A Nephane no se le llamaba por nada la ciudad de las nieblas. Hicieron su aparición y se establecieron durante días a medida que el tiempo iba volviéndose más cálido, haciendo que las calles empedradas fueran resbaladizas por la humedad. Las naves se arrastraban cuidadosamente hasta el puerto, y el sonido de sus campanas llegaban de cuando en cuando hasta las alturas de Nephane a través del aire estancado. Eran como acalladas voces que te llamaban en la distancia.
Kurt miró atrás, nervioso, preguntándole si el repentino acallar de los pasos que le habían acompañado desde que salió de Elas significaba un final a su persecución.
Cerca de él apareció una sombra. Se tambaleó alejándose del invisible bordillo y recuperó el equilibrio, para verse frente a varias otras sombras, embozadas y anónimas, que salían de la neblina gris. Retrocedió y se detuvo, advertido por un rozar de cuero contra piedra; había otros detrás suyo. Se le contrajo el vientre, se le tensaron los músculos.
Uno se acercó. El círculo se estrechó. Se agachó, se metió entre dos de ellos y corrió. Una risa ahogada le persiguió; nada más. No dejó de correr.
La puerta del Afen se materializó en la niebla. Empujó hacia adentro la pesada puerta. Para cuando alcanzó la puerta principal ya había conseguido recuperar la compostura. Los guardias estaban dentro por las inclemencias del tiempo y se limitaron a levantar la cabeza del juego, dejándole pasar, aún alertas, pero con un comportamiento muy sufaki, carente de formalidades. Se echó atrás la ctan haciendo que volviera a su posición convencional bajo el brazo derecho y subió las escaleras. Los guardias de aquí sí le prestaron atención, con el sentido alienígena de la disciplina que tenía Djan, y se negaron a dejarle entrar.
Se abrió paso y atravesó la puerta, y uno de ellos se apresuró a entrar en la habitación y en la parte privada de los apartamentos, presumiblemente para anunciar su presencia.
Tuvo tiempo sobrado de recorrer el cuarto, parándose varias veces ante la gran ventana de la habitación vecina. Con la ciudad tan inundada en niebla, apenas podía distinguir nada que no fuera Haichematleke, el Peñón de la Doncella, la roca que se alzaba sobre el puerto y en cuyas laderas se habían edificado el Afen y las casas de las Grandes Familias. Fantasmal y gris en un mundo de pálido blanco, parecía el ancla de una ciudad de las nubes.
Una puerta se abrió en la habitación contigua y Kurt se volvió hacia ella. Djan había aparecido. Vestía un traje verde plateado de un tejido que se pegaba al cuerpo. Llevaba suelto el pelo cobrizo, revuelto y lleno de estática. Tenía aspecto de acabar de levantarse, saciada y con sueño.
—Es casi mediodía —dijo él.
—Ah —murmuró ella, y miró a la ventana que había tras él. Maldita niebla. La odio. ¿Quieres desayunar?
—No.
Djan se encogió de hombros y preparó té con los utensilios del armarito de madera tallada, calentándolo al instante. Le ofreció una taza. La aceptó por pura educación nemet. Le daba algo que hacer con las manos.
—Supongo que no habrás venido a despertarme con este tiempo para desearme los buenos días.
—Casi no consigo llegar aquí. De eso vengo a hablarte. Las proximidades de Elas no son seguras ni siquiera de día. Hay sufakis por todas partes que no tienen nada que hacer en la zona.
—Ya sabes que se rescindieron las ordenanzas de cuarentena. No puedo prohibirles que vayan por allí.
—¿Son hombres tuyos? Me sentiré aliviado si sé que lo son. O sea, si Shan t’Tefur y tú no sois uno y el mismo, y espero que no sea el caso. Hace ya tiempo que se les ve por la noche, pero sólo desde el primero de Nermotai se han atrevido a rondar hasta de día.
—¿Han herido a alguien?
—Aún no. La gente del vecindario se mantiene alejada de las calles. Los niños no salen fuera. Hay un ambiente muy desagradable. No sé si está dirigido contra mí en particular o contra Elas en general, pero sólo es cuestión de tiempo que suceda algo.
—¿Has hecho algo para provocar esto?
—No, te aseguro que no. Pero ya llevamos tres días. Hoy he decidido arriesgarme. ¿Harás alguna cosa?
—Haré que lo compruebe mi gente, y si hay motivos para ello haré que se vayan.
—No envíes a Shan t’Tefur a hacer el trabajo.
