XXIII

Allí —dijo Ian t’Ilev, señalando hacia las puertas de hierro del Afen—. Han situado arqueros en el interior. Estamos destinados a recibir algún flechazo. Kurt y tú sois los que debéis tener más cuidado. Quedaréis al descubierto durante algunos segundos.

Kta estudió la situación desde la puerta de Irain. Ya había oscurecido y sólo podían verse formas mal definidas, la muralla y el Afen no eran más que enormes masas.

—No podremos evitarlo. Salgamos. Ahora.

Ian t’Ilev hizo una rápida reverencia y salió del refugio, cruzando la calle como una flecha.

Un instante después se oyó un terrible grito y de la calle principal surgió una fuerza de hombres portando antorchas y armas. Los descendientes de Indras lanzaban un ataque directo contra las puertas de hierro de Afen, llevando un ariete con ellos.

El patio de los Afen estaba iluminado por una luz blanca, cegadora y al otro lado de las murallas se oyó un ulular como respuesta de los sufakis. Los golpes del ariete retemblaron contra los barrotes de hierro.

Kurt y Kta esperaron un momento, mientras se reunían a su alrededor los hombres de Isulan. Luego Kta echó a correr seguido por los hombres hasta la sombra de las murallas. Se lanzaron las escalas.

El primer hombre llevaba consigo la cuerda que les ayudaría a bajar por el otro lado. Ganó la cima y desenrolló la cuerda a medida que bajaba, dejándola tensa en manos de quienes le sujetaban afuera.

El siguiente hombre subió arriba y luego le tocó el turno a Kurt. Las luces les enfocaban ahora, localizándoles, y las flechas empezaron a volar en su dirección.

Una silbó por encima de su cabeza. Pasó una pierna por encima del muro, y luego el Rito del cuerpo, perdiendo piel de las manos con la cuerda de nudos mientras bajaba.

El hombre que le seguía consiguió pasar, pero el siguiente cayó al suelo encima de otro hombre. No había tiempo para ayudar a ninguno. Kta aterrizó a su lado sobre sus pies, rompió la cuerda de seguridad y sacó a Ishtain de su funda. Kurt desenvainó su propio ypan a medida que corrían, intentando evitar el foco rastreador.

La misma muralla del Afen les proporcionó refugio y se reagruparon allí. De los veinticuatro que habían iniciado el ataque, faltaban al menos seis.

T’Nethim fue el último en llegar. Eran diecinueve.

Kta hizo un gesto, indicando la puerta del Afen, y se deslizaron por la muralla hasta llegar allí, el sitio donde la guardia de la Methi se había hecho fuerte. Conocían a esos hombres, pero no había piedad alguna en las flechas que ya habían hecho buena cuenta de ellos, y no las había en los planes trazados. Habría que forzar la entrada.

Las puertas de la muralla cedieron con un chasquido metálico y los indras al mando de Ian t’Ilev se lanzaron en un asalto frontal contra la puerta del Afen. Los arqueros sufakis, en pie y arrodillados, disparaban todo lo rápido que podían, y la pequeña fuerza de Kta golpeó a los arqueros por el flanco, creando una diversión de preciosos segundos. Ishtain golpeó sin piedad, y Kurt manejó su propio acero con menos habilidad pero no menos determinación.

Los arqueros sin espada dejaron los arcos ante el sorprendente ataque y recurrieron a los puñales largos, pero no tenían ninguna oportunidad contra los ypai, siendo rápidamente superados. La carga de los indras llegó hasta la misma puerta, golpeando el ariete forrado de puntas metálicas con lenta y aplastante fuerza contra la madera chapada en bronce.

Del interior surgió un zumbido penetrante que se hizo oír por encima de los golpes y los gritos. Kurt lo reconoció, se heló por dentro, agarró a Kta por el hombro y le arrastró hacia atrás, gritando a los demás para que se tiraran al suelo, pero pocos le oyeron.

La puerta del Afen se disolvió en una sábana de llamas y el ariete y los hombres que lo sostenían fueron escoria y cenizas en el mismo instante. Los indras que aún seguían en pie quedaron paralizados por la sorpresa o habrían huido; y entonces se oyó el clik y el zumbido del arma alienígena a medida que almacenaba poder para el siguiente estallido flamígero.

Kurt se lanzó a través del humeante umbral, hasta la muralla interior y fuera de la línea de fuego. Los artilleros movieron el arma con su trípode para poder apuntarle bien, y se tiró al suelo, rodando y moviéndose, y el rayo pasó sobre su cabeza con un chisporrotear de energía y un hálito de calor.

