XVIII

Andresul la resplandeciente estaba situada muy al interior de la bahía y era una ciudad grande y antigua. Sus edificios blancos y de puertas triangulares se diseminaban más allá de sus altas murallas, permanentes y seguras. Los navíos de guerra y los mercantes anclaban en sus muelles. El puerto y las amplias calles que conducían al corazón de la ciudad estaban muy concurridas. En el centro, en la cima de la colina a cuyo alrededor se había edificado la ciudad, se alzaba un segundo anillo amurallado, rodeando grandes edificios de cegadora piedra blanca, un enorme complejo fortalezatemplo: el Indune, centro de Indresul. Ese debía ser el templo, el altar reverenciado por todos los descendientes de Indras como el fuego-corazón del universo.

—La casa de mi pueblo —dijo Kta mientras esperaban en el muelle a que se los llevaran los guardias—. Nuestra tierra, la que llamamos en todas nuestras oraciones. Me alegro de haberla visto, pero no creo que la vista sea muy duradera, amigo mío.

Kurt no le contestó. Ninguna palabra mejoraría la situación. Habían estado tres días encadenados en la cala y había habido tiempo para hablar con Kta, hablar como lo habían hecho en Elas, con charlas inconsecuentes y largas, que a veces movían a la risa, aunque la risa tuviera sabor a cenizas.

Pero la única cosa que Kta no dijo nunca fue lo que podría pasarle a Kurt, sólo que de él se ocuparía la casa de Elas-en-Indresul. Indudablemente, sospechaba algo y no lo decía. Quizá también sabía lo que sería de un humano entre los indras más ortodoxos de todos. Kurt no quería conocerlo por anticipado.

El triste eco de puertas cerrándose recorrió la bóveda de la antesala. El brillante resplandor del fuego sagrado ardía en medio del velo de lámparas e incienso del vestíbulo triangular, el rhmei y el phusmeha de la fortaleza de Indune. Kurt se detuvo sin darse cuenta cuando lo hizo Kta, confundido por la luz y la profusión de caras.

Una mujer salió desde alguna puerta escondida por el brillo y la luz del corazónfuego, una sombra con encajes flanqueada por figuras de hombres armados.

Los guardias que les habían traído desde la trirreme les hicieron avanzar con el acicate de sus lanzas. La mujer no se movió. Su cara fue haciéndose más clara a medida que se acercaban a ella. Parecía una diosa, alta y esbelta. La resplandeciente oscuridad de su pelo estaba tocada por una corona que encajaba alrededor de su cara como las láminas de un yelmo, y cuyas agitadas cadenas de oro y amplias alas brillaban cada vez que se movían. Era nemet, y de increíble belleza: Ylith t’Erinas ev Tehal, Methi de Indresul.

Sus ojos oscuros se clavaron en ellos, y Kta bajó la cabeza ante ella, postrándose en la pulida piedra del suelo. La mirada de ella no vaciló; era la obediencia que se le debía. Kurt también se arrodilló, y bajó la cara, y no levantó la mirada.

—Nemet —dijo ella—, mírame.

Kta se agitó entonces y se sentó, pero no se levantó.

—Vuestro nombre —le pidió. Su voz tenía una tirantez peculiar, clara y delicada.

—Methi, soy Kta t’Elas u Nym.

—Elas. Elas de Nephane. ¿Cómo va allí vuestra casa, t’Elas?

—La Methi debe haberlo oído ya. Soy el último.

¿Cómo? ¿Elas ha caído?

—Así lo quisieron el destino y la Methi de Nephane.

—Bien. ¿Y cómo es que un hombre descendiente de Indras es acompañado por un humano?

—Es de mi casa, Methi, y es mi amigo.

—Eres una ofensa t’Elas, una afrenta a mis ojos y a la pura luz del cielo. Que t’Elas sea entregado al examen de la casa que ha mancillado, y luego me hagan saber su decisión.

Dio una palmada, los guardias se movieron con un entrechocar de metales, y se llevaron a Kta. Kurt se puso de rodillas poco juiciosamente, detenido bruscamente por la punta de una lanza en su costado. Kta le miró con la expresión de un hombre que sabía que su destino estaba sellado, luego cedió y se fue con ellos.

