IX

La boda por Mim fue pequeña y privada. Los invitados y testigos apenas eran más numerosos de lo requerido por la ley. De Osanef acudieron Han t’Osanef u Mur, su esposa la t’Nefak y Bel. De la casa de Ilev estuvieron Ulmar t’Ilev ul Imetan y su esposa Tian t’Elas e Ben, prima de Nym, y su hijo Cam y su nueva nuera, Yanu t’Pas. Toda era gente que Mim conocía bien, y que Kurt sospechaba estaban entre las pocas casas nemet que podían reconciliarse en el terreno religioso con este matrimonio.

Si por casualidad también estos sentían escrúpulos sobre el tema, tuvieron el detalle de seguir sonriendo y querer a Mim y tratar a su marido electo con gran cortesía.

La ceremonia se celebró en el rhmei, donde Kurt se arrodilló por primera vez ante el anciano Hef y juró que los primeros dos hijos de la unión, de haberlos, se les daría el nombre de h’Elas como chani de la casa, para que así pudiera continuarse el linaje de Hef.

Y Kta también juró la costumbre del iquun, mediante la cual se comprometía a procrear los prometidos herederos, si fuera necesario.

Luego Nym se levantó y, abriendo las manos hacia la luz de la phusmeha, invocó a los espíritus Guardianes de los Ancestros de Elas. El sol empezaba a ponerse en el exterior. Resultaba imposible conducir un rito matrimonial después de que Phan abandonara la tierra.

—Mim —dijo Nym, cogiéndole la mano—, llamada Mim-lechan h’Elas e Hef, ya no eres chan de esta casa, sino que te has convertido en la hija de esta casa, bien amada, Mim h’Elas e Hef. ¿Deseas entregar tus primeros dos hijos a Hef, tu padre adoptivo?

—Sí, mi señor de Elas.

—¿Consientes en todos los térmios del contrato matrimonial?

—Sí, mi señor de Elas.

—¿Deseas ahora, hija de Elas, verte atada por estos votos definitivos e irrevocables?

—Sí, mi señor de Elas.

—Y tú, Kurt Liam t’Morgan u Patrick Edward, ¿deseas atarte a estos votos definitivos e irrevocables, tomando a esta mujer libre Mim h’Elas e Hef como tu primera y verdadera esposa, amándola por encima de las otras, y poniendo tu honor en sus manos y dedicando toda tu fuerza y fortuna a su protección?

—Sí, mi señor.

—Hef h’Elas —dijo Nym—, que la bendición de esta casa y sus Guardianes caiga sobre esta unión.

El anciano se adelantó, y fue Hef quien completó la ceremonia, entregando la mano de Mim a Kurt y diciendo los votos finales por cada uno de ellos. Luego, según la costumbre, Ptas encendió la antorcha en la gran phusmeha y la puso en manos de Kurt, y él en las de Mim.

—Soy entregado en la pureza. —Kurt recitó la fórmula en nechai antiguo—. En la reverencia preservo, Mim h’Elas e Hef shu-Kurt, bien amada, esposa mía.

—En pureza recibo —dijo ella en voz baja—. En reverencia me dedico a ti hasta la muerte, Kurt Liam t’Morgan u Patrick Edward, mi señor, marido mío.

Kurt dejó el rhmei con Mim a su lado, y ante los sollozos rituales de las damas y las felicitaciones de los hombres. Mim llevaba la antorcha, subiendo detrás suyo las escaleras hasta llegar a la puerta de su habitación que ahora también era la suya.

El entró y miró cómo ella utilizaba la antorcha para prender la lámpara triangular de bronce, la phusa… que había sido respuesta en su nicho, y escuchó cómo suspiraba de alivio, pues los presagios habían sido terribles de no haberse encendido la llama. La lámpara de Phan ardía con luz estable, y ella apagó la antorcha con una oración y se arrodilló ante ella mientras Kurt cerraba la puerta, se arrodillaba y alzaba las manos ante ella.

