«CUNHAVAL»

El Bosque de Hueso

Durante la mayor parte de la mañana siguiente, una tormenta veraniega obligó a Tallis a quedarse en su habitación, sentada y deprimida, contemplando el oscuro paisaje. Pero durante ese tiempo vio a dos jinetes que cruzaban un prado lejano y subían por el Risco Morndun. No consiguió captar más detalles.

No paró de pensar. Revivió el aterrador episodio de la noche anterior, y de pronto comprendió lo que había sucedido. Sin querer, había creado una encrucijada. A través de ella, los espíritus vengadores de los pájaros habían poseído a los bailarines por unos momentos. Tallis sintió una mezcla de alivio y rencor. Deseaba volver al prado de Shadoxhurst.

Cuando dejó de llover, se puso la chaqueta y dijo a sus padres lo que iba a hacer. En circunstancias normales, habría ido a Shadoxhurst por el sendero que cruzaba la granja de los Keeton; pero era un sendero difícil, y estaría lleno de barro. Tendría que ir caminando por la carretera. James Keeton había insistido en que le avisara siempre que fuera a ir por la carretera.

Llegó al pueblo diez minutos más tarde. Se dirigió directamente hacia el roble hendido y se quedó junto a una de las raíces descubiertas, la que más sobresalía.

—Eres un árbol viejo, lo sé —le dijo—. Pero eres un roble. Pensé que todos los robles eran mis amigos. Como Fuerte contra la Tormenta, que me ayudó a ver a Scathach. Pensé que todos los robles estaban de mi parte. Así que anoche me enfadé, cuando creí que habías ayudado a los espíritus de las aves. —Se inclinó hacia adelante y pasó los dedos sobre la agrietada corteza, presionando la mano contra él árbol de manera que su calor penetrara en la madera—. ¡Pero no fue culpa tuya! Ahora lo entiendo. Lo descubrí esta mañana. Te usaron, nada más. No fue culpa tuya. Tú eres parte del bosque. Aunque estés tan lejos, sigues siendo parte del bosque. Ahora sé tu nombre. Eres Uno Solitario. Te utilizaron, no debí enfadarme contigo…

Por el rabillo del ojo, divisó al sacerdote, en mangas de camisa, que estaba de pie ante la puerta de la iglesia y la miraba con desconfianza. Le saludó con la mano y se alejó del árbol, caminando junto a la enorme raíz descubierta que señalaba hacia su propia granja y hacia el Bosque Ryhope.

Estaba casi segura de tener razón. La vida del árbol estaba conectada con el antiguo bosque oscuro. Imaginó que la raíz continuaba a lo largo de casi dos kilómetros de tierra, para unirse con los árboles de la hacienda. Quizá hubiera estado allí siempre, el tenue contacto entre un aventurero solitario del ladrillo y la húmeda penumbra de su mundo natal.

Un coche se detuvo en el arcén e hizo sonar el claxon dos veces, arrancando a Tallis de sus meditaciones. El señor Williams salió de la parte trasera del vehículo y echó a andar por el césped. Tallis se llevó una mano a la boca, sintiéndose a la vez culpable y avergonzada. Él le dirigió una leve sonrisa, luego avanzó hacia la niña al tiempo que se abotonaba la chaqueta para defenderse del fresco de la tarde veraniega.

—Menos mal que se me olvidó —dijo cuando estuvo a su lado.

Tallis pensó que había ironía en su voz.

—¿Se olvidó?

—Que habíamos quedado.

—A mí también se me olvidó. Al menos, no nos mojamos.

Un relámpago de irritación pasó por las facciones del hombre. Pareció a punto de decir algo, pero luego cambió de opinión.

—No —comentó en su lugar—. No nos empapamos, ¿verdad? Oh, bueno. —Se animó un poco—. ¿Te divertiste en el baile?

—No mucho.

—Pues parecía que te lo pasabas muy bien cuando esos jóvenes corpulentos te lanzaban por los aires. Yo me cansé. Quería pensar sobre tu extraña canción, así que volví a la Casa Solariega.

Contempló el prado, con su césped chamuscado y los restos de las hogueras. Luego miró el árbol, y por último a Tallis.

—Tienes una mirada rara en los ojos —dijo con el ceño fruncido—. Una de esas miradas. Sucede algo. ¿Me lo quieres contar?

—El Viejo Lugar Prohibido.

—¿Cómo dices?

—El Viejo Lugar Prohibido —repitió—. Aún no conozco su verdadero nombre. Es un lugar en otro mundo. Mi hermano Harry se ha perdido allí, estoy segura. He tenido indicios de él. Y alguien que no era Harry ha salido de ese lugar y va por las afueras del bosque. Anoche descubrí más fragmentos de la historia, pero aún no la entiendo del todo. Y tampoco entiendo dónde encaja Harry…

El señor Williams sonrió y sacudió la cabeza.

—No entiendo nada de lo que dices —replicó tras un momento—, pero me gusta el estilo. Viejo Lugar Prohibido. Sí, suena bien. Suena muy misterioso y desconocido.

—Sí. Muy desconocido.

El hombre se inclinó hacia ella y le susurró:

—¿Te atreves, oh alma, a viajar conmigo hacia la región desconocida? No hay nada ante nosotros, lo que aguarda no ha sido ni soñado, es esta región, esta tierra inaccesible.

—Sí —respondió Tallis, temblorosa—. Me atrevo.

El señor Williams pareció sorprendido un momento. Luego, se echó a reír.

—Es un trozo de un poema. De Walt Whitman. Tu extraño nombre me lo recuerda.

—Oh.

—Ese lugar, ese lugar prohibido… debió de existir hace tiempo. Hace mucho tiempo.

—Más de lo que se puede recordar —respondió Tallis—. Pero no debe pronunciar su nombre de nuevo. Al menos hasta que sepamos su verdadero nombre. Yo ya lo he dicho dos veces, y usted una.

El señor Williams asintió con gesto divertido, luego miró el roble, el Uno Solitario

—Es un hermoso ejemplar. Trescientos años, como mínimo. ¿Crees que sus raíces son tan largas como para llegar a ese lugar secreto y prohibido tuyo?

—Éste es Uno Solitario. Acabo de descubrir su nombre, y me he dado cuenta de lo que es. No es un árbol aislado, qué va. Es parte del bosque.

—¿Parte del bosque? ¿De qué bosque?

—Del Bosque Ryhope —señaló la niña—. Por donde paseaba usted ayer.

—Eso está a dos kilómetros de distancia…

—Pero este árbol forma parte de él, probablemente siempre ha sido así. Lo sé por las raíces…

El señor Williams siguió la dirección de su vago gesto, hacia donde se veía la raíz sobresalir por encima de la tierra. Tallis siguió hablando.

