El humo de Nephane era visible hasta a gran distancia. Ascendía hasta ser atrapado por el viento del oeste que lo devolvía a la ciudad como uno de sus frecuentes mares de niebla, pero más oscuro y espeso, oscureciendo la luz de la mañana y ensombreciendo el puerto.
Los hombres que estaban en el puente de la Sidek contemplaron la costa en silencio cuando la nave de Ilev entró en el puerto encabezando la flota. El humo parecía surgir de la cima de la colina, pero nadie se atrevió a aventurar qué estaba ardiendo.
Finalmente, Kta apartó la mirada con un gesto de rabia.
—Kurt, mantente cerca de mí. Sólo los dioses saben a qué nos encaminamos.
Los remos aminoraron su batir y la Sidek se deslizó sobre el agua. Un hombre de Ilev fue el primero en pisar tierra con un cable de anclaje. Las demás naves entraron en los muelles en rápida sucesión.
Las multitudes atravesaron el pórtico de la muralla, reuniéndose en los muelles. Todos eran sufakis, no pocos en Ropas de Color, jóvenes y amenazadores, pero también los había con más edad y mujeres con niños, clamando y suplicando por noticias, mirando con asustados ojos a los destrozados aparejos de las naves. Algunos marineros que no habían partido con sus compañeros indras corrieron junto a ellos y empezaron a maldecir e invocar a los dioses apenados por lo que les había sucedido, buscando noticias de sus compañeros.
Y pronto se difundió el rumor de que la flota había rechazado a la Methi, hasta cuando Ian t’Ilev y otros capitanes dieron órdenes de sacar las pasarelas.
Los planes y contraplanes pasaron de tripulación en tripulación mediante exhortaciones de capitanes y cabezas de familia. Los descendientes de Indras se movieron con astucia, con tal decisión y certeza que los sufakis retrocedieron, confusos por el falso rumor de victoria.
Un joven revolucionario cargó hacia adelante, gritando palabras de odio e intentando enardecer a la multitud, pero se mantuvo la disciplina indras, aunque dejó inconsciente a un hombre de t’Nechis. El rebelde retrocedió y echó a correr, pues nadie le había seguido. Los descendientes de Indras mantuvieron las espadas envainadas, abriéndose paso con delicadeza y a no mayor velocidad de la que les permitía la asombrada multitud. No intentaron atravesar el pórtico, prefiriendo agruparse y formar en el muelle, y t’Isulan, que tenía la voz más sonora de toda la flota levantó los brazos reclamando silencio.
Noticias era lo que reclamaba la multitud, y ahora que se les ofrecían, se conminaron los unos a los otros a guardar silencio.
—Sólo les hemos retrasado —gritó t’Isulan—. Aún seguimos en peligro. ¿Dónde podemos encontrar a la Methi? ¿Aún sigue en el Afen?
El genio intentó responder afirmativamente, pero las preguntas y réplicas se ahogaron mutuamente. Las mujeres empezaron a gritar y todo el mundo hablaba al tiempo.
—Escuchadme —rugió t’Isulan por encima del ruido—. Retroceded y fortificad las murallas. Llevad vuestras mujeres a las casas y bloquead las puertas que den al mar.
El tumulto recomenzó, y Kta, en el centro de los indras, cogió a Kurt por el brazo y tiró de él hacia el interior, teniendo siempre cerca a t’Nethim.
Kurt llevaba la cabeza oculta en su ctan. No resultaba sospechoso entre tantos heridos, y el sol le había oscurecido la piel hasta hacer que se pareciera a la de los nemet. No obstante, le aterrorizaba pensar que la mera visión de su rostro humano pudiera dar al traste con todo el plan y ponerle en manos de la multitud. Se había hablado de dejarle en la nave, pero Kta había argumentado en contra.
Los descendientes de Indras empezaron a atravesar las puertas de la muralla interior, apresurándose en paz hacia sus casas, hacia sus propios corazones. Todo era un enorme farol. T’Isulan había disimulado la verdad con un talento inhabitual a ese linaje alto y rudo que era su Familia. Tenía la esperanza de organizar a los sufaki, y mantenerlos así a salvo de las Familias.
Y en la puerta interior les esperaban los rebeldes.
Hubo mofas. Se sacaron cuchillos. Volaron las piedras. Cayeron dos descendientes de Indras, siendo recogidos de inmediato por sus compañeros. T’Nethim se tambaleó al ser acertado por una piedra. Kta se apresuró alejándose más, medio cargando con él. La cabeza de la columna forzó la puerta a manos desnudas, con el peso de su número y su decisión. Se había jurado entre ellos que no se desenvainarían las armas, salvo en caso de extrema necesidad.
Cuando pasaron, había sangre en el suelo y manchando el marco de la puerta, pero los nacidos de Indras no dejaron que cayera ninguno de los suyos. Ganaron la calle en espiral de las Familias, y espantaron a los rebeldes con una última acometida, haciendo que se dispersaran ante ellos, en desorden y sin disciplina.
Entonces fue evidente el origen del humo. Las casas de la cima de la colina estaban en llamas, con sufakis llenando las calles de la escena. Las mujeres cogían a niños que lloraban y se agrupaban, atrapadas entre las llamas y el discurrir de rebeldes huyendo e indras avanzando. Una joven madre abrazó a sus dos hijos y se encogió contra el costado de su casa, llorando aterrorizada cuando pasaron a su altura.
