La nave seguía estando tal y como Kurt la recordaba, ladeada y con la puerta abierta. Alrededor de ella habían acampado un centenar de tamurlin, la mayoría desnudos y algunos vestidos con pieles, con sus chozas de estacas y hierbas rodeando la plataforma de aterrizaje de brillante aleación metálica.
Hombres y mujeres salvajes y unos cuantos niños famélicos acudieron corriendo a ver las capturas traídas por los exploradores. Les gritaron obscenidades a los nemet, pero se alejaron y murmuraron entre sí cuando vieron que Kurt era humano. Aunque Kurt tenía las manos atadas, uno de los jóvenes se acercó con precaución, y otros se aventuraron tras él. Empujó a Kurt y luego le golpeó la cara, pero el jefe le apartó, protegiendo su propiedad.
—¿De qué banda es? —dijo uno.
—No es de nosotros —dijo el jefe—. No es de los nuestros.
—Es humano —argumentaron varios de los otros.
El jefe cogió a Kurt por el cuello y tiró, rompiéndole el pel hasta la cintura, arrobándole en medio de ellos.
—No es de los nuestros. Sea quien sea, no es de las tribus.
Reaccionaron de forma tan excitada y balbuceante que estuvo próxima al pánico. Mostraron sus sucias manos, comparándolas con las de él, pues tenía la piel morena por el sol y surcadas por arrugas prematuras creadas por el tiempo y el viento, con polvo y grasa en los intersticios. Empujaron a Kurt con dedos correosos, tiraron de su ropa, pasaron las manos por su piel y aullaron de excitación cuando él les insultó y les dio patadas.
Era un juego en el que ellos corrían para tocarle y alejarse otra vez cuando intentaba defenderse, pero acabó cansándose y no reaccionaba. Eso les frustró la diversión y les enfureció. Le golpearon, y esta vez con ganas. Uno de ellos le empujó en un gesto de arrogancia ofendida y le dio repetidas patadas en el costado, y la mayoría de ellos rugieron de risa, y mas aún cuando un niño pequeño le imitó e hizo lo mismo. Kurt se retorció encogiendo las rodillas e intentó levantarse, y el jefe lo cogió por el brazo y lo levantó.
—¿De dónde eres? —preguntó el jefe.
—De otro mundo —dijo Kurt con labios ensangrentados. Veía la nave más allá del hombro del jefe, un santuario de su propio mundo que quedaba fuera de su alcance. Ardía de vergüenza por el trato al que le sometían, y por la visión de sus hermanos, esos seres peludos y sin mente que una vez fueron señores de la tierra—. Esa nave me trajo aquí.
—La Nave —repitieron los otros—. ¡La Santa Nave! ¡La nave estelar!
—Esta no es la Nave —les gritó el jefe y la señaló temblando por la pasión—. Tienen el signo maldito. Este hombre no es lo que dicen los artículos.
El emblema de la Alianza. Kurt había olvidado el emblema de la llamarada solar aliancista pintado en la nave. Esos hombres eran Hanan. Siguió la dirección que señalaba el dedo del jefe, preguntándose con un vahído en la boca del estómago cuánto recordarían estos salvajes de la guerra.
—¡Un hombre de las estrellas! —gritó desafiante uno de los jóvenes—. ¡Un hombre de las estrellas! ¡Viene la Nave!
Y los demás repitieron el aullido con fervor en sus ojos salvajes, los mismos hombres que hacía poco le habían arrojado al polvo.
—¡La Nave, sí, la Nave, la Nave, las máquinas y los ejércitos!
—¡Ya vienen!
¡Indresul! ¡Indresul! ¡Se acabó la espera!
El jefe le dio un revés a Kurt, arrojándole al suelo, dándole una patada para demostrar su desprecio y se oyó un grito de resentimiento entre la gente. Un joven corrió, nunca se supo con qué propósito. El jefe derribó al niño con un solo golpe de un puño y continuó con los jefes de los disidentes.
—Yo sigo siendo el capitán aquí —rugió—, y conozco los Artículos y las Escrituras, ¿quién quiere discutirlas conmigo?
Uno de los hombres le miró como si pudiera hacerlo, pero entonces el capitán se aproximó a él y encogió la cabeza y se escondió. La rebelión murió deshaciéndose en el resentimiento.
—Habéis visto el signo —dijo el capitán—. Puede que la Nave esté cerca. Pero esta cosita no es lo que predicen las Escrituras. —Miró a Kurt con amenaza en los ojos—. ¿Dónde están las máquinas, la Nave tan grande como una montaña y los ejércitos de mundos estelares que nos llevarían a Indresul?