—He dicho que me encargaría de eso. No pidas favores y luego te pongas exigente.
—Te suplico que me perdones. Pero me temo que sea exactamente lo que hagas: confiarle a él el asunto.
—No soy ciega, amigo mío. Pero no eres el único que tiene quejas. La vida de Shan ha sido amenazada. Lo oigo de ambos bandos.
—¿Por quién?
—No suelo divulgar mis fuentes. Pero ya conoces las casas indras y conocerse a los conservadores extremistas. Saca tus propias conclusiones.
—Los indras no son un pueblo violento. Si han llegado a decir eso, fue más como advertencia que como amenaza, y siempre teniendo en consideración la presión a la que se ven sometidos. Si Shan t’Tefur se sale con la suya, tendrás un motín en las calles.
—Lo dudo. Verás, seré honesta contigo, te demostraré mi confianza. Shan utiliza esa aparente testarudez como táctica, pero es un hombre inteligente, y sus enemigos harían bien en cuidarse de esto.
—¿Y es el culpable de que te acuestes tan tarde?
Los ojos de ella brillaron burlones.
—¿Lo dices por lo de esta mañana?
—O eres muy ingenua o crees que lo es él. Es un hombre peligroso, Djan.
El humor desapareció de sus ojos.
—No eres quien para hablar del peligro que supone relacionarse con los nemet.
—Afrontas el peligro de una guerra y necesitas el apoyo de las Familias indras, pero sigues aceptando la compañía de un hombre que habla de matar indras y quemar la flota.
—Palabras. Si eso les preocupa a los indras, estupendo. Yo no creé esta situación. Entré en ella tal como estaba. Me limito a procurar que la ciudad no se despedace. No habrá guerra si permanece unida. Y permanecerá unida si los indras recuperan el sentido y le hacen justicia a los sufaki.
—Quizá lo hicieran, si Shan t’Tefur se queda al margen. Aléjale con un viaje a donde sea. Si se queda en Nephane y mata a alguien, cosa probable tarde o temprano, te verás obligada a tener que aplicarle todo el peso de la ley sin mostrar piedad alguna. Y eso te pondría en una posición difícil, ¿verdad?
—Kurt. —Depositó la copa en la mesa—. ¿Quieres peleas en esta ciudad? Entonces empieza a comportarte así con ambos bandos, un ultimátum a Shan para que se vaya, y otro a Nym para que se asuste, y para cuando se aclare el humo no quedaré una piedra de Nephane en pie.
—Para empezar, impídele el paso a tu dormitorio a Shan t’Tefur. Tu credibilidad entre las Familias estará hecha jirones mientras sigas siento la amante de Shan t’Tefur.
Eso le dolió. El no creyó que pudiera, y de repente se dio cuenta de que estaba menos acorazada de lo que creía.
—Ya has dado tu consejo —dijo ella—. Vuelve a Elas.
—Djan…
—Fuera.
Hablas de lo sagrada que es la cultura local, del equilibrio de poderes, pero pareces creer que puedes elegir las normas que te gustan. En ciertos aspectos no culpo a Shan t’Tefur. Serás su muerte antes de que termines con él, jugando con sus ambiciones y su orgullo y luego negándote a acotar sus costumbres. ¿Sabes lo que le estás haciendo? ¿Sabes lo que es para un nemet que lo tomes como amante y luego lo utilices en tus juegos políticos?
—Le dejé muy claro que no podría reclamarme nada. El eligió.
—¿De verdad crees que un nemet es capaz de creer eso? ¿Y piensas que no se cree con el derecho a arrogarse la lealtad de la Methi y que todo lo que hace no lo hace en tu nombre? Algún día te presionará hasta el punto en que tengas que escoger. No dejará que te salgas siempre con la tuya.
—Sabe cómo están las cosas.
—Entonces, pregúntate porqué viene corriendo cada vez que le llamas a tu cama, y si descubres que no son tus considerables encantos personales, no digas que no te lo advertí. Un nemet no acepta este tipo de tratamiento, no sin alguna razón de peso. Si éste es tu método de controlar a los sufaki, has elegido al hombre equivocado.
—De todos modos mis errores son cosa mía —su voz adquirió un temblor que intentó disimular.
—¿Resucitará eso al que muera?
—Es cosa mía —insistió, con tanta intensidad que le hizo interrumpirse.
—¿Estás enamorada de él? —Era a la vez una pregunta y una súplica—. Eres demasiado inteligente para eso, Djan.
Dijiste que este mundo no te había dado otra opción. O le matas o tarde o temprano causará tu muerte.
