I

La Endymion murió en silencio, una estrella hecha por el hombre que brilló y se apagó rápidamente desapareciendo de la existencia.

Kurt Morgan la observó con la mirada clavada en los sensores de popa de la cápsula hasta que no quedó nada que ver. Cuando todo terminó, cambió a las pantallas delanteras y empezó a pensar en su supervivencia.

En la Endymion había ochenta hombres y mujeres, setenta y nueve de los cuales acababan de ser reducidos a polvo y vapor, convertidos en uno solo con la nave e indistinguibles de sus restos. Dos minutos en dirección al Sol había otra nube, una que había sido el enemigo, otros cien individuos, seres que habían vivido en una miríada de mundos, aún embarcados en un rumbo de colisión, destructor y destruido.

Ningún informe del encuentro llegaría a la Central. No había modo de que llegara. El planetamadre de los Hanan, Aeolus, ya no era más que un rescoldo a varios años luz de distancia, y la Endymion no había hecho ningún informe al Alto Mando al empezar la persecución de los Hanan. Habían dado el salto por su cuenta, luchado, ganado y perecido a la vez. La cápsula de supervivencia no estaba capacitada para vuelo estelar.

Una estrella sin nombre y seis mundos que no figuraban en los mapas se abrían ante la pantalla de la cápsula. El segundo era el más adecuado para tener vida.

Durante los siguientes siete días se hizo más y más grande en la pantalla. Era un mundo azul, envuelto por agitadas nubes y manchado con el marrón de la Tierra. Tenía una luna grande y solitaria. Todos los pormenores indicaban un planeta tipo Tierra, uno por el que la Alianza sacrificaría un centenar de naves con tal de ganarlo, y que ya habría ganado de conocer su existencia.

La temida represalia de los Hanan no se materializó. Ninguna nave le amenazaba. El mundo ya llenaba las pantallas, Kurt se debatía entre la euforia de la esperanza y el miedo de la desesperación; esperanza porque había creído morir y parecía que así sería, y miedo, porque, de pronto, se dio cuenta que estaba totalmente solo. Hasta ese momento le había hecho compañía la idea de un posible enemigo. Pero la Endymion se había salido del mapa antes de perecer. Si los Hanan no estaban aquí, entonces, no había más seres humanos a tanta distancia del Sol Central.

Eso era soledad.

Absoluta.

La nave con forma de cuña entró con fuerza, sobrecalentándose y luchando por su vida, con las planchas chirriando al separarse las junturas. La presión explotó contra los sentidos de Kurt con colores grises, rojos y negros.

Colgaba de un lado. Las correas impedían que se precipitara contra los compartimentos de almacenaje. Tardó un poco en liberarse, enfebrecido por la ansiedad. Cuando lo consiguió, abrió la escotilla prescindiendo de pruebas: no tenía otras opciones.

Respirable. Tras salir de la nave, permaneció un tiempo inmóvil mirando a su alrededor, de horizonte a horizonte de suaves colinas cubiertas de árboles. Nunca había visto nada semejante en todos sus planetajes, nada tan puro e inmaculado y, a excepción del olor a quemado, tan perfumado de abundante vida.

Lanzó una carcajada riéndose bajo el sol mientras las lágrimas surcaban su cara, y cerró los ojos y dejó que el viento limpio y puro le secara la cara y la frialdad del aire aliviara el agonizante calor que le inundaba.

Tras atravesar los bosques, el terreno empezó a descender de forma perceptible: una gran colina, una superficie de tierra rocosa, una breve extensión de playa que daba a una ilimitada extensión de mar. El sol ya estaba bajo en el firmamento antes de que encontrase un sendero que le permitió bajar el barranco y llegar a la arena de la playa.

Una vez allí, dejó caer sus pertrechos en la arena seca y miró sumido en un trance a un mar más azul de lo que había visto nunca, y más verde que las colinas, con el color repartido según la profundidad. Contra el horizonte se recortaban islas. La arena era blanca y manchada con restos marinos, restos de árboles y matojos arrastrados por el mar, y conchas de delicados colores rosados y amarillos, con formas aguzadas y helicoidales.

