«SKOGEN»

Sombra del Bosque

1

Seguía triste una semana más tarde —llegaban los primeros días de agosto—, y no había participado en absoluto en los preparativos de Shadoxhurst para el festival anual de canciones y bailes. No hablaba con nadie, y sus padres la dejaron en su triste contemplación de la tierra. Cuando su madre le decía algo sobre la obvia preocupación de su hija, Tallis se limitaba a responder:

—Tengo que compensarle. Entendí mal. Le he hecho daño. Tengo que compensarle. Hasta que no lo haga, no puedo volver a buscar a Harry. Ni al Cazador.

Aquello no aclaraba gran cosa a Margaret Keeton, que dejó a Tallis abandonada a sus propios recursos.

Pero ¿qué recursos?

Tallis había cometido un terrible error. Encrucijadora la había ayudado a abrir la primera puerta clara al mundo prohibido, al otro mundo, al antiguo reino cuyo nombre auténtico seguía sin conocer, aunque muchas veces había intentado «oírlo» en su mente. Encrucijadora la había entrenado, y ella había estropeado el entrenamiento. En vez de contemplar la triste muerte y la maravillosa liberación espiritual de Scathach, había interferido en un proceso que sólo debía contemplar. Había cambiado algo. Había cometido un grave error. Encrucijadora, la mujer enmascarada del bosque, estaba muy agitada. Seguía a Tallis, pero se ocultaba entre las sombras siempre que la niña intentaba aproximarse.

Tallis había cambiado la visión. Había interferido. Había actuado mal.

Sentía la necesidad desesperada de compensar a Scathach. Pero no tenía ni idea de cómo romper el hechizo de cambio. No tenía ni idea de qué magia usar para liberar su espíritu, para librarlo de la imagen de su propia mente atormentada, una imagen que, de eso estaba segura, lo atrapaba en la Tierra del Espíritu del Ave.

Ella lo retenía entre dos mundos. En el limbo. Tenía que dar con el hechizo que lo liberase y le permitiera reanudar su viaje. Así, ella también sería libre para proseguir su propio viaje en busca de Harry, en busca de la entrada hacia el Bosque Ryhope.

El día del festival, Tallis despertó antes del amanecer. Se vistió deprisa y salió de la casa andando de puntillas. Luego, echó a correr por los campos más cercanos hasta llegar a las Piedras Stretley. Se quedó junto a Fuerte contra la Tormenta y contempló sus ramas veraniegas, escuchando en silencio a la espera de cualquier indicio de tormenta invernal. No oyó nada. Los dibujos de cuervos que había realizado pocos días antes ya no estaban. El gran árbol absorbía ya su magia, curándose. Tallis se había dado cuenta perfectamente de que, en los días siguientes a su visión, ningún ave había entrado en el prado.

Sentía la necesidad de entrar en la Tierra del Espíritu del ave y sentarse en la piedra conmemorativa de Scathach, pero la combatió en vista de lo que había sucedido. Por alguna razón, imaginaba que tanto el prado como la tumba del guerrero eran lugares prohibidos para ella. De manera que rodeó el prado y se dirigió hacia el arroyo del cazador, para allí acuclillarse y contemplar el prado sin nombre y el oscuro bosque junto al pantano, fresco con la luz del nuevo día.

Era el mismo bosque que había visto en su visión, y una jinete pintada con arcilla había salido de él, gritando y llorando por el muerto

«Tengo que cruzar el campo —pensó Tallis con furia—. Tengo que averiguar su nombre para poder cruzarlo a salvo y buscar a Harry. Pero no hay marcas, ni piedras, ni prominencias, ni árboles, ni arroyos, ni nada. ¿Cómo te llamas? ¿Cómo te llamas?».

Oyó que alguien silbaba. Era una melodía pegadiza. Le recordaba a las canciones que había oído toda su vida; Gaunt siempre silbaba cuando estaba a solas. Era la clase de melodía que pronto llenaría el ambiente en Shadoxhurst, cuando comenzara la música y el baile. Sólo que esta melodía no venía de un bailarín Morris con gorro lleno de flores, ni de una chica del pueblo con falda de alegres colores.

Tallis contempló con cautela al anciano. Parecía haber surgido del Bosque Ryhope. Mientras se concentraba en la silueta, su visión periférica estaba llena de sombras flotantes, veloces. Entonces, era un mitago. Lo había invocado desde las profundidades de su mente, como a Encrucijadora, como a Gaberlungi…

El anciano caminaba junto al Bosque Ryhope, por la hierba alta y los arbustos espesos. Pronto el terreno se hizo pegajoso a su alrededor. El silbido se detuvo y gruñó con irritación. Vadeó el terreno húmedo hasta llegar a una zona seca, cerca del Arroyo del Cazador. Cojeaba, y usaba un bastón para ayudarse. Vio a Tallis acurrucada al otro lado del riachuelo, y alzó el bastón en gesto de saludo, de manera que la niña se irguió.

El desconocido era muy alto y robusto. Llevaba unos pantalones verdes y botas pesadas, y una especie de chaqueta impermeable que le colgaba de los hombros como una capa. Tenía el pelo muy corto y muy blanco, con una raya precisa, alta. Su rostro era blanco, algo grueso, pero tenía un aire de bondad y calidez. Sonrió a la niña, luego frunció los labios y empezó a silbar de nuevo hasta que llegó al borde del arroyo y se quitó las botas.

