XVII

Por la mañana habían desaparecido ya las nubes y Phan proyectaba su luz sobre un mar en total calma. La Taví navegaba con suavidad, con la tripulación de cubierta envuelta en sus capas, allí donde encontraba un sitio.

Kurt caminó hasta proa, frotándose los ojos para mantenerse despierto. Pan estaba al timón, mientras su compañero vigilaba. Los ojos del joven estaban cerrados. Se balanceaba sobre sus pies.

—Pan —dijo Kurt con suavidad, y Pan se despertó con un sobresalto, con el rostro enrojecido por la consternación.

—Perdóname, Kurt-ifhan.

—Vi cómo te dormías hace sólo un instante. Baja a dormir que yo me quedaré al timón. Con una mar así no se necesita saber mucho.

—No debería, mi señor, yo…

De pronto, los ojos del joven se clavaron esperanzados en el cielo, y Kurt también lo sintió: los primeros efectos de una suave brisa sureña. Agitó su cabello y sus capas, acarició ligeramente sus rostros y rizó las plácidas aguas.

¡Hya! —chilló Pan, y todos los hombres del puente se enderezaron—. ¡El viento, el viento del sur!

Los hombres se pusieron en pie y Kta apareció en el umbral de la cabina y agitó la mano haciendo una señal a Val, que a su vez gritó una orden para que los hombres izaran la vela.

Un momento después se henchía la vela de color azul nocturno. La Tavi empezó a navegar a favor del viento. Una exclamación de júbilo se dejó oír en cuanto la tripulación lo notó.

El, amigos míos —sonrió Kta—. Ración completa esta mañana y permiso para beber, pero moderadamente. No quiero dolores de cabeza. Este viento también hará navegar a la Edrif, así que mantened ojo avizor los vigías. Que los remeros se diviertan.

El viento continuó soplando y los agotados hombres de la Tavi se alegraron de poder tumbarse al sol, masajearse con aceite caliente los doloridos miembros y las ampolladas manos, y charlar, empleando las manos en las pequeñas tareas que mantenían en perfecto funcionamiento a la Tavi.

Kta ordenó un cambio de ruta al atardecer y la nave enfiló bruscamente hacia el noroeste, en dirección a las Islas. Al ponerse el sol, distinguieron una nave en el horizonte occidental, creándose una alarma momentánea, pero pronto se identificó la nave como perteneciente a una nave mercante de la casa de Ilev, el emblema del pájaro blanco de esta casa brillaba al sol como algo vivo en la negra vela.

El mercante pasó ante ellos y desapareció en el ensombrecido este, cosa que no les preocupó. Ilev era amiga.

Pronto fueron visibles las luces costeras de una pequeña isla. Los hombres corrieron voluntarios a los remos y se afanaron en ellos a medida que la Tavi se encaminaba hacia esa sarta de enjoyadas luces; hacia Acturi, puerto hogar de Hnes, una poderosa familia descendiente de Indras afincada en las Islas.

—Gan t’Hnes no se dejará controlar por las amenazas de los sufaki —dijo Kta cuando la Tavi entró en el puerto de Acturi—. Estaremos a salvo para pasar la noche.

Una campana empezó a sonar en la costa, hombres con antorchas corrieron a los muelles cuando la Tavi entró por la fuerza de sus remos.

¡Hya! —les gritó una voz de la costa—. ¿Qué nave es la vuestra?

—La Tavi de Nephane. Decid a Gan t’Hnes que Elas solicita su hospitalidad.

—Apresúrate, Tavi, apresúrate y arriba ya a la costa. Aquí somos amigos. No hace falta preguntar.

—¿Estás seguro de ellos? —preguntó Kurt en voz baja, cuando se soltaron y ataron amarras—. ¿Y si se nos ha adelantado alguna nave de la Methi? —Examinó nerviosamente las otras naves del pequeño muelle, velas plegadas y anónimas en la oscuridad—. Pueden haber obligado a Hnes…

—No, si Gan t’Hnes no hace honor a la amistad entre casas, entonces el sol saldrá mañana por el oeste. Conozco a este hombre desde que era un niño y gateaba a sus pies. Hnes y Elas son amigos desde hace mil años, bueno, al menos desde hace novecientos años, que es hasta donde Hnes sabe contar.

¿Y si no fuera la palabra de t’Hnes la que acaban de darte?