Encantado como un niño, se arrodilló y hundió las manos en el agua que le lamía las botas, saboreó su sal y salpicó un poco, pues sabía cómo debía ser un mar, pero nunca había tocado uno ni olido el viento salino ni la bruma de la playa. Cogió un palo y lo arrojó lejos, observó cómo el mar se lo traía de vuelta. Algo en su interior pareció asentarse, descubriendo que todos los relatos de su pueblo viajero entre las estrellas eran reales y ciertos hasta en un lugar como éste, no hollado por el hombre.

Se metió un poco en el agua, descalzo, cuidándose de no pisar algo venenoso, y empleando un palo para hurgar en las cosas que vivían allí. Pero la luz del día empezaba a desvanecerse, y ya no podía ver las cosas con claridad, y el viento era cada vez más frío, así que retrocedió con la proximidad de la noche y reunió un montón de leños e hizo un fuego.

La oscuridad era terrible, tan solitaria como el espacio que separa las estrellas. Ese día había visto pájaros a demasiada altura como para poder distinguirlos, había visto conchas de moluscos y retrocedido ante cosas que huían a esconderse en aguas más profundas; y había asustado varias veces a pequeñas criaturas que se asomaban por entre la hierba y que desaparecían dando saltos, volviéndose invisibles entre los arbustos y la maleza. Nada le había amenazado aún, y ningún grito turbaba la noche, pero su mente imaginaba cosas de una miríada de mundos. Se asustaba ante cada sonido. El agua lamía y chupaba la playa, y pequeños crustáceos carroñeros rodearon el círculo luminoso de la hoguera en busca de comida.

Finalmente, se levantó y puso un montón de madera en el fuego, luego se recogió todo lo cerca del fuego que pudo y se abandonó al sueño.

Unos guijarros chirriaron. La arena crujió, Kurt levantó la cabeza y forzó la vista a través del mortecino brillo del fuego. Al otro lado de él, la oscura cabeza de un dragón surcaba las aguas, moviéndose con el ritmo del mar.

Tanteó en busca de su pistola, se vio arrojado a un lado por cuerpos sinuosos, ágiles, del tamaño de un hombre, que le golpearon la espalda. Golpeó la arena y rodó y se retorció, pero recibió un golpe en un lado de la cabeza, ya confusa por la oscuridad. Volvió a caerse, desvaneciéndose, consciente de la mordedura de las cuerdas, de ser arrastrado por el agua. Tosió por el agua salobre y se desmayó.

Estaba empapado y tumbado boca arriba sobre una sólida superficie de madera. Saltó para incorporarse, y sintió un tirón, cayendo al suelo por una cadena que unía y tiraba de sus pies tras rodear un pilar de madera. Cuando se retorció para mirar hacia arriba, consiguió vislumbrar una red de cuerdas y cables recortándose contra el cielo nocturno, una cabeza de dragón contra la luna. Era una nave de madera, con un mástil para una única vela.

Se oyeron voces de hombres y remos chocando con el agua, barriéndola al unísono. El movimiento del barco cambió, se estabilizó y, con un crujir y un restallar de la tela de la gran vela cuadrada que ondeaba sobre sus cabezas, los hombres terminaron de izarla, Kurt miró sobrecogido cuando la aleteante tela se hinchó en el cielo y la cubierta adquirió una estabilidad diferente cuando el viento dirigió la nave hacia donde ésta quería ir.

Un hombre se detuvo ante él, Kurt se revolvió torpemente, la cadena le separaba los pies a ambos lados del mástil. Se acercaron más hombres. A la difusa luz pudo ver cómo se repetía en cada una de las extrañas caras la misma estructura de anchas mejillas, narices planas, bien formadas, de enrojecidas ventanas; los ojos grandes y oscuros, las cejas anchas y pobladas, ligeramente ladeadas en relación con los altos pómulos… rostros de niños sabios, dispuestos en una mirada perpetua de arrogante curiosidad, pero los cuerpos eran de hombres, altos y enjutos y musculados.

No le tocaban. Sólo miraban. Finalmente, uno les habló con autoridad y se dispersaron. Kurt volvió a hundirse, mareado, temblando no sólo por el frío viento. Uno volvió y le dio una capa para que se resguardara. Se envolvió en ella y se encogió. No durmió.

Nadie le molestó hasta que la primera luz dotó de color a las cosas. Entonces, un hombre puso ante él un cuenco y una copa, y Kurt aceptó agradecido el cálido alimento, y bebió el endulzado y caliente té.