—Ancestros míos, yo, Mim t’Nepthim e Sel shu-Kurt, llamada por mis amados amigos Mim h’Elas, yo, Mim, os suplico perdón por casarme con un nombre que no es el mío, y juro ahora por mi propio nombre honrar los votos que hice bajo el otro. Ancestros míos, observad a este hombre, mi esposo Kurt t’Morgan, y sean cuales sean sus distantes espíritus, estad en paz con él por mi bien. Paz os suplico, Padres míos, y que la paz sea con Elas a ambos lados del Mar Divisor. El, que los pensamientos de guerra se zanjen en nuestras dos tierras. Que el amor sea con esta casa y con nosotros dos por siempre. Que los terribles Guardianes de Nethim me oigan y reciban este voto que hago. Y que los grandes Guardianes de Elas me reciban tan amablemente como siempre habéis hecho vosotros, pues ahora pertenecemos a esta casa, y siempre en vuestro amparo.

Ella bajó los brazos, concluyendo la oración, y ofreciéndole a Kurt la mano, y este le ayudó a levantarse.

—Mim t’Nethim —dijo—. Entonces nunca oí tu verdadero nombre.

Ella le miró con sus grandes ojos.

—Nethim no tiene casa en Nephane, pero en Indresul son enemigos ancestrales de Elas. No quise cargar a Kta con el conocimiento de mi verdadero nombre. Me preguntó, pero no contesté, así que seguramente sospecha que soy de una casa hostil; pero si hay algún daño por mi silencio, solo yo seré responsable. Y he dicho tu nombre muchas veces ante los Guardianes de Nethim, y no he sentido que se hayan enojado por tu causa, mi señor Kurt.

El había empezado a tomarla en sus brazos, pero ahora dudaba. Mantuvo las manos un poco alejadas de ella, repentinamente temeroso de Mim y de todo lo ajena que le era. Su vestido era precioso y había costado días de trabajo; no sabía cómo desabrocharlo, o si se esperaba eso de él. Y Mim en sí misma era tan compleja y desconocida, envuelta en costumbres para las que no le habían preparado las instrucciones de Kta.

Pensó en la asustada niña que había encontrado Kta entre los tamurlin, y temió que ella le viera como un humano y le despreciara, sin las ropas y los modales que le convertían externamente en un nemet.

—Mim —dijo—. Nunca dejaré que sufras daño alguno.

—Es un comentario muy extraño, mi señor.

—Tengo miedo por ti —dijo—. Te quiero Mim.

Ella sonrió un poco y luego se rió mirando al suelo. El atesoró la gentil risa; era Mim siendo todo lo bonita que podía ser. Y ella le rodeó la cintura y le abrazó con fuerza, y sus delgados y fuertes brazos disiparon el miedo de que ella se rompería.

—Kurt —dijo—. Kta es un hombre muy querido y muy honrado por mí. Sé que él y tú habéis hablado de mí. ¿No es así?

—Sí.

—Kta también ha hablado conmigo. Teme por mí. Honro su preocupación. La tiene por los dos. Pero yo confío en tu corazón pese a no conocer tus costumbres. Sé que si alguna vez me haces daño será contra tu voluntad. —Ella apartó sus cálidas manos de él—. Tomemos el té, marido mío, para calentar nuestros corazones.

Iba contra sus deseos, pero eso la complacía. Encedió el pequeño cuartohorno, que se calentó, e hirvió agua e hizo té, que tomaron juntos sentados en la cama.

El tenía poco que decir pero muchas cosas en la mente. Tampoco lo hizo Mim, pero le miró muy a menudo.

—¿No basta ya de té? —preguntó finalmente, con la misma cortesía paciente que siempre había usado en Elas, y que Kta había enseñado a su espíritu rebelde. Pero esta vez había mucha preocupación en la pregunta, algo que produjo una débil sonrisa en Mim.

—¿Cuál es tu costumbre ahora? —le preguntó.

—¿Cuál es la vuestra? —preguntó él.

—No lo sé —admitió ella, bajando la mirada y pareciendo incómoda. Entonces se dio cuenta por primera vez, y sintió dolor por su propia torpeza; nunca había estado con un hombre de su especie, no con ninguno decente.

