Hace mucho tiempo, en Lankhmar, ciudad de la Toga Negra, en el mundo de Nehwon, dos años antes de la Muerte Emplumada, Fafhrd y el Ratonero Gris se separaron.
Se desconocen los motivos exactos de la riña entre el alto y pendenciero bárbaro y el esbelto y esquivo Príncipe de los Ladrones, lo que causó el fin de aquella asociación con la que vivieron grandes aventuras, y en su día fue objeto de muchas especulaciones. Algunos dijeron que se habían peleado por una muchacha; otros sostenían la idea, aún más improbable, de que habían discutido por el reparto de un botín de joyas arrebatado a Muulsh el prestamista. Srith de los Pergaminos sugiere que su distanciamiento se debió principalmente al reflejo de una hostilidad sobrenatural que existía por entonces entre Sheelba del Rostro Sin Ojos, el demoníaco mentor del Ratonero, y Ningauble de los Siete Ojos, el extraño patrón de Fafhrd con sus múltiples serpientes.
La explicación más probable, que se opone frontalmente a la hipótesis de Muulsh, es que los tiempos eran difíciles en Lankhmar, las aventuras escasas y poco atractivas, y los dos héroes habían llegado a ese punto en la vida en que un hombre con dificultades económicas desea mezclar incluso las aventuras y placeres más insólitos con ciertas actividades prudentes que conduzcan a la seguridad financiera o espiritual, aunque pocas veces, o ninguna, a ambas.
Esta teoría, la del hastío y la inseguridad, así como una diferencia de opinión sobre la mejor manera de combatir los sombríos sentimientos que embargaban su ánimo, explica los principales elementos que subyacen en la separación de la pareja... Esta teoría puede responder, y quizá incluso incorporar, la sugerencia, por lo demás ridícula, de que los dos camaradas riñeron a causa de la ortografía correcta del nombre de Fafhrd, pues el Ratonero prefería perversamente un simple equivalente lankhmariano de «Faferd», mientras que el propietario del nombre insistía en que sólo la original aglomeración de consonantes que llenaban la boca podría seguir satisfaciendo a su oído y su vista, y a su sentido semiletrado y bárbaro de la adecuación de las cosas. Los hombres aburridos e inseguros lanzan flechas a las motas de polvo.
Es cierto que su amistad, aunque no se rompió por completo, se enfrió mucho, y que sus estilos de vida, aunque ambos permanecieron en Lankhmar, divergieron notablemente.
El Ratonero Gris entró al servicio de un hombre llamado Pulg, un próspero extorsionista de pequeñas sectas religiosas, un señor del oscuro mundo del hampa de Lankhmar, que cobraba tributos a los sacerdotes de todos los diosecillos a los que trataban de convertir en dioses, so pena de diversas cosas desagradables, molestas y repugnantes que ocurrirían en los futuros servicios del diosecillo moroso. Si un sacerdote no pagaba a Pulg, sus milagros no surtirían efecto, la congregación de fieles y las colectas disminuirían mucho, y era muy posible que acabara con la piel llena de magulladuras y los huesos rotos.
En compañía de tres o cuatro matones de Pulg, y a menudo de una o dos esbeltas bailarinas, el Ratonero llegó a ser una figura familiar y amenazante en la calle de los Dioses, que va desde la Puerta del Pantano hasta los lejanos muelles y la Ciudadela. Todavía vestía de gris, se cubría con una capucha y se ceñía a un costado a Garra de Gato y a Escalpelo, aunque la daga y la espada ligeramente curva permanecían en sus vainas. Sabía por larga experiencia que una amenaza es generalmente más efectiva que su ejecución, y limitaba sus actividades a conversar y manejar el dinero. Solía empezar diciendo: «Hablo en nombre de Pulg... ¡Como suena, con una g final! ». Luego, si los religiosos se volvían recalcitrantes o demasiado testarudos en su regateo, y era necesario destrozar unos santitos o disolver a la congregación, hacía un seña a los matones para que tomaran medidas disciplinarias mientras él permanecía al margen, ocioso, generalmente dedicado a una conversación sardónica con una o varias acompañantes, y a menudo mordisqueando dulces. A medida que transcurrían los meses, el Ratonero engordaba y las sucesivas bailarinas eran más delgadas, aniñadas y de mirada sumisa.
En cuanto a Fafhrd, rompió su larga espada sobre una rodilla (produciéndose un corte profundo), arrancó de sus vestidos los pocos adornos que les quedaban (fragmentos de metal mate, bajo de ley y sin valor) y trozos de piel de roedor, renunció solemnemente a la bebida copiosa y a todos los placeres que la acompañan (durante cierto tiempo sólo tomó cerveza ligera y se abstuvo de mujeres), y se convirtió en el único acólito de Bwadres, sacerdote único de Issek de la jarra. Se dejó crecer la barba hasta que era casi tan larga como el pelo que le rozaba el hombro, enflaqueció, aparecieron huecos en sus mejillas y las órbitas de sus ojos adquirieron un aspecto cavernoso, el tono de su voz cambió de bajo a tenor, aunque no como resultado de la terrible mutilación que algunos rumoreaban que se había infligido: los que sabían que se había cortado al romper su espada, aunque mentían como bellacos con respecto a la parte del cuerpo afectada.
Los dioses en Lankhmar (es decir, los dioses y candidatos a la divinidad que moran o acampan, por así decirlo, en la Ciudad Imperecedera, no los dioses de Lankhmar .... lo cual es un asunto muy distinto, secreto y horrendo)..., los dioses en Lankhmar dan a menudo la impresión de que son tan innumerables como los granos de arena del Gran Desierto Oriental. En su gran mayoría comenzaron como hombres, o, más exactamente, los recuerdos de hombres que llevaron vidas ascéticas, acosadas por visiones, y cuyas muertes fueron dolorosas y confusas. Uno tiene la sensación de que desde el principio del tiempo una horda interminable de sus sacerdotes y apóstoles (o incluso los mismos dioses, poco importa) se han arrastrado por el mismo desierto, la Tierra Hundida, y el Gran Pantano Salado, para converger en la entrada de Lankhmar, en la Puerta del Pantano, baja y con un pesado arco, tras haber sufrido por el camino las diversas e inevitables torturas, castraciones, cegueras y lapidaciones, empalamientos, crucifixiones, descuartizamientos y demás tormentos a manos de los bandidos orientales y los infieles mingoles. Uno se siente tentado a pensar que estos últimos fueron creados con el único propósito de perseguir cruelmente a esos desdichados. Entre la santa multitud de atormentados hay algunos señores de la guerra y brujas en busca de inmortalidad infernal para sus oscuras y satánicas figuras aspirantes a deidades, y algunas protodiosas, en general doncellas de las que se dice que fueron esclavizadas durante décadas por magos sádicos y violadas por tribus enteras de mingoles.
La misma Lankhmar, y sobre todo la calle antes mencionada, constituyen el teatro o, con mayor precisión, el terreno de prueba intelectual y artístico de los protodioses, tras su criba, más material pero no menos cruel a manos de los bandidos y mingoles. Un nuevo dios (es decir, su sacerdote, o varios de ellos) comienza en la Puerta del Pantano y, con mayor o menor lentitud, se abre paso por la calle de los Dioses, alquila un templo o se apropia de unos metros cuadrados de pavimento adoquinado aquí y allá, hasta que encuentra su nivel apropiado. Muy pocos son los que logran llegar a la región anexa a la Ciudadela y se unen a la aristocracia de los dioses en Lankhmar... todavía transeúntes, aunque residen ahí desde hace siglos e incluso milenios (los dioses de Lankhmar son tan celosos como secretos). Son muchos más los diosecillos que permanecen quizá una sola noche junto a la Puerta del Pantano y luego desaparecen bruscamente, tal vez en busca de ciudades cuyos habitantes sean menos críticos. La mayoría llegan a medio camino de la calle de los Dioses y luego, lentamente, desandan sus pasos, resistiéndose encarnizadamente a la pérdida de cada palmo y cada metro de terreno, hasta que llegan de nuevo a la Puerta del Pantano y se desvanecen para siempre de Lankhmar y del recuerdo de los hombres.
Issek de la jarra, a quien Fafhrd había decidido servir, fue en otro tiempo el más modesto y desafortunado de los dioses, más bien diosecillos, en Lankhmar. Allí había morado durante unos trece años, y en ese tiempo sólo había ascendido dos manzanas por la calle de los Dioses, y ahora retrocedía, dispuesto ya a sumirse en el olvido. No hay que confundirle con Issek Sin Brazos, Issek de las Piernas Quemadas, Issek Desollado o cualquier otra de las numerosas y pintorescamente mutiladas divinidades de ese nombre. Su impopularidad puede deberse en parte a que la forma de su muerte —en el potro de tortura— no se consideró especialmente espectacular. Algunos eruditos le han confundido con Issek Anforizado, un santo menor totalmente diferente cuya aspiración a la inmortalidad radica en su confinamiento durante diecisiete años dentro de un ánfora de barro no demasiado espaciosa. La jarra (la de Issek de la jarra) contenía al parecer Aguas de la Paz procedentes de la Cisterna de Cillivat, pero es evidente que pocos sintieron sed de aquellas aguas. Si uno tuviera que dar un buen ejemplo de un dios que a pesar de sus atributos divinos nunca llegó a nada, difícilmente podría encontrar uno mejor que Issek de la Jarra, mientras que Bwadres era la misma encarnación del sacerdote fracasado, marchito, senil, siempre con excusas en los labios y refunfuños. La razón de que Fafhrd se uniera a Bwadres y no a cualquier otro de los muchos santones más animados y con mejores perspectivas, era que una vez había visto a Bwadres acariciar la cabeza de un niño sordomudo cuando nadie podía verlo (al menos que Bwadres supiera) y el incidente había permanecido en la mente del bárbaro. Pero, por lo demás, Bwadres era un viejo decrépito sin nada excepcional.
Sin embargo, después de que Fafhrd se convirtiera en su acólito, las cosas empezaron a cambiar un poco.
En primer lugar, y aun cuando ésa hubiera sido su única colaboración, Fafhrd se constituyó en una congregación de un solo hombre muy impresionante desde el primer día, cuando se presentó con aspecto andrajoso y ensangrentado (a causa de los cortes producidos al romper su larga espada). Con su altura de casi dos metros y su aspecto todavía aguerrido, sobresalía como una montaña entre las ancianas, los niños y el variopinto populacho que constituía la maloliente, ruidosa y voluble muchedumbre de fieles en el extremo de la calle de los Dioses donde se alzaba la Puerta del Pantano. Era evidente que si Issek de la Jarra podía atraer a un fiel como aquél, el diosecillo debía poseer unas virtudes insospechadas. La altura formidable de Fafhrd, la anchura de sus hombros y su porte tenían otra ventaja, y era que podía delimitar un área muy respetable de adoquines para Bwadres e Issek, simplemente tendiéndose a dormir en el suelo una vez concluidos los servicios nocturnos.
Por esa época, palurdos y rufianes dejaron de dar codazos a Bwadres y de escupirle. Fafhrd era muy pacífico en su nueva personalidad —después de todo, Issek de la jarra era especialmente un diosecillo de la paz—, pero tenía un buen sentido bárbaro de los cánones sociales. Si alguien se tomaba libertades con Bwadres o interrumpía los diversos rituales del culto a Issek, el gigantesco acólito lo levantaba y lo dejaba caer en alguna parte, con un coscorrón admonitorio si era preciso..., una especie de paliza informal con un solo golpe.
Bwadres cambió de un modo asombroso como resultado de este respiro absolutamente inesperado concedido, tanto a él como a su divinidad, al mismo borde de la desaparición. Hasta entonces sólo había comido dos veces a la semana, pero empezó a hacerlo con más frecuencia y también a peinarse su larga barba. Pronto se desprendió de su senilidad como de un manto viejo, y sólo conservó un fulgor alocado y testarudo en los ojos amarillentos. Empezó a predicar el evangelio de Issek de la Jarra con un fervor y una confianza como no había conocido hasta entonces.
