«SINISALO»

El Capricho del Niño Roto

1

La niña nació en septiembre de 1944, y se la bautizó una límpida mañana cálida a finales del mismo mes. Se eligió para ella el nombre de Tallis, en honor a la familia galesa, sobre todo de su abuelo, que había sido un gran narrador de historias y había disfrutado enormemente cuando se comparaba su habilidad con la de Taliesin, el legendario bardo de Gales. Se decía que Taliesin había nacido de la misma tierra, que había sobrevivido a la Gran Inundación para contar hermosas historias en los cuarteles invernales del señor guerrero, Arturo.

—¡Demonios, yo recuerdo haber hecho lo mismo! —decía a menudo su abuelo a los miembros más jóvenes e influenciables de la familia. Nadie había encontrado un equivalente femenino al nombre de tan romántica figura de épocas pasadas, de manera que inventaron el «Tallis», y la niña quedó bautizada.

Sólo fue el primer bautizo. Tuvo lugar en la iglesia de Shadoxhurst, una ceremonia vulgar llevada a cabo por el viejo párroco. Cuando terminó, toda la familia se reunió en la pradera del pueblo, junto al roble hueco que allí crecía. En aquel claro día, extendieron una manta y consumieron un festín frugal pero delicioso. Los racionamientos de los tiempos de guerra no habían afectado a las reservas de sidra casera, y vaciaron cinco botellones. Al llegar la noche, las divertidas historias legendarias del abuelo habían degenerado en una secuencia confusa e incoherente de anécdotas y recuerdos. Lo llevaron a la granja avergonzado, y lo metieron en la cama, pero sus últimas palabras en aquel último día de septiembre fueron. «Llegará su segundo nombre…».

Su profecía fue certera. Tres días más tarde, al anochecer, una conmoción en el jardín hizo que todos salieran precipitadamente de la casa. Allí vieron al gran venado cojo, conocido en la zona por el nombre de Niño Roto. Había cruzado la valla y estaba pisoteando las coles otoñales. Aterrado, huyó hacia el cobertizo, tropezó contra los tablones y se rompió una púa del asta derecha.

Todos los adultos se reunieron en el césped y contemplaron como la gran bestia trataba desesperadamente de escapar, pero cuando apareció la madre de Tallis, con el bebé en brazos, pareció rendirse de repente, y pateó la tierra con sus cascos sin dejar de mirar a la niña silenciosa.

Fue un momento de miedo y magia, puesto que jamás se les había acercado tanto un venado, y Niño Roto era una leyenda local, una gran bestia de más de catorce años. Lo que hacía que la criatura fuera tan admirada era que parecía haber residido en la zona durante generaciones. Había años en que nadie lo veía, luego un granjero lo divisaba en algún risco elevado, o un niño en el camino, o un cazador al cruzar alguna granja. La noticia corría: «¡Han visto a Niño Roto!». Y nunca se había dicho que mudara la cornamenta. La piel velluda colgaba en jirones de las púas como sucias tiras de trapo negro.

Era el Venado Andrajoso. Se rumoreaba que los jirones de piel velluda eran trozos de mortajas.

—¿Qué quiere? —murmuró alguien.

Como si el sonido de las palabras le hubiera devuelto la vida, el venado dio media vuelta, saltó la valla y desapareció en la creciente oscuridad, alejándose hacia el Bosque Ryhope.

La madre de Tallis cogió el fragmento de asta y más tarde la envolvió en el traje bautismal blanco de la niña, atándolo con dos trozos de cinta azul. Lo guardó en la caja donde conservaba todos sus tesoros. Llamaron a Tallis «Capricho del Niño Roto», y el resto de la noche transcurrió entre brindis.

Cuando tenía diez meses, su abuelo la sentaba sobre su rodilla y hablaba en susurros.

—Le estoy contando todas las historias que sé —dijo a la madre de Tallis.

—No te entiende —replicó Margaret Keeton—. Deberías esperar a que sea mayor.

Aquello enfureció al anciano.

—¡No puedo esperar a que sea mayor! —le espetó bruscamente.

Y volvió a susurrar historias al oído del bebé.

Owen Keeton murió antes de que Tallis tuviera edad para guardar recuerdos. El anciano se había alejado por los prados una noche de Navidad, y murió, acurrucado y cubierto de nieve, junto a la base de un viejo roble. Tenía los ojos abiertos y una dulce expresión de éxtasis en las facciones congeladas. Tallis lo recordó en los años siguientes sólo por la historia familiar de su nombre y por la fotografía enmarcada junto a su camita. Y, por supuesto, por el volumen de historias populares y legendarias que había dejado para ella. Era un libro exquisito, bien impreso y ricamente ilustrado a todo color. En la primera página, había una dedicatoria para Tallis, y también una larga carta escrita en los márgenes del capítulo sobre Arturo, palabras concebidas una noche invernal en un intento desesperado por comunicarse a través de los años.

No pudo comprender ni siquiera mínimamente la carta hasta que tuvo doce años, pero una palabra se le había quedado grabada desde hacía mucho tiempo, una palabra extraña —«mitago»—, que su abuelo había unido con una flecha al nombre de Arturo en el texto.

La granja de los Keeton era un lugar maravilloso para que creciera un niño. La casa se alzaba en el centro de un gran jardín con muchos huertos, cobertizos para la maquinaria agrícola, invernaderos, talleres y lugares recónditos ocultos tras altos muros, donde la vegetación crecía en un caos de abundancia. En la parte trasera de la casa, con vistas al campo abierto, había una amplia zona de césped y una barbacoa, separada de los prados por una alambrada destinada a mantener alejadas a las ovejas y a los ciervos… pero no a los grandes venados, por lo visto.

Desde aquel jardín, la tierra parecía infinita. Todos los campos estaban bordeados por árboles. Hasta el cielo distante mostraba los rastros enmarañados del viejo bosque que había sobrevivido a los siglos, y hacia el cuál los ciervos huían en busca de protección durante la temporada de caza.

La Granja Stretley era propiedad de los Keeton desde hacía sólo dos generaciones, pero ellos ya se sentían parte de la tierra, unidos a la comunidad de Shadoxhurst.

El padre de Tallis, James Keeton, era un hombre bondadoso y poco sofisticado. Dirigía la granja lo mejor que sabía, pero se pasaba la mayor parte del tiempo en su pequeño negocio de procurador en Gloucester. Margaret Keeton —a quien Tallis siempre recordaría como «severa, pero increíblemente bella», según la primera descripción de su madre que oyó a hurtadillas— participaba activamente en la comunidad, y se dedicaba sobre todo al cuidado de los huertos.

El grueso del trabajo en la pequeña granja recaía sobre Edward Gaunt, que cuidaba del jardín y de los invernaderos. Los visitantes siempre consideraban que Gaunt (él mismo prefería que lo llamaran así, simplemente) era el «jardinero», pero en realidad era mucho más que eso. Vivía en una casita cerca del hogar de los Keeton, y —después de la guerra— era propietario de gran parte del ganado de la granja. Se le pagaba de muchas maneras, y la mejor para él era con la venta de la sidra hecha con las manzanas Keeton.

Tallis quería mucho al señor Gaunt, y durante su infancia pasó muchas horas con él, ayudándole con los invernaderos, en el jardín, escuchando sus historias, sus canciones, contándole sus propios cuentos. Sólo al crecer empezó a distanciarse del hombre, cuando empezó a concentrarse en sus extraños intereses.

El primer recuerdo de Tallis tenía como protagonista a Harry, el hermano al que había perdido dos veces.

En realidad, era su hermanastro. James Keeton había estado casado antes, con una irlandesa que murió en Londres durante los primeros tiempos de la guerra. Luego volvió a casarse, muy deprisa, y Tallis nació poco después.

Los recuerdos de Tallis eran de un Harry cariñoso, amable y encantadoramente bromista; tenía el pelo rubio y los ojos brillantes, y unos dedos que siempre sabían dónde hacerle cosquillas. Había vuelto de la guerra inesperadamente, en 1946, después de que se le considerara «desaparecido, presumiblemente muerto». Recordaba que la había llevado a hombros por los prados que separaban su jardín del prado Piedras Stretley, donde las cinco piedras marcaban el emplazamiento de las antiguas tumbas.

La sentaba en las ramas de un árbol y bromeaba amenazando con dejarla allí. Tenía el rostro quemado —ella recordaba vívidamente aquella cicatriz— y, a veces, su voz era muy triste. Había sufrido las quemaduras después de que su avión se estrellara en Francia. La tristeza venía de algo más profundo.

La niña sólo tenía tres años cuando estos recuerdos entraron a formar parte de su vida, pero nunca olvidaría como toda la casa, toda la tierra, parecían cantar cada vez que Harry visitaba la granja. Percibía la alegría a su manera infantil, a pesar de la sombra que siempre arrastraba con él. También recordaba las voces furiosas. Harry y su madrastra no se habían llevado bien. A veces, desde su pequeña habitación en la parte superior de la casa, Tallis veía a su padre y a Harry caminando cogidos del brazo por los prados, absortos en la conversación o inmersos en sus pensamientos. Durante estos momentos, que a la niña le parecían inmensamente tristes, el sonido de la máquina de coser era como un rugido furioso.

En el verano del cuarto cumpleaños de Tallis, Harry se acercó a la casa al amanecer para decir adiós. Ella recordaba cómo se inclinó para besarla. Parecía sufrir. Sufrir de un dolor en el pecho, según le pareció a la niña. Y cuando ella le preguntó qué le pasaba, él sonrió y respondió: «Me han disparado una flecha».

A la escasa luz, sus ojos habían brillado, y una lágrima solitaria corrió hasta la comisura de la boca de Tallis.

—Escúchame, Tallis —había susurrado—. Escúchame. No estaré muy lejos. ¿Lo comprendes? ¡No estaré muy lejos, te lo prometo! Un día volveré a verte. Te lo prometo con todo mi corazón.

—¿Adónde vas? —susurró ella a su vez.

—A un lugar muy extraño. A un lugar que está muy cerca de aquí. A un lugar que he buscado desde hace muchos años, y debí visitarlo antes… Te quiero hermanita. Haré todo lo posible por mantenerme en contacto.

Ella se quedó allí, sin moverse, sin lamerse el gusto salado de la lágrima de su hermano en los labios, recordando sus palabras, memorizándolas para siempre. Pronto oyó el sonido de la motocicleta que se alejaba.

No volvió a saber nada de él y, unos días después, por primera vez, en la casa se mencionó que Harry había muerto.

2

Tallis se convirtió en el testigo menudo y confuso de un dolor terrible. La casa era como una tumba fría, resonante. Su padre solía sentarse solo junto a la leñera, con el cuerpo inclinado hacia adelante, la cabeza apoyada entre las manos. Se pasaba las horas así, horas todos los días, días toda la semana. A veces Gaunt iba a sentarse con él, recostado contra el cobertizo con los brazos cruzados, moviendo los labios casi imperceptiblemente al hablar.

Harry había muerto. Había sido un visitante poco asiduo en el hogar de la familia, aunque no vivía muy lejos, siempre distanciado por las discusiones con su madrastra y por algo más, algo que Tallis no alcanzaba a comprender. Tenía algo que ver con la guerra, y con su rostro quemado, y con los bosques —sobre todo con el Bosque Ryhope— y con los fantasmas. Por aquel entonces, ella no podía entender.

Ahora Tallis encontraba muy poca calidez en la casa. Cuando tuvo cinco años, empezó a crear campamentos secretos, una actividad precoz para una persona tan joven.

Uno de los campamentos ocultos estaba en el jardín, en un callejón entre dos cobertizos; otro se encontraba en el prado Piedras Stretley; un tercero, en una maraña de alisos y sauces que cubría buena parte de la orilla del arroyo llamado Wyndbrook. El cuarto campamento, su favorito, estaba en un viejo cobertizo para el ganado entre los terraplenes, subiendo por la Colina Barrow.

Cada campamento parecía atraer a Tallis en una época diferente del año, de manera que en verano se sentaba y contemplaba libros con ilustraciones junto al prado Piedras Stretley, pero en invierno, sobre todo cuando había nieve, se encaminaba hacia la Colina Barrow, y se acurrucaba en el refugio para contemplar, al otro lado del Wyndbrook, el rostro oscuro y amenazador del Bosque Ryhope.

A menudo, durante estos largos meses, divisaba la forma negra del Niño Roto a lo lejos. Pero, si lo seguía, el animal siempre la esquivaba; sólo muy de cuando en cuando —siempre en primavera—. Tallis veía su rastro cerca de la casa, o atisbaba su movimiento furtivo, renqueante, entre los árboles y campos más cercanos.

Durante estos primeros años de su infancia, añoró mucho a sus padres, añoró la calidez que había conocido tan brevemente. Si antes su padre había hablado con ella cuando paseaban juntos, ahora caminaba inmerso en un silencio pensativo, distante. Ya no recordaba los nombres de los árboles y las plantas. Y su madre, que siempre había sido tan alegre y juguetona con ella, se convirtió en un fantasma pálido. Cuando Margaret Keeton no estaba trabajando en los huertos, se sentaba junto a la mesa del comedor para escribir cartas, y se impacientaba con las escasas exigencias de Tallis para con su atención.

Así que Tallis encontró refugio en sus campamentos y, tras su quinto aniversario, empezó a llevarse con ella el libro que le había legado su abuelo, el hermoso volumen de fábulas y folclore. Aunque no podía leer demasiado bien los textos, devoraba las ilustraciones e inventaba sus propias y sencillas historias para acompañar las imágenes de Caballeros y Reinas, Castillos y Bestias extrañas que contenía el libro.

A veces se concentraba en la caligrafía apretada que sabía era de, su abuelo. Apenas distinguía alguna que otra palabra, pero nunca pidió a sus padres que le leyeran la carta dirigida a ella. Una vez había oído como su madre decía que los garabatos eran «tonterías sin sentido», proponiendo quemar el ejemplar y comprarle uno idéntico a Tallis, pero su padre se había negado. «El viejo se revolvería en su tumba. No podemos ir contra sus deseos».

Por tanto, la carta se convirtió en algo privado de la niña, aunque era obvio que sus padres la habían leído. Durante unos cuantos años, Tallis sólo pudo entender el principio, que estaba escrito al comienzo del capítulo, y unas cuantas líneas al final, donde la escritura era más grande porque había más espacio.

Mí querida Tallis: sólo soy un anciano que te escribe en una fría noche de diciembre. Me pregunto si te gustará la nieve tanto como a mí, y si lamentarás igual que yo su manera de encerrarte. La nieve tiene recuerdos antiguos. Ya lo descubrirás en su momento, porque ahora sé de dónde vienes. Esta noche estás muy llorona. No me canso de oírte. A veces pienso que intentas contarme tus propias historias infantiles, en compensación por todas las que yo te he susurrado.

Después, la escritura entraba en el margen de la primera página, era apretada e ilegible.

Al final de la página conseguía leer que

Él los llama mitagos. Desde luego, son seres extraños, y estoy seguro de que Niño Roto es uno de ellos. Son…

Y el texto volvía a ser ilegible.