A la creciente luz del día, descubrió que los hombres de la nave no eran desagradables a la vista. Eran de piel marrón tirando a dorada, y de pelo negro. Se movían dentro de los confines de la nave con cordial eficacia, y la risa era frecuente y amistosa entre ellos. Pronto empezó a conocerles, al que había traído la comida, al viejo gruñón que daba órdenes a un joven oficial de ojos como rendijas; y supuso que el nombre del chico que corría de un lado para otro llevando recados de todo el mundo debía ser Pan, pues ésta era la palabra que gritaban los otros cuando le querían para algo.

Eran gente orgullosa y limpia, Humanos o no, formaban una tripulación mucho mejor que muchas de homo sapiens de las que había sido parte.

Al haber comido y empezar a entrar en calor por la luz del día, Kurt empezaba a acostumbrarse y calmarse en su situación, cuando se le acercó el joven oficial e hizo que le quitaran las cadenas, Kurt se levantó con cuidado, evitando toda apariencia de hostilidad, y el hombre movió la cabeza en dirección a la cabina de popa.

Se dejó llevar a ella y el oficial le abrió la puerta haciéndole gestos para que entrara.

Un hombre joven se sentaba ante un escritorio bajo, en una silla tan baja que debía tener cruzados los tobillos en el suelo. Habló y la escolta de Kurt salió cerrando la puerta detrás suyo. Luego hizo una seña pidiendo a Kurt que se sentara. No había silla alguna, sólo la esterilla de caña sobre la que estaba. Kurt se sentó cruzando las piernas con poca gracia.

—Soy el capitán de este barco —dijo el hombre, y el corazón de Kurt se heló en su interior, pues el lenguaje era Hanan—. Soy Kta t’Elas u Nym. La persona que os trajo aquí es mi segundo, Bel t’Osanef.

Su acento era muy fuerte, la forma arcaica. Como oficial de comunicaciones de la Endymion, Kurt lo conocía bastante bien como para entenderlo, pero no pudo identificar el dialecto.

—¿Cuál es vuestro nombre, por favor? —preguntó Kta.

—Kurt, Kurt Morgan, ¿qué sois? —preguntó rápidamente, antes de que Kta, llevara las preguntas a su inevitable destino—. ¿Qué queréis?

—Soy un nemet —dijo Kta, que se sentaba con las manos cruzadas sobre el regazo y tenía el hábito de bajar la mirada al empezar a hablar. Sus ojos miraban a Kurt sólo para enfatizar las preguntas—. ¿Queríais que os encontráramos? ¿El fuego era una señal para pedir ayuda?

Kurt recordó y se maldijo.

—No —dijo.

—Los tamurlin son humanos. Acampabais en su tierra como un hombre en su propia casa; sin precauciones.

—No sé nada de esto.

La esperanza se desbocó en su interior. El dominio de Kta de una lengua humana tenía explicación. Una base Hanan. Pero algo en la forma que pronunciaba tamurlin no indicaba amistad entre esa base y los nemet.

—¿Dónde están sus amigos? —preguntó Kta, tomándole por sorpresa.

—Muertos. Vine solo.

—¿De qué lugar?

Kurt temía responder y no sabía cómo mentir, pero Kta se encogió de hombros y cogió un frasco que estaba en un lado de la mesa para llenar dos pequeñas tazas de porcelana.

Kurt no estaba ansioso de beber, pues no confiaba en esa repentina hospitalidad, pero Kta bebió delicadamente de la suya y Kurt siguió su ejemplo. Era suave y con sabor a frutas, y se aposentaba en la cabeza como el fuego.

—Es telise —dijo Kta—. Os ofrecería té, pero el telise es más reconfortante.

—Gracias —dijo Kurt—. ¿Le importaría decirme adonde vamos? —Pero Kta se limitó a levantar ligeramente la taza como para decir que hablarían cuando terminasen. Y Kta se tomó su tiempo en terminar.

—¿Adonde vamos? —repitió Kurt en cuanto Kta dejó la taza. Las cortas cejas del nemet se contrajeron ligeramente.

—A mi puerto. Pero lo que queréis preguntar es lo que os espera allí. Los nemet son civilizados. Vos también lo sois. No como los tamurlin, me doy cuenta. No tengáis miedo, por favor. Pero os pregunto ¿por qué habéis venido?

—Mi nave… fue destruida. Encontré refugio en esa costa.