—Caminaba sin pensar —dijo el hombre corpulento a Tallis desde la distancia que los separaba—. Iba andando, disfrutando de esta mañana, y me metí en la ciénaga. Si me descuido, me hundo seis metros.

«En estos prados hay ciénagas —pensó Tallis—, pero no por donde iba usted».

Guardó silencio, temerosa de la criatura…, cada vez menos segura de que fuera un mitago. El desconocido la incomodaba con su mirada.

—Tú también has salido muy temprano —le dijo.

Tallis asintió. El hombre sonrió.

—¿Se te ha comido la lengua el gato?

Ella sacó la lengua alegremente, para demostrar que el gato ni se le había acercado.

El hombre ya había terminado de quitarse las botas. Sus calcetines no estaban muy mojados, y estiró las piernas para que el sol naciente se los secara. Se recostó sobre la hierba y se relajó.

—He pasado la noche en la casa solariega. Un lugar muy agradable. La cena fue excelente. Enrique VIII solía cazar por aquí, ¿lo sabías? —Se incorporó sobre los codos—. He venido al festival. ¿Irás tú al festival?

«Claro —pensó Tallis—. En Shadoxhurst, todo el mundo va al festival».

—Si vas, seguro que te veré allí. Pero no bailaré, claro. —Dejó escapar una risita y contempló el tranquilo paisaje que los rodeaba—. Aunque, te lo aseguro —añadió—, antes era muy buen bailarín, vine una vez cuando era mucho más joven. Coleccionaba canciones, Canciones antiguas. Canciones folclóricas. El festival de este pueblo era fascinante para alguien como yo, recién llegado de Londres. Este lugar tenía un cierto encanto, una cierta magia. No lo puedo explicar, ¿y tú? Sólo sé que, después de tantos años, me ha vuelto a arrastrar hasta aquí, y que estoy tan emocionado como un crío con su primer tren de juguete. —Miró a Tallis, inquisitivo—. ¿Tienes miedo de mí? ¿Te han dicho que no hables con desconocidos?

Claro que no, pensó ella. No tengo miedo de usted.

—Claro que no —dijo en voz alta.

—¡Vaya, si sabes hablar! ¿Cómo se llama este prodigio de precaución?

—Tallis —respondió la niña.

El desconocido pareció impresionado.

—Es un nombre muy extraño, y muy bonito. Y muy adecuado, además. Hubo un gran hombre que se llamaba así. Hace algunos siglos. Escribía música religiosa, y muy buena, por cierto.

Se tocó las plantas de los pies, luego se puso las botas y se levantó.

—Empieza a mediodía, ¿verdad? Ya me parecía a mí —añadió cuando Tallis asintió en silencio—. Bueno, tengo el tiempo justo para desayunar un poco. Por cierto, ¿sabes alguna canción?

El hombre y la niña se miraron desde los diferentes lados del arroyo. Tallis sonrió y entonó…

—Bala, bala, corderito…

El hombre se echó a reír y puso los ojos en blanco.

—Sí. Bueno. Me temo que ésa es demasiado conocida como para molestarse en coleccionarla.

—¿Colecciona canciones? —preguntó Tallis.

—Ya te lo he dicho. La música sigue siendo mi trabajo. He oído un millar de canciones cantadas de un millar de maneras, y muchas de ellas son verdaderamente hermosas, y muy antiguas. Pero a veces no puedo evitar preguntarme cuántas canciones me habré perdido. Desde luego, como mínimo hay una. La oí cuando era joven, y se me escapó antes de que pudiera escribirla. —Sonrió a Tallis—. Sería bonito encontrarla. Así que, si la oyes, avísame. Una canción nueva puede ser mágica.

Tallis asintió con solemnidad. Alzó una mano cuando el hombre se alejaba. Entonces, lo llamó.

—¿Cómo se llama este prodigio de investigación?

El hombre se volvió, alzó el bastón y se echó a reír.

—Williams —replicó—. Muy vulgar. Muy normal. Pero Tallis es un nombre bello. Muy bello. ¡Te veré en el festival!

Siguió caminando hacia el bosque, sin mucha orientación, pero con decisión.

* * *

Antes de que Tallis perdiera de vista al anciano, alejándose por los bosques que la hechizaban, comprendió las palabras en toda su importancia, con un impacto tan poderoso como un eco burlón inesperado.

Una canción nueva es mágica.

¡Sí! ¡Claro! ¡Ésa era la respuesta! Una canción. Una nueva canción.

Por fin. Tan sencillo. ¡Tan obvio! Cantaría en recuerdo de Scathach. Una canción silenciosa, tejida en torno a su piedra, repetida y enriquecida desde esas regiones desconocidas que eran las pasiones de Tallis, des de los placeres y visiones que eran sólo suyos. Una canción. Hasta que se rompiera el hechizo.

Una canción por Scathach.

Corrió hacia el prado Piedras Stretley. Ya sabía cómo debía empezar la canción, aunque las palabras que revoloteaban en su mente tenían un tono extraño, frío, pese a las imágenes… Aún no conocía la melodía.

