James Keeton volvió a fruncir el ceño, tratando con todas sus fuerzas de comprender.
—¿Qué quieres decir? ¿Que esta gente aún vive en el bosque? Eso es una tontería…
—¡Están allí! Yo he visto a algunos, papá. Hay unas mujeres encapuchadas. El abuelo también las conocía. A veces salen del bosque y me susurran cosas.
—¿Que te susurran cosas? ¿Qué cosas?
Unas notas atropelladas y enérgicas surgieron de la sala de música. Tallis miró la pared que separaba las dos habitaciones, luego se volvió hacia su padre.
—Cómo hacer cosas. Muñecos y máscaras. Cómo dar nombre a las cosas. Cómo recordar cosas, las historias…, cómo ver cosas…, las encrucijadas…
Keeton sacudió la cabeza. Buscó otro cigarrillo, pero, en vez de encenderlo, se limitó a juguetear con él entre los dedos.
—No te entiendo. Es uno de tus juegos, ¿verdad? Una de tus fantasías…
Tallis se enfureció. Se echó el pelo hacia atrás, y lanzó a su padre una mirada fría, airada.
—Sabía que dirías eso. Es tu respuesta para todo.
—Calma —advirtió el hombre, moviendo un dedo—. Recuerda el orden jerárquico en esta casa…
Tallis volvió a intentarlo.
—Los he visto. De verdad. Al venado. A mi Niño Roto. Todo el mundo sabe que habría debido morir hace años, pero sigue ahí fuera…
—Yo no lo he visto nunca.
—¡Claro que lo has visto! Lo viste cuando nací yo, y sabes que ha estado en el bosque desde que tú eras un niño. Eso lo sabe todo el mundo. Es una leyenda. ¡Es auténtico, pero sale de aquí! —Tallis se tocó la cabeza—. Y de aquí… —señaló la frente de su padre—. Lo dice en el libro.
Keeton tocó la página abierta, pasó los dedos por ella, luego la volvió. Guardó silencio durante largo rato. Quizá se encontrara dividido entre dos creencias conflictivas: la de que su hija estaba algo loca, y la de que ante él tenía el diario de un científico, y ese diario contenía afirmaciones tan extrañas como las visiones de la niña…
Y él había visto al Niño Roto. No podía negar que la existencia de aquel venado era desconcertante.
Volvió a inclinarse hacia adelante y pasó las páginas húmedas del libro.
—Zonas mitogenéticas —leyó, repasando las líneas.
Su voz al hablar tenía un tono escéptico, incrédulo. Articulaba las palabras como si dijera: «Esto no es posible, desde luego». ¡Vórtices de robles! Zonas de robles y fresnos…, memoria reticular…, vórtices premitago de poder generativo… ¡Santo Dios, matrices pautales! Formas de imágenes elementales…
Cerró el libro de golpe.
—¿Qué significa todo esto? —Miró a Tallis con gesto sombrío, pero en realidad estaba más confuso que enfadado—. ¿Qué significa? Todo son…
—¡Palabrejas! —terminó Tallis, sabiendo qué palabra buscaba su padre, usándola con tono burlón—. Pues no, no son palabrejas. Tú tienes sueños. Todo el mundo tiene sueños. La gente siempre ha soñado. Es como si todos esos sueños se hicieran realidad. Todos los héroes y heroínas de los libros de cuentos, todas las cosas emocionantes que recordamos de nuestra juventud…
—¡Cómo habla esta niña! Parece poseída…
Tallis hizo caso omiso de su asombro.
—Todas esas cosas se vuelven realidad en el Bosque Ryhope. Es un lugar onírico…
Suspiró y sacudió la rubia cabeza.
—El abuelo debía de entenderlo mejor que yo. Él habló con el hombre que escribió este diario. Luego me escribió en mi libro de folclore.
—Ya leí esta carta —murmuró Keeton—. Desvaríos. Tonterías. Un anciano senil. —Tuvo un instante de añoranza, y añadió—: Un anciano moribundo.
Tallis frunció el ceño, luego se mordió un labio.
—Sé que estaba moribundo, pero también sé que no se había vuelto loco. Sencillamente, no lo entendía todo. Igual que tú. Igual que yo. Pero, en la carta, me dijo algo que ahora empiezo a comprender. Y en este diario… —Pasó rápidamente las páginas hasta llegar a la marcada con la hoja, donde la tinta se había corrido tanto—. Esta página es importante, pero no consigo leerla. Pensé…, pensé que tú a lo mejor sí podrías. ¿Ves? Aquí, donde dice «Lugares prohibidos». Entiendo esa frase, pero nada más.
Su padre contempló la borrosa caligrafía durante largo rato, al tiempo que se mordisqueaba el labio inferior. Se frotó la frente llena de arrugas, luego suspiró y se inclinó para escrutar las líneas. Por último, irguió la espalda.
—Sí —dijo—, lo entiendo. Al menos, entiendo las palabras…
WJ ha vuelto del bosque. Ha estado allí cuatro días. Está muy emocionado, y también muy enfermo. La intemperie le ha afectado mucho, tiene dos dedos casi congelados. Ha experimentado un clima mucho más duro que este húmedo otoño de Inglaterra: ha estado en una zona invernal. Ha tardado casi dos horas en «descongelarse» los dedos. Se bebió la sopa como si no hubiera comido caliente en su vida. A medida que se recuperaba, no hacía más que repetir las palabras «lugares prohibidos», como si fuera un secreto desesperado y necesitara comunicarlo.
Más tarde descubrí lo siguiente: se ha adentrado en el bosque más que nadie. El tiempo subjetivo para WJ ha sido de dos semanas, una idea aterradora. Ese sencillo efecto de relatividad parece circunscrito a ciertas zonas del bosque. Puede que haya otras en las que el efecto del tiempo sobre el cuerpo humano sea el contrario, el tiempo tradicional de los cuentos de hadas, en los que un viajero regresa tras un año de ausencia y descubre que ha transcurrido un siglo.
WJ dice que tiene pruebas de esto, pero lo que más le emociona son lo que llama sus «zonas de la mente», y debo dejar constancia lo mejor que pueda de su balbuceante descripción de esta experiencia.
Ha llegado a la conclusión de que el efecto mitogenético no actúa sólo para crear las figuras misteriosas e intocables de la leyenda, las figuras heroicas…, también crea los «lugares prohibidos» del pasado mítico. Esto parece bastante obvio. Los clanes y ejércitos legendarios (como los antiguos «shamiga», que vigilan los puntos de cruce de sus ríos) están asociados con un lugar. Y los castillos en ruinas, y los terraplenes, también pueden encajar en esta categoría. Pero WJ ha avistado estos reinos que él llama «zonas de la mente», paisajes arquetípicos generados por las energías primordiales del inconsciente hereditario, perdidos en las zonas más profundas del cerebro. Ha encontrado un mitago al que denomina «hombre ululante» a causa del grito/cántico que emite antes de salir del bosque para entrar en la zona mental que ha creado, o hecho aparecer.
La zona mental es un arquetipo lógico, generado por la mente. Puede ser tanto el reino deseado como el más temido. Es el lugar del inicio o del fin; el lugar de la vida antes del nacimiento o el de la vida después de la muerte; el lugar donde todo es sencillo o donde la vida se pone a prueba y se realizan las transiciones de un estado de ser a otro. Al parecer, existe un lugar así en el interior del bosque. Las ruinas míticas que abundan en las zonas exteriores nos lo indican.
WJ cree que el «hombre ululante» guarda el camino para llegar a esa tierra. Es una figura chamánica, eso ya está más claro. Lleva la cara pintada de blanco, pero con los ojos y la boca bordeados de rojo. Se cubre el cuerpo con jirones de piel y cuero sin curtir, algunos ennegrecidos por el tiempo, otros recientes y todavía ensangrentados. Lleva un collar de cabezas de pájaros: aves de pico largo, como garzas, cigüeñas y grullas sobre todo, aunque también vio picos de pájaros más pequeños. Porta diversos silbatos para simular el canto de las aves.
WJ intentará relacionar esto con los mitos de los pájaros como mensajeros de la muerte, portadores de presagios y símbolos de la transformación humana. (Desde el punto de vista de un ave, todos los extremos de la tierra son visibles, y el chamán intenta copiar esta cualidad). Pero el «hombre ululante», con su misión a la entrada del paraíso, o del infierno, nos interesa por muchas más cosas que por su interpretación chamánica. Parece ser capaz de crear estas puertas. En el pasado, la creencia en esto debió de ser muy profunda. La zona mental que WJ vio era una tierra invernal, donde durante tres días sopló un viento gélido, y el «hombre ululante» se quedó sentado a la entrada, de cara al intruso, casi desafiándolo a acercarse. El clima afectó enormemente a WJ, aunque al parecer no le sucedió lo mismo al «hombre ululante». Por último se levantó, cruzó la entrada de la zona mental y el espacio desapareció a su alrededor.
Cuando James Keeton alzó la vista del borroso texto, vio a su hija de pie, junto a la ventana, que le miraba a través de los ojos de la máscara blanca y roja.
—¿Hombre ululante? —preguntó—. ¿Zonas mentales? ¿Shamigas? ¿Entiendes algo de esto?
Tallis bajó la máscara. Sus ojos oscuros brillaban, su piel blanca parecía vibrar. Miró a su padre, pero al mismo tiempo parecía mirar a través de él.
—Encrucijadores… —susurró—. Hombre ululante… Encrucijadora…[5] Son lo mismo. Guardianes. Creadores del sendero. Creadores de los reinos fantasmales. La historia empieza a aclararse…
El hombre pareció confuso.
—¿La historia? ¿Qué historia?
Se levantó al tiempo que hablaba, se ajustó los tirantes y recorrió la habitación a zancadas. El olor a tierra y a madera podrida era fuerte.
—La historia del Viejo Lugar Prohibido —dijo Tallis—. El viaje al Viejo Lugar Prohibido. La zona mental de Harry. Tan cerca, y a la vez tan lejos… —De pronto, se emocionó—. Es lo que me dijo Harry. ¿Recuerdas que te lo conté?
—Refréscame la memoria.
—Me contó que se iba a un lugar muy extraño. Un lugar que estaba cerca. Que haría todo lo posible por mantenerse en contacto. —Tallis se acercó a su padre y le cogió la mano, y Keeton cerró los pequeños dedos fríos entre los suyos—. Entró en el bosque. Pero fue más lejos. Entró en una zona mental, pasó por una encrucijada. Creí que no eran más que visiones, pero son puertas. Está aquí, papá. Está a nuestro alrededor. Está en un lugar muy cercano, quizá en estos mismos momentos intenta volver a casa. Puede que se encuentre en esta misma habitación, pero, para él…, la habitación es otro lugar, una cueva, un castillo. Una región desconocida.
Volvió a ponerse la máscara ante el rostro. Los siniestros rasgos contemplaron a Keeton desde otra era. Desde detrás de la madera, Tallis susurró:
—Pero está en una zona errónea del Otro Mundo. Ahora estoy segura de eso. Está en el infierno. Por eso me llamó. Se ha perdido en el infierno, y necesita que vaya a buscarlo. —Bajó la máscara. Parecía confusa—. He abierto tres puertas. He «encrucijado» tres veces. Pero sólo las abro a los sentidos…, sólo puedo ver cosas, oír cosas, oler cosas… No, no es así… en el prado Piedras Stretley lancé piedras al otro mundo. Pero aún no sé cómo viajar. Aún no sé cómo abrir el espacio y volver a cerrarlo, como el «hombre ululante».
Su padre parecía asustado.
—No estarás pensando en fugarte, ¿verdad? ¿Al infierno? Ahí sí que me tendré que poner firme. Cuando tengas veintiún años, podrás ir a donde quieras.
Tallis sonrió y miró por la ventana, a través del césped y de la valla, hacia el Risco Morndun.
¿Cómo viajar? Ésa era la pregunta.
¿Qué le había dejado escrito su abuelo? He dejado mi propia marca sobre esa cornamenta. Cuando hayas hecho lo mismo, significará que ya estás preparada para los jinetes.