Era la zona donde se unían las más acaudaladas casas sufakis con la Calle de las Familias, y donde el camino tomaba una última curva antes de ascender hacia el Afen. Dos casas sufakis, Rachik y Pamchen, estaban en llamas, y el blasfemo triángulo pintado de Phan evidenciaba la rivalidad religiosa que se había suscitado. Los atrapados sufakis corrían sumidos en el pánico entre el humo y la repentina carga de los indras.
—¡Dispersaos! —rugió t’Isulan, moviendo un brazo para indicar una barrera al otro lado de la calle—. ¡Acordonad la zona y aseguradla!
Un dardo emplumado se clavó en el pecho del hombre que estaba a su lado. Tis t’Nechis cayó tiñendo sus ropas de escarlata. Un segundo y un tercer dardo hicieron su impacto, uno sobre un indras y otro en un transeúnte sufaki que estaba en la línea de fuego.
—¡Ahí arriba! —gritó Kta, señalando al tejado de Dleve—. ¡Ve por él, t’Ranek! ¡Dispersaos! Por aquí, por aquí, rápido…
Los indras se movieron buscando refugio y aterrorizando a los sufaki que querían seguir resguardados donde estaban, pero los indras no desalojaron a nadie. Un niño aterrorizado echó a correr y un indras le cogió, devolviéndolo a los suyos pese a su frenético forcejear y patalear.
—¡Vecinos! —gritó Kta a la casa de Rachik—. No estamos aquí para haceros daño. ¡Dioses, dama shu-t’Rachik, llevad a esos niños al callejón! Que no se separen de la pared.
Hubo unas cuantas sonrisas, pues la primera dama t’Rachik con su progenie era como un asustado cachin con media docena de sus niños, también había otros miembros de su casa, hombres y mujeres, y también el anciano padre. Se conformaban con dejar la zona, y el anciano insinuó una reverencia a Kta t’Elas, en gratitud. Aunque su casa ardía, sus hijos estaban a salvo.
—Refugiaos cerca de Elas —dijo Kta—. Ningún indras os hará daño. Llevad también allí a los de Pamcheni, Gyan t’Rachik.
Sobre sus cabezas resonó un grito y un cuerpo cayó desde el techo para rebotar sobre el porche y luego sobre las piedras de la calle. El muerto arquero sufaki yacía con las flechas caídas encima de su cadáver como si fueran pajas.
Una muchacha de Dleve gritó, incesantemente, histéricamente.
—Rodead toda esta zona —indicó Kta a sus hombres—. ¡Ian! ¡Camit! Tomad la calle amurallada con Irain y poned una guardia. ¡Vosotros, ciudadanos sufakis! ¡Ocupaos de los fuegos! ¡Buscad cubos y palas! ¡Tú, t’Hsnet, únete a t’Ranek con todos tus primos!
Los hombres se dispersaron en todas direcciones siguiendo sus órdenes, abriéndose camino entre el humo y los asustados sufakis, pero los sufakis que se quedaron en las calles, ancianos y niños, se agruparon asustados y confusos, temerosos de moverse en cualquier dirección.
De las casas de calle arriba bajaron entonces otros descendientes de Indras, con los chani que se habían quedado para guardar las casas cuando zarpó la flota. Las mujeres sufaki gritaron al verles; eran hombres armados con la mortal ypai.
Kta se apartó de la pared con riesgo de su vida, pues los hombres de t’Ranek aún no estaban en posición de defender la calle de los arqueros. Levantó la diestra en señal a los indras que bajaban armas en mano.
—¡Alto! —gritó—. Tenemos todo bajo control. Esos pobres ciudadanos no son culpables de lo que sucede. Ayudadnos a asegurar el área y apagad los fuegos.
—Los sufakis los encendieron en casas sufakis —gritó el anciano chan de Irain—. ¡Que lo apaguen los sufakis!
—No importa quien los ha encendido —contestó Kta enfurecido, con el rostro púrpura por verse replicado por un chan de una casa amiga—. Ayudad a apagarlos. El fuego continúa ardiendo y pronto llegará hasta nuevas casas. Hay que apagarlos.
El chan se dio cuenta de pronto de a quién desafiaba, pues se detuvo de golpe, y otro hombre gritó:
—¡Kta t’Elas! ¡El, t’Elas, t’Elas!
—Así es —gritó Kta—. ¡Aún sigo vivo, t’Kales! ¡Bienvenido! ¡Ayúdanos!
—Esa gente no merece compasión —jadeó t’Kales, llegando hasta él y haciendo un amago de reverencia—. Intentamos defenderles y protegen a los hombres de t’Tefur hasta cuando prenden fuego a sus propias casas.
—Toda Nephane ha perdido la razón y no hay tiempo de culpar a nadie. Ayúdanos o quédate al margen. La flota de Indresul está a un día de la ciudad y o nos convertimos en un solo pueblo o veremos arder a Nephane.
—Dioses —respiró t’Kales—. Entonces la flota…
—Derrotada. Debemos organizar la ciudad.
—No podemos hacerlo, Kta. Nadie de ellos atenderá a razones. Hemos estado sitiados en nuestras propias casas.
—¡Kta! —exclamó Kurt, pues otro hombre bajaba corriendo calle abajo.