Un fuego arde en la Tierra del Espíritu del Ave.

En la Tierra del Espíritu del Ave yace mi amado

Dispersaré a las negras aves carroñeras

Gaunt cantaba a menudo. A veces lo hacía mientras trabajaba, a veces mientras bebía sidra, a veces al despertar de una siesta, en su silla junto al cobertizo de las manzanas. Tallis nunca entendía las palabras, formuladas en el fuerte dialecto y con una melodía profunda y rica. Pero, hacía un año, el hombre le había dicho algo, y ahora lo recordaba.

—¿Cómo se pueden recordar tantas melodías diferentes? —le había preguntado Tallis.

—Las melodías son sencillas —respondió él—. Lo que importa es la letra. Una vez tienes la letra clara en el corazón, la melodía sale según cómo te sientas. Siempre hay una melodía.

—Pero esas melodías son muy bonitas.

—Te gusta mi manera de cantar, ¿eh?

—No —reconoció Tallis—. La manera de cantar, no. Son las canciones. Las melodías son bonitas.

Gaunt se echó a reír.

—Bueno, eso es porque no me concentro mucho en ellas. Más o menos salen de donde están, sin embellecerlas para nada. Mi padre las cantaba antes que yo, y el suyo antes que él. Los Gaunt las han cantado desde…, uf, imposible saberlo. Desde que el Todopoderoso se dignó enseñárselas a Adán, supongo.

Ahora, Tallis fue al campo donde yacían las piedras y, por impulso, trepó al monolito caído que creía llevaba el nombre de Scathach. Hubo un movimiento en las ramas de los árboles que rodeaban el prado. Pájaros, claro. Volaban entre los robles y setos, contemplando los ricos pastos, pero incapaces de volar sobre el prado.

Ella empezó a cantar la canción silenciosa, sin pensar en melodía alguna, simplemente dejando que las palabras fluyeran por su mente. Las notas subían y bajaban, el ritmo cambiaba. Mientras cantaba para sus adentros, se irguió junto a la piedra y caminó lentamente a su alrededor, bailando al ritmo que imponía a sus extrañas palabras, dejando que la letra cambiara a placer, permitiendo que cobrara vida todo lo que había en ella.

Antes de darse cuenta, estaba cantando en voz alta. Las ramas se agitaban, nerviosas. El viento sacudía la hierba alta. Su voz se alzó en el aire, un sonido dulce que sacaba la Promesa de Tallis del santuario.

Un fuego arde en la Tierra del Espíritu del Ave,

En la Tierra del Espíritu del Ave yace mi amado.

Una tormenta azota la Tierra del Espíritu del Ave,

Dispersaré a las negras aves carroñeras.

Velaré sobre los restos y cenizas de mi amado,

Estaré con él en la Tierra del Espíritu del Ave.

Un fuego arde en la Tierra del Espíritu del Ave.

Mis huesos arden.

Allí debo ir.

Una vez roto el hechizo, el cántico se interrumpió. Tallis sintió durante un momento una intensa tristeza, y permitió que las lágrimas le corrieran por el rostro. Contempló la piedra, luego a Fuerte contra la Tormenta.

Todo aquello había tenido un objetivo. En algún lugar, un millar de años antes, su cántico había enviado a Scathach a un lugar donde la caza no tendría fin, donde todo hombre sabía cantar y donde el amor era tan audaz en invierno como en primavera. A esa tierra multicolor. A ese otro mundo. A ese lado luminoso del lugar prohibido…

Allí ya no podía hacer nada más. El prado no era más que un prado, y la piedra gris volvía a estar fría, ausente ya de espíritu.

Le habría gustado ver a Encrucijadora en aquel momento, pero las sombras del bosque seguían deshabitadas.

2

Durante toda la tarde, Tallis vagó por el abarrotado pueblo de Shadoxhurst, buscando al anciano, al señor Williams, al que había conocido junto al Arroyo del Cazador. Quería decirle cuánto la había ayudado, y cantarle la nueva canción que había compuesto para Scathach. Pero no lo vio, y esto la confundió y la preocupó.

Así que se sentó junto con Simón y otros muchos niños de la zona en el muro de piedra que rodeaba la iglesia, contemplando a las multitudes y a los bailarines, así como el extraño espectáculo de marionetas conocido como «Farsa Loca», así como, por supuesto, el traslado del ganado por los pastos del pueblo. A Tallis le gustaba esto último. De vez en cuando, si uno de los dóciles animales pasaba entre dos hogueras, enloquecía y saltaba entre los espectadores, provocando el caos. Estos momentos de emoción y peligro eran los que hacían divertido el festival, pero rara vez sucedían.

La tarde empezaba a parecer interminable. El medio buey se tostó en su hoguera, y al final lo cortaron en tajadas rosadas, puliendo bien los huesos. Las carreras y competiciones se alternaban con los bailes, pero Tallis no se movió del muro, observadora pasiva. Sólo cuando los Hombres de Shadox empezaron a bailar, se bajó de su incómodo lugar cerca de la iglesia y se acercó para ver mejor, acompañada por Simón.

—Cuando sea mayor, seré un Hombre de Shadox —dijo el muchacho. Los ojos le brillaban al contemplar al equipo local—. ¡Quiero ser Hierro!