Se había pasado la vida oyendo ruido de jinetes cuando no había ningún jinete cerca. Al parecer, al abuelo Owen lo habían perseguido los mismos fantasmas. Había sabido más de lo que escribió en el libro de folclore…
—Tengo que encontrar al Niño Roto —dijo desde la ventana—. La cornamenta. Tengo que marcarlo.
—Te empeñas en creer en ese fantasma… —señaló su padre con dulzura.
—Sí. Y tú también deberías hacerlo, papá. Cuando encuentre al Niño Roto y lo marque…
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Aún no lo sé. Pero, cuando lo haga, podré dar el primer paso hacia el interior del bosque. Traeré a Harry de vuelta con nosotros. Te lo prometo. Está en la historia, lo sé. Está en la historia. ¡Ojalá supiera el final…!
¡En la historia!
Su abuelo había conocido al menos el Bosque de Hueso: en su carta hacía una referencia a «Ceniza». ¿Habría sabido también otras historias, conocería la existencia del Viejo Lugar Prohibido?
Te contarán todas las historias, le había escrito. Durante toda su vida había imaginado historias amables, y aventuras épicas, y tristes cuentos de caballeros perdidos, y relatos divertidos sobre gente que vivía en los bosques. Quizá, entonces, ella las tuviera todas. Quizá Máscara Blanca le hubiera contado todas las historias. Pero sospechaba que no. Quedaban más, muchas más historias, más fragmentos de la historia de más antigüedad, la visión épica que llenaba su mente, con su gran desfiladero, sus criaturas imposibles, sus árboles gigantescos, y el castillo de piedra que no era piedra…
En alguna parte de esa historia estaban las pistas para dar con Harry. Ahora, estaba completamente segura de que su hermano y la historia tenían una relación. Para traerlo de vuelta, sólo tenía que esperar para saber cómo terminaba el Viejo Lugar Prohibido.
Su padre estaba hojeando de nuevo las páginas del diario, ahora de manera distraída, quizá sobrecogido por lo que acababa de oír, agotado por la extravagancia de su hija y su extraña perspicacia.
—WJ —murmuró—. ¿Quién sería?
Cerró el libro. La música del piano cesó. En el exterior, sonó un timbre de bicicleta, y el primo de Tallis, Simón, apareció cruzando el césped, con las manos en los bolsillos. Iba a hacer compañía a Tallis por la noche, mientras sus padres estaban fuera.
—Empiezas a darme miedo —dijo James Keeton—. Es por las cosas que dices.
—No hay que tener miedo. No hay nada que temer.
Su padre le dirigió una sonrisa sardónica, cansada.
—¿De verdad? Harry está vagando por una «zona mental» invernal y nevada, bajo la tierra en los límites del infierno, vigilada por esa gente que ulula…
—El hombre ululante. El chamán.
Keeton se echó a reír y se pasó una mano por el pelo húmedo. Su risa era un sonido desesperado.
—Santo Dios, niña, ¡ni siquiera se qué es un chamán! Lo más parecido que se me ocurre es un médico brujo…
—Son los que conservan y transmiten el conocimiento —explicó Tallis—. El conocimiento del animal que hay en la tierra. De la visión, de la historia, de los caminos.
—¿Dónde has leído eso?
La niña se encogió de hombros.
—Sencillamente, lo sé. Supongo que alguna de las mujeres de las máscaras me lo dijo.
—Te lo susurró.
—Sí.
—¿Poderes psíquicos? ¿Crees que se trata de eso?
—Las susurradoras me pertenecen —dijo Tallis—. Yo las creé. En cierto modo, ellas saben lo que yo sé.
—Mitagos —suspiró Keeton—. Imágenes míticas. Y todos las llevamos en nuestras mentes, ¿no es así? —Tallis asintió—. Pero no podemos verlos ni oírlos hasta que se hacen reales —siguió su padre—. Cobran existencia en los bosques, y entonces podemos hablar con ellos…
—Sí.
—Que es como hablar con nosotros mismos.
—Con nuestro yo antiguo. Con nuestro yo muerto. Con nuestro yo de hace miles de años.
—¿Y cómo es que yo no he creado ninguna de esas cosas?
Tallis le lanzó una sonrisa maliciosa.
—Quizá seas demasiado viejo.
—Pero el abuelo sí que lo consiguió.
—Él tenía los sentimientos adecuados —murmuró Tallis.
—Eso lo cambia todo, claro —asintió su padre con una sonrisa.
Se inclinó hacia adelante y besó a su hija en la frente.
—Haré un trato contigo. No hagas nada demasiado precipitado, como aventurarte hacia ese otro mundo, hasta que volvamos de cenar esta noche. Mañana, cuando vuelva de trabajar, iré contigo a esa casa de los bosques. Nos quedaremos allí hasta que veamos a un mitago. Escucharé y aprenderé.
Tallis se alegró, tanto por el alivio que le produjeron estas palabras, síntoma de que empezaba a creer en ella, como por su ofrecimiento de acompañarla a Refugio del Roble.
—¿Crees de verdad que Harry sigue vivo? —le preguntó.
Keeton se irguió, le puso las manos en los hombros y asintió con solemnidad.
—¡Sí! —aseguró enfáticamente—. Sí, lo creo. No entiendo cómo, ni por qué. Pero estoy deseando saberlo. Mañana. Las clases empezarán mañana. Para mí y para tu madre. Los dos necesitamos aprender.
Tallis se abrazó a la cintura de su padre.
—Sabía que, tarde o temprano, me creerías.
El hombre estaba triste, pero sonreía. Tenía lágrimas en los ojos.
—No quiero perderte —murmuró—. Tienes que intentar entender lo triste que ha sido este hogar. Te quiero mucho, por rara que seas. Eres casi lo único que me queda. Perder a Harry fue un golpe terrible…
—¡No lo has perdido para siempre!
Un roce del largo dedo en la naricilla.
—Lo sé. Pero ahora no está con nosotros. Las cosas entre tu madre y yo… —Se interrumpió, incómodo—. A veces, dos personas se distancian. Margaret te quiere tanto como yo. Sin ti, los dos estaríamos perdidos. A ella no le resulta tan fácil como a otras personas hacer demostraciones de afecto, pero no pienses jamás que no te quiere.
—Nunca lo he pensado —aseguró Tallis con tranquilidad, el ceño ligeramente fruncido—. Lo que pasa es que, a veces, se enfada mucho conmigo…
—Así son las cosas con las madres… —señalo su padre—. ¡Venga, sal a saludar a Simón!
Necesitaba meditar. Había sido un día lleno de acontecimientos, por decirlo de una manera suave. Las imágenes y la información abarrotaban su joven mente. Necesitaba tiempo y un entorno tranquilo para dar plena forma a todo lo que había visto, a los hechos que había descubierto.
Algo la intranquilizaba. Algo referente a lo que había visto, o quizá leído, intentaba tomar forma propia. Se sentía muy pequeña, pero, al mismo tiempo, decidida. Una idea estaba cristalizando en su mente, y eso significaba que tenía que ir a uno de sus lugares secretos.
Desde la ventana de su dormitorio alcanzaba a ver a las vacas moviéndose en pequeños grupos por el borde del prado Piedras Stretley. La oscura línea de los árboles que era el Bosque Ryhope también resultaba perfectamente visible. El pasadizo entre los cobertizos de maquinaria estaba desierto y silencioso. Pero, en el Risco Morndun, cerca de los antiguos terraplenes de madera, destacaban las siluetas de unas figuras humanas. Mientras Tallis miraba, parecieron disolverse en el crepúsculo, y al momento la niña sintió la llamada.
Arrastrando a su primo Simón, Tallis salió de la casa y subió hacia las viejas fortificaciones. El chico la perseguía entre los árboles que crecían por las pendientes de tierra, caminando entre las ruinas, quizá imaginando las aventuras de los caballeros que allí moraron en el pasado.
Tallis se detuvo a la entrada del círculo de tierra. Quizá, antaño, aquella puerta había estado marcada por grandes piedras, o por los altos troncos de los árboles. Las laderas habían sido altas y empinadas. Dentro, donde ahora pastaban las ovejas… ¿qué habría habido allí? ¿El gran castillo que ella siempre imaginaba? ¿O un sencillo pueblo? ¿O quizá un lugar sagrado? Tallis no lo sabía aunque cuando contemplaba el lugar sentía un escalofrío. «Alguien camina sobre mi tumba», pensó. Durante un segundo, captó el olor del humo, y de algo más, algo putrefacto, como un animal muerto. El viento de la noche le aguijoneó los ojos, y la niña volvió la espalda para clavar la vista en su casa, al otro lado de los prados. Su hogar estaba entre las sombras, una forma oscura. Sobre ella, el cielo se estaba encapotando, las nubes oscuras se arremolinaban en el este, creando extraños dibujos sobre los campos situados tras la granja Keeton. El aire tenía un indicio de lluvia, aunque el anochecer era todavía cálido.
La oscuridad se cerraba sobre ellos. Había movimiento en los prados, a semejanza del movimiento sobre el risco. La tierra vibraba ligeramente bajo sus pies, pero la escalofriante sensación pasó enseguida.
Invierno.
Todo lo que presenciaba, todo lo que parecía obsesionarla, parecía relacionado con el invierno. Su abuelo le había escrito la carta en una noche de invierno, antes de salir al prado Piedras Stretley, sentarse bajo uno de los hitos y morir tranquilamente, quizá con una visión en los ojos que le alegró aquel último momento de vida. Las historias que contaba eran más vívidas en su mente cuando pensaba en las secuencias invernales. Había visto a Scathach cuando era invierno en su tierra. El campamento del pasadizo, la encrucijada que consiguió conjurar allí, le transmitió el potentísimo olor de ese gélido momento muerto del año.
¡Y el hombre de las pieles, aquel mismo día!
Claro, eso era lo que le había estado escociendo en el subconsciente. Las húmedas pieles de animales con que se abrigaba el intruso en la casa en ruinas. Aquel hombre salía de un crudo invierno. En el calor veraniego, se habría derretido con aquel atuendo, y ella misma había visto como empezaba a quitárselo.
Emocionada, Tallis revivió el movimiento y los sonidos de la aparición. El hombre había salido del interior del bosque, llevando hielo en sus pieles. La anterior vez que estuvo en el claro había soñado con una aparición similar…
Un «hombre ululante», según el diario de Huxley, guardaba la entrada a un invierno terrible, a una temible zona mental.
En ese caso, era probable que los visitantes de Refugio del Roble salieran a través de una puerta así. ¡Sí! Había una encrucijada en el bosque, un camino para entrar en un mundo frío. Y Tallis también podía recorrer ese camino. También ella podía entrar en el reino donde su hermano era un alma perdida y asustada.
Simón había estado rondando por los densos bosques, al norte de los terraplenes. Al oír el grito de Tallis, corrió hacia el prado.
—¿Qué pasa? —exclamó.
La niña se precipitó hacia él, jadeante y rebosando alegría.
—Hay una entrada en el bosque. Cerca de la vieja casa. Tiene que haberla. La gente de las pieles salió por ella hoy. Por eso seguían llevando hielo.
—¿Quién seguía llevando hielo?
—Los antiguos. Eran dos. Un hombre y una mujer. Viajaban con un niño. Me llamó «rajathuk».
—Yo te llamaría «chiflada» —dijo Simón tras un momento.
Tallis hizo caso omiso del comentario.
Una encrucijada, un camino de entrada al mundo invernal, cerca de la casa. Sólo tenía que encontrarla. Así es como debió de entrar Harry en el Otro Mundo, pensó. Un lugar cercano, sí, pero a la vez lejano.
Él debía de haber encontrado la manera de marcar el venado, si es que lo había hecho. Y quizá…, quizá estuviera perdido porque no había marcado el venado.
¿En qué consistiría el ritual? ¿Qué significado tendría?
Simón le pasaba una mano ante la cara.
—¿Tallis? ¡Despierta, Tallis! Se acercan los hombres de las chaquetas blancas…
Se quedó inmóvil, de espaldas a los árboles. El crepúsculo proyectaba sombras sobre su cara. Simón había cogido un palo bastante largo y empezó a alejarse de ella golpeando los tallos de hierba con el palo. Fue hacia el cobertizo de los animales sin apartar los ojos de la verja y el edificio de la granja que había más allá.
Tallis se disponía a seguirle cuando una mano surgió de la oscuridad detrás de ella y se posó encima de su hombro.