Entretanto, y en segundo lugar, Fafhrd comenzó muy pronto a colaborar en la promoción del culto a Issek de la jarra con algo más que su tamaño, presencia y notable talento como apagabroncas. Al cabo de dos meses de silencio absoluto que él mismo se había impuesto, y que se negó a romper incluso para responder a las preguntas más triviales de Bwadres, quien al principio estaba muy perplejo ante aquel gigante converso, Fafhrd se procuró una pequeña lira rota, la reparó y empezó a cantar con regularidad el Credo y la Historia de Issek de la jarra en todos los servicios religiosos. No competía en modo alguno con Bwadres, nunca cantaba las letanías ni se atrevía a bendecir en nombre de Issek. De hecho, siempre se arrodillaba y guardaba silencio mientras servía a Bwadres como acólito, pero sentado en el suelo a los pies del oficiante, mientras éste meditaba entre rituales, Fafhrd tocaba melodiosos acordes con su pequeña lira y cantaba con una voz aguda, agradable, románticamente vibrante.
Fafhrd había pasado su infancia en el Yermo Frío, muy al norte de Lankhmar a través del Mar Interior, el boscoso Reino de las Ocho Ciudades y las montañas de Trollstep, y asistido a la escuela de los burdos cantores (llamados así, aunque lo que hacían era salmodiar más que cantar, porque alzaban la voz con un tono de tenor) y no a la de los burdos rugientes (que entonaban con voz de bajo). Esta reanudación de un estilo declamatorio inculcado, que también utilizaba para responder a las pocas preguntas en las que su humildad le permitía reparar, era la verdadera y única razón del cambio en la voz de Fafhrd, que se convirtió en la comidilla de quienes le habían conocido como compañero de armas del Ratonero Gris, dotado de una voz profunda.
Al repetirla una y otra vez, Fafhrd iba alterando gradualmente la historia de Issek de la jarra. En pequeñas etapas, que incluso a Bwadres le habrían pasado desapercibidas aunque hubiera deseado captarlas, fue transformándola en algo mucho más parecido a la saga de un héroe nórdico, aunque suavizada en ciertos aspectos. Issek no había matado de niño a dragones y otros monstruos, cosa que habría entrado en contradicción con su credo, sino que se había limitado a jugar con ellos, nadando con el leviatán, haciendo cabriolas con behemot y volando por el espacio sin caminos con dragones alados, grifos e hipogrifos. Tampoco el hombre Issek había dispersado a reyes y emperadores en combate, sino que se había limitado a pasmarlos, a ellos y a sus temblorosos ministros, al caminar sobre campos de puntiagudas espadas envenenadas, permanecer en posición de firmes dentro de hornos ardientes y caminar sobre grandes depósitos de aceite hirviendo, y todo ello mientras pronunciaba magníficos sermones sobre el amor fraterno en unas estrofas perfectas, de rima intrincada.
El Issek de Bwadres expiró con mucha rapidez, aunque no sin algunas admoniciones de despedida, tras haber sido descoyuntado en el potro de tortura. El Issek de Fafhrd (ahora el único Issek) había roto siete potros antes de que empezara a debilitarse seriamente. Incluso cuando le dieron por muerto, en cuanto le quitaron las ataduras agarró al jefe de los torturadores por la garganta, con fuerza suficiente para estrangular al malvado de haberlo querido, aunque éste era campeón de luchadores. Pero el Issek de Fafhrd no hizo tal cosa, pues también eso habría ido en contra de su credo; se limitó a romper la gruesa cadena que el torturador llevaba al cuello, insignia de su cargo, retorciéndola hasta convertirla en un símbolo de la jarra de exquisita belleza, antes de permitir que su espíritu le abandonara y volara hacia la eternidad, donde proseguía sus maravillosas aventuras.
Pues bien, como la gran mayoría de los dioses en Lankhmar procedentes de los Reinos Orientales, o por lo menos del decadente y afín país meridional alrededor de Quarmall, habían sido en sus encarnaciones terrenas unos tipos bastante afeminados, incapaces de aguantar más de unos minutos colgados de la horca o unas pocas horas de empalamiento, y con una resistencia relativamente escasa al plomo fundido o las lluvias de dardos con púas, y como tampoco eran demasiado dados a componer poesía romántica o a gallardas hazañas con bestias extrañas, no es de extrañar que Issek de la jarra, en la interpretación de Fafhrd, consiguiera rápidamente y retuviera la atención, y poco después también la devoción, de una parte cada vez más considerable de la multitud normalmente inestable y deslumbrada por los dioses. Sobre todo la visión de Issek de la jarra levantándose con su potro de tortura, correteando con él a la espalda, rompiéndolo y luego esperando calmosamente y con los brazos extendidos por propia voluntad hasta que preparasen otro potro de tortura y se lo aplicaran... Esa visión, en particular, llegó a ocupar un lugar de importancia capital en los sueños y ensoñaciones de muchos porteadores, mendigos, sucios bribones y los rapaces y familiares ancianos de aquel personal.
Como resultado de esta popularidad, Issek de la jarra no sólo avanzó pronto por segunda vez calle de los Dioses arriba, hazaña bastante insólita por sí misma, sino que también lo hizo a mayor velocidad que cualquier otro dios en la era moderna. Casi a cada nuevo servicio religioso, Bwadres y Fafhrd podían trasladar su sencillo altar algunos metros más hacia la Ciudadela, a medida que sus fieles cada vez más numerosos iban cubriendo áreas temporalmente consagradas a dioses con menos poder de atracción, y con frecuencia los fieles rezagados e incansables les permitían celebrar los servicios hasta que las primeras luces del alba enrojecían el cielo: diez o nueve repeticiones del ritual (y los metros conseguidos) en una noche. No pasó mucho tiempo antes de que cambiara la composición de sus congregaciones y aparecieran individuos adinerados: mercenarios y mercaderes, ladrones de guante blanco y pequeños funcionarios, cortesanas enjoyadas y aristócratas que iban a divertirse a los barrios bajos, filósofos rapados que se burlaban de los enmarañados argumentos de Bwadres y el credo irracional de Issek, pero que en secreto sentían un temor reverencia) por la aparente sinceridad del anciano y su acólito gigante y poético... Y con estos recién llegados de bolsa bien provista llegaron, inevitablemente, los desalmados mercenarios de Pulg y otros halcones semejantes que volaban en círculo sobre los corrales de la religión.
Como es natural, esto amenazaba con plantear un problema considerable al Ratonero Gris.
Mientras Issek, Bwadres y Fafhrd no estuvieron muy alejados de la Puerta del Pantano, no hubo nada de qué preocuparse. Cuando llegaba el momento de la colecta y Fafhrd pasaba alrededor de la congregación con las manos juntas y ahuecadas, lo que recogía, en el mejor de los casos, eran unos mendrugos mohosos, verduras corrientes ya pasadas, trapos, ramitas, pedazos de carbón y, muy raramente, lo que le hacía exclamar de sorpresa, monedas de latón torcidas, abolladas y verdosas. Ese pago en especie no llamaba la atención ni siquiera de chantajistas menos importantes que Pulg, y Fafhrd no tenía problema alguno para tratar con los tipos insignificantes y retardados que querían jugar al Rey Ladrón a la sombra de la Puerta del Pantano. Más de una vez el Ratonero advirtió a Fafhrd que este estado de cosas era ideal, y que cualquier avance considerable de Issek por la calle de los Dioses sólo podría conducir a situaciones desagradables. Si algo caracterizaba al Ratonero era su cautela, que coronaba con una buena dosis de presciencia. Le gustaba, o creía firmemente que así era, su recién conseguida seguridad, casi tanto como se gustaba a sí mismo. Sabía que, como mercenario de Pulg contratado recientemente, el Gran Hombre todavía le vigilaba estrechamente, y que toda apariencia de que su amistad con Fafhrd continuaba (para la mayoría de la gente se habían peleado irrevocablemente) podría perjudicarle en el futuro. Por ello, en las ocasiones en que deambulaba por la calle de los Dioses en sus horas libres —es decir, de día, pues en Lankhmar la actividad religiosa es sobre todo nocturna, realizada a la luz de las antorchas—, nunca parecía hablar directamente con Fafhrd y, mientras daba la impresión de que se dedicaba a un asunto particular o a un placer distinto (o quizá había ido allí secretamente para contemplar con satisfacción maligna el estado de su enemigo caído, lo cual era la segunda línea de defensa del Ratonero contra las posibles acusaciones de Pulg), se las ingeniaba para sostener largas conversaciones hablando por la comisura de los labios, y Fafhrd respondía, si llegaba a hacerlo, de la misma manera, aunque en su caso era más probable que se debiera a su ensimismamiento místico que a una política deliberada.
—Mira, Fafhrd —dijo el Ratonero en la tercera de tales ocasiones, mientras fingía examinar a una muchacha mendiga de miembros muy delgados y vientre abultado, como si tratara de decidir si una dieta de carne magra y algunos ejercicios físicos bastarían para transformar su aspecto de pordiosera hambrienta en el de una guapa golfilla—. Mira, Fafhrd, aquí puedes hacer lo que quieras, lo que has elegido... En mi opinión, eso de juntar unos fragmentos poéticos y hacer gorgoritos para encandilar a los bobos es una buena oportunidad... Pero en cualquier caso tienes que hacerlo aquí, en las proximidades de la Puerta del Pantano, pues la única cosa en el mundo que no está cerca de la Puerta del Pantano es el dinero, y dices que no lo quieres... ¡Allá tú con tus necesidades! Pero déjame que te diga algo. Si permites que Bwadres se aproxime más a la Ciudadela... Sí, incluso a la distancia de un tiro de piedra... Conseguirás dinero lo quieras o no, y con ese dinero, tú y Bwadres compraréis algo, también de buen o mal grado y por mucho que cerréis la bolsa y los oídos a los gritos de los mercachifles... Eso que tú y Bwadres vais a comprar, es un fardo de disturbios y problemas.
Fafhrd se limitó a responder con un leve gruñido, que era equivalente a un encogimiento de hombros. Estaba totalmente concentrado en algo que sus largos dedos manipulaban con fuerza, aunque a la vez con delicadeza, pero que los grandes dorsos de sus manos ocultaban a la vista del Ratonero.
—A propósito, ¿cómo está el viejo idiota desde que come con regularidad? —siguió el Ratonero, inclinándose un poco más para tratar de ver lo que hacía el nórdico—.Sigue tan testarudo como siempre, ¿eh? ¿Aún está empeñado en llevar a Issek a la Ciudadela? ¿Sigue tan poco razonable con respecto a... las cuestiones de negocios?
—Bwadres es un buen hombre —dijo Fafhrd en voz baja.
—Cada vez más, eso parece ser la causa principal de los conflictos —respondió el Ratonero en un tono sardónico y algo exasperado—. Pero mira, Fafhrd, no es preciso intentar que Bwadres cambie de idea... Empiezo a dudar de que si los mismos Sheelba y Ning unieran sus esfuerzos, fuesen capaces de lograr esa revolución cósmica. Pero tú no necesitas ayuda para hacer lo necesario; bastará con que des a tu poesía un cierto tinte sombrío y añadas un poco de pesimismo al credo de Issek... A estas alturas, hasta tú mismo debes de estar harto de esa ridícula mezcla de estoicismo nórdico y masoquismo meridional. Sin duda deseas un cambio y, para un verdadero artista, un tema es tan bueno como otro. O haz algo más sencillo todavía: limítate a impedir que el altar de Issek vaya subiendo por la calle en esas noches triunfales... ¡O haz incluso que retroceda un poco! En cualquier caso, Bwadres se excita tanto cuando reúnes a una gran congregación, que el viejo estúpido ni siquiera sabe qué dirección tomas. Podrías avanzar al estilo de la rana de pozo, o hacer lo más sensato de todo: divide el dinero recogido antes de entregar la colecta a Bwadres. Yo podría enseñarte un juego de manos adecuado en el espacio de un amanecer, aunque la verdad es que no te hace falta... Con esas manos enormes puedes esconder cualquier cosa.
—No —replicó Fafhrd secamente.
—Como quieras —dijo el Ratonero en tono jovial, aunque evidenciando que la reacción de su antiguo amigo no le era indiferente—. Métete en líos si quieres, busca la muerte si tanto te empeñas... Oye, Fafhrd, ¿qué es lo que estás manoseando? ¡No, idiota! ¡No me lo des! Sólo déjame verlo. ¡Por la Toga Negra! ¿Qué es esto?
Sin alzar la vista ni hacer ningún otro movimiento que pudiera llamar la atención, Fafhrd había tendido sus manos ahuecadas, como si mostrara, en dirección al Ratonero, una mariposa o un escarabajo cautivos, y realmente a primera vista parecía como si revelara con cautela a un gran escarabajo provisto de un caparazón de oro suavemente bruñido.