Por fin, consiguió leer las últimas palabras.

Los nombres de la tierra son importantes. Ocultan y contienen grandes verdades. Tu propio nombre ha cambiado tu vida, y te ruego que los escuches cuando susurran. Sobre todo, no tengas miedo. Tu abuelo, que te quiere, Owen.

Estas últimas palabras tuvieron un efecto muy profundo sobre la niña. Pocos días antes de su séptimo cumpleaños, mientras estaba sentada en su campamento junto al agua clara del Wyndbrook, empezó a imaginar que oía un susurro. La sobresaltó. Era como una voz de mujer, pero las palabras carecían de significado. Quizá fuera el viento en las ramas, o los helechos, pero tenía una turbadora cualidad humana. Desde luego, era una voz.

Se dio la vuelta sin levantarse y escudriñó entre los arbustos. Vio una sombra que se movía rápidamente, y se puso de pie para seguirla, tratando de distinguir algún rasgo. Era semiconsciente de que la figura era menuda y parecía llevar una capucha en la cabeza. Caminaba deprisa, hacia la maleza más densa que llevaba al Ryhope. Se movía entre los árboles como una sombra, como la sombra de una nube, definida, luego indefinida, hasta que desapareció por completo.

Tallis renunció a la persecución, pero no antes de advertir con satisfacción que el musgo junto a la orilla del río estaba aplastado. Quizá fuera el rastro de un ciervo, pero ella estaba segura de que no había perseguido a ningún animal.

Al volver por el Wyndbrook, por sus piedras de paso, podía atravesar el Prado Knowe para subir a su campamento de la Colina Barrow. Pero, cuando llegó al lugar por donde solía cruzar el ancho arroyo, titubeó. Sentía frío y miedo. Allí los árboles eran más escasos. Delante de ella, había una elevación del terreno que llegaba a un risco yermo, recortado contra el cielo azul; a la derecha, ribeteado por un estrecho sendero, estaba el montículo de la Colina Barrow, cubierta de parches irregulares de hierba.

Había cruzado muchas veces el Wyndbrook. Había caminado muchas veces por aquel sendero, por aquellos prados. Pero, ahora, titubeó. La voz del viento gemía en su consciencia con un sollozo escalofriante. Contempló la Colina Barrow. Ése era su nombre común; hacía siglos que todo el mundo la conocía como Colina Barrow. Pero aquel no era su nombre correcto, y Tallis sentía el profundo temor de que, si pisaba aquel terreno familiar, entraría en algo que ahora le estaba prohibido.

Aferró el libro con más fuerza, se acuclilló y metió la mano en las aguas frías del arroyo.

El nombre le llegó tan repentinamente como el temor que había sentido antes. Era el Risco Morndun. El nombre la emocionó; tenía un sonido oscuro, el sonido del viento durante la tormenta. Con el nombre, percibió toda una secuencia vaga de otras imágenes: el sonido del viento entre las pieles estiradas sobre armazones de madera; el crujido de un carro pesado; los jirones de humo procedentes de una gran hoguera; el olor de la tierra húmeda, excavada de una larga trinchera; una figura, alta y morena, de pie, empequeñecida por los árboles despojados de sus ramas.

Morndun. La palabra sonaba como Mourendoon. Era un lugar antiguo, con un nombre antiguo y de negro recuerdo.

Tallis volvió a ponerse de pie y echó a andar por las piedras de paso. Pero el agua parecía burlarse de ella, y retrocedió. Enseguida supo cuál era la causa de su preocupación. Aunque conocía el nombre secreto de la Colina Barrow, aún no había puesto nombre al arroyo. Y no podía cruzar el arroyo sin darle nombre, o quedaría atrapada.

Corrió de vuelta a la casa, confusa y asustada por el juego que había comenzado. Tendría que aprenderlo todo sobre la tierra que rodeaba la casa. Hasta aquel momento, no había sabido que cada campo, cada árbol, cada arroyo, tenían un nombre secreto, y que esos nombres sólo llegarían a ella con el tiempo. Antes de encontrar esos nombres, estaría prisionera; y desafiar a la tierra, cruzar un prado sin conocer su auténtico nombre, significaría quedar atrapada al otro lado.

Sus padres, con cierta lógica, consideraron que el juego era «una tontería más»… pero, si ese juego impedía que se alejara mucho de la casa, ¿por qué iban a quejarse?

Durante el transcurso de aquel año, Tallis consiguió transformar las tierras que rodeaban su hogar, haciendo retroceder las fronteras semana a semana. Cada vez era más capaz de ir alejándose de la casa, de adentrarse en el reino onírico de su infancia.

Pronto encontró un camino para llegar al Risco Morndun —el nombre secreto del Wyndbrook era Arroyo del Cazador—, y el refugio para animales era su escondrijo favorito.

Ahora sólo quedaba un prado entre su propio reino y la densa maraña de bosque peligroso que había en la hacienda Ryhope, que tanto había fascinado a su hermano Harry. No conseguía descubrir el nombre de aquel prado. Solía quedarse de pie junto al Arroyo del Cazador, más allá de la espesura de los alisos que daban forma a su campamento, y contemplaba aquella pendiente de verdor que llegaba hasta la penumbra del bosque lejano.

El nombre no llegaba a ella. No podía cruzar el prado.

Cada día, después del colegio, caminaba por los alrededores del Risco Morndun, esquivando los espinos y cardos que allí crecían, contemplando los árboles que hundían sus raíces en la orilla del arroyo. Ahora era allí donde más en paz se encontraba. La figura sombría que había entrevisto meses antes seguía rondando tras ella, y en su cabeza bullían extraños pensamientos: visiones y sonidos, olores y el roce del viento; nunca se alejaba de los límites de otras tierras cuando subía por el otero y pasaba las horas en el refugio construido por manos antiguas con objetivo desconocido.

También fue allí donde vio por primera vez a Máscara Blanca, aunque no dio este nombre al mitago hasta más adelante. Atisbada por el rabillo del ojo, la figura era más alta que la primera, y más rápida, se movía velozmente entre los árboles, con pausas seguidas de huidas casi fantasmales. La máscara blanca reflejaba el sol; los ojos eran élficos, la boca una hendidura recta, siniestra.

Pero cuando esta figura se acercó a ella, una tarde de domingo, Tallis soñó con un castillo, y con una silueta envuelta en una capa y montada a caballo, y con una caza que llevaba a este caballero hacia las profundidades de un bosque húmedo y musgoso…

Fue el principio de una historia que iría construyéndose en su mente a lo largo de semanas enteras, hasta casi tener una entidad propia en su interior.

El prado junto al Bosque Ryhope siguió resistiéndose a ella. Día tras día, la niña de ocho años se erguía junto al Arroyo del Cazador, atraída hacia el bosque por algo más profundo que la razón, luchando por dar con el nombre de la extensión de tierra que le impedía llegar hasta los árboles. Entonces, un anochecer de agosto, un venado alto y oscuro salió al descubierto a lo lejos. Tallis dejó escapar una exclamación de alegría, y se puso de puntillas para ver mejor. Hacía dos años que no establecía contacto visual con la bestia, y la llamó a gritos. Los jirones de tejido velludo le colgaban de la gran cruz de sus astas; la orgullosa criatura huyó precipitadamente hacia una elevación del terreno para luego perderse de vista, pero no sin antes titubear y mirar en dirección a la niña.

3

—He visto al Niño Roto —dijo Tallis aquella noche, cuando toda la familia estaba sentada a la mesa, jugando.

Su padre la miró con el ceño fruncido. Su madre hizo sonar los dados en el cubilete y los lanzó sobre el tablero.

—Lo dudo mucho —dijo James Keeton con tranquilidad—. Ese pobre bicho murió hace años.

—Vino a mi bautizo —le recordó Tallis.

—Pero estaba herido. No pudo sobrevivir a ese invierno.

—El señor Gaunt me ha dicho que ese venado lleva más de cien años por esta zona.

—Gaunt es un viejo mentiroso. Le encanta contar historias para impresionar a las niñas como tú. ¿Cómo va a vivir tanto tiempo un venado?

—El señor Gaunt dice que nunca cambia la cornamenta.

Margaret Keeton le pasó el cubilete a Tallis, al tiempo que sacudía la cabeza en gesto de impaciencia.

—Ya conocemos de sobra las tonterías sin sentido que va divulgando Gaunt por ahí. Vamos, es tu turno.

Pero Tallis se quedó mirando a su padre. Últimamente tenía mejor aspecto, no estaba tan pálido, aunque casi todo su pelo había encanecido y había una tristeza acuosa en sus ojos.

—Estoy segura de que era el Niño Roto. Cojeaba al correr. Y tenía la cornamenta llena de vellones. Mortajas…

—¿Quieres jugar de una vez, niña? —le espetó su madre, irritada.

Tallis cogió el cubilete y agitó los dados, para después mover su ficha por el tablero. Volvió a mirar a su padre.

—¿Seguro que no era él?

—La última vez que lo vimos, Niño Roto estaba herido. Una herida de flecha.

Una herida de flecha. Sí. Tallis recordó la historia. Y también recordó otra cosa.

—Como Harry —susurró—. Una herida de flecha, como Harry.

James Keeton la miró bruscamente; por un momento, Tallis pensó que iba a empezar a gritar. Pero permaneció tranquilo. De pronto, se recostó pesadamente en la silla y apoyó las manos en la mesa. Su mirada se perdía a lo lejos. Margaret Keeton suspiró y recogió el tablero.

—Jugar con vosotros dos no es nada divertido. —Miró a Tallis—. ¿Por qué has tenido que sacar el tema de Harry? Ya sabes cuánto se disgusta tu padre…

—No estoy disgustado —dijo el hombre con voz tranquila—. Sólo pensaba…, ya va siendo hora de que busquemos la casa. Lo he estado aplazando, pero quizá descubramos algo…

—Si crees que servirá de algo… —asintió la madre de Tallis.

—¿Qué casa? —preguntó la niña.

Su padre la miró, y sonrió. Hizo caso omiso de la pregunta.

—¿Te apetece hacer un picnic mañana?

Tallis asintió.

—¿Qué casa?

Él guiñó un ojo y se llevó un dedo a los labios.

—¿Adónde vamos? —insistió Tallis.

—Al otro lado de los prados —se limitó a responder el hombre.

* * *

El día siguiente, que era domingo, comenzó con un servicio religioso matutino en la iglesia de Shadoxhurst. A las diez, los Keeton volvieron a casa y prepararon la cesta de picnic. Poco antes del mediodía, los tres cruzaron el Prado de la Caverna del Viento, en dirección al Agua del Zorro y aún más lejos. Siguieron un sendero entre los espesos matorrales que separaban las granjas adyacentes, y muy pronto, con una mezcla de emoción y miedo, Tallis se dio cuenta de que caminaban hacia el Bosque Ryhope.

Como iba acompañada, comprendió que podía entrar en el Campo Sin Nombre que estaba entre el Arroyo del Cazador y el mismo bosque, y pisó la hierba prohibida con una gran sensación de triunfo. A medio camino, echó a correr dejando atrás a sus padres. Mientras se acercaba más y más a la formidable muralla de espinos y brezo que formaba el lindero del bosque, el terreno era cada vez más cenagoso. Allí la hierba era alta y pajiza, casi le llegaba a los hombros en algunos lugares. Crujía bajo la brisa veraniega. Tallis se movió con sigilo y cautela entre aquella maleza silenciosa, casi sumergida, hasta que la alta muralla de robles se cernió sobre ella. Se detuvo y escuchó los sonidos en la oscuridad más allá de los árboles. Aunque también oía el canto de los pájaros, también había otros ruidos más enigmáticos.

Su padre la llamó. Al volverse, atisbó algo por el rabillo del ojo, una forma humana que la espiaba. Pero, cuando miró con más detenimiento, había desaparecido.

Sintió un repentino estremecimiento de temor. Su madre solía sermonearla sobre los «gitanos» que vivían en los bosques, y sobre lo peligroso que era hablar con desconocidos o salir a pasear después del ocaso. Pero los únicos gitanos que Tallis había visto eran los de aspecto colorista y bohemio, con sus alegres carromatos y sus ropas llamativas, bailando en los prados del pueblo.

En cambio, la forma que había atisbado brevemente no era alegre…, era de un color mortecino, muy alta…, muy extraña, desde luego.

Vadeó la hierba alta, desandando el camino, pero tuvo que quitarse las zapatillas de lona para sacarles el agua. Luego, siguió a sus padres, rodeando el bosque.

Pronto llegaron a un sendero estrecho e irregular, flanqueado por altos setos y dos hayas que se divisaban a lo lejos. En determinado punto, en la distancia, debía de conectar con la carretera principal que iba de Shadoxhurst a Grimley. Pero allí, donde entraba en el Bosque Ryhope, estaba descuidado y lleno de grietas, como si lo hubiera desgarrado algún —terremoto muy violento.

—Santo Dios —suspiró James Keeton—. Entonces, éste debe de ser el antiguo camino. El «sendero difícil» de Gaunt.

En el lindero del bosque había una valla de alambre espinoso. El cartel de PROHIBIDO EL PASO era aún visible pese al paso del tiempo.

Tallis era consciente de que su padre estaba preocupado.

—Debes de haberte equivocado, James —dijo Margaret—. Quizá esté más allá.

—No puede ser un error —replicó su padre, exasperado.

Se quedó de pie junto a la alambrada, alzando la vista para mirar los árboles, contemplando la oscuridad. Por fin, se apartó y contempló los terrenos de la granja.

—Aquí había una casa. Estoy seguro. Una especie de refugio, el Refugio del Roble. Gaunt me lo ha asegurado. Al final del sendero difícil, me dijo.

Caminó por el tortuoso camino, luego se volvió para contemplar la espesura del bosque.

—Aquí es donde venía Harry. Aquí es donde vino mi padre antes de la guerra. Para visitar a esos historiadores… Huxley. Y el otro se llamaba… Wynne-Jones.

—Eso fue antes de que llegara yo —señaló Margaret.

Contemplaron el sendero hasta donde se perdía en la densidad de la maleza. Los robles altos, que crecían muy juntos, proyectaban una sombra siniestra sobre la maraña de espinos y rosales de abajo. La alta hierba se mecía con la brisa suave. El cartel se agitaba en su poste, el alambre oxidado se estremecía.

El rostro de James Keeton adquirió una expresión extraña, y Tallis comprendió que, de repente, su padre estaba muy asustado. Había palidecido, tenía los ojos bien abiertos. Y su respiración era rápida, nerviosa.

Tallis llegó junto a la alambrada y se quedó allí de pie, escudriñando la penumbra. Mientras examinaba aquella oscuridad, empezó a vislumbrar un atisbo de luz: el sol se abría camino más allá de la línea de los árboles.

—Ahí hay un claro —dijo.

Su padre prefirió no oírla. Se alejaba del bosque a zancadas. Llegó hasta la franja de tierra que bordeaba el sendero, y miró a lo lejos. La madre de Tallis había extendido el mantel de picnic bajo un olmo solitario, y estaba desenvolviendo el almuerzo.