Kurt miró a Ylith, con la ira bulléndole en la garganta.

El mango de la lanza le golpeó el cuello arrojándole medio inconsciente al suelo de mármol, y esperó que a continuación le atravesara la espalda, pero el golpe no llegó.

—Humano. —No había amor en esa palabra—. Siéntate.

Kurt movió los brazos y encontró apoyo contra el suelo. No se movió con rapidez, y uno de los guardias tiró de él por el brazo; arrojándole después.

—¿Tenéis nombre, humano?

—Mi nombre es Kurt Liam t’Morgan u Patrick Edward —contestó con insolencia deliberada.

Los ojos de Ylith le recorrieron y acabaron clavándose en su cara.

—Morgan. Esa debe ser vuestra casa de origen.

El no respondió. El tono no invitaba a ello.

—Nunca he mirado a un humano vivo —dijo Ylith—. Pero éste parece más inteligente que los tamurlin, ¿no es así, Lhe?

—No creo que sea un tamurlin, Methi —dijo el hombre delgado de su derecha.

—Sigue siendo de su sangre. —Frunció el ceño oscureciendo los ojos—. Es un ultraje que va contra natura. Uno le tomaría por un nemet de no ser por ese color enfermizo, o de no mirarle a la cara. Haced que se levante. Quiero verle más de cerca.

Cogieron a Kurt por ambos brazos y tiraron de él hasta ponerle brusca y repentinamente en pie, con el rostro enrojecido por la rabia y la vergüenza. Pero si había un solo acto que sellase el destino de todo Nephane, tanto de amigos como de enemigos, ese sería que el amigo de Elas-en-Nephane atacara a esta mujer. Apartó testarudamente la cara hasta que la parte plana de una espada contra su mejilla le obligó a volver el rostro y mirarla a los ojos.

—Como uno de los hijos de inim —observó la Methi—. Así se imagina uno a los hijos del aire, con un aspecto que recuerda al pájaro, la locura en sus ojos, los rasgos cortantes. Pero también hay algo de inteligencia. Lhe, quiero salvar a ese humano durante un tiempo y estudiarle.

—Como desee la Methi.

—Encerradle y ya me encargaré del asunto cuanto tenga tiempo. —Ylith empezó a volverse, pero se detuvo para dedicarle otra mirada, como si la mera existencia de Kurt le resultara increíble—. Mantenedle razonablemente cómodo. Es capaz de comprendernos, así que hacedle saber que tendrá menos comodidades si causa problemas.

* * *

Razonablemente cómodo, tal y como lo interpretaba Lhe, resultaba ser bastante austero. Kurt estaba sentado en un jergón de paja, única cosa que había entre él y las desnudas piedras del suelo, y sintió escalofríos por la corriente de aire que circulaba debajo de la puerta. Tenía una argolla de hierro alrededor de un tobillo, sujeta por una cadena a una anilla clavada en las piedras de la pared, y sus fuerzas no bastaban para liberarle. Tampoco tenía ningún sitio al que ir de poder hacerlo.

Estiró la pierna, arrastrando la cadena por el suelo, y estirándose en el jergón, tapándose las heladas manos con el cuerpo, buscando un poco de calor.

Nada de lo que le habían hecho los tamurlin podía igualar la humillación de esto; la peor paliza recibida dejaba de ser una vergüenza comparada con la mirada que le había dirigido Ylith t’Erinas. Habían insistido en lavarle, cosa que habría hecho con alegría, pues estaba sucio por su confinamiento en la cala del barco, pero levantaron lanzas contra él, obligándole a pararse contra una pared y a despojarse de la poca ropa que llevaba y frotándole acto seguido con un fuerte jabón. Luego le golpearon con un cubo de agua helada y no le dieron nada para que se secara la piel. Le dieron un pedazo de tela, ni siquiera la decencia de un ctan, y la argolla de hierro y una taza de agua de la que beber. Todo esto había sido la consideración que le había otorgado Lhe.

Pasaron las horas, y se apagó la lámpara de aceite de la repisa dejándole sólo con la luz que se filtraba por la pequeña ventana enrejada. Se las arregló para dormir un poco colocándose de un lado y del otro, calentándose primero las manos y luego la espalda contra la tela.

