XIX

Unas llaves cascabelearon. Kurt salió del torpor de su larga espera. De pronto se dio cuenta que no era el desayuno. Había demasiada gente en la entrada. Oyó cómo se movían, cómo entraba la llave en la cerradura. Otra de las visitas de Ylithmethi, supuso.

O era la lectura de una ejecución e iba a saber lo que había sido de Kta.

Lhe entró el primero. Lhe, con señales de cansancio bajo los ojos y revuelto el pelo normalmente impecable. En el cinturón llevaba una tai, una espada corta.

—Esperad afuera —le dijo a los otros.

No querían salir. Repitió la orden, esta vez con un tono salvaje en la voz, y casi salieron corriendo.

¿No?, empezó a protestar Kurt, levantándose del catre, pero ya se habían ido. Lhe cerró la puerta y se quedó inmóvil, aferrando con su mano el pomo de la tai.

—Soy t’Nethim —dijo Lhe—. Los asuntos de mi padre son con Vel t’Elas. El mío es con vos. Mim t’Nethim era mi prima.

Kurt recuperó la dignidad e hizo una ligera reverencia, ignorando la amenaza de la furia que vibraba en la boda de Lhe. Poca cosa podía hacer ante tal argumento.

—La honraba mucho —dijo.

—No —dijo Lhe—. No lo hicisteis.

—Por favor. Decid los ritos por ella.

—Lo hemos hecho, con muchas oraciones para la salvación de su alma. Debido a Mim t’Nethim hemos hablado bien de Elas a nuestros Guardianes de Nethim y tu persona, humano. No aceptan esta desgracia.

—Mim los creía en armonía con su elección —dijo Kurt—. Había paz en Mim. Amaba a Nethim y amaba a Elas.

Eso no complació mucho a Lhe, pero le afectó grandemente. Sus labios se convirtieron en una apretada línea. Sus cejas estuvieron todo lo a punto de juntarse como pueden estarlo en un nemet.

—¿Ella consintió? —preguntó—. ¿No se lo ordenó Elas al entregárosla?

—Al principio se opusieron, pero pedí el consentimiento de Mim antes de pedírselo a Elas. La deseaba felicidad, t’Nethim. La amaba, si no te ofende el oírlo.

Una vena latía incesantemente en la frente de Lhe. Guardó silencio por un momento, como si reuniera autocontrol para hablar.

—Estamos ofendidos. Pero es claro que confiaba en vos, ya que os dio su verdadero nombre en casa de sus enemigos. Confiaba en vos más que en Elas.

—No. Ella sabía que me lo guardaría para mí, pero no fue por miedo a Elas. Honraba a Elas demasiado para hacerles cargar con el nombre de su casa.

—Os agradezco que hayáis dicho a la Methi su verdadero nombre para poder consolar su alma. Es mucho el que tengamos que agradecérselo a un humano.

—Sé que lo es —dijo Kurt, e hizo una reverencia, la cortesía ya era una segunda naturaleza en Pel. Levantó cautelosamente los ojos para mirar al rostro de Lhe. No ocultaba nada en ellos.

Unos pasos apresurados se acercaron a la puerta. Uno de los guardias abrió la puerta tras llamar tímidamente y se inclinó disculpándose.

—Señor, señor. La Methi espera al humano. Por favor, señor. Ha enviado a t’Iren para preguntar por el retraso.

—Fuera —exclamó Lhe—. La cabeza desapareció del quicio de la puerta. Lhe se detuvo un momento, con los dedos blancos en el pomo de la tai. Entonces hizo un gesto brusco hacia la puerta.

—Humano. No me corresponde ocuparme de ti. Fuera.

Esta vez le convocaron a la fortaleza del rhmei, a una reunión de los señores de Indresul, figuras envueltas en sombras ante el fuego de la sala de Estado. Ylith esperaba junto al propio fuegocorazón, volviendo a llevar la corona de alas extendidas, siendo una esbelta forma de color y luz en la oscura sala; su vestido era del color del fuego y la luz brillaba en el metal que rodeaba su cara.

Kurt se puso de rodillas y bajó la cara sin que le obligaran, pese a que un guardia le clavaba el extremo de la lanza en su espalda.

—Dejar que se siente —dijo Ylith—. Puede mirarme.