—¡Ahí hay un claro! —repitió Tallis en voz más alta—. Puede que la casa esté en ese claro.

Su padre la miró un instante, pero luego hizo caso omiso de la niña. Echó a andar hacia el olmo.

—Gaunt ha debido de equivocarse. Tienes razón. Pero no me puedo creer…

—¡Papá! ¡Hay un claro en el bosque! —gritó Tallis.

—No te alejes demasiado.

Tallis, que estaba tensa por la emoción, se relajó un poco.

No la estaba escuchando. Se había sumergido tanto en sus propios pensamientos, en sus propias preocupaciones, que se negaba a aceptar el hecho de que la casa pudiera estar abandonada en el bosque.

Allí había habido una casa, y ya no estaba. Tallis contempló el sendero, la desigual superficie de cemento hendida como por un cuchillo, como consumida por el bosque, como devorada. Quizá ese mismo mordisco había engullido el refugio, toda una casa derrotada por los árboles.

No sabía de dónde le venía esta extraña idea, pero la imagen estaba ahí, tan clara en su mente como la visiones de los cuentos de hadas que había leído toda su vida…

Bosques oscuros y castillos lejanos… Y en los claros amarillos, bañados por el sol, siempre había extraños tesoros que aguardaban.

Tanteó el alambre inferior y, con cautela, lo levantó para pasar por debajo. Volvió la vista para mirar a sus padres, que estaban sentados sobre la manta bebiendo té a sorbos y charlando.

Se dio la vuelta y echó a andar entre la maleza, hacia la zona de luz que había divisado.

Sentía el camino fragmentado bajo sus finos zapatos. Las raíces se extendían por el cemento, tenía que apartar las ramas bajas mientras avanzaba con cautela en la penumbra. A medida que se acercaba al claro alcanzó a ver que se trataba de una pequeña apertura entre los árboles, rodeada por gigantescos robles de tronco oscuro. Las ramas secas, hendidas y retorcidas por los vientos invernales, se alzaban sobre el follaje.

También alcanzó a ver la extensión de una pared de ladrillo. En esa pared había dos ventanas, sin cristal desde hacía ya mucho tiempo. Las ramas del bosque invasor salían de ellas como miembros truncados.

Dio otro paso, apartando una extensa telaraña de agraces. Ahora Tallis veía que en el centro del claro, delante de la casa, había un alto pilar de madera. Su parte superior estaba tallada para darle un lejano parecido con un rostro humano, los ojos eran simples hendiduras, la boca un agujero, la nariz un tajo. La madera estaba ennegrecida por la lluvia, podrida, con una grieta vertical, a punto de desmoronarse. Al mirarla, Tallis se sintió muy incómoda…

Esquivando el repugnante tótem, entró en el jardín de lo que otrora fuera la casa llamada Refugio del Roble. Lo primero que vio fue el hueco de una hoguera, excavado en la hierba silvestre que era lo único que quedaba del césped. Alrededor había huesos de animales, y también vio los restos chamuscados de la leña que se había utilizado en la hoguera. Nerviosa, llamó a quien pudiera haber allí. Tenía la sensación de que la observaban, pero no alcanzó a ver ningún detalle o movimiento. Al gritar, su voz casi se perdió en el espacio cerrado. Los pesados troncos de los robles agresores absorbieron sus palabras y respondieron sólo con el estremecimiento de las aves en sus ramas. Tallis recorrió el pequeño espacio del jardín, observándolo todo: los restos de la alambrada, los restos de un gallinero o un cobertizo invadidos por las raíces…

Y, dominándolo todo, proyectando su sombra lúgubre sobre el pequeño claro, el tronco tallado, el tótem. Tallis tocó la madera ennegrecida, que se desmoronó al instante, dejando al descubierto enjambres de insectos. Miró los rasgos airados, los ojos malignos, la boca maliciosa. Vislumbró también el atisbo de brazos y piernas tallados en la columna, aunque el tiempo casi los había borrado.

Aquella antigua efigie vigilaba la casa. Quizá la estuviera guardando. La casa misma se había convertido en parte del bosque. Los suelos habían reventado bajo la presión de los árboles que crecían bajo ella, en la fría tierra. Las ventanas estaban enmarcadas por ramas llenas de hojas. El techo también había sido agujereado de la misma manera, y sólo la alta chimenea sobresalía por encima de las copas de los árboles.

Tallis investigó en dos habitaciones. Primero, en un estudio con un balcón destartalado, el escritorio cubierto de hiedra, todo el lugar dominado por un inmenso tronco de roble en forma de V. Luego, en la cocina. Vio los restos musgosos de una mesa de pino en aquella habitación más pequeña, así como un antiguo fogón. Las ramas se extendían como cepas por el techo. La despensa estaba completamente vacía. Descolgó una sartén de hierro que pendía de un gancho en la pared, y casi gritó del susto cuando la rama que había crecido entre los ladrillos saltó, liberada de su confinamiento.

Cuando entró en la sala, la acobardó la cantidad de árboles que crecían por toda la habitación, aplastando el mobiliario, invadiendo las paredes, penetrando a través de las descoloridas fotos enmarcadas.

Tallis volvió al jardín. El sol que brillaba en lo más alto le hacía difícil fijar la vista en la sonriente figura totémica tallada en el tronco de madera. Se preguntó quién habría erigido la estatua, y con qué objetivo…

Todo en el claro junto a las ruinas de la casa le sugería que era un lugar vivo, que alguien lo utilizaba. El agujero de la hoguera era antiguo. La lluvia había convertido la ceniza en una masa compacta, y los animales habían dispersado los huesos por todo el jardín. Pero algo sugería que se trataba de un lugar ocupado, algo similar a un campamento ocasional…, quizá un refugio para cazadores.

Algo pasó junto a ella, rápida, silenciosamente.

Tallis se sobresaltó. Seguía deslumbrada por el brillo del sol, sólo divisaba a medias el perfil de la efigie de madera. Tenía la sensación de que lo que había pasado junto a ella era un niño. Pero había desaparecido muy deprisa entre la maleza, por el mismo lugar por donde ella había entrado cautelosamente al pequeño jardín abandonado.

El bosque a su alrededor vibraba de movimiento, un movimiento frustrante y enigmático en su visión periférica. Era una sensación a la que había llegado a acostumbrarse, y no se sintió alarmada.

Debía de haber imaginado al niño.

De pronto se sintió muy calmada, muy tranquila. Se sentó al pie del inmenso tronco tallado, alzó la vista para contemplar el perfil, rudo recortado contra el cielo brillante, y entonces cerró los ojos. Trató de imaginar la casa tal como había sido cuando estaba habitada. Su abuelo debía de haberle contado algo. Quizá pudiera hacer aflorar sus palabras, extraerlas de las partes primitivas, infantiles, de su mente.

Pronto imaginó a un perro husmeando por el jardín, gallinas sueltas picoteando el suelo. Dentro, en la cocina, una mujer trabajaba en la mesa de pino. Las puertas del balcón estaban abiertas. Oyó voces. Dos hombres estaban sentados junto al escritorio, examinando las reliquias del pasado que habían explorado a través de sus propias mentes. Escribían en un libro muy grueso…

Entonces, el sol palideció y un frío mordiente la heló. La nieve era espesa. Nubes negras ocultaban el cielo. La nieve se abatía sobre ella despiadadamente, helándole hasta los huesos.

A través de la tormenta, una figura caminaba hacia ella. Era corpulenta, como un oso. Cuando estuvo más cerca, Tallis advirtió que se trataba de un hombre envuelto en gruesas pieles. De los dientes del animal blanco que decoraba su pecho pendían carámbanos. Sus ojos brillaban como el hielo, la examinaban desde la negrura de su pelo y barba.

El hombre se acuclilló. Alzó las dos manos, sosteniendo un bastón de piedra. La piedra era suave y negra, pulida. El hombre estaba llorando. Tallis lo miró, angustiada. No emitía sonido alguno…, el viento y la nieve no hacían ruido…

Entonces abrió la boca, echó atrás la cabeza y lanzó un grito ensordecedor.

El grito tenía forma de nombre. El nombre de Tallis. Era sonoro, fantástico, desgarrador, y Tallis salió bruscamente de su ensoñación, con la cara cubierta de sudor y el corazón latiéndole a toda velocidad.

El claro estaba como antes, una parte inmerso en las sombras, la otra iluminada por el sol. A lo lejos, alguien gritaba su nombre.

Desandó el camino, echando un vistazo al estudio en ruinas donde el roble llenaba una habitación cuyos armarios, estantes y muebles habían sufrido los embates del tiempo y el clima. Volvió a fijarse en el escritorio. Pensó en la imagen de los dos hombres escribiendo. ¿Le habría susurrado algo su abuelo acerca del diario? ¿Había algún diario? ¿Mencionaría a Harry?

Volvió al lindero del bosque. En el último momento, mientras caminaba entre la oscuridad, vio una figura masculina de pie en terreno abierto. No pudo divisar más que la silueta. La hizo sentir intranquila. El hombre estaba de pie en una elevación del terreno, poco más allá de la alambrada. Tenía el cuerpo inclinado hacia un lado mientras escudriñaba la penumbra impenetrable del Bosque Ryhope. Tallis lo miró, percibiendo su preocupación… y su tristeza. Su postura delataba a un hombre triste, envejecido. Inmóvil. Alerta. Mirando ansioso en dirección a un reino que le era negado por el miedo de su corazón. Su padre.

—¿Tallis?

Sin decir palabra, la niña salió a la luz, escapando de la línea de árboles.

James Keeton se irguió con una expresión de alivio en el rostro.

—Estábamos preocupados por ti. Pensamos que te habíamos perdido.

—No, papá, estoy bien.

—Bueno, gracias a Dios.

Corrió hacia él y le cogió la mano. Volvió la vista hacia el bosque, donde un mundo completamente diferente aguardaba en silencio a los visitantes que acudieran a maravillarse ante sus rarezas.

—Ahí hay una casa —susurró a su padre.

—Bueno…, dejemos eso por ahora. Supongo que no habrás visto a nadie, ¿verdad?

Tallis sonrió. Sacudió la cabeza.

—Ven a comer algo —le dijo su padre.

* * *

Aquella misma tarde, Tallis hizo su primera muñeca. Se sintió impulsada a ello, pero no se preguntó de dónde le venía aquella compulsión.

Había encontrado un trozo de espino de casi veinte centímetros de largo, y bastante fino. Le quitó la corteza y redondeó uno de los extremos con un cuchillo que había cogido prestado del taller de Gaunt. Le costó cierto trabajo. La madera era joven, pero muy dura. Cuando intentó tallar los ojos, descubrió que le resultaba agotador hacer hasta los dibujos más sencillos. El resultado final fue reconociblemente antropomórfico, pero sólo a duras penas. De todos modos, Tallis se sintió orgullosa de su Rey Espino, y lo puso encima de su cómoda. Lo miró largo rato, pero no le sugería nada. Había intentado copiar el repugnante tótem del claro, pero no lo había conseguido, ni mucho menos. Su primer experimento con la talla de madera resultó hueco, sin sentido.

Pero se le ocurrió una idea, y fue al cobertizo. Rebuscó entre los troncos cortados de olmo hasta dar con un leño grueso. Todavía tenía corteza. La separó cuidadosamente y la cortó por la mitad para obtener una hoja curva a la que podría dar forma de máscara.

Volvió a su habitación y se pasó la tarde trabajando, cortando el trozo rectangular de madera hasta darle una vasta forma oval de rostro. La corteza del olmo es dura, y Tallis descubrió de nuevo que con sus escasas fuerzas, aun contando con el afilado cuchillo, sólo podía progresar muy lentamente. Pero consiguió perforar los dos ojos y arañar una boca sonriente. Sentada entre las virutas, agotada, sacó su caja de pinturas y dibujó círculos concéntricos color verde alrededor de cada ojo, y una lengua roja asomando por la hendidura de los labios. Pintó de color blanco el resto de la corteza.

Cuando la hubo situado sobre la cómoda, tras contemplarla, decidió llamarla «Encrucijadora».

Su padre entró en la habitación pocos minutos después, y se sorprendió al ver aquel desorden.

—¿Qué demonios…? —exclamó, sacudiendo las virutas de madera de la cama de Tallis—. ¿Qué has estado haciendo?

—Tallando —se limitó a responder.

Él cogió el cuchillo y probó el filo. Sacudió la cabeza y miró a su hija.

—Lo que menos falta me hace ahora es tener que llevarte a que te cosan los dedos. Esto corta mucho.

—Ya lo sé. Por eso lo he utilizado. Pero he tenido cuidado. ¡Mira!

Le mostró las manos ilesas. Su padre pareció satisfecho. Tallis sonrió, porque la verdad era que se había hecho un corte bastante profundo en el dorso de la mano derecha, aunque lo había cubierto con una tirita.

Su padre se dirigió hacia las monstruosidades situadas sobre su cómoda. Cogió la máscara.

—Qué fea es. ¿Por qué has tallado esto?

—No lo sé.

—¿Piensas ponértela?

—Supongo que sí, algún día.

Se apretó la máscara contra la cara y miró a la niña a través de los diminutos agujeros. Emitió unos gruñidos graves, misteriosos, y Tallis se echó a reír.

—Casi no se ve nada —dijo él, bajando la máscara.

—Es Encrucijadora —replicó la niña.

—¿Cómo?

—Encrucijadora. Es el nombre de la máscara.

—¿Qué es una Encrucijadora?

—No lo sé. Supongo que alguien que vigila las encrucijadas. Alguien que guarda los senderos que pasan de un mundo a otro.

—Tonterías —bufó su padre, aunque con voz cariñosa—. Pero me sorprende que conozcas las encrucijadas. Hay varias cerca de la granja, ¿sabes? Hoy hemos estado en una…

—Eso no son más que caminos —le interrumpió la niña, impaciente.

—Pero caminos muy viejos. Uno de ellos pasa por el prado Piedras Stretley. Stretley, ¿entiendes? Es una forma antigua de la palabra “street”, calle. Seguramente las piedras marcaban una encrucijada. —Se inclinó hacia ella—. Por ellas caminaban hombres y mujeres vestidos con pieles y armados con palos. Demonios, probablemente algunos se detenían aquí mismo, donde ahora está la casa, para comer una tajada de vaca cruda.

Tallis hizo una mueca. Le parecía que la idea de comer carne cruda era un tanto estúpida. Su padre no era un narrador muy convincente.

—No son más que caminos viejos —replicó—. Pero, algunos de ellos… —Bajó la voz para dar dramatismo a sus palabras—. Algunos de ellos se adentran mucho en la tierra, serpentean en torno a los bosques y, de repente, desaparecen. Nuestros antepasados solían señalar esos lugares con piedras altas, o con grandes columnas de madera tallada a la semejanza de algún animal benefactor, columnas hechas con árboles enteros…

—¿De verdad? —inquirió su padre, mirando a la niña que caminaba por la habitación con los brazos alzados, el cuerpo tenso, como si fuera un animal al acecho.