—Es una ofrenda para Issek —explicó Fafhrd—, una ofrenda que hizo anoche una dama devota unida espiritualmente al dios.
—Sí, y a la mitad de los jóvenes aristócratas de Lankhmar, y no precisamente en espíritu —susurró el Ratonero—. Sé distinguir un brazalete con espiral doble de Lessnya cuando lo veo. Por cierto, dicen que se lo regalaron los duques gemelos de Ilthmar. ¿Qué tuviste que hacer para conseguirlo? Espera, no contestes, ya lo sé... ¡Recitar poesía! Fafhrd, las cosas están mucho peor de lo que creía. Si Pulg supiera que ya estás obteniendo oro... —Exhaló un largo suspiro—. Pero, ¿qué has hecho con eso?
—Le he dado la forma de la Santa jarra —respondió Fafhrd, al tiempo que agachaba un poco más la cabeza y ensanchaba la abertura de las manos.
—Ya veo —susurró el Ratonero. El oro blando había sido retorcido hasta formar un extraño nudo notablemente liso—. Y es un trabajo que no está del todo mal. ¿Sabes, Fafhrd? Me parece asombroso que conserves un sentido tan delicado de las curvas cuando llevas seis meses sin dormir con ellas a tu lado. Sin duda tales cosas son nociones opuestas. No, no hables todavía, se me ocurre una idea. ¡Y por la Escápula Negra que es una buena idea! Fafhrd, tienes que darme esa joya para que se la entregue a Puig... ¡No, por favor, escúchame hasta el final y luego piénsalo bien! No es por el oro, ni como un soborno o parte de un primer reparto... No pido eso, ni a ti ni a Bwadres... Se trata simplemente de una prenda, una pieza de presentación. He llegado a conocer bien a Pulg, y sé que tiene una extraña vena sentimental... Le gusta que sus... clientes, como los llama a veces, le hagan pequeños regalos, que son como trofeos. Siempre han de estar relacionados con el dios en cuestión: cálices, incensarios, huesos con filigrana de plata, amuletos enjoyados, esa clase de cosas. Le gusta sentarse ante los estantes donde los guarda para mirarlos y soñar. A veces creo que ese hombre se está volviendo religioso sin darse cuenta. Si le llevara ese objeto... sé que empezaría a sentir afecto por Issek. Me diría que no moleste demasiado a Bwadres, y hasta sería posible dejar de lado la cuestión del tributo..., por lo menos hasta que subáis otras tres manzanas.
—No.
—Como quieras, amigo mío. Ven conmigo, cariño, que te invitaré a un filete. —El Ratonero pronunció estas últimas palabras en su tono de conversación normal, dirigidas, naturalmente, a la muchacha mendiga, la cual reaccionó con una expresión de temor que parecía habitual y bastante lánguida—. No me refiero a un filete de pescado, pequeña. ¿No sabes que los hay de otras clases? Dale esta moneda a tu madre, cariño, y ven conmigo. El puesto de filetes está a cuatro manzanas más arriba. No, no tomaremos una litera... Necesitas ejercicio. ¡Adiós, retador de la muerte!
Aunque por el tono de este último susurro el Ratonero quiso dar a entender que se lavaba las manos, hizo cuanto estuvo en su mano para posponer la aciaga noche del ajuste de cuentas: buscó tareas más apremiantes para los matones de Pulg, alegó que tal o cual augurio no era favorable para poner de inmediato en vereda a Bwadres, pues Pulg, junto con su vena de sentimentalismo, había revelado recientemente otra de superstición...
Desde luego, no habría surgido ningún problema insuperable si Bwadres hubiera tenido ese sentido realista en cuestiones de dinero que, cuando se presenta una auténtica crisis, muestran casi invariablemente tanto el sacerdote más gordo y codicioso como el santón más escuálido y apartado del mundo. Pero Bwadres era testarudo, y éste era probablemente, como hemos insinuado, el único síntoma, aunque muy inconveniente, que le quedaba de la senilidad que parecía haber superado. No pagaría ni un solo tik (la moneda más pequeña de Lankhmar) de hierro oxidado a los extorsionistas. De ello se jactaba Bwadres, y para empeorar más las cosas, si eso fuera posible, ni siquiera gastaba dinero en el alquiler de un mobiliario llamativo o de espacio sacro para Issek, tal como era prácticamente obligatorio cuando los dioses avanzaban por el tramo central de la calle. Comprobaba personalmente que todo el dinero de las colectas: tiks, agotes de bronce, smerduks de plata, rilks de oro, sí, ¡y todo glulditch de diamante engastado en ámbar!, hasta la última moneda se ahorrara para comprarle a Issek el mejor templo en el extremo de la Ciudadela, es decir, el templo de Aarth el Invisible que todo lo oye, del que se dice que es uno de los dioses más antiguos y poderosos de todos los que están en Lankhmar.
Como es natural, este demencial desafío que lanzaba a los cuatro vientos sin ninguna reserva, tenía el efecto de aumentar todavía más la creciente popularidad de Issek y hacer que la congregación engrosara con toda clase de gentes que, por lo menos al principio, llegaban como simples buscadores de curiosidades. Las apuestas sobre lo lejos que llegaría Issek calle arriba y en cuánto tiempo (pues en Lankhmar es corriente que se apueste por tales cosas) empezaron a sufrir insospechadas oscilaciones cuando el asunto rebasó con creces las astutas pero esencialmente limitadas imaginaciones de los corredores de apuestas. Bwadres empezó a dormir acurrucado en el arroyo, alrededor del cofre de Issek (primero una vieja bolsa de ajos y más tarde un pequeño y recio tonel con una abertura en la parte superior para introducir las monedas) y con Fafhrd acurrucado en torno a él. Sólo uno de ellos dormía, mientras el otro descansaba pero se mantenía vigilante.
En un momento determinado, el Ratonero casi llegó a la decisión de degollar a Bwadres como única solución posible a su dilema. Pero sabía que semejante acto sería el único crimen imperdonable contra su nueva profesión —sería malo para los negocios—, y ciertamente le enemistaría para siempre con Pulg y los demás extorsionistas si llegaban a tener la menor sospecha de él. Había que vapulear a Bwadres si era necesario, sí, incluso torturarle, pero al mismo tiempo era preciso tratarle como a una gallina de los huevos de oro. Además, el Ratonero tenía el presentimiento de que quitar de en medio a Bwadres no detendría a Issek..., no mientras Issek pudiera contar con Fafhrd.
Lo que forzó el desenlace del asunto, o más bien su primer desenlace, y obligó a obrar al Ratonero, fue la evidencia ineludible de que si retrasaba más la recaudación del tributo de Bwadres para Pulg, entonces los extorsionistas rivales, y un tal Basharat en particular, lo harían por su cuenta. Como Primer Chantajista de Sectas Religiosas en Lankhmar, Pulg tenía derecho a beneficiarse el primero, pero si no lo hacía durante un período de tiempo que no era razonable (al margen de los augurios o el argumento de que así el botín sería mayor), entonces Bwadres sería víctima de otro..., de Basharat en particular, porque era el principal rival de Pulg.
Ocurrió entonces lo que suele ocurrir: los esfuerzos del Ratonero para evitar la noche aciaga sólo la hicieron más oscura y tormentosa cuando finalmente llegó.
Cuando llegó al fin la penúltima noche, señalada por una advertencia final que Basharat envió a Pulg, el Ratonero, que había estado confiando en alguna maravillosa inspiración de última hora que no se presentó, tomó una salida que a algunos les podría parecer propia de un cobarde. Utilizando a la muchacha mendiga, a la que había llamado Lirionegro, y algunos otros subordinados, hizo correr el rumor de que el Tesorero del Templo de Aarth se disponía a huir en una chalupa alquilada a través del Mar Interior, llevándose consigo todos los fondos y objetos valiosos del templo, incluido un juego de accesorios para el altar con perlas negras incrustadas, regalo de la esposa del Señor Supremo, y del que todavía no se había separado la parte destinada a Pulg. Calculó el momento de la extensión del rumor de modo que regresara a él, por canales no impugnables, en cuanto se hubiera puesto en camino, con cuatro matones bien armados, hacia el lugar donde estaban los servidores de Issek.
Cabe observar, de pasada, que el Tesorero de Aarth estaba realmente en apuros económicos y, en efecto, había alquilado una chalupa negra, lo cual demostraba no sólo que el Ratonero utilizaba un buen tejido para sus invenciones, sino también que Bwadres, desde el punto de vista de terratenientes y banqueros, había hecho una elección insuperable al seleccionar el futuro templo de Issek, tanto si lo hizo casualmente como si fue por una extraña astucia compañera de su testarudez senil.
El Ratonero no pudo desviar toda su fuerza expedicionaria, pues era preciso salvar a Bwadres de Basharat. No obstante, pudo dividirla con la seguridad casi absoluta de que Pulg consideraría su acción como la mejor estrategia a seguir en aquellos momentos. Envió a tres matones con instrucciones concretas de que pidieran cuentas a Bwadres, mientras él partía con una guardia mínima para interceptar al tesorero que presuntamente huía cargado con su botín.
Naturalmente, el Ratonero podría haberse puesto al frente del grupo que fue en busca de Bwadres, pero eso habría supuesto su enfrentamiento personal con Fafhrd, la disyuntiva de vencerle o de ser vencido por él, y aunque el Ratonero quería hacer todo lo posible por su amigo, deseaba (así lo creía) hacer algo más que eso por su propia seguridad.
Como hemos sugerido, alguien podría pensar que al tomar esa decisión el Ratonero Gris arrojaba a su amigo a los lobos. Sin embargo, hay que recordar siempre que el Ratonero conocía bien a Fafhrd.
Los tres matones, quienes no conocían al nórdico (el Ratonero los había seleccionado por esa razón), estaban satisfechos por el giro que tomaban los acontecimientos. Un encargo independiente siempre suponía la posibilidad de alguna hazaña brillante y, quizá, de promoción. Aguardaron la primera pausa entre servicios religiosos, cuando sería inevitable el paso de mucha gente y los empujones. Entonces uno de ellos, que llevaba una pequeña hacha al cinto, se dirigió directamente a Bwadres y su tonel, que el religioso usaba también como altar para lo cual lo cubría con la bolsa de ajos sagrada. Otro desenvainó su espada y amenazó a Fafhrd, aunque manteniéndose a prudente distancia del gigante. El tercero, adoptando la postura burlona, los modales zafios pero eficientes de quien dirige el espectáculo en un lupanar, lanzó sonoras advertencias a los congregados, mientras los sometía a una vigilancia razonable. Los habitantes de Lankhmar estaban tan apegados a la tradición, que era impensable que obstaculizaran una actividad tan legítima como la de un chantajista —y nada menos que el Primer Chantajista— ni siquiera en defensa de un sacerdote favorito. Pero nunca se puede descartar la presencia de forasteros o locos, aunque en Lankhmar incluso los locos generalmente respetan las tradiciones...
Ninguno de los congregados vio el acontecimiento capital que tuvo lugar a continuación, pues todos tenían la mirada fija en el primer matón, el cual estaba asfixiando a Bwadres con una mano mientras con la otra, que sujetaba el hacha, apuntaba hacia el tonel. Se oyó un grito de sorpresa y un ruido metálico. El segundo matón se había abalanzado contra Fafhrd, pero había soltado la espada y agitaba la mano como si le doliera. Sin apresurarse, Fafhrd le cogió por un pliegue de la ropa entre los omóplatos, se acercó al primer matón en dos zancadas gigantescas, le hizo soltar el hacha de un golpe y le cogió del mismo modo que a su compañero.
Era una escena impresionante: el gigantesco acólito, de mejillas hundidas y barba poblada, con su larga túnica de pelo de camello sin teñir (regalo reciente de un devoto), de pie, con las rodillas dobladas y los pies bien separados, sosteniendo en lo alto, a cada lado, a un matón tembloroso.
Pero aunque el cuadro era de lo más impresionante, ofrecía una oportunidad a medida para el tercer matón, el cual desenvainó al instante su cimitarra y, con una sonrisa de acróbata y un saludo a la multitud, se lanzó contra el vértice del ángulo obtuso formado por la unión de las piernas de Fafhrd.
La muchedumbre se estremeció y gritó ante la inminencia del golpe tremendo.