—Paz, sospechoso humano, paz. Si Hnes hubiera sido desposeído del control de Acturi, la impresión se habría sentido de costa a costa del Ome Sin. Hya, Val, extiende la pasarela. Kurt y yo bajaremos a tierra. Quédate en la nave y no dejes que baje nadie hasta que Gan nos dé venia para hacerlo.

Gan t’Hnes era un venerable anciano y, mirándole, Kurt descubrió por qué Kta confiaba en él. Su casa en la colina era ostentosa y limpia, el fuegocorazón era atendido por la dama Na t’Ilev e Ben sh’Kma, esposa del mayor de los tres hijos de Gan, que en sí mismo ya era de avanzada edad. El señor Gan era viudo y el nemet más anciano que había visto, y si pensamos que los nemet viven mucho y raramente se evidencia su edad, debía ser muy anciano.

Naturalmente, las formalidades precedían a cualquier conversación. Había una joven, nieta del chan de Hnes, que preparó el té y lo sirvió, y viéndola de espaldas, con su gentil porte y la brillante oscuridad de sus cabellos, Kurt pensó en Mim. Incluso se parecía a ella en el rostro, y cuando se arrodilló y le ofreció una taza de té la miró y sintió un dolor que llevó lágrimas a los ojos.

La chica inclinó la cabeza, enrojeciéndosele las mejillas al ser mirada por un hombre, y Kurt cogió la taza, y bajó la mirada y bebió el té, pensando que no había sentido tal paz y quietud desde aquella noche en Nephane. Era como volver al hogar, pues nunca había esperado poner el pie en una casa amiga, y su hogar era Elas, y Mim, y ambos habían desaparecido.

Hnes era una gran familia gobernada por Gan, naturalmente, y por Kma, su primogénito, y la dama Na. En la casa había más personas, estando uno de los hijos en el mar. Había un envejecido chan, Dek, sus dos hijas y muchos nietos; Leí, segundo hijo de Gan, y su esposa Pym y su concubina Tekje h’Hnes; Imue, hija de Leí, una encantadora niña de unos doce años, que podía ser hija de cualquiera de las dos mujeres, pues tenía los ojos sufaki de Tekje, pero se sentaba junto a Pym y trataba a las dos madres con afectuosas atenciones; y había dos niños pequeños, hijos de Leí.

La primera ronda de té transcurrió en tranquila conversación. Los nemet sentían curiosidad por Kurt, y los niños estaban asustados, pero los adultos resolvieron la cuestión con cortesía.

Entonces llegó la segunda ronda, y las damas salieron con los niños, exceptuando a la dama Na; era la primera dama de Hnes, y su opinión tenía el mismo peso que la de los hombres adultos.

—Kta, ¿cuánto tiempo hace que saliste de Nephane? —empezó con precaución el señor de Hnes.

—Cerca de quince días.

—Entonces, debiste ser partícipe de la triste historia que ha llegado a nuestros oídos.

—Elas ya no existe en Nephane, mi señor, y yo estoy exiliado. Mis padres y el chan están muertos.

—Estás en casa de amigos. Ai, que yo haya vivido para ver semejante día. Amaba a tu padre como a un gran amigo, Kta, y te amo a ti como si fueras uno de los míos. Nombra a los que hay que culpar de esto.

—Son nombres demasiado elevados para ser maldecidos, mi señor.

—Nadie está más allá del alcance del cielo.

—No quiero que todo Nephane me maldiga por mi culpa. Los responsables son la Methi Djan y su amante sufaki, Shan t’efur u Tlefek. He jurado enemistad eterna entre Elas y la Elegida del Cielo, y una deuda de sangre entre Elas y la casa de Tefur, pero elegí el exilio. Si hubiera pretendido la guerra, la habría habido esa misma noche en todo Nephane. Por eso prefirió morir mi padre. Honro su decisión.

Gan inclinó la cabeza en gesto de meditación y pena.

—Hace dos días llegó una nave. Dkelis de Irain en Nephane. Traía un mensaje de la mismísima Elegida del Cielo y decía que Elas la había ofendido y había decidido apartarse de su vista. Que el auténtico autor de la ofensa era… perdonadme, invitados míos… un humano que había cometido asesinato contra ciudadanos de Nephane estando bajo el tutelaje de Elas.

—Maté a algunos de los hombres de t’Tefur —dijo Kurt, con el corazón dolorido. Miró a Kta—. ¿Qué significa esto? ¿Fue esto lo que desencadenó todo?