Se estaba fijando en la espada de plata bordada en el pecho del bailarín.

Cada uno de los diez bailarines lucía un emblema diferente, y era conocido por su propio nombre. Tallis se los sabía de memoria: pluma, hierro, campana, búho —quien llevaba una cabeza de búho disecada colgada del cuello—, roble, espino, hiedra, piedra, hueso y el jefe, fuego. El jefe llevaba una antorcha embreada que se encendería a las nueve en punto, y formaría parte de las ceremonias más importantes. Hueso, el más alto y robusto del grupo de bailarines, llevaba un gran cuerno de hueso a la cintura.

—Si quieres ser Hierro —dijo Tallis a su primo con voz suave—, no serás mi amigo.

Simón miró a la niña con el ceño fruncido, pero ella no le hizo caso.

Los Hombres de Shadox llevaron a cabo cuatro danzas antes de dejar paso a uno de los equipos invitados. Todo era lo acostumbrado. Los hombres bailaban en dos filas de a cinco. Llevaban a cabo simulacros de batallas con varas de almendro y pequeños escudos, y por último los lanzaban a la multitud. La persona que atrapara el escudo de «fuego» sería perseguido por los bailarines, al ritmo creciente del cántico «Dentro del bosque y fuera del bosque y dentro del bosque y fuera del bosque…» antes de ser lanzado por los aires al grito de «Quemada y apuñalada, ¡ella moriría si pudiera!».

El escudo de fuego siempre era lanzado en dirección a una joven, y a Tallis no se le escapaban las connotaciones siniestras de aquella tradición popular.

Al anochecer, sus padres fueron a buscarla. Habían colaborado en algunos de los espectáculos secundarios, y ahora iban a cenar. Tallis decidió quedarse en el pueblo, y le indicaron que no se apartara de Simón. Ella accedió. Pero, en cuanto los Keeton salieron de la plaza del pueblo, Simón echó a correr y dejó sola a Tallis de nuevo.

En aquel momento, mientras contemplaba a los grupos de adultos, divisó al hombre corpulento del Arroyo del Cazador, gracias a su pelo blanco. Estaba rodeado de gente, y se movía despacio, cerca de los prados. Allí era donde tendría lugar el último baile, el baile de Shadox.

Eran las nueve de la noche, y las auténticas ceremonias estaban a punto de empezar. El cielo seguía algo iluminado, pero las chispas de las brasas donde se había asado el buey empezaban a parecer más brillantes en el aire, y los dos proyectores estaban ya encendidos para iluminar el muro gris de la iglesia, con sus oscuras ventanas. En el ambiente del pueblo tuvo lugar un cambio sustancial, la gente parecía más nerviosa, el aire más vibrante a medida que crecía la expectación.

Tallis se adelantó como pudo entre los cuerpos hasta llegar al lugar junto a la carretera donde acababa de ver al señor Williams. Lo encontró sentado en una silla de lona, entre dos ancianos del pueblo, y rodeado por otros cuatro. Son todos iguales, pensó Tallis al ver a los granjeros, desde las botas embarradas y los pantalones anchos a las amplias chaquetas de mezclilla que llevaban a los hombros. Todos usaban gorras sobre el pelo muy corto, de manera que la piel brillaba entre los sombreros oscuros y los rostros bronceados. Conocía a algunos de ellos de nombre: Pott’nfer, Chisby, Madders… Las pipas humeaban y los cigarrillos se sostenían entre dedos recios, amarillentos. Hablaban despacio, pero en el mismo dialecto cerrado que Gaunt, y a Tallis le costaba trabajo comprender lo que decían, aunque ella también era de la zona. En cambio el señor Williams, que reía a carcajadas y charlaba en tono bajo, parecía entender cada palabra.

Todos estaban de cara a la calle, donde las antorchas aún sin encender estaban ya alineadas y preparadas para la «carrera del fuego». El jefe de los Hombres de Shadox empezaría por encender su antorcha con las brasas de las hogueras del prado. Luego correría en torno a la plaza, por las afueras del pueblo, encendiendo cada una de las cincuenta antorchas. Al final, toda la comunidad quedaría rodeada por una doble muralla de fuego.

Si todas las antorchas seguían ardiendo cuando el jefe llegara de nuevo al gran roble del prado, ¡el pueblo estaría a salvo de la Parca!

Tallis se quedó de pie junto a los anchos hombros del señor Williams, y arrugó la nariz a causa del denso aroma del tabaco que uno de los hombres fumaba en su pipa.

—Cada año corre más deprisa —murmuró ese mismo hombre.

—Es que nosotros nos hacemos más viejos —señaló el señor Williams—. Simplemente, parece que corre más deprisa.

—Pero, antaño, las antorchas solían apagarse antes de que completara el círculo… —dijo el fumador de la pipa—. Eso traía mala suerte.

—Además, ahora las antorchas son de mejor calidad —sonrió el señor Williams.

Todos los granjeros se echaron a reír.

—Pero hay magia en una vieja antorcha —susurró Tallis tras él.

