Terraplenes
—Entonces, ¿aún no conoces el nombre secreto de este lugar? —volvió a preguntar el señor Williams.
—No —asintió Tallis—. Aún no. Quizá no llegue a conocerlo. Es muy difícil averiguar los nombres secretos. Están en una parte de la mente muy aislada de la zona «pensante».
—¿De veras?
Habían llegado al final de Prado Rugoso, caminando lentamente bajo el intenso calor veraniego, y Tallis saltó la empalizada. El señor Williams, que era un anciano muy corpulento, maniobró con suma cautela para salvar la estructura de madera. A medio camino, hizo una pausa y le dirigió una sonrisa casi apologética. Lamento hacerte esperar.
Tallis Keeton era alta para tener trece años, pero muy delgada. Se sentía impotente al ver a aquel hombre. Estaba segura de que sería inútil ofrecerle una mano, así que se las metió en los bolsillos del vestido veraniego, y dio una patadita en el suelo.
Cuando hubo logrado cruzar al otro campo, el señor Williams sonrió, esta vez con satisfacción. Se pasó una mano por el espeso pelo largo, y se enrolló las mangas de la camisa. Llevaba la chaqueta colgada del brazo. Siguieron caminando hacia el pequeño arroyo que Tallis denominaba Agua del Zorro.
—¿Y ni siquiera conocer el nombre común del lugar? —insistió él, continuando con la conversación.
—Ni siquiera ése —respondió Tallis—. A veces los nombres comunes también son difíciles. Tengo que encontrar a alguien que haya estado allí, o que lo haya oído.
—Así que…, si lo entiendo bien…, para describir este extraño mundo que sólo tú ves no tienes más que el nombre que le das.
—Mi nombre privado —asintió.
—Viejo Lugar Prohibido —murmuró el señor Williams—. Suena bien… Se interrumpió cuando iba a decir algo más, porque Tallis se había vuelto hacia él de repente, con un dedo en los labios y los oscuros ojos llenos de preocupación.
—¿Qué he hecho ahora? —preguntó él, caminando tras la niña.
El verano estaba en su apogeo. En los campos, los excrementos de animales estaban llenos de moscas. Los mismos animales se arremolinaban a la sombra de los árboles. Todo estaba en silencio. Las voces humanas parecían muy débiles a medida que el anciano y la niña caminaban y hablaban.
—Ya se lo dije ayer, un nombre privado sólo se puede pronunciar tres veces entre el amanecer y el ocaso. Usted lo ha dicho tres veces, lo ha gastado.
El señor Williams compuso un gesto de contrición. —Lo siento muchísimo…
Tallis se limitó a suspirar.
—Este asunto de los nombres —insistió el señor Williams tras un rato. Ahora alcanzaban a oír el arroyo, que bajaba entre las piedras que Tallis había colocado—. ¿Todo tiene tres nombres?
—No, todo no.
—Este campo, por ejemplo, ¿cuántos nombres tiene?
—Sólo dos —respondió Tallis—. El nombre común, Encrucijada… y mi nombre privado.
—¿Cuál es?
Tallis sonrió y miró a su acompañante. Se detuvieron.
—Es el Prado de la Caverna del Viento.
El señor Williams miró a su alrededor, asombrado.
—Sí, ya mencionaste ayer este lugar. Pero… —Se llevó una mano a la frente para darse sombra a los ojos, y miró detenidamente de derecha a izquierda—. No veo ninguna caverna —dijo al final en tono teatral.
Tallis se echó a reír y alzó los brazos para señalar el punto exacto donde se encontraba el señor Williams.
—¡Está de pie sobre ella!
El señor Williams bajó la vista, miró a su alrededor, luego se puso una mano junto al oído. Sacudió la cabeza.
—No estoy convencido.
—¡Que sí! —le aseguró Tallis con un grito—. Es una gran cueva que se adentra en la colina, sólo que tampoco puede ver la colina.
—¿Y tú sí? —le preguntó el señor Williams desde el prado abrasado, en medio de una granja.
Tallis se encogió de hombros con gesto de misterio.
