Siéntate —dijo Djan. Kurt se dejó caer en la silla más próxima, aunque Djan continuaba en pie. Ella miró más allá de él hacia los guardias que esperaban.
—¿Está todo bajo control?
—No entrarán en terreno del Afen.
Despertad a la guardia de día. Doblad la guardia en todas partes, especialmente en la poterna. T’Lised, trae a h’Elas.
Kurt alzó la mirada.
—Mim…
—Sí, Mim.
Djan despachó a la guardia con un gesto de la mano y recogió los plateados y bordados pliegues de su vestido para coger un asiento. Ningún rasgo de simpatía tocó su rostro mientras Kurt levantaba su temblorosa mano para enjugarse el sudor de la cara e intentaba recomponer sus destrozados nervios.
—¿Está bien? —dijo.
—Sanará. Nym reportó vuestra ausencia cuando no volvisteis del mercado; mis hombres la encontraron vagando por el puerto. No pude conseguir que dijera nada coherente; pedía continuamente que la llevaran a Elas, hasta que finalmente conseguí que me dijera que tú también habías desaparecido. Luego vino Kta diciendo que volverías a Elas y se marchó; pudo pasar por la puerta acompañado por alguno de mis hombres o, dado el ambiente de afuera, dudo mucho que lo hubiera conseguido. Así que volví a enviarle a casa acompañado de mi guardia y le dije que esperara allí, y espero que así lo hiciera. Encontrarte fue fácil, con todo el jaleo que armaste en la plaza del templo.
Kurt inclinó la cabeza, satisfecho con que Mim estuviese a salvo, demasiado cansado para discutir.
—¿Te das cuenta, aunque sea remotamente, del jaleo que has organizado? Mis hombres se arriesgan a ser asesinados ahí fuera por tu culpa.
—Lo siento.
—¿Qué te ha pasado?
—Los hombres de t’Tefur me secuestraron hoy en el mercado, me retuvieron en un almacén hasta que oscureció y me sacaron afuera, supongo que para acabar conmigo en el puerto. Conseguí escapar. Puede que haya matado a alguno.
Djan maldijo entre dientes.
—¿Qué más?
—De los que me arrastraban del templo… si los ha reconocido alguno de tus hombres, uno de ellos estaba en el mercado. Eran hombres de t’Tefur. Uno estaba entre los que te dije que vigilaban Elas…
—¿Es que debo llamar a Shan? Si repites esas cosas en su cara…
—Le mataré.
—No harás nada de eso —gritó Djan, habiéndosele acabado de repente la paciencia—. Ya me habéis causado demasiados problemas tu preciosa esposa nativa y tú. Sé muy bien lo cabezota que eres, pero te prometo una cosa; si me causas más problemas, os consideraré responsables a Elas y a ti.
—¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Esperar el siguiente ataque? Es que mi mujer debe esconderse por miedo a ellos y que no seré capaz de hacer nada o ponerle las manos encima a los hombres que sé que son los culpables?
—Elegiste vivir aquí, me suplicaste ese privilegio, y elegiste todos los problemas que conlleva vivir en una casa nemet y tener una mujer nemet. Disfrútalos.
—Estoy pidiéndote que hagas algo.
—Y yo te digo que ya me has causado bastantes problemas. Estás convirtiéndote en una molestia.
La puerta se abrió lentamente y Mim entró en la habitación, se detuvo transfigurada cuando Kurt se puso en pie. Su cara se disolvió en lágrimas y por un momento no se movió. Luego se dejó caer de rodillas y escondió la cara ante Djan.
Kurt fue hasta ella y la recogió con los brazos, la acarició el alborotado pelo y ella volvió la cara contra él y lloró. Llevaba el vestido desgarrado y los botones arrancados hasta la cintura, el pelan estaba manchado de sangre y barro de las calles.
—Será mejor que hagas algo —dijo Kurt, mirando a Djan—. Porque si me encuentro con alguno de ellos, les mataré.