El señor Williams se volvió bruscamente, con el ceño fruncido. Respiraba con cierta dificultad, y sus ropas estaban impregnadas por el olor a humo y a cerveza, aunque él no llevaba ningún cigarrillo o vaso en la mano. Estaba muy pálido, o eso le pareció a Tallis, pero sus ojos chispearon con humor y alegría al reconocer a la niña.

—¿De veras? ¿Y en una antorcha nueva? ¿Ésas no tienen magia?

—Sólo en una canción nueva —dijo Tallis—. Usted me lo dijo. Esta mañana.

—Sí, ya lo sé —asintió él, complacido.

—¿Ha habido suerte?

Él hizo una mueca.

—Si preguntas si he oído alguna canción nueva… —Parecía decepcionado, y sacudió la cabeza—. Algunas versiones buenas de canciones antiguas. Nada de los archivos de lo desconocido.

—¿Ni siquiera esa canción perdida?

—No. Es una pena.

—Tengo una para usted —anunció ella alegremente.

—¿De verdad?

Una aclamación se elevó de entre la multitud. El jefe de los Hombres de Shadox había arrimado la antorcha a los fuegos moribundos, y ahora ardía vivamente en la creciente oscuridad. Cruzó el pasto hacia la puerta de la iglesia, y encendió la segunda antorcha. El joven corrió por el centro del pueblo. Cada antorcha se convirtió en una llamarada de luz. Una de ellas se movía a toda velocidad. Los niños la perseguían, los perros perseguían a los niños. El animado grupo pasó del centro del pueblo al perímetro, donde rondaban los demonios.

Durante unos minutos, todo fue tranquilidad, aunque los bailarines locales daban palmadas y cantaban una sencilla canción (titulada Corre, antorcha, corre). El señor Williams se volvió de nuevo, se recostó en la silla y miró a la niña.

Todos los ancianos la miraban, un par de ellos con una sonrisa. Tallis se sintió algo cohibida por sus gestos concesivos, por sus miradas directas.

—Bueno, estamos esperando —dijo el señor Williams.

Tallis tomó aliento. Luego, con su mejor voz, cantó la canción de Scathach.

Un fuego arde en la Tierra del Espíritu del Ave,

En la Tierra del Espíritu del Ave yace mi amado

Era un sonido melancólico, y las lágrimas brotaron al momento cuando el recuerdo y las cualidades hechiceras de su propio canto encendieron las pasiones en el joven corazón de la niña.

—Eso es El Aprendiz del Capitán… —dijo uno de los granjeros.

—¡Ssh! —indicó el señor Williams.

Tallis, que había titubeado ante la interrupción, siguió cantando.

Una tormenta azota la Tierra del Espíritu del Ave,

Dispersaré a las negras aves carroñeras

Terminó la canción, pero no había salido bien. Las palabras habían cambiado, la melodía había cambiado. Por la mañana era perfecta, pero ahora, en circunstancias diferentes, sintió como si la hubiera distorsionado.

Miró al señor Williams, quien tardó un momento en comprender que la canción había terminado.

—Es muy bonita —dijo—, y tú tienes una voz muy bonita. Muy bonita.

—¿Es una canción nueva? —preguntó Tallis con ansiedad—. ¿Tiene magia?

El señor Williams titubeó.

—Es una canción realmente hermosa. Tiene la letra más extraña que he oído en mi vida. Realmente hermosa. Me gustaría escribirla, si me das tu permiso.

—Pero ¿es nueva?

—Mmm…

Ella le miró. El rostro del hombre lo decía todo.

—Una canción antigua —dijo la niña con tristeza.

—Una canción antigua —asintió él, compasivo.

—¡Pero si se me ha ocurrido esta mañana!

El hombre se inclinó hacia ella. Tallis pensó que parecía impresionado.

—En ese caso, sigue teniendo mucho mérito.

Ella estaba confusa, triste, algo airada.

—No lo entiendo…, ¡la letra se me ocurrió a mí! ¡De verdad!

El señor Williams la miró, pensativo.

—Una letra tan extraña… —susurró—. Una mente tan extraña… Tomó aliento y suspiró. —Pero lo siento…, la melodía que has usado es…, bueno, ¿cómo lo diría yo? Recuerda mucho a otra.

—¡Demonios, es igual!, dijo uno de los hombres.

Los demás se echaron a reír. El señor Williams no les hizo caso, y permitió que Tallis compartiera su desprecio al dedicarle un atisbo de sonrisa.

—Se titula…, al menos en una de sus versiones…, El Aprendiz del Capitán. Una vez la utilicé en una composición. Mi música no era tan bonita como la tuya, demasiados violines. Pero es una melodía bastante antigua.

—La oí en el Prado de la Canción Triste —explicó Tallis—. Allí no había nadie, así que pensé que podía usarla. No era mi intención robarla.

El señor Williams la miró.

—La oíste… ¿Dónde dices que la oíste?

—En el Prado de la Canción Triste. Está cerca de mi granja. En realidad se llama Las Cepas. Pero, cuando yo tenía nueve años, empecé a oír las canciones. No tengo miedo. Mi abuelo me dijo que no tuviera miedo, así que no tengo miedo. —Frunció el ceño—. De verdad, no era mi intención robarla.

El señor Williams sacudió la cabeza. Se rascó la barbilla, nervioso.