Kurt se sentó sobre sus talones, en medio de un gran murmullo por parte de los señores de Indras, y se dio cuenta que lo hacían contra ese permiso. No era digno de mirar a la Methi, aunque hasta un humilde chan podía, haciendo una obediente reverencia. Se agarró las manos sobre el regazo, actitud adecuada para un hombre al que no se le ha concedido la cortesía de una bienvenida, y mantuvo la cabeza baja pese al permiso. No quería provocar su ira. No había forma de empezar a hablar con quien le consideraba un animal. Toda protesta e inacción por su parte no marcaría diferencia alguna para ellos.

—T’Morgan —insistió amablemente Ylith.

No lo haría, ni siquiera por ella. Ella le dejó en paz tras esto, y pidió a alguien que trajeran a Kta.

No llevó mucho tiempo. Kta vino por propia voluntad hasta donde Kurt estaba arrodillado, y también se arrodilló e inclinó la cabeza, pero no se postró y nadie insistió en ello.

Al menos carecía de la humillación de la argolla metálica que Kurt aún llevaba en el tobillo.

Kurt pensó con furia, irracionalmente, que de morir les pediría que se la quitaran. No sabía por qué importaba, pero así era. El tener algo unido a su persona en contra de su voluntad ofendía a su orgullo más que las otras indignidades. Lo despreciaba.

—T’Elas —dijo la Methi—. Habéis tenido todo un día para reconsiderar vuestra decisión.

—Gran Methi —respondió Kta con voz débil pero firme—, ya os he dado la única respuesta que puedo dar.

—¿Por el amor de Nephane?

—Sí.

—¿Y por el amor a quien destrozó tu corazón?

—No. Pero sí por Nephane.

—Kta t’Elas, he hablado mucho tiempo con Vel t’Elas. Os acogerían en el corazón de tus Ancestros, y yo lo permitiría, si recordaseis que sois de Indras.

El titubeó mucho tiempo ante esto. Kurt sintió la ansiedad en él, pero no ofendería su dignidad urgiéndole a decidirse sobre una cosa u otra.

—Pertenezco a Nephane —dijo Kta.

—Entonces os negaríais, ¿os negaríais a una orden directa mía, t’Elas, sabiendo lo que significaría esa negativa?

—Methi —suplicó Kta—, dejadme, dejadme en paz. No me obliguéis a responder.

—Entonces fuisteis educado en la reverencia a la ley de Indras y el Ind.

—Sí, Methi.

—¿Y admitís que tengo autoridad para requerir obediencia? ¿Que puedo maldeciros y expulsaros así del corazón y de la ciudad, y de todos los ritos sagrados, exceptuando el del entierro? ¿Que tengo el poder de consignar vuestra alma imperecedera a la perdición por toda la eternidad?

—Sí —dijo Kta, y su voz apenas fue un susurro en el mortal silencio.

—Entonces, t’Elas, os envío a los sacerdotes, a ti y al humano t’Morgan. Meditad, meditad bien las respuestas que les daréis.

El templo estaba al otro lado de un gran patio, dentro de las murallas del Indime. Era un cubo de mármol blanco, vasto más allá de todo lo imaginable. La base de su puerta era tan alta como el hombro de un hombre, y dentro del rhmei triangular del templo ardía el phusmeha, de la más grande de las capillas, el fuegocorazón de toda la humanidad.

Kta se detuvo ante el umbral de la capilla interior. La horrible luz dorada bañaba su sudoroso rostro y se reflejaba en sus ojos. Tenía una expresión de terror que Kurt no había visto nunca en él. Titubeó y no continuó andando, y los guardias le cogieron por los brazos y le hicieron entrar en la capilla, donde el rugir del fuego ahogaba el sonido de sus pasos.

Kurt empezó a seguirle, con prisas. El palo de una lanza le golpeó el vientre, haciendo que se doblara en dos con un grito de dolor que fue devorado por el ruido.

Cuando se enderezó en manos de los guardias, que le bloqueaban el paso al santo lugar, vio a Kta junto al fuego, caído de cara en el suelo de piedra. Los guardias que estaban con él hacían reverencias y se llevaban las manos a los labios en señal de respeto, hicieron otra reverencia y se retiraron cuando los sacerdotes de blancas vestiduras entraron por una puerta situada al otro lado del fuego.

Uno de ellos era el sacerdote anciano que le había defendido ante la Methi, el único en el que Kurt aún ponía sus esperanzas.

Se libero de un tirón, gritó al sacerdote, pero también el grito fue devorado por el rugir del fuego. Kta se había levantado y desaparecido en la luz con los sacerdotes.

