Transcurrieron diez días antes de que el mundo exterior volviera a entrar en la casa de Elas.
Entró en la persona de Bel t’Osanef u Han, que entró por Mim en el jardín trasero, donde kta instruía a Kurt en el arte de la ypan, la estrecha espada curva que era el arma favorita de los indras y se consideraba un deporte noble.
Kurt vio como Bel entraba en el jardín y apartó el acero, levantándolo con ambas manos para indicar un alto. Kta se detuvo a medio golpe y volvió la cabeza para ver cuál era el motivo de la pausa. Entonces, con el elaborado ritual que gobernaba el uso amistoso de tan afiladas armas, Kta tocó la hoja con su mano izquierda e hizo una reverencia, que fue correspondida por Kurt. Los nemet creían que el ritual era necesario para mantener un equilibrio anímico entre los amigos que contendían deportivamente, y desconfiaban de los aceros. En las casas de las Familias se guardaban las ypaisulim, las Grandes Armas consagradas al linaje de los Guardianes en una horrenda ceremonia donde se bañaban en sangre. Nunca eran desvainadas a no ser que se fuera a matar o morir, y no podían volver a envainarse hasta que no hubiese tomado una vida. Hasta las armas más mundanas debían tratarse con cuidado, no fueran a ser que los siempre vigilantes espíritus de la casa confundieran las intenciones de alguien e hicieran que se derramara sangre.
Una vez había causado la muerte de sufakis el sólo tocar esas armas menores, e incluso podía causarla mirar a las ypaisulim en su lugar de reposo, así que la esgrima era un arte nunca empleado por sufakis: utilizaban la lanza y el arco, armas de larga distancia.
Bel esperó a respetuosa distancia a que las armas estuvieran envainadas y fueran apartadas, y a continuación avanzó e hizo una reverencia.
—¿Debo traer té, mis señores? —dijo Mim.
—Hazlo, Mim, por favor —dijo Kta—. Bel mi futuro hermano.
—Kta —dijo—. Los asuntos que me traen aquí son urgentes.
—Siéntate, entonces —dijo Kta, intrigado. Había varios bancos de piedra en el jardín. Se dirigieron al más cercano.
Luego salió Aimu del interior de la casa, y se inclinó modestamente ante su hermano.
—Bel —dijo entonces—. ¿Vienes a Elas sin enviarme siquiera un saludo? ¿Qué sucede?
—Kta —dijo Bel—. Solicito permiso para que tu hermana se siente con nosotros.
—Concedido —dijo Kta; una formalidad murmurada, tan inconsciente como un «gracias».
Aimu se sentó cerca de ellos. No se dijeron más palabras. Se había pedido el té y Bel tenía aire distraído. No habría conversación hasta que no llegara el té, y éste no tardó mucho. Mim lo trajo en una bandeja, con un servicio completo y tazas extra.
Aimu se levantó y la ayudó a servir. Luego, las damas se sentaron en el mismo banco mientras se bebían en silencio los primeros sorbos exigidos por la cortesía.
—Amigo Bel —dijo Kurt, cuando se satisfizo el ritual—. ¿Es infelicidad o ira o necesidad lo que te trae a esta casa?
—Que los espíritus de nuestras casas reposen en paz —dijo Bel—, estoy aquí porque confío en ti sobre todos los demás salvo aquellos nacidos en Osanef. Temo que habrá derramamiento de sangre en Nephane.
—T’Tefur —exclamó Aimu con gran amargura.
—Te lo suplico, Aimu, escúchame hasta el final antes de interrumpirme.
—Te escuchamos —dijo Kta—. Pero temo que esto sea un asunto a discutir entre nuestros padres.
—La preocupación de nuestros padres debe centrarse en Tlekef; Shan t’Tefur está por debajo de su interés, pero es el realmente peligroso, mucho más que Tlekef. Shan y yo éramos amigos. Lo sabes. Y debes darte cuenta de lo duro que me resulta venir ahora a una casa de indras y decir lo que voy a decir. Confío en ti con mi vida.
—Bel —dijo Aimu incómoda—. Elas te defenderá.
—Dice verdad, pero Kurt… quizá no desee oír esto —apuntó Kta.
Kurt se dispuso a marchar; lo que cuestionaba Kta era el deseo de Bel de que se quedara. Llevaba bastante tiempo en Elas como para comprender ese tipo de sutilezas. Se esperaba que Bel pusiera reparos.
—Debe quedarse —dijo Bel, con más sentimiento del requerido por la cortesía—. Tiene relación con él.
Kurt volvió a sentarse, pero Bel continuó en silencio, mirándose fijamente las manos.