Se oyó un ruido apagado y el tercer matón dejó caer su espada. Sin cambiar de posición, Fafhrd balanceó a los dos matones que sostenía y puso en violento y sonoro contacto sus cabezas respectivas. Con un movimiento no menos preciso, los separó de nuevo y los arrojó uno a cada lado, inconscientes, entre los espectadores. Entonces, también sin aparente apresuramiento, agarró al tercer matón por el cuello y la entrepierna y lo lanzó a considerable distancia entre la multitud, cayendo sobre dos sicarios de Basharat que habían estado contemplando la escena con gran interés.
Se hizo un silencio absoluto durante unos segundos, y entonces la multitud empezó a aplaudir entusiastamente. Los tradicionalistas lankhmarianos consideraban muy apropiado que los chantajistas se dedicaran a chantajear, pero también les parecía muy lógico que un extraño acólito obrara milagros, y jamás dejaban de aplaudir una buena actuación.
Bwadres, tocándose la garganta dolorida y jadeando un poco todavía, sonrió complacido cuando por fin Fafhrd se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y agradeció los aplausos inclinando la cabeza. Entonces el viejo sacerdote dirigió a los reunidos un sermón que les electrizó todavía más, insinuando que Issek, en su reino celestial, se preparaba para visitar personalmente Lankhmar. Atribuyó la derrota que su acólito había infligido a los tres malvados a la inspiración del poder de Issek, y debía interpretarse como una especie de anticipo de la inminente reencarnación del dios.
La consecuencia más importante de esta victoria de las palomas sobre los halcones fue una breve conferencia nocturna en la trastienda de la posada «La Anguila de Plata», en la que Pulg primero alabó calurosamente y luego reprendió con frialdad al Ratonero Gris.
Le alabó por interceptar al Tesorero de Aarth, el cual, según se supo, había embarcado en la chalupa negra no para huir de Lankhmar, sino sólo para pasar un fin de semana en el mar, con varios compañeros licenciosos y una tal hala, Suma Sacerdotisa de la diosa del mismo nombre. Sin embargo, había llevado consigo varios de los accesorios del altar con perlas negras incrustadas (al parecer para regalarlos a la Suma Sacerdotisa) y, como es natural, el Ratonero se los confiscó antes de desear al grupo sacro los placeres más exquisitos durante sus vacaciones. Pulg juzgó que el botín del Ratonero equivalía aproximadamente al doble de lo habitual, lo cual parecía una cifra razonable para cubrir la irregularidad del Tesorero.
Reprendió al Ratonero por no advertir a los tres matones del peligro que representaba Fafhrd y no instruirles con detalle sobre cómo tenían que tratar al gigante.
—Son tus muchachos, hijo mío, y te juzgo por su actuación —le dijo Pulg en un tono paternal y pausado—. Para mí, si ellos tropiezan, tú te caes. Conoces bien a ese nórdico, hijo, y deberías haberles adiestrado para hacer frente a sus artimañas. Has resuelto bien tu principal problema, pero has fallado en un detalle importante. Espero una buena estrategia de mis lugartenientes, pero exijo una táctica intachable.
El Ratonero inclinó la cabeza.
—Tú y ese nórdico fuisteis camaradas en otro tiempo —siguió diciendo Pulg, e inclinándose sobre la mesa llena de muescas añadió—: No serás condescendiente con él, ¿verdad, hijo?
El Ratonero arqueó las cejas, y sus fosas nasales se ensancharon al tiempo que movía lentamente el rostro de un lado a otro. Pulg se rascó la nariz, pensativo.
—Bien, mañana por la noche iremos juntos, pues hemos de dar ejemplo con Bwadres... Un ejemplo que persista, que se fije como el pegamento de los mingoles. Sugiero que primero Grilli vaya a inmovilizar al nórdico. No puede matarle, pues es él quien consigue el dinero, pero con los tendones de los tobillos cortados todavía podrá andar a gatas y, en cierto modo, será una atracción aún mejor. ¿Qué te parece la idea?
El Ratonero entrecerró los ojos y permaneció unos instantes pensativo.
—Me parece mala —respondió audazmente—. Siento tener que admitirlo, pero ese nórdico utiliza a veces unas artimañas que ni siquiera yo puedo estar seguro de superar... Trucos de bárbaro salvaje que surgen súbitamente de un capricho que ningún hombre civilizado puede prever. Es posible que Grilli pueda lesionarle, pero ¿y si no lo consigue? Te diré cuál es mi idea... Sin duda te hará creer que sigo siendo condescendiente con ese hombre, pero te lo digo porque es lo mejor que se me ocurre: déjame que le emborrache cuando anochezca. Entonces estará fuera de combate con seguridad.
Pulg frunció el ceño.
—¿Seguro que puedes hacer eso, hijo? Dicen que ha renunciado a la bebida, y se aferra a Bwadres como un calamar gigante.
—Yo puedo separarle, y de esta manera no nos arriesgaremos a estropearle para el espectáculo de Bwadres. La batalla siempre es incierta. Puedes tener la intención de desjarretarle y luego, en el calor de la lucha, a lo mejor lo degüellas.
Pulg meneó la cabeza.
—Pero así también le dejamos en condiciones de zurrar a nuestros cobradores la próxima vez que vayan a recoger el dinero. No podemos emborracharle cada vez que pasamos cuentas; es demasiado complicado... No, no es la mejor solución.
—No tiene por qué ocurrir eso —dijo el Ratonero, en tono de confianza—. Una vez que Bwadres empiece a pagar, el nórdico aceptará la situación.
Pulg siguió meneando la cabeza.
—Eso son suposiciones, hijo. Sí, ya sé que eres muy agudo, pero no dejan de ser suposiciones. Quiero que este asunto se resuelva con energía, dar un ejemplo que perdure, como te he dicho. Recuerda, hijo, que el hombre para quien montaremos este espectáculo mañana por la noche es Basharat. Puedes estar seguro de que estará allí, aunque en la última fila, sin duda... ¿Te has enterado de cómo ese nórdico se deshizo de dos de sus muchachos? Eso me gustó. —Una ancha sonrisa apareció en su rostro, pero en seguida volvió a ponerse serio—. Así que lo hacemos a mi manera, ¿eh? Grilli es muy seguro.
El Ratonero se encogió de hombros, impasible.
—Si tú lo dices... ¿Sabes que algunos nórdicos se suicidan si los dejan lisiados? No creo que él hiciera tal cosa, pero nunca se sabe. En cualquier caso, yo diría que tu plan tiene cuatro probabilidades entre cinco de salir a la perfección. Cuatro entre cinco.
Pulg frunció el ceño y fijó sus ojos ribeteados de rojo, bastante porcinos, en el Ratonero.
—¿Estás seguro de que podrás emborracharle, hijo? ¿Cinco probabilidades entre cinco?
—Claro que puedo hacerlo —respondió el Ratonero.
Había pensado media docena de argumentos adicionales en favor de su plan, pero se los calló. Ni siquiera añadió «seis entre seis», aunque sentía la tentación de decirlo. Estaba aprendiendo.
De súbito, Pulg se reclinó en su silla y soltó una risotada, señal de que la parte de la conferencia dedicada al trabajo había terminado. Dio un pellizco a la muchacha desnuda que estaba de pie a su lado.
—¡Vino! —ordenó—. Y no ese aguachirle azucarado que guardo para los clientes... ¿Es que Zizzi no te ha dado instrucciones? Trae el vino de verdad, el que está detrás del ídolo verde. Vamos, hijo, brindemos y luego cuéntame algo de ese Issek. Estoy interesado por él. Todos ellos me interesan.
Señaló con un vago gesto de la mano los relucientes estantes en los que se amontonaban los objetos religiosos, en la vitrina delicadamente tallada que se alzaba a un extremo de la mesa. Tenía el ceño fruncido, pero era distinto al aspecto de su entrecejo cuando hablaba de negocios.
—En este mundo hay más cosas de las que comprendemos —dijo sentenciosamente—. ¿Sabías eso, hijo? —El gran hombre volvió a menear la cabeza, pero de un modo muy distinto al anterior; estaba pasando con celeridad a su talante más metafísico—. Hay algo que me intriga a veces. Tú y yo, hijo, sabemos que eso son juguetes. —Volvió a señalar la vitrina—. Pero los sentimientos que los hombres experimentan hacia ellos son... reales, ¿verdad? Y pueden ser extraños. Tales sentimientos son fáciles de comprender en parte: el coco que hace temblar a los chiquillos, los necios que se quedan boquiabiertos en un espectáculo y esperan ver sangre o cuerpos más o menos desnudos... Pero hay otra parte que es extraña. Los sacerdotes dicen tonterías, los fieles gimen y rezan, y entonces algo cobra vida. No sé qué es ese algo, ojalá lo supiera, pero es extraño. —Volvió a menear la cabeza—. Eso le hace pensar a cualquiera. Anda, hijo, bebe el vino... Vigila su copa, muchacha, no dejes que esté vacía... Y háblame de Issek. Me interesan todos ellos, pero en estos momentos quiero saberlo todo de él.
No hizo la menor insinuación de que en los dos últimos meses había estado observando los servicios religiosos de Issek, por lo menos cinco noches a la semana, tras la celosía de diversas habitaciones en penumbra a lo largo de la calle de los Dioses. Y eso era algo que ni siquiera el Ratonero sabía acerca de Pulg.
El alba opalescente y rosada surgía sobre el negro y hediondo Pantano cuando el Ratonero fue en busca de Fafhrd. Bwadres todavía roncaba en la cuneta, abrazado al tonel de Issek, pero el corpulento bárbaro estaba despierto y sentado en el bordillo, con el mentón, oculto por la barba, apoyado en la mano. Ya se habían reunido algunos niños, que aguardaban a una distancia respetuosa, pero ése era todo el público presente.
—¿Es éste el hombre al que no pueden acuchillar o hacer pedazos? —oyó el Ratonero susurrar a uno de los niños.
—El mismo —respondió otro.
—Me gustaría acercarme a él por la espalda y clavarle esta aguja.
—¡Apuesto a que lo harías!
—Supongo que tiene la piel dura como el hierro —comentó una chiquilla menuda y de ojos grandes.
El Ratonero ahogó una carcajada, dio unas palmaditas a la niña en la cabeza, fue directamente hacia Fafhrd y, haciendo una mueca por la suciedad acumulada entre los adoquines, se agachó con mucho remilgo. Aún podía ponerse fácilmente de cuclillas, aunque la panza recién criada formaba un almohadón considerable en el regazo.
Sin ningún preámbulo, hablando en voz muy baja para que los niños no pudieran oírle, dijo al nórdico:
—Unos dicen que la fuerza de Issek radica en el amor, otros que en la sinceridad, otros en el valor, y hay quienes la achacan a una asquerosa hipocresía. Creo que yo he adivinado la única respuesta verdadera. Si estoy en lo cierto, beberás vino conmigo. Si me equivoco, me desnudaré hasta quedar en taparrabos, declararé a Issek mi dios y amo, y le serviré como acólito de su acólito. ¿Aceptas la apuesta?
Fafhrd le escudriñó antes de responder.
—De acuerdo.
El Ratonero alargó la mano derecha y golpeó ligeramente por dos veces el cuerpo de Fafhrd a través de la sucia piel de camello: una vez en el pecho y otra entre las piernas.
En cada ocasión se oyó un débil ruido sordo mezclado con un ligero tintineo.
—El peto de Mingsward y la pieza para las ingles de Gortch —dijo el Ratonero—. Cada una de ellas muy bien acolchada para evitar que resuenen. Ahí radica la fuerza y la invulnerabilidad de Issek. Hace seis meses no habrías podido usar esas piezas.
Fafhrd permaneció inmóvil, con una expresión de perplejidad, y luego sonrió.
—Tú ganas. ¿Cuándo he de pagar?
—Esta misma tarde —susurró el Ratonero—,cuando Bwadres haya comido y esté durmiendo la siesta.
Soltando un leve gruñido, se levantó y desanduvo sus pasos, procurando afectadamente no pisar la suciedad entre los adoquines.
Pronto empezaron a deambular transeúntes por la calle de los Dioses, y durante un rato algunos curiosos rodearon a Fafhrd, pero aquél era un día muy caluroso para Lankhmar. Hacia media tarde la calle estaba desierta, y hasta los niños habían ido en busca de sombra bajo la que protegerse. Bwadres y Fafhrd recitaron dos veces la Letanía del Acólito, y luego el viejo pidió comida llevándose la mano a la boca, pues tenía la costumbre ascética de comer cuando el calor del día era más molesto, en vez de esperar el fresco de la noche.