—No —confesó—. Bueno, a veces.
El señor Williams la miró con desconfianza.
—Mm —murmuró tras un momento—. Bueno, sigamos. Me gustaría meter los pies en agua fría.
Cruzaron el Agua del Zorro por las piedras de paso, encontraron una zona de la orilla cubierta de hierba, y se quitaron los zapatos y los calcetines. El señor Williams se arremangó las perneras de los pantalones. Los dos flexionaron los dedos de los pies en el agua fresca. Guardaron silencio durante un rato, mirando más allá de los pastos, del Prado de la Caverna del Viento, en dirección a la lejana forma oscura de la casa donde vivía Tallis.
—¿Has puesto nombre a todos los campos? —preguntó al final el señor Williams.
—A todos, no. Hay algunos nombres que no me salen. Debo de estar haciendo algo mal, pero soy demasiado joven para saber qué.
—¿De verdad? —murmuró el señor Williams con una sonrisa.
Haciendo caso omiso del comentario (pero muy consciente de su ironía), Tallis replicó:
—Estoy intentando llegar al Bosque Ryhope por mi cuenta, pero no puedo cruzar el último prado. Debe de estar muy bien defendido…
—¿El prado?
—El bosque. Está en la hacienda Ryhope. Es un bosque muy viejo. Ha sobrevivido a muchos milenios, según Gaunt…
—Tu jardinero.
—Sí. Dice que es «primario». Según él, todo el mundo sabe lo del bosque, aunque nadie dice nada. La gente tiene miedo de ese lugar.
—Pero tú no.
Tallis sacudió la cabeza.
—Y, aun así, no puedo cruzar ese último campo. Estoy buscando otro camino, pero es difícil. —La niña alzó la vista para mirar al anciano, que contemplaba el agua, perdido en sus pensamientos—. ¿Cree que los bosques pueden saber que existe la gente y mantenerla a distancia?
El compuso una mueca.
—Es una idea curiosa —dijo—. ¿Por qué no usas su nombre secreto? ¿Sabes su nombre secreto?
Tallis se encogió de hombros.
—No. Sólo sus nombres comunes, y tiene cientos de ellos, algunos desde hace miles de años: Bosque Shadox, Bosque Ryhope, Bosque Gris, Bosque del Jinete, Árboles Encapuchados, Soto Profundo, Bosque Aullante, Árboles del Infierno, Los Graymes… es una lista interminable. Gaunt los conoce todos.
El señor Williams parecía impresionado.
—Y claro, no puedes limitarte a atravesar el campo y llegar hasta ese bosque de mil nombres…
—Claro que no. Sola, no.
—No. Por supuesto. Comprendo. Con lo que me dijiste ayer, lo comprendo muy bien.
Dio media vuelta sin levantarse para mirar a lo lejos, pero había demasiados prados, demasiadas pendientes, demasiados árboles que le separaban del Bosque Ryhope. No llegó a verlo. Cuando volvió a mirar a Tallis, la niña señalaba hacia más allá de los árboles.
—Desde aquí se ven todos mis campos. En los últimos meses he oído mucho movimiento en ellos. Otros visitantes. Pero no son como nosotros. Mi abuelo los llamaba «mitagos».
—Una palabra muy extraña.
—Son fantasmas. Salen de aquí. —Se tocó la cabeza—. Y de aquí. —Tocó la de Williams—. No lo entiendo muy bien.
—Tu abuelo parece un hombre muy interesante.
Tallis señaló en dirección al prado Stretley Stones.
—Murió allí, unas navidades. Yo sólo era un bebé. No llegué a conocerlo. —Señaló en dirección contraria, hacia la Colina Barrow—. Ése es mi campamento favorito.
—Ya veo los terraplenes.
—Es un castillo antiguo. De hace siglos. —Señaló hacia otro lugar—. Y ése es el Prado de la Canción Triste. Ahí, al otro lado del seto.
—El Prado de la Canción Triste —repitió el señor Williams—. ¿Por qué se te ocurrió ese nombre?
—Porque a veces oigo una música. Una música bonita, pero triste.