—No muy lejos —dijo Kurt, procurando mentir también con la cara, algo en lo que nunca fue hábil—. Fui enviado por Aeolus para encontrarme contigo. ¿Así es cómo me recibes? Esta será la última nave que verás si me matas.
El capitán retrocedió ante esa respuesta.
—Madre Aeolus —gritó uno de los hombres, aunque dijo Elus—. La Gran Madre. Ha visto a la Gran Madre de Todos los Hombres.
La mentira se cernió sobre él, compleja más allá de su comprensión. Aeolus, el mundo origen, confundido con la Madre Isoi, Madre de los hombres. Religión nemet y esperanzas humanas confundidas en la veneración hacia una Nave prometida. —Ella os perdió —dijo, poniéndose en pie. Estaban personificándola; esperaba haber entendido bien esto—. Su mensajero se perdió hace centenares de años y se enfureció, culpándoos de ello, pero ha decidido enviar por vosotros y la Nave llegará si el informe que yo envíe es favorable.
—¿Cómo es que un mensajero suyo lleva la marca de Phan? —preguntó el capitán—. Eres un mentiroso.
La llamarada solar que era el emblema de la nave. Kurt resistió el impulso a perder la dignidad mirando adonde señalaba el capitán.
—No soy un mentiroso —dijo—. Y si no me escucháis no la veréis nunca.
—Vienes de Phan —ladró el capitán—. De Phan, para mentirnos y entregarnos a los nemet.
—Soy humano. ¿Estás ciego?
—Acampabas con la gente de la tierra. No eras prisionero en su campamento.
Kurt enderezó los hombros y miró al hombre a los ojos, mintiendo con un tono ofendido en la voz.
—Pensábamos que teníais a los nemet bajo su control. Por eso os dejaron aquí, y habéis tenido trescientos años para hacerlo. Así que no temía gran cosa de los nemet y pudieron sorprenderme y quitarme mis armas. Me llevó mucho tiempo escapar de Nephane y volver al sur. Me persiguieron, con órdenes de llevarme de vuelta a Nephane con vida. Por eso no me hicieron nada en el campamento, pero eso no quiere decir que nuestra relación fuera amistosa. No me gustan mucho los nemet, pero os recomiendo que mantengáis vivos a esos tres. Cuando baje mi capitán, cosa que hará en poco tiempo, querrá interrogar algún nemet, y éstos servirán para ese propósito.
El capitán se mordió el labio y se masticó el bigote. Miró a los tres nemet con ardiente odio y escupió una obscenidad que no había cambiado mucho en bastantes centenares de años.
—Los mataremos.
—No —dijo Kurt—. Hay necesidad de que vivan y estén bien de salud.
—¿Tres nemet? —ladró el capitán—. Uno. Conservaremos uno vivo. Tú eliges a cualquiera.
—Los tres —insistió Kurt, aunque el capitán blandía un hacha. Necesitó de todo su autocontrol para no pestañear cuando el arma amagó un golpe contra él.
Luego el capitán giró el arma en un brillante arco en dirección a los nemet, desafiándole abiertamente. Los humanos murmuraron, sus ojos brillaban como el mismo metal. El hacha se detuvo a unos centímetros de Kta y del otro hombre.
—¡Elige! —gritó el capitán—. Elige un nemet, hombre de las estrellas. Acabaremos con los otros dos.
El aullido se convirtió en un gemido. Uno de los niñitos chilló entusiasmado y corrió para golpear a los tres nemet con un palo.
—¿Cuál de ellos? —volvió a preguntar el capitán.
Kurt consiguió disimular las náuseas, vio a Kta mirarle, el mensaje desesperado y furioso que le enviaban sus ojos, y que ignoró, mirando al capitán.
—El de la izquierda —dijo Kurt—. Ese. Es su jefe.
* * *
Uno de los dos nemet murió antes del anochecer. La ejecución se realizó en el centro del campamento, y no hubo forma de que Kurt pudiera dejar de contemplarlo de principio a fin, pues lo ojos del capitán estaban más fijos en él que en el nemet, observando hasta su menor reacción. Kurt miró al vacío el mayor tiempo posible, y cruzó los brazos para que sus temblores no fuesen evidentes.
El nemet era un hombre valiente, su último acto racional fue mirar a Kta, no en forma desesperada, sino buscando su aprobación. Kta estaba en pie, con las manos atadas y el señor de Elas le devolvió la mirada, como si le hubiera dado una orden en el puente de su nave, y el nemet murió con toda la dignidad que le permitieron los tamurlin. Hicieron una carnicería con él, y aullaron de excitación hasta que el hombre no reaccionó al tormento y lo remataron con un hacha. Cuando cayó la hoja, el autocontrol de Kta estuvo a punto de derrumbarse. Lloró con el rostro tan impasible como siempre y los tamurlin le señalaron y estallaron en carcajadas.
