Esta vez no fue Lhe quien se hizo cargo de ellos, sino otro hombre rodeado de desconocidos el que se encargó de llevarlos no al rbmei, sino fuera de la fortaleza.
Cuando llegaron al patio y no giraron para entrar en el templo, sino hacia la otra puerta del complejo de Indume, Kta dirigió a Kurt una mirada asustada que contenía una comprensión involuntaria.
—Nos dirigimos al puerto —dijo.
—Esas son nuestras órdenes —dijo el capitán del destacamento—. La Methi está allí y la flota va a zarpar. Moveos t’Elas, ¿o preferís que os arrastremos encadenado por las calles?
Kta alzó la cabeza. Por un momento la mirada de Nym t’Elas brilló en sus oscuros ojos.
—¿Cuál es vuestro nombre?
El guardia pareció arrepentido de sus palabras.
—No me maldigáis t’Elas. Repetía las palabras de la Methi. No creyó que fueran necesarias las cadenas.
—No —dijo Kta—, no son necesarias.
Inclinó la cabeza y continuó caminando al ritmo de los guardias, con Kurt a su lado. El nemet resultaba una figura que inspiraba piedad bajo la implacable luz del día, con sus sucias ropas, su rostro sin afeitar, que en los nemet requería mucho tiempo para que se notase.
Kta no miró ni a izquierda ni a derecha cuando atravesaron las calles y la gente se detenía para mirarlos. Conociendo su orgullo, Kurt percibió cómo sufría, su vergüenza en los ojos de esa gente, y no pudo evitar el pensar que Kta t’Elas habría tenido menos espectadores de su infortunio de no tener la desgracia añadida de ir acompañado por un humano. A oídos de Kurt llegaron algunos de los comentarios hechos en voz baja y casi empezaron a hacer efecto en él: qué feo era, cuánto pelo tenía, qué parecido a un nemet, y lo capturaron con un descendiente de Indras, qué increíble, ¡qué pena para la casa de Elas-en-Indresul ver a uno de sus hijos extranjeros en semejante estado y semejante compañía!
La pasarela de la primera trimerre que vieron en el puerto estaba bajada y remeros y tripulación subían y bajaban por ella haciendo comprobaciones. Junto a la proa había un palio azul sostenido por postes dorados, bajo el cual se sentaba Ylith, estudiando unos mapas con Lhe t’Nethim y no prestó atención a su llegada.
Cuando finalmente lo hizo ya estaban arrodillados ante ella. Despachó a Lhe con un gesto y se volvió para enfrentarse a ellos. Seguía llevando la corona de su cargo e iba modestamente vestiga con un chelam y un pelan de pálida seda verde, esbelta y delicada en este lugar de guerra. Sus ojos se posaron en Kta sin mostrar emoción, y Kta se postró a sus pies. Kurt le imitó involuntariamente.
Ylith chasqueó los dedos.
—Se os permite sentaros —dijo, y los dos se enderezaron a la vez.
Ylith les miró pensativa, sobre todo a Kta.
—El, t’Elas —dijo con suavidad—. ¿Has tomado ya tu decisión? ¿Solicitaréis clemencia?
—No, Methi.
—Kta, no… —exclamó Kurt, pues había esperado otra cosa.
—Si buscáis aconsejar al hijo de Elas en vuestra lengua bárbara, hará bien en escucharos.
—Methi —dijo Kta—. Lo he meditado y no puedo concederos lo que me pedís.
Ylith le miró con la ira acumulándose en los ojos.
—¿Hacéis un gesto así, para que yo reconsidere y os perdone? ¿O es que al otro lado del Mar Divisor enseñan tan poca religión que tan poco sopesan las consecuencias? ¿Aceptáis tanto las herejías de los sufaki que quizá os encontréis más a gusto con esos espíritus oscuros que no osamos nombrar?
—No, Methi —dijo Kta, con voz temblorosa—. Los de Elas somos una casa piadosa y no nos hacéis justicia.
—¿Entonces me decís que cometo un error, t’Elas?
Kta inclinó la cabeza, atrapado sin esperanzas entre el sí y el no, entre cometer una blasfemia y admitirla.
—¿Tan aplastantemente difícil es aceptar nuestros deseos, t’Elas?
—Ya he dado mi respuesta a la Methi.