—Kta —dijo finalmente—. Ahora debo hablar como sufaki. Sabes que hubo un tiempo en que gobernábamos esta tierra desde la roca de Nephane hasta Tamur y tierra adentro hasta el corazón de Chteftikan y al este hasta el Mar Gris. Nada podrá devolvernos esos días; nos damos cuenta de ello. Nos habéis quitado nuestra tierra, nuestros dioses, nuestro lenguaje, nuestras costumbres. Nos aceptáis como hermanos sólo cuando nos parecemos a vosotros y hablamos como vosotros, y nos consideráis unos salvajes cuando somos diferentes. Es cierto, Kta. Mírame. Aquí estoy yo, un príncipe de Osanef que se corta el pelo, viste ropa de indras y habla con los tonos transparentes de Indresul como todo hombre civilizado, y soy aceptado. Shan es más valiente. Hace lo que haríamos muchos de nosotros si no encontráramos la vida tan cómoda aceptando vuestras condiciones. Pero Elas le enseñó una lección que yo aprendí.
—Se marchó furioso. No he olvidado ese día. Pero tú te quedaste.
—Yo tenía once años, Shan doce. En aquel momento nos parecía algo grande ser amigos de un indras, hablar bajo el techo de una de las Grandes Familias, mezclarnos con los indras. Yo había venido muchas veces, pero aquel día traje a Shan conmigo, y resultó que lan t’Ilev también era tu invitado aquel día. Lan dijo muy claramente que nuestros modales eran escasos. Shan se marchó al instante. Tú me lo impediste, convenciéndome para que me quedara, pues éramos muy amigos y desde hacía más tiempo. Y desde aquel día, Shan t’-Tefur y yo fuimos por distintos caminos en más de un sentido. No pude hacer que volviese. Al día siguiente intenté convencerle para que volviera y hablara contigo, pero no quiso. Me pegó en el rostro y me maldijo, y dijo que Osanef no servía para nada que no fuera ser criados de indras. Lo dijo con palabras mucho más crudas que éstas y repitió que no pensaba volver. Desde entonces no ha cesado de despreciarme.
—No se resolvió bien —dijo Kta—. Yo tuve palabras amargas con lan sobre la cuestión, hasta que consiguió comprender mejor las normas de la cortesía, y mi padre habló con el padre de Ilev, te aseguro que se hizo así. No te lo dije porque nunca pareció darse un momento adecuado.
—¿Habrías encontrado el momento adecuado si yo hubiera sido indras?
Kta se echó un poco hacia atrás con rostro atribulado pero tranquilo.
—Bel, si hubieras sido indras, tu padre habría venido enfurecido a Elas y yo habría tenido que enfrentarme con el mío, con mucha más dureza. No creí que importase, ya que nuestras costumbres eran distintas. Pero los tiempos cambian. Pronto serán afín a Elas mediante matrimonio. ¿Acaso dudas que recibirás un trato justo por nuestra parte?
—No cuestionó tu amistad —dijo, y miró a Aimu—. Los tiempos han cambiado si un sufaki puede desposar una indras, cuando antes los sufaki no eran ni admitidos en un rhmei indras para que pudiese conocer a las hijas de una Familia. Pero aún sigue habiendo limitaciones, amigo Kta. Intentamos dedicarnos a los negocios pero siempre nos vemos superados y vencidos por las maquinaciones de las ricas casas indras. La información pasa de corazón a corazón por canales de comunicación de los que nosotros carecemos. Cuando salimos al mar, lo hacemos con capitanes indras, como yo hago contigo, amigo mío, debido a que no disponemos de riquezas para tener naves de guerra, y escasas para convertirnos en mercaderes. Un hombre como Shan, que se comporta de manera distinta, peina el jafikn y viste Ropas de Color, y que se esfuerza por conservar el acento, es ridiculizado por vosotros con sonrisas privadas, cuando antes era un honor incuestionable para un hombre de nuestro pueblo. En nosotros queda muy poco de lo que éramos. ¿Sabías tú, Kta, tras todos estos años, que en realidad yo no soy sufaki? ¿Te sorprende? Nos habéis arruinado tan completamente que ni siquiera sabéis cómo nos llamamos realmente. La gente de estas costas era sufaki, el antiguo nombre de esta provincia cuando era nuestra, pero la casa de Osanef y la casa de Tefur son Chteftik, y provienen de la antigua capital. Y mi nombre, pese a la forma que lo he corrompido para complacer a las lenguas indras, no es Bel t’Osanef u Han. Es Hanu Balaket Osanef, y hace novecientos años disputamos con la dinastía Insu por el poder de Chteftikan. Hace mil años, cuando aún erais esforzados colonos, nosotros éramos reyes, y ningún hombre se atrevía a acercarse a nosotros de pie. Y ahora cambio mi nombre para demostrar que soy civilizado y soporto que lo pronuncies mal con tu cultivado acento. Kta, Kta, no te reprocho nada. Te cuento todas estas cosas para que me comprendas, porque sé que Elas es una casa indras que sabe escuchar. No se confía en los indras. Se dice que habéis llegado a algún acuerdo secreto con vuestros iguales de Indresul, que todas vuestras palabras de guerra son vacías, y que sólo hacéis lo que los pescadores en el mercado, aumentar el precio en vuestros tratos con Indresul.