Entonces, sin aviso o explicación alguna, unos hombres invadieron su celda y le sacaron de allí con una fuerte guardia, empujándole por los salones en penumbra, con la argolla de su tobillo produciendo sonidos metálicos a cada paso.

Su destino estaba arriba, en una pequeña habitación de algún lugar del edificio principal, caldeado por un fuego vulgar en un corazón común. Una sola columna sostenía el techo.

Encadenaron sus manos a ésta, pasando la cadena por detrás suya y alrededor de la columna. A continuación le dejaron y permaneció solo durante largo tiempo. No era un gran castigo; había calor en la habitación.

Recibió agradecido el calor y se tumbó en la base de la columna, apoyándose contra ella e inclinando la cabeza, llegando a desear dormirse.

—Humano.

Levantó la cabeza, pestañeando en la escasa luz. Ylith había entrado en la habitación. Se sentó en el antepecho de la estrecha ventana y le miró con curiosidad. Ahora no llevaba la corona, y sus hermosas trenzas a cada lado de la cabeza le dotaba de una gracia extrañamente frágil.

—Sois uno de los compañeros de la mujer humana al que no mató. —Dijo ella.

No. Vine por mi cuenta.

—Sois un humano educado como ella.

—Tan educado como vos, Methi.

Los ojos de Ylith reflejaron ofensa y, posiblemente, diversión.

—Pero no sois un humano civilizado, y estáis demostrando vuestra falta de modales.

—Mi civilización tiene unos doce mil años de antigüedad. Todavía estoy buscando evidencias de la vuestra en esta ciudad.

La Methi rió abiertamente.

—Nunca me habían contestado así. Me doy cuenta de que esperáis morir. Bien, humano, miradme.

El lo hizo así.

—Resulta difícil acostumbrarse a vuestra cara —dijo ella—. Pero me doy cuenta de que razonáis. ¿Sabéis cuál es el origen de los humanos?

Era una pregunta peligrosa, religiosamente hablando.

—Somos hijos de uno de los hermanos de la tierra, al menos tan antiguos como los nemet.

—Pero no nacidos de la luz —dijo Ylith, lo cual significaba impío y proscrito—. Contestadme a esto, humano listo, ¿phan también ilumina vuestra tierra?

—No. Uno de los hermanos de Phan ilumina nuestro mundo.

Sus cejas se arquearon.

—¿Otro sol?

Kurt vio la celada, dándose cuenta a la vez que los indras de la ciudad resplandeciente no eran tan liberales y cósmicos en su concepto del universo como la Nephane dominada por humanos.

—Phan —dijo ella—. No tiene iguales.

El no intentó contestarla. Ella no se enfureció, se limitó a mirarle con rostro profundamente preocupado. Ylith de Indresul no era tonta; pareció pensar profundamente y encontrar una respuesta que no la complacía.

—Me parecéis, precisamente, lo que esperaría de Nephane. Los sufaki piensan cosas así.

—La yhia está más allá de la comprensión del hombre, ¿no es así, Methi? —dijo él, aventurándose peligrosamente—. Y cuando el hombre busca comprender algo, al ser un hombre y no un dios, busca dentro de los límites mortales, y comprender tal verdad en términos sencillos y con la forma de palabras conocidas que no obligan a sus sentidos mortales a ir más allá de su capacidad de comprensión. Es lo que tengo entendido. Todos nosotros, al ser simples mortales, actuamos según modelos de la realidad, en simplificaciones.

Era una tesis que había discutido con Nym una vez al tomar el té, en la paz del rhmei de Elas, cuando la conversión derivada a temas serios, a la religión y la humanidad. Habían discutido y diferido, y habían sido capaces de sonreír y reconciliarse en un acuerdo. Los nemet gustaban de los debates. Cada tarde a la hora del té había una pregunta preparada por si no había asunto alguno que tratar, y discutían el tema hasta el agotamiento.

—Me interesáis —dijo Ylith—. Me parece que debo entregaros a los sacerdotes y dejar que oigan esta maravilla. ¡Un humano que razona!

—Somos seres racionales.

—¿Venís del mismo lugar que Djan-methi?