—Si me quedo aquí… —rodeó el árbol por el lado opuesto—, estoy fuera del bosque. Pero si doy la vuelta…, así…, entro en el bosque. El límite del bosque es el árbol más alejado del centro, no importa cuál sea la distancia a la que se encuentre de los demás. Así es como vinieron anoche los espíritus ave.

—¿Espíritus ave? —preguntó el señor Williams con voz débil.

—Mitagos. Me atacaron. Yo creé la puerta por la que entraron. No sé si los he creado a ellos o no. Pero, desde luego, son mitagos.

—¿Mitagos?

—Me atacaron. Creí que el árbol era mi enemigo, pero los árboles no pueden evitar que los utilicen, y los mitagos siempre vienen de los árboles. Los pájaros vinieron a castigarme por alejarlos de Scathach. Como le dije ayer. Yo convertí el campo donde estaba él en un lugar mágico, un lugar secreto. Los pájaros no podían entrar excepto como espíritus. Espíritus de aves. No sé por qué, eso los ha enfurecido. Están muy enfadados conmigo.

Tras unos momentos de meditación, el anciano se echó a reír.

—¿Qué juego es este?

—No es un juego —replicó Tallis, sorprendida.

Él frunció el ceño.

—¿De verdad puedes hacer magia?

—Magia sencilla. Lo suficiente como para echar a los pájaros.

—¿Me contarás más cosas sobre el Viejo Lugar Prohibido?

La niña se llevó un dedo a los labios.

—No repita el nombre otra vez. Da mala suerte.

—Pero ¿lo harás?

—No sé toda la historia. Sólo le puedo contar parte.

—Con eso bastará.

Tallis se concentró.

—Mañana —dijo. Alzó la vista hacia Uno Solitario—. Aún estoy aprendiendo cosas. Quizá mañana sepa más.

—Mañana… —repitió el señor Williams.

Tomó una decisión, volvió al coche y dijo algo rápidamente al conductor. El coche se alejó. Cuando volvió junto a Tallis, sonreía.

—He decidido quedarme. Me gustaría mucho escuchar tu historia. Estoy a punto de empezar con los últimos arreglos de una composición, y necesito algo de inspiración. Si no encuentro canciones originales… —Sonrió a la niña rubia—, al menos me enteraré de una historia original.

—Me sé muchas historias —se animó Tallis—. ¿Quiere oír la historia entera de la Tierra del Espíritu del Ave?

El anciano asintió, pensativo.

—Pero antes, me gustaría saber más cosas de ti. Cuéntame mientras paseamos. Y luego buscaremos un sitio donde tomar una taza de té…

* * *

Poco más tarde entraron en el prado Piedras Stretley, y cruzaron la hierba húmeda en dirección a las piedras caídas. El sol brillaba en lo alto, volvía a hacer calor. Tallis señaló al señor Williams las marcas ogham, y le explicó lo que ella creía que decían. Le dejó visitar el punto exacto bajo el roble donde había yacido Scathach, tan indefenso. Él cerró los ojos y trató de imaginar la escena.

Cuando se sentaron en la piedra de Scathach, Tallis se sintió triste por un momento. El señor Williams se dio cuenta, y guardó un silencio pensativo y respetuoso. Cuando la tristeza pasó, Tallis le contó la historia. La escuchó absorto, sin decir palabra, y cuando la niña terminó se la quedó mirando al tiempo que sacudía lentamente la cabeza.

—Es una buena historia.

—Es una historia real —replicó Tallis—. Sucedió aquí. Me sucedió a mí.

—La imagen que pintas es de un mundo muy oscuro y sombrío. La Tierra del Espíritu del Ave parece un lugar aterrador. ¿Crees que existió de verdad?

—Existe ahora —indicó ella—. Yo lo hice. O al menos, lo vi. Es aquí. Estamos sentados en ese lugar. Es este prado. Esté donde esté Scathach, el lugar también existe allí.

—¿En el «hace mucho», quizá? ¿En el pasado lejano?

—En el pasado lejano —asintió Tallis—. Tuve una visión del lugar, pero interferí en lo que vi. Abrí la encrucijada al mundo de Scathach; lo hice con mi propia mente; pero ataqué a las aves carroñeras, las eché. Por eso los espíritus me agredieron ayer. Salieron a los límites del bosque para intentar matarme, pero bailaba demasiado deprisa para ellos…

No era verdad. Se estremeció al darse cuenta de la mentira. Había estado indefensa ante ellos, zarandeada como una muñeca de trapo. Por la razón que fuera, la habían dejado vivir, habían dejado que cayera al barro e intentara coger el asta…, sólo para verla arrebatada de sus manos por la niña verde, el espíritu de la tierra en el Baile de la Sombra.

Se dio cuenta de que su amigo decía algo.

—¿Es éste el único mundo extraño que has creado, el único lugar de visiones? Dijiste algo sobre el Viejo Lugar Prohibido.

—El Viejo Lugar Prohibido está por todas partes —dijo Tallis, contemplando el roble—. Las encrucijadas son sólo parte de él.

—¿Encrucijadas?

—Visiones. Más que visiones…, contactos. Pero no les encuentro sentido, como tampoco se lo encuentro al Viejo Lugar Prohibido. Hasta que no sepa su verdadero nombre…

—Este asunto de los nombres —dijo el señor Williams—, me tiene un poco confuso. ¿Quién sabe su auténtico nombre?

—Los que han estado allí y han vuelto. Si no hubieran sabido su nombre, no habrían podido volver.

—Parece que conoces todas las reglas…

Tallis sacudió la cabeza.

—No es así. Y tampoco conozco todos los nombres.

—Parece que es un mundo muy sombrío. ¿Crees que se parece al Averno?

—Supongo que en cierto modo. Pero es un mundo vivo, no un mundo para los muertos.

—¿Como Avalón?

El señor Williams se sorprendió al ver que Tallis lo miraba con los ojos muy abiertos. Parecía sobresaltada. La niña frunció el ceño.

—Sí…, eso es… —susurró—. Algo parecido. Ese nombre. Es un nombre antiguo. Avalón…, algo como Avalón…

—¿Avalín? —aventuró el señor Williams—. ¿Ovilon? Uvalain…

Con un gesto, Tallis le indicó que guardara silencio.

—Pronto lo oiré. Estoy segura.

—¿Iviluna? ¿Avonesse?

—¡Shh! —ordenó Tallis, alarmada.

Tenía la mente repleta con los ecos, como una voz en un valle que le gritara, perdida en el viento. Los sonidos iban y venían, un nombre, tan cerca…, tan cerca…

Pero volvió a alejarse, y ella se quedó con el olor del aire húmedo y un cierto calor en las mejillas, cuando el sol empezó a brillar con fuerza entre las nubes.