—Y decidido morir maldito. —La Methi volvió sus rostro hacia el mar abierto, extendiendo en esa dirección su mano de esbeltos dedos—. Es un frío lugar de reposo, t’Elas, y muy frío en brazos de las hijas de Kalyt. Una tumba de felón, el mar… una tumba para los que no tienen una casa, para los que han vivido su vida en forma tan vergonzosa que no hay nadie que les llore, ni siquiera en su propia casa. Un destino semejante se reserva para los impíos que desafían a un padre o al Upei. Si yo maldigo… maldigo vuestra alma no sólo para vuestro corazón o vuestra ciudad, sino para toda la humanidad y de todos los que han nacido en esta última raza de hombres. Las más inmundas antesalas de la muerte; Yeknis, en cuyas oscuras regiones viven las sombras, esos innombrables primogénitos de Caos. ¿Siguen enseñando esas cosas en Nephane, t’Elas?
—Sí, Methi.
—El Caos es el justo destino de un hombre que no se inclina ante la voluntad del cielo. ¿Decís que no soy justa?
—Methi, creo que sois la Elegida del Cielo y os reverencio como reverencio el hogar de mis Ancestros-en-Indresul. Quizá hayáis sido designada por el cielo para la destrucción de mi pueblo, pero si el cielo destruye mi alma por rehusarme a ayudaros, entonces los decretos del cielo son increíblemente duros. Os honro, Methi. Creo que de alguna manera sois justa, al igual que lo es el propio Destino. Por tanto, haré lo que crea recto y no os ayudaré.
Ylith le miró con furia, luego chasqueó los dedos convocando a los guardias para que se lo llevasen.
—Hombre desgraciado. Ciego a la necesidad y bendecido con el testarudo orgullo de Elas. Esa cualidad me ha servido bien hasta ahora, y me es muy difícil considerar una falta lo que siempre he apreciado más en vuestra casa. En verdad me apiado de vuestra persona, Kta t’Elas. Id y reconsiderad otra vez si habéis elegido bien. Hay un momento en que los dioses nos dan una oportunidad para ceder antes de continuar adelante. Sigo ofreciéndoos la vida. Esa es la justicia del cielo, Tryn, encadénalos bajo el puente. El hijo de Elas y su amigo humano navegan con nosotros, contra Nephane.
La escotilla se abrió golpeando la cubierta y una silueta bajó a la cala por los crujientes escalones.
—T’Elas. T’Morgan. —Era Lhe t’Nethim, y un momento después el oficial indras estaba tan cerca de ellos que sus rasgos fueron claramente discernibles—. ¿Tenéis todo lo que necesitáis? —preguntó, y se sentó sobre los talones un poco más lejos del alcance de sus cadenas.
Kta apartó la cara. Kurt, sintiendo una especie de deuda ante la reserva de este hombre, inclinó la cabeza en diferencia.
Estamos lo bastante bien —dijo Kurt, y así era, considerando las circunstancias.
Lhe apretó los labios.
—No vine para disfrutar de la vista. Haré por ambos todo lo que esté en mi mano, que os habéis portado bien con mi casa, haré todo lo que esté en mi mano.
—Os habéis portado siempre con amabilidad —dijo Kurt, aunque cuidándose de no herir la sensibilidad de Kta—. Basta con eso.
—Elas y Nethim son enemigas; eso no cambia. Pero si Mim os eligió por propia voluntad siendo humano, sois un humano excepcional. Y t’Elas, como la acogisteis y disteis refugio, os doy las gracias —dijo con dureza en la voz—. Conocemos la historia de su esclavitud entre los tamurlin, mediante Elas-en-Indresul y mediante la Methi. Es una amarga historia.
—Nos era muy querida —dijo Kta, mirándole.
El rostro de Lhe era huraño.
—¿La poseísteis?
—No hice tal —dijo Kta—. Fue adoptada por el chan de Elas. Ningún hombre de mi pueblo la trato más que como a una mujer honorable, y la entregué a mi amigo según su propia voluntad, y éste se esforzó con todo su corazón en tratarla bien. Por Mim ha muerto Elas-en-Nephane. Hasta ese punto la defendimos. No sabíamos que era de Nethim. Pero por ser Mim, y de nuestro corazón, Elas la habría defendido pese a que nos lo hubiera dicho.
—Fue querida —dijo Kurt, porque vio el dolor en los ojos de Lhe—, y no tenía enemigos en Nephane. Fui yo quien la mató.
—Decidme en qué forma —dijo Lhe.
Kurt bajó la mirada, reacio a ello, pero Lhe era nemet y había cosas que no tendrían sentido para él sin toda la verdad.