—Estás equivocado si crees que no haré lo que he dicho.
—¿Qué clase de lugar es éste en que puede pasarle algo así a una mujer? ¿Qué le debo a tus leyes si puede pasar esto y ellos quedan impunes?
—H’Elas —dijo Djan, ignorándole—, ¿recordáis quién os hizo esto?
—Por favor —dijo Mim—. No avergoncéis a mi marido.
—Vuestro esposo tiene ojos para ver lo que os ha pasado. Amenaza con solucionar este asunto por su cuenta, lo cual sería desafortunado para Elas, igual que para él. Así que será mejor que lo recordéis, h’Elas.
—Methi… yo… sólo recuerdo lo que os he contado. Me mantuvieron envuelta en… en la capa de alguien, creo, y apenas podía respirar. No vi cara alguna… y recuerdo… recuerdo que me movieron, e intenté escapar, pero ellos me golpearon… me…
—Basta —dijo Kurt—. Basta ya, Djan.
—¿Cuánto tiempo hace que vivís en Nephane, h’Elas?
—Cu-cuatro años, Methi.
—¿Y nunca antes habíais oído esas voces, ni reconocisteis alguna cara, ni siquiera al principio?
—No, Methi. Puede… puede que vinieran del campo.
—¿Dónde estuvisteis encerrada?
—No lo sé, Methi. No puedo recordar con claridad. Era oscuro… un edificio, oscuro… y no podía ver nada. No lo sé.
—Fueron hombres de t’Tefur —dijo Kurt—. Déjala sola.
—Hay hombres más radicales que Shan t’Tefur, los que buscan provocar el caos. Acabas de darles la munición que necesitaban, matando a dos de ellos, y profanando el templo.
—Que salgan al descubierto y me acusen. No creo que se atrevan. Y si lo intentan de nuevo…
—Te lo he advertido, Kurt, con toda la claridad de la que soy capaz. No hagas nada.
—Haré todo lo que sea necesario para proteger a mi esposa.
—No me pongas a prueba. No creas que tu vida o la de ella me importan más que esta ciudad.
—La próxima vez pienso ir armado —dijo Kurt, sosteniendo a Mim—. Si tú no quieres darme la protección que ofrece la ley, tendré que ocuparme yo de ello, en público o en privado, por las buenas o por las malas.
—Mi señor —suplicó Mim—. Por favor, no discutáis con ella, por favor.
—Será mejor que le hagas caso —dijo Djan—. Las mujeres llevan miles de años sobreviviendo a cosas así. Ella también lo hará. El honor es poca compensación para los muertos, como le habrán enseñado las prácticas de los tamur…
—¡Te está oyendo! —gritó Kurt, abrazando a Mim, y Djan se calló prontamente. Mim temblaba. Las manos de ella estaban heladas al ser cogidas por las suyas.
—Tienes mi permiso para marchar, h’Elas —dijo Djan.
—La acompañaré a casa —dijo Kurt.
—Tú no vas a ninguna parte —dijo Djan, y gritó en… en chai llamando a la guardia, que apareció casi al instante, a la espera de órdenes.
—La llevaré a casa —repitió Kurt—, y volveré si insistes.
—No —dijo Djan—. Cometí un error permitiendo que fueras a Elas. Te lo advierto. A partir de ahora te quedarás en el Afen y se necesitará algo más que la persuasión de Kta para que cambie de opinión. Has creado en esta ciudad una división que no zanjarán las palabras, y se me ha acabado la paciencia. T’Dein, acompaña a h’Elas a su casa.
—Tendrás que usar más de una orden para retenerme aquí —dijo Kurt.
Mim puso su mano en el brazo de él y le miró.
—No, por favor, no. Iré a casa. Estoy muy cansada. Muy dolorida, mi señor. Dejadme marchar, por favor, y no os peleéis con la Methi por mi culpa. Tiene razón: no es bueno para ti ni para Elas. Nunca estaríais a salvo. No quiero que te suceda nada por mi culpa.