—Aparta las tazas —dijo—, y ven aquí, Mim.

La luz de la mañana entró por la ventana y Kurt se desperezó en su sueño, su mano encontró la suavidad de Mim a su lado, y abrió los ojos y la miró. Tenía los ojos cerrados, sus pestañas oscuras y espesas se recortaban contra la dorada mejilla, sus labios llenos estaban relajados y soñadores. Una pequeña cicatriz mancillaba su frente, como otras que le marcaban la espalda y caderas, y que alguien hubiera abusado de Mim fue un pensamiento que no podía soportar.

Se movió, apoyándose en un brazo y la besó en los labios, apartando el oscuro y brillante velo de cabellos que fluían sobre ella y sobre los cojines, y ella se estiró, reaccionando dulcemente a su beso matutino.

—Buenos días, Mim.

Los brazos de ella le rodearon el cuello. Se levantó y le devolvió el beso. Luego pestañeó derramando algunas lágrimas, que se apresuró a enjugar.

—¿Mim? —le preguntó, preocupado, pero ella sonrió y hasta se rió.

—Querido Kurt —dijo ella, sujetándole el rostro con las manos. Y luego, moviéndose por un lado de la cama, se liberó del abrazo—. El, el mi señor, debo apresurarme, debes apresurarte, ha salido el sol. Los invitados deben estar esperando.

—¿Invitados? —repitió con desmayo—. Mim…

Pero ya había cogido la ropa y se dirigía al baño. Oyó como echaba leña en el horno.

—Es costumbre que vuelvan al alba para desayunar con nosotros —dijo, asomando la cabeza por el umbral del baño—. Oh, Kurt, por favor, apresúrate. Ya deben estar abajo, y si nos retrasamos mucho, se reirán de nosotros.

Es la costumbre, se dijo Kurt, y se preparó para enfrentarse al frío aire y el frío suelo de piedra, cuando planeado una mañana mucho más cálida y placentera.

Se unió a Mim en el baño y ella le frotó la espalda, formando nubes de confortable vapor con el agua caliente, riendo y sin preocuparse de que el agua empapara su vestido.

Ella estaba contenta con él.

A veces, la calidez de su mirada y el ansioso roce de sus dedos decían que estaba más que contenta.

Lo más difícil para los dos fue bajar las escaleras para llegar al rhmei, perspectiva que hacía temblar a Mim. Kurt la cogió del brazo y la habría bajado permitiendo que se apoyara en él, pero la idea le asustaba. Se separó de él y caminó como una respetable dama nemet, independiente de él y precediéndole por las escaleras.

La familia y los invitados les recibieron a los pies de la escalera y les llevaron al rhmei con risas y bromas tan subidas de tono que Kurt no había creído posible para los modestos nemet. Estaba casi furioso, pero al ver que Mim se reía supo que era lo correcto y les perdonó.

Aimu apareció tras la ronda de felicitaciones y sirvió el té de la mañana, caliente y dulce, y los mayores se sentaron en sillas, mientras los jóvenes. —Kurt y Mim incluidos, y Hef, que era chan— lo hacían sobre esterillas en el suelo, y bebieron su té y escucharon hablar a los mayores. Kta tocó una hechizadora canción con su aos sin palabras, pero que pedía ser escuchada y en quietud.

Mim sería honrada en la casa y exenta de sus deberes durante los próximos días, después de los cuales volvería a compartir responsabilidades con Ptas y Aimu. Ahora se sentaba y aceptaba las atenciones y los cumplidos y los buenos deseos. Mim, que nunca aspiró a ser más que una concubina menor del señor de Elas, y ser aceptada con votos privados y escasa legitimidad, era ahora el centro de todo.

Era su hora.

Kurt no le escatimó nada, ni siquiera el humor nemet. La miró y vio su rostro iluminado por el orgullo, la felicidad —y el amor, que ella le habría entregado con menos votos de haber insistido él— y le devolvió la sonrisa y apretó su mano, cosa que los demás, gentilmente, no eligieron como blanco de bromas.