Era Bel t’Osanef. Uno de los descendientes de Indras le bloqueó el paso con un ypan envainado y estuvo a punto de derribarle, pero t’Osanef lo evadió con la agilidad de la desesperación.
—¡Luz del cielo! —gritó Kta—. ¡Alto, t’Idur! ¡Déjale pasar!
El marinero bajó su arma y Bel volvió a echar a correr, llegando a donde estaban ellos.
—Kta… ¡Por los dioses, Kta! —Bel estuvo a punto de derrumbarse por la carrera y las palabras le salieron ahogadas—. No tenía esperanzas…
—Estás loco para salir a la calle —dijo Kta—. ¿Dónde está Aimu?
—A salvo. Nos refugiamos en Irain. Kta…
—Me lo han dicho, me lo han dicho, mi pobre amigo.
—Entonces, por favor, Kta, por favor, mi gente es inocente de los fuegos. Digan lo que digan los tuyos… quieren hacernos responsables… pero es una mentira, una…
—Cálmate, Bel. No le hables al viento. Te suplico que te encargues de esta gente y hagas que ayuden o que abandonen la zona. La flota de Indresul viene hacia Nephane y tenemos muy poco tiempo para restaurar el orden y prepararnos.
—Lo intentaré —dijo Bel, y miró desesperadamente a la asustada gente de la calle y a los muertos en las calles. Fue hasta el arquero que yacía en el centro de la empedrada calle, se arrodilló y lo tocó, alzando luego la mirada con un gesto de negación y una expresión que pedía compasión a la multitud.
Una mujer se acercó, la misma que había gritado, y se arrodilló en la calle junto al muerto, llorando y meciéndose en su sufrimiento. Bel le habló con las palabras que no pudo oír nadie, aunque reinaba un extraño silencio en la calle y la multitud sólo turbado por el crepitar de las llamas. Luego cogió el cadáver del joven y lo llevó hasta donde estaban los sufakis.
—Permitid que llevemos a nuestros muertos al interior. Los hombres que puedan que apaguen los fuegos.
—Los indras lo iniciaron —dijo una de las mujeres.
—Udafi Kafurtin —dijo Bel con voz temblorosa—, no hay forma de saber quién empezó nada en el caos en que hemos convertido a Nephane. El único enemigo identificable es aquel que no colabore a apagarlos. ¡Kta! ¡Kta! Haz que tus hombres depongan las armas. Ya hemos tenido bastantes amenazas y armas en esta ciudad. Mi gente no está armada, y la tuya no necesita estarlo.
—Disparáis emboscados —gritó uno de los indras.
—¡Haz lo que dice! —gritó Kta, y le miró con tal furia que los hombres empezaron a obedecerlo.
Luego Kta hizo una profunda reverencia ante t’Nechis, que tenía un primo al que llorar y ofreció su ayuda, aunque Kurt esperaba furia y odio del afligido t’Nechis.
Pero t’Nechis era indras y un caballero. Correspondió a la reverencia con la misma gracia.
Ocúpate de ello Kta t’Elas. Los de Nechis le llevaremos a casa. Entraremos contigo en cuanto enviemos a mi primo a su reposo.
A mediodía ya estaban apagados los fuegos, y los sufakis que habían ayudado a combatirlos se recogieron en sus casas para atrancar las puertas y esperar en silencio.
La paz volvió a la Calle de las Familias, teniendo hombres armados de la flota a ambos lados de la calle y en los tejados, desde donde podían vigilar todo lo que se moviese. Las cicatrices ya eran visibles en los derruidos y vacíos cascarones de edificios y el pavimento cubierto de escombros.
Kurt dejó a Lhe t’Nethim a salvo en la antesala de Elas, y el indras se mostraba huraño y molesto por tener que poner el pie en una casa hostil.
Encontró a Kta en la acera. Como él, estaba sucio de hollín y sudor y las ligeras marcas de quemaduras de la lucha contra el fuego.
—Han enterrado a t’Nechis —dijo Kta huecamente, sin mirar a su alrededor.
Habían estado tanto tiempo juntos que les era posible sentir la presencia del otro sin mirar. Supo cómo era la cara de Kta sin vérsela, cansada y con ojeras y llena de dolor.
—Sal de la calle —dijo Kurt—. Eres blanco fácil.
—T’Ranek está en el tejado. No creo que haya peligro. Gracias a los dioses, la mitad de Nephane está en nuestras manos.
—Ya has hecho bastante. Ve a Irain. Aimu estará impaciente por verte.
—No deseo ir a Irain. Bel estará allí y no quiero verlo.
—Tendrás que hacerlo tarde o temprano.
—¿Qué puedo decirle? ¿Qué voy a contestarle cuando me pregunte qué pasará ahora? Perdóname, hermano, pero he hecho un trato con Indresul, y una vez juré que era imposible; perdóname, hermano, pero he entregado tu hogar a mis primos extranjeros; lo siento, hermano, pero te he vendido como esclavo para tu propia salvación.
—Al menos tendrán las mismas oportunidades que tiene un humano entre los indras —dijo Kurt con hosquedad—, y eso es mejor que morir, Kta. Es infinitamente mejor que morir.
—Espero que Bel lo vea así. Temo por esta ciudad cuando caiga la noche. Ha habido demasiada poca resistencia. Están reservándose algo. Y hay informes que dicen que t’Tefur está en el Afen.