Después de esto, el capitán ordenó que llevaran a Kurt a su choza y allí le interrogó, amenazándole con demasiada poca convicción como para hacer creíbles las amenazas, acusándole una y otra vez de mentiroso. El capitán era un hombre taimado y a veces sus ojos velados por sus poblados cabellos brillaban de astucia y se negaba a desviarse por alguna tangente. Siempre devolvía el interrogatorio a los puntos esenciales, citando a los Artículos versificados y a las Escrituras de los Fundadores para argumentar contra las afirmaciones de Kurt.
Su nombre era Renols o algo que se parecía bastante a ese nombre Hanan, y era el único hombre educado del campamento. Su poder era su conocimiento, y en cuanto Renols dejase de creer, o dejase de temer, dispondría de Kurt con mentiras propias. El capitán era lo bastante pragmático como para ser capaz de hacerlo; Kurt estaba seguro de ello.
La tienda apestaba a fuego, a sudor y a la curiosa hoja picante que masticaban los tamurlin. Una de sus mujeres estaba tumbada en una esquina junto a la pared, tomando las hojas una a una. Sus ojos tenían una mirada febril. A veces el capitán cogía una de las finas hojas grises y la masticaba medio desganado. Le perfumaba el aliento. El sudor empezó a acumularse en su frente.
Ofreció a Kurt el cuenco con hojas, insistiendo en que cogiera una. Por fin tomó una y la guardó juiciosamente junto a su mejilla, entera y sin quebrar. Aun así le quemó la boca y le produjo un torpor que empezó a asustarle.
Quizá dijera algo que no quisiese decir si se emborrachaba con ella: su capacidad de resistencia para la droga debía ser menor que la de Renols.
—¿Cuándo vendrá la nave? —preguntó Renols.
—Ya te lo he dicho. Depende de la maquinaria de mi nave. Déjame entrar y llamaré a mi capitán.
Renols masticó y le miró contrayendo las espesas cejas. Una peligrosa mirada ardió en sus ojos, pero cogió otra hoja y volvió a presentarle por segunda vez el cuenco a Kurt. Tenía manos con dedos como tocones de árbol, las uñas rotas, los nudillos surcados de cicatrices.
Kurt tomó una segunda hoja y la colocó con cuidado junto a la otra.
En los ojos de Renols seguía brillando una mirada calculadora.
—¿Qué clase de hombre es ese capitán?
La comprensión empezó a abrirse paso en su mente. Si venía una nave, si le enviaba Madre Aeolus, y resultaban ser ciertos todos los detalles de su relato, Renols tendría que enfrentarse a alguien con mucha mayor autoridad que él mismo. Quizá hasta se convirtiera en una persona sin importancia. Renols debía temer la nave; a sus intereses egoístas no les convenía que hubiera una.
Pero también era remotamente posible que el prisionero llegara a ser un hombre importante en un futuro cercano, así que Renols debía temerle. Kurt también temía esto y también temía que la familiaridad con él superara el miedo de Renols, cuando se diera cuenta de que el mensajero de Aeolus sólo era mortal.
—Mi capitán se llama Ason —dijo Kurt, complicando el relato—, y Aeolus le ha dado toda las armas que necesitas. Te hará entrega de ellas y te mostrará su uso antes de volver a Aeolus para informar.
La respuesta complació a Renols más de lo que este esperaba. Gruñó, lanzó media carcajada, como si se complaciera por la anticipación.
Entonces dio órdenes a una de las mujeres de rostro vacío que estaba sentada cerca. Ella dejó al niño que estaba cuidando en el regazo de otra mujer, que dormía por los efectos de la hoja, y salió y les trajo comida. Primero se la ofreció a Renols y luego a Kurt.
Kurt tomó la grasienta articulación con los dedos y titubeó, temiendo repentinamente que los tamurlin no estuvieran por encima del canibalismo. La examinó atentamente, aliviado al descubrir que no había relación alguna con las anatomías nemet o humana. El hambre y la mirada cargada de sospecha de Renols superaron sus demás escrúpulos y comió la carne sin identificar, teniendo cuidado en cada bocado de no tragar las hojas que guardaba junto a la mejilla. Pese al fuerte sabor medicinal de las hojas, la carne tenía un sabor pastoso que casi le hizo vomitar. Contuvo el aliento e intentó no saborearla, y al terminar se limpió las manos en el suelo.
El capitán le ofreció un segundo trozo y se detuvo en el acto.
Del exterior llegaba alboroto. Risas. Alguien gritó de dolor.
Renols apartó el plato de carne y salió para hablar con el hombre que estaba a la entrada del refugio.