La muralla se derrumbó, las vigas de sujeción se volvieron cenizas en un instante, y Kurt volvió a levantarse con un grito tan salvaje como el de los indras, disponiendo sólo de unos segundos antes de que el arma pudiese volver a ser disparada.

Abatió al artillero con un golpe de su acero, y sus oídos le dolieron cuando el arma sin operario consiguió reunir la energía y lanzó un salvaje grito de energía. Un segundo hombre intentó dirigirla contra los indras que atravesaban la puerta.

Kurt acabó con él, ignorando al hombre que le clavaba una lanza en el costado. El ardiente borde de metal le rasgó la espalda y le tiró al suelo, donde rodó buscando protegerse.

El sufaki que tenía encima iba por su corazón. Intentó bloquearles con la espalda y desvió la punta de hierro, que le rasgó el hombro y arañó el suelo de piedra.

El sufaki caía al suelo un instante después con Ishtain atravesándole las costillas, y Kta se detuvo en medio de la agitación para ayudarle a levantarse.

—Ponte a salvo —le aconsejó Kta.

—Estoy bien. ¡No! —gritó al ver como el indras se disponía a arrojar el arma al suelo.

Se tambaleó hacia el arma que aún zumbaba dispuesta para ser disparada y la empujó para que apuntara contra la siguiente barricada que los indras intentaban derribar vanamente con hombros y espadas. La destrozada muralla que tenía a su espalda y el polvo y los trozos de piedra que caían desde el techo daban cuenta de lo cerca de derrumbarse que estaba esa zona. Había que ser precavidos. Manejó los controles del arma para disminuir la intensidad del rayo.

—Ten cuidado —dijo Kta—. No confío en esta cosa.

—Haz que se retiren tus hombres —dijo Kurt, y Kta les gritó. Cuando se dieron cuenta de lo que iba a hacer, se movieron prestos a obedecerlo.

La puerta se disolvió, los bordes de la desintegrada madera estaban chamuscados y ennegrecidos, y Kurt volvió a disminuir la intensidad mientras los indras volvían a avanzar y abrían las arruinadas puertas.

La parte interior del Afen estaba a su alcance, con ausencia de defensores en los salones inferiores. El silencio reinó durante un momento. Ante ellos estaban las escaleras que conducían a los apartamentos de la Methi, a la parte humana, que quizá guardara otras armas.

—Le ha entregado las armas a los sufakis —dijo Kurt—. No hay forma de saber lo que nos espera arriba. Tenemos que apoderarnos del nivel superior. Ayudadme. Necesitamos este arma.

—Trae —dijo Ben t’Irain, un hombre de fuerte constitución que era amigo de la casa de Elas. Se echó la cosa en sus anchos hombros e hizo una señal a uno de sus primos para que cogiera la base cuando Kurt pateó el trípode y se derrumbó.

—Si encontramos problemas —le dijo Kurt—, baja la rodilla y apunta este extremo hacia el objetivo. Déjame a mí el resto.

—He comprendido —dijo el hombre con calma, lo cual era muy valiente para un nemet, con todo lo que odiaba a las máquinas. Kurt le dedicó al hombre una respetuosa inclinación de cabeza y dirigió a los hombres escaleras arriba.

Subieron con rapidez y precaución, preparados para ser emboscados a cada curva, Kurt temía una mina, pero eso fue algo que no les dijo; no tenían otro camino para subir.

La puerta al final de las escaleras estaba cerrada, como Kurt sabía que debía estar, y con Ben para estabilizar el arma, convirtió la madera en cenizas marcando su silueta en el muro de piedra del otro lado. El arma volvió a acumular poder, volviendo a emitir su siniestro zumbido, y Kurt no hizo caso, pese a lo peligroso que era moverlo cuando estaba cargado. Tenía que estar dispuesta.

Entraron en la antesala que conducía a la sección humana del Afren. Sólo quedaba la puerta de las habitaciones de Djan.

Kurt alzó la mano pidiendo precaución, pues aquí debían encontrar alguna oposición, ya que no había sido en otra parte.

Esperó. Kta le miró a los ojos y aparecía impaciente, sin aliento.

Teniendo que enfrentarse con Djan, toda subestimación podía resultar fatal para todos.

—Ben —dijo—, esto puede costamos tu vida y la mía.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Ben t’Irain bastante calmado, aunque jadeaba por el esfuerzo de la escalada. Kurt señaló la puerta con la cabeza.