* * *

El señor Williams contempló a la niña con ansiedad a medida que pasaban los minutos y ella seguía quieta, como hipnotizada, mirándolo con aire soñador. Parecía escuchar una voz muy lejana. En realidad, hubo un movimiento entre los árboles, y cuando el señor Williams miró en esa dirección comprendió que los estaban vigilando. Captó un atisbo de la capucha oscura, y de algo blanco bajo ella. La figura se retiró hacia las sombras al momento, pero Tallis se había puesto pálida, tenía el rostro casi rígido, casi viejo…

—¿Te encuentras bien?

—Un nombre es como una llamada. Cuando se dice un nombre, se llama a ese algo. Ahora empiezo a entender…

—¿Qué es lo que entiendes?

Todo el porte de Tallis había cambiado. Pese al calor, temblaba. Su cara, espantosamente pálida, pareció aún más demacrada, y el pelo rubio que le caía sobre los hombros se estremecía con el temblor del cuerpo de la niña. El señor Williams sintió una leve brisa en torno a él, y volvió la vista hacia donde había divisado a la enigmática figura hacía unos segundos.

Un rostro blanco…, un movimiento…, luego, sólo una sombra.

De pronto, Tallis le dirigió una sonrisa desarmante.

—El Bosque de Hueso —dijo—. Sí…, claro…, ahora lo tengo…

—Háblame —la apremió el señor Williams, preocupado por el bienestar de la niña—. ¿Qué es lo que te pasa por la cabeza?

—Una historia —susurró ella—. Llevo muchos días pensando en ella. Ahora la sé entera. ¿No está cansado de oír historias?

—No, aún no. Cuantas más, mejor.

—Entonces, le contaré la Historia del Bosque de Hueso.

—Otro buen título.

—Es una historia antigua, pero no tanto como otras, y además no es la versión más vieja.

El señor Williams la cogió de la mano.

—¿Esa historia te la ha contado alguien?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. Hace un momento. ¿Quiere oírla?

Sin saber por qué, el señor Williams se sintió asustado. Soltó la mano de Tallis e irguió la espalda.

—Sí, por favor.

Ella estaba muy extraña, muy tensa. Su voz seguía siendo igual, pero las palabras no parecían corresponderse con su presencia física. Aunque los ojos le brillaban, aunque movía los labios al hablar, aunque respiraba entre las frases y se lamía los labios de cuando en cuando… el anciano tuvo la clara sensación de que alguien se expresaba a través de la niña.

Pero…

Fue un momento turbador, pero no tuvo tiempo para pensar en ello, porque Tallis alzó ambas manos pidiendo silencio. Cerró los ojos y volvió a abrirlos para clavar en la nada una mirada acuosa, vacía.

—Ésta es la historia del Bosque de Hueso —dijo con voz suave—. Cuando se invoca el bien, siempre se invoca el mal…

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EL BOSQUE DE HUESO

La joven no había nacido en el pueblo, así que se vio obligada a acampar fuera de sus muros. Había llegado a los linderos del bosque en un día de primavera, y ofrecía un espectáculo lamentable. Llevaba faldas largas, pero harapientas, como tejidas con fragmentos de un trapo usado para secarle el sudor a los caballos. Su blusa tenía manchas de jugo de moras. Su cabello enmarañado estaba tan sucio que sólo unos ojos perspicaces podían captar el delicado fuego de su color oculto. Pero era hermosa, aunque le faltaran dos dientes. Y llevaba, aparte del saco de tela con su sencilla tienda y utensilios, dos bolsitas de piel.

Había un joven en el pueblo al que todos llamaban Cuwyn, porque había sido un veloz cazador, pero ahora estaba cojo. Era el menor de tres hermanos, y los otros habían luchado en batallas, habían muerto con honor, y estaban enterrados bajo montañas de piedras blancas. Observó a la joven desde el muro del pueblo y, tras un año, decidió salir y preguntarle tres cosas. Así que se vistió con sus ropas verdes de caza y se ciñó un cuchillo a la cintura. Afiló dos lanzas y remendó una red.

En el pueblo se rieron de él. Cuwyn el cojo iba de caza. Hay un venado tullido que vive al norte, le dijeron. Se rieron. ¡Han visto un pez sin aletas en el arroyo lento!

Cuwyn no les hizo caso. Su propio pueblo lo despreciaba: Era el guerrero que no había muerto, el guerrero que no estaba enterrado con sus hermanos.

Reconocía a otro viajero.

Así que se limpió los dientes con un ramita pelada de avellano, y se dirigió al campamento de la mujer, donde ésta atizaba una pequeña hoguera. Parecía muy delgada y hambrienta.

—Quiero hacerte tres preguntas —le dijo él.

—Hazlas —replicó la mujer.

—La primera pregunta es: ¿cómo te llamas?

—He pasado aquí un año, despreciada y aislada, y nadie ha preguntado mi nombre. Así que llámame como quieras.

—Te llamaré Ceniza, ya que estás atizando las cenizas de un fuego, y bien probable parece que a las cenizas vuelvas cuando mueras.

Ella sonrió, pero no dijo nada.

El joven hizo su segunda pregunta.

—¿Qué has comido durante este año?

—Mi propio corazón —respondió Ceniza—. Vengo a traeros suerte, y me habéis dejado aquí en compañía de lobos tullidos, jabalíes hediondos y aves carroñeras. Por fortuna, mi corazón es grande y me ha bastado.

—Bien, me alegra oír eso —dijo Cuwyn—. Ésta es mi tercera pregunta: ¿Qué llevas en esas dos bolsas?

Sólo ahora alzó Ceniza la vista y le sonrió.

—Profecía —contestó—. Empezaba a pensar que nunca lo preguntarías.

—Profecía, ¿eh? —murmuró el joven, rascándose la mejilla y pensando a toda velocidad—. Hay una parte de la profecía que este pueblo necesita…

—¿Cuál es esa parte?

—El conocimiento del bosque. Son demasiadas las veces en que cazamos sin éxito. El bosque es profundo, oscuro y denso. Es posible estar al lado de un jabalí y no verlo.

—Así pues, ¿eres un cazador?

—Lo soy —mintió Cuwyn, apartando la vista.

—En ese caso, puedo ayudarte —dijo Ceniza—. Pero sólo a ti. A cambio de un pequeño trozo de carne, te convertiré en la personificación del Cazador. Tus cacerías serán más salvajes que las del diablo. Las bestias que traigas a casa alimentarán a ejércitos enteros.

Así, Cuwyn se sentó junto a la hoguera de la joven, y observó su extraña manera de profetizar.

En la primera bolsita de piel, tenía ramitas de cada árbol que crecía en el bosque. Las había reunido a lo largo de los años, y no había árbol que no estuviera en la bolsa en forma de palito.