—Lo juraste —dijo Kurt cuando volvió.
—El tuyo aún vive —dijo Renols—. El otro es nuestro.
La confusión del exterior aumentó. Renols parecía dividido entre la molestia de la interrupción y el deseo de ver lo que pasaba afuera. De pronto llamó al hombre de la entrada y le dijo que llevara a Kurt a confinamiento.
La conmoción se hundió en el silencio, Kurt escuchaba, con dientes apretados contra el peso de su estómago. Había escupido las hojas en la oscuridad del refugio donde le habían dejado, tras atarle las manos alrededor de uno de los postes de sujeción. Se retorció hasta que pudo cavar con los dedos el duro suelo y enterrar las hojas escupidas.
En la boca le quedó un sabor amargo. Tenía la visión borrosa, el pulso acelerado, y el corazón le latía contra las costillas. Empezó a quedarse atontado y durmió un poco.
Unos pasos en el exterior le despertaron. Unas sombras penetraron en la oscura tienda arrastrando con ellos un cuerpo inconsciente. Era Kta. Ataron al semiinconsciente nemet al otro poste y se marcharon.
Kta levantó la cabeza cierto tiempo después y la descansó contra el poste. No habló, no miró a Kurt; se quedó con los ojos clavados en la oscuridad con la cara y el cuerpo extrañamente ensombrecidos por la luz de la luna que atravesaba la tela de la tienda.
—Kta-dijo Kurt. —¿Estás bien?
Kta no replicó.
—Kta —suplicó Kurt, leyendo ira en la mandíbula del nemet.
—¿Es a ti a quien debo mi vida? —replicó la ronca voz de Kta—. ¿Lo he entendido bien? ¿O debo creer en la historia que le contaste al umani?
—Hago todo lo que puedo.
—¿Qué es lo que quieres de mí?
—Intento salvar nuestras vidas —dijo Kurt—. Intento sacarte de aquí. Me conoces, Kta. ¿Cómo puedes tomarte en serio cualquiera de las cosas que les he contado?
Hubo un largo silencio.
—Por favor —dijo Kta con voz rota—, por favor, evítame tu ayuda a partir de ahora.
—Escucha. Si puedo convencerles que me dejen entrar, hay armas en la nave. Si puedo encender los motores quemaré este cubil.
—Te perdonaré cuando lo hagas.
—¿Estás muy malherido? —preguntó Kurt, tras un momento.
—Estoy vivo. ¿No te satisface eso? ¿Debo decirte lo que le hicieron al chico, honorable amigo?
—No puede evitarlo, Kta. Mírame. Escucha. ¿Hay alguna esperanza por parte de la Tavi? ¿Podremos llegar allí si conseguimos liberarnos?
No hubo respuesta.
—Kta… ¿dónde está anclado tu barco?
¿Para qué? ¿Para que puedas salvarnos con eso?
—Crees que quería decir…
—Son de tu especie, humano. Te sería posible sobrevivir si pudieras comprar tu vida. No te entregaré a la Tavi.
No había respuesta contra tal amargura. Kurt tragó saliva ante el resentimiento y el dolor que subieron a su garganta. Le dejó en paz después de esto; no quería más verdades de Kta.
El silencio siguió presente, con dos filos. Finalmente fue Kta quien movió la cabeza.
—¿Por qué luchas? —preguntó.
—Creía que ya habías sacado tus conclusiones.
—Estoy preguntando. ¿Qué pretendes hacer?
—Salvar tu vida, y la mía.
—¿De qué nos sirve en estas condiciones?
Kurt se retorció para mirarle.
¿De qué sirve rendirse a ellos? ¿Tiene algún sentido el dejar que te maten y no hacer nada para ayudarte a ti mismo?
—Deja de protegerme. Estoy mejor muerto.
—¿Cómo murieron ellos’? ¿Así?
—Muéstrame lo que puedes hacer contra estas criaturas —dijo Kta, con voz temblorosa. Pon un arma en mis manos o libéramelas y tendré una buena muerte. Pero ¿qué dignidad hay en vivir así? Dame una razón. Dime algo que podría haberle dicho a los hombres que han matado. ¿Por qué tengo que vivir, cuando debería haber muerto con ellos?
—Dime, Kta, ¿hay alguna posibilidad de llegar a la Tavi?
—La costa está a leguas de distancia. Nos alcanzarían. Esta nave tuya. ¿Es cierto eso que dijiste de que podías quemarlos a todos?
—Moriría todo el mundo, incluido tú, Kta.
—Sabes lo mucho que significa para mí. Luz del cielo, ¿qué clase de mundo es el tuyo? ¿Por qué tenías que interferir?