Kurt se inclinó y le tocó la frente con los labios.
—Esta noche volveré a casa, Mim. Ella sólo piensa lo contrario. Ve con t’Udein, y dile a tu padre que mantenga cerrada la puerta.
—Sí, mi señor Kurt —dijo ella con un suspiro, dejando que sus manos resbalaran de las de él—. No te preocupes por mí. No te preocupes.
Ella se inclinó una vez ante la Methi, pero Djan chasqueó los dedos antes de que prosiguiera, despachándola afuera. Kurt esperó a que se cerrara la puerta, luego clavó la mirada en Djan, temblando con tanta rabia que perdió el control.
—Si vuelves a hablarle así a mi mujer…
—Tiene más sentido que tu. Ella no habría luchado por su orgullo herido.
—La has retenido sin decírselo a Elas.
—Se lo dije a Kta cuando vino, y si tú te hubieras quedado en tu lugar, el asunto se habría resuelto de forma silenciosa y eficiente. Ahora tengo que pensar en otras cuestiones además de tu conveniencia y tus sentimientos.
—Te refieres a salvar a t’Tefur.
—Salvar a la ciudad del baño de sangre que has estado a punto de iniciar esta noche. A mis hombres les han arrojado piedras… ¡a los guardias de la Methi! Si se atreven a hacer eso, la próxima vez se dedicarán a cortar gargantas.
—Pregúntale a tus guardias cuáles eran esos hombres. ¿O tienes miedo de los que puedan responderte?
—Esta noche se hacen muchas acusaciones que se las lleva el viento, ninguna de ellas con substancia.
—Yo les daré substancia… ante el Upei.
—Ah, no, no lo harás. Si llevas esa acusación ante el Upei, hay muchas cosas sobre mucha gente, incluyendo a tu mujer, la ex esclava, que serán aireadas y expuestas a la luz pública mediante juramento. Cuando haces que la ley funcione, ésta no se detiene hasta que no sale todo a la luz, y un caso como éste dividiría a Nephane para siempre. No pienso permitirlo. Tu mujer sería la que más sufriría, y creo que lo ha comprendido muy bien.
—¿La has amenazado con eso?
—Le expliqué cómo eran las cosas. No la amenacé. Esos amigos no admitirán los cargos, no, y contratacarán con acusaciones que no serán muy bonitas de escuchar. Se pondrá en tela de juicio la historia de Mim y el honor de Mim. El que fuera rescatada de los tamurlin para acabar casándose con un humano no la beneficiaría ni a ella ni a Elas. Y créeme, la arrojaré a los sufaki si hace falta, así que no me fuerces.
—La ciudad de t’Tefur no merece la pena salvarse.
—¿Adonde te crees que vas?
Se encaminaba hacia la puerta. Se detuvo y se enfrentó a ella.
—Voy a Elas, con mi mujer. Cuando esté seguro de que se encuentra bien, volveré y aclararemos el asunto. Pero a menos que quieras ver más gente herida o muerte, será mejor que me des una escolta para llegar allí.
Djan le miró. Nunca había estado tan furiosa, pero quizá pudiese leer en la cara de Kurt lo que sentía en este momento. Su expresión adquirió más calma, más disimulo.
—Hasta mañana —dijo—. Serénate allí. Mis hombres te escoltarán a Elas, pero no pienso hacer que recorran las calles contigo dos veces en la misma noche, paseándote ante los sufaki como una incitación a la violencia. Así que quédate allí hasta la mañana siguiente. Si esta noche me causas más problemas esta noche, Kurt, te aseguro que lo lamentarás.
Kurt abrió la pesada puerta de Elas, arrancándola de las manos de Hef y cerrándola rápidamente ante las guardias de la Methi. Luego se volvió hacia Hef.
—Mim —dijo Kurt—. ¿Está aquí, está a salvo?