—Y tanto que sí. Hoy en día aún podemos ver las piedras, en los campos y en las colinas, pero las antiguas puertas se han perdido. Pero hace cientos de años, cuando tú eras todavía joven…

—Vaya, muchas gracias.

—Hace miles de años, esos lugares estaban prohibidos para todos excepto para los Encrucijadores. Porque llevaban a los reinos de los muertos… y sólo unas pocas personas normales podían ir allí. Sólo héroes. Caballeros con sus armaduras. Siempre se llevaban a sus perros, enormes sabuesos de caza, y perseguían a las grandes bestias del otro mundo, a los ciervos gigantes cuyas cornamentas podían talar árboles, a los grandes cerdos salvajes, a los osos de vientre prominente, a los hombres lobos que caminaban sobre las patas traseras y podían aparentar ser árboles secos…

»Pero, a veces, cuando alguno de los cazadores intentaba volver a su propio Castillo, no encontraba la encrucijada, ni las piedras, ni el bosque, ni la cueva… y se quedaba allí atrapado, cada vez más fantasmal, hasta que sus ropas eran como mortajas andrajosas sobre su cuerpo, y sus espadas y dagas se ponían rojas por la herrumbre. Pero si un hombre tenía un buen amigo, entonces ese buen amigo podía ir a rescatarlo. Si… —añadió con un gesto dramático, poniéndose la máscara de madera ante la cara e imitando el gruñido humorístico de su padre—. Si…, si la Encrucijadora lo permitía.

Con sólo ocho años, había dejado en nada sus «tajadas de vaca cruda». James Keeton miró a su hija, atónito.

—¿De dónde diablos has sacado todo eso? ¿Te lo ha contado Gaunt?

—Se me acaba de ocurrir —respondió con sinceridad.

Sin duda, era nieta de su abuelo. James Keeton sonrió y admitió su derrota.

—¿Te lo has pasado bien con el paseo de hoy? —preguntó, tratando de cambiar de tema.

La niña lo miró, luego asintió.

—¿Por qué no viniste conmigo al bosque?

Su padre se limitó a encogerse de hombros.

—Soy demasiado viejo para ir correteando entre los árboles. Además, había un cartel de PROHIBIDO EL PASO. ¿Te imaginas lo que le pasaría a mi negocio si me detuvieran por entrar ilegalmente en un lugar?

—¡Pero la casa estaba ahí! ¡Fuiste expresamente a ver la casa, y luego no quisiste hacerlo! ¿Por qué?

Keeton sonrió de manera extraña.

—Los carteles de PROHIBIDO EL PASO van en serio.

—¿Quién puso ese cartel?

—No tengo ni la menor idea. Supongo que los herederos de Ryhope.

—¿Y por qué no arreglaron la casa? ¿Por qué la dejaron abandonada? Todo está lleno de vegetación, destrozado…, hasta los cuadros de las paredes.

Su padre la miró, frunciendo ligeramente el ceño. Obviamente, lo que decía la niña le asombraba.

—¿Por qué harían eso? —insistió Tallis—. ¿Por qué dejaron que la casa se viniera abajo?

—No lo sé…, ¡no lo sé, de verdad! No tengo ni idea. Aunque admito que es extraño.

Se dirigió hacia la ventana y se apoyó sin fuerzas en la repisa, contemplando el claro anochecer del exterior. Tallis lo siguió, pensativa, pero decidida.

—¿Harry fue a esa casa? ¿Ahí es adonde fue Harry? ¿Ahí es donde crees que murió?

Keeton respiró hondo, luego dejó escapar el aire lentamente.

—No lo sé, Tallis. Ya no entiendo nada. Parece que a ti te contó muchas más cosas que a mí.

Tallis volvió a pensar en la noche en que Harry se había despedido de ella.

—Te he contado todo lo que recuerdo. Dijo que se iba, pero que estaría muy cerca. Iba a un lugar extraño. Alguien le había disparado con una flecha…, eso es todo lo que recuerdo. Y lloraba, de eso también me acuerdo.

Su padre se dio la vuelta, se dejó caer en cuclillas y la abrazó. Tenía los ojos húmedos.

—Harry no se despidió de nosotros. Sólo de ti. ¿Sabes una cosa? Eso es lo que más me ha dolido todos estos años.

—Quizá no pensaba estar fuera mucho tiempo.

—Estaba a punto de morir —replicó James Keeton—. Debió de pensar que, si no me decía nada, no me haría daño. Estaba a punto de morir…

—¿Cómo lo sabes?

—Simplemente, lo sé. Aquellas últimas semanas tenía un algo…, un aire de resignación.

Tallis pensó en Harry, y no se lo pudo imaginar muerto y frío, tendido en el suelo. Sacudió la cabeza.

—Estoy segura de que sigue vivo. Lo que pasa es que se ha perdido, nada más. Sé que volverá a casa, con nosotros.

—No, cariño —respondió su padre con ternura—. Ahora está en el cielo. Tenemos que aceptar ese hecho.

—Puede que esté en el cielo —protestó Tallis—, pero eso no quiere decir que haya muerto.

Su padre se irguió, sonrió y le puso una mano en el hombro.

—Debe de ser un mundo maravilloso, ese que hay ahí dentro… —Le tocó la cabeza—. Lleno de venados gigantes, caballeros con armaduras y castillos oscuros. Hace cien años, te habrían quemado por bruja.

—¡Pero si no soy una bruja!

—Creo que ninguna de las mujeres a las que quemaron lo era. Vamos. Es hora de cenar. Y luego nos contarás otro cuento antes de irte a la cama.

Se echó a reír mientras salían de la habitación.

—Suelen ser los padres los que cuentan cuentos a sus retoños antes de irse a la cama, no al revés.

—Me sé uno muy bueno —dijo Tallis—. Es sobre un hombre cuyo hijo va a dar un paseo al bosque. El hombre está tan seguro de que a su hijo lo han devorado los lobos, que ya no puede ver al niño, aunque lo tiene delante, en la casa.

—Pequeño diablillo —rió su padre, alborotándole el pelo antes de obligarla a bajar a la sala.

4

Después de aquello, desapareció parte de la tensión existente en la casa. James Keeton parecía un poco más animado, más alegre, y Tallis pensaba que era porque por fin él le había expresado sus sentimientos acerca de Harry. Seguía sorprendida e intrigada por su comportamiento aprensivo en el bosque, pero su madre se lo aclaró.

—Él creía que necesitaba ver la casa adonde fue Harry. Ahora ha comprendido que no quiere verla.

Era una explicación confusa e insatisfactoria, pero no pudo obtener otra.

De todos modos, Tallis se sentía mucho más cómoda ahora, y tras salir del colegio seguía explorando y dando nombre a los diferentes puntos del terreno que rodeaba la granja. También mejoró sus habilidades en la talla de máscaras y muñequitos de madera, que se habían convertido en una obsesión. Continuamente, era consciente de la existencia de figuras huidizas que la perseguían cuando caminaba por los prados, pero ya no la sobresaltaban ni la preocupaban. Siempre que se acercaba a los pastos vallados conocidos como Piedras Stretley, su visión periférica parecía cobrar vida propia, ser un mundo vibrante de movimiento que nunca podía observar directamente, pero que mostraba indicios de extrañas formas humanas y siluetas de animales al acecho.

Y también había sonidos: cánticos en el campo llamado Las Cepas, pero cuyo nombre secreto era ahora Prado de la Canción Triste. Tallis nunca vio la fuente de las canciones, y tras un tiempo desistió y dejó de buscarla.

Algo más dramático: cierto día, sentada e inmersa en sus ensoñaciones en el campo situado junto al Agua del Zorro, despertó para encontrarse junto a la entrada de una amplia cueva, frente a un denso bosque situado ante altas montañas donde un muro de llamas y humo se divisaba a lo lejos. El extraño sueño duró tan sólo un segundo, y después Tallis fue consciente de la ligerísima brisa que salía de la cueva, apenas una hebra de viento en un día absolutamente cálido y tranquilo.

Pronto se dio cuenta de que había tres figuras femeninas encapuchadas que parecían poblar su visión periférica, rondando cerca de los bosques espesos, observándola a través de máscaras de madera pintada. Tallis empezó a tener la sensación de que, cuando alguna de aquellas mujeres la observaba de cerca, le sucedían cosas extrañas. Si era Máscara Blanca, su mente se llenaba de fragmentos de historias y la tierra misma parecía hablarle de batallas perdidas y galopes salvajes. Cuando estaba cerca la mujer con la máscara verde, se le ocurrían ideas sobre tallar, y acerca de tallas, y veía sombras extrañas en la tierra. La tercera figura, cuya máscara era blanca, verde y roja, hacía que Tallis pensara en su propia «Encrucijadora»; relacionaba esta figura con indicios sugerentes como la caverna del viento y la canción triste.

La idea de sentirse «perseguida» no tenía mucho sentido, de manera que durante un tiempo no le dio importancia. Pero fabricó máscaras iguales a las de la «narrador» y la «talladora». Al hacerlo, los nombres llegaron a su mente…

Llamó a la máscara blanca Gaberlungi, un nombre extraño, pero que la hacía sonreír al pronunciarlo. Gaberlungi era Memoria de la tierra, y a veces, cuando llevaba puesta o en la mano la ruda máscara de corteza de roble, las historias se agolpaban en su mente con tal intensidad que no podía concentrarse en otra cosa. Al la tercera máscara, hecha de avellano y pintada de verde, la llamó Skogen, pero también ésta tenía un segundo nombre, Sombra del bosque. Era una máscara de lugar: cuando se la ponía en la cara, la sombra de las nubes sobre la tierra parecía diferente. Proyectaba pautas que quizá fueran las sombras de colinas más altas, de bosques más antiguos.

Con los años, se convirtió en una experta en el arte de tallar. Fabricó máscaras con diferentes tipos de madera, adquirió una gran habilidad a la hora de recortar la corteza y perforar los agujeros para los ojos y boca. Se hizo, o robó, un buen número de herramientas para facilitar el trabajo, y hasta usó piedras de diferentes formas como martillos, cinceles y limas. Añadió otras cuatro máscaras a las tres primeras. Lamento era la más sencilla; pocos días después de tallarla en corteza de sauce, oyó la primera de muchas canciones en el prado llamado Las Cepas. También fue consciente de la presencia de la mujer «Encrucijadora», con su máscara blanca y roja que reflejaba la luz grisácea de un día encapotado mientras vigilaba a Tallis desde los bosquecillos. Lamento era una máscara triste, con la boca pesarosa, los ojos llorosos. Su color era el gris.

Más emocionante, más intrigante para ella, fueron las tres máscaras de viaje que se sintió inspirada a tallar. Falkenna tenía un segundo nombre : el vuelo de un pájaro hacia una región desconocida. No le gustaban las aves carroñeras, pero la fascinaban los pequeños halcones que cazaban cerca de los verdes linderos de los caminos. De manera que pintó a Falkenna de forma que pareciera un halcón.

Luego estaba Plateado. Con los rasgos muertos de un pez, pintada con círculos de colores, esta máscara tenía un nombre más relajado, un nombre relacionado con una imagen inconsciente: el movimiento de un salmón por los ríos de una región desconocida.

Por último llegó Cunhaval: la carrera de un perro de caza por los senderos de los bosques de una región desconocida. Con mechones de pelo del perro de la familia, hizo una orla para la máscara de saúco.

* * *

Ya había fabricado siete máscaras y diez muñecas. Había inventado muchas historias y bautizado los riachuelos y bosques que rodeaban la granja. Tenía sus escondites, y una cierta relación con los fantasmas que poblaban sus alrededores. Era feliz. Seguía ansiosa por volver a las ruinas de Refugio del Roble, pero el campo que separaba el bosque de su granja, así como el riachuelo que lo bordeaba, seguían desafiando a sus esfuerzos por descubrir sus nombres secretos.

Todo esto era un juego para ella, una parte de su crecimiento, y, aunque se enfrentaba al juego con toda la seriedad posible, nunca se detuvo a pensar en las consecuencias de lo que estaba haciendo… o de, lo que le estaban haciendo a ella.

Todo esto cambió poco después de su duodécimo cumpleaños, después de un acontecimiento, un encuentro, que la trastornó profundamente.

Una brillante y abrasadora mañana de julio, olió humo de leña cuando caminaba por su jardín. Humo de leña y algo más: olió a invierno. Era un olor tan familiar que no había manera de confundirlo, y siguió el rastro hasta el estrecho pasadizo entre los cobertizos para la maquinaria, donde tenía su campamento. Hacía tiempo que no lo utilizaba, y el pasadizo estaba lóbrego y lleno de agujas de pino. El otro extremo quedaba bloqueado por el cristal sucio de uno de los invernaderos situados tras los cobertizos.

Estaba a punto de entrar por el pasadizo cuando el señor Gaunt apareció en el jardín, saliendo de uno de los huertos. El hombre se detuvo y olfateó el aire con gesto de sospecha.

—¿Has estado jugando con fuego, jovencita? —preguntó rápidamente.

—No —aseguró Tallis—, de verdad.

Se acercó a ella, su mono marrón cargado del olor de la tierra recién excavada. Llevaba aquellos monos hiciera el tiempo que hiciera, en un día tan caluroso como aquel se debía de estar asando. Tenía los antebrazos desnudos y bronceados, cubiertos por una espesa mata de vello blanco. Su rostro era muy flaco[2] —el nombre le iba muy bien—, pero enrojecido por las venillas que parecían trazar senderos escarlata bajo su piel. Grandes perlas de sudor recorrían los perfiles abruptos de su cara, aunque sus ojos brillaban con una mezcla de bondad y malicia.

Tallis alzó la vista para mirar al hombre. Gaunt clavó en ella los ojos grises.

—Huelo a humo de leña. ¿Qué has estado haciendo?

Tenía un acento fuerte, casi incomprensible, y Tallis tenía que escucharle con mucha atención. Ella hablaba «muy bien», lo que es lo mismo que decir que recibía clases de dicción en el colegio para perder las aristas más rudas de su habla.

—Nada —respondió, imitando el fuerte acento.

Gaunt echó un vistazo al sucio pasadizo entre los edificios. Tallis se sintió enrojecer. No quería que el jardinero entrara allí. Aquel callejón oscuro era su lugar secreto y, de alguna manera, tras la breve y desorientadora experiencia de hacía unos momentos, le pertenecía más que nunca.

Así que vio con alivio como Gaunt se alejaba del callejón.

—Huelo a humo. Alguien ha estado quemando algo.

—Yo no —insistió Tallis.

El jardinero se sacó un trapo sucio del bolsillo y se secó el rostro, entrecerrando los ojos para mirar hacia el sol al tiempo que se enjugaba las arrugas del cuello.

—Desde luego, hace mucho calor. Me apetece un poco de sidra. —Miró a la niña—. Ven a tomar un poco de sidra, jovencita.

—No me dejan.

El hombre sonrió.

—Yo te dejo —dijo suavemente.