—Éste es mi bosque —dijo Ceniza al tiempo que le tendía las ramitas—. Aquí están todos los bosques, incluso los de antes del Hielo, y hasta el próximo Hielo, que unas pocas mujeres han visto al mirar el fuego que funde el cobre. Todos los bosques de todas las eras, aquí, en mi mano. Si rompo una rama, así…

Y quebró la rama de fresno que tenía en la mano.

—… he destruido un bosque en un lugar lejano, en un tiempo lejano. ¿Oyes el aullido del fuego, los gritos de los hombres que huyen ante sus llamas?

—No —respondió Cuwyn.

Ceniza sonrió.

—Porque no tienes el verdadero oído.

Hizo sonar la segunda bolsita de piel.

—Aquí tengo los huesos de muchas bestias, pequeños fragmentos que he reunido en mis viajes. No todo está aquí. Pero el Hombre, sí. Y para comer hay cerdos, y liebres, y ciervos, y caballos. Hay pájaros emplumados y peces gordos. Más que suficiente para evitar que un joven como tú pase hambre.

Cuwyn contempló las oscuras astillas de huesos que Ceniza tenía en la palma de la mano.

—No significan nada. Son trozos de marfil viejo. ¿Cómo sabes a cuál pertenece cada uno?

—No lo sé hasta que los lanzo.

De manera que ella cerró los ojos y dejó caer las ramitas y los huesos. Sin abrirlos, metió la mano en el montón de palitos y sacó dos. Los puso en forma de cruz ante ella. A tientas, cogió un trozo de hueso y lo puso en la intersección de las ramas. Abrió los ojos por último, y titubeó un instante.

—En un bosque de robles y avellanos —dijo al final—, un cerdo gigante corre por un sendero hacia el norte.

Cuwyn no necesitó más. Recogió sus cuchillos, redes y lanzas, y corrió dieciocho kilómetros por el bosque hasta dar con un lugar donde crecían robles y avellanos. Al entrar en él, el cielo cambió y todo quedó en silencio. Al principio se puso nervioso, pero su visión también había cambiado, parecía ver a través de los árboles. Advirtió que un cerdo gigante, como el lomo lleno de erizadas púas letales, corría por un sendero hacia el norte. Lo persiguió y le dio caza, y aunque el animal era enorme, le arrancó la vida y transportó su cuerpo hasta el pueblo, no sin antes cortar una tajada de carne para Ceniza.

La segunda semana que la visitó se sentía más fuerte. Llevaba dos lanzas y dos cuchillos, pero había dejado la red. Se acuclilló ante Ceniza y la mujer vació las bolsas en el suelo, eligiendo a ciegas las dos ramitas y el brillante trozo de hueso.

—Hay un bosque donde crecen espinos y zarzales. En él encontrarás un ciervo más alto que el hombro de un hombre alto.

Cuwyn la miró.

—En esta zona no hay ningún bosque de espinos y zarzales.

—Llámalo y acudirá —replicó Ceniza—. Está ahí esperando a que lo encuentres. Nunca dije que tus cazas se limitarían a esta zona.

Asombrado, Cuwyn echó a correr por el lindero del bosque. Tras un rato, se cansó y entró en la densidad de los árboles en busca de sombra y unas pocas nueces. Se arañó la mano con un zarzal, y se adentró más. Pronto los zarzales lo llamaron, tentadores. Luchó contra la maraña de espinos, escuchando el silencio y contemplando el extraño cielo, porque se había oscurecido, pero no como oscurece con la noche. También hacía frío, como si la tierra estuviera cubierta de hielo. Había un ciervo atrapado entre los zarzales, y él le dio un rápido golpe en el cuello, para después calentarse con sus entrañas antes de arrastrarlo hacia su propia tierra.

—¿Encontraste el bosque de espinos y zarzales? —le preguntó Ceniza a su regreso.

—Sí —respondió el joven, dándole una porción de la carne—. Pero juro que no estaba ahí hace un año.

—No está ahí ahora —replicó la mujer—. Pero existió una vez, cuando la tierra era joven.

—Cocina tu carne —dijo Cuwyn—. Tus palabras me asustan.

Y así siguieron las cosas.

En un bosque de alisos y sauces, dos caballos salvajes bebían agua de un estanque.

En un bosque de robles y tilos, liebres grandes como cerdos corrían por un sendero hacia el sur.

En un bosque de hayas y enebros, pájaros demasiado gordos como para volar eran presas apetecibles.

Durante nueve semanas, Cuwyn recorrió los linderos del bosque y encontró estos bosques extraños, y en cada uno de ellos dio con la caza necesaria para alimentar al pueblo. Creció su confianza. La herida de su pierna le molestaba menos. Se hizo veloz. El pueblo ya no se reía de él. Él se reía de ellos. Se sentía lleno de valor.

En su décima visita a Ceniza, sólo llevaba una sencilla lanza y un cuchillo para desollar.

Ella dejó caer las ramitas y recogió el hueso, poniéndolo sobre la cruz antes de abrir los ojos. Pero no dijo nada. Bajo la suciedad que le oscurecía el rostro, su piel se tornó blanca. Intento deshacer el hechizo, pero Cuwyn la detuvo.

—El pueblo tiene hambre. Dime dónde está la caza.

—En un bosque de abedules y zarzales —respondió Ceniza.

—Pero ¿qué cazaré?

—No es ninguna bestia que los mortales conozcan —dijo con suavidad—. No comprendo este trozo de hueso.

—Deberé arriesgarme y esperar que sea comestible.

—No será ése el único riesgo que corras. Lo que ronda por ese bosque es más feroz que cualquier otra cosa que hayas cazado. Y no huye, te busca a ti. También es un cazador. Espera una semana, Cuwyn, y volveré a lanzar las ramitas para ti.

—No puedo esperar. El pueblo no puede esperar. Ahora soy el único cazador.

Ceniza contempló el Bosque de Hueso.

—Este bosque es un lugar maligno. La misma tierra lo rechaza. —Dispersó el dibujo de ramas y hueso—. Lo que camina por allí es un ser loco, surgido de la mente del hombre. Ha salido de la oscuridad para detenerte. Has cogido demasiado. No has pagado con nada. También es culpa mía. Mis hechizos y tus cacerías han dado ser a una fuerza arcana.

—Tendrá que vérselas conmigo —replicó Cuwyn—. Te traeré una tajada de su carne antes de que se ponga el sol.

—Estarás muerto antes del mediodía.

—Sobreviviré más tiempo.

—Creo que sí —asintió Ceniza—, pero no en este mundo.

Luego, él echó a correr por el lindero del bosque.