Hef hizo una reverencia.
—Sí, mi señor, hace apenas unos momentos que llegó, también con la guardia de la Methi. Te lo suplico, mi señor, ¿qué…?
Kurt ignoró sus preguntas, corriendo hasta el rhemei y encontrándolo vacío, luego subió las escaleras hasta llegar a su cuarto.
No había más luz que la de phusa. Hirió sus ojos al abrir la puerta, y ante ella estaba arrodillada Mim. Lanzó un largo suspiro de alivio, se arrodilló junto a ella y la tomó por los hombros.
Su cabeza cayó contra él, sus labios estaban abiertos por el shock, su cara cubierta por el sudor. Luego vio sus manos junto al corazón y la oscura mancha húmeda en ellas.
—No —gritó, chilló, y la cogió cuando se desplomó de costado.
Sus manos abandonaron la empuñadura del cuchillo de dragón que se había hundido en su pecho. No estaba muerta; ese ultraje metálico que sobresalía de su pecho aún se movía con su débil respirar, y no pudo decidirse a tocarlo. Apretó sus labios contra la mejilla de ella y oyó el suave rumor de su respiración. Sus cejas se unieron en un gesto de dolor y se relajaron. Sus ojos tenían un extraño brillo infantil.
—El mi señor —la oyó respirar.
Y la respiración desapareció lentamente de sus labios y la luz de sus ojos. Mim era un peso inerte, repentinamente pesado, y él profirió un sollozo ahogado y la abrazó contra sí, envolviéndola fuertemente con sus brazos.
Unos pasos rápidos resonaron en las escaleras, y supo que era Kta. El nemet se detuvo en el umbral, y Kurt volvió hacia él su rostro surcado en lágrimas.
—Ai, luz del cielo —susurró Kta.
Kurt dejó a Mim en el suelo con mucha suavidad, cerró los ojos y extrajo con cuidado la daga. Sabía que era la que una vez había robado y Mim le había quitado. Sostuvo esa cosa en la mano como si fuera un enemigo vivo, temblándole todo el brazo.
—¡Kurt! —exclamó Kta, corriendo hacia él—. ¡Kurt, no! ¡Entrégamela! ¡Entrégamela!
Kurt se tambaleó poniéndose en pie con la daga aún en la mano, y la borrosa forma de Kta se agitó ante él, con la mano alargada en una súplica. La visión se le aclaró. Miró a Mim, en el suelo. ' —Kurt, por favor, te lo suplico.
Kurt volvió a cerrar los dedos en la empuñadura.
—Tengo algo que hacer en el Afen.
—Entonces deberás matarme antes a mí para poder pasar —dijo Kta—, porque si atacas a la Methi, matarás a Elas, y no pienso dejarte marchar.
La Familia de Kta. Kurt vio el amor y el miedo en los ojos del nemet y no pudo culparle. Kta intentaría detenerle, lo sabía, y miró de nuevo a la daga, desprovisto de venganza, falto del valor o la voluntad o el impulso que fuera que hizo que Mim se la llevara al pecho.
—Kurt.
Kta le cogió la mano y le quitó la daga de entre los dedos. Nym estaba detrás de él, en las sombras. Nym, y Aimu, y Hef llorando, manteniéndose apartado hasta en la pena. Las cosas parecían inmersas en una dimensión irreal.
—Ven —decía Kta con suavidad—. Ven por aquí.
—No la toques.
—La llevaremos al rhmei —dijo Kta—. Ven, amigo mío, ven.
Kurt asintió con la cabeza, recobrándose un poco.
—Yo la llevaré —dijo—. Es mi mujer, Kta.
Kta le dejó entonces, y Kurt se arrodilló y alzó en brazos la inerte forma de Mim. Ya no parecía ser ella. No era como Mim. Estaba floja, como una muñeca rota.
