XII

La niebla no se disipó. A la mañana siguiente seguía sitiando a la ciudad, y el débil sonido de campanas seguía oyéndose en la lejanía del puerto. Kurt abrió los ojos a la masa gris del otro lado de la ventana, luego miró a los pies de la cama donde Mim cepillaba su largo pelo, negro y sedoso que le llegaba a la cintura cuando lo tenía suelto. Ella le devolvió la mirada y sonrió, y la calided inundó sus extraños y maravillosos ojos.

—Buenos días, mi señor.

—Buenos días —murmuró él.

—La niebla aún sigue con nosotros. ¿No oyes las campanas del puerto?

—¿Cuánto puede durar?

—Durante el cambio de estación puede llegar a durar muchos días, sobre todo en primavera.

Ella separó varios mechones de pelo y empezó a unirlos con hábiles dedos en una delgada trenza. Luego se llevaría la mayor parte del pelo a la coronilla, asegurándolo con peinetas y alfileres, en un intrincado y fascinante ritual realizado diariamente y deshecho a cada noche. El disfrutaba observándola. Unos momentos después empezó con la siguiente trenza.

—Nosotros decimos que la niebla es la capa que usa la imiine, el espíritu de los cielos Nue, cuando viene a visitar la tierra y caminar entre los hombres —comentó Mim—. Viene en busca de su amado, al cual perdió hace mucho tiempo, en los tiempos que reinaban los reyes-dioses. Era un hombre mortal que ofendió a uno de los reyes-dioses, un hijo de Yr cuyo nombre era Knyha, y, pobrecito, fue muerto por Knyha, y su cuerpo disperso por las playas de Nephane para que Nue nunca supiera lo que había sido de él. Ella aún sigue buscándolo y camina sobre mar y tierra y ronda los ríos, especialmente en primavera.

—¿De verdad crees eso? —preguntó Kurt sin sarcasmo; no podía serlo con Mim. Estaba dispuesto a escribirlo para recordarlo con todo su corazón si ella se lo pedía.

Mim sonrió.

—No, la verdad. Pero es una historia preciosa, ¿verdad, mi señor? Hay verdades y hay verdades, diría mi señor Kta, y está la Verdad en sí, la yhia, y como los mortales no siempre pueden razonar las cosas para llegar a la Verdad, nos conformamos con verdades pequeñas que nos bastan para nuestro nivel. Pero tú eres muy sabio sobre algunas cosas. Creo que tú sí sabrías decirme lo que hace que venga la niebla. ¿Es una nube que se sienta en el mar, o nace de alguna otra forma?

—Creo —dijo Kurt—, que prefiero la historia de Nut. Suena mejor que el vapor de agua.

—Crees que soy tonta y no conseguirás explicármelo.

—¿Haría que fueras más sabia el saber de dónde viene la niebla?

—Me gustaría poder hablar contigo de todas las cosas que te importan.

El frunció el ceño, dándose cuenta de su interés.

—Tú me importas. Este sitio, este mundo me importan, Mim.

—Sé tan pocas cosas.

—¿Qué quieres saber?

—Todo.

—Bueno, antes tendrás que servirme el desayuno.

Mim sonrió, se dedicó a la última trenza y terminó con el peinado. Se puso el chatem, la ropa externa con la falda de cuatro plisados que encajaba sobre la gasa del pelan, la ropa interior, el Chatem era de cuello alto y largas mangas, ajustado y contenido por el corpiño, un brocado rosa y beige sobre un pelan rosa. Había muchos botones tanto en las muñecas como en el corpiño hasta el cuello. Ella empezó a abrocharse con paciencia las series de botones.

—Tendré listo el té para cuando puedas bajar las escaleras. Supongo que Aimu habrá…

Se oyó un ruido hueco en la ciudad, y Kurt miró a la ventana lanzando un juramento involuntario. Era la vibrante nota de un distante gong.

—Ai —dijo Mim—. Intaem-Inta. Es en el gran templo. Es el inicio del Cadmisan.

El gong volvió a gemir, lúgubre en el neblinoso aire, durante cuatro veces más. Luego concluyó y murieron los últimos ecos.