—Sabes que había otras razones —dijo Kta huraño—. Eso sólo fue su excusa de cara al público, un modo de culpar a alguien… ¿Ese era en suma el mensaje, mi señor Gan?

—En suma decía que Elas era proscrito en todas las propiedades de Nephane; que tú, Kta, y todos los que estuvieran contigo, debían ser muertos, exceptuando el señor Kurt, que debía ser entregado vivo e ileso a la justicia de la Methi.

—Seguramente —dijo Kta—, hnes no cederá.

En verdad que no. Irain lo sabía bien, y dudo que él mismo ejecutara esa orden de encontrarse contigo.

¿Qué haréis, mi señor? ¿Preferís que pasemos la noche en otro lugar? Decidlo sin ofensa alguna. No deseo causaros inconveniencia alguna.

—Hay leyes que son más antiguas que Nephane, hijo de mi amigo, más incluso de la propia ciudad resplandeciente, y haya una justicia superior a la escrita en los decretos de la Methi. No. Dejemos que la Methi estudie cómo forzar ese decreto. Quedaos en Acturi. Convertiré esta isla en una fortaleza para luchar contra ellos si así lo quieres.

—No, amigo mío, no, eso sería terrible para tu pueblo. Pedimos agua y víveres como mucho, y en contenedores que no lleven la marca de Hnes. Mi nave saldrá de tu puerto al alba. Nadie salvo Ilev nos vio venir aquí, y es amigo de nuestras dos casas. Y no tengo planeado que nos vean zarpar. Elas ha caído. Eso ya es bastante pena. No quiero dejar atrás mío un rostro de desastre en mis amigos.

—Tuyo es todo lo que necesites. El muelle, vituallas, una escolta de galeones si lo deseas. Pero deja que te persuada para que te quedes, Kta. No soy tan viejo como para no luchar por mis amigos. Toda la fuerza de Acturi está a tu servicio. No creo que la Methi se atreva a enfrentarse con una de sus posesiones en las Islas, siendo inminente una guerra contra Indresul.

—No creo que se atreviese a hacer lo que hizo con Elas, mi señor, pero Shan t’Tefur nos pisaba los talones hasta hace poco. Ya nos hemos enfrentado, y actuaría contra vos sin dudarlo, No sé qué autoridad le habrá otorgado la Methi, pero aunque ella dudase como decís, un ataque sería algo consumado antes de que ella se enterase. No, señor.

—Es vuestra decisión —dijo Gan lamentándose—. Pero creo que aún así podríamos contenerle.

—Sólo provisiones y armas. Es todo lo que pido.

—Encargaos de ellos, entonces, hijos míos, rápido. Proveed a la Tavi con todo lo que necesite, y que todas las manos empiecen a cargar cuanto antes.

Los dos hijos de Hnes se levantaron, hicieron una reverencia para mostrar su respeto a los presentes y salieron rápidamente para llevar a cabo las órdenes.

—Esos víveres son un regalo de despedida de Hnes. No hay nada que pueda enviar contigo que iguale el afecto que te profeso, Kta, mi casi hijo. ¿Tienes bastantes hombres? Algunos de los míos podrían navegar contigo.

—No quiero arriesgarlos.

—¿Entonces te faltan?

—No quiero arriesgarlos.

—¿Adonde irás, Kta?

—Al Yvorst Ome, más allá del alcance de la Methi y la ley.

—Una dura tierra bordea ese mar, pero las naves Hnes van y vienen de allí con frecuencia. Te las encontrarás de cuando en cuando. Permite que transmitan mensajes entre nosotros. Ai, qué días son éstos. Mis ojos ven más lejos que los de muchos hombres, pero no veo nada que me consuele en estos momentos. Si yo fuera joven, creo que navegaría contigo, Kta, porque carezco de valor para ver lo que pasa por aquí.

—No, mi señor, os conozco. Si fuerais tan joven como yo, navegaríais hasta Nephane y os meteríais en el conflicto, tal y como hizo mi padre. Y como yo mismo haría, pero debo pensar en la vida de Aimu, y tengo a mi cargo sus almas.

—La pequeña Aimu. Dudaba en preguntar. Temía malas noticias.

—No, gracias al cielo. Se la entregué a un esposo, y por su vida y honor me juró que la protegería.

—¿Cuál es ahora su nombre? —preguntó la dama Na.