—De la misma especie, pero no los mismos credos o políticas.

—Entendido.

—Diferimos.

Ylith le miró con interés.

—Decid, ¿es verdad que el color de su pelo es como el metal?

—Como el cobre.

—Fuisteis su amante.

El calor tino su rostro. La miró brusca y enconadamente a los ojos.

—Estáis bien informada. ¿Dónde colocáis a vuestros espías?

—¿Ofende la pregunta? ¿Poseéis los humanos un sentido de la modestia?

—Y cualquier otro sentimiento conocido por los nemet —replicó—. He amado a vuestro pueblo. ¿Es a esto a lo que conduce vuestra filosofía? ¿A odiarme porque turbo vuestras ideas, porque no podéis clasificarme?

Nunca habría dicho algo semejante fuera de Elas; los nemet eran demasiado reservados, aunque podría habérselo dicho a Kta. Estaba exhauto y era tarde. Estaba a punto de echarse a llorar, y sintió vergüenza por su propio estallido.

Pero Ylith ladeó la cabeza y el ceño acercó sus separadas cejas.

—Desde luego no os parecéis a lo que he oído de los humanos.

Un momento después se levantó y abrió la puerta, donde esperaba un anciano, un hombre de blancos cabellos que le llegaban a los hombros, y cuyo ctan y pel eran blancos bordados en oro.

El anciano manifestó su profunda obediencia a Ylith, pero no se arrodilló, por lo cual fue evidente que ella conocía su presencia allí y que habían concertado la reunión.

—Sacerdote —dijo ella—. Mirad a esta criatura y decidme lo que veis.

El sacerdote se movió y clavó sus acuosos ojos en Kurt.

—Levántate —rugió con amabilidad. Kurt recogió las casi paralizadas piernas y se puso torpemente en pie. De pronto sintió esperanzas. No sabía porqué este sacerdote ajeno a él podía inspirárselas, pero su voz era suave y sus ojos oscuros como una bendición.

—Sacerdote —urgió la Methi.

—No es cosa sencilla, gran Methi —respondió el sacerdote—. No puedo decir si esto es un hombre tal y como entendemos esa palabra. Pero no es un tamurlin. Que la Methi haga lo que sea justo a sus ojos, pero es muy posible que esté tratando con un ser de sentimiento y raciocinio, sea o no un hombre.

—¿Es buena o mala esta escritura, sacerdote?

—¿Qué es el hombre, gran Methi?

—El hombre es hijo de Nae —replicó la Methi impaciente—. ¿De quién es hijo éste, sacerdote?

—No lo sé, gran Methi.

Ylith bajó entonces los ojos, arriesgó una mirada a Kurt, apartándola luego y volviendo a mirarle después.

—Sacerdote, te encarezco que discutas este asunto dentro del colegio de sacerdotes y vuelvas con una respuesta. Llévalo contigo si hiciera falta.

—Consultaré con ellos, Methi, y enviaremos por él si su presencia nos fuese de ayuda.

—Podéis marchar entonces —dijo ella, y el sacerdote se marchó.

Luego lo hizo ella, y Kurt volvió a hundirse contra la columna, confuso y mortalmente cansado y avergonzado. Estaba solo y contento de estar solo, así no tendría que ser tratado de ninguna forma ante amigos o enemigos conocidos.

Se retorció contra sus doloridas articulaciones e intentó obligarse a dormir. El tiempo pasaba estando dormido. No necesitaba pensar estando dormido.

Estando dormido solía recordar a Mim, y se creía en Elas, y que las campanas del amanecer no sonarían nunca.

Las puertas se abrieron de un portazo. La gente se movió a su alrededor, sacudiéndole aquí y allí, obligándole a despertarse.

La Methi había vuelto.

Esta vez traía a Kta.

Kta le vio, el alivio brilló en sus ojos, pero no pudo decir nada. La presencia de la Methi exigía su atención. Kta se postró ante ella y escondió la cara. Sus movimientos no eran fluidos. Parecía estar muy castigado.

Y ella le ignoró, mirando por encima de su postrada forma al hombre alto y enjuto que hizo una reverencia hasta las rodillas y volvió a alzarse.