—Es el cuarto día de Nermotai —dijo Mim—, el primero de los días sagrados sufaki. El templo hará sonar el Inta todas las mañanas y todas las tardes de los próximos siete días, y los sufaki orarán e invocarán a los Intain, los espíritus de sus dioses.

—¿Qué hacen allí? —preguntó Kurt.

—Es la vieja religión anterior a la llegada de las Familias. No estoy segura de lo que se hace, y no me importa no saberlo. Me han dicho que invocan el nombre de los reyes dioses en el mismo templo de Phan, pero nunca vamos ahí. En Chteftikan había viejos dioses, viejos y malvados de los Primeros Días, y los sufaki invocan sus nombres y les rinden honores una vez al año, para apaciguar su ira por perder esta tierra ante Phan. Son seres que los indras no mencionamos.

—Bel dijo que podía haber problemas durante los días sagrados —recordó Kurt.

Mim frunció el ceño.

—Kurt, te pido que te preocupes de tu seguridad, y que no entres ni salgas por la noche durante estos días.

Eso le dolió. Mim debía hablar sin hacer referencia a la Methi, o al menos sin amargura alguna. Cuando Mim le acusase, sabía muy bien que lo haría a las claras.

—No planeo entrar y salir por la noche —dijo—. Anoche…

—Siempre es peligroso caminar por la noche durante el Cadmisan —dijo ella con toda dignidad, antes de que él concluyera—. Los dioses de Sufak son espíritus terrestres y monstruosos, nacidos de Yr. Es habitual que el comportamiento sea salvaje y haya mucha ebriedad.

—Tendré en cuenta tu consejo —dijo.

Ella se le acercó y le tocó los labios con sus dedos y luego la frente, pero ella le apartó la mano sonriendo, cuando él intentó cogérsela. Era un juego que tenían entre ellos.

—Debo bajar a cumplir con mis deberes —dijo ella—. Mi querido marido, harás que mi reputación en la casa sea la de una mujer licenciosa si haces que lleguemos tarde al desayuno. ¡No, mi señor! Te veré abajo tomando el té.

* * *

—¿Adonde crees que vas?

Mim se detuvo en la apagada luz del vestíbulo, con las manos sujetándose el velo sobre su rostro. Luego lo asentó cuidadosamente sobre la cabeza y se echó un extremo sobre el hombro.

—Al mercado, esposo mío.

—¿Sola?

Ella sonrió, encogiéndose de hombros.

—A no ser que quieras que haga otra cosa. Voy a comprar algo para la cena. Mira, la niebla se ha aclarado, brilla el sol y los hombres que espiaban al otro lado de la calle no están desde ayer.

—No vas a ir sola.

—Kurt, Kurt, ¿lo dices por la advertencia de Bel? Santa luz del cielo, pero si hay niños jugando fuera. ¿No los oyes? ¿Y debo tener miedo de ir por mi calle a plena luz del día? Otra cosa sería al oscurecer, pero me parece que te tomas demasiado en serio sus advertencias.

—Tengo mis razones, Mim.

Ella le miró reuniendo paciencia.

¿Y debemos morirnos de hambre? ¿O es que pensáis escoltarme hasta el mercado tú y mi señor Kta con armas desenvainadas?

—No, pero te acompañaré hasta allí.

Y abrió la puerta para que pasara, y Mim salió y le esperó, con la cesta bajo el brazo, obviamente avergonzada.

Kurt examinó cuidadosamente la calle; la desaparición de los hombres de t’Tefur no era sólo aparente. Habían desaparecido de verdad. Se veían niños indras jugando al escondite. No había amenaza alguna, ni tampoco la presencia de guardias de la Methi, pero Djan nunca actuaba a las claras. Probablemente no habría problemas si volvía tarde a Elas, pensó con alivio; Djan debió tomar medidas.

—¿Estás seguro de que el mercado estará abierto en un día festivo? —le preguntó a Mim.

Ella le miró con curiosidad mientras empezaban a caminar.

—Pues claro, y muy lleno. Tengo que ir, sabes, después de tantos días de niebla y problemas en las calles. Siento tener que causarte esta molestia, Kurt, pero se nos están acabando las cosas y mañana podemos volver a tener niebla, así que es preferible ir hoy. Tengo algo de sentido, después de todo.