Ceniza meditó sobre sus palabras. Al mediodía, dejó caer las ramitas y el hueso, pero no le dijeron nada. Sonrió, complacida.

Entonces, él había tenido razón, al menos en una cosa.

Pero una hora más tarde, cuando lanzó de nuevo las astillas y los huesos, sacudió la cabeza con tristeza al ver el bosque de abedules y zarzales, y el trozo de hueso humano que yacía sobre ellas.

En un bosque de abedules y zarzales, un hombre huye de una sombra

Cuando cogió el hueso, oyó el grito y sintió la calidez de la sangre.

Pocos minutos más tarde, el dolor recorrió su cuerpo y la piedra se quedó fría entre sus manos.

Ceniza recogió sus cosas y se dispuso a alejarse de las afueras del poblado. Cogió una ramita de brezo y un puñado de cenizas del fuego, las contempló y sonrió para sí misma.

—Era un buen nombre —dijo en voz alta—. Casi comprendiste. He recibido muchos nombres, pero ninguno se aproximó tanto como este. Cuando se pronuncia mi nombre, se me llama, y cuando se me llama debo obedecer según el nombre. Pero este nombre es el que más se acercó a lo que verdaderamente soy. Casi comprendiste mi naturaleza, y la parte de mí que no es natural. Fuiste cazador y presa, Cuwyn. La sombra de tus pensamientos era la bestia que te mató. Pero, por haberme dado mi nombre, cabalgaras sin sufrir por las tierras abiertas.

En el bosque, la bestia se acercaba. La llamada de Ceniza la había hecho abandonar el lugar antiguo, y se dirigía al pueblo para alimentarse de la carne de los que allí vivían. El trabajo de la mujer había concluido. Sería el Cazador quien concluiría la obra. Los tiempos iban a cambiar para el poblado. Ahora, ella se enfrentaba a un largo viaje, antes de dar con otro lugar, con otra hora.

Pero, antes de marchar, esparció la ceniza sobre un montoncito de tierra recién excavada, y escribió el nombre de Cuwyn en la ramita rota. Allí enterró el fragmento de hueso de su hijo muerto.

* * *

Cuando hubo terminado de narrar la historia, el señor Williams se concentró en lo que había oído.

—No lo entiendo —confesó al final.

La piel de Tallis había recuperado el color. Se pasó una mano por el pelo y respiró hondo, como si se recuperase de un intenso ejercicio. Miró al hombre con curiosidad.

—¿Qué es lo que no entiende?

—La mujer… Ceniza… ¿invocó al mal deliberadamente?

—No era el mal. Era el Cazador.

—Pero lo llamó para destruir al pueblo, y al joven Cuwyn. ¿Por qué quiso matarlo?

Tallis se encogió de hombros.

—No creo que quisiera matarlo. Era su trabajo. Su función. Llamó al Cazador a la tierra.

—Pero ¿por qué?

Aquellas preguntas frustraban a Tallis.

—No lo sé, ¡pregúnteselo a ella! Porque Ceniza no tenía ningún poder propio, supongo. Su don de la profecía le venía del Cazador, así que hacía de buena gana todo el bien que podía, pero siempre terminaba por invocar la tormenta.

El señor Williams la miró.

—Lo trajo a la tierra para destruir.

Tallis alzó las manos con las palmas hacia arriba.

—Supongo que sí. El pueblo había obtenido nueve buenas cacerías. Y no dieron nada a cambio.

—Pero tu historia parecía sugerir que Cuwyn y el Cazador eran un único ser.

—Claro que sí —asintió Tallis—. Cuwyn había sacado algo del bosque. El bosque sacó algo de él, su lado oscuro, le extrajo al Cazador. Eso es lo que había dicho Ceniza que haría. Sus palabras eran ambiguas.

—Sigo sin entender mucho —admitió el señor Williams—. ¿De qué era el hueso? ¿Cuwyn era hijo de ella?

—No es más que una historia —suspiró Tallis—. Sucedió en realidad, hace mucho tiempo, pero ésta es una versión muy reciente.

—¿Como cuánto de reciente? —preguntó el señor Williams con curiosidad.

La respuesta de la niña le sorprendió.

—Unos pocos siglos. Quizá algo más…

—Unos pocos siglos. ¿Cómo puedes saber eso?

—Inspiración —replicó Tallis, traviesa.

—Y que lo digas. Pero yo, en tu lugar, buscaría un final mejor para la historia.

Tallis sacudió la cabeza, confusa ante la sugerencia.

—Si lo hiciera, cambiaría la historia.

—Claro que sí. Para mejor.

—¡Pero no se puede cambiar algo que existe! —se exasperó—. La historia es así. Es como es. Es auténtica. Si la cambiara, inventaría algo, y entonces no sería auténtica.

—Mejoraría.

—No se trata de eso. No es un cuento de hadas. ¡No es Enid Blyton! Es auténtica, ¿no lo entiende? Si a usted se le ocurre una melodía y es bonita, la escribe tal como es…

—Claro.

—Y luego no la cambia.

—¡Sí la cambio!

Le miró, asombrada.

—En ese caso, la visión original se debilita, ¿no?

—La visión original. —El señor Williams sacudió la cabeza, sorprendido—. Qué palabras, en boca de una niña de trece años…

Tallis parecía molesta. Irguió la espalda y se alejó un poco de él.

—No me tome el pelo —dijo, rígida.

—Lo siento. Pero la cuestión sigue siendo la misma. Una historia, o una melodía, son como un poco de magia…

—Sí, lo sé.

—Pero te pertenecen. Puedes hacer lo que quieras con ellas. Cambiarlas a tu gusto. Personalizarlas.

—Hacer que no sean auténticas. Si se cambian las cosas en las historias, también cambian en la vida.

—Te aseguro que no.

—Y yo le aseguro que sí —replicó con brusquedad.

—¿Intentas decirme…? —ordenó sus ideas—. ¿Intentas decirme que si cambiaras esa historia, y convirtieras a la chica en un chico, entonces en algún momento de la realidad a esa chica le saldría barba?

Tallis se echó a reír al imaginarlo.

—No sé —respondió—. Supongo que sí.

—Es ridículo.

—Las historias son frágiles. Como las vidas de las personas. Basta con alterar una palabra para cambiarlas para siempre. Si oye una melodía bonita, y luego la cambia, quizá la nueva melodía también sea bonita, pero habrá perdido la primera.

—Pero, si me quedo con la primera melodía, habré perdido la segunda.

—Quizá la descubra otra persona. Seguirá estando ahí, a la espera de nacer.

—¿Y la primera melodía no?

—No —afirmó Tallis, aunque empezaba a sentirse confusa—. Se ha albergado en su mente. La habrá perdido para siempre.