—Hice lo que creí mejor.
—Te equivocaste.
Kurt apartó la mirada y dejó solo al nemet, que era como quería estar. Kta tenía motivos sobrados para odiar a la humanidad. Casi todo lo que había amado había muerto a manos de los humanos: su hogar perdido, su corazón muerto, y ahora hasta los pocos amigos que le quedaban habían sido masacrados ante sus ojos. Sus padres, Hef, Mim, él mismo. Elas se moría. A esto había conducido su amistad con un humano, y la mayoría era obra de su propio amigo.
Con el tiempo, Kta pareció dormido, la cabeza hundida en el pecho, su respirar pesado.
Una sombra se arrastró por el empizarrado exterior, un trozo de negrura se dobló en la puerta y se arrastró dentro del refugió. Kurt despertó, se movió, inició un grito de advertencia. La sombra se abalanzó contra él, sujetándole y tapándole la boca con una mano áspera y callosa.
El movimiento despertó a Kta, que se sobresaltó, y un cuchillo brilló en la escasa luz cuando el intruso lo dirigió hacia la garganta de Kta.
Kurt se retorció, pataleó furiosamente y arrojó al presunto asesino al suelo. Este se levantó, y un rostro de fiera humana les miró a ambos, jadeando, con el cuchillo dispuesto a ser utilizado.
El humano adelantó el cuchillo, mostrándolo.
—Quietos —siseó—. No os mováis.
Kurt se estremeció, en reacción al casi asesinato de Kta. El nemet estaba ileso, respirando con dificultad, con ojos también fijos en el salvaje humano.
—¿Qué quieres? —susurró Kurt.
El humano se arrastró cerca suyo, probó las cuerdas de sus muñecas.
—Soy Garet —dijo el hombre—. Escucha. Voy a ayudarte.
—¿Ayudarme? —repitió Kurt, temblando aún, pues pensó que el hombre estaba loco. El olor de las hojas estaba en él. Unas manos febriles tocaron sus hombros. El hombre se acercó más para susurrar en voz más baja aún.
—No puedes fiarte de Renols; odia pensar en la Nave. Encontrará un modo de matarte. Aún no sabe cómo, pero encontrará la forma de hacerlo. Puedo llevarte esta noche a tu nave. Podría hacerlo.
—Suéltame —replicó Kurt, aferrándose a cualquier oportunidad.
—Podría hacerlo.
—¿Qué quieres?
—Tienes armas en la nave pequeña. Entonces podrás matar a Renols. Yo te ayudaré. Yo seré tu segundo y continuaré ayudándote.
—¿Quieres ser capitán?
—Puedes convertirme en eso, si te ayudo.
—Trato hecho —dijo Kurt, y contuvo el aliento mientras el hombre lo pensaba por última vez. No se atrevía a pedir también la libertad de Kta. No se atrevía a volverse contra Garet y quitarle el cuchillo. La oportunidad que se presentaba le impedía arriesgarla. Ya se encargaría de Garet en la nave y acabaría con Renols.
El cuchillo se afanó en las cuerdas, cortando las gruesas hebras y haciendo que la sangre volviera dolorosamente a sus manos. Se levantó con cuidado, pues Garet seguía apuntándole con el cuchillo por si se movía demasiado bruscamente.
Los ojos de Garet se desviaron hacia Kta. Se inclinó hacia él con la hoja extendida.
Kurt le cogió del brazo, enfrentándose al instante con las sospechas de Garet, y por un momento el miedo despojó de todo sentido para explicarse.
—Podemos coger muchos nemet —dijo Garet—. ¿Qué es éste para ti?
—Es mío —dijo Kurt.
—Le conozco —dijo Kurt—. Y puedo conseguir que coopere conmigo. No va a gritar, porque sabe que moriría; sabe que soy su única oportunidad de seguir con vida, así que eventualmente me dirá todo lo que le pida.
Kta les miró a ambos, capacitado para comprenderles. Parecía asustado ya fuera por ser un actor consumado o por miedo a Garet o miedo a la traicionería humana. Estaba entre extraños. Puede que hasta se le ocurriera que le había engañado desde un principio.
Garet capituló, pero confió el cuchillo a su cinto y fue delante guiándolo por el laberinto de chozas.
—¿Centinelas? —respiró Kurt en su oído.
Garet afirmó con la cabeza, le internó más en el poblado, hasta la plataforma de aterrizaje y la extendida rampa. Allí había un centinela. Garet se preparó para lanzar, balanceó el cuchillo entre los dedos. Retrocedió…
… el siseo y el ¡chunh de una flecha le clavaron al suelo. El centinela se agachó y giró, y unos hombres salieron de la oscuridad. Kurt cayó bajo un triple asalto, luchando y forcejeando a medida que le arrastraban rampa arriba.