—¿Con canciones? ¿O sólo instrumentos? —preguntó el señor Williams, intrigado.
—Como…, como un viento. Entre los árboles. Pero con melodía. Con muchas melodías.
—¿Te acuerdas de alguna?
Tallis sonrió.
—Hay una que me gusta…
Tarareó la melodía, marcando el ritmo con el pie en el agua. Cuando hubo terminado, el señor Williams se echó a reír. Con su propia voz grave, tarareó una melodía similar.
—Es Dives y Lázaro, una canción popular deliciosa —dijo—. Pero tu versión…
Frunció el ceño y pidió a Tallis que volviera a tararear, la melodía. La niña lo hizo.
—Parece antigua, ¿no? Es más primitiva. Muy bonita. Y, desde luego, es Dives y Lázaro.
Sonrió. Tenía una manera de guiñar el ojo, de arquear las cejas, que había hecho reír a Tallis desde la primera vez que viera a este hombre, hacía dos días.
—No me gusta fanfarronear —susurró él—, pero una vez compuse una pieza musical basada en esa canción popular.
—No, otra no —susurró también Tallis.
—Me temo que sí. En mis tiempos, he hecho muchas cosas…
Se quedaron entre los alisos, junto al ancho riachuelo que Tallis denominaba Arroyo del Cazador. Manaba desde el mismísimo Bosque Ryhope, y cruzaba los valles entre los campos y los bosquecillos en dirección a Shadoxhurst, donde desaparecía hacia las profundidades del suelo.
El Bosque Ryhope era una densa maraña de vegetación que se alzaba a lo lejos, entre el rojo y el amarillo de los arbustos que lo rodeaban. Los árboles parecían enormes. La bóveda del follaje, sólida. Se extendía hacia la colina en una dirección, y en la otra se perdía en las líneas de los setos que de él brotaban como miembros. Parecía impenetrable.
El señor Williams puso una mano en el hombro de Tallis.
—¿Te ayudo a cruzar?
Tallis sacudió la cabeza. Le guió siguiendo el curso del Arroyo del Cazador, pasó junto al lugar donde el señor Williams y ella se habían conocido, y llegaron a un roble alto, truncado por un rayo, que crecía algo alejado del espeso grupo de árboles. El árbol estaba casi muerto, y la hendidura de su tronco formaba un asiento estrecho.
—Éste es Viejo Amigo —dijo Tallis con naturalidad—. Vengo aquí muchas veces a pensar.
—Bonito nombre —sonrió el señor Williams—. Pero no muy imaginativo.
—Los nombres son nombres —señaló Tallis—. Existen. La gente los averigua, pero no los cambia. No puede cambiarlos.
—En eso, no estoy de acuerdo —respondió el señor Williams con amabilidad.
—Una vez se encuentra un nombre, se queda fijo —protestó la niña.
—No creo.
Ella lo miró.
—¿Se puede cambiar una melodía?
—Si quiero…
La niña parecía algo confusa.
—Pero, entonces…, entonces no será la melodía. ¡No será la primera inspiración!
—¿No?
—No intento discutirlo —replicó Tallis torpemente—. Sólo decía… si no se acepta el regalo tal como es…, si uno cambia lo que oye, o lo que aprende…, ¿no es una manera de debilitarlo?
—¿Por qué? —inquirió el señor Williams con amabilidad—. Creo que ya te lo he dicho, el regalo no es lo que oyes o aprendes…, el regalo es ser capaz de oír y aprender. Esas cosas son tuyas desde el momento en que llegan, y puedes dar forma a la melodía, o a la arcilla, o a la pintura, o a lo que sea, porque te pertenece. Es lo que siempre he hecho yo con mi música.
—Y, según usted, es lo que yo debería hacer con mis historias —asintió Tallis—. Sólo que… —Titubeó, aún insegura—. Mis historias son reales. Si las cambio, se convierten en… —Se encogió de hombros—. En nada. En cuentos para niños, ¿no?
Sin dejar de contemplar los prados estivales y los terraplenes cubiertos de árboles de la Colina Barrow, el señor Williams sacudió la cabeza.