—La raptaron enemigos míos y la poseyeron; la Methi de Nephane la humilló. Murió por su propia mano, Leh t’Nethim. También me culpo de eso. Si hubiera sido bastante nemet para saber lo que iba a hacer, no habría dejado que estuviera sola.
La cara de Lhe parecía de piedra tallada.
—No —dijo—. Mim eligió bien. Si fuerais nemet lo sabríais. Habríais hecho mal deteniéndola. Nombrad a quien hizo eso.
—No puedo. Mim no conocía sus nombres. —¿Eran indras?
—Sufakis. Hombres de San t’Tefur u Tlekef.
—Entonces hay una deuda de sangre entre esa casa y la de Nethim. Que los Guardianes de Nethim se ocupen de ellos como lo haría yo de encontrarlos, y con Djan-methi de Nephane. ¿Cuál es el emblema de Tefur?
—La Gran Serpiente Yr —dijo Kta—. Oro sobre verde. Deseo que te vaya bien en tu deuda de sangre, t’Nethim; también vengaréis a Elas, ya que yo no puedo.
—Obedeced a la Mathi —dijo Lhe.
—No. Pero Kurt puede hacer lo que quiera.
Lhe miró a Kurt, y Kurt no añadió nada. Lhe hizo un gesto de exasperación.
—Debéis admitir que la Methi os ha ofrecido muchas oportunidades. Es milagroso que esta noche no durmáis en el fondo del mar.
—Nephane es mi ciudad —dijo Kta—. Y en cuanto a vuestra guerra, vuestro trabajo en ella no habrá concluido hasta que acabéis conmigo, así que dejad de esperar que obedezca a la Methi. No lo haré.
—Si persistís en esa actitud, probablemente me asignen la tarea de ser vuestro ejecutor. No apreciaré tal asignación pese a la rivalidad existente entre nuestras casas. Pero obedeceré sus órdenes.
—Para ser un hijo de Nethim, os mostráis muy justo con nosotros. Nunca lo habría esperado.
—Para ser un hijo de Elas, también sois bastante justo. Y ni siquiera puedo objetar al huésped de vuestra casa —añadió con una mirada a Kurt—. No quiero mataros. Este humano y vos me perseguiríais el resto de mi vida.
—Vuestros sacerdotes no están seguros de que yo tenga un alma capaz de hacer tal cosa —dijo Kurt.
Lhe se mordió el labio; había estado muy próximo a la herejía. Y el corazón de Kurt estuvo con Lhen t’Nethim, pues quedaba muy claro que a sus ojos era más que un animal.
—T’Nethim —dijo Kat—, ¿os ha enviado la Methi?
—No. Mi consejo es de corazón, t’Elas, ceded.
—Decidle a vuestra Methi que deseo hablar con ella.
—¿Le suplicaréis el perdón? Es lo único que querrá oír de vos.
—Decídselo. ¿No es cosa de su elección si acepta o no?
Los ojos de Lhe estaban asustados. Se clavaron en Kta directamente, sin reverencia ni cortesía, como si pudiera sacarle algo.
—Se lo preguntaré —dijo Lhe—. Ya arriesgo la ira de mi padre; la ira de la Methi es menos rápida, pero la temo más. Si os presentáis ante ella, será con esas cadenas. No arriesgaré vidas de Nethim por una petición de Elas.
—Consiento en eso —dijo Kta.
—Jurad que no actuaréis con violencia.
—Lo juramos ambos —dijo Kta, pues podía decirlo como señor de Elas.
—La palabra de un hombre a punto de perder su alma, y de un humano que quizá no tenga una —declaró Lhe incómodo—. Luz del cielo, no puedo hacer que Nethim responda por gente como vosotros.
Y se levantó y dejó la cala.
Ylith tomó una silla y se sentó confortablemente antes de que se postraran a sus pies. Había decidido recibirles en sus habitaciones, y no en el puente. La dorada luz de las oscilantes lámparas desprendía un calor exquisito tras el frío y el olor de la cala. Bajo sus helados huesos había gruesas alfombras.
—Podéis sentaros —dijo ella, permitiendo que levantaran las caras, y recibió una taza de té de una doncella y le dio un sorbo. No había taza para ellos. No estaban allí bajo los términos de la hospitalidad, y no podrían hablar hasta que no se les concediera permiso. Terminó lentamente la taza de té, mirándoles, siguiendo el ritual de despejar la mente antes de tocar un problema delicado. Finalmente, le entregó la taza a la chan y les miró.