—¿Por qué no? Para eso están las melodías. Pertenecen a todo el mundo, como las leyendas.

—Tampoco copié la letra —insistió la niña.

—Ya lo sé. Las palabras son siempre algo íntimo, ¡aunque sean tan extrañas como las tuyas! Tu «amado» en esa «tierra del espíritu del ave» es un joven muy afortunado. ¿Va al mismo colegio que tú?

Los ancianos se rieron de nuevo. Tallis los miró. No le gustaba la sensación de que se burlaran de ella. El señor Williams pareció arrepentido, pero no dijo nada. Tallis decidió perdonarlo.

—Se llama Scathach.

—La canción era muy triste —siguió el señor Williams—, ¿por qué?

Por un momento, Tallis pensó en guardar silencio acerca de los acontecimientos en el prado Piedras Stretley. Pero la mirada bondadosa en los ojos de su amigo, y su ligero ceño de preocupación, acabaron por imponerse a la cautela. Aunque había cantado a Scathach, aún no había compartido con nadie la carga del dolor. Luchando contra las lágrimas, dejó que salieran a la luz los sentimientos y las palabras.

—Se ha ido —dijo—. No sé por cuánto tiempo. Lo vi al pie del roble. Es una encrucijada. Me refiero al roble. Un lugar donde hay visiones. Ya sabe, un lugar desde el que se ve el otro mundo… Así que claro, él no pertenece a nuestro mundo. Estaba muy mal herido. Debió de vivir hace siglos. Los cuervos se lo iban a llevar, pero los espanté. Convertí ese lugar en la Tierra del Espíritu del Ave, y eso los alejó. Pero luego vinieron las viejas. Me parece que no son las mujeres encapuchadas y las figuras enmascaradas del bosque. Ésos son mitagos. Las viejas eran parte de la visión. Vinieron y se lo llevaron en un carro horrible, lleno de cabezas y restos de cadáveres. Creí que lo iban a hacer pedazos, pero resultó que eran amigas suyas. Quemaron su cuerpo en una pira. Su espíritu, no, claro. Su espíritu debe de haber seguido su camino por la encrucijada, y puedo hacer que vuelva. Pero entonces… salió una mujer. Vino del bosque, toda pintada de tiza y gritando. Cabalgó alrededor de las llamas. Estaba muy triste, seguro que era su amada, y entonces, ¿quién soy yo? ¿Qué soy yo? No puede tener dos amadas. Eso no estaría bien. Y mientras estaba pensando eso, la encrucijada desapareció, y el árbol volvió a ser un árbol. Pero sentí que tenía que cantar para él, para hacerle saber que quiero amarle un día, pero que todavía soy muy pequeña para seguirle. Además, mi hermano Harry está en el bosque, y he prometido que iré a buscarlo también a él. Pero no puedo buscarlos a los dos, así que no sé qué hacer…

Se secó los ojos y respiró hondo, mirando al señor Williams, que seguía sentado con rostro inexpresivo, en un silencio absoluto. Los granjeros que lo rodeaban la miraban atónitos.

Por último, con un ligerísimo arqueo de cejas, el señor Williams tomó aliento y dijo, en voz muy baja:

—Bueno, claro, eso lo explica todo.

Una gran algarabía les llegó desde la multitud que asistía al festival. El Fuego de Shadox había vuelto al prado central, donde la primera antorcha aún ardía en manos del Espino de Shadox. Los dos bailarines alzaron juntas sus antorchas, que brillaron un momento. Así se renovó la protección del pueblo.

Cuando cesaron los aplausos y las aclamaciones, el señor Williams guiñó un ojo a Tallis, que había recuperado la compostura. Se palmeó las rodillas con las manos.

—Bueno, ya está —dijo—. Estamos a salvo del demonio por otro año.

Tallis sonrió. Muchos de los ancianos se echaron a reír, pero Judd Pott’nfer se limitó a encogerse de hombros.

—Más vale prevenir que curar —dijo.

La niña advirtió que el señor Williams parecía meditabundo, pensativo acerca de aquella sencilla frase.

—Pero aún falta lo mejor —siguió el ceñudo señor Pott’nfer—. Ahora viene el baile Shadow, el baile de la Sombra, que da nombre al pueblo.

Tallis lo miró. Lo que había dicho no podía ser verdad.

—¡Pero si Shadox es el nombre más antiguo del pueblo! —exclamó—. No tuvo ninguno antes…

Pott’nfer respondió sin mirarla.

—Este baile es el más antiguo de la zona. Más antiguo que los Hombres Stretley. Más antiguo que todo lo que hay.

—En ese caso, es más antiguo que la historia —murmuró Tallis, contemplando la franja blanca de cuero cabelludo recién afeitado bajo la gorra oscura del granjero.

—Ya puedes decirlo —asintió Pott’nfer.

Sus amigos se rieron, se trataba de una broma privada que ni Tallis ni el señor Williams comprendían. El señor Williams la miró.

—¿Cómo sabes lo del nombre del pueblo?

—Tengo un libro que habla de eso —respondió Tallis—. De los nombres de los lugares. Y nuestro jardinero, el señor Gaunt, sabe mucho. Shadox significa «sombras», pero no sombras como las del sol. Se refiere a un lugar sombrío. A un lugar fantasmal. Una sombra de luna…

El señor Williams parecía fascinado.