—Vel t’Elas —dijo Ylith—, ¿qué ha decidido Elas-en-Indresul referente a este hombre Kta?

El lejano pariente de Kta volvió a inclinarse y enderezarse. Era un hombre de inmensa dignidad, uno que le recordaba a Nym.

—Lo entregamos a Methi para que lo enjuicie, a vida o muerte.

—¿Cómo consideráis su comportamiento con Elas?

—Que la Methi sea benevolente. Ha mantenido nuestra ley y aún honra a nuestros Ancestros, a excepción de la ofensa por la que os lo entregamos: sus tratos con este humano, y que es de Nephane.

—Kta t’Elas u Nym —dijo Ylith.

Kta levantó la cara y se sentó sobre los talones.

—Kta t’Elas, tu pueblo ha elegido a un ser extraño para gobernarle. ¿Por qué?

—Fue elegida por el Cielo, Methi, no por los hombres, y fue una buena elección según los oráculos.

—¿Confirmada adecuadamente por el Upei y las Familias?

—Sí, Methi.

—Entonces, el cielo ha decidido volver a entregarnos a Nephane —dijo ella, mirando a los oficiales que habían entrado en la habitación—. Y tú, u Nym, que nacisteis indras, ¿dónde está ahora tu lealtad?

—En la tierra de mi padre, Ylith-methi, y con los amigos de mi casa.

—¿Rechazáis entonces toda lealtad a esta casa de Elas, que fue padre de tus Ancestros?

—Gran Methi —dijo Kta con voz rota—. Os reverencio tanto como a la casa de mis Ancestros, pero estoy atado a Nephane por lazos igualmente fuertes. No puede deshonrarme a mí y a los Ancestros de Elas volviéndome contra la ciudad que me vio nacer. Elas-en-Indresul no me comprendería si hiciera tal cosa.

—Os equivocáis.

—No, Methi. Es lo que creo.

—¿Cuál era el nombre de vuestra madre, u Nym? ¿Era sufaki o era una indras?

—Methi, era la honorable dama Ptas t’Lei e Met sh’Nym.

—Muy honorable la casa de Lei. Entonces sois indras por ambos linajes y de buena ascendencia, seguramente de una casa ortodoxa. Pero, aun así, preferís la compañía de sufakis y humanos. Encuentro esto excesivamente difícil de comprender, Kta t’Elas u Nym.

Kta inclinó la cabeza y no respondió.

—Vel t’Elas —dijo la Methi—, es este hijo de tu casa seguidor en algún modo de la herejía sufaki?

—Gran Methi, Elas ha descubierto que ha sido educado con errores y en el uso de conocimientos alienígenas, pero su base es ortodoxa.

—Kta t’Elas —dijo la methi—. ¿Cuál es el origen de los humanos?

—No lo sé, Methi.

—¿Afirmáis que poseen un alma y que son iguales a los nemet?

Kta alzó la cabeza.

—Sí, Methi, dijo con firmeza. —Así lo creo.

—Bueno, bueno. —Ylith frunció el ceño y se levantó, alisándose su chatem. Luego miró a los guardias con dureza—. Lhe, llevar a los prisioneros a los calabozos superiores y proveedlos de todo lo que necesiten para su comodidad. Pero confinadlos por separado y no permitáis que haya comunicación alguna entre ellos. Ninguna Lhe.

—Methi. —Acepto la orden con una reverencia.

Sus ojos miraron desagradablemente a Kurt.

—Este se parece a los nemet. Es adecuado, pues, que esté decentemente vestido. Mientras se crea un nemet, tratadle como tal.

Una luz brilló.

Kurt parpadeó y se frotó los ojos al abrirse su puerta y la intrusión de hombres con antorchas le hicieron pasar de un profundo sueño al pánico. Sombras sin rostro se movían hacia él.

Apartó las mantas y se levantó del catre de sus nuevas habitaciones. No luchar, no luchar; sería lo peor para Kta y para él.

—Debes acompañarnos —dijo la voz de Lhe surgiendo de la luz.

Kurt se obligó a hacer una reverencia, aunque el instinto le pedía otra cosa.

—Sí, señor —dijo, y empezó a vestirse.

Un guardia le puso la mano encima cuando terminó.

