XXIV

La luz del día empezó a abrirse paso por entre la niebla, iluminando todo con tonos grises, y apareció el primer soplo de aire que dispersaría la niebla.

Kurt evito la muralla defensiva exterior de Nephane. El gris amanecer recortaba su perfil rocoso y las fastasmales osamentas de los barcos. Nadie vigilaba este lado del puerto, donde las viejas murallas se curvaban contra la ladera de Haichema-tleke, allí donde la colina bajaba al agua, donde las murallas se alzaban a sesenta o más pies por entre la niebla.

Ahí empezaban los campos y terminaba la ciudad. Un polvoriento sendero corría en dirección sur, cubierto por huellas de carros arrastrados a mano, gracias a las recientes lluvias. Kurt corrió a un lado del camino y luego lo abandonó, internándose en el campo.

Aún no sabía con claridad adonde se dirigía. Elas le estaba vedado. Si ponía los ojos en Djan o en t’Tefur les mataría y arruinaría a Elas. Corrió, esperando que fuera t’Tefur quien saliera en su búsqueda, lejos de testigos y de la ley.

Eso no le devolvería a Mim. Para entonces ya estaría enterrada y iría en su tumba. No podía concebirlo, no podía aceptarlo, pero era la verdad.

Estaba cansado de llorar. Corrió, forzando él paso hasta el desmayo, hasta que ese dolor superó al dolor de Mim, y el agotamiento hizo que se derrumbara sobre la hierba húmeda, pero sin perder el sentido.

Cuando recuperó la cordura tenía la mente extrañamente lúcida. Se dio cuenta por primera vez que sangraba por una herida; llevaba así toda la noche, desde que la hoja del asesino pasó por entre sus costillas. Empezó a dolerle. Descubrió que no era profunda, pero que tenía la longitud de su mano. No tenía forma de vendarse, pero no moriría desangrado. Sus otras heridas eran más dolorosas; las muñecas desolladas por la cuerda y los tobillos le dolían al doblarse. Casi sintió alivio por sentir esas cosas, intercambiando esos padecimientos por el más profundo de la pérdida de Mim, que carecía de límite. Apartó a Mim de su mente, se levantó y se puso a caminar, principiando con torpes pasos que se volvieron más decididos en cuanto eligió una dirección.

No quería nada con los pueblos y evitaba las marcas de carros que a veces se cruzaban en su camino. A medida que transcurría el día y aumentó la temperatura, empezó a caminar con más seguridad, eligiendo el rumbo sur gracias al sol.

A veces atravesaba campos cultivados, donde empezaban a brotar las primeras cosechas, y los árboles aún estaban en flor y no habían dado frutos. Las cosechas de raíces como la stas se almacenaban en la seguridad de los graneros y no se dejaban en los campos.

Cuando se puso el sol, ya estaba débil por el nombre, pues no había comido. Sólo recordaba el desayuno del día anterior. Al no conocer la tierra, no se atrevía a comer plantas silvestres. Supo entonces que debía robar o morirse de hambre, y lo lamentó, pues la gente de los campos solía ser generosa al tiempo que pobre.

Entonces se le ocurrió pensar que su presencia entre los inocentes de este mundo no había traído más que penalidades. Era a sus enemigos a los que nunca podía dañar.

Mim seguía con él. No podía mirar a las estrellas que brillaban sobre su cabeza sin oír los nombres que ella les daba.

Ysime, la estrella polar, madre del viento del norte; Azul Lineth, la estrella que anunciaba la primavera, hermana de Phan. Su dolor se había asentado en una tristeza más reposada, una que lo llenaba todo.

A su nariz le llegó el olor del humo de una fogata, arrastrado por el viento del norte.

Se dirigió hacia ella y olió otra cosa a medida que estaba más cerca: olores animales y el delicioso aroma de algo cocinándose. Se arrastró en silencio, cuidadosamente, hasta las colinas que le ocultaban el objetivo.

No había ninguna casa, sino un campamento establecido por dos hombres y un joven, campesinos, pastores de rebaño, cachiren. Escuchó el mugir de sus animales lanudos surgiendo de algún lugar al otro del lado del fuego, más allá de una barrera de arbustos.

Un grito de aviso cortó el silencio de la noche. El peludo tilof que guardaba a los cachin levantó la cabeza, se le erizaron los pelos del cuello y alertó a los cachiren, que se dispersaron armas en mano mientras el animal corría hacia el intruso.