—Podría ir yo y comprar todo lo que necesites para comer, y no habría necesidad de que fueras tú.

Ai, pero el mercado en Cadmisan es todo un espectáculo con toda la gente que ha venido de los campos, y los artistas, y los músicos. —Y cuando vio que él seguía con rostro huraño, añadió—: Además, querido esposo, nunca sabrías lo que compraban o pagabas. No creo que hayas tenido ocasión de utilizar nuestra moneda. Y las demás mujeres se reirían de mí y se preguntarían qué clase de mujer soy para que mi marido haga mi trabajo, o podrían pensar que soy tan casquivana que mi marido no quiere perderme de vista.

—Podrían ocuparse de sus asuntos —dijo, descartando su intento de humor, y la carita de Mim adquirió una mirada decidida.

—Si vas solo —dijo ella—, la gente pensará que Elas está asustada, y esto infundará valor a los enemigos de Elas.

El comprendió su razonamiento, pese a que no le reconfortaba en absoluto. Examinó atentamente la calle a medida que bajaban la colina y se alejaban de la pequeña zona de casas aristocráticas que rodeaban el Afen y el complejo del templo. Pero aquí, en la parte sufaki de la ciudad, la gente se ocupaba de sus asuntos de siempre. Había hombres con Ropas de Color, pero caminaban de forma casual y no le dirigieron ni una mirada.

—Lo ves —dijo Mim—. Habría estado a salvo.

—Me gustaría estar tan seguro.

—Mira, Kurt, conozco a esa gente. Esa es dama Yafes, y ese niño es Edu t’Rachik u Gyon; la casa Rachik es muy grande. Tienen tantos niños que son blanco de bromas en Nephane. El anciano de la esquina es t’Pamchen. Se hace llamar erudito. Dice estar reviviendo la vieja escritura sufaki y que puede leer en las viejas piedras. Su hermano es un sacerdote, pero no le aprueba. No hay peligro en esta gente. Son mis vecinos. Dejas que la pequeña banda de truhanes de t’Tefur te preocupe en demasía. T’Tefur estaría encantado de saber que te ha preocupado. Es la única victoria que se atreve a tener mientras no les des la oportunidad de desafiarte.

—Supongo —dijo Kurt, no convencido.

La calle se aproximaba a los barrios bajos mediante una serie de escalones que conducían a la muralla defensiva y al pórtico de la misma. A partir de allí, el camino se internaba entre las casas más pobres, los mercados y el puerto. En el muelle había vanos barcos, dos navíos mercantes anchos y pesados y tres esbeltos galeones, naves de guerra con lanzas sobresaliendo de las escotillas o desprovistas de ellas, mástiles sin velas. Los sonidos de carpintería ruidosamente de los muelles. Uno de ellos mostraba brillante madera nueva en su seno.

La naves se preparaban contra la eventualidad de la guerra. La Tavi, la nave de Kta, había estado allí; la habían puesto a punto y trasladado al otro muelle, una pequeña bahía al otro lado de Hichematleke. Este recordatorio de la tensión internacional, el continuo martillear y aserrar subyacía bajo la alegría de las multitudes que abarrotaban el mercado.

—Esa es una nave de Ilev, ¿verdad? —preguntó Kurt, señalando al mercante más próximo, pues creía identificar en el mascarón lo que parecía ser el pájaro blanco emblemático de la casa.

—Sí —dijo Mim—. Pero no reconozco a la que está junto a ella. Hay casas que sólo existen en las islas. Mi señor Kta las conoce a todas, hasta las de las muchas colonias de Indresul. Un capitán debe saber esas cosas, aunque no vengan normalmente a Nephane. Este debe ser un carguero que rara vez viene, quizá del norte, cerca de Yvorst Ome, donde los mares son de hielo.

La multitud se amontonaba codo con codo. Perdieron de vista los muelles, y casi al uno del otro. Kurt agarró el brazo de Mim, a lo que esta protestó con una mirada de sorpresa; ni siquiera marido y mujer podían tocarse en público.

—Quédate conmigo —dijo él, pero la soltó—. No te alejes de mi vista.