La guió hacia la hilera de cobertizos de madera situados al otro lado del jardín, cerca de un banco destartalado. Tallis siguió al hombre al interior del cobertizo de las manzanas, y pasó junto a las cestas de frutas maduras. Le gustaba aquel olor. Era húmedo y mohoso, pero tenía un matiz dulce. Las manzanas estaban marrones y arrugadas, cubiertas por una capa blanquecina. En algún lugar goteaba el agua, un grifo mal cerrado. Las paredes estaban llenas de fragmentos oxidados de antiguos instrumentos agrícolas, en su mayoría cubiertos por un encaje de telarañas. La luz entraba a través de las ranuras y grietas del viejo tejado.

En un rincón del cobertizo, en la penumbra, había un alto barril cubierto con una pesada losa de piedra. Los botellones de porcelana estaban situados junto a las paredes. Tallis había estado allí a menudo, pero nunca había visto el interior del barril. Gaunt desplazó la losa y examinó el contenido. Luego miró a Tallis con una sonrisa.

—Parece buena sidra. ¿Quieres probarla?

—Muy bien —asintió.

El hombre dejó escapar una risita.

—La fermentación ha sido excelente —murmuró. Metió la mano y sacó una enorme rata muerta. El pellejo le chorreaba ante los ojos horrorizados de la niña—. Se pudrirá enseguida, y así la sidra tendrá más sabor. Pero ahora ya se puede beber. Veamos, joven Tallis, ¿cuánta quieres?

No podía hablar. El monstruo negro colgaba de los dedos del hombre, que la dejó caer de nuevo en el barril con un movimiento brusco. La antigua broma, tan repetida, había vuelto a dar resultado. Tallis sacudió la cabeza. Gaunt lanzó otra carcajada.

La niña no podía creer el que el barril estuviera lleno de sidra. Casi con toda seguridad se trataba de agua de lluvia, y la rata no era más que otra de las muchas víctimas de Gaunt. Pero no podía estar segura…, no podía convencerse del todo. Así que, cuando el hombre llenó una jarra de uno de los botellones de porcelana, también la rechazó, al tiempo que daba un paso atrás.

Gaunt pareció sorprendido.

—Es sidra buena, joven Tallis. No tiene nada de malo. La rata se ha disuelto del todo. —Examinó el contenido de la jarra—. Sólo quedan un par de dientes, una pata, pero no pasa nada. Los apartas y ya está.

—No me apetece, gracias.

—Como quieras.

Se sentaron en el exterior del cobertizo, a la sombra, contemplando el amplio jardín, la sombra de las nubes. Gaunt apuró el contenido de su jarra y chasqueó los labios. Tallis lanzaba patadas contra el cobertizo por debajo del banco, tratando de pensar algo que pudiera decir, preguntándose si debería arriesgarse a interrogar al hombre sobre la casa del bosque. Gaunt sabía algo, pero la niña nunca se había atrevido a sacar el tema. Algo, algún temor, se lo impedía.

De pronto, fue consciente de que la estaba mirando. Alzó la vista y frunció el ceño. Su mirada era concentrada, inquisitiva, y Tallis pensó que estaba a punto de indagar más sobre el humo de leña. Pero no era eso.

—¿Has visto alguna vez un fantasma? —preguntó en su lugar.

Tallis trató de ocultar el repentino sobresalto. Examinó cautelosamente al anciano, con la mente trabajando a toda velocidad. ¿Qué debía responder? Por último, sacudió la cabeza.

Gaunt no pareció satisfecho.

—¿Ni siquiera en Piedras Stretley?

—No.

—¿Ni en el Bosque Shadox?

—No… —mintió.

—Te he visto jugar cerca del prado… —Se inclinó más hacia ella—. Me enteré de que habías ido a buscar la vieja casa de Shadox —susurró, al tiempo que se erguía—. ¿Y vas a decirme que nunca has visto un fantasma? No te creo.

—Los fantasmas no existen —replicó Tallis, imitando el fuerte acento de Gloucestershire—. Lo que vi fue real.

—No te burles de mí, jovencita. Tallis no pudo contener una sonrisa.

—Lo que vi fue real —repitió, esta vez sin acento—. No eran fantasmas, sólo sombras.

Gaunt soltó una risita y asintió.

—Claro, el Bosque Shadox está lleno de sombras[3].

—¿Por qué lo llama «Bosque Shadox»? Es el Bosque Ryhope…

—Tiene un millar de nombres —explicó Gaunt. Hizo un gesto con la mano, luego palmeó el banco—. Todo esto era en el pasado el Bosque Shadox. Incluso este banco donde nos sentamos. Todo era parte del bosque. El asiento, el jardín, el cobertizo, hasta la maldita casa…, todo salió de árboles de Shadox. —Bajó la vista y miró a Tallis, pensativo—. Es el antiguo nombre de toda la zona. No sólo del pueblo, sino de toda esta tierra. El Bosque de Sombra. Se ha llamado así desde hace siglos. Pero no son unas sombras como las que proyecta el sol, sino más bien… Titubeó un momento.

—¿Sombras de luna? —aventuró Tallis.

—Eso es —asintió el hombre con voz queda—. Algo por el estilo. Sombras que se ven por el rabillo del ojo. Sombras que salen arrastrándose de los sueños de la gente que duerme, gente como tú y como yo. Gente que vive en esta tierra.

—Sueños de luna —susurró Tallis.

Y al instante, involuntariamente, una máscara sé dibujó en su imaginación, una máscara extraña, una visión escalofriante que pensó debía tallar en…, debería tallarla en…

Antes de que le viniera a la mente el tipo de madera apropiado para aquella máscara, Gaunt la interrumpió en su momento de creatividad.

—Así que ves cosas reales, ¿eh? Junto al Shadox.

—He visto figuras encapuchadas…

Se dio cuenta del sobresalto de Gaunt, pero prefirió no darse por enterada. Siguió hablando.

—Hay tres. Son mujeres. No se alejan del lindero, de la maleza baja. Y también he visto otras cosas. Hombres con ramas en el pelo, y animales que parecen cerdos, pero son muy grandes y de piel negra. He oído canciones, he sentido el viento en días en que no había viento, y he visto caras horribles talladas en árboles. —Alzó la vista para mirar a Gaunt, que tenía los ojos clavados en el jardín—. Y he sentido el olor de la nieve en medio del verano, y he oído el zumbido de las abejas en medio del invierno…

Esto último era mentira. Sólo esto último. Aguardó una respuesta, pero Gaunt siguió en silencio.

—A veces, he oído caballos —dijo. Bueno, en realidad había imaginado caballos, sólo una vez, hacía una semana—. Caballeros cabalgando al otro lado de los setos. Nada más. Y tengo la esperanza de averiguar algo sobre Harry.

Gaunt alzó la cabeza al oír esto último.

—¿Has visto a los gruñidores?

—¿Gruñidores? No.

—Los que rugen, como toros.

—No.

—¿Y a un hombre gritando?

—No he visto a nadie que gritara, ni hombre, ni mujer, ni niño. Tampoco he oído risas. Sólo canciones.

—Junto al Shadox, la gente ve todo tipo de cosas —dijo Gaunt tras un rato—. Y también en Piedras Stretley. Cerca del arroyo. Esos árboles están enlazados con el Shadox.

—Si son fantasmas —se decidió a preguntar Tallis—, ¿son fantasmas de quién?

Gaunt no dijo nada. Tenía los brazos cruzados, la jarra vacía en la mano derecha. Miraba con ojos perdidos hacia el otro lado del jardín, hacia los prados distantes.

—¿Ha estado alguna vez en la casa vieja? —preguntó Tallis—. Los árboles han crecido dentro de ella. Allí vive gente.

Gaunt aguardó un momento antes de responder.

—Allí no vive nada. Esa vieja casa está muerta.

—Pero el abuelo solía visitar a su propietario… —Gaunt parpadeó, pero permaneció en silencio. Tallis siguió hablando—. Y Harry fue a esa casa. Ahí es adonde fue la noche en que desapareció…

Gaunt se volvió lentamente hacia ella, con los ojos acuosos entrecerrados y una expresión de alarma, luego de sospecha.

—¿De verdad has estado en Refugio del Roble?

—Sí. Una vez…

—¿Viste los escritos?

Ella sacudió la cabeza.

—El hombre que vivía ahí escribió cosas —murmuró Gaunt—. Por eso iba a visitarlo tu abuelo. Escribió cosas, pero nadie se las creía…

—¿Sobre los fantasmas?

—Sobre los fantasmas. Sobre las Shadox. Dicen que la palabra «shadox» es tan antigua como los primeros pueblos que vinieron de río abajo para instalarse aquí. Así que nuestro pueblo tiene el nombre más antiguo de Inglaterra. No es de extrañar que la gente vea fantasmas. El hombre de Refugio del Roble los llamaba de otra manera…

Tallis recordó la extraña palabra que aparecía en lo poco de la carta de su abuelo que se había molestado en leer.

—Mitagos…

Gaunt volvió a sobresaltarse, pero se limitó a decir:

—Vienen de los sueños. De las sombras, de las sombras de luna. Eso dijiste tú. Tenías razón. Escribió sobre ellos. Yo no entendía lo que decía tu abuelo sobre cosas del inconsciente. Cosas simbólicas. Fantasmas que todos llevamos dentro. Fantasmas a los que los árboles pueden dar vida…

—En esa casa vive gente —repitió Tallis con voz serena—. Vi sus estatuas. Vi sus fuegos. Soñé con ellos…

Bruscamente, Gaunt puso la jarra boca abajo, de manera que unas cuantas gotas cayeron al césped. Se levantó y volvió a entrar en el cobertizo de las manzanas. Cuando salió, se estaba abrochando los botones del mono.

—La sidra hace efecto deprisa —dijo.

Tallis hizo una mueca de repugnancia, cosa que divirtió al anciano. Volvió a sentarse, cruzó los brazos y se recostó contra el cobertizo, con los ojos entrecerrados. De pronto, su actitud cambió. Tallis sentía tanto su asombro como su aire amenazador.

—Te he visto hacer muñecos, joven Tallis —dijo en voz baja—. Cosas de madera. Te he visto tallarlas…

Parecía estar acusándola de algo terrible, y esto la confundió, silenciándola por unos momentos mientras contemplaba el jardín y trataba de imaginar qué decir.

—Me gusta hacer muñecos —murmuró tras un rato. Alzó la vista hacia el rostro solemne del jardinero—. Y también me gusta hacer máscaras. Con cortezas de árbol.

—Ya —replicó Gaunt—. Bueno, pues se muy bien para qué son. No te creas que no.

—¿Para qué son? —inquirió la niña, irritada.

El hombre pasó por alto la brusca pregunta, y respondió con otra.

—¿Quién te enseñó a tallar? ¿Quién te explicó cómo hacerlo?

—¡Nadie! —respondió Tallis, otra vez confusa—. No me lo ha enseñado nadie.

—Alguien tiene que haberte enseñado. Alguien te habrá susurrado…

—Cualquiera puede hacer muñecos —le interrumpió Tallis, desafiante—. Sólo hace falta buscar un trozo de madera, coger un cuchillo del cobertizo, sentarse y cortar. Es fácil.

Mientras hablaba, le vino a la mente una imagen de Máscara Verde, pero luchó para impedir que la enigmática figura confundiera su conversación en aquel momento.

—Es fácil para quien sabe —dijo Gaunt con tranquilidad.

Clavó la vista en Tallis, quien soportó su mirada sin parpadear tanto tiempo como le fue posible. Los ojos grises la contemplaron con tal intensidad desde el rostro enrojecido y curtido, que al final tuvo que rendirse y apartar la vista.

—Hay muñecos para jugar, señorita. Y hay muñecos para rezar. Y, tan seguro como que los cerdos tienen garrapatas, tú no juegas con tus muñecos.

—Claro que sí. Juego con ellos montones de veces.

—Los escondes en la tierra. Y les pones nombres.

—Todos los muñecos tienen nombre.

—Tus muñecos no tienen nombres cristianos, desde luego.

—Los nombres que pongo a mis muñecos son asunto mío.

—Los nombres que pones a tus muñecos son asunto del diablo —replicó Gaunt. Luego añadió, con un tono de voz casi inaudible—: Capricho del Niño Roto…

Se levantó del banco, entumecido, y se frotó la base de la espalda. Mientras se alejaba por el jardín, Tallis lo miró, asombrada por la repentina rabia del hombre, entristecida por ello. No tenía la menor idea de qué la había causado. Gaunt se había comportado de manera amistosa, animada, hasta que de pronto se volvió hostil. Todo a causa de sus muñecas.

Gaunt se volvió hacia ella.

—Eres nieta de tu abuelo, desde luego.

—No me acuerdo de él —replicó la niña al tiempo que daba patadas por debajo del banco, con los nudillos blancos de agarrarse al asiento…

—¿No te…? —empezó a decir Gaunt. Se volvió en medio del césped para mirar a la niña. Meditó un instante, luego tomó una rápida decisión—. Lo único que quiero saber es…, si alguna vez te pido ayuda…, y no quiero decir ahora, aún no, dentro de un tiempo… pero, si te pido ayuda… Titubeó, y Tallis pensó que parecía nervioso, más incómodo de lo que jamás le había visto. La miraba con ojos de saber, de temer.

—Si te pido ayuda —repitió—, ¿me la darás?

—¿Ayuda para qué? —preguntó ella, igual de nerviosa y muy asombrada.

No comprendía de qué estaba hablando el jardinero.

—Me ayudarás —dijo él, dando un extraño énfasis a las palabras—. Si te pido ayuda… ¡me ayudarás!

La niña tardó un momento en responder.

—¿Cómo murió la rata? —preguntó al final.

Gaunt hizo una brevísima pausa, y luego sonrió y sacudió la cabeza como diciendo «pequeña tal astuta».

—Quieres hacer un trato, ¿eh?

—Exacto —asintió Tallis—. Quiero hacer un trato.

—Ahogada.

—Ya me parecía. —Se encogió de hombros—. Sí. Le ayudaré. Claro que le ayudaré.

—Entonces, me has dado tu palabra. —Gaunt meneó un dedo—. Y palabra dada es palabra empeñada. A esto lo llamaremos «La Petición de Gaunt». No lo olvides.

Tallis se quedó mirando cómo se alejaba. El menudo cuerpo de la niña temblaba, las palabras la habían afectado. Le gustaba el señor Gaunt. A veces era asqueroso, y le gastaba bromas, y siempre olía a sudor; pero era una presencia reconfortante, y no se imaginaba la vida sin él. El hombre le contaba historias tontas y le mostraba fragmentos de la naturaleza. A veces se enfadaba con ella, a veces no parecía consciente de su presencia. Pero, hasta entonces, nunca se habían enfrentado…

Le gustaba el hombre, y claro que le ayudaría… pero ¿de qué manera? ¿Qué había querido decir? Ayudarle. Quizá se refería a ayudarle a hacer muñecos, pero le parecía improbable. ¿Y por qué se había disgustado tanto por sus muñecos? (¿Y cuándo la había visto fabricarlos?). Para ella, sus muñecos eran cosas especiales, parte de su juego. Tenían significado para Tallis Keeton, pero para nadie más. Eran divertidos, y eran mágicos, pero su magia era una magia especial y no tenía nada que ver con el jardinero, ni con sus padres, ni con nadie más.