Se quedó totalmente inmóvil con el corazón latiéndole a toda velocidad. Estaba aterrorizada. Una segunda mano se posó sobre su cabeza y unos dedos se deslizaron suavemente por entre sus cabellos. Tenía tanto miedo que estaba empezando a marearse. No había oído acercarse a nadie, pero ahora estaban justo detrás de ella y pudo sentir el roce del aliento sobre su cuello.
—Simón… —dijo con un hilo de voz—. Simón…
El muchacho giró sobre sus talones y la miró con expresión sorprendida. Tenía la boca ligeramente entreabierta y el palo se le escapó de entre los dedos, pero no se movió. Sus ojos no se apartaban de Tallis y de quien estaba a su espalda, fuera quien fuese.
Una ráfaga de aire frío le hizo torcer el gesto. Sintió un escozor en los ojos. El brillo de la nieve era tan fuerte que la obligó a parpadear. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué había sido del verano? La atmósfera estaba saturada por el olor de algo quemándose. Vio acercarse varias siluetas vestidas con ropas oscuras. Las siluetas dejaron atrás la puerta de entrada y fueron hacia una choza de apariencia bastante extraña de la que brotaban nubecillas de humo. La entrada estaba protegida por dos árboles inmensos. Les habían cortado las ramas, y sus troncos parecían dos cilindros muy gruesos de superficie casi lisa. Los muros de tierra hacían pendiente y estaban coronados por una valla de madera sobre la que aleteaban harapos multicolores. Una de las siluetas sostenía en su mano un palo a cuyo extremo estaban atadas las inmensas astas de un ciervo. Unos trapos blancos oscilaban en ellas.
La visión fue muy breve, un fugaz atisbo de un mundo situado más allá del suyo. La visión real regresó un momento después y pudo distinguir a Simón inmóvil delante de ella a escasos metros de distancia. Todo parecía estar un poco más oscuro que antes. Las manos deslizaron sus viejos y fríos dedos sobre la piel de su cuello y se dirigieron hacia su mejilla. Los dedos olían a tierra. Las uñas estaban rotas y muy sucias. Tallis sintió su contacto sobre los labios, pero no se movió. Sabían a sal.
Las manos se alejaron. Su cabeza se llenó de murmullos. Los árboles crujían y gemían bajo la fuerza del vendaval; los caballos piafaban e intentaban abrirse paso a través de la nieve. Los jinetes gritaban, las tiras de cuero chocaban contra las pieles tensas. Los arneses tintineaban. Las mujeres gritaban. Los niños gemían hasta que alguien les hacía callar. Un tambor empezó a sonar con un ritmo áspero y lento. Podía oír las flautas que imitaban el canto de los pájaros.
Tallis se fue volviendo muy despacio. Los sonidos que habían invadido su mente se desvanecieron. Una de las mujeres encapuchadas estaba inmóvil ante ella. Su túnica oscura hedía a sudor y tierra del bosque. Las viejas y flacas manos de carne muy pálida estaban suspendidas delante de su rostro. Los dedos se flexionaban de forma casi imperceptible, rozándole la piel de vez en cuando. La máscara blanca la observaba sin ninguna expresión a través de las rendijas inclinadas de sus ojos. La boca que no sonreía parecía haberse vuelto ligeramente más triste.
Tallis alargó el brazo y puso la mano sobre la máscara apartándola delicadamente del rostro que había debajo. Unos ojos oscuros y muy viejos la contemplaron entre los profundos y fláccidos pliegues de carne. La boca sonrió, pero los labios siguieron unidos. Las anchas fosas nasales aspiraron el aire del verano y se hicieron un poco más grandes. Finos mechones de cabellos blancos revoloteaban escapando de la capucha.
—Eres la que me cuenta las historias —murmuró Tallis—. ¿Cómo he de llamarte?
No hubo respuesta. Los ojos de la anciana siguieron mirándola fijamente, escrutando el rostro de la niña con una intensa curiosidad. Un instante después los dedos huesudos le quitaron la máscara de la mano y los labios volvieron a temblar formando una sonrisa casi imperceptible.
Que se desvaneció casi enseguida. La tierra vibró ligeramente. La anciana miró en dirección oeste con expresión alarmada. Algo se agitó entre los árboles moviéndose con la brusquedad del miedo, y Tallis vio a los dos acompañantes de Máscara Blanca y oyó sus gritos de preocupación.
La tierra vibró.
Tallis frunció el ceño, y las líneas en su frente se hicieron más profundas cuando Máscara Blanca la miró, con más temor que amistad en los ojos. Las pupilas chispeantes se dilataron en sus nidos de arrugas. Extendió la mano derecha y empujó a Tallis suavemente en el hombro.
—Oolerinnen —dijo la mujer con una voz extrañamente susurrante.
—¿Ululante? —repitió Tallis.
—¡Oolerinnen! —insistió apremiante Máscara Blanca.
Tocó la cabeza de Tallis antes de señalar la casa de los Keeton, en la colina lejana. Luego echó a correr rápidamente hacia el refugio que le ofrecían los árboles, trepando por la ladera de tierra en dirección al Bosque Ryhope.
Cuando Simón le dirigió la palabra, Tallis se sobresaltó. No se había dado cuenta de que el chico se acercaba a ella, y ahora se encontraba a su lado. Había estado inmersa en sus pensamientos, con una intensa imagen de caminar rígida, cautelosa, por el borde de un inmenso precipicio, y de sentir una desesperación que le atenazaba el corazón…
—¿Quiénes eran? —preguntó de nuevo Simón.
Su rostro había perdido toda personalidad. Era redondo y pálido, asustado.
—Mis maestras —murmuró Tallis—. Pero algo las ha asustado.
Caminó rápidamente hacia el claro entre los terraplenes, y contempló su casa, que ahora no era más que una oscura forma angular recortada contra el horizonte.
—Dijeron…, dieron a entender que estaba en una encrucijada… pero ¿cómo es posible? No lo entiendo, ¿qué intentaban decirme?
Simón estaba paralizado. Había recuperado su bastón, y ahora lo blandía como una lanza, por encima de su hombro.
—Me voy a casa —dijo.
El crepúsculo era un brillo anaranjado que trazaba franjas entre las nubes negras. A Tallis le sugirió la idea de una hoguera, más allá del bosque, más allá de la tierra oscura.
—Espera… —pidió.
Tras un momento de vacilación, el chico volvió sobre sus pasos.
—Tengo miedo —dijo Simón—. Eran gitanas.
—No eran gitanas. Eran amigas mías.
Simón miró en dirección a la empalizada de madera.
—¿Amigas tuyas?
—¡De verdad! Y una de ellas me contó parte de una historia. Tengo que contártela para darle forma. Para hacerla real…
—Cuéntamela en tu casa.
—Quiero contártela ahora. Aquí, junto a la tumba.
Simón se quedó asombrado de nuevo. Miró a su alrededor.
—¿La tumba? Esto es una antigua fortaleza. Y lo sabes muy bien. Aquí cabalgaron valientes guerreros, con espadas centelleantes, con escudos impenetrables.
—Aquí fueron quemados cadáveres —le contradijo Tallis—. Ardieron los huesos. Ahora, guarda silencio.
Había luchado contra su padre, y por ello fue desterrado a un lugar donde no había auténtica piedra. Estaba solo en la extraña tierra, a excepción de la caza. Cazaba con armas de hueso, y fresno, y obsidiana pulida. Cabalgaba a lomos de caballos salvajes. Le acompañaban sabuesos tan altos que llegaban al cuello de su montura. Sus lanzas con punta de hueso ensartaban salmones con escamas de plata. Cuando en este lugar enloquecido tenía que viajar lejos, lo hacía entre las garras de un búho.
La necesidad de volver al lugar donde había nacido se volvió acuciante. Pero, para él, no había camino de regreso, y aunque cabalgó hacia el norte y hacia el sur junto al gran desfiladero, aunque encontró cavernas y tumbas antiguas en las que soplaba un extraño viento, no pudo escapar del sueño. Su mundo estaba fuera de su alcance.
Anudó su estandarte blanco a las astas de un alce y cabalgó a lomos de la bestia. Pero, cuando llegó a las altas montañas, el animal se sacudió su peso de encima. Hizo una canoa con la corteza de un árbol y dejó que el río lo llevara, pero se quedó dormido durante la noche, y cuando despertó había embarrancado cerca del sendero empinado que llevaba a las puertas del castillo.
Decidió probar con la magia, y entró en un extraño bosque. Allí encontró la imagen de una mujer tallada en madera. A la luz de la luna, la mujer cobró vida, y se enamoró de ella. Se quedó allí, perdido de nuevo durante muchos años.
Pero fuera de la noche, fuera del sueño, su madre acudió a él. Le tomó de la mano y le guió hasta las aguas del desfiladero. Lo hizo entrar en su barcaza, donde se tendió con la cabeza apoyada en una almohada que eran las ropas de su madre. Ella invocó al espíritu de su padre, que apareció en la forma de un animal. La mujer le robó la magia e hizo navegar la barcaza, que bajó a la deriva con la corriente, y esta vez cruzó el río. Su madre lo vio partir.
Por fin, el viaje había empezado.
—¿Has terminado ya? —preguntó por último Simón.
Parecía asustado. Tallis era consciente de su presencia, pero tenía la mente en otra parte. Contempló fijamente el lugar donde se había encontrado con las mujeres encapuchadas, donde por fin habían establecido contacto físico con ella.
¿Por qué de repente habían tenido tanto miedo?
—Deberíamos volver… —dijo, distraída—. Está sucediendo algo…, no sé qué es con exactitud, pero tengo miedo.
A Simón no le hacía falta más. Echó a andar.
—¡No quiero acabar asado en una hoguera! —exclamó teatralmente.
Tallis se irritó con la cobardía de su primo. Corrió tras él, cruzando la puerta de la empalizada.
—¡Ya eres mayorcito! —le gritó—. Deberías saber que las historias sobre gitanos son para evitar que nos caigamos en los pozos.
—Eso mismo pensaba yo hasta que esas brujas nos siguieron —replicó Simón.
Ya había llegado al pie de la colina.
—¡Simón, espera! Algo sucede…
Tallis se detuvo en medio de la ladera. Había movimiento en la oscuridad, un cambio en los rasgos de la tierra que no era normal. Tras ella, los árboles se estremecieron. La colina pareció temblar. El viento, una cálida brisa de verano, empezó a cambiar. Traía el aroma de la nieve.
—¡Simón! Vuelve…
—¡Te espero en la casa!
Todo estaba tan oscuro…, no era natural. Pocos segundos antes, el crepúsculo lo bañaba todo, ahora era de noche cerrada. Aunque el cielo al oeste brillara aún con una ancha franja color naranja.
Al pie de la Colina Barrow, Tallis se acuclilló, consciente de que el mundo temblaba. En la superficie del Arroyo del Cazador se formaron violentas olas. Los alisos casi siseaban al estremecerse. Sobre ella, las nubes nocturnas formaron un vórtice, una gran tormenta cuyo centro pendía sobre los terraplenes.
Imaginó a Máscara Blanca tocándole otra vez la cabeza…, repitiendo la palabra… oolerinnen…, ululante…, encrucijada…
—Estoy encrucijando —dijo Tallis en voz alta—. Está sucediendo a través de mí. Estoy creando una puerta. Atrapará a Simón. ¡Simón!
Se irguió al tiempo que gritaba. Simón era una silueta lejana que no dejaba de correr. En torno a él, la tierra onduló como una serpiente. Algo surcó el aire y rasgó el manto de oscuridad. La forma del chico desapareció.
—¡Simón!
Echó a correr. Con un terrible crujido y una exhalación de aire fétido, la tierra se abrió ante ella y una piedra apareció en el mundo, brillando en la noche, salpicando lodo y tierra. Llovió barro. La piedra gimió como un animal mientras se retorcía hacia arriba, dos veces más alta que Tallis, luego tres. Empezó a inclinarse…
Tallis retrocedió, asombrada, atónita. El gigantesco monolito se estremeció, después cayó, aplastando árbol y tierra a su paso, con un ruido primario que hizo que el estómago de la niña se cerrara en un nudo de miedo.