Mim caminó frente a él por el laberinto de puesto, deteniéndose para admirar algún trabajo de los hojalateros, intrigándose ante el pequeño pez de escamas articuladas que se movían cuando el viento tocaba sus aletas.

—No hemos venido por esto —dijo Kurt irritado—. Vamos. ¿Qué harías tú con algo semejante?

Mim suspiró, algo molesta, y le llevó hasta la parte del mercado donde paraban granjeros y campesinos con sus cosechas y quesos y pájaros a la venta, pescaderos con el producto de su redada, carniceros cuyos puestos estaban decorados con cuerpos enteros que colgaban de ganchos.

Mim deploró la escasa calidad de la pesca de ese día y, al verse decepcionadas sus intenciones, eligió unas curiosas espirales amarillas llamadas lat, y otros moteadas y naranjadas llamadas gillybai de un vendedor de vegetales. Mim conocía a su mujer y ésta la felicitó por su reciente matrimonio, maravillándose de forma embarazosa ante Kurt —pareció temblar ligeramente, pero se comportó con valiente educación—, y luego se enzarzó una larga historia sobre la hija de una conocida común.

Eran charlas de mujeres. Kurt se quedó a un lado, olvidado, y entonces, seguro de que Mim estaba a salvo entre gente a la que conocía y no queriendo parecer un déspota, se alejó un poco. Miró en algunas mesas del siguiente puesto, algo interesado en la variedad de pesca y de cosechas, alguna de las cuales debía haber probado ya, reflexionó con repugnancia, sin saber cuál era su aspecto sin cocer. La mayoría del marisco no resultaba nada atractivo para los sentidos terrestres.

De los muelles seguía llegando el constante martillear, resonando en las paredes como un enloquecido contrapunto al ruido de la multicolor multitud.

Alguien le empujó. Vio el rostro huraño de un sufaki con Ropas de Color. Él nombre no dijo nada. Kurt hizo una ligera inclinación de disculpa, que quedó sin respuesta, y se volvió para volver con Mim.

Otro hombre le bloqueaba el paso. Kurt intentó rodearlo. El sufaki se movió con él con un brillo de amenaza en los ojos. Otro apareció a su izquierda, empujándole hacia la derecha.

Kurt se movió con rapidez, intentando alejarse de ellos. Le cortaron el camino hacia Mim. Ya no podía verla. La ruidosa multitud se interponía entre ellos. No se atrevía a empezar nada teniendo a Mim tan cerca; podría resultar herida.

Le obligaban a ir en una dirección, hacia una abertura entre los puestos donde le acogotarían contra un almacén. Vio una calleja y corrió hacia ella.

Había más hombres esperándole al doblar la esquina, mientras los demás aún le seguían. Lo había esperado y se lanzó contra ellos sin dudarlo. Evitó un cuchillo y le dio una patada al dueño, que gritó agónicamente. Golpeó a otra en la cara y a un tercero en el bajo vientre antes de que le cogieran los que tenía a su espalda.

Un golpe aterrizó entre sus hombros y contra su cabeza, medio cegándole. Cayó bajo el peso de su cuerpo, siendo sujetado mientras más de uno le retorcía los brazos hacia atrás y el ataba las muñecas.

Kurt le había roto el brazo a uno. Lo vio con satisfacción cuando le pusieron en pie e intentaron auxiliar a sus heridos.

Luego le alzaron en vilo cogiéndole de cada brazo y le metieron a toda prisa en el callejón.

Los barrios bajos de Nephane eran un laberinto de geometría alienígena, edificios con formas extrañas increíblemente encajados en la curva en S de la calle principal, mostrando un frente perfectamente planificado y ordenado, mientras las partes traseras formaban una laberíntica mezcolanza de callejuelas estrechas y muros contiguos. Al poco rato, Kurt renunció a memorizar el camino por el que le llevaban.

Llegaron a la parte de atrás de un almacén, arrojando a Kurt al interior y entrando con él en la oscuridad, cerrando luego la puerta de tal modo que la única luz que había en el interior fue la que entraba por la apertura de la pequeña puerta.

Kurt forcejeó para escapar, seguro ahora de que acabaría apareciendo con la garganta cortada y sin pruebas de quienes habían sido sus asesinos.