Los guardias volvieron a coger a Kurt, haciéndole retroceder con violencia que casi no notó en su ansiedad.

—El sacerdote —les decía—. Ese sacerdote, el de cabellos blancos. Quiero hablar con él. ¿No puedo hablar con él?

—Guardad silencio aquí —dijo uno con dureza—. No sabemos a qué sacerdote os referís.

—¡Ese sacerdote! —gritó Kurt, y se liberó de un tirón, arrojó a un hombre al suelo y corrió hacia el rhmei, postrándose respetuosamente junto al fuego, tan cerca de él que el calor le chamuscó la piel.

No supo cuánto tiempo estuvo así. Estuvo a punto de desmayarse y durante mucho tiempo todo le pareció envuelto en un velo rojo y el aire fue demasiado caliente para ser respirable; pero había solicitado santuario, como lo había hecho la Madre Isoi en la Canción del Ind, cuando Phan quiso matar a la humanidad.

Le rodearon sacerdotes de blancas vestiduras, y finalmente una mano anciana y surcada de venas azules se alargó hacia él, y él miró hacia arriba buscando la cara que esperaba encontrar.

Lloró sin vergüenza.

—Ayudadnos, por favor, sacerdote —dijo, sin saber cómo dirigirse correctamente al hombre.

—Un humano no debe pedir santuario —dijo el sacerdote—. No es de ley. Eres contaminación para estas sagradas piedras. ¿Sois de nuestra religión?

—No, señor —dijo Kurt.

Los labios del anciano temblaron. Podría haber sido cosa de la edad, pero había miedo en sus acuosos ojos.

—Debemos purificar este lugar —dijo.

—¿Quién irá a contarle esto a la Methi? —preguntó uno de los sacerdotes más jóvenes.

—Por favor —suplicó Kurt—, dadnos refugio.

—Se refiere a Kta t’Elas —dijo uno de los otros, como si fuera algo de gran maravilla para ellos.

—Es amigo de la casa de Elas —dijo el anciano.

—Luz del cielo —respiró el joven—. ¿Elas… con esto?

—Nethim también está mezclado —dijo el anciano.

—Ai —murmuró otro.

Y entre todos ayudaron a Kurt a levantarse y le llevaron consigo, hablando entre ellos, y sus pasos empezaron a tener eco ahora que se habían alejado del ruido del fuego.

Ylith se volvió lentamente, las delicadas cadenas de su tocado se agitaban suavemente y brillaban en sus cabellos, y la luz del fuegocorazón de la fortaleza se reflejaba en su rostro. Se sentó en una silla a una mirada del sacerdote y se recostó en ella, mirando a Kurt.

—Sacerdote —dijo por fin—. Seguramente habréis llegado a alguna conclusión tras estar con ellos durante tanto tiempo.

—Gran Methi, el Colegio está dividido en su opinión.

—Que es lo mismo que decir que no se ha llegado a ninguna, tras tres días de preguntas y deliberaciones.

—Ha llegado a varias conclusiones.

—Sacerdote —exclamó irritada la Methi—. ¿Sí o no?

El anciano hizo una profunda reverencia.

—Methi, algunos piensan que los humanos son lo que una vez llamamos los reyes-dioses, los hijos de la gran serpiente de la tierra Yr y de la cólera de Phan cuando era enemigo de la humanidad, procreando monstruos para destruir al mundo.

—Esa es una teoría muy, muy antigua, y los reyes-dioses desaparecieron hace tiempo y eran capaces de mezclar su sangre con el hombre. ¿Ha habido alguna vez una mezcla de sangre nemet y humana?

—Ninguna que se haya probado, gran Methi. Pero no conocemos el origen de los tamurlin, y él es de su especie con toda seguridad. Nos pedís que resolvamos de inmediato esta vieja pregunta, y no tenemos suficientes conocimientos para hacerlo, gran Methi.

—Le tenéis a él. Os lo envié para que lo examinarais. ¿No os ha dicho nada?

—Lo que nos dice es inaceptable.

—¿Acaso miente? Si miente, podréis cogerle en un renuncio.

—Lo hemos intentado, gran Methi, y no hemos podido hacer que se desdijera. Habla de otro mundo y de otro sol. Pienso que cree en esas cosas.

—¿Y tú la crees, sacerdote?

El anciano agachó la cabeza y se agarró las manos.