Renols estaba allí, hacha en mano. Empujó a Kurt con ella, posándola en su estómago se contorsionó en un rugido de rabia.
—¿Por qué? —preguntó.
—Vino amenazándome con la muerte si no le acompañaba —dijo Kurt—. Entonces me dijo que planeabas matarme. No supe que creer. Pero éste tenía un cuchillo, así que preferí callar.
—Hay centinelas muertos —informó otro hombre—. Seis hombres muertos, con las gargantas cortadas. Tampoco ha vuelto uno de los exploradores.
—Los hermanos de Garet —dijo Renols, y miró a los hombres que le rodeaban—. Es cosa de los suyos. Coged a sus mujeres y crios. Entregádselos a las familias de los muertos. Que hagan con ellos lo que quieran.
—Capitán —dijo el hombre, mordiéndose nerviosamente el labio—. Los Garet son una gran familia. Su estirpe también pertenece a la banda roja. Si les dicen algo…
—Cogedlos —dijo Renols—. Ahora.
Los hombres se separaron. Los que sujetaban a Kurt se quedaron. Renols miró a la entrada de la nave, pensó en silencio y luego hizo una seña a sus hombres, que se llevaron a Kurt. Estos no dijeron nada y no se oía sonido alguno en el campamento. Kurt caminó obedientemente, aunque los hombres se lo pusieron difícil.
Volvieron a la choza de la que había escapado. Renols se detuvo y miró dentro, donde Kta continuaba atado.
—El nemet sigue con vida —dijo. Y miró con un solo ojo a Kurt—. ¿Por qué no le mató Garet?
Kurt se encogió de hombros.
—Garet le golpeó. Supongo que tendría prisa.
Las sospechas de Renols se acentuaron.
—Eso no es propio de él.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Puede que Garet temiera fallar y no quisiera un nemet muerto como prueba de su visita.
Renols lo meditó.
¿Y cómo sabía que tú no darías la alarma?
—No lo sabía. Pero lo lógico era que yo guardara silencio. ¿Cómo voy a saber a qué historia quedarme?
Renols resopló.
—Metedle dentro. Cogeremos vivo a uno de los Garet y después veremos.
Los humanos se marcharon. Kurt probó la solidez de las nuevas cuerdas, innecesariamente tensas y que le entorpecerían las manos; una pequeña muestra de su traición con él. Suspiró y apoyó la cabeza contra el puesto, ignorando la mirada de Kta.
No era cuestión de discutir nada. Kta pareció notarlo, pues no dijo nada. Había alguien vigilando no muy lejos de la choza, visible a través de la tela.
Lo más probable era que el nemet hubiera pensado por su cuenta un poco más. El que hubiera llegado o no a la conclusión correcta era otro asunto.
La luz del día iluminó eventualmente la choza. Kta se durmió finalmente. Kurt no.
Entonces se oyó un alboroto en el campo, hombres corriendo en dirección a la choza de Renols. Voces distantes discutiendo algo en tono de urgencia. La conmoción se aplacó, hasta que la cosa derivó en cierta alarma.
Los lugartenientes de Renols vinieron a recogerles, arrastrándoles con dureza a medida que les empujaban hacia el refugio de Renols.
—Hemos encontrado a los hermanos de Garet —dijo Renols, enfrentándose a Kurt.
Kurt le miró, m reconfortado ni alarmado por las noticias.
—Los hermanos de Garet no son nada para mí.
—Los hemos encontrado muertos. A todos. Las gargantas cortadas. Había rastros de nemet, con sandalias.
Kurt miró a Kta, sin necesidad de fingir la sorpresa.
—No han vuelto dos de nuestros exploradores —dijo Renols—. Dices que éste es un jefe entre los nemet. Un señor. Probablemente el de estos hombres. Pregúntale.
—Le has comprendido —dijo Kurt en nechai—. Di algo.
Kta apretó los dientes.
—Si crees que ganarás tiempo proporcionándoles algo de mí, estás equivocado.
—No tiene nada que decir —le dijo Kurt a Renols.
Renols no pareció sorprendido.
—Encontrará algo que decir. Astin, que doblen la guardia. Ninguna mujer dejará hoy el campamento. Raf, trae al nemet al círculo principal.
Kurt se dio cuenta con un gélido dolor en su corazón que no sería posible seguir el juego hasta el fin. Kta no le traicionaría como él no traicionaría a los hombres de la Tavi. Dejar morir a Kta podría conseguirle esa hora que necesitaba para aspirar a ser rescatado. Posiblemente ni siquiera Kta le culparía. Siempre había sido difícil saber lo que Kta consideraba una acción razonable.