—Mi señora, ahora es Aimu t’Elas e Nym shBel t’Osanef.

—T’osanef-murmuró Gan, en un tono que significaba: El, Sufaki, pero qué lástima.

—Se han querido desde que eran niños —dijo Kta—. Fue voluntad de mi padre, y mía también.

—Entonces está bien hecho —dijo Gan—. Que la luz del cielo sea con ambos. —Y para la ortodoxia de un indras esto era mucho—. Debe ser un hombre valiente este t’Osanef para desposar ahora a Aimu.

—En verdad lo es —dijo Kta, dirigiéndose luego a la dama Na—. Rezad por ella, mi señora. Lo necesitan mucho.

—Lo haré, y también por ti y por todos los que navegan contigo respondió ella, e incluyó a Kurt con una mirada de sus encantadores ojos, a lo que Kurt correspondió realizando una profunda reverencia.

—Gracias —dijo Kta—. Vuestra casa también estará en mis pensamiento.

—Desearía que cambiaras de idea y os quedarais —dijo Gan—. Pero quizá tengáis razón. Quizá algún día cambien las cosas, ya que la Methi carece de compañeros. Quizá algún día sea posible volver.

—Será posible —dijo Kta—, si no nombra como sucesor a un sufaki. No hablamos mucho de ello, pero nos tememos que no haya retorno. No para nuestra generación.

Gan apretó los dientes.

—Creo que Acturi enviará naves esta noche.

—No combatáis a t’Tefur —suplicó Kta.

—Navegarán, he dicho, y al menos le harán una advertencia a la Edrif.

—Cuando lo sepa Djan-methi…

—Entonces sabrá cuál es el temple de las Islas —dijo Gan—, y quizá la Elegida del Cielo sepa contener sus ambiciones con sensatez.

Ai. No quiero esto, Gan —murmuró Kta.

—Es una decisión de Hnes. Elas tiene que considerar su propio honor. Yo tengo el mío.

—Amigo de mi padre, estas aguas están demasiado próximas a Indresul. No sabéis lo que podéis desencadenar. Es un acto peligroso.

—Es decisión de Hnes —volvió a decir Gan.

Kta inclinó la cabeza, obligado a guardar silencio bajo el techo de Gan, pero pasó la noche meditando y velando en su cama en la habitación que compartía con Kurt.

Kurt le observó y no aventuró pregunta alguna en su vela. Ya había tenido bastante aquella tarde, empezando a casar las piezas de lo que Kta no le había explicado nunca, la escena que debió desarrollarse en el Upei cuando Nym exigió justicia por la muerte de Mim, mientras la Methi tenía en los actos de huésped de Elas el pretexto que necesitaba para acabar con Elas.

Así muerto Nym, y caído Elas.

Y Djan podía decir que él había hecho que todo fuera inevitable, y que su boda con Mim y su amistad con Elas habían sido el principio de todos los males.

Excepto el señor Kurt, que debe ser traído vivo e ileso ante la justicia de la Methi.

Justicia Hanan.

La justicia de una rabia personal, cuyos cargos nunca se atrevería a presentar ante el Upei. Destruiría todo lo que él amaba, pero nunca le dejaría marchar. Al ser Hanan, no creía en el más allá. Nunca le permitiría un final rápido.

Yació en la blanda cama de la lujosa casa Hnes y miró a la oscuridad, y durmió sólo las horas que anteceden al alba, turbado por sueños que no pudo recordar con claridad.

Ahora soplaba un buen viento del norte, cálido por su paso por Tamur Basin. La vela azul se puso en tensión y la quilla de la Tavi se balanceó entre las olas, cortando su cegador azul hasta convertirlo en blanca espuma.

Kta aún seguía mirando a popa, y Kurt no podía decir si su preocupación era por Gan t’Hnes o por t’Tefur.

—No está en nuestras manos —dijo finalmente Kurt.

—No está en nuestras manos —concedió Kta, con una última mirada. No había nada. Se mordió el labio—. El, el, al menos no estará con nosotros al atravesar la Thiad.

—La garganta. Las Islas Menores. —Kurt conocía su reputación, arrecifes desérticos que salpicaban las aguas menos profundas del Orne Sin, situados entre Indresul y Nephane y que no pertenecían a ninguna de ambas. Con buen tiempo formaban un laberinto, con tormenta eran asesinos de barcos—. ¿Las atravesaremos o las rodearemos?