—Nada se pierde para siempre —dijo el señor Williams con voz suave—. Sigo sabiendo todo lo que he sabido, sólo que a veces no sé que lo sé.

Todas las cosas se supieron, Tallis, pero muchas se han olvidado. Hace falta una magia especial para recordarlas.

—Mi abuelo me dijo algo parecido —susurró.

—Pues ahí lo tienes. Los viejos somos sabios…

—Pero usted ha perdido su infancia. Eso no volverá nunca.

El señor Williams se levantó y caminó entre las piedras caídas, apartando hierba y guijarros con los pies para dejar al descubierto la escritura ogham.

—No lo creo —dijo al final—. No creo que la haya perdido. A veces es difícil recordar acontecimientos de la infancia, desde luego. Pero el niño sigue vivo en el hombre, incluso cuando se es tan viejo como yo. —Guiñó un ojo a Tallis—. Siempre está ahí, paseando y corriendo entre las sombras de espíritus más altos, más recientes. Más sabios.

—¿Usted lo nota?

—Claro que lo noto.

Tallis clavó la vista en el cielo y pensó en una de sus máscaras: Sinisalo, ver al niño en la tierra. Cuando fabricó la máscara, aquello la había intrigado. ¿A qué niño vería?

Empezaba a comprender. La tierra era vieja. La tierra recordaba. La tierra había sido joven, y su inocencia aún estaba a la vista. Sí. Sinisalo la ayudaría a ver la sombra del niño, y al mismo tiempo su propia sombra, a medida que se hiciera mayor.

* * *

De repente, demasiado de repente, el día empezó a agonizar y la iglesia de Shadoxhurst hizo sonar su campana. Tallis volvió a su casa, y el señor Williams inició la larga caminata de vuelta a la casa solariega.

Sus últimas palabras a la niña fueron:

—Mañana quiero conocer la auténtica historia. Me lo has prometido, así que no te olvides.

Tallis contempló al corpulento anciano con afecto. Mañana, haré algo más que contarle la historia. Le enseñaré el lugar donde Harry está corriendo aventuras. Y lo comprenderá. Sé que lo comprenderá.

En cumplimiento de su silenciosa promesa, al día siguiente Tallis guió al señor Williams hasta el estrecho pasadizo entre los cobertizos de la maquinaria. El hombre se movía inseguro, sus ojos reflejaban la leve alarma que experimentaba enfrentado a aquel extraño viaje. En el espacio despejado junto a la ventana del invernadero, se acuclilló entre los muñecos y las máscaras coloreadas, regalándose los ojos con los raros símbolos y los temibles ídolos.

—¿Los has hecho tú todos? —preguntó a Tallis.

La niña asintió, con los ojos chispeantes.

Se quedaron allí sentados media hora. El señor Williams se fue poniendo un poco nervioso, y también Tallis empezó a preguntarse si no sería su presencia en solitario la que hacía aparecer el portal al mundo invernal.

Pero, justo cuando estaba a punto de desistir de la espera, un copo de nieve le rozó la mejilla, y el aire en torno a ella se volvió frío, punzante.

—Ya está aquí —dijo con voz serena.

Giró sobre sus rodillas para mirar el cristal sucio.

Pronto empezó a oír el viento del Viejo Lugar Prohibido. Había una tormenta, y soplaba gélido por el sendero de la montaña. Alcanzó a oír el habitual entrechocar de piedras a medida que alguien o algo se movía, así como el batir del viento contra la lona de las tiendas de quienes visitaban aquel punto concreto del mundo escondido.

—¿Me oís? —gritó.

Más roces fríos le acariciaron la piel, y se los sacudió con la mano, frotando la humedad entre sus dedos. El señor Williams la miraba con el ceño fruncido. La niña se inclinó hacia la grieta entre dos mundos, atisbó a través de la agitada nieve gris del otro lado. Un caballo relinchó y se debatió contra sus arneses. Una mujer cantaba en un lenguaje desconocido, y algo golpeaba con regularidad contra la madera, un tamborileo rítmico y agudo.

—¿Me oís? —gritó Tallis de nuevo.

Y recordó lo que le dijera Harry. Te he perdido. Ahora lo he perdido todo

—¡Harry! —gritó, sobresaltando al señor Williams.

Pero su llamada era inútil, y en realidad ella ya sabía que no iba a oír la voz de su hermano.

En cambio alguien se arrastró hacia la grieta, y se acercó al lugar desde el cual Tallis contemplaba la tormenta gris. La niña percibió el movimiento, olió el sudor. Una sombra oscura. La persona del otro lado miraba el mundo estival de Tallis.

—¿Quién eres? —susurró ella.

La voz desgranó unas palabras. Tallis comprendió que se trataba de un niño, o una niña. Al momento, la sombra se desvaneció, el sonido de su grito le llegó amortiguado por la nieve.

Tallis retrocedió, todavía en cuclillas. Luego, se volvió hacia el señor Williams y sonrió.

El hombre la miró a ella, luego clavó los ojos en el invernadero.

—¿Con quién hablabas?

Tallis se alarmó. Comprendió que él no compartía su experiencia.

—¿No ha oído al niño?

El señor Williams frunció el ceño y sacudió la cabeza. Tallis señaló la ranura, que ya se desvanecía en el aire.

—¿No ve esto? ¿No ve la entrada?

El señor Williams siguió la dirección del dedo de la niña, pero hubo de confesar que sólo veía el cristal. Tallis empezó a asustarse. Gaunt había olido el humo aquel día, hacía muchos años, de manera que no era una experiencia completamente privada. ¿Sería sencillamente que el señor Williams, a diferencia de Gaunt, no era de aquel lugar? ¿Es que no había cenizas de los Williams, junto con las cenizas de los Gaunt, bajo la hierba?

Un copo de nieve le rozó la mano. Se lo mostró al anciano.

—Nieve —dijo.

El señor Williams tocó el punto húmedo con un dedo, y pareció sorprendido.

—Santo Dios. Me pareció sentir un algo invernal en el aire.

—¡Esa eso! —exclamó Tallis, complacida—. Usted lo sintió…, sintió el otro mundo. Ahí es donde Harry está atrapado. Una vez me llamó. Voy a ir a buscarlo, a ayudarle.

—¿Y cómo piensas hacerlo?

—A través del Bosque Ryhope. Ese bosque tiene algo que no es natural. En cuanto sepa cómo entrar, iré a explorarlo…

Tallis abrió el camino para salir del pasadizo. Llegaron a los prados y pasearon lentamente hacia el Arroyo del Cazador.

—Copos de nieve —susurró el señor Williams.

Tallis se miró la mano, todavía fría tras el roce silencioso.

—Vienen de un lugar terrible… —dijo.

El hombre la miró.