—Me parece que este pueblo tiene más de una leyenda sobre fantasmas.

Antes de que Tallis pudiera responder, Pott’nfer dejó escapar un gruñido.

—Este baile es más antiguo que las palabras. Así que cállate, jovencita, te vas a perder toda la diversión.

El señor Williams arqueó las cejas como diciendo a Tallis, bueno, eso zanja el asunto.

—¿Nos veremos en ese prado? ¿Mañana, antes de desayunar? —susurró.

La niña asintió con entusiasmo, y él se volvió para ver a los bailarines, que ya se alineaban, preparados para el Baile de la Sombra de Shadoxhurst.

La noche era cada vez más oscura. Los focos iluminaban la iglesia, la luna estaba alta. Las antorchas seguían ardiendo en torno al prado, los asistentes habían traído las de la periferia. Se apagaban poco a poco, pero quedaría suficiente luz para ver el baile.

—Me encanta este baile —susurró el señor Williams.

—A mí me da miedo —replicó Tallis—. No es como los otros.

—Por eso me parece tan fascinante. El Baile del Cuerno del Abad de Bromley, y este Baile de la Sombra, vienen de una tradición muy antigua. Nada de «alegre folclore despreocupado», si acaso sólo el final.

Tallis se estremeció con aprensión al pensarlo.

En el prado, cerca del solitario roble, los Hombres de Shadox habían formado dos hileras enfrentadas. Entre ellos había una mujer alta, de aspecto extraño, vestida de negro, con harapos que le llegaban a los pies y una burda capa de lana y pieles. Se había pintado el rostro de blanco hasta desaparecer los rasgos. En la cabeza lucía una «corona» de plumas, pajas y ramitas. En una mano llevaba un fragmento de cornamenta en forma de L, y en la otra un lazo corredizo. Estaba inmóvil.

Con un solitario violín, una melodía melancólica, pero vivaz, marcó el inicio del baile. Los bailarines se acercaron unos a otros, luego se separaron y giraron lentamente en torno a la solitaria figura femenina del centro. La melodía cambió bruscamente, se hizo más rápida, y diez corpulentos bailarines locales acompañaron el cambio atacándose entre ellos al tiempo que saltaban verticalmente en el aire. Junto con estos terroríficos saltos empezó la letra, que todos entonaron a una: «¡Uno de nosotros ha de partir, pero no seré yo!».

Cuando cayeron, uno de los Hombres de Shadox se apartaba del grupo y corría hacia la multitud, dejando sólo a nueve bailarines. Luego fueron ocho, y así sucesivamente, hasta que sólo quedó un Hombre de Shadox al lado de la figura femenina del centro.

—Ahora viene lo que más me gusta —susurró el señor Williams.

Tallis, consciente de lo que sucedería al final del baile, miraba aprensiva a su alrededor. ¿Dónde estaban los bailarines que habían salido del prado? ¿Dónde estaban el resto de los bailarines invitados de otros pueblos? Se encontrarían entre el público, eligiendo a sus objetivos para el salvaje final. A Tallis le habría gustado ser empujada al césped para bailar, pero el deseo era mucho menos fuerte que la vergüenza y el temor que sentía ante la idea.

Nada se movía tras ella.

En el prado, el último Hombre de Shadox que quedaba. —Hueso— se quitó el cuerno del cinturón, y lo hizo sonar a pocos centímetros del rostro de la mujer inmóvil, como si la desafiara… o la llamara. El sonido profundo, escalofriante, duró un minuto entero, mientras el público observaba conteniendo el aliento.

Y, de pronto, la forma femenina se estremeció. De debajo de sus faldas salió una niña vestida con una túnica verde y roja, y el rostro pintando de un verde que ocultaba sus rasgos. La multitud la vitoreó, y el cuerno dejó de sonar. La niña cogió el trozo de asta y el lazo de manos del maniquí. «Golpeó» al Hombre de Shadox, y luego lo «ahorcó». Cada acción era acompañada por un rugido de aprobación de los espectadores, y entonces el acordeón comenzó a tocar una melodía salvajemente rápida.

La multitud se separó, y ocho de los nueve bailarines que se habían «perdido» entraron corriendo en el césped, cada uno de ellos con una «víctima» que se debatía, algunos niños, la mayoría adultos, tanto hombres como mujeres.

Tallis se echó a reír ante el espectáculo de sus protestas, pero su carcajada se transformó en un grito cuando dos manos firmes la izaron en el aire y la arrastraron entre los ancianos, hacia el lugar del baile.

—¡No! —chilló Tallis—. ¡Señor Williams!

Pero todo lo que alcanzó a oír fue la risa alegre y estruendosa del hombre.

¿Quién la había cogido? ¿Cuál de los Hombres de Shadox la había cogido? ¡Tenía que saberlo! ¡Tenía que saberlo!

La hicieron girar hasta que se mareó, la empujaron hacia la muchedumbre que bailaba, luego hacia atrás. El hombre que la sostenía parecía girar ante su rostro, un borrón blanco y de colores, un tenue aroma a flores venía de su cinturón, un repentino tintinear de las campanas que llevaba en las muñecas. Intentó verle la cara, pero sólo alcanzó a distinguir el color anaranjado de su barba. Buscó su emblema…

¿Búho? ¿Piedra? ¿Hierro? ¿Pluma? ¿Cuál? ¿Cuál?