—Las atravesaremos si nos favorece el tiempo. Si la mar está bravía iremos por las aguas profundas del lado de Nephane. No conozco las aguas de Indresul con la familiaridad de la gente de las Islas. Estaremos libres una vez pasada esa barrera, amigo mío; todo lo libres como los mares del norte y sus miserables puertos nos permitan serlo.

—Tengo entendido que hay algo de civilización, algunas ciudades importantes.

—Hay dos pueblos, y son primitivos. El, bueno, uno podría considerarse una ciudad; Haithen. Es una ciudad de madera y heladas calles. Yvesta, la madre de las nieves, nunca deja esas tierras. No hay granjas, sólo llanuras desérticas y montañas imposibles y ríos helados. Masas de hielo que pueden aplastar naves flotan en el Yvorst Ome y hay bestias marinas como no se ven en estas aguas azules. Ai, no hay nada como Nephane.

—¿Lamentas haber elegido como lo has hecho? —pregunta Kurt.

—Es un lugar extraño al que ir —dijo Kta—, pero la vergüenza de Elas es peor. Creo que Haithen es preferible a la ley de la Methi. Me duele tener que decirlo. Pero Haithen quizá sea infinitamente preferible a la Nephane de la Methi. Cuando pasemos ante las costas de Nephane, pensaré en Aimu, y en Bel, y desearé tener noticias de ellos. Eso es lo más difícil, el darse cuenta que no puedo hacer nada. Elas no está acostumbrada a la impotencia.

En t’Siran, capitán de la Rimaris, se balanceaba sobre el puente de la nave correo Kadese, bajo las recogidas velas rojas. Tanta era su prisa que ni siquiera se sentó a tomar té con el capitán antes de entregar su mensaje; tomó de pie el sorbo de té ritual y apenas contuvo el aliento antes de entregar la taza al hombre del capitán e hizo una reverencia de cortesía hacia el oficial.

—T’Siran —dijo el capitán del correo—, dijisteis que eran noticias urgentes.

—Una confrontación entre navíos de las islas y una nave de su propio bando —dijo t’Siran.

—Así es —dijo el capitán dejando a un lado la taza y haciendo una seña a un escriba para que tomara nota—. ¿Qué ha sucedido? ¿Podéis identificar a alguna de las casas?

—Fácilmente a las de un bando. Llevaban la luna de Acturi en las velas; los hijos de Gan t’Hnes, estoy seguro de ello. La otra era una vela extraña, verde oscura con un dragón dorado.

—No conozco ese emblema —dijo el capitán—. Debe tener algún dueño sufaki.

—Seguramente —concedió t’Siran, pues el dragón Yr no era un símbolo de la suerte para una nave indras—. Quizá sea una nave de la Methi.

—Una confrontación, es decir. ¿Con qué resultado?

—Una larga espera. La vela dragón dio media vuelta, hacia la costa sufaki.

—¿Y los hombres de Acturi?

—Mantuvieron la posición cierto tiempo. Luego volvieron a las Islas. Nos retiramos con prontitud. No teníamos órdenes de provocar un combate con las Islas. Ese es todo mi informe.

—Es un informe que merecería ser entregado —dijo el capitán de la Kadese.

—Mi señor. —T’Siran agradeció el inusual tributo de un capitán de correo, inclinó la cabeza y partió cuando el capitán volvió a la cortesía de despedida.

El capitán de la Kadese apenas se retrasó para ver cómo la Rimaris desplegaba velas y partía antes de gritarle una orden a su propia tripulación y pedirles que pusieran rumbo a Indresul.

Lo que se había predicho ya daba comienzo. Nephane se estaba dividiendo. La Methi de Indresul tenía interés en esta información que afectaba a la política de todo el Orne Sin y acercaba a Nephane al día de su ajuste de cuentas.

A partir de ese momento la Methi Ylith empezaría a escuchar a sus capitanes, pensaba para sí el capitán de la Kadese, y no había un momento mejor que éste. El cielo les favorecía.

—Remeros a sus puestos —dijo a su segundo—. Los turnos a intervalos mínimos. Toda la tripulación disponible.

Con cuatro tandas y ciento diez remos, la esbelta Kadese estaba equipada para recorrer largas distancias. El viento les empujaba suavemente. Su doble vela roja estaba henchida al máximo, y no había nada más rápido en todo el Orne Sin.