T’Irain fue con él y se situó en posición, arrodillándose. Kurt apuntó al centro y disparó.

La puerta dejó de existir, y la humeante abertura enmarcó un montón de retorcido metal y las formas de dos hombres silueteadas contra el ennegrecido muro de más allá, donde sus cuerpos y el arma que manejaban habían absorbido la energía del disparo.

Un movimiento a la derecha atrajo la atención de Kurt. Hubo un estallido de luz a medida que se volvía y Ben t’Irain boqueó de dolor derrumbándose bajo el arma.

T’Tefur. El sufaki movió la pistola a la deecha, hacia Kurt. Este se lanzó al sueño y el rayo alcanzó la pared ante la que había estado. Dos indras corrieron en ese instante hacia el líder sufaki. Uno cayó derribado y Kta, que era el otro, fue rozado por el rayo.

Kta esquivó la mesa que les separaba e Isthain trazó un invisible arco que terminó en el cráneo del sufaki. La pistola se descargó sin control y Kta se tambaleó al recibir el disparo en la pierna mientras las moribundas manos de t’Tefur intentaban agarrarle y fallaban. A continuación, Kta se irguió y se apoyó en Ishtain para volverse y mirar a los demás.

Kurt se inclinó sobre la zumbante arma y la desconectó, luego tocó el cuello de t’Irain para descubrir que no latía. El primer disparo de t’Tefur había sido certero.

Se puso en pie sobre sus temblorosas piernas, apoyándose en el chamuscado marco de la puerta. El calor le hizo retroceder de un salto y se tambaleó hasta llegar junto a Kta, pasando ante el tendido cuerpo de Ian t’Ilev, pues él era el otro hombre que había derribado t’Tefur antes de morir.

Kta no se había movido. Seguía junto a t’Tefur, teniendo ambas manos en el pomo de Ishtain. Luego Kurt se inclinó y cogió el arma de entre los dedos muertos de Shan t’Tefur, sin ningún sentimiento de triunfo al hacerlo, ninguna satisfacción en nombre de Mim o de los otros que habían muerto antes que él.

Lo que habían matado era una forma de vida, el último de una gran casa. Había muerto bien. Los indras guardaban silencio y Kta el que más.

Una pequeña forma plateada salió de su escondite detrás del sofá y corrió hacia la puerta abierta. T’Ranek la detuvo, la levantó en vilo mientras forcejeaba y luego volvió a bajarla.

—Es chan de la Methi —dijo Kta, pues en verdad era Pai t’Erefe, sufaki, compañera de Djan.

Una vez libre, se arrojó a sus pies llorando, formando una figura temblorosa y pequeña entre esa reunión de guerreros, pero también pertenecía al Afen, así que una vez manifestada la obediencia requerida a los conquistadores, se sentó con la espalda rígida y la cabeza erecta.

—¿Dónde está la Methi? —preguntó Kta, y Pai apretó los labios y no contestó. Uno de los hombres avanzó hacia ella y la agarró del brazo con crueldad.

—No —le pidió Kurt, y dejó caer una rodilla y miró a Pai de frente—. Pai, habla rápidamente. Aún hay posibilidades de que viva si me lo dices.

Los grandes ojos de Pai le miraron, dentro y fuera de él.

—No la dañéis —suplicó.

—¿Dónde está?

—El templo… —Cuando él se levantó, ella hizo lo mismo para atraer su atención—. Mi señor, t’Tefur quería las armas mayores, pero ella no se las entregó. Se las negó. Mi señor Kurt, no la matéis, mi señor.

—Probablemente la chan miente para ganar tiempo y que la Methi pueda preparar algo peor que esta bienvenida —dijo t’Ranek.

—No miento —sollozó Pai, prefiriendo agarrarse al brazo de Kurt sin vergüenza antes que ser ignorada—. La conocéis, mi señor Kurt. No miento.

—Vamos. —Kurt la cogió del brazo y miró a los demás, especialmente a Kta, cuyo rostro estaba pálido y tenso por la herida—. Esperad aquí. Voy al templo.

—Es un suicidio —dijo Kat—. No puede entrar allí, Kurt. Ni siquiera nosotros osaríamos ir tras ella allí. Ningún indras…

—Pai es sufaki y yo soy humano —dijo Kurt—, y ya no hay peor profanación que la presencia de Djan. Conserva el Afen. Has ganado, y ahora tienes que hacer que las cosas no se vayan por la borda.