Le cogieron antes de que pudiera recorrer unos pasos, y le tiraron al polvoriento suelo, pasándole luego una cuerda por los tobillos. Finalmente, consiguieron atarle los tobillos pese a sus patadas y su cabezonería. Luego le obligaron a abrir la boca y metieron en ella un repugnante trozo de tela sujetándolo con una cuerda y una violencia que le dañó la cara.

—Enciende una luz —dijo uno.

La puerta se abrió antes de que se hiciera esto. Sus camaradas se habían unido a ellos, trayendo al hombre del brazo roto. Cuando se encendió la luz se dedicaron a arreglarle el brazo, haciendo que profiriera gritos que intentaron amortiguar.

Kurt se debatía sobre algunos paquetes de tela, con los nervios tensos a cada grito del hombre herido. Estaba seguro de que se lo harían pagar antes de acabar con su vida.

Es lo que haría un humano. Esperaba que en ese aspecto fueran distintos.

* * *

Pasaron las horas. El hombre herido dormía gracias a una bebida que le habían administrado. Kurt se afanaba en aflojar los nudos. No estaban a su alcance, así que intentaba tirar de las cuerdas. Tenía los dedos entumecidos y más allá del dolor. El dolor le recorría los brazos. Tenía las piernas insensibles. Respirar era todo un esfuerzo.

Al menos no le habían tocado. Estaban jugando al bho un juego de apuestas, y se sentaban al fuego formando un cuadro irreal suspendido en la creciente negrura. La luz sólo iluminaba los bordes de las mercancías y las cajas.

En la distancia se oían los sones del Intaem-Inta. Los jugadores se detuvieron, reverentes, antes de continuar con la partida.

Kurt oía en el exterior el débil frotar de sandalias sobre la piedra. Sus esperanzas aumentaron. Pensó en Kta, buscándole.

En vez de eso oyó una llamada en la puerta. Los hombres admitieron dentro a los recién llegados, uno de ellos con traje de indras, los demás con Ropas de Color. Llevaban dagas en los cintos.

Uno era de los que le había vigilado desde fuera de Elas.

—Ahora nos ocuparemos de él —dijo el vestido como un idras, un hombre pequeño de ojos tan rasgados que sólo podía ser sufaki—. Ponedle en pie.

Dos hombres le levantaron y cortaron las cuerdas que le ataban los tobillos. No podía permanecer en pie sin que ellos le ayudaran. Le sacudieron y abofetearon para que lo intentara, cogiéndole de los brazos cuando fue evidente que de verdad no podía tenerse en pie y le arrastraron con gran prisa hacia la niebla y la oscuridad del exterior, hacia las confusas vueltas y revueltas de las callejuelas.

Iban siempre colina abajo y Kurt estuvo cada vez más seguro de su destino: las oscuras aguas de la bahía ocultarían su cuerpo sin que quedara alguna evidencia que acusara a los sufaki o a su asesino. Nadie sabría cómo había desaparecido, nadie excepto Mim, que quizá fuera capaz de identificarles.

Ese era el pensamiento que más le atormentaba. Elas debía estar poniendo Nephane patas arriba, si es que Mim había podido llegar a ellos. Pero no había indicios de una búsqueda.

Giraron por una esquina, perdiendo de vista al que llevaba la linterna delante de ellos, y que se movía como un fuego fatuo en la niebla. Los otros dos hombres le llevaban medio arrastrado. Aunque volvía a sentir los pies, no se lo puso más fácil a los que le llevaban.

Se apresuraron para alcanzar al hombre de la linterna y le maldijeron por su prisa. Al mismo tiempo tiraban cruelmente de los brazos de Kurt, intentando obligarle a soportar su propio peso.

Kurt se lanzó de pronto hacia la izquierda, donde unos escalones conducían hasta una puerta, derribando a uno de los guardias que cayó con un grito de sorpresa. Dio media vuelta arrastrando al otro, incapaz de liberarse de él por haberse cogido a su túnica y seguía agarrándole por un brazo.

Kurt dio un tirón. La tela cedió. Puso todo su peso en una patada contra el hombre de la linterna.