Había nubes dipersas, pequeños retazos de blanco con toques grises que se hacían más abundantes por el este, a medida que pasaban las horas. La tripulación de la Tavi vigilaba nerviosamente los cielos, temiendo un cambio del vientos que podía retrasarles en estas peligrosas aguas.

Al oeste, casi al alcance de la mano, se alzaban las aguzadas rocas de la Thiad. El sol se dirigía al horizonte, repartiendo color en las escasas nubes que tocaban esa parte del cielo.

Las olas salpicaban y se rompían a medida que la Tavi se acercaba peligrosamente a una roca que sólo emergía ligeramente de la superficie. A estribor se veía un islote, una larga columna de aguzadas rocas.

Era el último de los temidos islotes.

—Hemos pasado —exclamó Mnek cuando quedó atrás—. Rumbo hacia Yvorst Orne.

Entonces apareció una vela en el este crepuscular.

Val t’Ran, normalmente de duras palabras, ni siquiera profirió un juramento al ser informado. Puso el timón rumbo al oeste, bordeando peligrosamente las rocas limítrofes del Thiad Norte, y envió a Pan a recabar órdenes de Kta, que se dirigía hacia popa lo más rápidamente que se había movido nunca sobre el puente de un barco.

—¡A los remos! —gritaba Kta, levantando a todos los que no estaban de servicio. Los hombres se dispersaron ante él.

Fue hasta el timón y ordenó a Val que mantuviera el rumbo al oeste.

—¡Tkel! —le gritó al vigía—. ¿Qué vela es?

—No puedo decirlo, mi señor —la voz de Tkel bajó desde los cordajes, donde se sostenía precariamente sobre el marchapié—. Hay demasiada distancia.

—Procuraremos mantenerla así —murmuró Kta, y miró con desconfianza a los grandes arrecifes y las inseguras aguas que tenían delante—. Un poco a estribor, Cal. Estamos demasiado cerca, aunque tengamos motivos para ello.

—Sí, señor —dijo Val, y la nave se desplazó unos grados.

—Mantienen el rumbo —gritó Tkel al poco tiempo—. Deben pensar que somos de Indresul, mi señor.

Este muchacho se toma demasidas libertades con sus suposiciones —dijo Val entre dientes.

—De todos modos, probablemente sea la respuesta —dijo Kta.

—Me uniré a la tripulación —se ofreció Kurt—. O iré a ayudar en los remos.

—Se te considera de Elas —dijo Kta—. Cuando muestras prisa o preocupación intranquilizas a los hombres. Pero si el trabajo te calma los nervios, haz lo que quieras. Ve a los remos.

El propio estaba asustado. Daba la impresión que hasta él mismo habría cogido los remos, subido al mástil o cualquier otra cosa que hubiera acelerado la velocidad de la Tavi. Kurt conocía al nemet lo bastante bien como para leer en sus ojos, aunque su cara permaneciera en calma. Ardía por hacer algo, habían entrenado juntos y Kurt conocía su naturaleza impaciente. Los Ancestros eran hombres arrojados, le dijo una vez Kta. Ese era el carácter de Elas.

El nemet permanecía en pie, sereno, con brazos cruzados y mirando al horizonte, en la sincopada y movible visión que Kurt tenía de Kta desde el foso de los remeros, con su propia mente atontada por el batir de los remos y la necesidad de respirar.

Entonces la chillona voz de Tkel se dejó oír con tanta fuerza que superó al tronar de los remos.

—¡Del puerto de Indresul salen más velas!

La Tavi alteró el rumbo. La tripulación corrió a las velas, los remos temblaron un poco ante la inesperada mordedura de los otros remos, y se alzaron. Chan pidió un ritmo mayor desde su puesto en la tramoya. Respirar se hizo más difícil, la visión borrosa.

—¡Son tres velas! —flotó hasta abajo la voz de Tkel.

El que nadie interrumpiera el ritmo para mirar fue un tributo a la disciplina de la Tavi. Kta miró, y luego caminó entre los remeros hasta la cubierta principal para que pudieran verle con claridad.

—Bueno —dijo—, seguimos con rumbo norte. Lo que tenemos ante nosotros son naves de Indresul. Todo irá bien si podemos mantener el rumbo actual y se interesan en la otra nave. Hya, Chai, aminora el ritmo. Mantén uno que dure. Puede que no tengamos que hacerlo mucho tiempo.