—Entonces llévate hombres contigo —le suplicó Kta, y cuando ignoró la súplica—: Elas te quiere de vuelta.

—Lo recordaré.

Se apresuró llevando a Pai a su lado, pasando junto al cadáver de t’Irain ante la puerta y cruzó la sala hasta las escaleras de atrás. Mantuvo una mano en el brazo de ella y sostenía la pistola en la otra obligando a la chan a mantener un paso agobiante.

Pai sollozaba, caminando con pequeños pasos, tropezando con los faldones del vestido mientras bajaba las escaleras, aunque intentaba sostenerse agarrándole con la mano libre. Kurt la zarandeó cuando llegaron al rellano sin preocuparse de si le hacía daño o no.

—Si llegan a ella antes que yo, la matarán, Pai. Muévete si la quieres.

Y los pies de Pai bajaron las escaleras con mucha más seguridad después de esto, y se tragó las lágrimas, pues la valiente chan no tenía por qué haber tropezado tan a menudo. Bajó las escaleras por sus propios medios.

' Salieron al salón principal y atravesaron la multitud formada por los demás indras, y los hombres les miraron, pero no se atrevieron a detenerle; todo el mundo conocía al humano de Elas. Pai miró a su alrededor con ojos enloquecidos por el miedo, pero Kurt tiró de ella, haciéndola pasar bajo el debilitado techo de la puerta principal y dejando atrás la carnicería que se amontonaba en la entrada. Pai se sobresaltó y se detuvo. Kurt la hizo pasar con rapidez, sin culpar demasiado a la chica.

El viento nocturno les acarició, frío y limpio tras la peste a carne quemada del Afen. Al otro lado del patio inundado de luz se alzaba la oscura silueta del Haichematleke, y junto a ella el muro y la pequeña puerta que daba al patio del templo.

Atravesaron el área iluminada, temiendo el ataque de algún arquero y llegaron sin aliento a la puerta.

—Será mejor que estés diciendo la verdad —dijo Kurt.

—Lo hago —dijo Pai, y sus grandes ojos se desorbitaron, clavándose en algún lugar sobre su hombro—. ¡Señor! ¡Alguien viene!

—Vamos —dijo él, y, tras disparar contra la cerradura, abrió la puerta con el hombro—. ¡Rápido!

Las puertas del templo estaban abiertas de par en par, más allá de los escalones que seguían a los tres pilones triangulares. La dorada luz del fuegocorazón de Nephane iluminaba toda la plaza y velaba el cielo sobre la abertura del tejado.

Kurt aspiró profundamente y corrió hacia arriba, arrastrando a Pai consigo, ya que ésta se derrumbaba de agotamiento. La rodeó con el brazo y medio la llevó a cuestas, pues no quería dejarla para enfrentarse sola a quienquiera que les siguiese. Detrás de él volvió a oír ruido de lucha en la puerta principal, una resistencia renovada, gritos de victoria. No se detuvo para saber de quién.

Ya dentro, el gran fuegocorazón rugía en su foso circular alzándose hacia el gelos, la abertura del techo, el humo bullía tenebrosamente hacia las negras piedras.

Kurt continuó sujetando a Pai y entró con cuidado, manteniéndose pegado a la pared, examinando cuidadosamente hacia dónde se dirigía, y vigilando todos los recovecos oscuros. El crepitar del fuego ahogaba sus pasos y su brillo ocultaba todo lo que pudiera esconderse al otro lado de él. Lo primero que supiera de la presencia de Djan podía ser un rayo de fuego más mortal que el fuego que ardía por Phan.

—Humano.

Pai chilló cuando él dio media vuelta, arrojándola a un lado y manteniendo el dedo en el gatillo. El anciano sacerdote, el que estuvo a punto de enviarle a la muerte, estaba a un lado de la sala, bastón en mano, y detrás de él había otros sacerdotes.

Kurt retrocedió incómodo, dirigió una nerviosa mirada más a la izquierda, y luego otra vez a la derecha, hacia el fuego.

—Kurt —dijo Djan desde las sombras de su derecha.

Se volvió lentamente, sabiendo que ella estaría armada.

Allí estaba, con su cobrizo pelo brillando en las sombras, tan brillante como el bronce de los cascos de los hombres que había detrás de ella, y en sus manos estaba el arma que suponía habría. Ahora llevaba su propio uniforme, el que nunca la había visto llevar, de un verde que brillaba con irrealidad sintética en este tiempo y lugar.

—Cuando huiste supe que volverías.