—Mi señor —apeló a Lhe, con una mirada de reproche en la cara. Y Lhe, el digno y elegante Lhe, fue el caballero que Kurt sospechaba que era; era muy nemet y demasiado indras como para ignorar los rituales de cortesía cuando se ofrecían.

—Creo que vendrá por propia voluntad —dijo Lhe a sus compañeros, y éstos le soltaron, no sin reticencias.

—Gracias —dijo Kurt, inclinándose ligeramente—. ¿Podéis decirme dónde o por qué…?

—No, humano —dijo Lhe—. No lo sabemos, excepto que sois convocado a la sala de justicia.

—¿Celebráis juicios por la noche? —preguntó Kurt, honestamente sorprendido. Ni siquiera en la liberal Nephane podía llevarse a cabo negocio legal alguno después de que la luz de Phan dejase la tierra.

—No podéis ser juzgado —dijo Lhe—. Sois humano.

Eso no le sorprendió, pero no había considerado la legalidad de su status. Puede que su desmayo se le reflejara en la cara, pensó, pues Lhe parecía incómodo. Se encogió de hombros e hizo un gesto de impotencia.

—Debéis venir —repitió Lhe.

Kurt fue con ellos sin ser sujetado, atravesando grandes salones y bajando varios tramos de escaleras, hasta llegar a un enorme par de puertas bivalvas, atravesándolas para entrar en una enorme sala de antigua piedra tallada.

El alto techo apenas era visible a la luz de la solitaria antorcha que ardía en una repisa de la pared. El único mobiliario era una larga mesa de tribunal y las sillas.

En el suelo había un perno de argolla, ya provisto de cadena. Lhe le pidió cortésmente, con inmensa cortesía, que se detuviera allí, y uno de los hombres enganchó la cadena a la argolla de su tobillo.

Miró a Lhe, con rudeza, con furia y Lhe evitó su mirada.

—Vamos —dijo Lhe a sus hombres—. No se nos pide que nos quedemos. —Y a Kurt—: Humano, ganaréis más con palabras humildes que con orgullo.

Quizá lo decía por simpatía, quizá riéndose. Kurt miró cómo se retiraban dándole la espalda, temblándole todo el cuerpo por la rabia y el miedo.

De pronto gritó, le dio una patada a la argolla en un arranque de furia, tiró de ella una y otra vez, deseando hasta romperse un tobillo si eso hacia que se fijaran en él, que no debían tratarle así.

Lo único que estaba consiguiendo era perder el equilibrio, pues no había bastante cadena para hacer algo más que arrancarse la piel del tobillo. Cayó sobre la áspera piedra y se levantó sobre manos y rodillas, con la cabeza abatida.

—¿Estáis satisfecho? —preguntó la Methi.

Giró sobre una rodilla hacia la voz que surgía junto a la antorcha. Una puerta se cerró sin ser vista y ella entró en el círculo de luz. Llevaba un vestido que casi se limitaba a ser un simple pelan, azul claro y su oscuro pelo era como una nube de noche, sujeta por una diadema de plata alrededor de la frente. Se detuvo a un extremo del tribunal, y sus cortas cejas se alzaron en una expresión divertida.

—Ese no es el comportamiento de un ser inteligente.

Kurt se las arregló para sentarse en posición nemet, sobre pies y tobillos, con las manos boca arriba en su regazo, la posición adecuada de alguien que visita el corazón de otro.

—Esta no es la bienvenida que me hicieron en Nephane, y allí tenía enemigos. Lamentaré mucho haberos ofendido, Methi.

—Esto no es Nephane. Y yo no soy Djan. —Se sentó en una de las sillas del tribunal y le miró de frente; las manos de uñas largas se cerraron alrededor de la barra—. Si atacaras a uno de mi pueblo.

El hizo una reverencia.

—Han sido amables conmigo. No tengo intención de atacar a nadie.

—Ai —dijo ella—, intentáis impresionarme.

—Soy de una casa —respondió esperando no causar más dificultades a Kta con esta afirmación—. Me enseñaron cortesía. Me enseñaron que como mejor se sirve al honor de una casa es con cortesía.

—Es una respuesta adecuada.