La cadencia de los remos adquirió un ritmo más lento. Kta volvió a su puesto en el timón, mirando constantemente al amenazador horizonte. Fuera lo que fuera estaban haciendo, las naves de Indras se desarrollaba más allá del mundo de los fosos; allí el ritmo se mantenía solo, con la mente en blanco, sin mirar a otra cosa que no fuese la espalda empapada en sudor del hombre de enfrentarte, inclinándose y respirando, y estirándose y tirando.

—Nos persiguen —dijo Sten, cuyo banco estaba más a popa.

La cadencia no disminuyó.

—Las trirremes quieren interceptarnos —dijo Kta al final, gritando para que le oyeran todos—. No podemos ganarles. A estribor con fuerza. Volvemos a la zona de Nephane.

Tenían al menos doscientos diez remos, con doble velamen.

Cuando la Tavi viró a estribor. Kurt vio por primera vez a través de la escotilla del remo lo que les perseguía: eran de dos mástiles, una vela grande y otra menor, tres filas de remeros a cada lado alzando y bajando los remos como las alas de algún pájaro marino. Parecían moverse sin esfuerzo pese a su voluminoso casco, ganando terreno con cada batir de remos, y en ella los hombres tendrían alivio de sus puestos en los bancos.

La Tavi no lo tenía. Era imposible mantener mucho tiempo ese ritmo. La visión se volvía borrosa. Kurt aspiraba aire que parecía saber a sangre.

—Debemos ceder —gritó Val desde el timón—. Debemos ceder y rendirnos, mi señor.

Kta miró atrás. Kurt hizo lo mismo desde donde estaba, viendo cómo la primera de las trirremes se separaba de las otras, con su vela blanca y dorada henchida por el viento. El batir de sus remos duplicó la velocidad, adquiriendo la máxima.

—Aumentad el ritmo —ordenó Kta a Chai, y Chai lo hizo por encima del rozar y el tronar de lo remos, apresurando el momento hasta el límite de la resistencia.

Y el viento se detuvo.

El hálito del cielo abandonó la vela y tuvo un efecto inmediato en la velocidad de la Tavi. Un gruñido de la tripulación. No se relajó el ritmo.

La trirreme jefe se acercó más, superándoles en remos.

—¡Alto! —gritó roncamente Kta, y caminó hasta los fosos—. ¡Alto! ¡Remos arriba!

El ritmo cesó, se levantaron los remos, los hombres se inclinaban sobre ellos y utilizaban el peso de sus cuerpos para contrarrestar la longitud de las palas, con un respirar ronco interrumpido por estremecedoras toses.

—¡Pan! ¡Tkel! —gritó luego Kta—. ¡Arriad las velas!

De los hombres surgió un murmullo de desmayo, y la tripulación titubeó, dividida entre el hábito a la obediencia y una orden que no quería obedecer.

—¡Moveos! —les gritó Kta furioso—. ¡Arriad velas! ¡Vosotros, los de los fosos, recoged remos y salid de ahí! ¡Que la plaga se os lleve, no estropeéis nuestra amistad con un motín! ¡Fuera de ahí!

Lun, capitán de los fosos, movió la cabeza con gesto miserable y recogió su remo con violencia, y los demás le imitaron. Pan y Mnek y Chai y los demás se afanaron con el velamen y pronto se oyó un «¡cuidado abajo!» y la vela se precipitó hacia abajo, rebotando en cubierta envuelta en un chirriar de cuerdas.

Kurt salió del foso con los demás, encontró fuerzas para ponerse en pie y se tambaleó hacia atrás para unirse a Kta.

Kta cogió el timón y lo giró del todo, privando a la Tavi de toda la inercia que le quedaba.

La nave que iba delante se desvió un poco del camino, no viniendo ya directamente hacia ellos, y la tensión disminuyó perceptiblemente entre los hombres de la Tavi.

Una luz brilló en el puente de la trirreme más lejana y la nave de cabeza volvió a cambiar de rumbo, acercándose lo bastante como para que pudiera verse a los hombres en su cubierta. El ritmo de sus remos aumentó repentinamente, batiendo el agua.

—¡Dioses! —murmuró Val incrédulo—. Van a embestirnos, mi señor Kta.

¡Abandonad la nave! —gritó Kta—. ¡Salta, Val, salta! Y tú, Kurt…

No hubo tiempo. La oscura quilla de la trirreme se echaba encima del costado de la Tavi, y el agua se convertía en espuma alrededor del brillante bronce que forraba la quilla del barco. El casco y la cubierta de la Tavi se astillaron con un estremecedor crujido y la nava se levantó del agua para ser alzada y convertida en ruinas por la enorme proa de la trirreme.