Fue tras los que arrastraban a Kta, que caminaba en tensión y cada arruga de su rostro estaba preparada para resistir, pero sin emitir sonido alguno. Kurt caminó dócilmente, examinando la multitud hostil que se reunía a su alrededor en un ominoso silencio.
Continuaron hasta llegar al círculo, donde la arena aún estaba ennegrecida por la sangre de la noche anterior. Kurt temió carecer del coraje necesario para cometer un acto tan sin sentido, entregando las vidas de ambos. Pero apenas se detuvo a pensar cuando intentaron arrastrar a Kta al terreno. Se soltó, golpeó a un hombre, se volvió, arrancó el hacha de su sorprendida mano y saltó contra los que sujetaban a Kta.
El nemet reaccionó con sorprendente agilidad, arrojó un hombre al camino del hacha, dio un rodillazo a otro, cogió una daga y la clavó con la cegadora velocidad con que manejaba el ypan. Los hombres se agacharon chorreando heridas y viniéndose abajo gritando y gimiendo.
—¡Arqueros! —bramó Renols.
El área se despejó. Kurt y Kta quedaron espalda contra espalda, los hombres se amontonaban los unos contra los otros para apartarse del camino. Renols era el que estaba más cerca.
Kurt cargó contra él enarbolando el hacha. Renols se derrumbó con el costado abierto, rodando en el polvo. Más hombres se apartaron de su camino a medida que seguía trazando arcos con su arma. Kta siguió con él. Fueron desplazándose por el campamento. La gente huía de ellos gritando.
—¡Disparad contra ellos! —gritó alguien.
Entonces se desató el caos. Se oyó un grito ronco en la retaguardia de la multitud. Algunos humanos dieron media vuelta gritando de pánico, pero sus gritos se vieron por los sonidos de la batalla en el centro del gentío.
Kta agarró el brazo de Kurt y señaló. Los dos se quedaron un momento inmóviles por la aparición de un nemet entre los tamurlin, por el relámpago de aceradas espadas brillando a la luz del sol. Ningún tamurlin les presentaba ya lucha. Los humanos preferían huir a luchar, y pronto se vieron rodeados de nemets. Los humanos habían desaparecido de un plumazo.
Kta estaba erguido en el claro, con Kurt guardándole las espaldas, con una daga en la mano y muertos a sus pies. La banda de nemets lanzó un grito de júbilo.
—¡Señor Kta! —gritaron una y otra vez—. ¡Señor Kta!
Y fueron hasta él, ensangrentadas espadas en mano, y se arrodillaron en el polvo ante su casi desnudo y muy maltrecho señor. Kta alzó la mano ante ellos, soltando el acero, y alzó las manos al cielo, a la purificadera luz del sol.
—El, amigos míos —dijo—. Bien hecho.
Val t’Ran, el siguiente oficial al mando después de Bel t’Osanef, levantó y miró a su jefe como si le hubiera abrazado de buena gana, si tales impulsos fuesen patrimonio de un nemet. Las lágrimas brillaban en sus ojos.
—Gracias a los cielos que llegamos a tiempo, Kta-ifhan. Habría asegurado que no lo conseguiríamos.
—Fuisteis vosotros los que matasteis a los humanos de fuera del campamento, ¿verdad?
—Sí, mi señor, y temíamos haber estropeado nuestra emboscada. Creímos haber sido descubiertos por ello. Después de eso tuvimos mucho cuidado al vigilar el campamento.
—Estuvo bien hecho —repitió Kta, con gran sentimiento, y alargó la mano al niño Pan, que había venido con los rescatadores—. ¿Fuistes tú quien los trajo, Pan?
—Sí, señor —dijo el joven—. Tenía que huir, señor, tenía que hacerlo. Odiaba tener que dejaros. Tas y yo… creíamos ser más útiles avisando al barco… pero sus heridas hicieron que murieran en el camino.
Kta tragó saliva con un esfuerzo.
—Lo siento, Pan. Que sea bien recibido por los Guardianes de tu casa. Marchemos ya. Salgamos de este terrible lugar.
Kurt observó cómo se preparaban para partir, miró al peso que seguía sujeto a su entorpecida mano, vio el hacha y su brazo manchado de sangre hasta el hombro. Lo dejó caer, temblándole repentinamente todos los miembros del cuerpo. Se tambaleó alejándose de todos ellos, se apoyó en la pared de una choza y vomitó varios minutos hasta que todo se vació de su vientre, drogas y comida tamurlin. Pero la visión que seguía flotando en su mente era algo sobre lo que carecía de poder. Cogió arena y se frotó la sangre hasta que la piel se cubrió de porquería arenosa y desaparecieron las manchas. En una choza desierta encontró un recipiente con agua y bebió y se lavó la cara. El lugar apestaba a hoja. Volvió a tambalearse hasta la luz del sol.