Fafhrd se ausentó un momento y regresó con un gran cuenco de pescado guisado. Bwadres parpadeó al ver su tamaño, pero lo engulló, soltó un eructo y, tras amonestar a Fafhrd, se acurrucó alrededor del tonel. Empezó a roncar casi de inmediato.
Alguien le llamó con un siseo desde la arcada baja y ancha a sus espaldas. Fafhrd se levantó y fue en silencio hacia las sombras del pórtico. El Ratonero le cogió del brazo y le llevó a una de las varias puertas cubiertas con cortinas.
—Estás empapado en sudor, amigo mío —le dijo en voz baja—. Dime, ¿llevas la armadura por prudencia o es una especie de cilicio metálico?
Fafhrd no respondió. Parpadeó ante la cortina que el Ratonero corrió a un lado.
—Esto no me gusta —dijo—. Es una casa de citas. ¿Qué diría la gente de sucios pensamientos si me viera aquí?
—Ahorcado por el cabrito, ahorcado por la cabra —dijo el Ratonero jovialmente—. Además, todavía no te han visto. ¡Vamos adentro!
Fafhrd obedeció, y las pesadas cortinas se cerraron tras ellos, dejando la estancia en la que se hallaban iluminada tan sólo por unas altas celosías de ventilación. Fafhrd entrecerró los ojos, tratando de ver en la penumbra.
—He alquilado esta sala para toda la noche —afirmó el Ratonero—. Es íntima y está cerca. Nadie lo sabrá. ¿Qué más podrías pedir?
—Supongo que tienes razón —dijo Fafhrd con inquietud—, pero has gastado demasiado dinero. Comprende, pequeño, que sólo puedo tomar un vaso contigo. Me has hecho una especie de trampa para obligarme a ello, pero cumpliré lo acordado. Un solo vaso de vino, Ratonero. Somos amigos, pero cada uno tiene que seguir su camino, así que un solo vaso, o dos a lo sumo...
—Naturalmente —ronroneó el Ratonero.
La visión de Fafhrd fue adaptándose a la oscuridad y empezó a distinguir los objetos. Había una puerta interior, también con una cortina, una cama estrecha, una palangana, una mesa baja y un escabel, y en el suelo, junto al escabel, varias formas robustas, de cuello corto y grandes orejas. Fafhrd las contó y en seguida volvió a aparecer en su rostro una gran sonrisa.
—Ahorcado por un cabrito, has dicho —susurró con su voz de bajo, la vista fija en las jarras de piedra llenas de buen vino—. Veo cuatro cabritos, Ratonero.
—Naturalmente —repitió el pequeño espadachín.
Cuando la vela que el Ratonero había encendido chisporroteaba en un pequeño charco de cera, Fafhrd daba cuenta del tercer «cabrito». Sostuvo la jarra por encima de su cabeza y recogió la última gota; luego arrojó el recipiente, como si fuera una gran pelota rellena de plumas. Cuando la jarra se estrelló contra el suelo, rompiéndose en pedazos, el nórdico se levantó de la cama sobre la que se había sentado, se agachó hasta que su barba rozó el suelo, cogió el último «cabrito» con las dos manos y lo levantó con un cuidado exagerado para depositarlo sobre la mesa. Sacó entonces un cuchillo de hoja muy corta y, concentrándose de tal forma en su obra que sus ojos se cruzaron inevitablemente, arrancó hasta el último fragmento de resina que sellaba el cuello de la jarra.
Fafhrd ya no tenía el aspecto de acólito, ni siquiera de un acólito travieso. Al terminar el primer «cabrito» se había aligerado de ropa para beber con más comodidad. Su túnica de pelo de camello estaba tirada en un ángulo de la habitación, y las piezas acolchadas de la armadura en otro. Llevaba sólo un taparrabos que en otro tiempo fue blanco, y parecía un guerrero enjuto, enloquecido, predestinado a la destrucción, o un rey bárbaro en una casa de baños.
Durante algún tiempo no había entrado ninguna luz a través de las celosías, pero ahora se filtraba por ellas un tenue resplandor rojizo de antorchas. Habían comenzado los sonidos de la noche e iban en aumento: risitas, gritos de buhoneros, diversos llamamientos a la oración..., y la voz de Bwadres que gritaba « ¡Fafhrd! » una y otra vez, una voz ronca y sostenida. Pero este último sonido ya había cesado.
Fafhrd tardó tanto tiempo en quitar la resina, que recogía como si fuese pan de oro, que el Ratonero tuvo que reprimir varios gruñidos de impaciencia, aunque su rostro sonriente tenía una expresión de victoria. Se levantó una sola vez para encender una nueva vela con la llama de la que se extinguía, pero Fafhrd no pareció notar el cambio de iluminación. El Ratonero pensó que sin duda su amigo ya lo veía todo bajo la brillante luz de los vapores del vino, que ilumina el camino de todos los borrachos valientes.
Sin previa advertencia, el nórdico alzó el corto cuchillo y lo clavó en el centro del corcho.
—¡Muere, falso mingol! —exclamó al tiempo que retorcía el cuchillo y lo extraía con el corcho clavado en la punta—. ¡Me beberé tu sangre!
Y se llevó la jarra de piedra a los labios.
Había engullido una tercera parte de su contenido, según calculó el Ratonero, cuando dejó el recipiente con cierta brusquedad sobre la mesa. Puso los ojos en blanco, todos los músculos de su cuerpo se estremecieron con un espasmo beatífico, y se derrumbó majestuosamente, como un árbol talado con esmero. El frágil lecho emitió un crujido amenazante, pero no se hundió bajo su carga.
Pero éste no fue el final definitivo. Un surco de inquietud apareció entre las hirsutas cejas de Fafhrd, alzó la cabeza y sus ojos inyectados en sangre escudriñaron amenazantes desde el nido de águila formado por el pelo que los rodeaba, examinando la habitación.
Su mirada se posó por fin en la última jarra de piedra. Extendió un largo brazo musculoso y rígido, agarró la jarra por la parte superior y la colocó al borde de la cama, sin soltarla. Entonces cerró los ojos, su cabeza cayó hacia atrás de un modo definitivo y, sonriendo, empezó a roncar.
El Ratonero se puso en pie y se acercó a él. Levantó uno de los párpados del durmiente, asintió satisfecho con la cabeza y le tomó el pulso, que tenía un ritmo lento y fuerte como el de las rompientes del Mar Exterior. Entretanto la otra mano del Ratonero, actuando con una destreza y una minuciosidad habituales en él pero innecesarias dadas las circunstancias, extrajo de un pliegue en el taparrabos de Fafhrd un objeto de oro brillante, que anteriormente había atisbado allí, y se lo guardó en un bolsillo secreto en el faldón de su túnica gris.
Alguien tosió a sus espaldas.
Era una tos tan deliberada que el Ratonero no saltó ni dio ningún respingo, sino que se limitó a girar sobre sus talones con un movimiento lento y sinuoso, como el de un bailarín ceremonial en el Templo de la Serpiente.
Pulg estaba de pie en el umbral de la puerta interior, vestido con la túnica a rayas negras y plateadas, embozado en una capucha y sosteniendo una máscara negra con joyas engastadas a cierta distancia del rostro. Miraba al Ratonero enigmáticamente.
—No creía que pudieras hacerlo, hijo, pero lo has hecho —le dijo en voz baja—. Has vuelto a ganar méritos ante mis ojos en un momento apropiado. ¡Eh, Wiggin, Quatch! ¡Eh, Grilli!
Los tres sicarios se deslizaron en la habitación detrás de Pulg, todos ellos vestidos con unas prendas tan sombríamente llamativas como las de su amo. Los dos primeros eran robustos, pero el tercero era delgado como una comadreja y más bajo que el Ratonero, al que miró con una expresión de malicia y rivalidad. Los dos primeros iban armados con pequeñas ballestas y espadas cortas, pero el tercero no parecía llevar ningún arma.
—¿Tienes las cuerdas, Quatch? —preguntó Pulg, señalando a Fafhrd—. Ven, ata a ese hombre a la cama, y procura asegurar bien sus fornidos brazos.
—Es más seguro que esté desatado —empezó a decir el Ratonero, pero Pulg le interrumpió.
—Tranquilo, hijo. Todavía te encargas de este trabajo, pero voy a mirar por encima de tu hombro, sí, y a revisar tu plan sobre la marcha, cambiando algún detalle si lo creo conveniente. Será un buen adiestramiento para ti. Cualquier lugarteniente competente debe poder actuar a la vista de su general, incluso cuando otros subordinados están presentes y escuchan las reprimendas. Digamos que es una prueba.
El Ratonero estaba alarmado y desconcertado. Había algo en la conducta de Pulg que no acababa de comprender, algo discordante, como si el gran chantajista estuviera librando una lucha en su interior. No estaba claramente borracho, pero sus ojos porcinos tenían un brillo extraño. Casi parecía un visionario.
—¿De qué modo he perdido tu confianza? —le preguntó abruptamente el Ratonero.
Pulg sonrió sesgadamente.
—Estoy avergonzado de ti, hijo. La Suma Sacerdotisa hala me contó toda la historia de la chalupa negra, cómo se la subarrendaste al tesorero a cambio de permitirle quedarse con la tiara de perlas y el peto, cómo hiciste que el mingol Ourph la llevara a otro muelle. hala se enfureció con el tesorero porque éste se volvió frío con ella o se asustó y no quiso darle la chuchería negra; por eso vino a verme. Y, para remate, tu Lilyblack le contó la misma historia a Grilli, aquí presente, a quien concede sus favores. ¿Qué me dices de todo esto, hijo?
El Ratonero se cruzó de brazos y echó la cabeza atrás.
—Tú mismo dijiste que el botín era suficiente —replicó—. Siempre podemos usar otra chalupa.
Pulg soltó una risa larga y contenida.
—No me interpretes mal, hijo —dijo al fin—. Me gusta que mis lugartenientes sean de la clase de hombres que procuran tener un refugio a mano... De lo contrario dudaría de su integridad mental. Quiero que se preocupen de la salvación de su preciosa piel..., ¡pero sólo después de haberse preocupado de mi pellejo! No te apures, hijo, que nos entenderemos bien; eso espero... ¡Quatch! ¿Aún no está atado?
Los dos secuaces más fornidos, que se habían colgado del cinto sus ballestas, estaban muy adelantados en su trabajo. Fuertes lazadas de soga en el pecho, la cintura y las rodillas ataban a Fafhrd a la cama; le habían alzado las manos al nivel de la cabeza, atándolas por las muñecas a cada lado de la cama. Tendido boca arriba, Fafhrd seguía roncando apaciblemente. Se movió y quejó un poco cuando le obligaron a soltar la jarra de vino, pero eso fue todo. Wiggin se disponía a atarle los tobillos, pero Pulg indicó con una seña a su sicario que ya era suficiente.
—¡Grilli! —llamó Pulg—. ¡Tu navaja!
El sicario con aspecto de comadreja hizo un movimiento rápido, como si se limitara a tocarse el pecho, pero al instante blandió una hoja rectangular y reluciente. Sonrió mientras avanzaba hacia los tobillos descalzos de Fafhrd. Acarició los gruesos tendones y dirigió a Pulg una mirada suplicante. El chantajista observaba al Ratonero con los ojos entrecerrados.
Una tensión insoportable paralizaba al Ratonero. ¡Tenía que hacer algo! Se llevó el dorso de la mano a la boca y bostezó.
Pulg señaló la cabeza del durmiente.
—Grilli —repitió—, aféitale. Despójale de la barba y la cabellera y déjale la cabeza monda como un huevo. —Entonces se inclinó hacia el Ratonero y, en un tono calmoso y confidencial, le dijo—: He oído decir que su fuerza procede de esas barbas. ¿Crees que es cierto? Pero no importa, pues pronto lo veremos.
Despojar de melena y barba a un hombre velludo y luego rasurarle por completo requiere mucho tiempo, incluso cuando el barbero es tan rápido como Grilli..., rápido y peligroso, ya que le temblaba el pulso y no le importaba lo más mínimo la penumbra en la que trabajaba. El Ratonero tuvo tiempo suficiente para considerar la situación de diecisiete maneras distintas, sin encontrar su clave definitiva. Una cosa era evidente desde todos los ángulos: la irracionalidad de la conducta de Pulg. Difundir secretos..., acusar a un lugarteniente delante de los sicarios..., proponer una «prueba» idiota..., llevar un ridículo atavío de fiesta..., atar a un hombre completamente borracho..., y ahora esa tontería supersticiosa de afeitar a Fafhrd. Era como si Pulg fuese realmente un visionario y estuviera representando algún ritual misterioso bajo el absurdo disfraz de una táctica astuta.
