En la tercera planta había una gran antesala. Sus muros eran de la misma piedra irregular que el resto del edificio, pero había alfombras en el suelo y tapices en las paredes. Los guardias hicieron que continuara solo, encaminándole hacia la siguiente puerta.
La habitación que había al otro lado del umbral pertenecía a su propio mundo: metal y tejidos sintéticos y luz blanca. El mobiliario era de color negro y de cristal, las paredes eran de plata. Sólo desentonaban el armario a su izquierda y la puerta a su espalda: eran de madera tallada con elaboradas figuras de dragones y peces.
La puerta se desplazó lentamente, dejándole encerrado.
Una maquinaria zumbó y miró a su izquierda. Había entrado una mujer vistiendo ropa nemet. Su vestido era dorado, le tapaba hasta el cuello y los bordes llegaban al suelo. El pelo ligeramente rizado era de color ámbar. Era humana.
Hanan.
Le trató con más respeto que los nemet, guardando las distancias. Sabía lo que pensaba él, igual que él sabía lo que pensaba ella, Kurt no hizo ningún movimiento en su contra; no haría ninguno hasta estar seguro de lo que le esperaba.
—Buenos días, señor Morgan, teniente Morgan. —Tenía un disco en su mano y dejaba que se deslizara por su cadena, Kurt, de pronto, lo hecho de menos—. Kurt Liam Morgan. De Pylan.
—¿Os importa devolvérmelo?
Era su chapa de identificación. La había llevado desde el día en que nació y le resultaba enervante que estuviera en sus manos, como si allí estuviera atrapada una parte de su vida. Ella lo pensó un momento, luego se lo arrojó. El lo cogió.
—Tenemos un nombre —dijo ella, lo cual era de conocimiento común—. Soy Djan. Mi número… no lo recordaríais. ¿Dónde están los vuestros, Kurt Morgan?
—Muertos. He dicho la verdad desde un principio. No hubo más supervivientes.
—¿De verdad?
—Estoy solo —insistió, asustado; sabía hasta dónde podían llegar para obtener una información de la que carecía—. Nuestra nave fue destruida en combate. La cápsula vital de Comunicaciones fue la única que consiguió salvarse de ambos bandos, tanto del vuestro como del nuestro.
—¿Cómo llegasteis aquí?
—Exploración al azar.
Los labios de ella temblaron. Sus ojos se clavaron en él con fría furia.
—No es cierto. Vuelve a intentarlo.
—Nos encontramos con una de vuestras naves —dijo, y su boca se secó de repente; empezó a preguntarse cómo podía saber ella que era mentira, y que seguramente conocía toda la verdad desde un principio. Resultaba muy fácil ceder, esperando contra toda esperanza que esos aeólidas dispusieran de él sin vengarse—. Aeolus es vuestro mundo de origen, ¿verdad?
—Detalles —dijo.
Había palidez en su rostro, pero el control de su voz era impecable. Le respetaba. Los Hanan eran fríos, pero se necesitaba algo más que frialdad para recibir con tanta calma una noticia semejante. Lo sabía. Pylos también era un mundo muerto. Recordaba a Aeolus flotando en el espacio, el brillo de los fuegos manchando su superficie. Hasta un enemigo tiene que sentir algo ante esto, la muerte de todo un mundo.
—Dos IST de la Alianza entraron en zona aeólida con treinta incursores. Pertenecíamos a esa fuerza de ataque. Una de vuestras naves de profundidad entró en el sistema después del ataque, y salió de inmediato al darse cuenta de la situación. Estábamos cerca, les vimos, les rastreamos y nos trajeron aquí. Luchamos. Registrasteis eso, ¿verdad? Sabréis que no hubo supervivientes.
—Continuad.
—Eso es todo. Nos aniquilamos mutuamente. Nosotros recibimos la primera andanada y el puesto donde yo estaba se encapsuló. Es todo lo que sé. No tomé parte en el combate. Busqué otras cápsulas, pero no había ninguna. Sabéis que no se salvó ninguna más.
En la mano de la mujer se ocultaba un objeto, Kurt tuvo un atisbo de él cuando la mano de ella rozó los múltiples dobleces del vestido. Vio cómo cerraba los dedos y luego los relajaba. Casi decidió atacar en ese momento, pero era una Hanan y, por tanto, adiestrada desde su infancia; sus reflejos debían ser instantáneos, y puede que el arma estuviese graduada sólo para atontar. Esa posibilidad era más disuasoria que un final rápido.