Ella se encogió de hombros, y recuperó el viejo cinismo amargo en que confiaba Kurt.
—Fui concebida para servir al estado. Hacerlo es un hábito irrompible. Otras personas, la gente normal como tú, amigo mío, se sirve a ella misma. Todo lo destinado a servirse a uno mismo, o servir a los demás, no se incluye en mi experiencia. Me creía egoísta, pero empiezo a darme cuenta que hay otras dimensiones en esa palabra. Encuentro tediosas las relaciones personales, esos juegos de tú y yo. Disfruto con la compañía. Te… quiero. Quiero a Shan. No del mismo modo en que quiero a Nephane. Esta ciudad es mía, mía. Ahórrame tus llamadas al afecto personal. Si fuera necesario, acabaría con cualquiera de los dos para que esta ciudad siguiese con vida. Tenlo en cuenta.
—Lo siento por ti —dijo él.
—Vete.
Las lágrimas acudieron a los ojos de ella, desmintiendo todo lo que había dicho. Luchó por recuperar la dignidad, perdió; las lágrimas se derramaron, sus labios estallaron en sollozos. Apretó los dientes, apartó la cara y gesticuló para que se marchara.
—Lo siento —dijo él, esta vez con compasión, ante lo que ella asintió con la cabeza y siguió dándole la espalda hasta que pasaron las convulsiones.
El la cogió por los brazos, intentando consolarla, y se sintió culpable por Mim, pero también se sentía culpable por Djan, y temió que no le perdonara que hubiera presenciado esto. Llevaba más tiempo aquí, mucho más tiempo que él. Conocía muy bien la pesadilla, el despertar en la noche, descubriendo que en realidad se había convertido en sueño y que el sueño era tan real como la extraña que estaba a su lado, mirando una cara que no era humana, viendo fealdad donde antes había visto belleza.
—Estoy cansada —dijo ella, apoyándose en él. Su pelo olía a cosas exóticas para este mundo, nacidas en laboratorio como Djan, perfumes del hogar, originarios de un centenar de mundos dispersos que nunca había imaginado nemet alguno.
—Kurt, trabajo, estudio, lo intento. Estoy cansada a morir.
—Te ayudaría, si me dejaras.
—Tienes lealtades en otra parte —dijo ella finalmente—. Ojalá no te hubiera enviado a Elas, para aprender a ser nemet, a pertenecerles. Quieres cosas para tu casa, él quiere cosas para la suya. Lo sé todo, y a veces quiero olvidarlo. Es una debilidad humana. ¿Acaso no puedo permitirme alguna? Vienes pidiéndome favores. Sabía que tarde o temprano lo harías.
—Nunca te lo pediría de forma engañosa, para dañarte. Tengo una deuda contigo, como la tengo con Elas.
Ella le apartó.
—Y cuando más te odio es cuando haces eso. Tu preocupación es conmovedora, pero no confío en ti.
—Nephane está matándote.
—Puedo arreglármelas.
—Probablemente puedas, pero me gustaría ayudarte.
—Ah, como me ayuda Shan. Pero no te gusta cuando lo hace la oposición, ¿verdad? Maldito seas, te di permiso para casarte y lo has hecho; hiciste tu elección, por muy tentador que fuera…
Ella no terminó. El encontró motivos para sentirse incómodo por esta omisión. Djan no era de las que hablaban descuidadamente.
—Cuando vengo aquí —dijo él— cada vez que vengo, intento dejar en la entrada mi relación con Elas. Nunca has intentado que yo fuera contra ellos, y yo no he intentado utilizarte.
—Tu pequeña Mim —dijo Djan—. ¿Cómo es? ¿Una típica nemet?
—Nada típica.
—Elas te está utilizando —dijo ella—. Es así, lo sepas o no. Todavía puedo impedirlo. Sólo tengo que asignarte unas habitaciones aquí, en el Afen. Ningún decreto de arresto tiene que pasar por el Upei. El poder del Methi es incostetable en eso.
Ella llegó hasta a considerarlo. El se heló por dentro, dándose cuenta de que podía hacerlo y lo haría, y de pronto supo lo que pretendía con esta pequeña venganza, quitarle la tranquilidad en represalia por su humillación de hace un momento. El orgullo era importante para ella.
—¿Quieres que pida que no lo hagas? —preguntó.
—No. Si decido hacerlo, lo haré, y si no es así, no es así. Lo que tú me pidas no influirá en la decisión, pero te acosejo que tanto Elas como tú os quedéis al margen.