—No lo sé —respondió—. Aunque a mí me parece que en lo que tú llamas «cuentos para niños» hay grandes verdades.
La miró y sonrió, antes de recostarse contra el tronco hendido de Viejo Amigo para que sus ojos descansaran de la intensa luz.
—Hablando de historias —dijo—, y sobre todo del Viejo Lugar Prohibido…
Se llevó una mano a la boca, comprendiendo lo que había hecho aun antes de terminar la frase.
—Lo siento muchísimo —se disculpó.
Tallis puso los ojos en blanco, y suspiró con resignación.
—¿Qué hay de esa historia? —siguió el señor Williams—. Hace dos días que me prometiste contármela…
—Sólo una.
—Bueno, sólo una. Pero me gustaría oírla antes de…
Se interrumpió, y miró a la niña con aprensión. Sospechaba que aquello la entristecería.
—¿Antes de qué? —preguntó Tallis, algo preocupada.
—Antes de marcharme —respondió él con suavidad.
La niña se sobresaltó.
—¿Se va?
—Tengo que irme.
Se encogió de hombros en gesto apologético.
—¿Adónde?
—A un lugar muy importante para mí. Muy lejano.
Ella guardó silencio un momento, pero sus ojos se empañaron ligeramente.
—¿Adónde, exactamente?
—A casa. Al lugar donde vivo. A la tierra legendaria de Dorking. —Sonrió—. Adonde trabajo. Tengo mucho que hacer.
—¿No está retirado? —preguntó Tallis con tristeza. El señor Williams se echó a reír.
—Por Dios santo, soy compositor. Los compositores no se retiran.
—¿Por qué no? Usted es muy viejo.
—Sólo tengo veintiséis años —replicó el señor Williams, con los ojos clavados en el árbol.
—¡Tiene ochenta y cuatro!
Él la miró un momento, con la sospecha brillando en los ojos.
—Eso te lo ha dicho alguien —señaló—. Nadie, puede adivinarlo con tanta precisión. Sea como sea, los compositores no se retiran.
—¿Por qué no?
—Porque se les sigue ocurriendo música.
—Ah. Ya entiendo…
—Me alegra que lo entiendas. Y por eso tengo que irme a casa. La verdad es que no debería estar aquí. Nadie sabe que estoy aquí. Se supone que estoy convaleciente de la pierna. Ésa es la razón de que quiera que mantengas tu promesa. Cuéntame la historia de… —Se detuvo a tiempo—. Cuéntamelo todo sobre ese lugar que es tan prohibido y tan viejo. Háblame del VLP.
Tallis parecía preocupada.
—Pero la historia está sin terminar. La verdad es que apenas hay nada. Sólo he aprendido algunos fragmentos.
—Bueno, pues cuéntame esos fragmentos. Vamos, me diste tu palabra. Y palabra dada es palabra empeñada.
El rostro de Tallis, claro, pecoso y lleno de tristeza, parecía ahora muy infantil. Sus ojos castaños brillaban. Luego parpadeó, sonrió, y la niña desapareció para dar paso de nuevo a la joven adulta traviesa.
—Bueno, de acuerdo. Siéntese en Viejo Amigo. Eso es…, vamos. ¿Está cómodo?
El señor Williams se contorsionó en la horquilla del árbol, y consideró la cuestión.
—No —anunció.
—Bien —asintió Tallis—. Entonces, empezaré. Y nada de interrupciones —añadió.
—Ni siquiera respiraré.
La niña se volvió lentamente para darle la espalda, luego se volvió de nuevo con una expresión teatral en los ojos, las manos ligeramente alzadas para dar énfasis a las frases.
—Había una vez tres hermanos —empezó.
—Hasta ahora muy original —murmuró el señor Williams con una sonrisa.
—¡Nada de interrupciones! —le espetó Tallis—. ¡Ésa es la regla!
—Lo siento.
—Si me interrumpe en un momento crucial, puede cambiar la historia. Y eso sería un desastre.
—¿Para quién?