El hombre cayó de bruces, derramando el aceite, y haciendo que saltaran las llamas. El hombre en llamas gritó, tirándose de la ropa, intentando desprenderse de ellas. La garra de su amigo se aflojó, un cuchillo brilló a la luz de las llamas en dirección al vientre de Kurt.

Kurt giró, recibió la hoja con las costillas, se liberó y le dio un rodillazo al hombre. El que estaba en llamas tocó algo inflamable de los despojos del callejón.

Estaba libre. Dio media vuelta y corrió entre la niebla y la oscuridad que ahora olía a carne y tela quemadas.

No se atrevió a pararse hasta varias curvas y desviaciones después. Se apoyó contra una pared a punto de desfallecer por falta de aire, pues la mordaza le obstruía la respiración.

Por fin, se arrodilló en los escalones de un almacén todo lo silenciosamente que pudo y contorsionó el cuerpo para poder emplear los dedos en buscar entre los restos de la esquina. Encontró un trozo de cerámica, buscó un borde lo bastante afilado, se inclinó contra el escalón con el corazón latiéndole por el esfuerzo y los oídos esforzándose en escuchar algo pese a la sangre que le manaba de la cabeza.

Le llevó mucho tiempo hacer algún corte en las tensas cuerdas. Por fin partió una hebra, y otra, y pudo terminar con el resto. Se desató con manos mortecinas la cuerda que le sujetaba la mordaza y escupió la asfixiante tela, capaz por fin de respirar y darle la bienvenida a una vocanada del frío aire nublado.

Ya podía moverse, y tenía una oportunidad al poder ocultarse en la niebla y la noche. Tenía que ir colina arriba; no tenía otra elección. El pórtico era el lugar más lógico para que sus enemigos le esperaran y le tendieran una emboscada. Era el único camino a través de la muralla defensiva que le llevaría a la zona alta.

Sintió alivio al llegar a la muralla. No era muy difícil encontrar un lugar donde los edificios se apilaran contra la antigua fortificación. Los cobertizos y los edificios eran abundantes, aglomerándose hasta formar una estrecha separación entre los edificios autorizados y la antigua defensa de la zona alta. Se tambaleó por los tejados de tres de ellos hasta pisar la cima de la muralla y encontró la situación más difícil en el otro lado. Temiendo el salto, caminó a lo largo de la fortificación hasta encontrar un lugar donde la erosión de los siglos había aminorado la altura en unos cinco pies. Se colgó del borde y se dejó caer al otro lado a una mareante distancia del suelo.

La caída no le dejó totalmente inconsciente, pero le dejó atontado y apenas capaz de arrastrarse durante la escasa distancia que le separaban de las sombras. Pasó un tiempo antes de recuperarse lo bastante como para volver a intentar caminar, perdiendo a veces la consciencia de cómo había conseguido llegar a un lugar determinado. Alcanzó la calle principal. Estaba desierta, Kurt caminó por ella porque no le quedaba más remedio y finalmente echó a correr cuando vio la puerta de Osanef. Se lanzó hacia la amistosa sombra de su porche.

No contestó nadie. A través de la nieblas, llegaba luz de las alturas, un brillo difuso proveniente del templo del Afen. Recordó el festival, y concluyó que hasta los osanef influenciados por indras debían estar en el templo.

Esta vez echó a correr por la calle, a dos manzanas dé Elas y confiando en su velocidad, sin atreverse a probar en otras casas indras. No apreciaban a los humanos; Kta se lo había advertido.

Estaba a punto de llegar a la puerta de Elas cuando se dio cuenta que quizá estuviera vigilada. Debía estarlo, a no ser que hubiera guardias de la Methi. Era demasiado tarde para detenerse. Alcanzó su entrada triangular y llamó furiosamente a la puerta, no atreviéndose ni a mirar por encima del hombro.

¿Quién está ahí? —preguntó débilmente la voz de Hef.

—Kurt. Déjame entrar. Déjame entrar, Hef.

El cerrojo se descorrió, la puerta se abrió, y Kurt pasó al interior, y se apoyó en la cerrada puerta, buscando algo de aire en la brusca calidez y luz de Elas.

—Mim —dijo Hef—. ¿Qué ha sucedido, mi señor Kurt? ¿Dónde está Mim?

—¿No… no está aquí?