—Sé que no hubo más naves —dijo ella—. Su tono de voz era calmado y burlón. —Bienvenido a mi mundo, Kurt Morgan. Parece que somos huérfanos de la humanidad en este limbo situado en ninguna parte. Sólo tenemos la compañía de los tamurlin, y hace mucho que dejaron de ser humanos.
—¿Estáis sola?
—Señor Morgan. Si algo me sucediese por vuestra culpa, he dado órdenes a los nemet para que os arrojen a las costas de Tamur tan desnudo como vinisteis al mundo. Los otros humanos de este mundo sabrán tratarte de un modo que sólo se le ocurriría a un humano.
—No soy ninguna amenaza. —La esperanza le despojaba de vergüenza—. Dadme la posibilidad de marchar y nunca volveréis a verme.
—A no ser que seáis avanzadilla de otros.
—No hay nadie más —insistió.
—¿Qué seguridad tengo de que sea cierto?
—Estábamos solos. Vinimos solos. No hay modo alguno de que puedan rastrearnos. No había naves lo bastante cerca y dimos el salto a ciegas, sin coordenadas.
—Bueno —dijo ella, y hasta pareció aceptar lo que le decía—. Entonces será una larga espera. Aeolus colonizó este mundo hace trescientos años. Pero la guerra… la guerra hizo que se perdieran los registros. La nave de suministros no volvió nunca. Descubrimos este mundo en archivos que tenían siglos de antigüedad y vinimos a reclamarlo. Pero parece ser que actuasteis sobre Aeolus de una forma definitiva. Nuestra nave ha desaparecido; debió ser la que debisteis destruir. Vuestra nave ha desaparecido, y decís que no pueden localizaros; Aeolus y sus registros ahora no son más que cenizas y hace un centenar de años que se interrumpió la exploración de esta zona. ¿Cuál creéis que son las posibilidades de que alguien pase casualmente por aquí?
—Entonces no hay guerra posible. Dejadme marchar.
—Si lo hago así —dijo—, quizá encontréis ahí fuera la muerte; este mundo tiene sus peligros. O puede que volvieseis. Algún día volveríais y yo jamás sabría cuándo lo haríais. Tendría que temeros el resto de mi vida. Perdería la tranquilidad.
—No volvería.
—Sí que lo haríais. Hace ya seis meses que murieron mis compañeros. El reflejo de mi cara en un espejo empieza a parecerme extraño tras todo este tiempo; empiezo a temer los espejos, pero sigo mirándome en ellos. Quizá cuando pasen unos años desee otro rostro humano al que mirar. También tú querrás hacerlo.
Ella seguía sin levantar el arma que él no sabía si tenía. No parecía querer utilizarla. La esperanza le humedeció las manos, e hizo que el sudor fluyera por su cuerpo. Ella sabía que no tenía otra opción. Estaría loca si no la aceptaba. Aún así, seguía titubeando, con la tensión reflejándose en su rostro.
—Ha venido Kta t’Elas —dijo— y ha suplicado vuestra libertad. Le contesté que no erais de confianza.
—Os juro que no tengo ambiciones, más allá del seguir con vida. Iré con él, aceptaré cualquier condición, cualquier norma que me impongáis.
Ella movió casualmente las manos, agarrando el arma con sus delgados dedos.
—Supongamos que te hago caso.
—No causaría problemas.
—Espero que recordéis eso cuando os sintáis más a gusto. Recordad que vinisteis con nada, sin siquiera las ropas con que os cubrís la espalda y que me suplicasteis cualquier condición que quisiera imponeros. —Le miró un momento, con serenidad, sin moverse—. Debo estar loca, pero me reservo el derecho a cobrarme este favor algún día, de cualquier manera y del modo en que yo decida. Toleraré vuestra presencia aquí. Estaréis a prueba. Iréis con Kta t’Elas, y estaréis bajo su custodia durante dos semanas. Luego volveré a haceros llamar y revisaremos la situación.
Lo consideró una despedida. Las rodillas le temblaban de alivio y se veía asaltado por nuevas dudas. Estando sola y frente a un enemigo, ella había hecho algo completamente irracional. No era la forma en que se comportaban los Hanan, y empezó a sospechar algún subterfugio, alguna trampa.
O puede que la soledad también tuviera su efecto en los Hanan, erosionando hasta el instinto de supervivencia. Y eso resultaba ser igualmente turbador.