—Esa nave vino del cielo. Estoy al tanto de esas cosas. Todos hemos visto cosas humanas.

—¿Lucháis con los tamurlin?

—Siempre. Es un conflicto viejo éste. Vinieron… hace mucho. Les alejamos de sus máquinas y se convirtieron en bestias.

—Hace mucho.

—Trescientos años.

Kurt mantuvo alejada la alegría de su cara.

—Os aseguro que no vine para dañar a nadie.

Entonces no os haremos daño —dijo Kta.

—¿Estoy libre, entonces?

—Sí, de día. Pero por la noche… Lo siento, pero mis hombres necesitan un descanso seguro. Aceptad esta necesidad, por favor.

—No os culpo. Lo comprendo.

Hei yth —dijo Kta, y unió las yemas de los dedos ante él en lo que parecía ser un gesto de gratitud—. Me hace pensar bien de vos, Kurt Morgan.

Y diciendo esto, Kta le permitió moverse libremente en cubierta. Nadie le mostró desagrado, ni siquiera cuando su ignorancia la interpuso en medio del camino de los marineros. Alguien le hacía una seña para que se apartara (no le tocaba nadie) o le llamaba educadamente: «Umanu, oeh», lo cual interpretó como si fuera su especie y un aviso para que se apartara. Y una vez que transcurrió la mayor parte de un día, decidió imitar las reverencias de la tripulación y el cortés bajar de la mirada, y mejoró su estatus, pues le devolvían la reverencia y era llamado «umanu-ifhan» en tono respetuoso.

Pero al anochecer llegó el joven oficial Bel t’Osanef y le hizo señas para recuperar su lugar en el mástil. El marino que obedeció las órdenes de Bel fue cuidadoso al ponerle las cadenas y luego volvió para proporcionarle una manta y un gran tazón de té caliente. Era ridículo, Kurt encontró valor para reírse, y el nemet también pareció comprender el humor de la situación, y sonrió diciendo «Tosa, umanuifhan», en un tono que parecía amable.

Tenía las manos libres y bebió el té con tranquilidad. Finalmente, se tumbó en un ángulo en el que no creyó nadie tropezase en la oscuridad. Su mente estaba mucho más calmada, aunque tembló al pensar en lo que podría haberle pasado de no ser por los nemet. Si los tamurlin mencionados por Kta era Hanan, entonces había escapado por poco.

Prefería aceptar cualquier condición impuesta por los nemet antes que caer en manos de Hanan. Y si Kta decía la verdad y los Hanan habían perdido su poder volviendo a la barbarie, entonces estaba a salvo. Ya no había más guerras. Por primera vez no había guerra en su mente.

Sólo una duda le rondaba la mente: porqué había huido del destruido Aeolus una nave estelar Hanan para venir a este mundo de caídos humanos.

No quería pensar en eso. No quería pensar que Kta hubiera podido mentirle, o que la amabilidad de esa gente ocultase engaños. Debía haber otra explicación. Sus esperanzas, sus razones para seguir viviendo insistían en ella.

Los siguientes dos días los empleó en recorrer la nave y examinarla por entero buscando señales de tecnología Hanan, y concluyó que no había ninguna. Era de madera de un extremo al otro, hecha a mano y completamente dependiente del viento y los remos para su propulsión.

Le intrigaba la habilidad que desplegaban esos hombres para manejar el complejo bajel. Bel t’Osanef no podía explicarle nada, ya que sólo conocía un puñado de palabras humanas, pero cuando Kta estaba sobre el puente, Kurt le pretuntaba incesantemente. El capitán nemet aceptó explicárselo cuando finalmente vio que su interés no era fingido, improvisando muchas veces palabras para objetos que habían desaparecido hacía mucho del lenguaje humano. Desarrollaron entre ambos su propia mezcolanza de hanannechai, siendo el nechai el idioma de Kta.

Y Kta le preguntaba sobre cuestiones humanas, a las que Kurt no siempre podía responder en términos que pudiese comprender Kta. A veces mostraba intriga ante la ciencia humana y a veces asombro, hasta que Kurt empezó a notar la turbación que le causaban sus explicaciones. Entonces decidió que ya había explicado bastante. El nemet estaba sujeto a la tierra, no concebía nada extraterrestre, y eso turbaba su religión. Lo que menos deseaba Kurt era que el menet sintiera aprensión hacia sus orígenes.