Kurt huyó, buscando un montón de rocas que había visto colina abajo e intentó encontrar un lugar donde refugiarse. Los dientes del animal se cerraron en su tobillo, rasgando la carne cuando se liberó de ellos y se arrastró más arriba.

—¡Baja! —gritó el joven, con la lanza dispuesta para ser lanzada—. Baja con cuidado.

—¡Aparta a ese bicho! —gritó Kurt—. Bajaré muy a gusto si le llamas.

Dos de ellos siguieron apuntándole con las lanzas, mientras el joven subía arriba y tiraba de la rugiente y babeante bestia guardián.

Kurt bajó tambaleándose y les habló con amabilidad y cortesía, pues seguían apuntándole con lanzas, obligándole a bajar en dirección al fuego, y temió lo que podrían hacerle cuando descubrieran que era humano.

Cuando llegaron a la luz mantuvo la cabeza gacha. Se arrodillo junto a la hoguera y se sentó sobre sus talones adquiriendo una postura de estar en casa. La punta de la lanza le tocó bajo el hombro. Los otros dos hombres rodearon el fuego para poder verle.

—Un humano —exclamó uno, y clavó algo más la lanza haciendo que Kurt se sobresaltara.

—¿Dónde están tus compañeros? —dijo el más anciano de pelo blanco.

—No soy un tamurlin —dijo Kurt—. Estoy solo. Os lo suplico, necesito comida. Soy del pueblo de la Methi.

—Está mintiendo —dijo el chico detrás de él.

—Es posible —dijo el anciano—, pero habla la lengua de los hombres.

—No tenéis porqué darme hospitalidad —dijo Kurt, ya que el compartir fuego y pan creaba un lazo religioso eterno a no ser que se acordara otra cosa desde un principio—. Pero te pido comida y bebida. Es el segundo día que pasa desde la última vez que comí.

—¿De dónde venís? —preguntó el anciano.

—De Nephane.

—Está mintiendo —insistió el joven—. La Methi mató a los otros.

—A no ser que uno escapara.

—O más de uno —dijo el anciano.

—Que la luz de Phan os ilumine —dijo Kurt, recitando la bendición acostumbrada—. Os juro que no miento y que no soy enemigo.

—Al menos no es tamurlin —dijo el segundo hombre—. ¿Eres amigo de la casa de la Methi, extrajere?

—De Elas —dijo Kurt.

—De Elas —repitió sorprendido el anciano—. ¿Los hijos de la tormenta teniendo un humano por amigo de la casa? Es difícil de creer. Los descendientes de Indras son demasiado orgullosos para esto.

—Si honráis el nombre de Elas —dijo Kurt—, o el de Osanef, que es nuestro amigo, dadme algo de comer. Estoy a punto de desfallecer del hambre.

El anciano volvió a meditarlo y finalmente extendió un brazo como invitación a la comida que hervía en el fuego.

—No es hospitalidad porque no te conocemos, extranjero, pero hay comida y bebida. Somos pobres. Tomad con moderación, pero sois libre de no hacerlo si estáis tan hambriento como decís. Que la luz de Phan sea con vos y bendiga o maldiga según os merezcáis.

Kurt se movió con cuidado, pues seguramente aún tenía la lanza apuntando a su espalda. Se arrodilló junto a la roca donde se calentaba la comida y cogió uno de los tres pasteles, partiéndolo por la mitad. Luego tomó una pequeña parte del queso blanco que había a su lado, en un grasiento envoltorio de piel. Pero usó los modales delicados de Elas, no atreviéndose a comportarse de otro modo bajo la atenta mirada de los críticos ojos y la lanza a su espalda.

Cuando terminó se levantó y realizó una reverencia de agradecimiento.

—Ahora seguiré por mi camino.

—No, extranjero —dijo el segundo hombre—. Creo que debéis quedaros con nosotros y acompañarnos mañana a nuestro pueblo. Por estos lares vemos pocos viajeros de Nephane, y creo que estaréis más a salvo entre vosotros. Alguien podría tomaros por un tamurlin y atravesaros con una lanza antes de ver su error. Sería triste para los dos.

—Tengo asuntos en otra parte —dijo Kurt, siguiendo la farsa con las reglas que ellos le imponían e inclinándose educadamente—. Gracias por vuestra preocupación, pero partiré ahora.