—Que la Methi se muestre bondadosa; esas cuestiones son difíciles o no habríais consultado con el Colegio. Nos preguntamos lo siguiente: ¿cuál podría ser su origen, si no es nemet? Nuestras naves han recorrido todos los mares y nunca han encontrado a los de su especie. Cuando los humanos lo quisieron, vinieron a nosotros, trayendo máquinas y fuerzas que no comprende nuestro conocimiento. Si él no es de alguna parte conocida por nosotros, entonces, y perdonad mi simpleza, sigue siendo de alguna parte. El lo llama otra tierra. Quizá sea un fallo de lenguaje, un error de comprensión, pero, entonces, ¿cuál de las tierras que conocemos pudo haber sido su hogar?

—¿Y si hubiera otra? ¿Cómo podría abarcarla nuestra religión?

El sacerdote volvió sus acuosos ojos a Kurt, arrodillándose a su lado.

—No lo sé —dijo.

—Dadme una respuesta, sacerdote. Puedo hacer que os comprometáis a ello. Dadme una respuesta.

—Yo le consideraría mortal antes que inmortal, y no puedo aceptar que sea un animal. Perdóname, gran Methi, porque quizá sea herejía el sólo conjeturarlo, pero Phan no era el primogénito de Ib. Hubo otros seres cuya naturaleza no está clara. Quizá hubo otros de la especie de Phan. Y de haber otros millares, eso no haría que la yhia sea menos verdadera.

—Eso es herejía, sacerdote.

—Lo es —confesó—. Pero no conozco otra respuesta.

—Cuando le miro, sacerdote, no veo ni razón ni lógica. Pregunto lo que no debe ser preguntado. Si este es el mundo de Phan, y hay otro… ¿qué significa esta… intrusión, de humanos en el nuestro? Hay poderes sobre Phan, sí, pero qué puede hacer necesario que la naturaleza esté tan revuelta? ¿Adonde conducen estos eventos, sacerdote?

—No lo sé. Pero si es contra el Destino contra quien luchamos, entonces nuestra lucha nos arruinará.

—¿Acaso la yhia no nos pide que sólo aceptemos las cosas dentro de nuestras propias limitaciones?

—Sería imposible hacer otra cosa, Methi.

—¿Y acaso no nos pide en ocasiones la naturaleza que nos resistimos?

—Así se ha razonado, Methi, aunque no todo el Colegio está de acuerdo en eso.

—¿Y pereceremos si nos oponemos al destino?

—Indudablemente, Methi.

—¿Y es posible que nuestros destino sea perecer?

—Es posible, Methi.

Ella dejó caer de golpe la mano sobre el brazo de su silla.

—Me rehusó a aceptar una posibilidad semejante. Me rehuso a perecer, sacerdote, o a arrastrar a los hombres a su perdición. En suma, el Colegio no conoce la respuesta.

—No, Methi, debemos admitir que es así.

—Yo tengo cierta autoridad espiritual.

—Sois el vicerrey de Phan en la tierra.

—¿Respetarán eso los sacerdotes?

—Los sacerdotes no están ansiosos para que vuelvan a poner este asunto en sus manos —dijo el anciano—. Darán por bienvenida vuestra intervención en el asunto concerniente al origen de los humanos, Methi.

—Es peligroso para la gente que pensamientos semejantes se oigan fuera de estos salones. No repetiréis el razonamiento que hemos realizado juntos. Sacerdote, no repetiréis nunca lo que he dicho, por vuestra vida o vuestra alma.

El anciano movió la cabeza y le dirigió a Kurt una furtiva mirada de preocupación.

—Que la Methi sea bondadosa; este ser no merece castigo por ningún mal.

—Invadió el rhmei del hombre.

—Solicitó santuario.

—¿Lo concedisteis?

—No —admitió el sacerdote.

—Eso está bien —dijo Ylith—. Podéis marchar, sacerdote.

El anciano hizo una profunda reverencia y se retiró, retrocediendo de espaldas. El pesado caminar y el entrechocar de los metales de los hombres armados acompañaron la abertura de la puerta, y los hombres armados continuaron allí una vez que se cerró ésta. Kurt escuchó y supo que estaban allí, pero no debía volverse a mirar: tenía poco tiempo. No quería apresurar las cosas. La Methi seguía mirándole, agitando las pequeñas cadenas, con su oscura cara pensativa.

—Creáis dificultades allá donde vais —dijo amablemente.