No es posible que yo esté haciendo esto…
Cruzó el agitado arroyo. Ante ella, en el lugar donde el prado empezaba a elevarse, un pilar de madera se retorció al aparecer ante sus ojos, con su tronco nudoso doblado y torturado por fuerzas ocultas. Crujió como un árbol quebrado en una tormenta. Cuando la sección truncada cayó al suelo, formó un burdo arco, y una luz invernal brilló en la noche. Una ráfaga de nieve aguijoneó la piel de Tallis.
Una forma se movió allí, un hombre a caballo que maniobraba para permanecer en el mismo punto, para impedir que el animal cruzara el portal. La luz relumbraba sobre su casco pulimentado, sobre los engarces de hierro del bocado y las riendas. Hubo un relámpago de color. El metal tintineó.
Tallis se desvió hacia la derecha mientras corría, para evitar el tronco caído. Las raíces del árbol surgieron de manera aterradora, formando bucles y arcos a través de los cuales soplaba el viento invernal de mundos ocultos. El sonido de los jinetes era fuerte. Los hombres gritaban, la llamaban.
—¡No estoy preparada! —gritó a su vez—. ¡No me llevéis ahora! ¡No estoy preparada!
¿Dónde estaba Simón? ¿Qué le habría pasado?
—¡Tallis!
El pausado grito fue retumbante, pero no conocía la voz. Le resultó casi tentador. Se alejó tambaleándose del sonido, tropezando con las raíces protuberantes, gimiendo cuando se le enroscaban a los tobillos. Se defendió y pataleó para liberarse de la tierra…
El suelo retumbó. Se abrió y la derribó hacia atrás cuando una inmensa piedra gris brotó de la tierra, y junto a ella una segunda, formando un portal a través del cual brillaba la escalofriante luz del Otro Mundo.
Luchó contra el salvaje viento invernal, con la cabeza gacha, las manos extendidas para alejarse de la gélida roca. A su alrededor no dejaban de surgir al mundo nocturno piedras monolíticas y troncos nudosos. Los muertos volvían a la vida. El pasado regresaba para atraparla, para obligarla a viajar, para hacerla entrar en el bosque.
Llegó al Prado de la Caverna del Viento. Estuvo a punto de precipitarse contra una de las entradas al otro mundo, no vio la luz de las misteriosas estrellas hasta que fue casi demasiado tarde. Se desvió hacia un lado, tropezó con una gruesa raíz que sobresalía de la tierra y llegó a la verja del jardín.
No encontró el picaporte. Se lanzó sobre la valla y cayó pesadamente en el césped del otro lado.
Un extraño silencio pareció cernirse sobre ella. Se levantó junto a la verja y contempló los campos torturados, las negras formas de árboles y piedra recortadas contra el tenue gris del cielo. La voz masculina volvió a llamarla. La manera en que pronunciaba su nombre era curiosa, casi aterradora. Miró en dirección a la fuente del sonido, y vio tres formas humanas que corrían hacia la casa.
Alguien gritó su nombre por tercera vez. Los hombres subían colina arriba, procedentes del arroyo, y uno de ellos guiaba varios caballos. Tras ellos, ardían cuatro antorchas, y una forma blanca de hombre se movía de una manera extraña, errática, como si bailara. Los pájaros volaban sobre ellos. El sonido de sus alas indicó a Tallis que estaban trazando círculos en el aire. Los miró un instante, antes de que otro sonido procedente de los cobertizos le llamara la atención.
Durante un segundo, pensó que estaba viendo un árbol. Luego descubrió que se trataba de un hombre. Cuando salió de entre las sombras de la noche, descubrió que llevaba largas ramitas de espino cosidas a la oscura capucha que le cubría la mitad del rostro.
—Espino… —susurró Tallis, asombrada—. Creí que eras mi amigo…
Corrió hacia la casa, cerró la puerta de golpe y echó el cerrojo. Se quedó en la cocina, mirando el picaporte. Cuando alguien lo movió desde fuera, gritó y echó a correr hacia la sala de estar. Echó las cortinas justo cuando un pájaro se estrellaba contra el cristal, con el cuerpecillo negro temblando un instante antes de recuperarse y volar de vuelta hacia la noche.
La puerta delantera estaba abierta. Se precipitó a cerrarla, echó el cerrojo, y entonces vio el bastón de Simón en el suelo. El chico había corrido, estaba a salvo.
Se dirigió hacia la ventana y contempló los terraplenes.
Las hogueras seguían ardiendo en los prados, entre la casa y el bosque de los mitagos. Las siluetas se movían.
—No estoy preparada —susurró—. ¡Harry! ¡Aún no estoy preparada para ir! Aún no he marcado al Niño Roto…
Un trapo blanco en la cruz de las astas. La imagen de su visión era muy poderosa. Su túnica bautismal, una tira blanca que envolvía el fragmento de asta. Era lo que necesitaba hacer. ¡Lo primero de todo! ¡Antes de partir!
Corrió hacia su habitación.
Cerró la puerta cautelosamente tras ella, se detuvo un momento a escuchar y luego se volvió hacia la ventana, tratando de ver quién o qué había en el jardín.
En la habitación estaba un hombre. Tallis gritó. El hombre se dirigió hacia ella. Las ramitas de espino enredadas en su pelo crujían suavemente. Alzó la mano y tendió un objeto a la aterrada niña.
Cuando se detuvo en el centro de la habitación, Tallis se calmó. A la escasa luz procedente del exterior, alcanzó a ver que la ventana tras el hombre estaba abierta, y que era la figura que había divisado en el jardín.
Tenía en la mano el Muñeco Volveremos a Vernos.
—Lo enterré en un prado —susurró Tallis.
La ancha mano del hombre tomó la suya, presionó el trozo de madera sucio de tierra entre sus dedos. No era un hombre alto. Su cuerpo olía a hojas. La máscara con que se cubría el rostro era de suave piel de animal, de un animal de pelo oscuro…
—Eres Espino —dijo Tallis suavemente—. Creí que eras mi amigo.
Espino sacudió la cabeza. Sus anchos labios, visibles bajo el borde de la máscara, se estiraron en una extraña sonrisa. Tenía algo que le resultaba familiar… El hombre alzó la mano y se quitó las ramitas de la banda de cuero con que se ceñía la frente.
—Me visto para parecer Espino —dijo en voz baja—. Pero sigo siendo un amigo.
Su voz… resonó en la mente de Tallis, un sonido conocido…, tan familiar…
Titubeó antes de añadir.
—Es una buena defensa contra los carroñeros.
Tallis se sobresaltó. No sólo por el sonido de su voz, sino por el hecho de que hablara en su idioma. Había llegado a esperar sólo sonidos extraños por parte de las criaturas del bosque, los mitagos. Aquella manera de hablar, algo extraña, pero comprensible, la sorprendió.
—Hablas mi idioma —dijo innecesariamente.
—Por supuesto. Es el de mi padre.
Tallis frunció el ceño.
—¿Qué idioma habla tu madre?
—El idioma de los amborioscantii —respondió No-Espino.
Tallis tragó saliva.
—No lo conozco, ni sabía que existiera.
—No me sorprende. Hace generaciones que no se habla en esta tierra. Los amborioscantii son el pueblo de las sombras-en-la-piedra. Construyeron un gran lugar espiritual de piedra. Los rostros de los muertos miran desde cada roca gris. Mi madre fue la legendaria hija del más grande de sus jefes. Se llamaba Elethandian. Probablemente aún existen historias sobre ella en tu mundo, pero mi padre no estaba seguro. De todos modos, su historia es terrible, y el final también es terrible. Mi padre sólo la conoció durante un breve periodo, pocos años, antes de que el corazón del bosque la llamara y la hiciera desaparecer. Yo sólo la recuerdo lejanamente…
—Qué triste —susurró Tallis.
Ahora sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, y comprendió que aquel hombre era el Chico Venado que viera el año anterior, el que dio su nombre al Arroyo del Cazador. Pero ahora iba mucho más vestido, con una camisa amplia que quizá fuera de lana y unos pantalones que parecían jirones de cuero cosidos, una indumentaria bien extraña.
Pero su voz…, su voz seguía diciéndole algo. La había oído antes. Conocía a aquel joven de otro lugar, y quizá sabía de qué lugar se trataba, pero no estaba preparada para enfrentarse al hecho…
—La última vez que te vi —dijo—, ibas desnudo. Sólo llevabas la máscara y las botas.
El Chico Venado se echó a reír.
—Entonces, no te conocía. Sólo llevaba unos días en el mundo prohibido. Me estaba muriendo de hambre, aquel cervatillo me salvó la vida.
—Pero ¿por qué ibas desnudo?
—Porque el animal de mi cabeza, la máscara, me ayuda a pensar como la bestia. El animal de mis pies me ayuda a cazar como la bestia. La tierra en mi cuerpo me ayuda a esconderme en el terreno. Es la única manera de matar un ciervo.
—¿Y ahora estás cazando? —preguntó osadamente Tallis—. ¿Por qué llevas la máscara?
El hombre alzó la mano y se la quitó. Sus ojos brillaron a la escasa luz. Al mirar a la niña, parecía nervioso… pero, al ver su sorpresa, una media sonrisa se dibujó en sus labios.
—Entonces, me conoces…
Tallis estaba asombrada. Contemplaba al joven con los ojos abiertos de par en par, casi asustada.
—¿Qué podía decir? ¿Qué podía decir? ¿Que hacía pocos días había visto al hombre tendido, moribundo, en un prado, junto al tronco de un roble? ¿Que había sentido su muerte al mirarlo?
El Chico Venado era Scathach. Su voz se lo había indicado, y ahora, a la luz de las estrellas, veía los mismos rasgos orgullosos, el mismo rostro amable, el mismo fuego en los ojos.
¿Qué podía decir?
—¿Me conoces? —insistió él.
Tallis empezaba a sentirse mareada. Había visto morir a aquel hombre, y ahora volvía de la muerte para buscarla. O quizá ni siquiera eso: ella creaba visiones. Era un nuevo talento. Así que quizá había tenido una visión del futuro. Allí estaba Scathach, inconsciente de que sólo ella estaba en posesión del secreto de su destino…
—Scathach… —susurró.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. El joven se sobresaltó.
Pero, antes de que pudiera decir nada, una voz masculina gritó algo en el exterior. Se dirigió hacia la ventana y respondió con otro grito en una extraña lengua. Tallis oyó los relinchos nerviosos de un caballo. Otro grito, esta vez más apremiante.
Scathach parecía asustado.
—Queda muy poco tiempo —dijo volviéndose hacia la niña—. Ha pasado algo…, tú has hecho algo…, y ahora el mundo prohibido es demasiado peligroso para nosotros…
Otra vez esa expresión. Mundo prohibido.
—Tenemos que irnos —insistió Scathach—. Y necesito que me ayudes…
—¿Cuál es ese mundo prohibido? —replicó Tallis.
Scathach volvió a fruncir el ceño, perplejo ante la pregunta.
—Este, claro.
La niña creyó entender.
—¡Por supuesto! Eres un mitago. Yo te hice. Mis sueños te hicieron. Como decía el diario…
El joven negó con la cabeza.
—¿Que si soy un mitago? Me gustaría saberlo. Pero, sea lo que sea, tú no me hiciste. Vengo desde muy lejos, he tardado mucho tiempo en llegar. Me he pasado todo un año aquí, acampado cerca del lugar sagrado, explorando el lugar, observándote…
—¿Me has estado observando?
Él asintió.
—Tardé un poco, pero por último me di cuenta de quién eres. Vi a las gaberlungi, las mujeres enmascaradas. Ellas sí son tus mitagos. Vi como te seguían. Vi como te ayudaron a crear las oolerins, las puertas, algunas muy sencillas…, otras extrañas, peligrosas…, por eso te dejé el Libro abierto.
¿El Libro abierto? Tallis tardó un segundo en comprender. Se refería al diario, él había dejado la marca.
—Fuiste tú. Tú lo abriste por esa página.
—Sí —murmuró Scathach.
Los gritos no habían cesado en el exterior. Scathach se distrajo un momento con ellos, y cuando se volvió de nuevo hacia Tallis su voz era aún más apremiante.