Tiró el arma al suelo, mostrando así que tenía las manos vacías.

—Te sacaré de aquí, es demasiado tarde para salvar nada, Djan. Entrégate. Ven conmigo.

—¿Cómo? ¿Has olvidado, y Elas también? Te envían porque no pueden venir aquí. Temen este lugar. Y Pai, qué vergüenza, Pai…

—Methi —gimió Pai, arrastrándose por el suelo en su desventura—. Lo siento, Methi.

—No te culpo. Llevo días esperándole. Esta vez habló en nechai. —¿Y Shan t’Tefur?

—Ha muerto —dijo Kurt.

No hubo pena, sólo un ligero agitar en los ojos.

—Ya no podía razonar con él. Veía cosas que no existían, que nunca habían existido. Me dijeron que los demás encontraron soluciones propias. Dicen que las Familias se han entregado a Ylith de Indresul.

—Para salvar la ciudad.

—¿Y lo conseguirán?

—Creo que al menos tienen alguna posibilidad.

—Pensé que podía hacer que me escucharan. Tenía las armas necesarias para hacerlo, para demostrarles de dónde venimos.

—Agradezco que no lo hicieras.

—Organizaste este ataque pensando que no lo haría.

—Sabes que la lección no habría dado resultado. Y tienes demasiado sentido de la responsabilidad para permitir que mueran hombres defendiéndote. Te ayudaré a salir de aquí, a esconderte en las colinas. Hay gente en las aldeas que podría ayudarnos. Más tarde harás las paces con Ylith-methi.

Ella sonrió con tristeza.

—¿Cómo lo conseguiríamos si nos separa un mundo? Ylith no lo consentiría. Ni tampoco Kta t’Elas.

—Déjame ayudarte.

Djan movió su arma, desconectando la energía con una presión del pulgar.

—Marchaos —le dijo a sus dos compañeros—. Poner a salvo a Pai.

—Methi —protestó uno. Era t’Senife—. No os dejaremos con él.

—Marchaos —dijo ella, pero al ver que no lo hacían, se limitó a extenderle una mano a Kurt y dirigirse con él hacia la puerta. Los sacerdotes de blancas vestiduras retrocedieron desapareciendo en las sombras antes de dejar libre el paso.

Una sombra se alzó ante ellos.

T’Nethim.

Una espada relampagueó. Kurt se quedó inmóvil, anticipando el movimiento de la mano de Djan, levantando la pistola.

—¡No! —les gritó a los dos.

El y pan descendió.

Un grito de ultraje rugió en sus oídos. Cogió el brazo de t’Nethim arrojándole a un lado mientras los guardias sufakis le atacaban. Los levantados aceros cayeron casi simultáneamente. T’Nethim se derrumbó sobre los escalones, dejando un oscuro rastro tras él.

Kurt se arrodilló, vio la espantosa ruina que era el hombro de Djan y supo que estaba acabada, aunque todavía respiraba. Su estómago le dio un vuelco. Le pareció que sus ojos le miraban con piedad.

Entonces perdieron la luz de la vida, el fuego del umbral se reflejó en su superficie. Cuando la levantó en brazos estaba desmadejada, sin vida.

—Suéltala —ordenó alguien.

Ignoró la orden, aunque pensaba que un puñal sufaki se le clavaría en la espalda de un momento a otro. Acunó a Djan contra sí, consciente de los sollozos de Pai. Kurt no derramó lágrimas. Se habían quedado dentro de él, haciendo compañía al terror que le roía el estómago. Deseó que acabaran de una vez con él.

Una vibración ensordecedora llenó el aire, gimiendo profundamente con la cantarína voz del bronce, con el batir de la Inta; las notas temblaron y helaron la noche. Resonó una y otra vez hasta que se interrumpió, y Kurt se arrodilló y mantuvo su peso muerto contra los hombros hasta que por fin llegó hasta él uno de los sacerdotes más jóvenes y se arrodilló, abriendo las manos en un gesto de súplica.

—Humano —dijo el sacerdote—, por favor, por lo que es decente, permite que la saquemos de este lugar sagrado.

—¿Contamina vuestra capilla? —preguntó, temblando repentinamente de rabia por el ultraje—. Podía haber matado a todo ser viviente de las costas del Orne Sin. Y ni siquiera pudo matar a un hombre.

—Humano —dijo t’Senife, medio arrodillándose ante él—. Permite que se la lleven, humano. La tratarán de forma honorable.