Además, el Ratonero tenía una certidumbre: que cuando cesara aquel talante visionario de Pulg, o se disiparan los efectos de la droga que quizá había ingerido, o lo que fuera, no volvería a confiar en ninguno de los hombres que habían compartido con él aquella experiencia, incluido — ¡y especialmente! — el Ratonero. Era una triste conclusión admitir que ahora no valía nada la seguridad que tanto le había costado conseguir, pero era una conclusión realista, y el Ratonero tuvo que admitirla por fuerza. Así pues, mientras seguía buscando una solución a su problema, el hombrecillo vestido de gris se felicitó del desastroso regateo que le permitió entrar en posesión de la chalupa negra. Desde luego, un refugio podría ser pronto muy conveniente, y dudaba de que Pulg hubiera descubierto dónde Ourph había ocultado la embarcación. Entretanto, debía esperar que Pulg le traicionara en cualquier momento y que los sicarios del chantajista le dieran muerte bajo la orden de su caprichoso e impredecible amo. Por todo ello el Ratonero decidió que cuanto menores fueran las posibilidades de los sicarios, y de Grilli en particular, de hacer daño, a él o a cualquier otro, tanto mejor.
Pulg se echó a reír de nuevo.
—¡Vaya, parece un bebé recién nacido! —exclamó—. ¡Buen trabajo, Grilli!
En efecto, Fafhrd parecía asombrosamente juvenil sin ningún vello, excepto el del pecho, y ahora tenía un aspecto muy similar al que la mayoría de la gente consideraría propio de un acólito. Incluso podría haber parecido románticamente apuesto, de no ser porque Grilli, quizá movido por un exceso de celo, también le había afeitado las cejas, lo cual tenía el efecto de hacer que la cabeza de Fafhrd, muy pálida sin toda la pelambrera, pareciera un busto de mármol colocado sobre un cuerpo vivo.
Pulg siguió riendo.
— ¡Y ni un sólo corte, ni una mancha de sangre! ¡Ése es el mejor de los augurios! ¡Tienes todo mi aprecio, Grilli!
Eso también era cierto. A pesar de su velocidad endemoniada, Grilli no había producido un solo rasguño en el rostro o el cuero cabelludo de Fafhrd. Sin duda, un hombre privado de la oportunidad de desjarretar a otro desdeñaría cualquier corte menos importante, lo consideraría incluso una mancha en su reputación. O así lo supuso el Ratonero.
Miró a su amigo rapado y casi sintió deseos de echarse a reír también. No obstante, este impulso —y junto con él su vivo temor por su propia seguridad y la de Fafhrd — quedó momentáneamente en un segundo plano ante la sensación de que en todo aquello había algo muy extraño, y no algo que pudiera medirse con procedimientos ordinarios, sino extraño en un sentido profundo y oculto. Desnudar a Fafhrd, afeitarle, atarle al camastro desvencijado... ¡Todo aquello era demasiado raro! Una vez más se le ocurrió, y esta vez con mayor convicción, que, sin saberlo siquiera, Pulg estaba llevando a cabo un ritual misterioso.
— ¡Chitón! —gritó Pulg, alzando un dedo.
El Ratonero escuchó obedientemente, junto con los tres sicarios y su amo. Los ruidos ordinarios del exterior habían disminuido, y por un momento casi cesaron. Entonces, a través de la puerta cubierta por la cortina y las celosías con su resplandor rojizo, llegó la voz áspera de Bwadres que iniciaba la larga letanía y el murmullo de la multitud al responderle.
Pulg dio una palmada en el hombro al Ratonero.
—¡Ya se acerca el momento! —exclamó—. ¡Dirígenos! Pronto veremos lo acertado de tus planes, hijo. Recuerda que te estaré vigilando por encima del hombro, y mi deseo es que ataques al finalizar el sermón de Bwadres, una vez efectuada la colecta. —Miró a sus sicarios con el ceño fruncido—. ¡Obedeced a mi lugarteniente! —les advirtió severamente—. Acatad cualquier orden suya... salvo cuando yo ordene otra cosa. Vamos, hijo, apresúrate, ¡empieza a dar órdenes!
Al Ratonero le habría gustado golpear a Pulg en medio del antifaz enjoyado que ahora el chantajista volvía a colocarse ante el rostro, romperle la nariz y huir de aquella casa de locos y de tener que dar órdenes porque se lo ordenaran. Pero debía pensar en Fafhrd, que estaba allí..., desnudo, rapado, atado, borracho como una cuba y absolutamente impotente. El Ratonero se limitó a cruzar la puerta exterior y hacer una seña a los sicarios y a Puig para que le siguieran. Sin que apenas le sorprendiera, pues habría sido difícil saber qué conducta sería sorprendente en aquellas circunstancias, le obedecieron.
Indicó a Grilli que mantuviera la cortina mientras pasaban los demás. Mirando atrás, por encima del hombro del menudo sicario, vio que Quatch, el último en salir, se agachaba para apagar la vela y, disimulando con aquel movimiento, bebía de la jarra que estaba al lado de la cama y se la llevaba. Por alguna razón, ese inocente latrocinio le pareció al Ratonero el acto oculto más extraño de todos los raros y misteriosos acontecimientos que habían ocurrido recientemente. Deseó que existiera algún dios en el que pudiera confiar de verdad, a fin de rogarle para que le ilustrara y guiara en el océano de las intuiciones inexplicablemente extrañas que le embargaban. Pero, por desgracia para el Ratonero, no existía tal divinidad, y no podía hacer más que sumergirse él solo en aquel extraño océano y correr sus riesgos, haciendo sin cálculo aquello que le dictara la inspiración del momento.
Así, mientras Bwadres recitaba con su voz rasposa la larga letanía y los fieles le respondían con suspiros (y una cantidad anormalmente excesiva de siseos y abucheos), el Ratonero estaba muy ocupado ayudando a preparar el escenario y situar los personajes de un drama de cuyo argumento no conocía más que algunos trozos. Las numerosas sombras le auxiliaban en esta tarea —podía deslizarse casi como si fuera invisible de una oscuridad protectora a otra— y tenía los cajones de la mitad de los buhoneros de Lankhmar como elementos para el decorado.
Entre otras cosas, insistió en inspeccionar personalmente las armas de Quatch y Wiggin, las espadas cortas y sus vainas, las pequeñas ballestas y las aljabas de dardos diminutos que constituían su munición, unas flechas cortas de aspecto maligno. Cuando la larga letanía se aproximaba a su final lastimero, el escenario estaba dispuesto, aunque seguía siendo incierto cuándo, dónde y cómo se alzaría el telón, quién sería el público y quiénes los actores.
En todo caso, la escena era impresionante: la larga calle de los Dioses, que se extendía en cada dirección hacia un pintoresco mundo de muñecas iluminado por antorchas, las nubes bajas que se deslizaban sobre sus cabezas, livianas cintas de niebla que llegaban desde el gran Pantano Salado, el rumor de una tormenta distante, los lamentos y el refunfuño de los sacerdotes consagrados a dioses distintos a Issek, las agudas risas de mujeres y niños, las llamadas de los buhoneros y los esclavos que difundían noticias, el olor del incienso que surgía de los templos y se mezclaba con el aroma aceitoso de frituras en las bandejas de los buhoneros, el hedor de las antorchas humeantes y los olores a almizcle y flores de las damas llamativas.
El público de Issek, incrementado con las numerosas personas atraídas por el relato de las hazañas del ágil acólito la noche anterior y las fantásticas predicciones de Bwadres, llenaban la calle en toda su anchura, dejando sólo un difícil paso a través de los pórticos cubiertos, a cada lado. Estaban representados allí todos los niveles de la sociedad lankhmariana: harapos y prendas de armiño, pies descalzos y sandalias enjoyadas, el acero de los mercenarios y las varas de los filósofos, rostros pintados con costosos cosméticos y rostros sin más adorno que el polvo de la calle, miradas de hambre, miradas de saciedad, miradas de credulidad absurda y miradas de un escepticismo que enmascaraba el temor.
Bwadres, que jadeaba un poco después de haber recitado la larga letanía, se erguía en el bordillo, al otro lado de la calle, frente a la arcada baja de la casa donde el borracho Fafhrd permanecía dormido y atado. Su mano temblorosa reposaba sobre el tonel que, cubierto ahora con la bolsa de ajos, era a la vez cofre y altar de Issek. Tan apiñados que casi no le dejaban espacio para moverse, estaban los círculos internos de la congregación: los devotos sentados con las piernas cruzadas, arrodillados o en cuclillas.
El Ratonero había apostado a Wiggin y Quatch junto a un carro de pescadero volcado en el centro de la calle, y se pasaban la jarra de piedra que Quatch había cogido, sin duda para hacer más soportable la espera junto al carro maloliente, aunque cada vez que el Ratonero les veía beber volvía a experimentar la sensación de algo extraño y oculto.
Pulg se había apostado a un lado de la arcada baja, frente a la casa de Fafhrd, por así decirlo. Grilli permanecía tras él, mientras el Ratonero, una vez concluidos sus preparativos, se agazapaba cerca. La máscara enjoyada de Pulg apenas destacaba en el ambiente, pues varias mujeres y algunos hombres llevaban antifaces, parches pintorescos en el mar de rostros.
No era, desde luego, un mar en calma. No eran pocos los presentes que parecían muy irritados por la ausencia del acólito gigante (y habían sido los responsables de los silbidos y los abucheos durante la letanía). Incluso los fieles habituales echaban en falta el laúd del acólito y la dulce voz de tenor en que les recitaba las hazañas de Issek, e intercambiaban inquietas preguntas y especulaciones. Bastó con que alguien gritara: «¿Dónde está el acólito?», y al cabo de unos instantes la mitad de los reunidos gritaban: « ¡Queremos al acólito! ¡Queremos al acólito! ».
Bwadres les silenció con una pequeña estratagema: escudriñó la calle, haciendo visera con la mano sobre los ojos y fingiendo que veía venir a alguien, y entonces, de repente, señaló con gesto dramático en aquella dirección, como si señalara la proximidad del hombre al que llamaban. Mientras la gente estiraba el cuello y se daba empujones, tratando de ver lo que Bwadres señalaba —y, entretanto, interrumpiendo sus gritos— el anciano sacerdote inició su sermón.
—¡Os diré qué le ha ocurrido a mi acólito! —exclamó—. Lankhmar se lo ha tragado, Lankhmar lo ha engullido, Lankhmar, la ciudad maligna, la ciudad de la embriaguez, la lujuria y todas las corrupciones. ¡Lankhmar, la ciudad de los hediondos huesos negros!
Esta última referencia blasfema a los dioses de Lankhmar (cuya mención puede acarrear la muerte, aunque a los dioses en Lankhmar se les puede insultar sin ninguna limitación) silenció todavía más a la muchedumbre.
Bwadres alzó manos y rostro hacia las nubes bajas que se deslizaban sobre la calle.
— ¡Oh, Issek, misericordioso y poderoso Issek, apiádate de tu humilde servidor que ahora está solo y sin amigos. Tuve un acólito que te defendía con vigor, pero me lo han arrebatado. Tú le contaste muchas cosas de tu vida y tus secretos, Issek, y él tuvo oídos para escucharlo y labios para cantarlo, ¡pero ahora los demonios negros se han apoderado de él! ¡Oh, Issek, ten piedad!
Bwadres extendió las manos hacia la multitud y deslizó su mirada sobre ellos.
—Issek era un joven dios cuando caminaba por la tierra, un joven dios que hablaba sólo de amor, pero ellos lo ataron al potro de tortura. Traía Agua de la Paz para todos en su Santa jarra, pero ellos la rompieron.
Bwadres describió entonces largo y tendido, y con mucha mayor vivacidad de lo habitual (tal vez creía que debía compensar la ausencia de su bardo convertido en acólito), la vida y, especialmente, los tormentos y la muerte de Issek de la jarra, hasta que todos los presentes tuvieron una visión intensa de Issek en su potro de tortura (o más bien sucesión de potros), y no hubo nadie que por lo menos no sintiera cierta simpatía hacia el dios sufriente.
Las mujeres y muchos hombres lloraban sin avergonzarse, los mendigos y los bribones aullaban, los filósofos se tapaban los oídos.
Bwadres prosiguió su sermón con voz estremecida y llegó al punto culminante.