—T’Elas y t’Morgan. No sé por que debo preocuparme constantemente de vosotros cuando uno de mis propios ciudadanos cumplidores de la ley tienen que esperar mucho más para conseguir una audiencia conmigo. Pero vuestro futuro probablemente sea más corto que el de ellos. Convencedme rápidamente de que no pierdo el tiempo.
—Methi —dijo Kta—, he venido a suplicar por mi ciudad.
—Entonces estáis haciendo un esfuerzo inútil, t’Elas. Emplearíais mejor el tiempo suplicando por vuestras vidas.
—Escuchadme, por favor, Methi. Vais a malgastar bastantes vidas de vuestra gente. No es necesario.
—¿Qué es? ¿Qué tienes que ofrecer, t’Elas?
—Razón.
—Razón. Amáis a Nephane. Comprensible. Pero os expulsaron, asesinaron vuestra casa. Yo, por otra parte, os perdonaría por vuestra lealtad hacia ellos y os consideraría como uno de los míos. ¿Me comporto como un enemigo, Kta t’Elas?
—Sois enemigo de mi ciudad. —En verdad que Nephane debe estar maldita con la locura, expulsando a un hombre que la ama y honra a los que la dividen. No tengo necesidad de destruir esa ciudad, pero me obligan a ello. No quiero nada de lo que sucede allí, de guerra, de costumbres humanas. No permitiré que el contagio se propague—. Alzó la mirada hasta la chan y despachó a la mujer, volviendo a centrar la atención en ellos. —Ya estáis en guerra —les dijo—. Yo sólo pretendo terminarla.
—¿Qué… guerra? —preguntó Kta, aunque Kurt supo en su corazón lo que debía haber pasado y estuvo seguro de lo que hizo Kta. La respuesta de la Methi no fue ninguna sorpresa.
—Guerra civil —respondió—. Un conflicto inevitable. Intervendremos del lado de los descendientes de Indras, aunque estoy seguro de que nuestra ayuda es menos que deseada.
—No deseáis ayudar a las Familias —dijo Kta—. Las trataréis como a nosotros.
—Los trataré como estoy intentado trataros. Os recibiría como a un indras, Kta t’Elas. Volvería a hacer poderosa a Elas-en-Nephane, tal y como debería ser, unida a Elas-en-Indresul.
—Mi hermana está casada con un señor sufaki. Mi amigo es humano. Muchos de los amigos de la casa de Elas-en-Nephane tienen sangre sufaki. ¿Ordenarías a Elas-en-Indresul que honrara nuestras obligaciones?
—Una Methi no puede intervenir en los asuntos de una casa.
Era la respuesta legalmente correcta.
—Podría garantizaros las vidas de esas personas —dijo ella—. Una Methi siempre debe intervenir de parte de la vida.
—Pero no podéis ordenarles su aceptación.
—No. No puedo hacer eso.
—Nephane es indras y sufakis y humanos.
—Cuando yo termine, ese problema estará resuelto.
—Atacadles y se unirán contra vos.
—¿Cómo? ¿Sufakis uniéndose a indras?
—Ya sucedió antes, cuando esperabais poder apoderaros de nosotros.
—Eso fue diferente. Las Familias eran poderosas entonces, y deseaban más libertad de la madre de las ciudades. Ahora, las Familias han perdido su poder y yo puedo ofrecérselo a todo el que renuncie a la herejía sufaki. Mi honrado padre Tehal-methi estaba menos inclinado a ser clemente, pero yo no soy mi padre. No deseo matar indras.
Kta hizo una ligera reverencia.
—Entonces, haced que los barcos den media vuelta, y seré tu hombre. Sin reservas.
Puso las manos en los brazos de la silla y ahora clavó los ojos en Kurt para volver a Kta.
—Presionáis demasiado. T’Morgan, nacisteis humano, pero os habéis elevado sobre ello. Casi puedo amaros por vuestra determinación; intentad ser nemet tan esforzadamente… Pero no comprendo a los sufakis que nacieron nemets y rechazaron la verdad, dedicándose a despojar todo lo que consideramos sagrado. Y mucho menos aún comprendo a los nacidos de Indras como vos, t’Elas —su voz iba adquiriendo dureza—, pues buscáis salvar una forma de vida cuyo propósito es la destrucción de Ind.
—No pretenden destruirmos.