—Entonces, ¿aún no sabes su nombre secreto?

—Aún no —reconoció Tallis—. Y quizá nunca lo sepa. Es muy difícil descubrir los nombres secretos…

Siguieron caminando por los brillantes prados húmedos.

—¿Y ni siquiera conoces el nombre común de ese lugar?

—Ni siquiera ése —repitió Tallis—. A veces, los nombres comunes también son difíciles. Tengo que encontrar a alguien que haya estado allí, que lo haya oído.

—Entonces… —titubeó el anciano—. Si te he entendido bien, sólo puedes describir ese extraño mundo con el nombre que tú misma le has dado.

—Sólo con mi nombre privado —asintió Tallis.

—El Viejo Lugar Prohibido —murmuró el señor Williams.

Tallis se volvió hacia él y le indicó que guardara silencio.

El señor Williams aprendió pronto que traía mala suerte pronunciar tales nombres más de tres veces al día, y durante su conversación en el pasadizo habían agotado el cupo. Las «reglas de los nombres» le tenían muy confuso. Algunas cosas tenían tres nombres, otras sólo dos. A veces, los nombres privados de Tallis coincidían con los comunes, y se podían repetir a placer. A veces eran algo más íntimo, y estaban sujetos al misterioso tabú. En conjunto, reflexionó con cierta ironía, las reglas del juego de los nombres no parecían muy logradas.

No dijo nada, por supuesto. No le correspondía a él poner en tela de juicio el mundo secreto de la niña…

¿Niña? Sonrió para sus adentros al mirar a la sofisticada jovencita, con su cuerpo tan esbelto y huesudo, tan infantil, pero con un rostro y una mente tan adultos. Tenía algo en los ojos que le parecía más propio de una anciana que de una chiquilla. Veía a la adulta que había en ella con tanta claridad como el color pajizo de su pelo. Con un estremecimiento, comprendió que veía el cadáver en la niña, cuando se ponía tan pálida al contar una historia. Los huesos de sus pómulos se hacían aún más prominentes, sus labios se convertían en líneas delgadas. Era un espectáculo terrible y aterrador, y ahora ya no dudaba de que se trataba de una especie de posesión.

¿Uh espíritu? ¿Un ángel? ¿Un demonio? ¿Qué significaban aquellas cosas? Mientras seguía a Tallis por el prado, recordó lo que le había dicho el día anterior: alguien me ha contado la historia…, ahora mismo…, hace un momento

¿Alguien que estaba en su mente? Una voz silenciosa dentro de ella… Ella misma, por supuesto, alguna forma de comunicación inconsciente dentro de los confines de su cabecita juvenil. Pero los efectos eran muy teatrales.

Tallis Keeton no era la única ocupante de la mente de la niña.

Se quedó de pie bajo el sol abrasador, y Tallis le informó de que se encontraba sobre una caverna. La niña, obviamente divertida ante su sorpresa, insistió en que ella sentía la presencia de una caverna profunda, húmeda, en el interior de una colina invisible. El hombre no podía hacer ni decir nada, y vio la decepción en los ojos de la niña. Tallis trataba desesperadamente de enseñarle una parte de su propia experiencia, y no lo conseguía. Quizá él no estuviera lo suficientemente cerca de aquella tierra.

No te esfuerces tanto, pequeña. Con tus historias, me basta para creerte.

Ella había creado su propio mundo de fantasía en los arroyos, prados, colinas y bosques que rodeaban la granja. Ahora, algo ancestral le hablaba, poblaba aquellos bosques, se movía por aquellos prados. Y las piedras ogham caídas, sobre las que se habían sentado el día anterior, demostraban claramente que se trataba de un lugar muy, muy antiguo. Allí había habido gente durante miles de años. Tallis era su descendiente espiritual, aunque por sus venas no corriera la misma sangre. Quizá estuvieran hablando a través de ella…

La música le llenaba la mente mientras caminaba. Las imágenes del pasado, la intuición de un paisaje oscuro azotado por la tormenta, de jinetes nocturnos, de ríos caudalosos…, todo era música, y el hombre podía oír la voz musical de un lamento, y el gemido de la brisa, y los cánticos de la gente acurrucada en sus tiendas. Era una música extraña, y lamentó no llevar encima su libreta para tomar nota de los pasajes esenciales, para apuntar la relación entre los sonidos de la naturaleza y los sonidos de las voces.

Se preguntó si de esta manera, al crear su propia historia, no se estaría acercando más de lo que creía a la visión que tenía Tallis del extraño mundo.

Cada uno tiene su entrada al reino. Cada uno tiene su propia puerta.

La tierra tenía recuerdos. Estaban a su alrededor. Caminaba entre ellos. Le susurraban cosas, igual que a Tallis, pero en un idioma diferente, potenciando otra pasión…

Aquí sucedió algo

No llegó a formular estos pensamientos. Pronto llegaron junto al árbol llamado Viejo Amigo. Un rayo le había hendido el tronco para formar un incómodo asiento, que él intentó ocupar.

—¿Está cómodo? —preguntó Tallis.

—No —replicó él.

Le divirtió la respuesta de la niña:

—Bien. Entonces, empezaré.

Cuando comenzó a narrar su historia, utilizó la apertura más antigua imaginable. Él le gastó una broma al respecto, interrumpiéndola y sintiendo un placer travieso ante su creciente irritación. Notaba la brisa del bosque sobre su piel. A su espalda, en la densa maleza, el silencio era pesado, casi tangible. Tallis estaba de cara al bosque, pero durante un rato no pareció consciente de ello, mientras recriminaba a su acompañante que no tomara en serio la historia.

Y, entonces, sucedió.

Fue como si algo pasara a través de él, una terrible presencia vibrante. El porte de Tallis cambió, su rostro pareció más demacrado. Por primera vez, el hombre guardó silencio y se inclinó hacia adelante para observar la posesión.

El lenguaje de la niña cambió. Él había leído el Mabinogion[4], esas historias apenas recordadas, supervivientes de los ciclos legendarios célticos. Advirtió que el lenguaje de la niña era de repente muy similar al estilo de aquellos cuentos. Hablaba deprisa; el diálogo se enlazaba con el diálogo, construía las frases de una manera formal, arcaica, similar al estilo de los escritores modernos cuando tratan de sugerir una sensación del pasado, con una gramática llena de inversiones y de adjetivos desplazados.

Pero tiene energía, pensó. Por Dios que tiene energía. Se sentó, absorto, mientras las palabras de la niña creaban un mundo en su mente.

Un mundo en el cual un Rey había decidido enterrarse en su propio castillo, llenar las habitaciones de tierra, un gigantesco monumento funerario de ruinas.