El anciano descansó la lanza sobre ambas manos.

—Creo que mi hijo tiene rezón. Huís de alguna parte. Eso es seguro, pero no lo estoy de que seáis amigo de la casa de Elas. No, es más probable que la Methi no te matara junto a los otros, y en el campo sabemos muy bien lo que sois los humanos.

—Si soy un enviado de Djan-methi, no os ganaríais su favor retrasándome en mi misión.

—¿Es que la Methi envía a sus servidores sin provisiones?

—Tuve un accidente —dijo—. Mi misión es urgente; no tengo tiempo de volver. Contaba con la hospitalidad de la gente de los campos para ayudarme en mi camino.

—Extrajere, no sólo sois un mentiroso, sino un mal mentiroso. Os llevaremos al pueblo y veremos lo que el Afen tiene que decir sobre vos.

Kurt corrió, y saltó sobre la barricada de arbustos, cayendo entre los sorprendidos cachin creando el pánico a medida que se dispersaban y corrían primero hacia las rocas y después hacia la barricada, derribándola en su loca acometida para escapar. Los agudos gritos del tilof resonaron en las rocas. El animal y los hombres tenían en ese momento trabajo más que sobrado.

Kurt trepó, buscando con pies y manos resquicios y aberturas en la rocas, enviando piedras ladera abajo. Consiguió subir a la cima, encontró una zona plana y corrió desesperadamente, confiando que al menos se retrasaría la persecución.

Pero la nueva de su presencia llegaría a Nephane y a Djan, y sabría hacia dónde había huido. Los barcos podrían adelantarle por mar.

Estaba acabado si no conseguía llegar a su propia nave abandonada y asegurarse la forma de sobrevivir. Djan ya debía haberlo. Adivinado y ahora podría tenderle una emboscada con tranquilidad.

Como conociese la localización exacta de su nave, Kurt no tendría esperanza de poder escapar a ella.

El sol se alzó sobre el mismo paisaje grisáceo y parcheado que le había rodeado los últimos días: hierba seca y viento y polvo.

Kurt se apoyó en su bastón, una rama a la que le había quitado las hojas y miró hacia el sur. No había señales de la nave. Nada. Otro día de caminar, de calor atormentador y del latir enfebrecido de la infección de su herida. Volvió a moverse, confiado en su bastón, dando cada paso envuelto en un lacerante y constante dolor, con boca tan seca que hasta el tragar dolía.

A veces descansaba, y pensaba en tumbarse y dejar de luchar contra la sed. Había veces en que lo hacía, pero el sufrimiento y el hábito de vivir siempre volvían a levantarle y le obligaban a caminar.

Phan era una presencia terrible en esas tierras, furiosamente cegador durante el día, abandonando la tierra por la noche para dar paso a un cortante frío. Kurt se frotó la despellejada piel de la nariz y las manos. Sus piernas desnudas, y sobre todo en las rodillas, estaban hinchadas con quemaduras, pequeñas ampollas que se formaban continuamente, formando grietas que supuraban y sangraban.

Cuando el sol estaba en su cénit, la sed superaba toda capacidad de aguante. No había agua, no la había habido desde el día anterior en que encontró un pequeño riachuelo, o quizá fuese el día anterior a ése. El tiempo era confuso desde que entró en esta región. Empezaba a preguntarse si no habría pasado ya la nave, dejándola atrás. Eso sí que sería una ironía; vivir gracias a su habilidad de guiar una nave de un punto a otro de las galaxias y morir por no poder localizar un punto concreto en una colina.

Finalmente, se dirigió al oeste, hacia el mar, pensando que al menos no fracasaría en encontrar eso, esperando hallar algo de agua potable en las tierras bajas. El cambio de estación le había confundido. Recordaba color verde rodeando la nave, verde en el invierno. ¿Había sido tan al sur? No recordaba cuántos días se habían empleado en la navegación.

Por la tarde dejó de preocuparse sobre la dirección en que se movía y supo que se estaba muriendo y no le importó. Empezó a bajar por una colina, demasiado cansado para buscar una ladera más segura, y resbaló en la polvorienta hierba. Resbaló, abriéndose las heridas de manos y rodilla al rodar ladera abajo, y la hierba y los guijarros arañaron su piel quemada arrancándole hasta trozos de la carne que quedaba al descubierto.