—Pero no debiste llevarte el Libro del lugar sagrado. Nadie debe moverlo, jamás. Está ahí para los viajeros como yo. He tardado mucho en encontrarlo. Ese libro tiene un gran poder. No debiste llevártelo del lugar sagrado.
Tallis se quedó un segundo desconcertada, luego empezó a comprender.
—¿La casa en ruinas? —preguntó—. ¿Te refieres al refugio del bosque? ¿Eso es el lugar sagrado?
Scathach asintió lentamente.
—Se habla de él en las leyendas…
—Sólo es una casa en ruinas.
—Es el primer Refugio, el lugar de la primera sabiduría, de la primera visión. El hombre que escribió las palabras en el Libro nació del lodo de la orilla de un río, fruto de la unión de las raíces de los sauces que allí crecían. Suyos eran el ojo que ve y la oreja que oye; suya era la voz que cantó las primeras historias, y la mano que escribió las palabras. De sus sueños surgió el bosque, del bosque vinieron sus profecías…
—Según Gaunt, era un viejo chalado.
—No debiste llevarte el Libro —insistió Scathach—. Pertenece al refugio de sombras, a la caja de hiedra.
La extraña historia asombró a Tallis. El «Libro» era un sencillo diario escrito por un científico (un hombre excéntrico, desde luego), un cuaderno que se estaba pudriendo entre las ruinas de una casa. Pero, para Scathach, el diario era ya un icono; un Grial; un objeto impregnado de profundo poder místico.
—Te lo daré —dijo—. Llévalo de vuelta tú mismo.
—No, tienes que llevarlo tú —replicó el hombre—. Tú lo cogiste. Vuelve a dejarlo en la caja de hiedra, tal como estaba. En los años venideros, otros acudirán a buscarlo para ver lo que hay escrito en sus páginas.
—¿Y tú? —preguntó Tallis, titubeante—. ¿Has encontrado lo que querías?
Scathach se quedó en silencio. A la escasa luz, Tallis vio que los ojos le brillaban al mirarla.
—No —respondió—. Creo que no. Mis razones para buscar el lugar sagrado son extrañas, personales. Vine a buscar algo, pero ahora no estoy seguro… ¿es éste mi lugar? ¿O es realmente un lugar prohibido para mí? No puedo responder a la pregunta. Pero sé que tengo miedo, y sé que estaba destinado a encontrarte. Ha resultado que dar contigo es lo más importante de todo.
—¿Dar conmigo? —preguntó Tallis—. ¿Por qué?
El grito apremiante volvió a llegarles por la ventana.
—Los Jaguthin se están impacientando —murmuró Scathach.
Volvió a escudriñar la noche a través de la ventana. Tallis le siguió.
—Los Jaguthin… —dijo, contemplando a los tres jinetes.
Uno de ellos sostenía las riendas del caballo oscuro de Scathach.
—Mis amigos… salidos del corazón del bosque. En el pasado, fueron doce…, han sido una buena compañía…
Entonces, emitió un sonido de sorpresa, de espanto. Estaba mirando hacia un punto más allá de los jinetes, en la tierra oscura por donde corría el Arroyo del Cazador. La forma blanca pendía allí, más alta que los árboles. Era la primera vez que la veía.
—Se nos acaba el tiempo —susurró—. Desde luego, has hecho algo para permitir que esa cosa llegue a la tierra. —Se volvió rápidamente hacia Tallis y la agarró por los hombros—. ¿Cuál es tu gurla? ¿Cómo la invocas?
—¿Mi qué?
—¡Tu fuerza animal! ¡Tu guía!
El horror se reflejaba en los ojos de Scathach. Emitió un sonido de exasperación, como si por fin comprendiera algo.
Tallis, confusa, retrocedió hacia la oscuridad de la habitación. Estaba pensando en la Tierra del Espíritu del Ave. Quizá sus sencillas acciones… como alejar a las aves carroñeras del cuerpo de un príncipe… había invocado a criaturas de gran maldad.
—¿Por qué es tan importante que me hayas encontrado? —se limitó a preguntar.
—Tienes el talento del hombre ululante. Hay algo de chamán en ti. Puedes abrir las puertas. Pero, sin un gurla, dudo mucho que puedas cruzarlas: Estoy atrapado en este mundo. Tenía la esperanza de usarte para volver a entrar en el reino. Aunque sin duda este lugar es el mundo de mi primera carne, no es mi lugar, como fue el lugar de mi padre. Los Jaguthin pueden volver al bosque, y están impacientes por hacerlo. Pero yo, no. Éste no es mi lugar, Tallis, pero el bosque tampoco lo es. No puedo avanzar más allá de los límites que mencionó mi padre: un sepulcro de caballo. El bosque me obliga a retroceder. Ya no es mi mundo, y aun así necesito volver al refugio de mi padre…
Tallis era consciente de la tristeza que teñía la voz del hombre. Scathach titubeó un momento.
—Necesito verle de nuevo, sólo una vez más, antes de que el bosque lo reclame —susurró—. Antes de que cabalgue en el viento del espíritu, hacia Lavondyss y más allá.…
¡Lavondyss!
Por fin había encontrado el nombre secreto. La había perseguido durante años, eludiéndola en el último momento. Se había acercado. Había sentido el nombre. Había olido el nombre. Pero no había sido más que una sombra fuera de su alcance.
¡Y ahora ya lo tenía! Un nombre, como dijera el señor Williams, muy semejante a Avalón. Muy semejante a Lyonesse. Y en esos nombres, más familiares, resonaba el primero, el recuerdo en el folclore y la leyenda del nombre que en primer lugar se articuló para describir el lugar cálido, el lugar mágico, el lugar prohibido…, el lugar de paz. Un nombre usado cuando el gran invierno se cernió sobre el mundo, cuando el frío y el hielo empujaron a los cazadores hacia el sur, huyendo del espíritu helado de la tierra…, soñando con la seguridad.
Un lugar también para los muertos, donde los muertos volvían a la vida. Un lugar de espera. Un lugar de caza interminable, de festines constantes. El lugar de la juventud, la tierra de las mujeres, el reino de las canciones y el mar. El Viejo Lugar Prohibido. El otro mundo.
—Lavondyss… —susurró.
Saboreó la palabra, cada sílaba, dejando que sugiriese imágenes en su mente, que el sonido hiciera vibrar en ella su viento espiritual.
—Lavondyss…
Había sido consciente de que Scathach pasaba junto a ella mientras soñaba, pero no le dijo nada. Tardó unos segundos en darse cuenta de que se había marchado. Corrió hacia la ventana abierta y lo vio, en cuclillas sobre el tejadillo del porche, a punto de saltar al suelo.
—¡No te vayas! —gritó—. Tengo que hablar contigo. ¡Tengo que saber más cosas sobre Lavondyss!
—¡Pues date prisa! —siseó él—. ¡Si quieres venir, tendrá que ser ahora!
Tallis volvió a ver a lo lejos la forma distante que parecía haber asustado a los jinetes. Frunció el ceño al mirar los oscuros árboles junto al Arroyo del Cazador. Sus ojos se llenaron de la escalofriante visión que allí se movía; algo inmenso; blanco; como un pájaro, pero como un hombre; imponiéndose a los árboles, pero no volando, simplemente erguido junto al arroyo, vigilando el paisaje nocturno y la casa.
Los detalles no estaban claros. Tallis alcanzaba a ver el pico, la luz que despedía su cuerpo. En torno a ello había una nube oscura, como una bandada de murciélagos trazando círculos contra el cielo. Las formas voladoras surgían del brillo del cuervo, y planeaban sobre el Prado de la Caverna del Viento…
—¡No hay tiempo! —le gritó Scathach—. ¡Tenemos que irnos ya! ¡Es muy peligroso quedarse!
—¡Voy contigo! —respondió Tallis con los ojos fijos en la aterradora forma de ave que parecía guardar el camino hacia el Bosque Ryhope—. Pero antes tengo que coger algo… para marcar al Niño Roto…
—¡Date prisa! —la apremió Scathach.
Junto a la valla, los tres jinetes llamaban ya a su jefe, los caballos se removían inquietos, las antorchas parpadeaban en el aire nocturno.
El cielo era un hervidero de alas.
Tallis corrió hacia el dormitorio de sus padres, abrió sin contemplaciones el baúl donde conservaban sus recuerdos, fotografías, ropas y mechones de pelo, y buscó el fragmento de asta que Niño Roto le había dado. Lo encontró. Era más grande de lo que recordaba, un trozo curvo de varios centímetros de largo. Estaba envuelto en la túnica bautismal, amarillenta ya, y adornado con dos trozos de cinta azul. Desenvolvió el fragmento, cerró el cofre y se enganchó el asta al cinturón.
Una vez de vuelta en su habitación, pasó un cordel por los ojos de sus máscaras, lo anudó y se las colgó del cuello. Pesaban bastante; hicieron que se tambaleara cuando se dirigió hacia la cama, al lugar donde guardaba el diario secreto. Cerró el libro y corrió hacia la ventana. Scathach ya había montado a caballo, y estaba al otro lado de la valla. Al ver a Tallis, gritó, casi furioso:
—¡Si vas a venir, ven!
Uno de sus compañeros cabalgaba hacia la figura de ave, lanza en ristre. Esquivó piedras y árboles, recorriendo la encrucijada.
Tallis cogió el diario y salió por la ventana, saltando al tejadillo del porche. Cayó pesadamente al suelo. Scathach se adelantó hasta la puerta de la verja para recogerla, la agarró por la camisa y la montó en la grupa de su caballo. Tallis se aferró a la lana de su traje con la mano derecha, sosteniendo firmemente el libro en la izquierda. Sus máscaras le tintineaban al costado cuando el caballo se lanzó al galope, y Scathach y los otros jinetes cruzaron el caos que era el prado.
—¿Qué es eso?
Tallis tuvo que gritar para hacerse oír por encima del ensordecedor ruido de alas.
—Oyzin —respondió Scathach, también a gritos—. Presentí su llegada. Creí que podríamos escapar antes de que entrara…
Tallis se aferró con desesperación al cuerpo del joven jinete. Tenía las piernas llenas de arañazos, el movimiento del caballo le impedía fijar la vista. Se sentía mareada y asustada. Pero no podía apartar los ojos de la extraña criatura que se erguía junto al Arroyo del Cazador.
—No es real… —susurró.
—Es muy real —replicó Scathach con tono ominoso—. Pero Gyonval irá… ¡ahora! —gritó de repente.
Y Gyonval, lanza en ristre, espoleó a su caballo y lo lanzó al galope hacia el ser ave.
A medida que el caballo de Scathach se acercaba a él, Tallis empezó a ver que el torbellino de pájaros no sólo volaba en torno a Oyzin, sino a través de su alargado cuerpo. Trazaban espirales a partir del brillo invernal de un mundo atisbado entre las plumas, luego planeaban por el oscuro cielo tormentoso del mundo real, antes de volver como una marea al invierno. Las alas gigantes subían y bajaban. Un aullido chirriante rasgó el aire nocturno, y el viento rugió en torno a la figura acurrucada de Tallis.
El caballo de Gyonval coceó y relinchó nervioso, una última protesta antes de que el extraño caballero lo hiciera lanzarse hacia la vibrante forma del mitago. En el último segundo, el caballo se alzó en el aire como si volara. La lanza relampagueó, enterrándose en la carne aterciopelada del cuello de la criatura. Entonces, caballo y jinete desaparecieron de la vista a través del cuerpo de la bestia, perdiéndose en el torbellino de alas y nieve.
El Oyzin explotó, se dispersó en una lluvia silenciosa de hielo y nieve, de aves y plumas. Tallis se encogió aún más. Las alas le rozaron el pelo, los picos le hirieron la espalda. Scathach agitó las manos para espantar a la frenética bandada, espoleó su caballo para que el animal salvara el arroyo de un salto, y emprendió un salvaje galope hacia el refugio que ofrecía el bosque.
El Jaguthin superviviente los siguió. No había ni rastro de Gyonval. Al volver la vista atrás, Tallis divisó un vórtice de brillo que se desvanecía en la noche, junto con densas bandadas de pájaros.