—No. Creíamos que al menos… pasara lo que pasara… estaríais juntos.

Kurt contuvo el aliento con una asfixiante bocanada de aire y se obligó a ponerse en pie.

—Llama a Kta.

—Ha salido con lan t’Ilev y Val t’Ran, buscándoos a los dos. Ai mi señor, ¿qué vamos a hacer? Llamaré a Nym.

—Dile a Nym… dile a Nym que he ido a pedir ayuda a la Methi. Dame un arma… la que sea…

—No puedo, mi señor, no puedo. Mis órdenes prohiben…

Kurt juró y abrió la puerta de un tirón, echando a correr en dirección a la entrada del Afen.

Cuando alcanzó la muralla del Afen, las puertas estaban cerradas y la calle amurallada que conducía al templo estaba abarrotada de sufakis, borrachos en su mayoría. Kurt se apoyó en los barrotes y gritó a los guardias para que le oyeran y le abrieran, pero su voz se perdía con el ruido del gentío, con todos los sufakis de Nephane reunidos en la plaza que había al final de la calle y entraban en la calle amurallada. Algunos, más borrachos que sus compañeros, empezaron a tirar también de los barrotes para despertar a los guardias. Si había alguno que pudiera oírles, ignoró el clamor.

Kurt contuvo el aliento, exhausto, lejos de la ayuda de Kta o Djan. Entonces recordó la otra puerta, la que había al otro extremo de la muralla colindaba con hichematleke, y se abría a la plaza del templo. Esa sería la que debían estar guardando, la más cercana al templo. Allí le oirían, y le abrirían.

Corrió pegado al muro, evitando sufakis en su agotado trastabillear y tropezar. Un par de borrachos se echaron a reír y le cogieron de la ropa. Otros le maldijeron, intentando impedirle el paso.

Empezó a alzarse un clamor resentido por su presencia.

Un sufaki con jafikn le bloqueó el paso, haciendo que se diera la vuelta. Alguien le golpeó en un costado, casi arrojándole contra el pavimento.

Corrió, pero no dejaron que abandonara la plaza, bloqueándole la salida. Eran hombres de t’Tefur, armados con espadas.

La autoridad, pensó, una autoridad inteligente no permitiría que sucediese esto. Se abrió paso por un lado, corriendo en dirección a los escalones del templo, apartando de su paso a mujeres que chillaban y hombres que le insultaban.

Se alzaron manos para detenerle. Consiguió llegar casi hasta la cima de los largos escalones del templo sin que le cogieran y, finalmente, le detuvieron.

—¡Es obra de Elas! —chilló una voz histérica abajo—. ¡Matad al humano!

Kurt forcejeó para ver quien había gritado, viendo sólo un mar de caras extrañas a la luz de las antorchas y a través de la película de niebla.

¿Dónde está Shan t’Tefur? —gritó Kurt—. ¿Adonde se ha llevado a mi mujer?

La babel de voces se acalló por un momento: los nemet tenían en gran estima a sus mujeres. Kurt respiró profundamente y le gritó a la multitud:

—¡Shan t’Tefur! Sal si estás aquí y enfréntate a mí. ¿Dónde está mi mujer? ¿Qué has hecho con ella?

Hubo un momento de sorprendido silencio y luego un creciente murmullo semejante al trueno cuando un anciano sacerdote apareció en los escalones superiores abriéndose paso entre los hombres allí reunidos. Aclaró el camino con el emblema de su oficio, un bastón de madera. Extendió el bastón hasta casi tocar a Kurt, y el sacerdote le dirigió unas palabras ininteligibles.

Ahora reinó un silencio absoluto. Una risa de borracho llegó desde la distante pared, en la calle de abajo. Nadie murmuraba nada. Hasta Kurt se vio obligado a callar. El bastón se extendió un poco más y él se apartó con un disgusto irrazonable, no queriendo ser tocado por este farfullante sacerdote con sus borrachos dioses terrestres. Los demás le sujetaron, y la áspera madera del extremo del bastón tembló contra su mejilla.