—¡Para ellos! Para la gente. Bien, quédese callado y le contaré todo lo que sé sobre el Viejo Lu… —Se interrumpió—. Sobre el VLP.
—Soy todo oídos.
—Había una vez tres hermanos —empezó de nuevo—. Eran los hijos de un gran rey. Vivían en una gran fortaleza, y el rey los quería mucho a todos, igual que la reina. Pero el rey y la reina no se querían, y él la encerró en un torreón de la gran muralla norte…
—Me suena mucho —la interrumpió el señor Williams con una sonrisa traviesa. Tallis lo miró—. ¿Se llamaban los hijos Ricardo, Jorge y Juan Sin Tierra? ¿Estamos hablando de Enrique II y Leonor de Aquitania?
—¡Pues no!
—Me habré equivocado. Continúa.
Ella tomó aliento.
—El primer hijo —dijo dirigiendo a su público una mirada severa—, se llamaba Mordred…
—Ah. Él.
—En el idioma del rey, un idioma muy antiguo, este nombre significaba «El Muchacho Que Viajaría». El segundo hijo se llamaba Arturo…
—Otro viejo conocido.
—… que —siguió Tallis, airada—, en ese mismo lenguaje olvidado, significaba «El Muchacho Que Triunfaría». El tercer hijo, el más joven, se llamaba Scathach…
—El chico nuevo que mencionaste.
—Cuyo nombre significa «El Muchacho Que Seria Marcado». Los tres hijos lo hacían todo bien.
—Oh, cielos, qué aburrido —dijo el señor Williams—. ¿No había ninguna hija?
Tallis casi gritó de irritación contra el hombre impaciente del árbol, pero luego pareció confusa. Se encogió de hombros.
—Puede que sí. Ya llegaremos a eso. ¡Y no siga interrumpiendo!
—Lo siento.
Alzó una mano en gesto apaciguador.
—Los tres hijos eran buenos deportistas, buenos cazadores, buenos jugadores, buenos músicos. Y —remarcó— amaban a su hermana pequeña. ¡Aunque la historia de su hermana es diferente!
Lo miró con severidad.
—Pero al menos sabemos que tenían una hermana.
—¡Sí!
—Y que ellos la querían.
—¡Sí! De diferentes maneras…
—Ajá. ¿Qué diferentes maneras?
—¡Señor Williams!
—Pero puede ser importante…
—¡Señor Williams! ¡Estoy intentando contarle la historia!
—Lo siento —dijo por tercera vez, con su voz más conciliadora.
Una vez más, la niña ordenó sus ideas, sin dejar de refunfuñar. Luego alzó los brazos, pidiendo silencio absoluto.
Pero, justo cuando iba a hablar, tuvo lugar el cambio, el breve estremecimiento, la palidez repentina en su rostro que el señor Williams había presenciado el día anterior. Era lo que él estaba esperando, y se inclinó hacia adelante, con curiosidad y ansiedad. La posesión de la niña, porque eso era lo que le parecía, no le preocupó en aquella ocasión más que antes, pero se sentía impotente. De pronto, Tallis parecía enferma, se mecía sobre los pies, tan macilenta que parecía a punto de desmayarse. Pero se sostuvo erguida, aunque con los ojos algo desenfocados, clavados en el hombre que tenía delante. Su cabello, muy largo y fino, parecía agitarse al compás de alguna brisa inexistente. En torno a ella, en torno al señor Williams, el aire pareció bajar de temperatura. El señor Williams no encontraba mejor palabra que «escalofriante» para describir este cambio. Fuera lo que fuese lo que la había poseído, no la dañaría, igual que no la había dañado el día anterior, pero la cambiaba por completo. Seguía teniendo la misma voz de niña, pero ella era ahora diferente, el vocabulario que utilizaba —por lo general muy sofisticado para su edad— tenía de repente un tono teatralmente arcaico.
Él oyó un ligerísimo movimiento entre los arbustos que tenía detrás, y se volvió en su incómoda postura para mirar. No estaba seguro, pero por un momento le pareció ver una extraña figura encapuchada allí de pie, con el rostro blanco e inexpresivo. La sombra de las nubes alteró la luz que iluminaba el bosque, y la imagen desapareció.