—Detente ahí un momento —interrumpió Kta, y por primera vez la ira brillaba en sus ojos—. Ya que te sientes movido a sincerarte conmigo, algo que respeto, escúchame tú ahora, que pienso devolvértelo. Si Indresul ataca, lucharemos. El razonamiento sufaki siempre ha adolecido de la creencia que Indresul nos considera sus hijos descarriados, cuando es todo lo contrario. En Indresul somos maldecidos año tras año, por esas familias con las que dices compartimos pasado. Compartimos Ancestros hasta hace mil años, pero más allá de ese momento tenemos dos corazones y dos linajes distintos de Ancestros, y somos nephanitas. Nephanitas, mediante esa lealtad de corazón que parecéis temer tanto, y por la luz del cielo te juro que no hay tal conspiración entre las Familias. Nos apoderamos de tu tierra, sí, y se establecieron leyes crueles, sí, pero eso queda en el pasado, Bel. ¿Quieres que abandonemos nuestras costumbres y nos volvamos sufakis? Antes moriríamos. Pero no creo que os impongamos nuestras costumbres. No os obligamos a adoptar nuestras ropas y a honrar nuestras costumbres salvo cuando estáis bajo nuestro techo. Vosotros mismos honráis más a aquellos que parecen indras. Os odiáis demasiado entre vosotros para uniros en el comercio como hacen nuestras grandes casas. El propio Shan t’Tefur admite esto cuando pide que forméis compañía y nos hagáis la competencia en el comercio. Eso sólo mejoraría los recursos de vuestros pobres, que viven a costa nuestra.
—¿Para qué, Kta? Supongamos que podamos ponernos a vuestro nivel. ¿Se te ha ocurrido pensar que quizá no queramos ser como vosotros?
—¿Tienes otra solución? Algunos como Shan proponen destruir todo lo que es indras. ¿Resolvería eso las cosas?
—No. Nunca sabremos lo que hubiéramos podido llegar a ser; nuestra nación ha desaparecido al mezclarse con la vuestra. Pero dudo que nos gustasen vuestras costumbres, aunque las cosas fueran al revés y nosotros os gobernásemos.
—Bel —exclamó Aimu—. No puedes pensar así. Estás alterado. Cambiarás de opinión.
—No, nunca he pensado de otra forma. Siempre he conocido un mundo indras, y sabido que mis hijos y los hijos de mis hijos serán cada vez más indras hasta que llegue un momento en que no comprenderán a los que son como yo. Te quiero, Aimu, y no me arrepiento de mi elección, pero quizá tú sí lo estés ahora. No creo que tus bien nacidos amigos indras te miren mal por romper nuestro compromiso. Creo que la mayoría se sentirán aliviados al ver que recuperas los cabales.
La espalda de Kta se puso rígida.
—Ve con cuidado, Bel. Mi hermana no se merece esas palabras. Una cosa es lo que vengas a decir o hacer conmigo, pero vas demasiado lejos hablándole así.
—Te pido perdón —murmuró Bel, y miró a Aimu—. Fuimos amigos antes de estar prometidos, Aimu; creo que sabes cómo comprenderme, y temo que llegues a lamentar nuestro compromiso. Una casa sufaki siempre será un lugar extraño para ti. No quiero verte sufrir.
—Sigo manteniendo nuestro acuerdo —dijo Aimu. Su rostro estaba pálido, su respirar agitado—. No tomes a ofensa lo que dice, Kta.
Kta bajó la mirada, hizo una señal de disculpa, luego volvió a mirarle.
—¿Qué quieres de mí, Bel?
—Tu influencia. Habla con tus amigos indras, hazlos comprender.
—¿Comprender qué? ¿Qué deben dejar de ser indras e imitar las costumbres sutakis? Así no es como está ordenado el mundo, Bel. Y en cuanto a la violencia, si llega, no será de la mano de los indras; no es nuestra costumbre ni lo ha sido nunca. La persuasión es algo que debes utilizar tú con tu pueblo.
—Habéis creado un Shan Tefur —dijo Bel—, y él ha encontrado otros muchos como él. Los que hemos sido amigos de los indras no sabemos lo que hacer. —Bel estaba temblando. Se agarró las manos, pegando los codos al cuerpo—. Ya no hay paz, Kta. Pero esperemos que los indras no respondan a la violencia con la violencia, o se derramará sangre en las calles cuando llegue el mes de Nermotai y los días sagrados. Disculpadme, amigos —dijo, levantándose, y sacudiéndose la ropa—. Conozco el camino de salida. No tenéis que guiarme. Haced lo que queráis con lo que os he contado.
—Bel —dijo Aimu—, elas nunca te dejará de lado por culpa de las amenazas de Shan t’Tefur.
—Pero Osanef debe temer esas amenazas. No esperéis verme por aquí en un futuro próximo. Pero no por ello dejaré de consideraros amigos míos. Tengo fe en tu honor y en tu buen juicio, Kta. No me decepciones.
—Déjame acompañarle a la puerta —pidió Aimu, aunque lo que pedía violaba toda modestia y costumbre—. Por favor, Kta.
—Ve con él —dijo Kta—. Haremos todo lo que podamos, Bel, hermano mío. Cuídate.