Pasó un tercer día envuelto en tales discusiones, y al amanecer del cuarto, Kta le convocó en cubierta. Tenía la mirada de un hombre con algo definido en la mente. Kurt se acercó con cuidado y efectuó una ligera reverencia.

—¿Hay confianza entre nosotros, Kurt?

—Sí —concedió Kurt, y se preguntó adonde pretendería ir.

—Hoy entraremos en el puerto. No quiero avergonzaros llevándoos encadenado. Pero si os llevo en libertad y atacáis a gente inocente, yo seré responsable de ello. ¿Qué debo hacer, Kurt Morgan?

—No vine para dañar a nadie. ¿Qué me decís de los de vuestro pueblo? ¿Cómo me tratarán? Decídmelo antes de acordar nada.

Kta abrió las manos, en un gesto conciliador.

—¿Creéis que os mentiré en esas cosas?

—¿Cómo puedo saberlo? No sé otra cosa más allá de lo que me habéis contado. Así que decidme con palabras llanas que puedo confiar en vos.

—Soy de Elas —dijo Kta, frunciendo el ceño como si estuviera acostumbrado a que eso bastara, pero cuando Kurt continuó mirándole, añadió—: Kurt, os lo juro bajo la luz del cielo, y esta es una palabra sagrada. Es verdad.

—Muy bien. Entonces haré lo que me digáis y no causaré problemas. ¿Adonde nos dirigimos?

—A Nephane.

—¿Es una ciudad?

Kta frunció el ceño, pensativo.

—Sí, es una ciudad, la ciudad del este. Gobierna desde la embocadura del Tamur hasta el Yvorst Ome, el mar de hielo.

—¿Existe una ciudad del oeste?

El ceño se acentuó.

—Sí, Indresul.

Luego dio media vuelta y se alejó, dejando a Kurt preguntándose qué habría hecho para turbar al nemet.

A mediodía avistaron el puerto. La costa daba paso a una gran bahía, y al fondo de ella había un gran promontorio rocoso. En la base de este peñón y subiendo por sus laderas, había edificios y murallas, borrosos en la distancia, pero que llegaban a coronar la cima.

Bel-ifhan —llamó Kurt al segundo de Kta, y el oficial de ojos rasgados se detuvo e hizo una reverencia, aunque iba a otro lugar con aparente prisa—. Bel-ifhan, ¿taen Nephane?

Lus —concedió Bel, y señaló al promontorio—. Taen Afen, sthages Methine.

Kurt miró a la peña que Bel llamaba Afen y no comprendió.

Methi —dijo Bel, y al ver que seguía sin comprender, el joven oficial se encogió de hombros con impotencia—. Ktas unnehta, ¿ktas, uleh?

Se alejó. Iban a entrar en la bahía. Bel gritó una orden y los hombres corrieron a sus puestos para arriar la vela. Se extendieron los largos remos y se hundieron a la vez en el agua, moviendo el barco hacia el puerto que ahora era visible al pie de los riscos, donde una playa anidaba contra los farallones.

—Kurt.

Kurt apartó la mirada de la bahía para clavarla en Kta, que se había unido a él en el puente.

—Bel dice que tenéis preguntas.

—Disculpad. Intenté hablar con él. No quería molestaros. No era tan importante.

El nemet hizo un gesto con la mano quitándole importancia.

—No entraña dificultades. Bel se las arregla solo. Yo no soy necesario. ¿Qué os parece Nephane?

—Hermosa —dijo Kurt, y lo era—. Esos edificios en la cumbre… Bel lo llamó el Afen.

—Fortaleza. La fortaleza de Nephane.

—¿Una fortaleza contra qué enemigo? ¿Los humanos?

La leve sombra de un ceño volvió a insinuarse entre los separados ojos de Kta.

—Me sorprendéis. No sois tamurlin. Vuestra nave fue destruida, vuestros amigos han muerto. ¿Qué queréis de nosotros?

—No lo sé. Estoy perdido. He confiado en vos. Y si no puedo confiar en la palabra que me habéis dado, no sé nada.

—No miento, Kurt Morgan. Pero os esforzáis en no contestar a mis preguntas. ¿Por qué vinisteis a nosotros?