Unos minutos más tarde, cuando volvió a su campamento entre los cobertizos, el olor a humo y a invierno había desaparecido. Quizá se había equivocado. Aun así, la idea de un fuego ardiendo en alguna parte, fuera de su vista, la intrigaba.

Encontró un trozo de palo hacha y se lo llevó a su habitación. Utilizó sus propias herramientas para alisar las aristas más afiladas, redondeó la cabeza y cortó una profunda ranura para dar forma al cuello. Talló unos ojos cerrados y una boca fina que sonreía, y después añadió dos manos y unas piernas cruzadas. Hizo que el pelo del muñeco pareciera una llama. Regresó al pasadizo con su muñeco de fuego y lo colocó al fondo, cerca del sombrío cristal del invernadero.

Aguardó un rato en el pasadizo, pero el muñeco no hizo que volviera el humo: el olor a nieve y a fuego había desaparecido en el calor estival.

Alguien…, un alguien invisible. De pronto, toda la conversación con Gaunt tenía sentido. Había dicho que Tallis era «nieta de su abuelo». Y le había recordado algo, una parte en la carta de su abuelo escrita en el libro de las leyendas: Te ruego que los escuches cuando susurran

Lentamente, caminó de vuelta hacia su habitación. Se sentó en la cama, con las máscaras en torno a ella y el libro en el regazo. Lo examinó a través de los ojos de cada máscara. Se sentía más cómoda con Encrucijadora, la primera que había hecho, la más burda. Se preguntó cuántas máscaras llegaría a fabricar. Quizá infinitas. Cada vez que iba a su refugio en la Colina Barrow, volvía con una idea para hacer otra. Quizá la inspiración le seguiría llegando toda la vida.

Abrió el libro de historias populares. Fue pasando las páginas lentamente, contemplando a los héroes y caballeros, los castillos, desfiladeros y bosques, las cacerías salvajes. Se entretuvo ante la imagen de Gawain, con sus ropas semejantes a una túnica romana, su extraño casco en forma de cráneo, un cráneo de bronce pulido. Volvió hacia la ilustración titulada Los Jinetes del Mar, que estaba señalada con un gran signo de exclamación. Mostraba a cuatro jinetes a caballo, cabalgando con furia, inclinados sobre las crines de sus monturas, las capas al viento mientras escapaban de una tormenta oscura y terrible.

Al final, llegó a la carta de su abuelo. Tenía la fuerte sensación de que había llegado la hora de leerla. Habían pasado siete años desde que le fuera «entregada», cuatro años después de la muerte del anciano.

Mí querida Tallis: sólo soy un anciano que te escribe en una fría noche de diciembre.

Tuvo que hacer un esfuerzo para leer las partes más claras del mensaje que le enviaba su abuelo, incluso aunque ya estaba familiarizada con ellas. Titubeó ante

La nieve tiene recuerdos antiguos

Y contempló largo rato las palabras

A veces pienso que intentas contarme tus propias historias infantiles, en compensación por todas las que yo te he susurrado.

Frunció el ceño y empezó a descifrar todo el texto que había pasado por alto durante tantos años.

5

Mí querida Tallis:

sólo soy un anciano que te escribe en una fría noche de diciembre. Me pregunto si te gustará la nieve tanto como a mí, y si lamentarás igual que yo su manera de encerrarte. La nieve tiene re cuerdos antiguos. Ya lo descubrirás en su momento, porque ahora sé de dónde vienes. Esta noche estás muy llorona. A veces pienso que intentas contarme tus propias historias infantiles, en compensación por todas las que yo te he susurrado.

Tu madre dice que no puedes entender nada. A mí me parece que sí. Máscara Blanca. Y Ceniza. Y el Bosque de Hueso. Y la Cornamenta. ¿Significan algo para ti? Estoy seguro de que sí. Estoy seguro, de que, a medida que lees estas palabras, ves imágenes. Algún día las comprenderás por completo.

Mañana es Navidad. La segunda Navidad para ti, la última para mí. He conocido setenta noches de Navidad. Recuerdo cada una de ellas. Recuerdo esos gansos rellenos de frutos secos, esas perdices gordas como cerdos, esas liebres del tamaño de ciervos. Y los budines que combaban mesas de roble. Ojalá hubieras estado con nosotros en aquellos días maravillosos, antes de esta guerra. Ahora hay racionamientos. Sólo tenemos un pollo y cinco salchichas, y ésa será nuestra cena de Navidad, aunque Gaunt, que trabaja para nosotros, ha conseguido unos huevos. Pese a tanta pobreza, me gustaría que estuvieras con nosotros ahora, consciente y alerta. Me gustaría conocerte en los tiempos venideros. Para un anciano como yo, es una agonía imaginar cómo serás dentro de diez años, una chiquilla ruidosa, espero, y traviesa, y llena de fantasía. Espero también que te parezcas físicamente a tu madre. Casi puedo verte. Pero, mucho antes de que leas esto, mucho antes de que crezcas, estaré en las tierras de las sombras.

Recuérdame con cariño, Tallis. Alguien nos ha gastado una broma cruel, enviando a uno de nosotros a los lugares ocultos de la tierra antes de que hayamos tenido ocasión de conocernos. Pero siempre habrá un enlace entre nosotros, igual que siempre habrá un enlace entre Harry y yo, y quizá entre Harry y tú. Harry volaba sobre Bélgica cuando lo derribaron. Todo el mundo cree que sigue vivo, pero yo ya temo lo peor. Hace cuatro meses que no sabemos nada de tu hermano. Si vuelve, yo ya me habré ido; y si es cierto, si se cumplen mis temores, sólo quedarás tú. Sólo tú.

¿Cómo puedo explicarte algo que apenas entiendo?

Llegaron a las afueras del bosque hace cuatro años. Había tres. Intentaron enseñarme, pero yo ya era demasiado viejo para aprender. No entendí sus sistemas. Pero aprendí las historias. Lo he guardado en secreto, por supuesto, aunque Gaunt sospecha algo. Es un hombre de la zona. Como él mismo dice: «¡Esta maldita tierra crece sobre las cenizas de los Gaunt!». Puede que sea cierto, pero no fue él quien hizo que vinieran del bosque.

Harry se fue a la guerra, así que también lo perdieron a él. Pero ahora que estás aquí, volverán a venir. Te contarán las otras historias, todas las historias. Yo sé muy pocas. A ti te enseñarán mucho más de lo que me han enseñado a mí, de eso estoy seguro. ¿Quiénes son? ¡Quién sabe! Al otro lado del bosque vive un hombre que los ha estudiado. Él los llama mitagos. Desde luego, son seres extraños, y estoy seguro de que Niño Roto es uno de ellos. Quizá vengan de algún lugar mitológico, olvidado hace mucho tiempo. Son como fantasmas. Supongo que los verás antes de que pase mucho tiempo. Pero no quiero que los consideres fantasmas. No pienses que son fuerzas espirituales. Son reales. Salen de nosotros. Una vez más, debo confesar que no comprendo cómo, ni por qué. Pero te he entregado un libro, este libro, cuyas páginas estoy completando con mi carta. Cuando lo leas, cuando leas estos cuentos de hadas, estas historias sobre valientes caballeros y castillos siniestros, estarás leyendo sobre ellos, sólo que al principio no los reconocerás.

Si a ti te sucede como me sucedió a mí, entonces todo en el bosque te parecerá diferente. Eres el principio y el finad de él, y también hay un objetivo que quizá descubras. He vivido lleno de temor por lo que podría pasarme. Se estaban acercando. Empecé a oler un invierno terrible, mucho peor que el de esta Nochebuena de nieve. Iban a llevárseme a ese lugar prohibido… y entonces naciste tú, y el bosque empezó a retirarse. Me abandonaron. Está a nuestro alrededor, Tallis. No te dejes engañar. No creas que la tierra abierta es tierra abierta, o que una casa de ladrillo es algo permanente. El Bosque de Sombra nos rodea, nos observa, aguarda. Damos vida a los fantasmas, Tallis, y los fantasmas pueblan nuestra visión periférica. Tienen una sabiduría que nosotros compartimos aún, pese a que la hayamos olvidado. ¡Pero el bosque es nosotros, y nosotros somos el bosque! Tú lo descubrirás. Descubrirás los nombres. Olfatearás ese invierno de otrora, mucho más cruel que esta sencilla nieve navideña. Y, cuando lo hagas, estarás siguiendo un sendero antiguo, un sendero importante. Yo lo estaba siguiendo hasta que ellos me abandonaron.

Piensa en Niño Roto. He dejado mi propia marca sobre esa cornamenta. Cuando hayas hecho lo mismo, significará que ya estás preparada para los jinetes. Mira la ilustración del libro. ¿Los has oído ya? ¿Has oído a los caballos? Cuenta las figuras, y luego cuenta los cascos. ¿Lo sabía el artista? Todas las cosas se supieron, Tallis, pero muchas se han olvidado. Hace falta una magia especial para recordarlas.

Tú eres Tallis. Tú eres Capricho del Niño Roto. Éstos son tus nombres. Todas las cosas tienen nombres, y algunas más de uno. Los susurros te enseñarán. Los nombres de la tierra son importantes. Ocultan y contienen grandes verdades. Tu propio nombre ha cambiado tu vida, y te ruego que los escuches cuando susurran. Sobre todo, no tengas miedo.

Tu abuelo, que te quiere,

Owen.

* * *

Ya estaba anocheciendo. Tallis terminó de leer la carta y se frotó los ojos, cansados por el esfuerzo de traducir la caligrafía del anciano. Las palabras del mensaje eran a la vez siniestras y tranquilizadoras. ¡Su propio abuelo había sabido de la extraña vida que tendría su nieta! Además, daba a entender que, al menos por un tiempo, había vivido una vida similar.

Tallis pasó los dedos por las apretadas palabras; tan enigmáticas antes, tan llena de sentido cada línea temblorosa ahora.

Era como si la niña se hubiera estado conteniendo. La carta, con su contenido extraño y seductor, había estado en su poder desde hacía siete años, y ella se había resistido a leerla. Quizá sabía que el contenido no tendría sentido hasta que ciertas pautas se hubieran empezado a repetir en su experiencia. Cuando tenía cinco años, no la habría entendido. A los cinco años, no le había sucedido nada.

Pero, ahora… Al igual que su abuelo, había oído a los caballos, a los jinetes… Al igual que su abuelo, había visto figuras en su visión periférica, y las tres siluetas en las afueras del bosque, las mujeres enmascaradas… Acudieron en principio a por el anciano. Él las había conocido; se habían retirado; habían regresado.

Y también el abuelo Owen había percibido un invierno extraño. Un invierno de otrora, como él lo llamaba. Era una alusión que turbaba a Tallis. Por primera vez en su corta vida, se le ocurrió que le estaban haciendo algo. Ella jugaba, pero había algo más. Sus juegos tenían un objetivo. De pronto, todo parecía tener un objetivo…

Esos fantasmas, los mitagos, ya estaban allí en vida de su abuelo, vigilándolo, haciéndole cosas, susurrándole…

No tengas miedo.

Ahora habían vuelto para vigilar a Tallis. Era una idea que la atemorizaba en parte, pero la misma presencia de la carta la tranquilizaba.

¡No tengas miedo!

¿Cuál sería su objetivo? ¿Enseñarla a hacer máscaras? ¿O muñecos? ¿O historias? ¿O nombres?

Pero ¿por qué?

El bosque es nosotros, y nosotros somos el bosque.

Todo en el bosque te parecerá diferente. Eres el principio y el final de él.

Entonces, ¿ella había creado a las mujeres enmascaradas? ¿Habían salido de sus…, de sus sueños de luna? Entonces, ¿cómo era posible que hubieran conocido a su abuelo? También había creado la canción, las figuras de ramas, los jinetes, la cueva… ¿el olor de la nieve? Quizá, sencillamente, había recordado las historias que le susurrara su abuelo cuando era una niña. Quizá las había revivido inconscientemente al crecer.

¿O era verdad lo que decía Gaunt, que todo el mundo llevaba esos fantasmas en la cabeza? Aquellas cosas simbólicas, fragmentos de un pasado, instaladas entre las sombras de luna, al fondo de la mente pensante…

Sombras de luna.

Sueños.

Harry…

Cuando naciste tú, me abandonaron.

Tallis contempló la última página de escritura, luego pasó las hojas hasta llegar a la ilustración de los jinetes junto al mar. Contó las figuras… ¡cuatro jinetes galopando como el viento!… y luego contó los cascos.

¡En la ilustración aparecían dieciocho!

Así que se refería a eso. Cuatro jinetes, pero cinco caballos, el animal sin jinete sugerido sólo por las patas delanteras extendidas, al galopar detrás de los otros.

Todas las cosas se supieron, pero muchas se han olvidado. Hace falta una magia especial para recordarlas.

Leyó una vez más estas palabras, luego cerró el libro y los ojos, se recostó contra la almohada y dejó que las imágenes y voces de su breve pasado fluyeran por su mente…

Mientras se hundía en el sueño, recordó a Harry inclinado sobre ella, con los ojos llenos de lágrimas…

Un día volveré a verte. Te lo prometo con todo mi corazón.

* * *

En medio de una noche veraniega, un viento invernal comenzó a soplar. Al principio no era más que una brisa fresca, con el olor punzante de la nieve; luego llegó el sonido: el rugir de la tormenta. Después la sensación, un toque gélido en su rostro, un copo de nieve que venía de hacía diez mil años, perdido, eternamente olvidado. Los copos llegaban desde el otro mundo como pétalos helados, el húmedo calor de la noche de agosto los destruía al instante.

Tallis los contempló sin moverse. Estaba de rodillas entre los cobertizos de ladrillo, en su campamento del jardín. Una voz en sus sueños la había llamado. El muñeco de fuego estaba enterrado junto a ella. Tallis estaba bastante tranquila. El viento de aquel infierno helado soplaba en el verano sosegado, le azotaba el rostro, hacía que le llorasen los ojos. Observó la fina línea gris, de gris tormenta, un tajo vertical en el aire oscuro ante ella, como de la mitad de su altura. De aquella puerta sin vigilancia salía el sonido de la gente, el llanto de un niño, el relinchar nervioso de un caballo. Y el olor del humo, de un fuego que ardía para dar calor a aquellos que aguardaban.

Oscuridad; excepto por aquella hebra de invierno claro, una cinta del pasado que pendía ante sus ojos abiertos, nada atemorizados.

El viento susurró, y con aquel viento le llegó el indicio de una voz.

—¿Quién está ahí? —llamó Tallis.

Al momento, reinó la confusión tras la puerta. Una antorcha se encendió. —Tallis llegó a ver su brillante resplandor amarillo— y alguien se acercó a la puerta para mirar. A Tallis casi le pareció ver el brillo del fuego en el ojo que la observaba. El caballo, muchos caballos, se inquietaron. Y luego un tambor empezó a batir, un ritmo rápido, aterrador.