* * *
Scathach guió a Tallis por un tortuoso sendero, á través de hondonadas cubiertas de brezo y rocas musgosas, hasta que por fin llegaron al claro de la casa, al viejo jardín. La niña aferraba el diario de Huxley contra su pecho. Tenía frío; el libro le proporcionaba un poco de calor. Se detuvieron un momento en el límite del bosque, contemplando la casa muerta, el silencioso claro iluminado ponlas estrellas, con su tótem caído, con sus fantasmas. Cuando Scathach estuvo seguro de que no había peligro, se abrió camino en la oscuridad hacia el balcón, y se quedó allí de guardia mientras Tallis devolvía el libro a su santuario, antes de cerrar el cajón y volver a extender la hiedra que cubría el lugar secreto.
Cuando terminó, dio las gracias en silencio al hombre cuya sabiduría había creado aquel icono de fe y búsqueda. Salió a reunirse con su joven venado.
—Se acabó —dijo.
—Como mi tiempo aquí —susurró Scathach—. Vamos. Si se ha formado el Oyzin, los devoradores de carroña no pueden estar lejos…
—¿Los devoradores de carroña?
—Ya los has visto hoy. Aquí. Cazadores de cabezas; devoradores de carne humana. Queda muy poco tiempo, y aún no sé qué magia has usado para dejarlos pasar.
—La Tierra del Espíritu del Ave —dijo Tallis con tranquilidad.
Al momento, vio como Scathach se estremecía sin dejar de correr. Se detuvo en el acto y la miró con intensidad. Conocía aquel nombre.
—La Tierra del Espíritu del Ave —repitió, sacudiendo la cabeza como si no pudiera creer lo que oía—. ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?
Tallis le rozó un brazo, nerviosa.
—Te lo enseñaré —dijo—. Es un prado. El prado Piedras Stretley…
—Vamos, deprisa.
La niña le guió para salir del bosque, hacia el lugar donde el viejo cartel todavía colgaba de la alambrada. Bordearon el Ryhope, refugiándose en las sombras, hasta la zona cenagosa, y llegaron a Piedras Stretley. No había ni rastro del Oyzin. En el cielo, surcado de nubes y brillante, no se divisaba ahora ningún pájaro. Pero el aire estaba impregnado de un olor punzante y desagradable, como a decolorante.
Tallis abrió el camino hasta Fuerte contra la Tormenta. El resto de los robles del prado Piedras Stretley parecieron estremecerse cuando se acercó. Enseñó a Scathach la máscara de pájaro que había tallado en el árbol. El joven pasó un dedo suavemente por las marcas de la corteza, palpándola más que viéndola.
—¿Cuándo hiciste esto? —quiso saber.
—A principios del verano —respondió Tallis—. Hace un par de meses.
Scathach se echó a reír y dio unas palmaditas en el tronco del árbol.
—Fue entonces cuando me sentí llamado por el bosque. Alguien quería que nos reuniéramos… Hace un par de meses comprendí quién y qué eras.
—Quedan más cosas —dijo Tallis.
Y le mostró cómo había rodeado todo el prado con sus símbolos protectores. Le indicó los puntos donde había enterrado huesos de mirlos y cuervos. Le señaló los manojos de plumas atados a los zarzales entre los robles. Recordó el círculo de sangre de pájaro y orina que había pintado alrededor del prado.
—La Tierra del Espíritu del Ave —dijo, contemplando a Scathach con cautela, temerosa de pensar en lo que sabía y en lo que podía decirle—. Fue para impedir que los pájaros picaran a un amigo…
La miró con sus ojos claros, tristes. Tallis casi podía oler su preocupación. Sabía que él lo sabía. Pero, aun así, el joven se lo preguntó.
—¿Qué amigo?
¿Qué podía decirle? ¿Qué debía decirle? Si le contaba lo que había visto, quizá huyera aterrado, de vuelta al bosque. Quizá la dejara, y ella lo necesitaba ahora. Scathach conocía el bosque. Conocía el reino más allá del bosque, donde Harry estaba prisionero. Ella había prometido a sus padres que traería a Harry de vuelta a casa y, desde que conociera a Scathach, había empezado a pensar que realmente podía conseguirlo. Necesitaba al Joven Venado tanto como él parecía necesitarla a ella. Le necesitaba para que la ayudara a comprender. Necesitaba su experiencia y su conocimiento del bosque. Y necesitaba la seguridad que le proporcionaba su compañía. Y, además, había declarado su amor hacia él. Era fuerte, era atractivo. Tallis sabía que debía sentir algo por él, en su corazón, en su pecho, pero eso ya llegaría. Ya llegaría.
«¡Egoísta! ¡Egoísta!», se recriminó. Pero aun así, volvió a optar por el método cobarde, y se estremeció al mentir.
—Fue una visión. La visión de una batalla. Una de las mujeres encapuchadas me enseñó a ver…
—Sigue.
—Vi la batalla que tuvo lugar aquí en el pasado. Había hombres muertos por todas partes. Era un anochecer, a principios del invierno. A lo lejos se divisaban hogueras. Unas ancianas caminaban entre los cadáveres. Estaban cortándoles las cabezas, y quitándoles las armaduras…
—Bavduin —murmuró Scathach con voz temblorosa, como si estuviera descubriendo alguna verdad horrible.
Tallis lo miró en la oscuridad, recordando ese nombre, Bavduin, de su historia del Viejo Lugar Prohibido.
—La batalla perdid… —continuó Scathach—. El ejército olvidado… Bavduin. Tú lo has visto. Viste ese lugar. Y dices… —Le puso una mano en el hombro—. ¿Dices que viste a un amigo allí?
—Había una tormenta, y muchos pájaros, que volaban como los que salieron del Oyzin. Fue una visión aterradora, y me dio mucho miedo. Había un guerrero tendido bajo el árbol, bajo este árbol. Lo llamé. Estaba mal herido. Le dije mi nombre, y él me respondió con el nombre por el que he llegado a conocerlo. Me daba mucha pena, y era un amigo. No podía soportar la idea de que destruyeran su cuerpo, así que lancé un hechizo para detener a los pájaros. Asusté a las viejas. Huyeron. Pero volvieron con un hombre, un druida o algo así. Tenía más poder que yo…
—¿Y qué sucedió?
Tallis se encogió de hombros.
—Resultó que eran amigos del guerrero. Se lo llevaron, y yo no pude impedírselo.
Aún podía ver las llamas en la pira, junto al bosque, al pie de la colina. Y a la amazona. Oía su grito, veía su pelo pintado con arcilla y brillante como las llamas. Pero no podía decirle a Scathach que era a él a quien había visto, que era su destino lo que había presenciado.
Pero Scathach se le había adelantado. Quizá Tallis había revelado la verdad en cada gesto, en cada momento de duda.
—¿Cómo se llamaba ese amigo? —preguntó. Tallis sintió que el corazón le galopaba.
—Scathach —susurró—. Tu nombre…
Él asintió, sombrío.
—El nombre que me dio mi madre. En el lenguaje de los amborioscantii, «scathach» significa «aquél que oye la voz». Cuando nací, se hizo una profecía sobre mí, asegurando que me convertiría en «Dur scatha achen». Es una profecía muy corriente. Significa «el niño que escuchará la voz del roble». Siempre pensé que quería decir que crecería hasta ser fuerte como ése árbol. Un guerrero. Fuerte contra la tormenta —añadió.
Tallis desvió la vista hacia su viejo amigo, el árbol silencioso, el lugar de la visión. Scathach siguió hablando.
—Pero quizá siempre significó algo más. Mientras dormía y soñaba, tu voz me llegó del roble. Y tú tuviste una visión de ese sueño…
¿Qué estaba diciendo? ¿Que creía que sus mentes se habían tocado a través del reino espiritual de los sueños? Al parecer, no se daba cuenta de que Tallis había presenciado su muerte. Pero… quizá estuviera en lo cierto.
—Alguien se ha encargado de que nos conociéramos —continuó Scathach—. Pero ¿quién nos conectó a través de la visión? ¿Qué alma perdida? ¿Qué «destino»?
—¿Las Gaberlungi? —aventuró Tallis.
Scathach no estaba seguro.
—Son mitagos. Han surgido de tus propios recuerdos…
—O de los de mi abuelo —señaló Tallis en voz baja, pensando que las mujeres habían sido vistas antes de que ella naciera—. ¿Y los devoradores de carroña? ¿Han podido ser ellos quienes nos pusieron en contacto?
—No —respondió Scathach—. Sólo han llegado hoy… ¡por supuesto! Y además, ésta es la causa de que vinieran. —Palmeó la dura corteza del roble—. Cuando creaste la Tierra del Espíritu del Ave en este mundo… la creaste también en otro. ¡En otros muchos! Tallis, eres joven e inmadura en muchos aspectos, pero tienes la mente más poderosa que puedo imaginar. Tus capacidades se han extendido más allá del bosque, más allá de los años. Has hecho algo que creía que sólo podían hacer ciertos chamanes: has manipulado el bosque de tu mundo, provocando cambios en los bosques de otras muchas eras. Si lo usas con cuidado, ese poder te proporcionará acceso a muchos tiempos, a muchas eras, a muchos lugares ocultos. Los Jaguthin, el grupo de caballeros que buscan, han estado usando esas encrucijadas en la leyenda desde que se contaron las primeras historias. Están a merced del tiempo y del sueño, usan la magia de personas como tú para completar el ciclo de su propia leyenda. Cuando creas una encrucijada, invocas cosas del pasado y del futuro, y el chamán puede controlar esa invocación. —Golpeó la cabeza de pájaro tallada en Fuerte contra la Tormenta—. Pero tú las has invocado sin control. Has liberado cosas sin salvaguardarte antes.
Tallis se dio cuenta de que el joven se estremecía. Le tomó la mano, sintió su carne fría, su temblor.
Estaba pensando en la historia del Bosque de Hueso, y en Ceniza, que podía frotar dos ramitas, arrojar un hueso y enviar al cazador de pies ligeros a un extraño bosque donde la caza era mágica.
«Soy Ceniza —pensó—. Soy Ceniza».
—Recuerdo que mi padre me habló de la Tierra del Espíritu del Ave —estaba diciendo Scathach—. Un lugar terrible. Un lugar de invierno y muerte lenta, un lugar donde se desarrolló una gran batalla. Un lugar donde las almas se quedan atrapadas. El lado oscuro de Lavondyss. Cuando lo creas, invoca a los espíritus airados de hace veinte mil años. Por eso vino Oyzin, por eso vinieron los devoradores de carroña. Y no serán los únicos que salgan del bosque. La Tierra del Espíritu del Ave es un lugar de furia. Pobre Gyonval…, parte del ciclo de historias de los Jaguthin contiene sus Galopes de las Siete Lunas; en uno de ellos, un caballero destruye a un gigante disfrazado de pájaro. No sabía que su destino llegaría tan bruscamente. Por lo general, suele haber indicios antes…
De pronto estaba nervioso, lanzaba miradas a los prados oscuros, hacia el cielo, olfateaba el aire, escuchaba el murmullo del viento.
—Queda muy poco tiempo —dijo—. Tenemos que volver al bosque antes de que amanezca. Necesitamos dar con tu guía animal…
Volvió a tomar la mano de Tallis y corrió con ella de vuelta al camino tortuoso que entraba en el Bosque Ryhope.
—¿Quién es tu padre? —consiguió preguntar la niña, jadeante.
—Me temo que sus huesos ya están fríos —respondió Scathach—. He estado ausente mucho tiempo, y los años transcurren de otra manera en el bosque. Pero, si sigue vivo, puede decirnos muchas cosas. Puede explicártelo todo mil veces mejor que yo. Ha vivido en el bosque, al borde mismo de Lavondyss, durante muchos años. Entiende a los fantasmas, a los chamanes, los sueños…
—Pero ¿quién es? Dijiste que venía de este mundo…
—Has leído sobre él en el Libro. Fue el motivo de que viniera aquí. Me envió con una misión. Pero le he fallado…
—WJ… —murmuró Tallis.
Scathach se había detenido al borde del bosque, y miraba hacia atrás, hacia el lugar donde Gyonval había destruido la aparición del Oyzin. Parecía tenso, alerta ante cualquier posible movimiento.