—Ahora me diréis que el resurgimiento de viejas costumbres en Sufak es un falso rumor, que las jafikn y las Ropas de Color no son corrientes, y que no se efectúan oraciones en el Upei de Nephane que mentan a los malditos y blasfeman de nuestra religión. Mor t’Uset ul Orm es testigo de tales cosas. Vio a un tal Ny, t’Elas levantarse en el Upei para hablar contra t’Tefur y sus blasfemias. ¿Tenéis menos valor que vuestro padre, o acaso deshonráis sus deseos, t’Elas?
Kurt miró a Kta, sabiendo cómo le afectaría esto, casi dispuesto a sujetarle por si hacía algo imprudente. Pero Kta inclinó la cabeza, blancos los nudillos de sus entrelazadas manos.
—¿T’Elas? —preguntó Ylith.
—Confiad en mí para conocer los deseos de mi padre —dijo Kta, volviendo a alzar la cara, compuesta, tranquila—. Es nuestro credo, Methi, y no deberíamos cuestionar la sabiduría del cielo al disponer dos pueblos en el Orne Sin, así que no buscamos destruir a los sufakis. Soy de Indras y creo que la voluntad del cielo prevalecerá pese a los actos de los hombres, y por tanto vivo mi vida tranquilamente ante los ojos de mis vecinos sufakis. No deshonraré mis creencias luchando por ellos, como si ellos necesitaran defensa.
Los oscuros ojos de Ylith ardieron de furia por un momento, pero luego se calmaron, llegando a ser tristes.
—No, t’Elas, no.
—Methi. —Kta se inclinó, rindiendo homenaje a una necesidad muy distinta, y se incorporó, y había una profunda tristeza en el aire.
—T’Morgan —dijo con voz suave las Methi—. ¿Seguiréis con este hombre? ¿Sólo sois un pobre desconocido entre nosotros. No estáis tan obligado como él.
—No podéis ver que lo que más desea es poder honraros, Methi? —preguntó Kurt, aunque sabía que avergonzaba a Kta con ello, pero era la vida de Kta la que estaba en juego y, probablemente ahora, se daba cuenta, también acababa de echar por la borda la suya.
Ylith pareció, por uno o dos instantes, más mujer que diosa, y también triste y furiosa.
—Yo no busqué esta guerra, esta irracionalidad definitiva. La urgieron mis generales y almirantes; yo no la deseaba. Pero vi el creciente peligro. El regreso de los humanos, los sufaki reafirmándose en antiguas costumbres… los humanos alientan esto y lo han alentado hasta el punto en que las Familias indras de Nephane han perdido poder. Hago lo que debo hacer. La mujer Djan ya es bastante amenaza para la paz; pero conserva su poder quitándoselo a los que son de Indras. Y una Nephane sufaki armada con armas humanas es un peligro que no puede tolerarse.
—La amenaza no está en todos los sufakis —rugió Kurt—. Un hombre. Hacéis todo esto por la destrucción de un solo hombre. Sólo uno es el auténtico peligro.
—Sí, sé de Shan t’Tefur y su difunto padre… Ai, no podéis haberlo oído. Tlekef t’Tefur ha muerto, asesinado en la violencia.
—¿Cómo? —preguntó Kta al instante—. ¿Quién lo hizo?
—Un tal t’Osanef.
—Oh, dioses —suspiró Kta. La fuerza pareció huir de él. Su rostro empalideció. ¿Cuál t’Osanef?
—Han t’Osanef le mató, pero no tengo más información. No os culpo, t’Elas. Lo lamentaría si una hermana mía estuviera mezclada, en verdad que lo haría. Contestadme esto: ¿por qué mata un sufaki a otro sufaki? ¿Es una lucha por el poder? ¿Una rencilla personal?
—Una pelea entre los que aman a Nephane, como t’Osanef, y los que quieren hundirla, como t’Tefur. Y estáis sirviendo estupendamente a la causa de t’Tefur. Si se termina Nephane, algo que parece será el resultado de vuestra guerra, habrá otra Chteftikan, y de esa guerra no veréis el fin. Hay sufakis que han aprendido a no odiar a los indras, pero no quedará ninguno si proseguís con este ataque.
Ylith unió las manos, meditó sobre algo, y volvió a alzar la mirada.
—Lhe t’Nethim os devolverá a la cala —dijo—. Estoy satisfecha. Os he concedido todo el tiempo que puedo permitirme hoy. Sois un hombre valiente, Kta t’Elas, para ser un hombre que no está en contacto con la realidad. Y en cuanto a vos, Kurt t’Morgan… es muy meritorio el apego que sentís hacia este gentil loco. Alguien debe estar a su lado. Dice mucho a vuestro favor el que no le abandonéis.