En los muelles se apiñaba una multitud, vestida con colores alegres formando un caleidoscopio bajo la luz del sol. Los remos tronaron al ser recogidos cuando la nave entró en el muelle, haciendo que toda conversación fuera imposible durante un momento. Pan estaba junto al cable de amarre, preparado para lanzarlo a los hombres del muelle.

—¿Por qué pensáis que conocía el camino a este mundo?

—Los otros lo conocían.

—Los… ¿otros?

—Los nuevos humanos. Los…

La voz de Kta se apagó, pues Kurt retrocedió alejándose de él. El nemet pareció asustarse, abrió los brazos para calmarle.

—Kurt-protestó. —Espera… No. Tomaremos…

Kurt le pilló por sorpresa, lanzó el puño contra la mandíbula del nemet y saltó por encima de la baranda, en el momento que la nave volvía a estremecerse chocando contra el muelle.

Golpeó el agua y el agua se le metió en la nariz por el impacto y cuando algo, el casco de la nave, volvió a golpearlo.

Entonces consiguió obligarse a no luchar y se dejó llevar, envuelto en el oscuro verdor del mar, una oscuridad fugaz y acogedora. Le resultaba difícil moverse contra el peso del agua. Un momento después, visión y consciencia desaparecieron al unísono.

Estaba forcejeando. Boqueó en busca de aire y tosió echando agua, mezclándola en su garganta con el aire. Hizo un segundo intento y consiguió respirar volviendo a toser y expulsando el agua que tenía en el estómago, retorciéndose sobre las piedras que sentía bajo su vientre, mientras se le deshacían las entrañas. Alguien le levantó y le abofeteó la cara cuando consiguió volver a respirar, apartándole la cara de las piedras.

Estaba tumbado en el puerto, en medio de una gran multitud de nemets. Kta le sostenía e imploraba con palabras que no pudo comprender, mientras Bel y Val se inclinaban mirando por encima del hombro de Kta. Kta y los demás hombres estaban empapados, y supo que debieron saltar tras él.

—Kta —intentó protestar, pero su dolorida garganta sólo consiguió emitir un susurro sin voz.

—No sabías nadar —le acusó Kta—. Casi os ahogáis. ¿Deseabais esto? ¿Intentabais mataros?

—Mentisteis —susurro Kurt, intentando gritar.

—No —insistió enérgicamente, pero sus ojos parecían evidenciar comprensión—. No creo que seáis enemigo nuestro.

—Ayudadme —le imploró Kurt, pero Kta apartó ligeramente el rostro en ese gesto que implica negación y luego hizo un gesto a Val.

Con la ayuda del enorme marino, consiguieron llevarle hasta una litera improvisada con maderos, aunque Kurt intentó protestar.

Estaba todavía bajo los efectos del Shock, aterido y temblando tanto que apenas pudo evitar el encogerse. Kta le dejó poco después de esto y unos extraños se hicieron cargo de él.

El viaje por las empedradas calles de Nephane fue una pesadilla; las caras se amontonaban para mirarle de cerca y el temblequeo de la litera le redoblaba el mareo. Atravesaron unas enormes puertas y entraron en el Afen, la Fortaleza, en antesalas de triangulares bóvedas y escasa iluminación, atravesando salones y acabando en una celda sin ventanas.

Aquí se habría contentado con vivir o morir solo, pero hicieron que se incorporara y le despojaron de las mojadas ropas, y le metieron en una cama limpia envolviéndole en mantas.

Una vez le abandonaron las náuseas sintió una inmovilidad que duró varias horas. Fue consciente de que había alguien al otro lado de la puerta, alguien que no se movió en todo el transcurrir de las largas horas.

Finalmente, los guardias le llevaron ropas y le ayudaron a vestirse, y pensó que ya debía ser el día siguiente. La ropa le era extraña a su piel, y lo notó, perdiendo la poca dignidad que le quedaba. Sobre ella se puso la pel una túnica de mangas largas que le envolvía para cerrarse al frente siendo sujetada por un ancho cinturón. Ni siquiera se le permitió atarse las sandalias, sino que los guardias se encargaron de ella, entregándole, una vez terminaron, una tacita de telise, que evidentemente consideraban adecuado para todos los males del cuerpo.

Entonces, tal y como había temido, le llevaron con ellos hacia las antesalas en forma de A de la parte superior del Afen. No les causó problema alguno. No necesitaba más enemigos en Nephane de los que ya tenía.