—El gran compañero de mi padre era Huxley. El hombre que habitaba en el Lugar Sagrado. Huxley murió aquí, en este mundo prohibido, a causa de una flecha disparada hacía diez mil años. Pero mi padre entró en el bosque, se acercó a su centro y se convirtió en Wyn-rajathuk. Encontró paz, magia…
Wynrajathuk.
Tallis reconoció parte de la palabra, por el encuentro de aquella mañana con los devoradores de carroña. El niño había gritado las extrañas sílabas como si la temiese…, o como si la reconociese. Rajathuk.
¿Y Wyn?
Wynne-Jones, claro, el colega de Huxley, el hombrecillo que le había ayudado a descubrir la naturaleza primaria del bosque y la existencia de las formas de vida mitago que lo habitaban.
Wynne-Jones, el científico. Y Scathach era su hijo, medio humano y medio mitago, nacido de la carne y del bosque, de la ciencia y de la leyenda. De una mujer, hija de un jefe histórico que había llevado a cabo su historia olvidada.
Tallis deseaba abrazar a Scathach, a su Joven Venado. Por algún motivo que no conseguía comprender, sentía por él compasión y afecto. Pero el joven, de repente, lanzó un grito, una exclamación de alegría, y corrió por la hierba alta hacia donde un hombre guiaba a un caballo cojo por el otero del Prado Volveremos a Vernos.
Gyonval había sobrevivido al enfrentamiento con el Oyzin.
Los Jaguthin eran cazadores míticos, según le susurró Scathach a Tallis más tarde aquella misma noche, mientras estaban acuclillados ante una pequeña hoguera, en un claro. Había muchas formas mitago de la misma leyenda, que se remontaban a un tiempo casi desconocido e incomprensible para la gente del mundo de Wynne-Jones, Inglaterra… la tierra prohibida de Scathach. Las primeras formas de los Jaguthin habían sido más buscadores que guerreros. Fueron elegidos de entre muchos para viajar por la tierra invernal, a principios de lo que se conoce como «Era Glacial». Partieron en busca de valles, mesetas, bosques y caza. Sus misiones eran sencillas y prácticas, todas destinadas a ayudar a los clanes a dar con paz, calor y comida en un mundo que parecía decidido a acabar con las tres cosas.
En su vida en los bosques, Scathach había encontrado formas más modernas de los doce: siempre eran doce, un número que contenía un secreto perdido, o quizá un significado también perdido ahora. Doce jinetes formaban los Jaguthin, pero, aunque cabalgaban juntos, eran almas solitarias, atrapadas en la marea del destino. Podían ser llamados en cualquier momento, y la voz era la voz de la tierra, y la forma de la llamada era la forma de una Mujer. Ella era la Jagad. Cuando doblaba un dedo, uno de los Jaguthin se aventuraba a través de las eras. Nunca volvía. Se convertía en parte olvidada de las leyendas.
Los tres jinetes amigos de Scathach eran todo lo que quedaba del heroico grupo. Scathach era el «extranjero» que siempre desempeñaba un papel tan importante en el mito. Aquella noche parecía que Gyonval también había sido sacrificado, pero la Jagad aún no lo había llamado, y su valiente hazaña no lo arrancaba aún del tiempo de sus compañeros.
En épocas posteriores hubo otras formas de los Jaguthin. Algunas eran salvajes y extrañas, hombres altos envueltos en pieles, con cascos adornados con cuernos o ramas de árboles para disfrazar su verdadera naturaleza. (Uno de éstos era Espino, el árbol a cuya semejanza se había disfrazado Scathach al entrar en esta tierra de su «primera carne», un árbol con el cuál, junto con el roble, Tallis sentía una cierta afinidad). Wynne-Jones había contado historias de Arturo, de la mesa redonda, de los caballeros con armaduras que brillaban como la luna sobre el agua, impermeables incluso a la mejor de las flechas. Eran la última forma de los Jaguthin, y ya ni siquiera recibían este nombre. Scathach los había divisado brevemente en ocasiones, pero eran sombras, insustanciales. Cuando se encontraba con la banda de cazadores solía ser casi siempre en versiones tempranas, más salvajes, que buscaban lugares y objetos totémicos incomprensibles.
Aun así, iban a ser importantes para Tallis.
—¡Ojalá hubiera prestado más atención a mi padre! —murmuró Scathach, sombrío—. ¡Él comprendía tantas cosas…! Pero, como te dije, hay un aspecto del ciclo Jaguthin que siempre tiene un «extranjero», una figura sobrenatural cuyos conocimientos y habilidades superan a los de los Jaguthin. Estas entidades del bosque dejan su marca y alteran las leyendas. Si Harry entró en el bosque, probablemente lo encontrarás aliado con los Jaguthin en alguna de sus formas. Para ti era real, Tallis… pero, para nosotros, habría venido de un lugar extraño y maravilloso, de Otro Mundo.
A la luz del fuego, la sonrisa de Scathach delataba ahora su sabiduría.
—Me pase lo que me pase cuando entremos en el bosque, debes recordar algo para encontrar a tu hermano: escucha las historias, busca historias del Jaguthin.
De pronto, su risa era amarga.
—¿Lo ves? Ya estoy cumpliendo mi papel en la historia. Soy la criatura del mundo prohibido que ha vuelto a la tierra de su padre y ve que ya no tiene un lugar en ella. No tengo lugar en ninguna parte. A Gyonval le conmueve mucho. Curunduloc cree que deberían sacrificarle. Gwyllos ha accedido a acompañarme al lugar donde moriré. Todas estas reacciones por parte de mis amigos jinetes están en la leyenda. Pronto lo averiguarás. Buscarás por tu cuenta, pero cada cosa que hagas, cada cosa que te hagan, será parte de su mito. No pueden evitarlo. Al igual que mi madre no pudo evitar cumplir su leyenda. Pasó tiempo con un extranjero, con un espíritu del mundo prohibido. Dio a luz al hijo de ese espíritu. Luego la Tierra la llamó, y se fue…
—¿Para qué?
—Para hacer algo terrible y maravilloso —respondió Scathach con tristeza—. Para concluir un ciclo de historias que te dejarían sin aliento si las escucharas…
—Cuéntamelas.
—En otro momento —replicó con firmeza—. Primero, tenemos que encontrar a tu animal guía. Tienes que tener uno. Tienes que tener un animal que parezca vigilarte…
—El Niño Roto —asintió Tallis. El tema de su gurla había salido en su habitación, hacía unas horas—. Pero pasa una cosa: estaba aquí, en la tierra, muchos años antes de que yo naciera.
—¿Es un caballo? —preguntó Scathach.
—Un venado.
—Te estaba esperando —asintió Scathach con confianza—. Lo enviaron para que esperase. Seguramente, tú misma lo enviaste.
—¿Cómo es posible?
—He intentado explicártelo —suspiró el hombre—. Los años, los meses… en el bosque, no significan nada. Eso me advirtió mi padre antes de que me marchara. En las diferentes partes del bosque los años transcurren a diferente velocidad. Hay una confusión de estaciones.
—Tengo que encontrar un invierno. Harry está ahí, y sé que puedo dar con él.
La sonrisa de Scathach era tranquilizadora.
—Claro que sí. Y yo te ayudaré en todo.
—¡Pero no puedo marcharme de mi casa! —exclamó Tallis, repentinamente aterrada.
Curandoloc se estremeció en sueños, bajo las gruesas pieles, luego se calmó de nuevo. Tallis estaba recordando las palabras de su padre: Después de perder a Harry, no soportaríamos perderte a ti.
Se había pasado años intentando que sus padres la creyeran, la comprendieran, y por primera vez —aquella noche, antes de que la tierra diera a luz piedras y pájaros— habían accedido a ver las cosas que la cautivaban.
Si se marchaba ahora, los traicionaría.
Si se marchaba ahora, les rompería el corazón.
Scathach la miró a la escasa luz del fuego. Sus ojos eran amables.
—¿Cuánto tiempo puedes permitirte pasar fuera?
—No entiendo…
—¿Podrías venir conmigo durante un día?
Tallis ni siquiera meditó la respuesta.
—Por supuesto.
—¿Dos días?
—Siete días —respondió—. Se preocuparían. Pero si les digo que será sólo una semana, no se volverán locos en ese tiempo. Si vuelvo dentro de una semana…
Scathach se inclinó hacia adelante y alzó un dedo. En los límites del bosque, si no te adentras demasiado, pasará un mes mientras aquí no ha transcurrido más que una semana. Mi padre estaba bastante seguro de eso…
Tallis recordó el diario de Huxley, con sus referencias a las ausencias de Wynne-Jones.
—Un mes para escuchar, para preguntar, para ver, para oír —siguió Scathach—. Un mes para recoger pistas sobre el lugar donde está atrapado Harry. Estarás fuera cuatro semanas, pero volverás antes de que haya transcurrido una. ¿Qué dices?
—Necesitamos ver a Niño Roto. Tengo que marcarlo…
—Vendrá él —dijo Scathach con gran confianza.
Tallis asintió y sonrió.
—De acuerdo —accedió.
—Entonces, duerme un poco. El viaje de mañana será muy difícil.
Había visto a Niño Roto al anochecer en varias ocasiones, y en dos al amanecer, pero nunca durante las horas de luz u oscuridad intermedias.
Así que aceptó el consejo de Scathach y se envolvió en una ruda manta de lana, acurrucándose junto a las brasas brillantes antes de dejarse llevar por el sueño.
* * *
Necesitaba el descanso. Estaba agotada y confusa, y en sus sueños pasó como un fantasma por un bosque denso, llegó flotando al borde de una ancha sima y contempló el extraño castillo que crecía en los acantilados cubiertos de árboles. Pero cuando, en el sueño, volvió el rostro hacia el bosque, la vegetación había desaparecido, y una gran muralla de hielo y nieve se cernía sobre ella, como una oleada invernal. Varias figuras humanas corrían ante ella, huían para salvar sus vidas.
Cuando pasaron a su lado, olfateó la muerte en ellos. Había un niño que llevaba un tótem de madera, pero era una estatuilla pequeña, no como el gigantesco tótem putrefacto de la casa en ruinas. El niño gritó ¡rajathuk! La nieve cayó sobre ellos. Cayeron, gritaron, y Tallis también gritó, tratando de alzarse sobre el torbellino de hielo, agarrándose a las frías ramas muertas de los árboles, abriéndose camino hacia la luz mientras este invierno líquido trataba de ahogarla.
Mientras luchaba contra la marea vio una cueva, y la entrada de la cueva se ensanchó. Un rugido retumbante la ensordeció…
Era el rugido de un animal que se acercaba más, y más…
Lo oyó de nuevo y lo reconoció. Se trataba de un amigo, la sacudía mientras se ahogaba, la sacudía para despertarla…
Despierta…, despierta…
Abrió los ojos, pero una parte de ella seguía durmiendo. El fuego brillaba, su humo dulzón impregnaba el aire de la noche. Desde donde se encontraba, envuelta en la manta de Scathach, Tallis veía a la mujer acuclillada. Las imágenes del suelo vibraron. El fuego parpadeó y cambió. Despierta, pero dormida… Tallis viajó a un reino intermedio entre los dos estados de la mente, donde los mitagos la perseguían, donde las mujeres gaberlungi podían llegar a ella con facilidad.
Silencio, dijo Máscara Blanca. Mano vieja sobre frente joven, acariciando la piel suave en la noche estival. La mente de Tallis fluyó como un río rápido y centelleante, el agua era un torrente de palabras, las orillas que se deslizaban tras ella estaban llenas de imágenes de leyenda: criaturas, y figuras, y lugares elevados de piedra, y tierras extrañas…
Silencio, dijo Máscara Blanca.
Y mientras dormía, medio despierta, Tallis sintió que una historia se deslizaba al interior de su mente, se imprimía en ella, con su simplicidad, con su austeridad, con su antigüedad… Era una historia del comienzo, de la fuente. Había magia en la fuente. Había música allí, en el viento, en el batir de las pieles contra sus estructuras de madera, en el sonido de la piedra contra la piedra.
Y había música también en los gritos de los cazadores que se enfrentaban a la muerte en esta era terrible de hielo y bestias inimaginables, moviéndose hacia el sur para huir de ríos helados, buscando un lugar donde volviera a haber comida, y calor…
Hay recuerdos antiguos en la nieve.