Un mundo en el cual una Reina se valía de la magia para perseguir a su esposo muerto en el Otro Mundo, en todos los Otros Mundos, en todos los diferentes reinos de la muerte a los que pudiera huir su espíritu: la Brillante Llanura, la Tierra Multicolor, las Islas de la Juventud.

Un mundo en el cual tres hermanos luchaban por la supremacía. El más joven se llamaba Scathach, que era también el nombre que Tallis había dado al fantasma del prado Piedras Stretley. Privado de su derecho a un castillo en la tierra, Scathach entró en el Otro Mundo, en el Viejo Lugar Prohibido, y allí dio con una fortaleza hecha de piedra que no era piedra, de alguna sustancia mágica. Su hazaña debía de haber espoleado las mentes del pueblo llano: todavía vivo, había cabalgado por el reino de la muerte. Se había aislado de los vivos y de los muertos en un lugar sin nombre, sin calor, sin corazón. Un lugar muerto, una cárcel, lejos de los ojos del mundo real y del otro.

Y quería volver a casa.

Y su hermana le amaba…

Y cosas enloquecidas surgían de las grietas de su mente enloquecida. Era una extraña sensación para el hombre que escuchaba. Todos los ingredientes de la historia le resultaban familiares, pero la historia en sí era desconocida. No se parecía a nada que hubiera oído, quizá en buena parte por cómo la estaba presentando. En el fondo, no era más que un cuento de hadas; pero Tallis lo revestía con algo de sí misma, algo tan misterioso que le daba un cariz completamente diferente. La historia daba a entender muchas cosas. Años enteros, secuencias enteras de acción, quedaban retratados por las misteriosas palabras de la niña: Pasaron muchos años. Años sin visión.

Y, ahora, el señor Williams conocía a Tallis lo suficientemente bien como para comprender que estaba esperando la llegada de esas visiones, para rellenar los huecos…, para saber dónde estaba oculto Harry, y cómo podía encontrarlo.

* * *

Había interrumpido la historia bruscamente. No fue por decisión propia, sino más bien como si se hubiera cerrado una escotilla, cortando el flujo de las palabras. Así que mentía cuando respondió con un «no» a la pregunta del señor Williams sobre la integridad de la historia.

Tallis tardó unos momentos en recuperarse de la intensidad de las imágenes que habían poblado su mente, de los olores y sonidos, del calor de aquella hoguera. Aún veía la chimenea en el salón del gran castillo. Ardía con fiereza ante sus ojos, llamas gigantescas que se alzaban por encima de las mesas de banquetes, del suelo frío. Aún podía ver el brillo deslumbrante, y las sombras oscuras que dibujaba en los rostros pálidos y furiosos de los jóvenes que había ante ella. Habían caído en desgracia, estaban en el lado de la mesa más próximo a la chimenea, con cabelleras como cobre bruñido, ropajes de brillantes colores, pero rostros sombríos como la muerte.

Era una imagen tan vívida que ella sabía que había acontecido exactamente así. La asustaba verse tan cerca de los verdaderos acontecimientos en la vida de Scathach. También Scathach la asustaba, porque lo había visto mucho más cruel y duro que en el prado. Sus cicatrices eran terribles. Su pelo era lacio, sus puños estaban negros por las magulladuras y las marcas. De todos los hermanos, era el más airado, y cada corte de su daga sobre el plato que tenía delante era una puñalada en el corazón de su padre, y una puñalada, también, contra Tallis, que parecía sentada junto al rey, contemplando a los furiosos hermanos desde el otro lado de la mesa.

¿Quién era ella en la historia? ¿Por qué Scathach la miraba con tanto odio?

También la reina estaba allí, junto a ella. Olía a lino húmedo y a un perfume dulzón, mareante. Sus manos eran como pájaros revoloteando sobre la mesa, con dedos largos y blancos como picos que atacaban el pan y el queso. El peor de sus olores era el olor de la muerte. Su cuerpo aún vivía, pero estaba cerca de la Brillante Llanura, donde su sombra aullante perseguiría al cruel rey.

Lo más vívido y turbador de todo era la visión del lugar que inquietaba a Tallis, el reino al otro lado del profundo desfiladero. Mientras contaba la historia, estuvo a punto de caerse, tan mareante era su altura sobre el río. El viento la empujaba y amenazaba con lanzarla por el desfiladero. Abajo, el río era una hebra de plata, pero ella sabía que batía contra las rocas con una fuerza terrible. No sabía cómo había podido Scathach cruzar aquel abismo. Miró a lo lejos, hacia las nieblas de un mundo que era el Viejo Lugar Prohibido, hacia sus límites gélidos. El bosque cubría la tierra, la abrazaba con raíces como garras gigantes, una capa inmensa y rígida de muerte y confusión. Y, alzándose entre su maraña, las ruinas de un castillo antiguo, un castillo gris…

Tallis vio todo esto sin desearlo. Sentía que su lengua se movía, sentía la capacidad de hablar, pero también se sentía controlada por alguien que la había invadido para comunicarle la historia. E interrumpió la historia bruscamente. Aquello asombró a Tallis. Había visto una imagen de Scathach junto a una joven, a la luz de la luna. Y una idea extraña: Él tomó el nombre del árbol.

No encajaba con la historia que había contado al señor Williams.

Cuando el espíritu abandonó a Tallis, se sintió como si le hubieran quitado un gran peso de los pulmones. Su cuerpo casi flotaba. El señor Williams le hizo preguntas, y ella las respondió con impaciencia y tristeza, porque sabía que el hombre se marcharía pronto.

Por último, caminaron de vuelta hacia el sendero de Shadoxhurst, lejos del campo sin nombre que defendía Ryhope.

—¿Tiene que irse?

—Tengo que irme. Lo siento. He de escribir música. No me queda mucho tiempo. Es lo malo de envejecer.

—Le echaré de menos —dijo Tallis.

—Yo también te echaré de menos a ti —respondió—. Pero, si puedo, volveré el año que viene. A este mismo lugar, este mismo día. Te doy mi palabra.

—Y palabra dada —le recordó la niña—, es palabra empeñada.

—Desde luego.

Echó a andar por el sendero hacia el pueblo, donde, sin duda, le estaría esperando el coche.

—¡Escriba buenas canciones! —le gritó Tallis.

—¡Lo haré! ¡Cuenta buenas historias!

—¡Lo haré!

—Por cierto…

El hombre se detuvo un momento.

—¿Qué?

—Ese prado que rodea el bosque… me parece que sé cómo se llama. Es el Prado Volveremos a Vernos. Prueba a ver. Así podrás visitar tu claro sin miedo.

Desapareció, pero Tallis apenas se dio cuenta. Estaba contemplando el lejano bosque, con los ojos abiertos de par en par por el asombro y la emoción.

Prado Volveremos a Vernos.