—¿Dónde está Kta, Methi? No me lo dijeron. ¿Dónde está?

—Lo devolvieron hace un día.

—¿Está…?

—Aún no he dictado sentencia —dijo ella encogiéndose de hombros, luego volvió a clavar los oscuros ojos en él—. No deseo matarle. Puede serme de utilidad. El lo sabe. Puedo presentarle ante los demás Indras descendientes-de-Nephane y decir: mirad, no somos implacables, sabemos perdonar, somos vuestro pueblo. No luchéis contra nosotros.

Kurt la miró, momentáneamente perdido en su mirada, creyendo en ella como lo haría más de un oyente. La esperanza creció irracionalmente en él, por el tono de su suave voz, su habilidad para llegar a las mayores aspiraciones. Y no sabía si ella era buena o mala.

No era como Djan, familiar y humana y ostentando el poder como un general. Ylith era una methi, tal y como debía serlo una: una diosa en la tierra, actuando con razones de diosas y con una moralidad amoral, creando verdades.

Reescribiendo las cosas tal y como deben ser.

Sintió un temor ante ella como no había sentido ante nada mortal, creyendo de verdad que podría borrarles a ambos como si nunca hubieran existido. El había estado dentro del rhmei del Hombre, había estado ante su fuego, y la piel de sus brazos aún le dolía. Cuando Ylith le hablaba, sentía que le ahogaba el ensordecedor silencio de ese fuego.

Tenía fiebre. Estaba cansado. Vio las señales en él mismo, y temió su propia debilidad.

—Kta podría resultaros muy útil, incluso contra su voluntad. —Se sentía culpable, conociendo el testarudo orgullo de Kta—. Elas fue víctima de una methi, a las familias de Nephane les impresionaría saber que otra methi le mostró clemencia.

—Habláis con cierta lógica. ¿Y qué hay de vos? ¿Qué debo hacer con vos?

—Yo quiero vivir.

Ella sonrió con esa sonrisa de diosa suya en la que sólo los ojos tenían vida.

—Vuestra existencia es un problema, pero deshacerme de vos no resolvería nada. Seguirías habiendo existido. ¿Qué debo escribir a vuestra muerte? ¿Que este día se destruyó una criatura que no podía haber existido, y así le devolvimos el orden al universo?

—Algunos piden que lo hagáis.

Ella se recostó en el asiento, curvando los enjoyados dedos alrededor de los peces tallados de los brazos del sillón.

—Y si, por otra parte, admitimos que existís, ¿de dónde sois? Siempre hemos despreciado a los sufaki por aceptar a la vez a los nemet y a los humanos. Ahí se originan las herejías que pervierten la religión pura, herejías que no podemos tolerar.

—¿Pensáis matarlos? Eso no les cambiaría.

—Puede que no sobreviva la herejía. Si creyéramos otra cosa, estaríamos renegando de nuestra religión.

—No han cruzado los mares para turbaros.

La mano de Ylith se aferró con fuerza al brazo del sillón.

—Pisáis terreno quebradizo, humano.

Kurt inclinó la cabeza.

—Sois ignorante —dijo ella—. Eso es comprensible.

Tengo informes que me dicen que Djanmethi es muy accesible. Ya os lo he advertido antes. No soy como ella.

—Os pido que escuchéis. Sólo un momento.

—Antes convencedme de que estáis versado en cuestiones nemet.

Volvió a inclinar la cabeza, no queriendo discutir con ella para no obtener nada.

—¿Qué podríais decir que no me hiciera perder mi tiempo? —dijo ella, un momento después—. Tenéis mi atención, brevemente. Habla.

—Methi —dijo en voz baja—. Lo que podría decir son respuestas a preguntas que vuestros sacerdotes no sabían cómo preguntarme. Mi pueblo es muy viejo, con millares y millares de años de errores a las espaldas y que no tendríais por qué cometer aquí. Pero puede que me equivoque. Puede que sea lo que llamáis yhia y ahora esté donde no tenía que estar y vos no me escuchéis porque no podéis escucharme. Pero puedo deciros más de lo que queréis saber, puedo deciros cuál es el futuro, adonde puede llevaros vuestra preciosa guerra con Nephane. Puedo deciros que mi mundo nativo ya no existe, y tampoco el de Djan… y todo gracias a una guerra que se hizo tan grande y tan larga que arruinó mundos completos como vosotros hundís barcos.