Miró a los rasgados ojos del sufaki y vio pena en ellos. Los sacerdotes cogieron suavemente a Djan, y él hizo un esfuerzo para levantarse. Tenía las ropas empapadas con su sangre. Temblaba tanto que estuvo a punto de caerse, y volvió unos ojos deslumbrados hacia la plaza del templo, donde se había situado una hilera de guardias indras. Todavía se oía el Inta, llenando el mismo aire y pequeños grupos de hombres se movieron lentamente hacia la capilla.

Eran sufakis.

De pronto fue consciente de que todo lo que le rodeaba era sufaki, salvo por la distante hilera de espadachines indras que bloqueaban la entrada al templo.

Miró hacia atrás, dándose cuenta que se habían llevado a Djan. Había desaparecido la última cara humana de su propio universo que vería nunca. Oyó a Pai llorar desconsoladamente, y se inclinó casi inconscientemente para ponerla en pie y la entregó al cuidado de t’Senife.

—Venid conmigo —le dijo a t’Senife—. Por favor. Los indras no atacarán. Os pondré a salvo a los dos. No habrá más muertes en este sitio.

T’Senife cedió, hizo una seña a su compañero; hombres cansados ambos, con caras cansadas y tristes.

Bajaron los largos escalones. Los indras se volvieron, dispuestos a prender a los tres sufakis, los hombres y la chan Pai, pero Kurt se interpuso entre ellos.

—No —dijo—. No hay necesidad. Hemos perdido a t’Nethim, ellos han perdido una methi. Ha muerto. Dejadlos en paz.

Uno era t’Nechis, que había oído las noticias con serenidad e hizo una reverencia y previno a sus hombres.

—Si buscas a Kta t’Elas —dijo—, búscale en la muralla.

Id por vuestro camino —sugirió Kurt a los sufaki—, o quedaos conmigo si lo preferís así.

—Me quedaré contigo —dijo t’Snife—, hasta que sepa lo que planean hacer los indras con Nephane.

Había cinismo en su voz, pero seguramente disimulaba algún miedo, y los guardias de la Methi caminaron junto a él cuando buscó a Kta tras las líneas de los indras.

Lo encontró rodeado de hombres de Isulan, con la pierna vendada e Ishtain segura en su vaina. Kta alzó la mirada sorprendido, con alegría mezclada con miedo. Kurt se miró la ensangrentada mano y descubrió que temblaba y que sus rodillas estaban a punto de ceder.

—Djan ha muerto —dijo.

—¿Estás bien? —preguntó Kta.

Kurt asintió, y movió la cabeza indicando a los sufakis.

—Eran sus guardias. Merecen ser tratados con honor.

Kta les examino e inclinó la cabeza en señal de respeto.

—T’ Senife, ayúdanos. Quédate con nosotros un tiempo para que tu pueblo vea que no queremos dañar a nadie. Queremos que deje de haber lucha.

Entre la gente empezó a difundirse el rumor de que la Methi había muerto. El inta no había dejado de sonar. La multitud de la plaza aumentaba constantemente.

—Es Bel t’Osanef-dijo Toj t’lsulan.

Era verdaderamente Bel, abriéndose paso lentamente por entre la multitud, deteniéndose para decir algo o intercambiar una mirada con un conocido. Su presencia invocaba miradas hoscas y murmuraciones entre algunos, pero no estaba solo. Con él venían otros hombres, hombres cuyos años hacían que la multitud se apartara para ellos, murmurando con maravilla: los ancianos de los sufaki.

Kta alzó una mano para atraer su atención. Kurt permaneció a su lado, aunque se le ocurrió pensar que ofrecían un blanco muy vulnerable.

—Kta, ¿es cierto? ¿Ha muerto la Methi? —dijo Bel.

—Sí —dijo Kta, y dirigiéndose a los ancianos que expresaban su pena en murmullos—: No estaba planeado. Os lo suplico, venid al Afen. Os juro por mi vida que estaréis a salvo.

—Ya lo he jurado yo por la mía —dijo Bel—. Te escucharán. Los sufakis estamos acostumbrados a escuchar, y vosotros, los indras, a hacer las leyes. Esta vez la decisión deberá favorecernos a ambos, amigo mío, o no escucharemos.

—Podríamos complacer a algunos ciudadanos de Indresul con sólo repudiarte, pero no lo haremos. Recibiremos a Ylith-methi como una ciudad unida.

—Si podemos unirnos para rendirnos, también podemos hacerlo para luchar —dijo un anciano.