—Mi señor Kurt —dijo uno de los marineros, sorprendido por encontrarle—. Kta-ifhan está frenético. Venid. Rápido. Venid, por favor.
El nemet le resultaba extraño, alienígena, su lenguaje le zumbaba en los oídos. A su alrededor había humanos muertos. Los nemet se marchaban. No tuvo prisa para ir tras ellos.
—Señor.
El fuego rugió cerca de él; una oleada de fuego le alertó. Estaban prendiendo fuego a la aldea. Se miró como un hombre que despierta de un sueño.
Había apretado un gatillo, pulsando un botón y matado, a distancia, al instante. Había ayudado a quemar un mundo, aunque su puesto no era de combatiente. Habían sido objetivos estadísticos.
La asombrada mirada de Renols flotaba ante él. Era como la de Mim.
Yacía en el polvo, con su sabor en la boca y sus labios cortados y su mejilla herida. No recordaba haberse caído. Unas amables alienígenas le levantaron, le dieron la vuelta, le limpiaron la cara.
—Tiene fiebre —dijo la clara voz de pan surgida en medio del resplandor del sol—. Las quemaduras, señor… el sol, la larga marcha…
—Ayudadle —dijo la voz de Kta—. Cargad con él si es necesario. Debemos dejar este sitio. Pueden venir más tribus.
El viaje fue un resplandor marrón y verde, con ocasionales punzadas de agua en la piel. A veces caminaba, sin ser consciente de otra cosa más que de seguir al hombre que tenía frente a él. Hacia el final, a medida que el camino descendía hacia el mar y el día refrescaba, volvió a darse cuenta de lo que le rodeaba. Perdió por segunda vez el contenido de su estómago junto al camino. Eso le debilitó, pero le liberó de la náusea y su cabeza estuvo más despejada a partir de entonces. Bebió telise y el amable marinero que se lo ofreció le rogó que conservara el frasco; fue más tarde cuando se le ocurrió pensar que quizá le resultara repugnante usar algo empleado por un humano enfermo. No importaba; le había conmovido que el hombre se hubiese ocupado de él.
Después de esto se negó a ser ayudado. Volvía a tener uso de sus piernas, aunque temblaban bajo él, y tuvo la suficiente consciencia como para recordar su nave espacial y el equipo que habían abandonado; había estado demasiado atontado y los nemet… los nemet con su desconfianza hacia las máquinas lo habían abandonado todo.
—Tenemos que volver —dijo a Kta, intentando razonar con él.
—No —dijo el nemet—. No más vidas de mis hombres. Ya corremos el peligro de que hayan alertado a otras tribus.
Fue el final de la conversación.
Y al atardecer, con la costa ante ellos y la tavi a la vista —el más bienvenido de los paisajes— se acercó un marinero corriendo por la arena, trastabillando y jadeando.
Vio a Kta y se le abrieron mucho los ojos, abocetó una insegura reverencia ante su señor.
—Una nave de la Methi —dijo—. Costa arriba. La ha visto el vigía. Está registrando todas las bahías de esta costa. Casi… casi hemos estado a punto de levar anclas y marcharnos, pero no teníamos bastantes remeros. Gracias a Dios que lo habéis conseguido.
—Apresurémonos —dijo Kta, y empezaron a bajar la arenosa ladera en dirección a la playa.
—Mi señor —siseó el marinero—. Creo que la nave es la Edrif. La vela es verde.
—La Edrif. —Kta miró hacia el punto en lontananza con furia en cada rasgo de su rostro—. ¡Que Yeknis se los lleve! Kurt, La Edrif es de Tefur, ¿me oyes?
—Te oigo —repitió Kurt. El ansia de venganza ardía en su interior, cuando unos momentos antes habría deseado no volver a luchar en la vida. Sintió un escalofrío viento del mar, se envolvió en su prestado ctan y siguió a Kta ladera abajo tan rápidamente como le llevaban sus temblorosas piernas.
—No tenemos bastante tripulación para atacar —murmuró Kta entre dientes—. ¡Lo que habríamos hecho! Habríamos enviado a ese hijo de las abdominales de Yr a los verdes salones de Kalyt, para servir de diversión a las escamosas hijas de Kalyt. ¡Luz del cielo! ¡Si en estos momentos estuviéramos al completo…
Pero no lo estaban, y se sumió en el silencio con una tristeza que tenía el dolor de las lágrimas. Kurt escuchó cómo temblaba la voz del nemet y temió por él con el resto de los hombres.