—¡Blasfemo!

Kurt sólo había empezado; ella le pidió silencio, pero terminó a toda prisa lo que quería decir, aunque los guardias ya corrían hacia él.

—Si mataseis a todos los sufakis todavía encontraríais diferencias sobre las que luchar. Acabaríais con toda la gente de esta tierra antes de que se acabaran las diferencias. ¡Escuchadme, Methi! Si tenéis algún sentido sabréis de lo que estoy hablando. Podéis escucharme o volver a repetirlo todo desde un principio, y vuestros descendientes acabarán sentados aquí donde yo estoy.

Lhe le sujetó por los brazos, arrastrándole hacia atrás, intentando obligarle a que se levantara, Ylith estaba en pie, junto a su silla.

—¡Guarda silencio! —siseó Lhe, clavando los dedos con fuerza en el brazo de Kurt.

—Lleváoslo de aquí-dijo Ylith. Ponedle con t’Elas. Los dos están locos. Que se consuelen mutuamente en su locura.

—Methi —gritó Kurt.

Ahora Lhe tenía ayuda. Entre todos le pusieron en pie, arrastrándole desde el salón al pasillo, y allí recuperó el sentido y dejó de resistirse.

—Estuvisteis muy cerca de perder la vida —dijo Lhe.

—Ya está, t’Nethim —dijo Kurt—. No tenéis que preocuparos.

Volvieron a las prisiones superiores. Kurt conocía el camino y, cuando llegaron a la puerta, Lhe hizo que los guardias se apartaran para que no oyeran su conversación.

—Estáis loco —dijo, metiendo la llave en la cerradura—. Los dos lo estáis. La Methi quiere honrar a t’Elas, pero él se niega. Ha intentado suicidarse y hemos tenido que impedírselo. Era nuestro deber hacerlo. Iba a ser sacado del templo y quiso arrojarse al pavimento, pero pudimos contenerle, y conseguir que sólo cayera en los escalones. Le hemos provisto de comodidades que no ha querido usar.

Se entrevió a mirar a los ojos de Lhe, viendo allí furia y preocupación. Lhe t’Nethim estaba pidiéndole algo, y por un momento no supo muy bien qué era y entonces se dio cuenta que la Methi no estaría complacida si Kta escapaba a su justicia. Elas arriesgó una vez su honor y su existencia al recibir un prisionero y perdió mucho. La ley de la Methi. Elas lo arriesgó por una promesa inadvertidamente falsa.

Nethim estaba mezclado, lo había dicho el sacerdote. El honor de Nethim estaba en grave peligro. Tanto Elas como la Methi lo habían tocado.

La puerta se abrió. Lhe le hizo señas para que entrara, y cerró la puerta detrás suyo.

Dentro había dos catres, una mesa, una ventana enrejada que dominaba el cuarto. Kta estaba tumbado completamente vestido, cubierto de polvo y sangre. Le habían traído el día anterior. No se habían preocupado por él en todo este tiempo, ni él por sí mismo. Kurt explotó interiormente de rabia por todos los nemet, incluido Kta.

—Kta.

Kurt se inclinó sobre él y le vio pestañear y mirar a la nada de forma estremecedora. No había nadie en esos ojos. Kurt no solicitó permiso, fue directamente a la mesa donde estaba la urna y la jofaina para lavarse. También allí había ropa limpia, y toallas, y un frasco de telise. Lhe no había mentido. Era decisión de Kta.

Kurt lo puso todo en el suelo junto al catre de Kta, descorchó el telise y puso el frasco en sus labios pasando el brazo tras su cabeza.

Kta tragó un poco del potente líquido, tosió y volvió a tragar. Kurt apartó el frasco, humedeció una toalla en agua y empezó a limpiar la mezcla de sudor y sangre y polvo de la cara del nemet. Kta tembló cuando la tela le tocó el cuello; el agua estaba fría.

—¿Qué ha pasado, Kta?

—Nada-dijo el nemet, sin mirarle. —Me trajeron… me trajeron de vuelta…

Kurt le miró con pena.

—Escúchame, amigo, lo estoy haciendo lo mejor que puedo. Pero si necesitas otros cuidados, si tienes algo roto, dímelo. Enviaré por ello. Lo pediré.

—Sólo son rasguños.