—Mientras entregabas tu precioso espíritu en el octavo potro de tortura, oh, Issek, mientras tus manos quebradas convertían incluso el collar de tu torturador en una Jarra de inigualable belleza, sólo pensabas en nosotros, oh, joven Santo. Sólo pensabas en embellecer las vidas de los más atormentados y deformes de nosotros, de tus miserables esclavos.
Al oír estas palabras, Pulg dio varios pasos vacilante, seguido de Grilli, y se arrodilló sobre los sucios adoquines. La capucha a rayas negras y plateadas le cayó sobre los hombros y el negro antifaz enjoyado se deslizó de su rostro, revelando así que estaba llorando.
—Renuncio a todos los demás dioses —dijo entre sollozos el chantajista—. En adelante sólo serviré al adorable Issek de la jarra.
El enjuto Grilli, que estaba incómodamente acuclillado, esforzándose para no mancharse en el sucio pavimento, miró a su amo como si estuviera loco, pero no pudo, o no se atrevió todavía, a liberarse de la presa de Pulg, que le tenía cogido por la muñeca.
La acción de Pulg no llamó la atención de nadie, pues las conversiones se producían continuamente, pero el Ratonero la observó, sobre todo porque Pulg, al salir de su escondite, se había aproximado tanto al lugar donde estaba el Ratonero que éste podría haber extendido el brazo y dado unas palmaditas en la calva. El hombrecillo de gris sintió cierta satisfacción, o más bien alivio, pues si Puig había sido durante algún tiempo adorador en secreto de Issek, entonces su actitud visionaria tendría una explicación. Al mismo tiempo, experimentó un acceso de emoción afín a la piedad. Su mirada se deslizó hasta su mano izquierda y descubrió que se había sacado del bolsillo secreto el objeto de oro que le había quitado a Fafhrd. Sintió la tentación de colocarlo suavemente en la palma de Pulg. Pensó en lo adecuado, lo enternecedor, lo bonito que sería si, en el momento en que se abrían en él las compuertas del sentimiento religioso, Pulg recibiera aquel auténtico y hermoso recuerdo del dios que había elegido. Pero el oro es oro, y una chalupa negra requiere tantos cuidados como una embarcación de cualquier otro color, por lo que el Ratonero resistió a la tentación.
Bwadres extendió las manos y continuó:
—Con la garganta seca, oh, Issek, anhelamos tu agua. Con la boca ardiente y agrietada, tus esclavos suplican un solo sorbo de tu jarra. Entregaríamos nuestras almas por una sola gota para refrescarnos en esta ciudad maligna, condenada por los huesos negros. ¡Oh, Issek, desciende a nosotros! ¡Tráenos tu Agua de la Paz! Te necesitamos, te queremos. ¡Oh, Issek, ven!
Tal era la fuerza y el deseo en esa última llamada, que toda la multitud de fieles arrodillados la repitieron gradualmente, cada vez con más intensidad, hasta que el grito interminable se hizo hipnotizante: « ¡Queremos a Issek! ¡Queremos a Issek! ».
Fue ese potente grito rítmico lo que finalmente penetró en el pequeño núcleo consciente del cerebro de Fafhrd mientras yacía en la oscuridad, anestesiado por el vino; aunque es posible que las observaciones de Bwadres sobre las gargantas secas y las bocas ardientes, las gotas y los sorbos curativos, abrieran el camino. En cualquier caso, Fafhrd se despertó de pronto, temblando y con un solo pensamiento —otro trago— y un único recuerdo seguro: que quedaba un poco de vino.
Le inquietó un poco que su mano no estuviera todavía sobre la jarra de piedra al borde de la cama, sino, por alguna razón dudosa, alzada cerca de su oreja.
Se dispuso a coger la jarra y le sorprendió descubrir que no podía mover el brazo. Algo o alguien se lo impedía.
Sin perder tiempo en tantear la situación, el voluminoso bárbaro dio un poderoso tirón con todo su cuerpo, con la idea de liberarse de lo que le sujetaba y, a la vez, bajar de la cama y coger el vino.
Consiguió volcar el camastro a un lado, con él mismo incluido. Pero eso no le molestó, no hizo reaccionar en absoluto a su cuerpo entumecido por el alcohol. Lo que sí le molestó fue la evidente ausencia del vino: no podía olerlo, ni ver el contorno del recipiente, ni tocarlo con la cabeza... Desde luego, allí no estaba el cuartillo, o más, que recordaba haber reservado para una emergencia como aquélla.
Más o menos al mismo tiempo tuvo la tenue conciencia de que estaba atado al lecho en el que había estado durmiendo, sobre todo por las muñecas, los hombros y el pecho.
Las piernas, sin embargo, parecían razonablemente libres, aunque tenía cierta dificultad para flexionar las rodillas, y como había caído parcialmente sobre la mesa baja y con la cabeza apoyada en la pared, el brioso movimiento de torsión con que se impulsó ahora le permitió ponerse de pie con la cama a cuestas.
Entrecerró los ojos para mirar a su alrededor. La puerta exterior cubierta por la cortina era un espacio menos oscuro, y se dirigió allí de inmediato. La cama hizo fracasar sus primeros intentos de cruzar la puerta; era algo más ancha que el marco, tan poco que resultaba exasperante aquel tenaz impedimento para salir. Pero, agachándose y girando para salir de lado, Fafhrd lo consiguió finalmente, empujando la cortina con el rostro. Se preguntó turbiamente si estaba paralizado, si el vino que había ingerido era el causante del entumecimiento de sus brazos, o si algún brujo le había hechizado. Era ciertamente degradante tener que ir por ahí con las muñecas a la altura de las orejas. Además, sentía un frío increíble en la cabeza, las mejillas y el mentón, lo cual era posiblemente otra prueba de que había sido víctima de alguna magia negra.
Por fin la cortina se desprendió de su cabeza y vio delante de él una arcada bastante baja y —vagamente y sin que la visión le impresionara— una muchedumbre de gente arrodillada.
Se agachó de nuevo, pasó bajo la arcada y se enderezó. La luz de las antorchas casi le cegaba. Se detuvo y permaneció allí, pardeando. Al cabo de unos instantes su vista se aclaró y la primera persona conocida a la que vio fue al Ratonero Gris.
Recordó entonces que la última persona con la que había esta bebiendo era el Ratonero, y por la misma razón —en este asunto la mente caprichosa de Fafhrd funcionaba con mucha rapidez.— el Ratonero debía de ser la persona que había dado cuenta su cuartillo o más de medicina nocturna. Sintió un acceso de cólera y aspiró hondo.
Todo esto en cuanto a Fafhrd y lo que él vio. Lo que vio la multitud, los fieles intoxicados por la divinidad, que lanzaban gritos y cientos, fue algo muy diferente.
Vieron a un hombre de estatura divina con las manos atadas a una especie de armazón, un hombre de músculos poderosos, desnudo con excepción de un taparrabos, con la cabeza afeitada y el rostro, blanco como el mármol, de aspecto asombrosamente juvenil. Sin embargo, la expresión de aquel rostro marmóreo era la un hombre sometido a tortura. Y si hiciera falta algo más (en realidad, apenas era necesario) para convencerles de que él era el dios, el divino Issek, a quien habían invocado con sus gritos apanados e insistentes, se lo proporcionó aquella aparición de dos —tros de altura cuando gritó con una voz profunda, atronadora: —¿Dónde está la jarra? ¿DÓNDE ESTÁ LA JARRA?
Las pocas personas entre la multitud que aún estaban de pie se arrodillaron de inmediato o se postraron. Los que estaban arrodillaos en la dirección contraria, se echaron atrás como cangrejos prendidos. Veinte personas, entre ellas Bwadres, se desmayaron, y los corazones de cinco de ellas dejaron de latir para siempre. Por lo menos una docena de individuos enloquecieron permanentemente, aunque por el momento no se diferenciaban de restantes..., incluidos (entre los doce) siete filósofos y una sobrina del Señor Supremo de Lankhmar. Como un solo hombre, los presentes se humillaron, embargados por el terror y el éxtasis, arrastrándose, contorsionándose, golpeándose el pecho o sienes, llevándose las manos a los ojos y mirando atemorizados a través de los dedos mínimamente separados, como si se protegieran de una luz insoportable.
Podría objetarse que por lo menos algunos de los fieles deberían haber reconocido a la figura que estaba ante ellos como la del Mito gigante de Bwadres, pues, al fin y al cabo, tenía una altura similar. Pero consideremos las diferencias: el acólito tenía una barba poblaba y una abundante pelambrera, mientras que el aparecido era lampiño y calvo, y, curiosamente, incluso carecía de cejas. El acólito vestía siempre una túnica; el aparecido estaba casi desnudo. El acólito siempre había usado una voz dulce y aguda; el aparecido rugía ásperamente con una voz casi dos octavas más baja. Finalmente, el aparecido estaba atado —a un potro de tortura, sin duda— y gritaba con la voz de un ser torturado por su Jarra.
Como un solo hombre, todos los reunidos se postraron..., con la excepción del Ratonero Gris, Grilli, Wiggin y Quatch, todos los cuales sabían bien con quién se enfrentaban. (Puig también lo sabía, naturalmente, pero él, con una mayor sutileza mental en algunos aspectos y ahora firmemente convertido al issekianismo, se limitó a suponer que Issek había decidido manifestarse en el cuerpo de Fafhrd y que él, Pulg, había sido guiado divinamente para preparar aquel cuerpo con tal finalidad. Se sintió humildemente satisfecho al darse cuenta de la importancia que tenía su propia posición en el designio de la reencarnación de Issek.)
Sin embargo, a sus tres sicarios no les afectó en absoluto la emoción religiosa. Grilli no podía hacer nada de momento, pues Pulg seguía cogiéndole la muñeca y apretándosela con la fuerza de su pasión espiritual. Pero Wiggin y Quatch estaban libres. Aunque de reflejos algo lentos y poco acostumbrados a actuar por propia iniciativa, no tardaron en darse cuenta de que se había presentado allí el gigante al que tenían que mantener fuera de combate para que no estropeara el juego de su amo, que se portaba de un modo extraño, y su lugarteniente vestido de gris. Además, sabían bien a qué jarra se refería Fafhrd con unos gritos tan airados, y como también sabían que ellos la habían robado y se la habían bebido, probablemente temieron que el bárbaro no tardara en verles, se liberara de sus ataduras y se vengara de ellos.
Tensaron sus ballestas con toda rapidez, colocaron en ellas los dardos, apuntaron y los dispararon contra el pecho desnudo de Fafhrd. Varias personas observaron su maligna acción y se pusieron a gritar.
Los dos proyectiles golpearon el pecho de Fafhrd, rebotaron y cayeron sobre los adoquines..., lo cual era muy natural, puesto que eran dos dardos para cazar aves (con unas bolitas de madera en la punta, utilizadas para derribar pájaros pequeños) introducidos por el Ratonero en sus aljabas.
La muchedumbre se quedó boquiabierta ante la invulnerabilidad de Issek, y luego prorrumpieron en gritos de alegría y asombro.
No obstante, aunque los dardos para cazar aves difícilmente atravesarían la piel de un hombre, ni siquiera disparados de cerca, golpean con fuerza y causan dolor incluso en el cuerpo embotado de un hombre que ha ingerido recientemente buena cantidad de vino. Fafhrd rugió de dolor, agitó los brazos convulsamente y rompió el bastidor al que se hallaba atado.
La multitud aclamó histéricamente ese nuevo y apropiado acto del drama de Issek, que su acólito había recitado con tanta frecuencia.
Quatch y Wiggin se dieron cuenta de que sus armas arrojadizas se habían vuelto de alguna manera inocuas, pero eran demasiado cortos de luces o estaban muy embotados por el vino para ver algo oculto o sospechoso en aquel extraño fenómeno. Empuñaron, pues, sus espadas y se abalanzaron contra Fafhrd con ánimo de ensartarle antes de que pudiera terminar de librarse de los fragmentos del camastro roto: había descubierto con sorpresa el bastidor al que estaba atado y se debatía para soltarse.
Quatch y Wiggin se adelantaron, sí, pero casi al instante se detuvieron, en la misma postura extraña de unos hombres que tratan de elevarse en el aire tirando de su cinturón. Las espadas no salían de sus vainas. El pegamento mingol es realmente poderoso, y el Ratonero había decidido que, aunque no consiguiera mucho más, debía poner a los sicarios de Pulg en tal situación que no pudieran hacer daño a nadie.