Kurt dejó que el aliento silbara lentamente entre sus dientes y miró colina arriba, hacia la puerta del Afen.
—Si somos afortunados, Djan conservará el control sobre las armas.
—Pareces tener una extraña confianza en que no entregará ese poder.
—No lo hará. No voluntariamente. Puedo equivocarme, pero creo que sé cómo piensa Djan. Tendrá que sufrir mucho antes de permitir que esas máquinas se desaten sobre los nemet.
Kta giró la cabeza para mirarle, con la rabia en el rostro.
—Fue capaz de cosas que pareces haber olvidado. Tu humanidad te ciega, amigo mío, y me temo que hayas enterrado a Mim más profundamente de lo que podría hacerlo la tierra. No comprendo esto. O quizá sí.
—Hay cosas en las que aún no me conoces lo bastante como para hablar de ellas —dijo Kurt con una frialdad repentina y cortante.
Y caminó de vuelta a Elas, ignorando a t’Nethim, que retrocedió en la oscuridad, hasta llegar al rhmei, donde el fuego había muerto y las cenizas estaban frías. Se arrodilló sobre las esterillas como había hecho tantas tardes, y miró a la oscuridad.
El silencioso paso de Lhe t’Nethim se atrevió a entrar en el silencioso rhmei. Era un acto atrevido y valiente para un indras ortodoxo. Hizo una respetuosa reverencia ante el muerto cuenco del fuego y se arrodilló en el suelo desnudo.
Se limitó a esperar, como siempre había esperado, en silencio.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó Kurt vejado.
—Os debo el cuidado del alma de mi prima. He venido porque es adecuado que un pariente vea el corazón que honraba ella. Cuando la haya visto vengada, volveré a ser libre.
Era comprensible. Kurt podía imaginar a Kta haciendo algo tan temerario por Aimu.
Hasta por él.
Se había mostrado muy rudo con Kta. Le dolía, aunque hubiera estado justificado. Se alegró al oír los familiares pasos de Kta en la entrada, como un fantasma de todo lo que era Elas, turbando su reposo.
Kta entró en silencio y se arrodilló en la esterilla más cercana a Kurt.
—Hice mal —dijo Kurt—. Te debo una disculpa.
—No —dijo Kta con amabilidad—. Las palabras volaron sin propósito. A veces eres un extraño. Temí que recordaras deudas humanas. Y tú no has encontrado yhia alguno desde que perdiste a Mim. Para ti yace en el corazón de todo. Un hombre sin yhia por una gran pérdida no puede recordar las cosas con claridad, no puede razonar. Es peligroso para todos los que le rodean. Te temo. Temo por ti. Ni siquiera tú sabes lo que eres capaz de hacer.
Guardó silencio durante largo rato. Kurt no turbó ese silencio.
—Lavémonos —dijo Kta por fin—. Pienso volver a encender el corazón de Elas cuando me haya lavado la sangre de las manos, y devolver alguna sensación de vida a estos salones. Si temes subir arriba, utiliza mi cuarto y sé bienvenido.
—No —dijo Kurt, poniéndose en pie—. Subiré arriba. No te preocupes por mí.
La habitación que había sido suya y de Mim parecía poco distinta. La manchada esterilla había desaparecido, pero todo lo demás seguía igual: la cama, el sagrado phusa ante el que se arrodillaba y rezaba.
Había pensado que le sería difícil estar allí. Apenas podía recordar el sonido de la voz de Mim. Ese había sido el primer recuerdo que había olvidado. El más persistente seguía siendo la forma en sombras ante el fuegocorazón, Nym con brazos alzados, invocando ruina, despertando la venganza de los dioses.
Pero ahora sus ojos se clavaban en el vestidor, donde aún seguían los alfileres y peines usados por Mim, y cuando abrió el cajón encontró las bufandas que llevaban el gentil aroma del alud. La recordó a plena luz del día por primera vez desde hacía mucho tiempo, su suave tacto, la luz en sus ojos cuando se reía, el sonido de su voz deseándole buenos días, mi señor. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Cogió una de las bufandas, ligera como un sueño en sus encallecidas manos de remero, y la dobló y devolvió a su lugar. Elas volvía a ser su hogar, y podía existir allí, y pensar en ella y dejar de llorarle.
La peculiar sombra de t’Nethim se asomó insegura por el umbral. Kurt le oyó, miró y le dijo que entrara. El indras titubeó al pisar la delicada alfombra e hizo una reverencia ante el muerto phusa.
—Aquí hay ropa limpia —le dijo Kurt, abriendo el armario que contenía todo lo que había sido suyo—. Coged lo que necesitéis.
El se quitó las sucias ropas y entró en el baño, lavándose y afeitándose con agua fría, vistiéndose después con ropas limpias, mientras Lhe t’Nethim hacia lo mismo. Kurt se encontró cambiado, más moreno, más delgado, con costillas surcadas por cicatrices que aún le molestaban; infortunios que quedaban muy lejos, expulsados por las amistosas paredes de esta casa.
Sólo quedaba t’Nethim, que le seguía en silencio, para recordarle la guerra en la que estaban inmersos.
Al terminar bajaron al rhmei para reunirse con Kta.
Kta había vuelto a encender el fuego sagrado, y su cálida luz chisporroteaba y tocaba sus caras y perseguía las sombras hasta los recovecos más profundos del alto techo y los espacios que separaban los pilares de la antesala. Elas volvía a vivir en Nephane.