Entonces Kurt se dio cuenta como en un sueño terriblemente espantoso: las armas humanas de la ciudadela.

Echó a correr sobresaltando a Kta, sobresaltando a los indras, en tan gran medida que los guardias de la puerta corrieron hacia él antes de reconocerle en la oscuridad.

Pero el humano de Elas tenía venia para ir donde quisiera.

Atravesó corriendo el campo de batalla del patio con el corazón a punto de estallarle y subió las escaleras hasta llegar a. los pisos superiores del Afen.

Ni siquiera le desafiaron los que vigilaban en la antesala de la Methi hasta que les dio órdenes desde la habitación y desenvainó su ypan amenazándoles con él. Cedieron ante su salvaje frenesí, de tan histérico que estaba, y se marcharon.

—Llamad a t’Elas —urgió a los otros un joven hijo de Ilev—. El sabrá tratar con este loco.

Kurt cerró de un portazo y la atrancó. Luego cogió una mesa y la empujó contra la puerta, trabajando ya con ambas manos y bloqueándola con más muebles. Golpearon desde fuera, pero estaba asegurada. Luego se marcharon.

Se derrumbó temblando, demasiado cansado para moverse. Al rato oyó las súplicas de Kta, las de Bel, e incluso las de Pai.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Kta al otro lado de la puerta—. ¿Qué planeas hacer, amigo mío?

Pero era una voz sufaki, y no de Bel, la que le urgió a hacer lo inevitable.

—Tenéis ahí armas que podrían destruir la flota indras, que podrían liberar nuestra ciudad. ¡Sobre vos recaerá una maldición como no nos ayudéis!

Pero sólo respondía a Kta y Bel y siempre lo hacía con la misma respuesta:

—Marchaos de aquí. Me quedo.

Finalmente, se marcharon, y se tranquilizó un poco hasta que oyó un agitarse al otro lado de la barricada.

—¿Quién está ahí?

—Mi señor, no usaréis esas armas, ¿verdad? —dijo la temerosa voz de Pai cerca del suelo.

—No. No lo haré.

—Podrían haberos obligado. No Kta, ni Bel. Nunca os harían daño. Pero había otros que querían obligaros. Querían atacar. Kta les convenció para que no lo hicieran. ¿Puedo entrar, por favor?

—No, Pai. No me fío ni de ti.

—Pasaré aquí la noche, y os diré si vienen, mi señor.

—¿No me culpáis por no hacer lo que quieren obligarme a hacer?

Hubo un largo titubeo.

—Djan tampoco quiso hacer lo que la pedían y la honraba. Vigilaré por vos, mi señor. Descansad. No me dormiré.

Kurt se sentó en la única silla que quedaba, recostando la cabeza, y durmiendo en cortos períodos de tiempo, pese a no tener intenciones de hacerlo. A veces le preguntaba a Pai si dormía o no, pero siempre le respondía su vor, fiel y tranquila.

Entonces llegó la mañana por el cristal de la ventana que miraba al oeste. Cuando fue a mirar por ella, la cruda luz revelaba una enorme flota de guerra entrando en el puerto.

—Había llegado la flota de Ylith.

Esperó mucho tiempo después de que hubieran atracado. No había indicios de lucha. Acabó enviando a Pai escaleras abajo para que descubriera lo que sucedía.

—Hay señores indras en los salones de abajo —informó—, extranjeros. Pero les han dicho que estáis aquí. Están intentando decidir si atacarán contra esta puerta o no. Tengo miedo, mi señor.

—Dejad la puerta —le dijo.

Pero ella no lo hizo, pues la oía ocasionalmente en el exterior.

Luego recorrió todo el lugar, rompiendo maquinaria y aplastando circuitos delicados.

—¿Qué estáis haciendo? —gritó Pai, al oír el ruido.

—No se molestó en responder. Desmanteló las fuentes energéticas, las pocas armas de mano que encontró, todo. Luego deshizo la barricada que taponaba la puerta.

Ella esperaba fuera, con sus grandes ojos muy abiertos por el terror y la maravilla, y quizá un poco de sorpresa, pues estaba sucio y ensangrentado y casi tambaleándose del agotamiento.

—¿No os han amenazado? —preguntó él.

Ella hizo una reverencia.

—No, señor. Temían enfureceros. Conocen el poder de las armas.

—Vayamos a Elas.

—Soy chan de los methis —dijo ella—. No es correcto que deje mi puesto.

—Temo por vos en las condiciones que está este lugar. Visitad Elas conmigo.