La forma humana en el mundo invernal gritó. Las palabras eran como una pesadilla, conocidas, pero irreconocibles.

—¡No entiendo! —gritó Tallis—. ¿Eres uno de los que susurran? ¿Sabes quién soy yo?

De nuevo le llegó el murmullo confuso de las palabras. Un niño se echó a reír. Junto con el frío invierno, le llegó el olor del sudor y de los animales, como el hedor de una piel de ciervo recién arrancada. Una mujer empezó a cantar.

—¡Me llamo Tallis! —gritó la niña—. ¡Tallis! ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?

Sus palabras fueron recibidas por el sonido de unos gritos angustiados. Las sombras oscuras se movieron en aquel otro mundo, bloqueando la luz de la antorcha, dejándola al descubierto luego otra vez. Las llamas chisporrotearon en el gélido invierno, y Tallis oyó el rugir del fuego, el crepitar de la leña. Al otro lado de la puerta, la oscuridad empezó a brillar con un ligero tinte de oro pulido.

Los jinetes se acercaban. Oyó el rápido galope de los cascos sobre las piedras sueltas, sus gritos furiosos, el ruido de los caballos obligados a correr por laderas peligrosas.

Intentó contarlos. Cuatro caballos, pensó. Cuatro animales. Pero pronto se dio cuenta de que no había manera de saberlo; más de uno… ¡y no muchos!

Escuchó con atención. La llegada de los jinetes había provocado movimiento, gritos, caos. Uno de ellos —un hombre— gritó con furia. Un perro ladró, aterrado. El niño empezó a llorar con más fuerza todavía. El gélido viento hizo que la hoguera crepitara con repentino vigor, que las llamas chisporrotearan frenéticas y los movimientos fueran apenas visibles contra el brillo del cielo que se atisbaba a través de la puerta.

Y fue en aquel momento cuando oyó que alguien gritaba su nombre. Durante un segundo, se quedó demasiado asombrada como para pensar siquiera. Luego empezó a familiarizarse con la voz. Recordó su primera infancia, recordó la risa de Harry. Volvió a oír sus palabras y sus bromas cuando la tenía prisionera en las ramas más bajas del roble junto al prado Piedras Stretley. Las dos voces bailaron juntas: la del verano de su pasado; la de la hoguera invernal del otro mundo.

Y al instante se fundieron, porque eran la misma.

—¡Tallis! —gritó su hermano, desde un lugar tan cercano y a la vez tan lejano—. ¡Tallis!

Y su voz la emocionó. Era una voz desesperada, y triste. Y llena de anhelo, y de amor.

—¡Tallis!

Una última vez. Un grito ansioso, atravesando aquella hebra de la nada que la separaba del invernal lugar prohibido.

—¡Harry! —gritó a su vez—. ¡Harry, estoy aquí! ¡Estoy contigo!

La nieve entró por la puerta. Un humo acre hizo que se atragantara. Uno de los caballos relinchó, y Tallis oyó como su jinete trataba de calmarlo.

—¡Te he perdido! —gritó Harry—. ¡Te he perdido, y ahora lo he perdido todo!

—¡No! —gimió Tallis—. Estoy aquí…

El viento frío la hizo retroceder. Oía la tormenta al otro lado de la puerta, los sonidos inquietos de la gente asustada allí reunida. Alzó la vista, miró a su alrededor. ¡Si hubiera alguna manera de ensanchar aquella fina hebra de contacto…!

Y mientras gritaba: «¡Voy contigo, Harry… espérame!»… Mientras gritaba, la puerta se estaba cerrando.

¿Habría oído él aquellas últimas palabras? ¿La estaría esperando, acurrucado en el frío, contemplando el vacío, la hebra de contacto, todavía regocijándose en la visión de su hermanita rubia y pecosa? ¿O lloraría, sintiéndose abandonado por ella?

Sintió que las lágrimas le escocían en los ojos, y se los frotó con fuerza. Respiró hondo, se acuclilló y contempló la oscuridad, escuchó el silencio. Percibió un brevísimo movimiento al otro lado del cristal del invernadero, y atisbó el reflejo blanco de la máscara que llamaba Encrucijadora. Así pues, la figura había estado allí todo el tiempo.

Tenía la mano fría por las lágrimas, pero sentía otro frío más profundo, el frío de la nieve que se había posado sobre su carne. Aquella visión no había sido un sueño. Y si la nieve era real, entonces también lo era la voz de su hermano, y el contacto con el mundo prohibido por el que él vagaba, perdido, solo y, por el sonido de su voz…, muy asustado.

Perdido. En un mundo cuyo nombre ella no conocía. Lo llamaba Viejo Lugar Prohibido. Aquel nombre privado era muy adecuado.

Tallis se levantó y salió al jardín, apoyándose en los barrotes más bajos de la puerta de la valla que daba a los prados. Era una noche brillante, estrellada. Podía ver claramente el Risco Morndun y los árboles de los terraplenes del viejo fuerte. En el silencio, alcanzaba a oír el tenue sonido de la corriente, probablemente en el Agua del Zorro. A su alrededor, todo eran atisbos o sonidos de la vida nocturna que existía en aquella tierra.

Todo menos en dirección al Bosque Ryhope, el bosque del cual nacía la tristeza de Harry. Aquel bosque sombrío estaba vacío con la oscuridad, una oscuridad mareante y negra, la oscuridad de un vacío que parecía absorberla hacia él, ella era un pececillo atraído por una boca devoradora.

6

El tintineo de los cacharros en la cocina de la casa turbó las ensoñaciones de Tallis. No sabía cuánto tiempo llevaba de pie junto a la puerta, contemplando la tierra silenciosa. Pero ya amanecía, y el cielo relucía con todos los colores sobre el pueblo de Shadoxhurst.

Se sentía descansada y enérgica, casi emocionada, y corrió hacia la puerta trasera para irrumpir en la cocina. Su acción fue tan repentina, tan extraordinaria, que su madre dejó caer la olla con agua que llevaba hacia los fogones.

—¡Dios todopoderoso, niña! ¡Has hecho que me salgan canas!

Tallis compuso un gesto de disculpa, luego rodeó el charco de agua derramada para recoger la olla de cobre. Su madre se había levantado antes que de costumbre. Seguía en camisón, con el pelo recogido en un pañuelo rojo, y miraba a la niña con ojos confusos.

—¿Qué diablos has estado haciendo? —le preguntó su madre, abrigándose más con la bata.

Recogió la olla de manos de Tallis y le pasó uno de los trapos malolientes.

—Me he quedado levantada toda la noche —respondió la niña. Se puso de rodillas y empezó a recoger el agua.

Su madre la miró con atención.

—¿No te has acostado?

—No tenía sueño —mintió Tallis—. Además, es domingo…

—Y vamos a ir a Gloucester, a la catedral, y luego a casa de tía May. Tallis había olvidado la visita anual a tía May y tío Edward. Era una excursión que no le gustaba. Su casa siempre olía a humo de cigarrillos y a cerveza rancia. La cocina solía estar llena de colada que pendía de cuerdas tendidas de pared a pared; y aunque el pan que servían con el té era siempre crujiente, sólo podía untarlo con una mayonesa amarillenta y gruesa. Su primo Simón, que también acudía a la visita, lo llamaba «vómito untable».

Limpiaron el agua. Tallis podía oír como su madre se movía por la habitación. Deseó que él estuviera también allí, cuando hablara por primera vez de las cosas extrañas y maravillosas que le habían sucedido.

Pero entonces, al ver como su madre ponía más agua a hervir para los huevos, se alegró de aquellos pocos momentos a solas.

—¿Mamá?

—Será mejor que vayas a lavarte. Parece como si hubieras ido arrastrándote por el bosque. Pásame los huevos antes.

Tallis le llevó los huevos, sacudiendo cada uno para asegurarse de que no resonaran, síntoma seguro de que había un pico, según Simón.

—¿Te enfadarías si Harry volviera a casa? —preguntó al final.

Su madre ni siquiera se inmutó mientras ponía los huevos en el agua.

—¿Por qué preguntas esas tonterías?

Tallis se quedó en silencio un momento.

—Tú discutías mucho con él.

Su madre bajó la vista, con el ceño fruncido. Una mirada intranquila.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Harry y tú no os caíais bien.

—Eso no es cierto —replicó bruscamente la mujer—. Además, eres demasiado pequeña como para acordarte de Harry.

—Me acuerdo perfectamente.

—Recuerdas que se marchó porque fue una época muy triste. Pero no recuerdas nada más. Y, desde luego, no puedes acordarte de ninguna pelea.

—Pues me acuerdo —insistió Tallis con serenidad—. Papá siempre se ponía muy triste.

—Y tú me estás poniendo muy furiosa —dijo su madre—. Si quieres hacer algo útil, corta un poco de pan.

Tallis se dirigió hacia la panera y sacó la gran hogaza de corteza quemada. Empezó a raspar las zonas negras, pero no ponía todo su empeño en la operación. Nunca podía hablar con su madre sobre las cosas importantes, y eso la entristecía. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, y sorbió aire por la nariz. Aquello hizo que su madre le dirigiera una mirada intrigada y algo apologética.

—¿A qué viene tanto sorbetón? No quiero comer pan lleno de mocos.

—Harry habló conmigo —replicó Tallis, mirando con ojos húmedos a la mujer.

Margaret Keeton siguió sacando virutas lentamente del bloque de mantequilla, pero sus ojos se detuvieron en el rostro de su hija.

—¿Cuándo habló contigo?

—Anoche. Me llamó. Y yo lo llamé a él, le dije que estaba cerca y que iría a buscarlo. Parecía muy solo, muy asustado…, creo que se perdió en el bosque y quiere contactar conmigo…

—¿Contactar contigo?

—Por el sistema del bosque —murmuró Tallis.

—¿El sistema del bosque?

—Sueños. Y sensaciones. —Titubeó, y eligió no mencionar a las mujeres enmascaradas y las vívidas visiones que recibía de cuando en cuando—. También historias. En las historias que invento hay pistas. El abuelo lo comprendía —añadió tras pensar un momento.

—Desde luego, desde luego. Bueno, pues yo, no. Lo único que comprendo es que Harry se marchó… a hacer algo muy peligroso…, algo de lo que nunca nos habló…, y que no volvió. Y eso fue hace muchos años. Tu padre cree que ha muerto, y yo estoy de acuerdo. ¿De verdad crees que, si siguiera vivo, no nos habría escrito una carta?

Tallis miró a su madre. ¿Cómo podía explicar a la mujer lo que pasaba por su mente? Harry no estaba en Inglaterra, probablemente no estaba en el mundo tal como todos los demás lo entendían…, estaba más allá del mundo. Estaba en el lugar prohibido, y necesitaba ayuda. Había contactado por algún sistema mágico, inimaginable, y lo había hecho con su hermanastra… En el otro mundo, en el cielo, no había buzones.

—No fue un sueño —afirmó Tallis—. Me llamó, de verdad.

Su madre se encogió de hombros y sonrió. Dejó el cuchillo de la mantequilla en el plato y se inclinó hacia su hija. Luego, sacudió la cabeza.

—Eres rara, hija, no cabe duda. Pero no sé qué haría sin ti. Dame un abrazo.

Tallis lo hizo. El abrazo de su madre fue inseguro al principio, luego se hizo más apremiante. El pelo le olía a champú bajo el pañuelo. Retirándose ligeramente, Margaret besó la nariz respingona de su hija. Sonrió.

—¿De verdad te acuerdas de mis discusiones con Harry?

—No recuerdo sobre qué eran —susurró Tallis—. Pero siempre me pareció que él te hacía enfadar.

Su madre asintió.

—Es cierto. Pero no puedo explicártelo. Eras muy pequeña. Yo lo había pasado muy mal contigo, cuando naciste. Me hizo sentir fatal durante mucho tiempo. No era yo misma. Tampoco era nadie más, claro. —Sonrió ante el pequeño chiste, y Tallis sonrió también—. Pero perdí algo…

—¿Un tornillo?

—Un tornillo —asintió su madre—. O quizá incluso dos. Estaba muy furiosa. Ahora no recuerdo cómo era la sensación, pero sí me recuerdo a mí misma… como si no fuera yo. No podía razonar. Y Harry…, bueno, con sus charlas sobre fantasmas y tierras perdidas, me tocaba una fibra sensible…

¡Harry también lo había sabido!

—… y Jim…, tu padre…, siempre se ponía de su parte. Claro, ¿por qué no? Era su hijo. Harry era su primogénito. Cuando Harry se fue, cuando desapareció de aquella manera, me sentí tan mal que encontré mis tornillos.

Se inclinó otra vez y estrechó afectuosamente a Tallis. Tallis vio la humedad en los ojos de su madre, la gota en la punta de su nariz.

—Por desgracia —susurró Margaret Keeton—, al mismo tiempo, tu padre perdió uno o dos de los suyos.

—De eso también me acuerdo —asintió Tallis. Luego se animó—. Pero ahora sois felices…

Su madre sacudió la cabeza, y se secó los ojos con los nudillos. Sonrió, cogió el cuchillo de la mantequilla y siguió trabajando.

—Algún día —dijo—. Algún día se arreglará todo. Los dos somos felices. Sobre todo, por tenerte a ti. Y si quieres ir a buscar a Harry por los bosques, hazlo. Lo único que te pido es que no hables con los desconocidos. No te acerques al agua. Y si oyes a gente hablando, huye o escóndete. Vuelve antes de la hora del té todos los días, o serás tú, señorita… —Blandió un cuchillo, en amenaza burlona—. ¡O serás tú quien pida ayuda!

—¿Y si traigo a Harry de vuelta?

Su madre sonrió y se llevó una mano al pecho.

—No más peleas —dijo—. ¡Palabra de honor!

* * *

La visita a tía May y tío Edward fue particularmente desagradable. El tío Edward había descubierto un papel de fumar marrón que, según les explicó con todo lujo de detalles, mejoraba increíblemente el sabor del tabaco barato que se podía permitir. James Keeton y él habían estado sentados fumando durante más de una hora. La salita estaba impregnada del olor.

En el coche, de vuelta a casa, Tallis oyó como su padre decía que no soportaba aquella visita anual. Se quejó exactamente como se hubiera quejado ella.

Pero habían cumplido con su deber.

Una vez en casa, Tallis preguntó si podía salir a jugar una hora.

—¿Vas a buscar a Harry? —preguntó su padre con una sonrisa.

Ella le había contado el encuentro con Harry la noche anterior, y James Keeton la había acompañado para explorar el pasadizo. Puso una marca de tiza en la pared de ladrillo, una pequeña muestra de aliento para animar a Harry a que se comunicara de nuevo.

Tallis se dio cuenta de que él no la tomaba del todo en serio.

—Aún no —dijo—. Tendré que esperar al momento adecuado.

—Bueno…, no te alejes demasiado. Y mantén los ojos abiertos.

—Voy a subir al Risco Morndun. Quizá Harry contacte conmigo.