Se volvió hacia Tallis, conteniendo el aliento, temblando de expectación, consciente de que estaba en presencia de algo que escapaba a su lógica.
Tallis comenzó a narrar la historia de nuevo…
EL VALLE DE LOS SUEÑOS
Cuarenta años vivió el rey, y sus hijos eran ya hombres. Habían luchado en combate singular y ganado muchos honores. Habían luchado en batalla y ganado muchas distinciones.
Hubo un gran festín en honor de la Espiga de Grano. Diez sirvientes llevaron la carne a la mesa del rey. Veinte transportaron los cuartos del buey. La dama de la reina hizo un pan blanco como la nieve, con el aroma de la tierra en otoño.
—¿Para quién será el castillo? —preguntó el hijo mayor, con la osadía del vino.
—Por el buen Dios os digo, para ninguno de vosotros —replicó el rey.
—¿Cómo así?
—Sólo mi cuerpo y el cuerpo de la reina morarán en el castillo —dijo el señor.
—No es de mi gusto —dijo Mordred.
—Por mi alma que así será.
—El asta rota de mi séptima lanza proclama que tendré un castillo —dijo el hijo, desafiante.
—Un castillo tendrás, pero no será éste.
Hubo gran discusión, y los tres hijos tuvieron que ponerse en el lado de la mesa que daba a la chimenea y comer sólo con la mano con que sostenían el escudo. El rey había tomado una decisión. Cuando muriera, sería enterrado en la habitación más profunda. Las cámaras exteriores y todos los patios se llenarían de tierra procedente del campo de la Batalla de Bavduin, en los grandes tiempos de la historia del pueblo. La fortaleza se convertiría en un monumento funerario en honor al rey. Sólo habría un camino para llegar al corazón de la tumba, donde se encontraría el corazón del rey. Nada más un Caballero de cinco carrozas, un Caballero de siete lanzas, sangre fría y voz fiera, podría dar con ese camino. A los demás sólo los aguardaría la batalla contra los guerreros fantasma de Bavduin.
Mientras tanto, ¿pensó alguien en la reina? Sólo Scathach, el hijo menor.
—En toda esta tierra ensangrentada —dijo—, ¿dónde descansará el corazón de nuestra madre?
—¡A menos que mi palabra me deshonre, allí donde caiga! —replicó el señor.
—Es una cruel intención.
—Por los mil del caldero, puestos allí por mi propia mano, así será.
Oh, pero el corazón de la reina era negro. Negro de odio, negro de furia, negro de ira contra todos menos contra su hijo menor. Con un beso de madre, esto fue lo que dijo a Scathach:
—Cuando llegue el momento de mi muerte, mete mi corazón en una caja negra que habrá fabricado una mujer sabia.
—De buena gana lo haré —respondió el hijo.
—Cuando el corazón esté en la caja, escóndela en el castillo, en una habitación llena de tierra donde la lluvia otoñal pueda empaparla y el viento invernal removerla igual que agita los campos.
—Me aseguraré de ello.
Era una mujer bella de corazón negro, una madre airada, esposa de un hombre grande pero cruel. Cuando muriera, lo perseguiría hasta el mismo Reino Brillante.
En la época del Brote en la Rama hubo otro gran festín, y el rey dio a sus hijos castillos en el reino. Para Mordred fue el castillo llamado Dun Gurnun, una gigantesca fortaleza construida entre los bosques de hayas al este de las tierras. Cuarenta torreones había en cada muro. Un millar de personas vivían en Dun Gurnun, y nadie se quejó jamás. Los bosques abundaban en jabalíes salvajes grandes como caballos, en pichones cebados, y toda esta caza era sólo para Mordred.