La tierra recuerda
Venimos de la tormenta, tras fracasar en la caza.
Ceniza era vieja, fría, triste.
La pusimos en el vientre de la nieve.
Soplamos nuestro espíritu de aliento sobre su piel pálida.
Ella cantó sobre las cazas de su vida.
Ella cantó sobre los fuegos en los refugios.
Ella cantó sobre los fuegos eternos.
El joven Arak tenía un cuchillo de hueso.
Talló un ojo de madera para la moribunda Ceniza.
Arak talló la cara de Ceniza en madera viva.
Pusimos el nuevo ojo de la vieja Ceniza sobre su carne helada en la tumba de nieve.
El nuevo árbol guardaba a Ceniza.
La tormenta nos separó, al clan del clan, a la sangre de la sangre.
Allí donde la tierra se abría, éramos como los jóvenes.
Abrazamos la oscuridad, la seguridad.
Nuestro fuego era ahora pequeño y cálido.
Los lobos perseguidos por osos corrían ante la nieve.
Los lobos mordidos por osos morían de pie.
El alce orgulloso se congeló.
En los ojos del alce había recuerdos de la manada y del cazador.
La sangre era fría en nuestros cuerpos.
El agua era hielo en los árboles negros.
Los árboles eran como piedra, fría y sin vida.
El espíritu del sol no tenía calor reconfortante.
El hueco de nuestros vientres se llenaba con el frío.
La tierra era nuestra enemiga.
Las criaturas de la caza echaban al ganso invernal de los ríos de hielo.
La sangre era lenta al buscar.
El olor de la sangre fresca en la nieve era dulce.
La llegada del lobo fue rápida.
Luego la tierra parió aves carroñeras.
Un fuego ardió en la Tierra del Espíritu del Ave.
Los huesos de la sangre humearon y viajaron allí.
Toda la sangre lloró ante la sonrisa helada de Ceniza.
Toda la sangre escuchó la voz del roble.
El joven Arak viajó a lugares nuevos de la tierra.
Arak viajó a lugares prohibidos de la tierra.
Pero, tras estar perdido, volvió de nuevo a casa.
Los muros de nieve lo guardaban.
Ésta era su casa.
Hay recuerdos antiguos en la nieve.
La tierra lo recuerda todo.
Esto es lo que yo recuerdo.
¡Despierta! ¡Tallis! ¡Despierta!
La bestia rugió. Se alzaba sobre ella. Su hedor la envolvía.
—¡Tallis! ¡Deja de soñar!
Se sentó rápidamente, confusa, repentinamente asustada ante la brusquedad del despertar. Entonces, el miedo desapareció, y también el frío. Estaba envuelta en la manta del caballo de Scathach. El fuego casi se había consumido. Seguía en el claro. Los tres Jaguthin estaban de pie, mirando entre los árboles oscuros. La luz del amanecer iluminaba sus rostros morenos, los fragmentos de oro sobre la piel curtida, las ropas andrajosas. Las cenizas de la hoguera volaban en la brisa suave del claro. Los caballos respiraban con suavidad, sacudían las cabezas.
He tocado la fuente. Ésa era la historia del comienzo…, he tocado la fuente. Me he acercado a Harry. Está ahí, lo sé. He tocado la fuente. Harry es la fuente…
Scathach la miraba, pero su atención se centraba en otra cosa. Poco después el sonido llegó de nuevo, el rugido inconfundible de un ciervo macho.
—¡Niño Roto! —exclamó Tallis.
—Junto al arroyo —asintió Scathach—. Más allá de la Tierra del Espíritu del Ave…
Tallis contempló la repentina confusión que la rodeaba, de pie junto a la hoguera, con la manta de lana gris en torno a los hombros. Los caballos estaban cargados, y los hombres los llevaban ya por el estrecho sendero que se dirigía hacia el bosque. Scathach pateó los restos del fuego y luego se echó al hombro el bulto de pieles donde llevaba sus cosas. Tallis cargó con las máscaras y se metió la mano en el bolsillo para asegurase de que el trozo de asta seguía allí.
De pronto, todo ocurría demasiado deprisa. Pensó en la casa, en sus padres, que quizá siguieran durmiendo. No les había dicho que se iba, no se había despedido. Se preocuparían mucho, aunque sólo estuviera ausente unos días. Debería haberles dejado una nota.
En el nuevo día, se dio cuenta de lo húmeda y neblinosa que era la mañana. Corrió con los Jaguthin junto al bosque, cruzando la zona pantanosa y entrando en la fina hilera de árboles que bordeaban el Arroyo del Cazador.
—La bestia debe de estar por aquí —susurró Scathach.
Curundoloc guió a los caballos hasta el agua para que bebieran, luego se acuclilló junto a la fresca corriente, pero sin dejar de observar nervioso a su alrededor en busca de cualquier rastro del venado. Tallis se movió entre la vegetación, tirando de la manta cada vez que se enganchaba a las ramas.
No se oía sonido alguno, ni siquiera el canto de los pájaros. La neblina de rocío cubría suavemente el bosque, tan silencioso como un animal que contuviera el aliento al ver el movimiento furtivo de un depredador.
Y a través de este silencio le llegó a Tallis el sonido de su propio nombre. Su nombre exclamado a gritos, por una voz de hombre, con un tono que no sólo denotaba ansiedad, sino un miedo espantoso.
Scathach alzó la vista, sus ojos claros brillaban. Pero Tallis miraba hacia el horizonte lejano, donde, la noche anterior, habían brotado extrañas piedras y árboles. Ahora habían desaparecido, y la tierra no mostraba el menor rastro del poder que se había ejercido sobre ella. Había una forma de hombre; corría.
—¡Tallis! —gritó de nuevo su padre.
Su voz estaba cargada de pánico. Hizo que Tallis se estremeciera, que los ojos se le llenaran de lágrimas. Keeton iba todavía en pijama. Tropezó al caer, se levantó, una figura pequeña y oscura, difícil de distinguir a la escasa luz.
—Deprisa —murmuró Scathach, mirando el bosque.
Los caballos estaban inquietos. Gyonval les murmuró unas palabras guturales, acarició una cabeza con la mano envuelta en mallas.
—Tengo que decirle que estoy bien —dijo Tallis—. Tengo que despedirme…
Pero Scathach la agarró, la hizo agacharse.
—No hay tiempo —dijo—. ¡Mira, allí!
Niño Roto salía de la niebla, trotando por el agua hacia los inquietos caballos. Los Jaguthin retrocedieron para dejar paso a la gran bestia. Sus astas golpearon contra las ramas de los alisos que bordeaban el arroyo. Su aliento añadía niebla a la niebla. Su olor lo precedía.
Scathach quitó la manta de los hombros de Tallis y la empujó hacia delante.
—¡Deprisa! Ata la cinta. Márcalo. Ahora el animal es tu maestro. Nos guiará.
Tallis caminó insegura entre la maleza, luego se metió en el arroyo. Su padre seguía llamándola. Los cuervos echaron a volar de los árboles que rodeaban la Tierra del Espíritu del Ave, y los pájaros empezaron a cantar por todas las tierras de la granja.
De pie junto al venado, Tallis volvió a sentirse muy pequeña. Contempló la enorme forma, luego pasó los dedos por el recio vello de su morro. Lentamente, Niño Roto bajó la cabeza. Tallis vio su rostro reflejado en los grandes ojos. Parecía extrañamente oscuro, con los ojos muy abiertos, la boca deforme, pero era su rostro, sin lugar a dudas. Y tras la imagen…, vientos invernales, y formas oscuras que se movían…, tres formas. Una de ellas salió de la bestia y entró en la consciencia de Tallis.
Su olor la envolvía. Su calidez se extendía alrededor de la niña. Sentía su aliento en el cuello, el peso del cuerpo contra el suyo. Tenía la piel vibrante, su cuerpo se excitó de una manera extraña y desconcertante. Lo tenía tan cerca… Miró más allá del animal, hacia el cielo. Sentía la presión de sus movimientos, sobre su carne, en su carne…
El momento pasó. Tallis, jadeante, sonrojada, estiró los brazos y ató la tira bautismal en torno al asta rota. Le hizo dos nudos para asegurarla bien. Al hacerlo, sus dedos acariciaron tres profundas muescas en el cuerno: quizá la marca de Owen.
Al momento, Niño Roto alzó la cabeza y lanzó un rugido. Luego, echó a andar, empujando a la niña tan fuerte con su cuerpo que Tallis cayó pesadamente al agua. Cuando agarró la sarta de pesadas máscaras, el cordel se rompió. Las máscaras se dispersaron por el arroyo. Pudo recogerlas de nuevo, pero una de ellas se le escapó de entre los dedos, y no tuvo tiempo de agarrarla. Scathach estaba tras ella, la empujaba tras los anchos cuartos traseros del venado, hacia la Tierra del Espíritu del Ave, hacia el Bosque Ryhope y más allá. Los Jaguthin ya habían montado. Gwyllos luchaba por controlar a su caballo, que coceaba aterrado y se removía trazando círculos inquietos. Sus gritos calmaron al animal. Más allá, el padre de Tallis se había detenido para recuperar el aliento, con las manos apoyadas en las rodillas, el rostro enrojecido y cubierto de lágrimas.
—¡Papá! —gritó la niña.
—¡Tallis! —gritó él a su vez—. ¡No te vayas! ¡No te vayas, hija, no nos dejes!
—¡Estaré fuera poco tiempo, papá! ¡Sólo una semana!
Pero su voz se perdió bajo el grito airado de Scathach.
—¡Vamos! No hay tiempo…, has abierto la mejor puerta, ¡mira!
La agarró del brazo y la hizo montar a lomos del caballo más pequeño. En torno a ella, los caballos de los Jaguthin chapoteaban en el río, persiguiendo al venado. Tallis se instaló en la silla, aferrando las máscaras con una mano y las riendas con otra. Scathach lanzaba gritos de emoción, exclamaciones paganas de alegría y triunfo, y se lanzó hacia adelante, palmeando al animal en los cuartos traseros de manera que Tallis se vio sacudida en la silla, y luego azotada por las ramas bajas.
Ante ella, vio lo que Scathach llamaba «puerta»: la encrucijada que por fin había creado con la ayuda de su maestro animal. Aquí, en el mundo de su padre, había un seto de altos árboles y densos zarzales. Pero ahora, en el mundo de Tallis, la tierra formaba una hondonada entre las orillas llenas de vegetación, una auténtica encrucijada, misteriosa y densa que parecía adentrarse en la tierra, aunque la luz del sol seguía brillando a lo lejos, filtrándose por el denso techo de follaje.
Y, en la distancia, el brillo del blanco, un torbellino cambiante que la hizo estremecerse. El primer rastro del invierno que la había perseguido desde su nacimiento.
El lugar frío. El Lugar Prohibido. Donde vagaba Harry. Donde la canción perdida del señor Williams pudo ser una dulce melodía en vientos gélidos.
Las fronteras de Lavondyss…
Scathach espoleó a su caballo y lo lanzó al galope hacia la encrucijada, hacia el otro mundo. Los Jaguthin lo siguieron. Sólo Gyonval se volvió y llamó a Tallis, su rostro abierto en una sonrisa, una sonrisa de amigo. Le gritó una palabra inconfundible en su propio lenguaje, sin duda, ¡vamos!
Tallis sintió que su propio caballo trotaba, como si también él estuviera ansioso por volver al mundo que durante tanto tiempo le había estado vedado. Cuando inició el galope, Tallis vio las piedras que bordeaban la encrucijada, y pensó en su abuelo, en cómo lo habían encontrado, sentado junto a la roca gris, mirando en esta dirección; quizá llegó a divisar el mundo que no le había llamado. Su visión moribunda era de alegría.
Lo último que oyó antes de que el ruido del agua le llenara los oídos fue la voz de su padre, ahora muy lejana, el sonido de su nombre, más agudo que triste, como si se encontrara ya a un kilómetro, a un siglo.
Cuando volvió la vista atrás, alcanzó a verlo. Estaba en el arroyo, con la bata desgarrada en torno a los hombros, mirándola, tratando de alcanzarla. Justo antes de que la distancia y el otro mundo se la llevaran, lo vio meterse en el agua y recoger la máscara que se le había caído.