—En nombre del cielo, ¿dónde está el Risco Morndun?, preguntó Keeton con el ceño fruncido.

—Es la Colina Barrow —explicó Tallis.

—¿Te refieres a los terraplenes?

—Sí.

—Ese campo pertenece a Judd Pottifer. No me gustaría estar en tu pellejo si te pilla persiguiendo a sus ovejas.

Tallis miró a su padre con ojos fríos, furiosos. Cuando la mirada y el silencio de la niña le hicieron sentir incómodo, ella anunció con gran control:

—Tengo mejores cosas que hacer, en vez de perseguir ovejas.

* * *

Fue un ocaso hermoso, fresco y claro en su camino hacia la noche. Las canciones sonaban desde la iglesia de Shadoxhurst, el tañido de la campana llegaba con un tintineo agradable en el aire estival. Tallis bajó al Wyndbrook, el Arroyo del Cazador, y paseó despacio entre los árboles. Se preguntó si se atrevería a correr el riesgo de cruzar el prado sin nombre hacia el Bosque Ryhope. Anhelaba visitar otra vez la casa en ruinas, y más de una vez se había sentido tentada de hacerlo. Pero a eso se oponía la sensación de que la casa… no era parte de ella. Mientras que el Risco Mordun, al igual que el pasadizo, al igual que el Prado de la Caverna del Viento, eran lugares que ella había creado.

Ya había llegado a la conclusión —durante aquella tarde interminable y aburrida en las afueras de Gloucester— de que los lugares importantes para ella eran aquellos en los que había instalado sus campamentos. Su interés hacia la casa del bosque tenía dos vertientes: la primera, porque era el lugar desde el cual quizá Harry se había aventurado hacia el otro mundo, hacia el Viejo Lugar Prohibido. El segundo, porque allí dos hombres habían estudiado a los «mitagos» del bosque. Habían escrito sobre ellos, según su abuelo —y probablemente también según su visión—, y esos escritos, esos diarios, podían estar allí todavía. Eran pistas sobre la naturaleza y razón de ser de aquellos mitagos. Habían fascinado a su abuelo, y su abuelo había transmitido la fascinación a Tallis.

Los dos eran iguales. Ella era su nieta. Aquello era un hecho irrebatible. Todo el mundo lo sabía. Lo que había empezado para su abuelo, continuaba ahora para ella. Compartían un objetivo. Y aunque ese objetivo no podía ser la búsqueda de su hermano Harry —el abuelo Owen había muerto antes de que Harry desapareciera por segunda y última vez—, compartían una experiencia común. Ahora, Tallis estaba convencida de que esta experiencia servía para indicarles el camino hacia el interior del extraño bosque, hacia el lugar prohibido, sin nombre, que había secuestrado a su hermano y que parecía existir dentro del mismo espacio que el mundo de Shadoxhurst, y aun así resultar invisible.

Aquella noche, con la esperanza de que Harry la llamara de nuevo, se dirigió hacia su campamento en el risco Morndun. Pero, cuando llegó al Wyndbrook, se acurrucó entre los árboles frente al Prado Knowe, escuchando los sonidos del agua mientras contemplaba algo que la deleitó en su inocencia: dos cervatillos bebiendo de las aguas tranquilas, allí donde el arroyo se ensanchaba.

Eran criaturas hermosas, una ligeramente más pequeña que la otra. Cuando Tallis se acomodó, ocultándose tras un árbol caído para contemplar a los animales, el más alto y nervioso de los dos se irguió y se agitó. Alzó las orejas, con los ojos oscuros brillantes y alerta. Mientras su compañero seguía bebiendo, este animal más astuto trotó hasta la orilla del arroyo, donde se detuvo a escuchar. Más allá de los animales, el prado se extendía hasta el risco, más allá de los terraplenes. El cielo era de un fabuloso azul vespertino a medida que el sol se ponía. Tallis alcanzaba a ver aves oscuras posadas sobre el risco, picoteando el suelo. El anochecer era tan claro que la niña imaginó poder ver cada detalle de sus cuerpecillos.

Más abajo, los dos ciervos habían reaccionado ante un sonido, aunque Tallis había permanecido rígida y silenciosa.

¿Sois hijos de mi Niño Roto?, se preguntó mentalmente. ¿Está él cerca? ¿Sois criaturas de leyenda, no pertenecéis a este mundo?

En aquel lugar, donde el arroyo se perdía entre los árboles estivales, era fácil olvidar que aquellas criaturas sencillas eran parte de la manada que pastaba junto al bosque Ryhope. Podían haber venido de cualquier lugar, de cualquier época, procedentes de los fantásticos países de antaño, de la tierra previa a la humanidad, de los sueños de una niña que descubría ahora, en los cuerpos pardos, una belleza que iba más allá de los animales, una belleza que se adentraba en el reino de la magia.

A la izquierda de Tallis, una ramita se rompió. El aire se partió con el sonido silbante de una piedra, o un misil, o un objeto lanzado con gran fuerza.

Lo repentino de los acontecimientos la superó.

Distraída por un momento, no consiguió localizar la fuente del sonido; un segundo más tarde, cuando volvió la vista hacia el arroyo, fue para presenciar la agonía del cervatillo más alto y cauteloso. Yacía tendido a medias en la orilla, a medias en el agua, luchando por ponerse en pie. Una flecha le había traspasado un ojo y le salía por la parte trasera del cráneo, destrozando de una manera atroz su atormentada belleza.

El animal emitió un sonido como el de un niño llamando a gritos a sus padres. Su compañero se había marchado ya como un rayo. Tallis divisó su esbelta forma moviéndose entre los árboles, junto al arroyo. Se le revolvió el estómago. La sangre que brotaba de la herida del ciervo empezaba a mezclarse con el agua cristalina. El animal se puso en pie tambaleante, luego se derrumbó sobre las rodillas, como si se postrara ante alguna imagen. Giró la cabeza ligeramente, su lengua rozó el agua en la que su vida de diluía.

Tallis estaba a punto de saltar de su escondrijo, de correr hacia el animal muerto, cuando una zona del bosque se alzó ante ella, se irguió y, ante su mirada atónita, se convirtió en la figura de un hombre que vestía con la piel de un venado.

Había estado acurrucado ante ella todo el tiempo, sin que la niña lo advirtiera. Sin duda era él quien había disparado la flecha, aunque eso tampoco lo había visto, porque llevaba un arco tensado, en el cual aparecía ya una segunda flecha. Tallis dejó escapar una exclamación…

Y, al instante, el hombre se dio la vuelta y la miró a través de la máscara de venado que cubría su rostro.

Tallis sintió que el viento le azotaba la mejilla. Cuando se agachó y miró a su alrededor, vio que la flecha vibraba clavada en el tronco de un árbol, tras ella, con sus plumas blancas y su asta pintada a franjas rojas y verdes.

El hombre contempló el lugar donde estaba acurrucada. Cuando la niña alzó la cabeza, él la vio, y levantó una mano con los dedos ligeramente separados. Era una mano pequeña de dedos delicados. Justo antes de que se volviera para correr hacia el arroyo, Tallis estuvo segura de que era joven, y de que no la atacaría de nuevo. La cabeza y hombros del muchacho estaban cubiertos por la piel del venado, y la cornamenta había sido recortada hasta convertirse en dos protuberancias. La había mirado a través de las órbitas vacías, pero los ojos eran brillantes a la luz del sol poniente. Sus piernas estaban embutidas en botas de piel que le llegaban hasta la rodilla, atadas con cordones de cuero entrelazados. Atado a la pierna derecha llevaba un cuchillo envainado.

Aparte de la piel que le cubría la cabeza y la parte superior de las piernas, iba desnudo. Su cuerpo era esbelto, de músculos tensos, muy pálido. Presentaba un contraste asombroso con el cuerpo de su padre, que era el único hombre al que Tallis había visto desnudo. Su padre era de vello oscuro y constitución recia, piernas y estómago abultados, mientras que aquella extraña aparición era más esbelta y ligera; un niño, quizá, aunque los rasgos de su cuerpo eran los de un hombre, las líneas que definían los músculos eran marcadas, señal de un atleta.

Todos estos pensamientos, todas estas sensaciones, se acumularon en un momento.

El joven venado estaba junto al cervatillo caído, desmembrándolo, abriendo su vientre de manera que las entrañas humeantes, purpúreas, se vertieran en el agua.

Un corte de cuchillo, luego otro, y la masa de entrañas cayó. El joven venado se echó el cuerpo a los hombros y recogió su arco. Corrió por el arroyo, agachado, y desapareció en la oscuridad de los bosques en los que se perdía el Wyndbrook.

Por un momento se hizo un silencio de asombro, de incredulidad. Tallis contempló las aguas manchadas. No dejaba de pensar: Arroyo del Cazador. Le puse ese nombre hace años. Le puse ese nombre para este momento…

Luego advirtió el movimiento del cervatillo más pequeño, que regresaba al lugar de la muerte olfateando rápidamente el aire.

Tallis se irguió. El animal la vio, se sobresaltó, y huyó prado arriba, hacia el risco donde las aves carroñeras picoteaban en busca de gusanos. Tallis lo siguió, vadeando el arroyo y llamando a la criatura.

—¡No he sido yo! ¡Espera! ¡Si tu padre es Niño Roto, quiero que me huelas! ¡Espera!

Corrió colina arriba, tropezando y agarrándose a la hierba seca. El cervatillo desapareció tras el risco, con la cola erguida y las patas traseras golpeando el suelo en su fuga triste y decidida.

Tallis no renunció a la persecución. Estaba casi en la parte superior del prado, allí donde se nivelaba antes de bajar hacia Ryhope. Alcanzaba a divisar la línea del terreno, rígida contra el cielo azul grisáceo.

Una negra extensión de enormes alas se alzó repentinamente contra ese mismo cielo. Tallis dejó escapar una exclamación y cayó de rodillas, con la cabeza dolorida.

No eran alas. Eran astas, una cornamenta ancha, negra, antigua y aterradora. La enorme bestia surgió en el horizonte y la contempló desde arriba, las patas delanteras algo separadas, el aliento humeando en las palpitantes fosas nasales. Tallis no podía apartar los ojos de aquella cornamenta: filos óseos inmensos, horizontales, diez veces más anchos que la cabeza del ciervo: como cimitarras, curvadas en los extremos, llenas de garfios y puntas en toda su longitud.

El Gran Ciervo se erguía sobre el prado, más alto que una casa, con ojos más grandes que rocas, todo él fantástico, irreal…

Mientras Tallis lo miraba, sus rasgos se enturbiaron, cambiaron. Había sido una visión. La visión se desvaneció para ser reemplazada por el espectáculo auténtico del gran ciervo. Sí. Era Niño Roto. El asta quebrada se divisaba claramente contra el cielo gris; su cornamenta, perenne, irreal, era amplia, pero la abominable enormidad de hacía un momento había desaparecido. El que la miraba desde la colina era el extraño animal, el venado inmortal. La observaba. Y quizá se preguntaba si debía cargar y cocearla, o pisotearla, o traspasarla, o sencillamente confiar en su inocencia.

Pero le llegaba el olor de las entrañas y la sangre, y su retoño había muerto. Tallis sabía que lo sabía. El rostro de la niña palideció de miedo. El animal miró más allá de ella, hacia el arroyo. Quizá veía al fantasma de su hijo. Quizá buscaba el rastro del asesino. Quizá aguardaba a que le llegara el olor del humo de leña, de la carne asada, de la carne consumida, su hijo nacido del espíritu devorado por el cazador de la piel de venado.

—No fui yo —susurró Tallis—. No tuve nada que ver con eso. Te quiero, Niño Roto. Me pusieron tu nombre. Necesito marcarte. Antes de buscar a Harry, necesito marcarte. Pero no sé cómo…

Se irguió y caminó hacia la bestia. El animal dejó que se aproximara hasta una distancia de un metro, luego echó la cabeza hacia atrás y rugió. El sonido hizo gritar a Tallis. Dio un paso atrás, tropezó y cayó. Se irguió sobre los codos y alzó la vista. Niño Roto trotaba hacia ella, cojeando, sacudiendo la cabeza de manera que las desgarradas tiras de piel que colgaban de su cornamenta ondearan al viento.

El hedor de su cuerpo era mareante; era un cadáver; era humedad; era el bosque; era el mundo de ultratumba. El aire se espesaba con su olor, y el líquido goteaba de sus mandíbulas cuando inclinó la cabeza, bufando, olisqueando, pensando…

Tallis yacía entre sus patas y, de repente, se sintió tranquila. Se relajó, volvió a tenderse en el suelo con los brazos a los costados y contempló la silueta del venado recortada contra el cielo vespertino. Su cuerpo vibraba con las sensaciones. Se concentró en su propio pecho, en su estómago. La saliva del ciervo le acarició el rostro. Los ojos del animal brillaban cuando se inclinó para mirar a la niña, a su tocaya, a su capricho…

—No fui yo —susurró de nuevo Tallis—. Hay un cazador en los bosques. Ten cuidado con él. Matará a tu otro hijo espíritu…

Qué expresión tan extraña. Pero aun así, al pronunciar las palabras, le parecieron correctas, como si las hubiera conocido toda su vida. El hijo espíritu de Niño Roto. Sí. Su hijo espíritu. Amamantado entre las manadas que rondaban por la Hacienda Ryhope; criado en un mundo de ultratumba. Pero carne sólida y sangre líquida, y comida apta para un cazador.

—Lo encontraré y lo detendré —dijo Tallis al ciervo que la observaba silencioso desde arriba—. Lo mataré…

El ciervo irguió la cabeza. Miró hacia el bosque oscuro que era su auténtico hogar, y Tallis extendió una mano para acariciar la piel embarrada de sus pezuñas. El animal sacudió la pata para librarse del roce, luego retrocedió, un movimiento extraño y brusco.

Tallis se incorporó y se levantó. Tenía la ropa mojada. La humedad de su rostro se enfrió al secarse. Los olores que había captado se le quedaron grabados. Los adoraba.

Niño Roto se dio media vuelta y se alejó cojeando hacia el risco que dominaba el prado. Tallis contempló su cuerpo alto, sinuoso, que se alejaba hacia el sol poniente. El asta rota era un hito en la gran cabeza, y ella recordó, sintiéndose culpable, el fragmento que había en su casa, oculto en el baúl del ajuar de sus padres, parte de la infancia de su propio y querido retoño.

—¡No puedo devolvértelo! —le gritó Tallis—. Si no te ha vuelto a crecer, es que no tenía que volverte a crecer. ¿Qué puedo hacer? Es imposible pegártelo. Ahora es mío. El trozo de asta me pertenece. No puedes enfadarte. Por favor, no te enfades.

Niño Roto rugió. El sonido llenó la tierra. Ahogó el ronco tañido de la campana de Shadoxhurst. Señaló el final del encuentro.

El ciervo se alejó y desapareció al otro lado de la colina.

Tallis no lo siguió. En vez de eso, se quedó allí de pie un rato, y sólo cuando la oscuridad ennegreció los bosques dio media vuelta para dirigirse a casa.