Para Arturo fue el castillo al sur de las tierras, el llamado Camboglorn, con torreones altos y orgullosos en medio de los bosques de robles. Se alzaba sobre una colina, y hacía falta toda una semana de cabalgar por el sendero tortuoso para llegar a sus grandes puertas de roble. Desde sus altos muros no se divisaba otra cosa que los prados, llenos de ciervos rojos y puercos salvajes, recorridos por aguas cristalinas en las que abundaba el salmón plateado. Todo esto era sólo para Arturo.
¿Y para Scathach, el hijo menor? En estos momentos se encontraba lejos, luchando en el ejército de otro rey, en un enorme bosque negro. Cuando regresó a casa, su padre apenas lo conoció. Ostentaba terribles cicatrices, aunque su belleza no había cambiado. Pero hay cicatrices que no se ven, y las de su hijo eran profundas.
Al ver que a sus hermanos mayores les habían sido concedidos grandes castillos con buena caza, pidió el suyo. El rey le ofreció Dun Craddoc, pero el viento lo azotaba. Le ofreció el castillo Dorcic, pero estaba habitado por extraños fantasmas. Sugirió la fortaleza llamada Ogmior, pero se alzaba al borde de un acantilado. El hijo más joven los rechazó todos, y el rey le dijo enfurecido:
—¡En tal caso, no tendrás castillo construido en piedra! ¡Cualquier otro será tuyo, si lo encuentras!
Y, desde ese día, Scathach tuvo que ponerse en el lado de la mesa que daba a la chimenea y comer sólo con la mano con que sostenía el escudo.
Scathach acudió a su madre, furioso. Ella le recordó su promesa de ayudarla a perseguir el espíritu de su padre en la Tierra de la Caza Rápida, o en la Ancha Llanura, o en el Reino Multicolor, allí adonde huyera el rey tras su muerte. Scathach no lo había olvidado, y así se lo dijo con un beso de hijo. La reina lo envió a ver a una mujer sabia, y la mujer sabia lo retuvo durante treinta días, desde una luna a la siguiente, mientras ella buscaba en éxtasis entre los Nueve Valles Silenciosos un castillo que fuera de su agrado.
Por fin lo encontró. Era un lugar grande y sombrío, hecho de esa piedra que no es piedra. Estaba en lo mas profundo de un bosque, oculto del mundo por un círculo de desfiladeros y ríos feroces, un lugar de invierno. Ningún ejército podría tomar el castillo. Ningún hombre podría vivir allí y conservar viva la mente. Ningún hombre podría volver al lugar de su nacimiento sin antes transformarse en el animal de su alma. Pero el hijo más joven lo aceptó, y se fue al Viejo Lugar Prohibido para marcar la torre más alta con su estandarte blanco.
Pasaron muchos años. Años sin visión. Durante esos años, la madre de Scathach llegó, usando máscaras, al reino del Viejo Lugar Prohibido. Y también sus hermanos, aunque ellos sólo se acercaron al desfiladero más próximo, y desde allí divisaron el castillo, vieron como su hermano cazaba bestias indescriptibles, porque todas las cosas de este mundo habían nacido de las mentes de los hombres, y como los hombres están locos, eran criaturas enloquecidas que corrían enloquecidas.
El señor Williams tardó un momento en darse cuenta de que Tallis había dejado de hablar. Se había quedado mirándola, escuchando las palabras, la historia —que le recordaba a algunos de los cuentos mitológicos galeses que solía leer—, y vio como el color volvía a las mejillas de la niña, como la consciencia regresaba a sus ojos vacíos. Tallis se frotó los brazos y miró a su alrededor, estremeciéndose.
—¿Hace frío?
—No mucho —respondió él—. ¿Qué es lo que ocurre con el resto de la historia?
Tallis lo miró como si no comprendiera sus palabras.
—No has terminado —insistió—. Se estaba poniendo interesante. ¿Qué hizo luego el hijo? ¿Qué pasó con la reina?
—¿Scathach? —Se encogió de hombros—. Aún no lo sé.
—¿No me puedes dar una pista?
Tallis se echó a reír. De pronto, volvía a tener calor, fuera lo que fuese lo que le había sucedido, ya no sentía sus efectos. Saltó para agarrarse a una rama baja y se balanceó colgada de ella, haciendo que cayera una pequeña, lluvia de hojas sobre el hombre.