T’Nethim ya no podía entrar aquí, así que volvió al umbral de Elas para retomar su lugar entre las sombras, con espada dispuesta y descansando junto a él como un centinela, donde solía velar el chan en los tiempos antiguos.
Pero Kurt se unió a Kta en el rhmei y escuchó mientras éste alzaba las manos ante el fuego y rezaba una plegaria a los Guardianes por su bendición.
—Espíritus de mis Ancestros de Elas, padre mío, madre mía, el destino me ha traído aquí y me ha devuelto a casa. Padre mío, madre mía, amigos míos que esperáis abajo, aún no hay paz en Elas. Ayudadme a encontrarla. Volved a acogernos en la casa y dadnos la bienvenida, y soportad también la presencia de Lhe t’Nethim u Kma, que se sienta ante nuestra puerta, como un pedigüeño. Sombra de Mim, uno de los tuyos ha venido. Reposa en paz.
Permaneció un momento inmóvil, y luego dejó caer las manos y miró a Kurt.
—El sentimiento es más satisfactorio —dijo con calma—, pero sigue habiendo una carga. Lo noto. ¿Lo sientes tú, Kurt?
Kurt tembló involuntariamente, y su parte humana insistió en que era una corriente de aire frío la que desviaba el calor del fuego en otra dirección.
Pero de pronto supo a lo que se refería Kurt al hablar de malas sensaciones. Un enemigo ancestral se sentaba en su umbral. La incomodidad se abrió paso en el aire, la inquietud se hizo notar con fuerza. T’Nethim existía, T’Nethim esperaba, en una ciudad a la que no debería haber venido, en una casa que era enemiga suya.
Una parte de la yhia estaba fuera de lugar, esperando.
Permitid que le pidamos que vaya a otra casa, estuvo a punto de sugerir Kurt, pero se sintió demasiado avergonzado para hacerlo ya que era a él a quien seguía, sus propios talones los que él seguía como si fuera un perro.
Una llamada resonó en la puerta principal de Elas. Corrieron afuera, tomando las armas dejadas a la izquierda de la entrada al rhmei, y asintieron a la mirada interrogadora de t’Nethim. Este apartó la barra y abrió la puerta.
En el umbral había un hombre y una mujer: Aimu, con Bel t’Osanef.
Ella cruzó las manos sobre su pecho y se inclinó, y Kta correspondió a la reverencia. Cuando ella levantó la cara estaba llorando, las lágrimas corrían por su rostro.
—Aimu —dijo Kta—. Bel… Bienvenidos.
—¿Lo soy de verdad? —preguntó Aimu—. He esperado tanto este momento, hermano mío, tan pacientemente, y no venías a Irain.
—El, Aimu, Aimu, fuiste mi primer pensamiento al volver aquí. ¿Cómo no, hermana mía? Eres todo lo que nos queda a Kurt y a mí. ¿Cómo puedes pensar que no me importa?
Aimu le miró a la cara y su dolor se convirtió en una expresión preocupada, como si de pronto hubiera leído algo en Kta de lo que tuviese miedo, al conocerle.
—Mi querido hermano —dijo ella—, no hay mujeres en la casa. Recíbenos como huéspedes y permíteme que vuelva a convertir esta casa en tu hogar.
—Eso sería bienvenido. Sería muy bienvenido, hermana mía.
Ella hizo una ligera reverencia y se internó en la parte de la casa destinada a las mujeres. Kta miró a Bel, apenas capaz de hacer otra cosa, y los ojos del sufaki le miraron con serenidad. Exigían una respuesta.
—Bel, esta casa te da la bienvenida —dijo Kta—. Si es que deseas aceptar tal bienvenida.
—Puedes decírmelo tú, Kta.
—Pienso acabar con la disputa entre Tefur y nosotros.
Entonces miró directamente a Lhe t’Nethim, de modo que el indras supo que no se quería su presencia; y Lhe se retiró, sumiéndose en las sombras del vestíbulo, aún sin atreverse a entrar en el rhmei.
—Es un extranjero —dijo Bel—. ¿Es de las Islas?
—De Indresul —admitió Kta—. Olvídale, Bel. Ven al rhmei. Hablaremos.
—Hablaré aquí —dijo Bel—. Quiero saber lo que planeas. Si es venganza en t’Tefur, me uniré a ti en eso. Yo también tengo una deuda de sangre. Pero ¿por qué continúa sellada la calle? ¿A qué vienen este silencio en Irain? ¿Y por qué no has ido allí?
—No me presiones así, Bel. Lo explicaré todo.
—Has hecho algún acuerdo privado con las fuerzas de Indresul. Esa es la única conclusión con sentido. Quiero que me digas que me equivoco. Quiero de ti un relato que explique cómo volviste con la flota, quién es este extranjero que está en Elas, y muchas cosas más, Kta.
—Fuimos derrotados, Bel. Hemos comprado tiempo.
—¿Cómo?
—Bel… si te marchas ahora de aquí y levantas al pueblo contra nosotros, serás culpable de un derramamiento de sangre. Pedimos la batalla. La Methi Ylith no destruirá la ciudad si cumplimos con sus condiciones. Marcha de aquí si lo prefieres, traiciona esta confidencia, y tendrás sobre tu conciencia las vidas de todo tu pueblo.