El dolor aminoró al fin, o se acostumbró a él; no supo cuál de las dos cosas había sido. Se descubrió caminando y no recordaba haberse puesto en pie. Ya no le importaba, ni tampoco la nave, el mar, la vida o la muerte. Se movía y por eso vivía, y por eso se movía.

El sol se aplanó horizontalmente al atardecer, convirtiéndose en un faro que teñía el cielo de rojo, y Kurt se fijó en él, utilizándolo como punto de referencia, una estrella que le guiaría en este vacío de hierba. Le condujo hacia abajo, donde había árboles y la tierra le parecía más familiar.

Llegó la noche, y se detuvo en la ladera de una colina, apoyándose en su bastón, temiendo que no encontrara fuerzas en sus quemadas piernas para poder levantarse si se sentaba. Dio inicio al largo descenso hacia la oscuridad del bosque.

Una luz brillaba al otro lado del ancho valle, una luz semejante a un fuego de campamento. Kurt se detuvo y se frotó los ojos para estar seguro de que estaba allí. Era como localizar una estrella muy lejana, que parpadeaba pero seguía siendo discernible en la distancia y la desolación.

Se dirigió hacia allí, arrastrado ahora por una esperanza febril, decidido a matar si era necesario para obtener agua y comida.

La luz era más fuerte al acercarse, justo cuando temía haberla perdido en el descenso. La vio a través de los matorrales. Se oían voces de hombres, voces nemet, calmadas, sumidas en conversación.

Luego silencio. Unos arbustos se movieron. El fuego continuó brillando. Dudó, sintiendo una punzada de pánico, un sentimiento de estar siendo cazado a su vez.

La maleza fue aplastada cerca de él y un fuerte brazo le cogió del cuelo por detrás, derribándole de espaldas. Cayó empujado por dos hombres que pusieron una rodilla sobre su brazo derecho, y otra sobre el izquierdo. Un cuchillo susurró al salir de su vaina y se posó en su garganta.

El hombre de su izquierda le agarró la muñeca con la mano. Kurt dejó de forcejear, intentando sólo respirar.

—Es t’Morgan —dijo un susurro.

Manos amables registraron su cinturón en busca de armas, y no encontrando nada, liberaron sus manos y le ayudaron a levantarse, tratándole con cuidado y ayudándole a mantenerse en pie.

¿Estáis solo? —le preguntó uno.

—Sí —intentó decir Kurt. Casi tuvieron que llevarle a cuestas, transportándole hasta el calor de la hoguera. Otro nemet se unió a ellos saliendo de las sombras.

Kta estaba con ellos. Kurt reconoció su cara y sintió que le abandonaba la cordura. Intentó ir hacia él, liberarse de los otros.

Cayó al suelo. Kta ya estaba a su lado para cuando consiguió mover los brazos e intentar sentarse. Los nemet lavaron su quemado rostro con un pellejo de agua, se le acercaron a los labios y se lo retiraron antes de que enfermara de tanto beber.

—¿Cómo habéis llegado aquí? —Kurt encontró irreconocible su propia voz.

—Buscándole —dijo Kta—. Supuse que reconocerías una hoguera señalizadora como la que una vez me llevó hasta ti. Y gracias a los dioses la viste. Pensaba llegar a tu nave y esperarte allí, pero no he sido capaz de encontrarla. Dioses, nadie recorre a pie los campos. Estás loco.

—Fue una dura caminata —concedió Kurt. Kta apartó sus sucios cabellos, con ternura de mujer, procurando no tocar la carne quemada, derramando agua sobre su cara para enfriarla.

—Tu piel —dijo Kta—. Está cocida. Espíritus piadosos del cielo, mírate.

Kurt se frotó la desigual barba que le protegía la cara, consciente de lo bestial que debía parecer a ojos de los nemet, pues éstos tenían muy poco pelo en la cara, muy poco en cualquier parte. Forcejeó para sentarse y el doblar las piernas le hizo pensar que se partiría la quemada piel de sus rodillas.

—Comida —pidió, y alguien le dio un pedazo de queso. No podía comer mucho, pero consiguió tragarlo con un bienvenido trago de telise del frasco de Kta.

Y entonces fue como si toda su fuerza desapareciera de él. Volvió a tumbarse y los nemet le hicieron con sus capas un lecho todo lo confortable que pudieron, lavaron la herida de sus costillas con agua y luego con telise lo cual le hizo gritar en voz alta.