—No puedo darle una pista sobre algo que aún no ha sucedido —dijo, bajando de un salto—. Pero ¿a que es una historia extraña?
—No está mal a ratos —asintió el señor Williams—. ¿Qué tiene de especial un Caballero de cinco carrozas y siete lanzas?
Ella le miró, inexpresiva.
—Su número de combates singulares. ¿Por qué?
—¿Dónde tuvo lugar la Batalla de Bavduin?
—Nadie lo sabe. Es un gran misterio.
—¿Por qué tenían que comer los hijos con la mano con que sostenían el escudo?
—Habían caído en desgracia. —Tallis se echó a reír—. La mano del escudo es la mano del cobarde. Es obvio.
—¿Y qué es exactamente un beso de hijo?
Tallis se sonrojó.
—No lo sé.
—¡Pero si has usado esas mismas palabras!
—Sí, pero porque son parte de la historia. Soy demasiado joven como para saberlo todo.
—¿Qué es «la piedra que no es piedra»?
—Empiezo a tener miedo —dijo Tallis.
El señor Williams le dirigió una sonrisa y alzó una mano, acabando con el interrogatorio.
—Eres una jovencita fascinante —dijo—. La historia que me acabas de contar no te la has inventado. Vibra en el aire, en el agua, en la tierra…
—Como su música —señaló Tallis.
—Exacto. —Sin levantarse, se volvió y contempló el bosque—. Pero yo no tengo una sombra que me susurre al oído cuando compongo. La he visto un instante. Encapuchada, Máscara Blanca. —Miró a Tallis, que tenía los ojos abiertos de par en par—. Casi pude sentir la corriente de aire entre vosotras.
Se bajó de su incómodo asiento en el corazón del árbol moribundo. Se sacudió la corteza y los insectos de los pantalones, y luego consultó su reloj. Tallis alzó los ojos hacia él, repentinamente triste.
—¿Se tiene que ir ya? —preguntó.
—Todo lo bueno se acaba —dijo amablemente—. Han sido dos días maravillosos. No se lo contaré a nadie, sólo a una persona… y haré que me jure guardar secreto. He vuelto a uno de los lugares de mi primera visión auténtica, de mi primera música auténtica, y he conocido a la señorita Tallis Keeton, que me ha contado cuatro historias maravillosas. —Extendió la mano hacia ella—. Y me gustaría vivir otros cincuenta años sólo para conocerte. En eso me parezco a tu abuelo.
Se estrecharon las manos lentamente. Él sonrió…
—Pero, ay…
Caminaron de vuelta por los prados hasta llegar al sendero tortuoso que llevaba a Shadoxhurst. El señor Williams siguió caminando, y alzó su bastón en un último gesto de despedida. Tallis lo miró alejarse.
Cuando estaba a cierta distancia, el hombre se detuvo y se volvió hacia ella, apoyándose en su bastón.
—Por cierto —grito—, ¡he encontrado un nombre para el prado que está al lado del bosque!
—¿Cuál?
—¡Es el Prado Volveremos a Vernos! ¡Dile que, si no le gusta, este viejo volverá y lo arará! ¡Ya verás como no protesta!
—¡Ya se lo contaré! —gritó ella.
—No te olvides.
—¡Escriba música bonita! —añadió Tallis—. ¡No esos ruidos!
—Haré lo que pueda.
Su voz le llegó a duras penas a medida que se alejaba, su figura empequeñecida por los árboles que bordeaban el sendero.
—¡Eh! —gritó la niña.
—¿Qué?
—¡No le he contado cuatro historias! ¡Sólo tres!
—¡Te olvidas del Capricho del Niño Roto! —gritó él—. ¡Es la más importante!
¿El Capricho del Niño Roto?
Tallis lo perdió de vista. Lo último que oyó fue su voz entonando la melodía que antes había denominado Dives y Lázaro. ¿Por qué había mencionado el Capricho del Niño Roto?
Luego, sólo quedaron los sonidos de la tierra y la risa de Tallis.