Era la primera gracia que le concedía ella. La miró relajando un poco las defensas.

—¿Por qué me habéis llamado aquí? —preguntó.

—Turbáis mis sueños —repuso ella—. Me pareció adecuado turbar los vuestros. —Luego frunció el ceño pensativa—. ¿Soñáis?

Se dio cuenta que no era un comentario humorístico. Para un nemet era una pregunta religiosamente razonable.

—Sí —dijo, y ella meditó un poco sobre eso.

—Los sacerdotes no saben decirme lo que eres —dijo ella finalmente—. Algunos dicen que simplemente te ejecute; otros que se te mate mediante el atia. ¿Sabes lo que significa eso, t’Morgan?

—No —dijo, percibiendo que era pregunta y no amenaza.

—Significa que creen que habéis escapado de las regiones infernales y que debéis retornar allí con todos los dolores y maldiciones necesarios para que no volváis nunca. Es algo que revela la incomodidad que les producís. El Atia no se realiza desde hace siglos. Tendrían que buscar los ritos en los archivos antes de poder llevarlos a cabo. Creo que ya hay algún sacerdote haciéndolo. Pero Kta t’Elas insiste en que tenéis alma, aunque puede perder la suya por esa herejía.

—Kta es un hombre bueno y religioso… —dijo Kurt con dificultad por el miedo que sentía.

—T’Morgan. En estos momentos mi preocupación está contigo. En lo que sois.

—No queréis saberlo. Preguntaréis hasta conseguir la respuesta que concuerde con lo que queráis oír.

—Tenéis el aspecto de un ave, de un ave de presa. Otros humanos que he conocido tenían caras de animales. Nunca he visto uno vivo o limpio. Decidme, ¿qué harías de no tener esa cadena?

—Me gustaría dejar de estar de rodillas. El suelo está frío.

Era una imprudencia. Se arriesgaba a divertirla. Su risa hasta contenía cierta amabilidad.

—Resultas intrigante. Si fueras nemet, no podría tolerar esa actitud. ¿Qué es lo que pasa realmente en tu mente? ¿Qué haríais de estar libre?

El se encogió de hombros y miró a la oscuridad.

—Yo… pediría la libertad de Kta y dejaríamos Indresul para ir a donde pudiésemos encontrar un puerto.

—Sois leal a él.

—Kta es mi amigo. Yo soy de Elas.

—Sois humano. Como Djan, como los tamurlin.

—No, como ninguno de ellos.

—¿Dónde estriba la diferencia?

—Somos de diferentes naciones.

—Fuisteis su amante t’Morgan, ¿de dónde venís?

—No lo sé.

—¿No lo sabéis?

—Estoy perdido. No sé dónde estoy, ni dónde está mi hogar.

Ella le observó. Al recibir la luz desde ese ángulo, su hermosa cara era más inhumana que de habitual, como una obra de arte ligeramente abstracta.

—El fuego-corazón de tu especie, asumiendo que sea civilizada, está muy distante. Debe ser terrible morir entre extraños, ser enterrado con ritos que no son los tuyos, sin nadie que te llame por tu verdadero nombre.

Kurt inclinó la cabeza, viendo repentinamente otra habitación a oscuras, a Mim yaciendo ante el fuegocorazón de Elas, Mim siendo enterrada en Nephane sin que se dijera su auténtico nombre: mundos alienígenas, dioses alienígenas, y la indefensión que sintió entonces. De repente estuvo asustado con un miedo al que ella había puesto un nombre, y pensó en sí mismo muerto y siendo tocado por ellos y enterrado en nombre de dioses que no eran suyos y ritos que no comprendía. Casi deseó que le arrojaran al mar y le entregaran a los peces y las hijas de cabellos verdes de Kalyt.

'¿He tocado algo doloroso? —preguntó amablemente Ylith—. ¿Pensáis que los Guardianes de Elas se resienten por vuestra presencia, o imaginabais ser nemet?

—Elas fue mi hogar.

—Casasteis allí.

El alzó la mirada, asombrado, sorprendido.

—¿Ella consintió, o te fue entregada?

—¿Quién… os dijo eso?

—Elas-en-Indresul interrogó a Kta sobre el asunto. Lo preguntó: ¿Consintió ella libremente?