La familia se reunió en silencio ante el rhmei: Ptas y Nym, Aimu y Kta y Hef. Kurt dejó su carga a los pies de Ptas. Ptas lloró por ella, y le cruzó los brazos sobre el pecho. Nada se oía en el rhmei que no fuera el sonido de los lloros de las mujeres, de las mujeres y de Hef. Kurt ya no podía derramar más lágrimas. Cuando miró a la cara de Nym se encontró con una furia sombría y terrible.
—¿Quién la llevó a esto? —dijo Nym, y Kurt tembló bajo el peso de su propia culpa.
—No puede protegerla. No puede ayudarla. —La miró, lanzó un suspiro entrecortado—. La Methi la condujo a esto.
Nym le miró lleno de pena, volviéndose luego y llegándose hasta la llama de fuegocorazón. El señor de Elas permaneció un momento inmóvil con la cabeza inclinada y luego la levantó, alzó los brazos ante el sagrado fuego; era como una sombra oscura y poderosa ante la dorada luz.
—Que nuestros Ancestros reciban este alma, no nacida en nuestro linaje. Acoged a Mim h’Elas, espíritus de nuestros Ancestros. Aceptadla con vosotros, es una como nosotros, es amada, querida como si compartiera cuna. La paz era en el corazón de esta hija de Elas, hija de Minas, de Indras, de la lejana ciudad resplandeciente.
—Espíritus de Elas —rezó Kta, alzando a su vez las manos ante el fuego—, ancestros nuestros, despertad y contempladnos. Guardianes de Elas, contempladnos, se nos ha hecho esta afrenta; rápida será nuestra venganza, Ancestros nuestros, despertad y contempladnos.
Kurt levantó la mirada, incapaz hasta de llorar por ella como los demás, ajena a él hasta en el momento de morir. Y contempló como Ptas tomaba la daga dragón de las manos de Kta. Se inclinó sobre Mim con ella en la mano, y eso fue más de lo que pudo soportar. Kurt gritó, pero Ptas sólo cortó un rizo del oscuro pelo de Mim y lo arrojó al fuego sagrado.
Aimu sollozó audiblemente. Kurt no pudo más. Se volvió bruscamente y dejó el lugar saliendo al vestíbulo.
—Está hecho —dijo Kta, arrodillándose donde lo encontró, encogido contra la puerta de entrada. Puso una mano sobre el hombro de Kurt—. Ha terminado. Vamos a llevarla a su lugar de descanso. ¿Deseas estar presente?
Kurt se estremeció y volvió el rostro hacia la pared.
—No puedo —dijo, cambiando a su lengua nativa—. No puedo. La amaba, Kta. No puedo ir.
—Entonces nos ocuparemos nosotros, amigo mío. Nos cuidaremos de ella.
—La amaba —insistió, y notó en le hombro la presión de los dedos de Kta.
—¿Hay algún rito que desees llevar a cabo? Seguramente nuestros Ancestros no verían nada malo en ello.
¿Qué tenía ella que ver con mi gente? —Kurt tragó saliva dolorosamente y negó con la cabeza—. Hacedlo de la forma en que ella lo habría entendido.
Kta se levantó y se dispuso a marchar, pero se arrodilló de nuevo.
—Amigo mío, ven antes a mis habitaciones. Te daré algo que te hará dormir.
—No. Déjame solo. Déjame.
—Temo por ti.
—Ocúpate de ella. Hazlo por mí.
Kta titubeó, luego volvió a levantarse y se retiró en silencio.
Kurt escuchó durante unos instantes. La familia dejaba el rhmei por el pasillo de la izquierda, el sonido de los pasos desapareció en las profundidades de la casa. Kurt se levantó y abrió en silencio la puerta, cerrándola detrás de él de tal modo que quedó atrancada por dentro.
Las calles estaban desiertas, como lo habían estado desde que los guardias de la Methi ocuparon sus puestos en la calle amurallada. No se dirigió hacia el Afen, sino colina abajo, hacia el puerto.