La amenaza de extraños pareció devolverle fuerzas. Luchó por incorporarse, apoyándose en un codo dolorosamente torcido. Kurt le ayudó. El telise estaba haciendo efecto, aunque la sensación de bienestar podía ser breve. Kta no se movía como si estuviera seriamente herido. Kurt puso una almohada en un rincón de la pared, y Kta se apoyó en ella con una mueca y un suspiro. Se miró las dañadas rodilla y espinilla y flexionó la rodilla haciendo una prueba.

—Me caí —dijo Kta.

—Eso me han dicho. —Kurt plegó la manchada tela y empezó a limpiar la herida.

Se necesitaba algo de tiempo para limpiar las heridas de un día de antigüedad, y por fuerza tenía que ser doloroso. Kurt insistía de cuando en cuanto para que bebiera algo de telise, aunque sólo fue al final cuando Kta dio muestras de desagrado y durante todo este tiempo habló muy poco. Cuando las heridas estuvieron limpias y no se pudo hacer nada más, Kurt se sentó y le miró impotente. La fatiga era evidente en la cara de Kta. Parecía ser algo más que las heridas o la falta de sueño, algo interior y mortífero.

Kurt volvió a tumbarle, poniéndole una almohada bajo la cabeza. Considerando que él mismo no había dormido la mayor parte de los tres días, pensó que el cansancio podía tener mucha culpa, pero los ojos de Kta volvieron a fijarse en el infinito.

—Kta.

El nemet no respondió y Kurt le sacudió. Kta se limitó a pestañear.

—Estás oyéndome y lo sé. Deja eso y mírame. ¿A quién estás castigando? ¿A mí?

No hubo respuesta y Kurt golpeó a Kta en la cara, ligeramente pero lo bastante para que lo notara. Los labios de Kta temblaron y Kurt le miró con remordimiento, pues era como si hubiera añadido un peso más a la carga que el nemet ya no podía llevar. El colapso que parecía vislumbrar le aterrorizó.

Agotado más allá de toda resistencia, Kurt se sentó sobre los talones y miró impotente a Kta. Quería meterse en su propio catre y dormir. No podía pensar en nada salvo en que Kta quería morir y que él no sabía qué hacer.

—Kurt.

La voz era tan débil, tan distante que los labios de Kta parecieron no moverse.

—Dime cómo puedo ayudarte.

Kta parpadeó, volvió la cabeza, pareciendo durante un momento que tenía la mente centrada.

—Kurt, amigo mío, han…

—Querían mi ayuda… y yo no… perdería mi vida, mi alma. Ella condenaría mi alma… a los viejos dioses… el… —Tosió, cerró los ojos y se obligó a adquirir una calma que era más propia de él—. Estoy asustado, amigo mío, mortalmente asustado. Por toda la eternidad… ¿Cómo puedo hacer lo que ella pide?

—¿Qué diferencia representaría tu ayuda contra Nephane? Hombre, ¿qué maldita diferencia puede tener el que sea de una forma u otra? Djan tiene armas de sobra; Ylith tiene barcos de sobra. Que lo arreglen entre ellas. ¿Qué eres tú? Te ha ofrecido la vida y la libertad, y eso es mejor que lo que obtendrías de Djan.

—Tampoco podía aceptar las condiciones de Djan-methi.

—¿Vale la pena, Kta? ¡Mírate! Mírate y dime si vale la pena. Yo no te culparía. Todo Nephane sabe cómo te trataron. ¿Quién de Nephane te culparía si te pones de parte de Indresul?

—No oiré tus argumentos —gritó Kta.

—Son lógicos. —Kurt le cogió del brazo e impidió que ocultara el rostro contra la pared—. Son argumentos lógicos, Kta y lo sabes.

—Ya no comprendo la razón. El templo y la Methi condenarían mi alma por hacer lo que sé que debo hacer. Kurt, sé lo que es morir, pero esto… esto no es justo. ¿Cómo puede existir un cielo razonable si se pone a un hombre en un dilema así?

—Haz lo que te piden, Kta. A nadie le costará nada, y tú estarás con vida. Ya te preocuparás después de si está bien o está mal.

—Debí morir con mi nave —murmuró el nemet—. En eso me equivoqué. El cielo me dio oportunidad de morir… en Nephane, en el campamento de los tamurlin, con la Tavi.

Entonces habría tenido paz y honor. Pero siempre estuviste tú. Eres la interrupción de mi destino. O su agente. Siempre estás para marcar una diferencia.