—Perdóname, perdóname —murmuró Kta a través del velo de su delirio—. Mi pobre amigo. Ya está listo. Sanará.

Luego se durmió, sin ser consciente de nada.

El campo empezó a desplazarse hacia el amanecer, y Kurt despertó cuando uno de los hombres echó leña al fuego. Kta ya estaba sentándose, observándole preocupado.

Kurt gruñó y se sentó, forzándose a adquirir una postura de piernas cruzadas pese a sus rodillas.

—Algo de beber, por favor, Kta.

Kta hizo una seña al joven Pan, que se apresuró a traer a Kurt un pellejo con agua y un stas, que se había horneado durante la noche. Estaba frío, pero lo tragó muy agusto con un poco de sal, regándolo con telise. Se lo comió entero, pero no quiso forzar su encogido estómago con el segundo que le ofrecían.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Kta.

—Estoy bien —dijo—. No debiste venir tras de mí.

Y entonces le asaltó otro pensamiento, uno terrible.

—¿O es que te envía Djan para que me lleves de vuelta?

La boca de Kta se convirtió en una delgada línea, trasluciendo una rabia asesina que enmudeció a Kurt.

—No. He sido declarado proscrito. La Methi mató a mi padre y mi madre.

—No. —Kurt negó furiosamente con la cabeza, como si eso pudiera negar la veracidad de la afirmación—. Oh, no, Kta. —Pero era verdad. El rostro del nemet era tranquilo y terrible—. Es por mi causa —dijo Kurt—. Por mi causa.

—Ella les mató, como mató a Mim. Conocimos toda la historia de Mim de labios de la propia Djan-methi, contada a mi padre. Los míos no podían vivir sin honor, y mis padres murieron. Mi padre se enfrentó a la Methi en el Upei por la muerte de Mim y sus demás crímenes, y ella le expulsó del Upei, tal y como era su derecho. Mi padre y mi madre eligieron la muerte, tal y como era su derecho. Y Hef con ello. No quiso dejarles desatendidos en las sombras.

—¿Aimu? —preguntó Kurt, temiendo saberlo.

—La entregué a Bel como esposa. ¿Qué otra cosa podía hacer yo, qué otra esperanza le quedaba? Elas ya no existe en Nephane. Su fuego se ha extinguido. Estoy exiliado. Ya no sirvo a la Methi, pero vivo para honrar a mi padre y a mi madre y a Hef y a Mim. Esas son ahora mis tareas. Soy lo único que queda, ahora que Aimu ya no puede invocar a los Guardianes de Elas.

Los labios de Kta temblaron, Kurt sufría por él tanto como por su familia, pues no resultaba apropiado que un hombre de indras derramase lágrimas. Le avergonzaría terriblemente el ceder.

—Si quieres saldar tu deuda conmigo, ya lo has hecho —dijo Kurt—. Puedo vivir en esta tierra verde si me das armas y comida y agua. No te culparé si no quieres volver a verme; no te culparía si me mataras.

—Vine por ti. Tú también eres de Elas, aunque no puedas continuar nuestros ritos o perpetuar nuestra sangre. Cuando la Methi te golpeó, nos golpeó a nosotros. Tú y yo pertenecemos a la misma casa. Seremos mano izquierda y mano derecha hasta que muera uno de los dos. No tienes permiso para seguir tu propio camino. No te lo concedo.

Hablaba como señor de Elas, como ahora era su derecho. El lazo forjado por Mim se reafirmaba. Kurt inclinó la cabeza respetuosamente.

¿Adonde vamos ahora? —preguntó Kurt—. ¿Y que haremos?

—Ir al norte —dijo Kta—. Luz del cielo, supe al instante adonde irías, y estoy seguro que también lo sabrá la Methi, pero habría sido más conveniente que hubieras llegado con tu nave un poco más al norte. El Ome Sin es un cuello de botella donde las naves de la Methi podrán cazarnos a discreción. Si no podemos escapar a este cuello y llegar a las tierras del norte, estaremos acabados, amigo mío, y con nosotros todos esos valientes amigos que vienen conmigo.

—¿Está Bel aquí? —preguntó Kurt, pues había visto muchas caras familiares, pero temía por t’Osanef y Aimu si se quedaban en Nephane. T’Tefur podría vengarse hasta en ellos.