Ella hizo otra reverencia, se enderezó y caminó delante de él.

La sorpresa de verle bajar las escaleras paralizó a los hombres de Indresul que esperaban allí con unos cuantos indras de Nephane. La presencia de los nephanitas entre las fuerzas de ocupación le animó algo.

—Las armas han sido desmanteladas más allá de mi capacidad para repararlas —dijo—. Estaré en Elas por si queréis buscarme.

Y para su sorpresa le dejaron pasar, y lo mismo hicieron los guardias de la Calle de las Familias, pues un hombre de Indresul se adelantó, mirando a los hombres, protegiéndole con su presencia.

—No te acaecerá daño alguno —dijo por fin el hombre—. Son órdenes de la Methi Ylith.

* * *

Ningún Hef atendía la puerta de Elas. Kurt la abrió por sí mismo y entró en sus sombras con Pai detrás suyo. Se detuvo ante la puerta del rhmei, pues no se había lavado de la lucha y no deseaba traer contaminación alguna a la paz de esta habitación.

Kta se levantó de la silla de Nym, y el alivio se pintó en su rostro. A su lado, en las sillas menores, se sentaban Bel, Aimu, ancianos de los sufaki y un extranjero, Vel t’Elas-en-Indresul.

Kurt realizó una reverencia, dándose cuenta de que había interrumpido algo de gran importancia, el que un indras de la ciudad resplandeciente se sentara ante este corazón.

—Pido tu venia —dijo—. He terminado en el Afen. Ningún arma humana amenaza ya vuestra paz. Decídselo a vuestra methi, Vel t’Elas.

—Le aseguré a Ylith-methi que ésa sería tu decisión —dijo Kta con voz tranquila pero llena de sentimientos contenidos—. ¿Es Pai t’Erefe la que está contigo?

—Necesita un lugar donde estar. Si Elas la acepta como invitada.

—Elas se honra al hacerlo —murmuró Kta—. Ve a lavarte y siéntate con nosotros, amigo Kurt. Estamos en medio de un asunto serio.

Pero antes de subir a su cuarto, Kta se acercó a él dejando a sus invitados.

—Estuvo bien hecho —dijo con suavidad—. Mi amigo, mi hermano Kurt. Ve a lavarte y reúnete con nosotros. Estamos resolviendo problemas. Es un problema de tres o cuatro rondas, pero la Methi Ylith ha jurado permanecer en puerto hasta que se haya resuelto. Lo hablaremos aquí, y luego bajaremos al puerto para hacerle saber nuestras decisiones. En estos momentos hay otros primos de Indresul en sus muchas casas, y cada casa indras ha acogido a los sufakis con ellos, refugiándolos en la santidad de sus corazones hasta que se resuelva esto. No os dañará a sufaki alguno, siempre y cuando acepte la amistad de la casa y la paz de nuestro techo.

—¿Aceptarán todos?

—No, todos no. Pero es posible que los más violentos hayan huido a sus colinas, o puede que vuelvan en paz cuando vean que es posible. Pero en todas las puertas de Sufak está el sello de alguna Familia Indras. No habrá saqueos. Y se han admitido amigos de la casa en todos los corazones. Esto se ha hecho, mientras tú permanecías encerrado en el Afen.

Kurt consiguió forzar una sonrisa.

—Y eso también estuvo bien hecho. ¿Aún soy bienvenido aquí?

—Eras de Elas —exclamó Kta indignado—. De este corazón y no sólo de refilón. Sube arriba.

—Debo buscar a la familia de t’Nethim —protestó.

—Ya se ha hecho. Te necesito. Yo te necesito. Elas te necesita. Cuando Ylith-methi sepa lo que has hecho, y lo sabrá, no tengo la más mínima duda de que querrá verte, y no puedes ir así, y no pueden ignorar las cuestiones que competen a tu corazón.

—Kurt asintió cansinamente, buscando las escaleras.

—Kta —dijo Bel en baja voz—. Atiéndele personalmente si lo deseas. Mantendremos la paz de tu corazón hasta que vuelvas, no es así, mi señor de Indresul. Quizá hasta encontremos temas de qué conversar mientras no estáis y siempre y cuando mi esposa nos traiga otra ronda de té.

Kta observó a los dos, al grave y anciano Bel y el joven sufaki que tenía su edad. Hizo una ligera reverencia y acompañó a Kurt a las escaleras.

—Vamos —dijo—. Estás en tu casa, amigo mío.

FIN