Bel se detuvo con la mano en la puerta.
—¿Qué harías para detenerme?
—Te dejaría marchar-dijo Kta. —No te detendría. Pero tu pueblo morirá si lucha, y arrojará por la borda todo lo que hemos intentado darle. Ylith-methi no acabará con los sufaki, Bel. Nunca habríamos aceptado eso. Estoy luchando contra ella para ganar vuestra libertad. Y creo poder, si los sufaki no lo estropean todo.
Los ojos de Bel brillaban con frialdad, un músculo latía lentamente en su mandíbula.
—Te estás riendo —dijo por fin—. ¿No me dijiste una vez que los descendientes de Indras lucharían hasta la muerte antes de permitir que cayera Nephane? ¿Son éstas tus promesas? ¿Es esto lo que vale tu honor?
—Quiero que esta ciudad viva, Bel.
—Te conozco, amigo mío. Kta t’Elas siempre piensa en cosas que sean honorables. Y cuando los indras hablan de honor, siempre salimos perdiendo nosotros.
—Comprendo tu amargura; no te culpo. Pero consigo para ti tanto como puedo ganar yo.
—Lo sé. Sé que dices la verdad. Si no te creyera, les ayudaría a cortarte la cabeza. Dioses, mi amigo, mi pariente por matrimonio. Tenías que ser tú, de entre todos nuestros enemigos, el que viniera a decirme que nos habías vendido… por nuestra amistad. Honorablemente. Porque era el destino. Ai, Kta…
—Lo siento, Bel.
Bel lanzó una breve carcajada, un sonido semejante a un sollozo.
—Dioses. Mataron mi casa por estar al lado de Elas. Mi gente… intenté convencerlos con razones, que fueran justos. Hablé con mucha elocuencia, al, sí, y lo más terrible de todo fue que lo sabía… lo supe en cuanto me dijeron que había vuelto la flota… supe con toda la certeza del instinto lo que debían haber hecho los indras para volver tan pronto. Era el único camino razonable, ¿o no es el lógico, el expeditivo, el más conservador que se podía tomar? Pero hasta que no viniste a Irain no supe que habías sido tú quien nos hizo eso.
—T’Osanef —dijo Kurt—, el tiempo lo cambia todo, hasta en Indresul. Ningún humano habría salido vivo de las manos de Tehal-methi. Y a mí me liberaron.
—¿Habéis visto a Ylith-methi cara a cara?
—Sí —dijo Kta.
Bel le dirigió una mirada aún más incómoda.
—Dioses, casi podría creerlo… ¿es que os fuisteis directamente a Indresul? ¿Tenía razón t’Tefur sobre ti?
—¿Es eso lo que se rumorea en la ciudad?
—Un rumor que no he creído hasta ahora.
—Shan t’Tefur sabe dónde estábamos —dijo Kurt—. Intentó hundirnos cerca de las Islas, pero fuimos capturados por Indresul después de eso, y esa es la verdad. Kta ha arriesgado la vida por ti, t’Osanef. Lo menos que puedes hacer es concederle tiempo para oír toda la verdad.
Bel lo pensó un momento.
—Supongo que puedo hacerlo. Poco más puedo hacer, ¿no es así?
—¿Tomaréis mas té, caballeros? —preguntó Aimu, cuando el silencio duró largo rato entre ellos.
—No —dijo Bel finalmente, y le entregó la taza. Volvió a mirar a Kta y a Kurt—. Al menos ahora soy capaz de comprenderlo, Kta. Siento los sufrimientos que has padecido.
—Dices lo que hay en tu cabeza —dijo Kta—, no lo que hay en tu corazón.
—He escuchado lo que tenías que decir. No te culpo. ¿Qué podías hacer? Eres indras. ¿Elegiste la supervivencia de tu gente y la destrucción de la mía, ¿es tan antinatural?
—No permitiré que dañen a los sufaki —insistió Kta, mientras Bel seguía mirándole con ese profundo dolor que no admite lágrimas.
—¿Desafiarías a Ylith-methi por nosotros, como desafiaste a Djan? —preguntó Bel.
—Sí. Sabes que lo haría.
—Sí, porque Indras es honorable hasta la locura. Morirías por mí. Eso satisfacería a tu conciencia. Pero ya has hecho la elección que importa. Dioses, Kta, te quiero como a un hermano. Te comprendo, y eso me duele, Kta.
—A mí también porque sabía que te dolería. Pero estoy haciendo lo que puedo para impedir el derramamiento de sangre entre tu gente. No pido vuestra ayuda, sólo vuestro silencio.
—No puedo prometer eso.
—Bel —dijo Kurt cuando t’Osanef se levantó—. Escúchame a mí. Un pueblo siempre puede tener esperanzas, mientras siga con vida, hasta el mío, por muy bajo que haya caído en este mundo. Podéis sobrevivir a esto.
—Volviendo a ser esclavos.
—Incluso así. Las costumbres sufakis sobrevivirán, y si esto sobrevive, iréis ganando poco a poco. Lucha con ellos, pierde vidas, perece, y al final obtendrás el mismo resultado. Las costumbres sufakis se mezclarán con las indras y las de éstos con las vuestras. Inclínate ante el sentido común. Ten paciencia.
—Mi pueblo me maldeciría como a un traidor.
—Es demasiado tarde para hacer otra cosa —dijo Kurt.