Por fin lo vio. Una ramita, con cinco fresas, bordada en su pecho.

Era Espino. Espino.

Un amigo.

Roble pasó ante ella y le dedicó una sonrisa, era un hombre de barba espesa, fuerte como un árbol. Campana la hizo girar, mientras la campanilla de bronce de su pecho tintineaba con tono grave. Dio las manos a los otros y entró en la espiral, cruzando arcos de brazos, túneles de cuerpos inclinados por la cintura.

Brazos arriba, brazos abajo, un grito creciente de palabras sin sentido, y más vueltas, atrapada en el torbellino de cuervos. Alzó la vista y vio la faz blanca del reloj de la iglesia. El cielo nocturno estaba lleno de chispas procedentes de las hogueras que habían cobrado nueva vida con la danza salvaje.

Se acercó más al roble hendido del prado y, mientras la zarandeaban, vio unos pájaros blancos que salían del tronco hueco. Fue un momento de alarma. Algo batió en torno a su cabeza, un borrón de alas…, volvió la vista…

El roble se estremeció y se inclinó hacia ella…

Algo se alzaba en su interior…, algo fantasmal…

Tallis se vio lanzada al aire por unos brazos fuertes, luego otra vez en el suelo, zarandeada y sacudida por los bailarines. Se echó a reír, luego tropezó.

Cayó sobre la fría tierra, manchándose la mano de barro. Un brazo fuerte la puso en pie. Alzó la vista, y sintió un momento de pánico al ver la cabeza de búho sobre el pecho del hombre. Una segunda figura la lanzó por los aires, y vio los rasgos pálidos de pluma, con las alas de pájaro en su sombrero. La música se esfumó a lo lejos, el torbellino de cuerpos, los gritos de los asistentes se hicieron lejanos, aunque seguían rodeándola. Ahora sólo oía los graznidos de los pájaros, los chillidos y chirridos de todas las aves del mundo; sólo sentía sus alas en el aire, batiendo, y el cielo nocturno se oscureció con sus cuerpos.

Búho la levantó y la lanzó hacia Pluma. Hierro se interpuso entre ellos, sombrío rostro gris, espada de hierro deslumbrante a la luz de las antorchas.

La golpeó fuertemente con el dorso de la mano, derribándola. Otra mano, otro golpe. Estaba soñando. El círculo de bailarines estaba compuesto por sombras que destacaban contra el brillante muro de fuego, las antorchas ardían con demasiada violencia, demasiada altura, demasiado vigor para ser reales.

Los pájaros la torturaban. Alas batientes, golpes de alas, golpes de dedos, cegada por las lágrimas.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Quiero irme!

Los pájaros la picoteaban. El hombre de la túnica blanca parecía más alto. Su rostro se había afilado hasta formar un pico, sus ojos brillaban como abalorios. Ahora había más, todos pájaros, con los cuerpos envueltos en plumas, el pelo erizado, con movimientos bruscos como los de los cuervos.

Entre ellos había una cosa alta, horrible a los ojos, aterradora a los oídos, que lanzaba un grito de furia. Era una criatura sobre zancos altos, un cuerpo flaco, piernas delgadas, altura imposible, dos veces la altura de un hombre alto. Su pico tenía la longitud de un brazo desde la cara hasta la punta. La corona de largas plumas le caía en torno al cuello mientras caminaba alrededor del círculo, sin dejar de mirar a Tallis. De pronto, se lanzó hacia la niña, haciendo chasquear el pico. Se detuvo a poca distancia de ella cuando la niña gritó. Los ojos brillantes que la miraban eran humanos, pero el resto de los rasgos eran los de una garza.

Entonces alzó el vuelo, ascendió hacia la noche elegante, inmóvil, con las alas extendidas, y se perdió de vista en la oscuridad arrastrado por un viento que Tallis no sentía. La música cesó, los bailarines rieron, la gente se dejó caer exhausta sobre la hierba, el baile terminó.

Tallis se quedó allí de pie, temblando, contemplando a los Hombres Shadox. Vio que Búho y Pluma no eran más que hombres normales que reían como los otros y se soltaban los arneses de los hombros para dar descanso a los músculos agotados. Tallis miró hacia arriba, en el cielo brillaban algunas estrellas. Ninguna forma la sobrevolaba.

¿Un sueño? ¿Una visión? ¿Sólo ella había visto al enorme pájaro? ¿Nadie se había dado cuenta de que Pluma la abofeteaba?

Una visión. Un brusco residuo de la encrucijada de hacía unos días. Ésa era la única explicación.

Vio el fragmento de asta en el suelo, donde había quedado durante el baile. Se inclinó para cogerlo, pero una mano lo alcanzó primero. Alzó la vista para encontrarse ante la niña pintada de verde que aferraba el hueso contra su pecho y retrocedía con una sonrisa estúpida en el rostro. La niña se volvió y echó a correr, desapareciendo entre la multitud que se dispersaba.

Tallis volvió caminando a su casa de muy mal humor.