—¡Blasfemo! —dijo el sacerdote—. Enviado por Elas para profanar los ritos. Mentiroso. Que seas maldito por la tierra, por los viejos dioses, los antiguos dioses, y los hijos creadores de vida de Thael. Hijo de Yr y Phan unidos, descendiente de Aem, y de los dioses del antiguo Chteftik, ¡maldito seas!

—¡Y yo os maldigo a todos si habéis tenido parte en el plan de t’Tefur! ¡Mi esposa Mim nunca os hizo daño alguno, nunca hizo daño a nadie. ¿Dónde está? ¡Vosotros! ¡Los que estabais hoy en el mercado! ¡Los que os alejáis! ¿Tenéis algo que ver en esto? ¿Qué han hecho con ella? ¿Por qué se la han llevado? Por vuestros dioses, ¿no podéis decirme al menos si aún vive?

—Nadie sabe nada de la mujer, humano —dijo el anciano sacerdote—. Has hecho mal en venir aquí con tus desvaríos de borracho. ¿Quién quería dañar a Mim h’Elas, una hija de Sufak? Vienes aquí y profanas los misterios. Es claro que no enseñan reverencia alguna en Elas. Maldito seas, humano. Si no te marchas ahora, lavaremos con tu sangre la profanación de tus pies sobre estas piedras. Dejadle marchar. Dejad marchar al humano, y dadle una oportunidad para que pueda irse.

Le soltaron, y Kurt se tambaleó sobre los escalones, mirando los rostros que le rodeaban, buscando uno que le fuera familiar. No vio a Osanef o algún otro amigo. Se dirigió al sacerdote.

—Mi mujer se ha perdido en la ciudad, está herida o muerta —suplicó Kurt—. Sois un hombre religioso… ¡Haced algo!

La piedad o la conciencia tocaron por un momento el endurecido y envejecido rostro. Los cuarteados labios se movieron para decir algo. Hubo un agitarse en la multitud.

—¡Es obra de los indras! —gritó una voz de hombre—. ¡Elas busca una excusa para atacar a los sufaki… y ahora intenta crear una! ¡El humano es una criatura de Elas!

Kurt se giró y, por primera vez, vio un rostro familiar.

—¡Es uno de ellos! —gritó—. Es uno de los hombres que estaban en el mercado cuando se llevaron a mi esposa. Intentaron matarme y tienen a mi mujer…

—¡Mentira! —gritó otro hombre—. Ver ha estado en el templo desde que sonó el Inta. Ha estado conmigo. El humano intenta acusar a un hombre inocente.

—¡Matadle! —gritó alguien más, y otros entre la multitud repitieron el grito, avanzando hacia adelante. Todos jóvenes, llevando Ropas de Color. Los hombres de t’Tefur.

—No —gritó el anciano sacerdote, golpeando el suelo con el bastón para llamar la atención—. No, lleváoslo de aquí, sacadle de los recintos del templo.

Kurt retrocedió cuando los hombres se lanzaron contra él, casi aplastándole, tirándole de los pies y lanzando su cuerpo a la multitud.

Forcejeó, buscando aire e intentando liberar las manos o incluso un pie para defenderse mientras le pasaban en volandas por todo el patio en dirección a la calle amurallada.

Y la puerta se abrió y los hombres de la guardia de la Methi hicieron acto de presencia, apenas distinguibles en la niebla por sus antorchas, pero cuyos yelmos de bronce brillaban, y su metal relucía ominoso y bélico bajo la lúgubre luz.

—¡Entregádnoslo! —gritó su jefe.

—Traidores —gritó uno de los jóvenes.

—Entregádnoslo —repitió el oficial. Era t’Senife.

Enfurecidos, arrojaron a Kurt contra los guardias, dejando que cayera contra las piedras, y los guardias no se mostraron más amables en su prisa, volviéndole a coger, medio arrastrándole hasta los terrenos del Afen.

De la multitud surgieron gritos histéricos en cuanto cerraron las puertas, bloqueándole el paso al gentío. Algo pesado golpeó la puerta, una andanada de proyectiles le siguió. El griterío aumentó y se desvaneció.

Los guardias de la Methi le cogieron, levantándole por los heridos brazos, llevándole en vilo con ellos hasta que estuvieron seguros de que podía caminar a su ritmo.

Subieron por las escaleras de atrás y entraron dentro.