—¿Están de acuerdo las Familias? —preguntó Bel a Kta.
—Se hizo una votación en la flota. Había bastantes casas presentes como para que las familias se vean forzadas a aceptar la decisión. La votación en el Upei sería una formalidad.
—No es algo inusual —dijo Bel, y miró a Aimu, que estaba sentada escuchando a todo, sumida en el dolor y el silencio—. Aimu… ¿tienes algún consejo que darme?
—No —dijo ella. Ningún consejo. Sólo que hagas lo que creas mejor. Si tu honrado padre estuviera aquí, seguramente sabría aconsejarte por ser sufaki, por ser de más edad. ¿Qué puedo decirte yo?
Bel bajó la cabeza y meditó un tiempo e hizo un gesto de profunda preocupación.
—Es una buena respuesta —dijo por fin—. Sólo odio la elección. Esta noche… esta noche en que todavía es posible moverse sin que uno de tus hombres me corte el cuello, hermano Kta, iré a ver a todos los hombres partidarios de mi padre que pueda encontrar. Te dejó t’Tefur a ti. No mataré a sufaki alguno. ¿Asumo que intentarás tomar el Afen?
Kta tardó en contestar, y la mirada de Bel contenía un humor amargo, como si desafiara su confianza.
—Sí —dijo Kta.
Entonces esta tarde iremos por caminos separados. Espero que tus hombres tengan el buen sentido de mantenerse lejos del puerto. ¿O es que Indresul planea un ataque nocturno?
—Si eso sucediese sabrías que las Familias han sido engañadas. Te digo la verdad, Bel. No espero que eso suceda.
A la puerta de Elas llegaban hombres de cuando en cuando, a medida que el día se sumía en la tarde, representantes de las casas reportando decisiones, urgiendo acciones. Tan t’Ilev llegó para informar que la calle estaba controlada a lo largo de la muralla de entrada al Afen. También trajo las nuevas mal recibidas de que Res t’Benit había sido herido en una emboscada en la parte baja de la calle, triste anticipo de problemas venideros, cuando la noche hiciera vulnerable la posición de las Familias.
—¿Dónde sucedió? —preguntó Kta.
—En Imas —dijo Ian—. Fue en la casa que mira hacia el barrio sufaki. Pero el asesino huyó y no pudimos seguirle en…
Se interrumpió en seco al ver a Bel ante la arcada triangular del rhmei.
Bel avanzó hacia adelante.
—¿Me consideras el enemigo, Ian t’Ilev? ' —T’Osanef—. Ian disimuló su confusión con una reverencia cortés. —No, sólo me sorprendí al veros aquí.
—Que raro. Mucha de mi gente no lo estaría.
—Bel —le regañó Kta.
—Tú y yo sabemos cómo están las cosas —dijo Bel—. Si me perdonáis, veo que las cosas se ponen en marcha y el sol se pone. Creo que es hora de que me vaya.
—Ve con cuidado. Espera hasta que haya bastante oscuridad.
—Tendré cuidado —dijo, y su voz recuperó un poco de calidez—. Kta, cuida de Aimu.
—Dioses, ¿te marchas en este momento? ¿Qué voy a decirle?
—Ya le he dicho lo que necesitaba decirle. —Bel se retraso un momento más, con la mano en la puerta, y miró hacia atrás—. Era tu mejor argumento; te agradezco que no te hayas rebajado a utilizarlo. Omitiré el desearte éxito, Kta. No te sorprendas si alguien de mi gente decide morir a estar de acuerdo contigo. Ni siquiera rezaré por la muerte de t’Tefur, porque quizá sea el último miembro de la nación que fuimos que vea este mundo. El nombre, mis amigos indras, era Chtelek, no Sufak. Pero probablemente carezca de importancia a partir de ahora.
—Al menos ármate, Bel —dijo Kta.
—¿Contra quién? ¿Los tuyos o los míos? Gracias, pero no. Te veré en el puerto, o estaré en él mañana por la mañana, sea lo que sea lo que me depare la fortuna.
La pesada puerta se cerró tras él, reverberando por entre las vacías habitaciones, y Kta miró a Ian con una expresión preocupada.
—¿Confías en él hasta tal punto? —preguntó Ian t’Ilev.
—No inicies acción alguna contra los sufaki. Insisto en eso, Ian.
—¿Sigue estando todo acorde al plan previsto?
—Estaré aquí al anochecer. Pero puedes hacer una cosa, llévate a Aimu contigo y ponía a salvo en una casa defendida. Elas no la protegería esta noche.
—Estará a salvo en Ilev. Habrá hombres de guardia, tantos como podamos permitirnos. Las mujeres de Uset también estarán allí.
—Eso me tranquilizaría grandemente —dijo Kta.
* * *
Aimu sollozó cuando se separaron, como si ya hubiera estado llorando e intentara no hacerlo. Fue al phusmeha antes de dejar la casa y arrojó al fuego sagrado su bufanda de seda. Explotó en una breve llamarada y extendió las manos en una oración. Entonces fue y se puso al cargo de Ian t’Ilev.
Kurt sintió profundamente su dolor y le costó trabajo pensar que Kta no realizara alguna despedida especial, pero ella le hizo una reverencia con la misma formalidad que siempre había habido entre ellos.
—Que el cielo te guarde, hermano mío —dijo en voz baja.