—Consintió. —Dejó a un lado la ira y asumió una actitud humilde en beneficio de Mim, hizo una reverencia solícita—. Methi, ella pertenecía a vuestra gente, nació en Indresul. Se llamaba Mim t’Nethim e Sel.

—Las cejas de Ylith se arquearon con desmayo.

—¿Has hablado con Lhe de esto?

—¿Methi?

—Es de Nethim. Leh t’Nethim e Kma, segundo hijo del señor Kma; y Nethim no tiene buenas relaciones con Elas. T’Elas no mencionó el nombre de la casa de la dama Mim.

—Nunca lo supo. Fue enterrada sin su verdadero nombre. Sería bondadoso por tu parte decirle al señor Kma que ha muerto, para que puedan orar por ella. No creo que quiera oír esa petición de mí.

—¿Preguntará quién es responsable de su muerte?

—Shan t’Tefur y Tklekef y Djan de Nephane.

—¿No Kurt t’Morgan?

—No.

Bajó la mirada, no queriendo ceder ante ella. Los recuerdos de pesadilla que inundaban su mente a la luz del día volvieron a él, la oscuridad y el fuego, y Nym ante el fuego invocando a sus Ancestros, con Mim muerta a sus pies. Ahora Nym podía hablar con ellos en persona. Nym y Ptas, y Hef. Aquella noche habían caminado y respirado y ahora se habían unido a ella. Ahora todos eran sombras.

—Hablaré con Kma t’Nethim y con Lhe —dijo ella.

—Quizá debáis omitir el decirles que se casó con un humano.

Ylith guardó silencio un momento.

—Me parece que la lloráis demasiado. Nuestras leyes nos enseñan que no tenéis alma, y que ella habría pecado grandemente al consentir en una unión así.

—Ha muerto. Dejadlo así.

—Si yo admitiese que ése no es el caso —continuó ella, implacable al seguir el hilo de sus pensamientos—. Eso querría decir que se han equivocado muchos hombres sabios, que nuestros sacerdotes se equivocan, que hemos cometido un error durante siglos. Tendría que admitir que en este universo ordenado hay criaturas que no encajan en ese orden. Tendría que admitir que este mundo no es el único que existe, y que Phan no es el único dios. Tendría que admitir cosas por las que se han condenado a hombres por herejes. Miradme, humano, Miradme.

Hizo lo que ella le pedía, aterrorizado, pues de pronto se daba cuenta de lo que decía. Ella sospechaba la verdad. No había esperanzas en argumentar nada. No era adecuado política o religiosamente hablando el difundir la verdad.

—Insistís en que hay dos universos, el tuyo y el mío, y en haber pasado de alguna forma del tuyo al mío —dijo ella—. Según mis normas, vos sois un animal, y admite que hasta un animal puede poseer los atributos del habla y una educación. Pero sois como los nemet en otras cosas. He soñado, t’Morgan, que estabais muerto y que miraba a vuestra cara y me turbaba en exceso. Pensaba entonces que habíais estado vivo y que amabais a un nemet, y que por tanto debíais tener un alma. Y entonces despertaba y seguía turbada… en exceso.

—Kta no hizo más de lo que habéis hecho vos. Yo le turbaba. Me ayudó. Debe ser puesto en libertad.

—No lo entendéis. Es nemet. Pueden aplicársele las leyes. ¿Preferís morir con Kta a disfrutar de una vida encerrado? Puede hacerse que viváis confortablemente. No sería una vida tan dura.

Descubrió que le resultaba sorprendentemente fácil responder. En ese momento ni siquiera estaba asustado.

—Se lo debo a Kta. En vida, nunca puso objeciones a mi compañía. Y esto, entre nemets, parece ser una amistad rara.

Ylith pareció sorprendida.

—Bien —dijo, levantándose y alisándose los faldones—. Permitiré que volváis a vuestro sueño, t’Morgan. Honraré alguna de vuestras peticiones. Nethim la rendirá honores cuando se lo pida.

—Os estoy agradecido por esto Methi.

—¿Deseáis alguna otra cosa?

—Hablar con Kta, la que más.

—Eso, no puedo concederlo.