Kurt se aferró a la barandilla con un brazo y no se separó de ella, aunque el ladearse del puente le hacía perder pie. La trirreme volvió a ladearse al retroceder y desencajarse de los restos de la Tavi. Los muertos cubrían el puente. Los hombres gritaban. La sangre y el agua se mezclaban sobre el astillado maderamen.

—Kurt-le gritó Kta. —¡Salta!

Kurt se volvió y miró impotente al nemet, temiendo tanto al mar como a las armas enemigas. La segunda de las trirremes se acercaba ahora al lado intacto del barco escorado. Batiendo las ensangrentadas aguas con sus remos. Algunos de los supervivientes que estaban en el agua fueron alcanzados por las palas, al intentar agarrarse desesperadamente a ellas. El casco de la nave los precipitaba bajo las aguas.

Kta le agarró por el brazo y le empujó sobre la barandilla. Kurt se retorció en pleno aire, golpeó con dureza el agua y tosió, luchando por emerger a la superficie con la desesperación que nace del instinto.

Su cabeza rompió la superficie y boqueó en busca de aire, volviendo a hundirse a medida que tragaba agua, buscando con las manos cualquier cosa que flotase. Un cuerpo explotó sobre las oscuras aguas de su lado y consiguió sacar la cabeza fuera del agua, al tiempo que Kta emergía a su lado.

—¡Relájate! —jadeó Kta—. Puedo mantenerte a flote si no forcejeas.

Kurt obedeció mientras Kta le rodeaba el cuello con el brazo, se hundió y luego sintió como la mano del nemet le cogía por la barbilla y volvía a sacarle la cara al aire. Respiró una gran bocanada de aire y volvió a hundirse. Las fuertes brazadas de Kta les transportaron sin problemas, pero las aguas les cubrieron. Pensó por un momento que Kta le había soltado, y le entró el pánico en ese momento, pero el nemet cambió de brazo y le arrastró contra un flotante trozo del maderamen.

Kurt lo abrazó con ambas mano, tosiendo y buscando aire.

—¡Aguanta! —gritó Kta, y Kurt le obedeció, mirando al nemet al otro lado de las tablas. El viento les alcanzó, y con él las primeras gotas de lluvia. El relámpago brilló en el ensombrecido cielo.

El galeón se acercaba a ellos. Alguien en cubierta les señalaba.

—Detrás tuyo —le dijo Kurt a Kta—. Nos han localizado y nos quieren para algo.

Kurt levantó la cara de la cubierta de la trirreme, se puso de rodillas y se inclinó sobre el cuerpo inmóvil de Kta. El nemet aún respiraba, la sangre que brotaba de una herida en la cabeza se lavaba a medida que un tenue velo escarlata cubría las maderas de la cubierta azotada por la lluvia. Un momento más y empezaría a intentar incorporarse, luchando aún por respirar. Kurt le cogió por el brazo, miró al oficial indras rodeado por su tripulación. Al no recibir palabra alguna de él, alzó a Kta lo bastante como para que pudiera alzarse sobre sus rodillas, y Kta se secó la sangre de los ojos y se apoyó sobre las manos, tosiendo.

—¡En pie! —dijo el capitán indras.

Kta no sería ayudado. Se sacudió la mano de Kurt y completó solo el esfuerzo, asentó los pies y se incorporó.

—Vuestro nombre —dijo el oficial.

—Kta t’Elas u Nym.

—T’Elas —repitió el hombre con un gesto de satisfacción—. Sí, estaba seguro de que teníamos algo. Encadenad a los dos y poned rumbo a Indresul.

Kta le dedicó a Kurt una mirada desfallecida, y en verdad no había otra cosa que hacer más que someterse. Fueron arrastrados a la bodega, pues la trirreme tenía más sitio bajo su cubierta del que había tenido la pequeña Tavi, y en ese frío y esa oscuridad fueron encadenados y dejados sobre el desnudo maderamen sin otra cosa que una manta como comodidad.

—¿Y ahora qué? —preguntó Kurt, apretando los dientes contra los espasmos de frío.

—No lo sé —dijo Kta—. Pero seguramente nos habría ido mejor si nos hubiéramos ahogado con los demás.