A Kurt le temblaba la mano mientras arropaba con la manta al furioso nemet, intentando calmarle, no teniendo en cuenta sus dolo rosas palabras.

—Por favor, Kta. Descansa.

—No es culpa tuya. Debe ser posible razonarlo… siempre hay que buscar una razón…

—Cálmate.

—Si… si hubiera muerto en Nephane con mi padre —insistió febrilmente—, mis amigos, mi tripulación… me habrían vengado. ¿No es así?

—Sí —concedió Kurt, recordando el temperamento de Val y de Tkel y de los demás—. Sí, habrían matado a Sahan t’Tefur.

—Y eso habría precipitado a Nephane al caos, y habrían muerto y se habrían unido a Elas en las sombras. Ahora han muerto… como debieron haber muerto… pero sigo con vida. Yo, Elas…

—Descansa. Déjalo ya.

—Elas se creó para ser la ruina de Nephane, para precipitar a la ciudad en su caída. Soy el último de Elas. Si hubiera muerto antes de esto habría muerto inocente de la sangre de mi ciudad. El crimen habría recaído en Djan-methi. Mi alma habría reposado con la de ellos, pasara lo que pasara con Nephane. En vez de eso, viví… y por eso merezco estar donde estoy.

—Calma, Kta. Duerme. Tienes el vientre lleno de telise y nada de comida para asentarlo. Te ha desequilibrado la mente. Por favor. Descansa.

—Es cierto —dijo Kta—. Nací para traer la ruina a mi gente… es justo que intenten que haga lo que me piden…

—Cúlpame a mí por eso. Lo prefiero a oír estos desvaríos de enfermo. Contéstame lo que soy yo, o admite que no pueden predecir el futuro.

—Es lógico, que el destino humano te traiga aquí para tratar con destinos humanos.

—Estás borracho, Kta.

—Viniste por Djan-methi. Eres para ella.

Los oscuros ojos de Kta se cerraron. Kurt se movió al fin, dándose cuenta del nudo de su estómago, del doloroso acumular del miedo, del temor a Guardianes y Ancestros y el razonamiento del nemet.

Kta se durmió por fin. Kurt se le quedó mirando durante largo rato, luego fue hasta su parte de la habitación y se tumbó en su catre, no para dormir, no se atrevía, sino para descansar la dolorida espalda. Temía dejar a Kta sin vigilancia, pero sus párpados le pesaban y los cerró sólo un momento.

Se despertó sobresaltado, asustado por un sonido y, al mismo tiempo, por darse cuenta que se había dormido.

La habitación estaba casi a oscuras, pero la ventaja enrejada proyectaba una débil luz sobre la mesa. Kta estaba en pie, desnudo pese al frío, y había dispuesto la jofaina de agua sobre la mesa, empezando a lavarse sobre un canal practicado en el suelo de piedra que hacía las veces de desagüe bajo el muro.

Kurt miró a la ventana, sorprendido al descubrir que la luz era la del alba. Era buena señal que Kta empezara a preocuparse por su apariencia. Kta se echaba el agua y se lavaba en forma metódica, y cuando hizo todo lo que podía por este medio, cogió la jofaina y se echó el agua encima suyo con lentitud, dejando que completara la tarea.

Luego volvió a su catre y se envolvió en la manta. Se apoyó contra la pared con ojos cerrados y labios que se movían en silencio. Poco a poco pasó al estado de meditación y descansó sin moverse mientras el sol de la mañana empezaba a cincelar los rasgos de su cara. Parecía en paz, y así continuó durante media hora.

El día amaneció en todo su esplendor y un haz luminoso encontró su camino a través de la ventana enrejada. Kurt se estiró a su vez y alisó sus ropas, ya que su dormir inquieto las había arrugado. Kta se levantó y también se vistió, con sus ropas gastadas por el uso, rehusando las regaladas por la Methi. Miró en dirección a Kurt con una sonrisa triste pero reconfortante.

—¿Estás bien? —preguntó Kurt.

—Bastante bien —dijo Kta—. Creo que dije cosas que no debí decir.

—Fue el telise. No las considero conscientes.

—Te honro como a mi hermano.

—Sabes que yo te honro en la misma manera.

Pensó que Kta había hablado así porque se oían pasos veloces en la entrada. Se apresuró a responder, por miedo a que quedara sin decir. Lo que más quería sobre todas las cosas era que Kta lo comprediera.

Las pisadas llegaron a la puerta. Una llave entró en la cerradura.