—No —dijo Kta—. Bel es sufaki, y su padre le necesita ahora desesperadamente. No hay retorno para todos los que hemos venido, no mientras gobierne Djan. Pero no tiene herederos y no hay dinastía posible al ser humana. Estamos dispuestos a esperar.

Kurt esperaba en silencio no haberle dado uno. Esa sería la última amargura, arruinar a esos buenos hombres para eso, cuando les había llevado a este trance.

—Levantemos el campamento —dijo Kta—. Empezamos a…

Algo siseó y golpeó contra carne, y todo el campamento se sumió en el caos.

—¡Kta! —gritó un hombre, y cayó al suelo con un emplumado dardo en la garganta.

Del claro iluminado por la mortecina luz del amanecer surgió una horda de aullantes criaturas que Kurt reconoció como de su propia especie. Uno de los nemet cayó a sus pies con la cara hecha una masa sanguinolenta, y un momento después un aplastante golpe arrojó a Kurt encima de él.

Unas manos ásperas le sacudieron, y sus ojos sorprendidos y deslumbrados miraron a un barbado rostro humano. El hombre no parecía menos sorprendido, contuvo el golpe de su hacha y bramó una orden a sus hombres.

La matanza se detuvo, el ruido se desvaneció.

El humano apartó la ensangrentada mano y tocó el rostro de Kurt. Los ojos que se intuían a través de los cabellos eran torpes y apagados por la confusión.

—¿Qué banda? —preguntó.

—Vine en nave —contestó Kurt—. En nave estelar.

Los ojos azules del tamurlin se nublaron y cogió la parte frontal de la ropa nemet de Kurt y la rasgó hasta el hombro, como si la ropa nemet desmintiera su afirmación, pero entonces se oyó un grito de sorpresa entre los humanos allí reunidos. Uno de ellos le cogió el brazo moreno por el sol y lo puso contra los pálidos hombros de Kurt y se volvió hacia sus camaradas, buscando su opinión.

—Un hombre de techado —gritó—. Un habitante de naves.

—Vino en la nave —gritó otro—, en la nave, en la nave.

Todos gritaron una y otra vez la nave, la nave, y danzaron y enarbolaron las armas. Kurt miró a su alrededor, a la carnicería que habían hecho en el claro, con el corazón latiéndole de temor mientras miraba a uno y otro hombre de los que sabía debían yacer allí. Rezó porque Kta hubiese escapado; alguien había huido hacia los matorrales.

No había sido él. Kta estaba tumbado con la cara vuelta hacia el fuego, inconsciente, su respiración era visible.

—Matad a los otros —dijo el jefe de los tamurlin—. Conservaremos al humano.

—¡No! —gritó Kurt, y forcejeó inútilmente para liberarse las manos. Su mente se aferró al primer argumento que se le ocurrió—. Uno de ellos es un señor nemet. Puede conseguiros algo de valor.

—Señaládmelo.

—Ese —dijo Kurt, señalándole con la cabeza—. Junto al fuego.

—Coged a los vivos —dijo otro de los tamurlin, con una mirada en los ojos que no presagiaba nada bueno para los nemet—. Nos encargaremos esta noche de ellos en el campamento.

—¡Ya! —aullaron los otros, asintiendo, y el jefe ladró una orden, pues no había sido idea suya. Se hizo cargo de la situación haciendo un arco con el brazo—. Cogedlos a todos, a todos los vivos, y traédmelos. Ya veremos si este hombre es de verdad de la nave. Si no lo es, descubriremos lo que es.

Los otros gritaban su acuerdo y dedicaron su atención a los caídos nemet, y Kta el primero. Le cogieron y le abofetearon hasta que se rehizo, y entonces le retorcieron las manos llevándolas a su espalda y atándoselas.

Descubrieron a otros dos nemet que no estaban seriamente heridos y les trataron de forma semejante. Hicieron caminar unos pasos a un tercero pero no pudo hacerlo, pues tenía la pierna atravesada por una flecha. Uno de ellos le dio una patada a la pierna buena y le aplastó la cabeza con un hacha.

Kurt apartó la vista, aventuró una mirada al rostro de Kta, y la mirada en los ojos del nemet era terrible. Mataron del mismo modo a dos hombres más, y Kta parpadeaba cada vez que caía el hacha, pero continuaba mirando fijamente. A juzgar por su mirada, podían haberle matado también a él.