—Que los guardianes de Elas velen por ti, hermanita mía, que una vez perteneciste a esta casa.
Eso fue todo. Ian abrió la puerta para que pasara y la acompañó hasta la calle, dirigiendo hacia arriba una mirada preocupada, a los tejados donde aún había guardias vigilando, una presencia reconfortante. Kta volvió a cerrar la puerta.
—¿Cuánto queda? —preguntó Kurt—. Ya casi oscurece. Shan t’Tefur debe tener ideas propias.
—Estamos a punto de salir.
T’Nethim apareció silenciosamente entre las sombras del vestíbulo. Kta hizo un gesto con la cabeza y t’Nethim avanzó para unirse a ellos.
—Quedaos junto al umbral —le ordenó Kta—. Y no os mováis. Lo que todavía queda por hacerse no tiene que ver contigo. Te prohibo que invoques a tus Guardianes en esta casa.
T’Nethim pareció incómodo, pero se inclinó y volvió a su lugar acostumbrado junto a la puerta, colocando la espada en el suelo, ante él.
Kta caminó con Kurt hasta el fuego del rhmei, y Kurt se dio cuenta entonces del porqué de la advertencia a t’Nethim, pues Kta caminaba por la pared izquierda del rhmei, donde estaba colgada Ishtain, la Espada de Elas. La ypansul llevaba nueve generaciones sin ver turbado su descanso, desde que se expulsó a los humanos de Nephane, pero atenciones ocasionales habían mantenido brillante su metal y en buen estado la empuñadura recubierta de cuero. Las ypai-sulim, las Grandes Armas, eran únicas a sus casas y llenas de su historia. Ishtain, forjada en Indresul cuando Nephane aún era una colonia, casi mil años antes, y se había consagrado con la sangre de un sufaki cautivo en el bárbaro pasado, y enarbolada anteriormente en batalla por once hombres.
La mano de Kta titubeó al aferrar su pomo ennegrecido por los años, pero levantó el arma, funda incluida, y fue hasta el fuegocorazón. Allí se arrodilló y posó la gran Espada en el fuego, con las manos extendidas ante ella.
—Guardianes de Elas —dijo—, despertad, despertad y escuchadme, todos vosotros, los espíritus que me conocen o los que han enarbolado esta espada. Yo, Kta t’Elas u Nym, último de esta casa, os invoco. Sabed de mi presencia y de la de Kurt Liam t’Morgan u Patrick Edward, amigo de esta casa. Sabed que en mi umbral se sienta Lhe t’Nethim u Kma. Permitid que vuestro poder proteja a mi amigo y a mí, y que no dañen al que está en nuestra puerta. Alzamos a Ishtain contra Shan t’Tefur u Tlekef, y los motivos os son de sobra bien conocidos. Y tú, Ishtain, tendrán la sangre de t’Tefur o la mía. Dirige tu ira contra t’Tefur y contra ningún otro. Mucho has dormido sin ser turbada, mi temida hermana, y sé cuál es el tributo debido por despertarte. Estará saldado con la luz del alba, y una vez transcurrido ese momento, podrás volver a dormir. Juzgadme, Guardianes, y si mi causa es justa, dadme fuerza. Devolved la paz a Elas, ya sea mediante la muerte de t’Tefur o la mía.
Y diciendo esto tomó la espada envainada y la descubrió, y la sagrada luz brillaba en toda su longitud cuando se asentó en su mano. Grabado en su brillante superficie estaba el relampagueante emblema de la casa, pareciendo brillar y cobrar vida en la oscuridad del rhmei. Alzó la hoja con ambas manos hasta situarla ante el fuego y se levantó, alzándola hacia el cielo y volviéndola a bajar, para devolverla a su funda y llevársela luego al cinturón.
—Hecho está —le dijo a Kurt—. Ten ahora cuidado conmigo, aunque tu alma humana dude de poderes semejantes. La última vida que bebió Ishtain fue humana, y es una criatura maligna, difícil de dormir una vez despertada. Es la más antigua de todas las Sulim de Nephane, y tiene voluntad propia.
Kurt asintió y no dijo nada. Fuera cual fuera el temperamento del espíritu que vivía en este metal, conocía el que vivía en Kta t’Elas. El gentil Kta se había preparado para matar, y no quería estar demasiado cerca de él o que algún amigo se interpusiera en su camino.
Y cuando llegaron al umbral donde esperaba Lhe t’Nethim, éste postró el rostro en el suelo de piedra y dejó que Kta pasara por la puerta antes de levantarse él. Y cuando Kurt se retrasó en cerrar la puerta de Elas y asegurarla, t’Nethim se puso en pie y salió de la oscuridad, llevando en su sudorosa cara la mirada de un hombre que acaba de ser rozado por algo que ansiaba su vida.
—Ha orado por vuestra salvación —se aventuró Kurt a decirle.
—A veces no basta con eso —dijo Lhe t’Nethim—. Ve delante, t’Morgan, pero tened cuidado. En esa casa viven los muertos de Elas, Mim, mi prima…
Se interrumpió con un escalofrío y Kurt procuró dejar mentalmente a un lado la superstición nemet horririzado ante la posibilidad de que el nombre de Mim pudiera verse mezclado en la sangrienta historia de Ishtain.
Corrió para alcanzar a Kta, y supo que Lhe t’Nethim le seguía a prudente distancia.