Sin embargo, no había podido hacer nada con respecto a Grilli, pues era muy astuto y, además, Pulg lo había retenido a su lado. Ahora, casi babeando de rabia y disgusto, Grilli se separó de su amo idiotizado por la divinidad, sacó su navaja y saltó hacia Fafhrd, quien por fin había visto claramente qué era lo que le trababa y estaba rompiendo los molestos fragmentos de la cama contra una rodilla o haciendo palanca con el pie contra el suelo, acompañado por los gritos de ánimo de la multitud.
Pero el Ratonero saltó con mayor rapidez. Grilli le vio venir, y varió el objetivo de su ataque, dirigiéndolo contra el hombre vestido de gris. Amagó dos golpes y lanzó un tajo que falló por poco, luego perdió sangre con demasiada rapidez para que le interesara repetir el ataque: Garra de Gato es estrecha, pero corta las gargantas tan bien como cualquier otra daga (aunque no tiene una punta muy curva ni armada de púas, como han afirmado algunos eruditos de mentalidad demasiado prosaica).
El enfrentamiento con Grilli dejó al Ratonero muy cerca de Fafhrd. El hombrecillo se dio cuenta de que aún sostenía en la mano izquierda la representación en oro de la Jarra moldeada por Fafhrd, y aquel objeto desencadenó entonces en la mente del Ratonero una serie de inspiraciones que se tradujeron en actos, los cuales fueron sucediéndose de modo parecido a las figuras de una danza.
Golpeó a Fafhrd en la mejilla con el dorso de la mano para atraer la atención del gigante, y luego se acercó a Pulg de un salto, trazando con la mano un arco espectacular, como si transmitiera algo del dios desnudo al chantajista, y depositó livianamente el objeto de oro entre los dedos suplicantes de éste. (Había llegado uno de esos momentos en que dejan de ser útiles todas las escalas ordinarias de valores —incluso para el Ratonero— y el oro deja de tener valor, aunque sólo sea brevemente.) Al reconocer el objeto sagrado, Pulg casi expiró en éxtasis.
Pero el Ratonero ya se había abierto paso entre los congregados y cruzado la calle. Al llegar junto al altar—cofre de Issek, a cuyo lado estaba tendido Bwadres —inconsciente pero con una sonrisa en los labios—, retiró la bolsa de ajos, saltó sobre la tapa del tonel y empezó a bailar sobre ella, gritando para atraer la atención de Fafhrd mientras señalaba sus propios pies.
Fafhrd vio el tonel, como había pretendido el Ratonero, pero en aquel momento no le pareció que tuviera nada que ver con las colectas de Issek (los pensamientos de esa clase habían desaparecido de su mente), sino que lo vio como un probable recipiente del vino que anhelaba. Lanzando un grito de alegría, se apresuró a cruzar la calle —sus adoradores se apartaron presurosos de su camino o gimieron con éxtasis beatífico cuando el dios les pisoteó con sus pies descalzos—, y cogiendo el tonel, lo alzó hasta sus labios.
A la multitud le pareció que Issek bebía de su propio cofre: una manera inusitada, aunque indudablemente pintoresca, de que un dios absorbiese las ofrendas de sus fieles.
Con un rugido de irritación, Fafhrd levantó el tonel para romperlo contra los adoquines, ya fuera por pura frustración o con la idea de obtener el vino. Pero en aquel momento el Ratonero volvió a distraer su atención. El hombrecillo había cogido dos grandes jarras de cerveza de una bandeja abandonada y agitaba el líquido embriagador, hasta que la espuma empezó a deslizarse por los lados.
Poniendo el tonel bajo el brazo izquierdo, pues muchos borrachos tienen el curioso y prudente hábito de aferrarse distraídamente a las cosas, sobre todo si pueden contener licor, Fafhrd fue de nuevo tras el Ratonero, el cual se sumió en la oscuridad del pórtico más cercano para salir danzando por otro, mientras hacía trazar a Fafhrd un gran círculo alrededor de la turbulenta congregación.
Visto de un modo literal, el espectáculo no era precisamente edificante: un dios corpulento corriendo tras un pequeño demonio mientras intentaba atrapar una jarra de cerveza que le eludía continuamente... Pero los lankhmarianos lo veían bajo otro prisma, como dos docenas de alegorías y simbolismos diferentes, varios de los cuales se escribirían más tarde sobre pergamino.
La segunda vez que Issek y el pequeño demonio gris entraron por el pórtico, no volvieron a salir. Un gran corro de voces mezcladas siguió lanzando gritos expectantes y temerosos durante algún tiempo, pero los dos seres sobrenaturales no reaparecieron.
Lankhmar está llena de callejones laberínticos, y especialmente ese tramo de la calle de los Dioses los tiene en abundancia: algunos de ellos conducen, por rutas oscuras y enrevesadas, a lugares tan lejanos como los muelles.
Pero los issekianos, tanto los antiguos como los nuevos conversos, ni siquiera pensaron en esos callejones al analizar la desaparición de su dios. Los dioses tienen sus propias puertas para entrar y salir del espacio y el tiempo, y es natural en ellos desvanecerse súbita e inexplicablemente. Todo lo que puede esperarse de un dios cuyo principal drama en la tierra ya se ha representado, son breves reapariciones, y la verdad es que sería incómodo que permaneciera entre sus fieles demasiado tiempo, prorrogando una Segunda Venida... Entre otras cosas, sería una tensión demasiado grande para los nervios de sus adeptos.
La gran multitud a la que se había concedido la visión de Issek fue dispersándose lentamente, como era de esperar... Tenían mucho que contarse, mucho sobre lo que especular e, inevitablemente, discutir.
El blasfemo ataque de Quatch y Wiggin contra el dios fue recordado y castigado posteriormente, aunque algunos ya consideraban el incidente como parte de una alegoría general. Los dos matones tuvieron suerte de escapar con vida después de que los molieran a palos.
En cuanto al cuerpo de Grilli, lo recogieron sin ninguna ceremonia y lo arrojaron al Carro de la Muerte a la mañana siguiente. Así finalizó su historia.
Pulg volvió en sí y vio a Bwadres inclinado solícitamente sobre él..., y fueron principalmente estas dos personas las que configuraron la historia posterior del issekianismo.
Para abreviar y exponer con sencillez un relato largo o, mejor aún, completo, Pulg llegó a ser algo así como el gran visir de Issek y trabajó sin descanso por la mayor gloria del dios, llevando siempre colgado al pecho el dorado emblema de la Jarra como señal de su rango. Tras su conversión al benévolo dios, no abandonó su antiguo oficio, como podrían haber esperado algunos moralistas, sino que lo continuó, incluso con mayor celo que antes, chantajeando implacablemente a los sacerdotes de todos los dioses, excepto Issek, y oprimiéndolos. En la cumbre de su éxito, el issekianismo llegó a tener cinco grandes templos en Lankhmar, numerosos santuarios menores en la misma ciudad y un cuerpo sacerdotal cada vez más numeroso bajo la dirección nominal de Bwadres, pues iba a caer de nuevo en la senilidad.
El issekianismo floreció exactamente tres años bajo la dirección de Pulg. Pero cuando llegó a saberse, debido a ciertas revelaciones incautas de Bwadres, que Pulg no sólo llevaba a cabo bajo el disfraz de la extorsión una guerra santa contra todos los dioses en Lankhmar, con el objetivo final de arrojarlos de la ciudad y, si fuera posible, del mundo, sino que incluso acariciaba sombríos propósitos de derribar a los dioses de Lankhmar, o al menos obligarles a reconocer la superioridad de Issek..., cuando todo esto resultó evidente, la condenación del issekianismo fue irreversible. Al tercer aniversario de la Segunda Venida de Issek, por la noche descendió una niebla amenazante y espesa. Fue una de esas noches en que todos los lankhmarianos juiciosos se quedan en sus casas, junto al fuego. Hacia medianoche se oyeron gritos terribles y lamentos desgarradores en toda la ciudad, junto con el estruendo de gruesas puertas y fuertes muros de piedra derribados..., precedido y seguido, según sostuvieron algunos testigos trémulos, por el tintineo de huesos en marcha. Un joven que se asomó a la ventana de un desván, vivió lo suficiente, antes de expirar entre delirios, para informar que había visto desfilar por las calles una multitud de figuras enfundadas en togas negras, con manos, pies y facciones tiznados, y de una delgadez esquelética.
A la mañana siguiente, los cinco templos de Issek estaban vacíos y profanados, y todos sus santuarios menores habían sido derribados, mientras que sus numerosos sacerdotes, incluidos su antiguo sumo sacerdote y su presuntuoso gran visir, hasta el último miembro, se habían desvanecido de un modo misterioso que rebasaba la comprensión humana.
Volviendo a un amanecer, exactamente tres años antes, encontramos al Ratonero Gris y a Fafhrd subiendo desde un desvencijado y agrietado esquife a la bañera de una chalupa negra atracada más allá del Gran Espigón que sobresale de Lankhmar y la orilla oriental del río Hlal y se adentra en el Mar Interior. Antes de subir a bordo, Fafhrd entregó el tonel de Issek al impasible y cetrino Ourph, y entonces, con considerable satisfacción, empujó el esquife hasta hundirlo por completo.
La carrera a través de la ciudad en pos del Ratonero, seguida por el brioso trabajo de esclavo de galeras a los remos del esquife (pues tal parecía exactamente el nórdico en su desnudez casi completa), habían despejado totalmente la cabeza de Fafhrd de los vapores del vino, aunque ahora le dolía terriblemente. El Ratonero aún parecía un tanto fatigado por la carrera, pues su forma física era deplorable tras varios meses de pereza y glotonería.
A pesar de su fatiga, los dos amigos ayudaron a Ourph en la tarea de levar anclas y largar velas. Pronto un viento salobre y refrescante por estribor les alejó de la costa y de Lankhmar. Entonces, mientras Ourph alababa efusivamente a Fafhrd y le abrigaba con un grueso manto, el Ratonero, amparado por la oscuridad del alba, se volvió rápidamente hacia el tonel de Issek, decidido a hacerse con el botín antes que Fafhrd tuviera oportunidad de experimentar cualquier estúpido escrúpulo religioso, o un sentimiento nórdico de honestidad, y arrojara el tonel por la borda.
Pero los dedos del Ratonero no encontraron la abertura para echar las monedas en la tapa... Todavía estaba muy oscuro para poder ver bien, por lo que invirtió el objeto agradablemente pesado, tan lleno que ni siquiera tintineaba... Al parecer, tampoco en el otro extremo había ninguna abertura para las monedas, aunque sí lo que parecía una inscripción grabada al fuego con los jeroglíficos de Lankhmar. Pero aún estaba demasiado oscuro para leer fácilmente y Fafhrd se aproximaba a él, por lo que el Ratonero alzó con rapidez un hacha pesada que había cogido del armero de la chalupa y la descargó sobre el tonel, arrancando un trozo de madera.
Una rociada de líquido aromático salió pulverizada, con un olor muy familiar. El tonel estaba lleno de aguardiente hasta el mismo borde; por eso no había producido ningún gorgoteo...
Poco después fueron capaces de leer la inscripción quemada, la cual era muy sucinta: «Querido Pulg: Ahoga en esto tus pesares. Basharat».
Era muy fácil comprender que la tarde anterior el Chantajista Número Dos había tenido una oportunidad perfecta para efectuar la sustitución: La calle de los Dioses estaba desierta, Bwadres dormía como si hubiera tomado un somnífero gracias a la cena a base de pescado guisado, mucho más abundante que de ordinario, y Fafhrd había abandonado su puesto para beber con el Ratonero.
—Esto explica la ausencia de Basharat anoche —dijo el Ratonero, pensativamente.
Fafhrd estaba dispuesto a tirar el tonel por la borda, no por la decepción de haber perdido el botín, sino por la revulsión que le producía su contenido, pero el Ratonero puso el recipiente a un lado para que Ourph lo cerrara y guardara debidamente..., pues sabía que tales revulsiones son transitorias. No obstante, Fafhrd le hizo prometer que sólo usarían el ardiente líquido por una verdadera emergencia. Por ejemplo, para incendiar naves enemigas...
La cúpula roja del sol emergía de las aguas, al este, y a su luz, Fafhrd y el Ratonero se miraron realmente por primera vez en varios meses. Les rodeaba el ancho mar, Ourph se encargaba de los cabos y el timón, y por fin nada apremiaba. Había una extraña timidez en las miradas de ambos... Cada uno pensó de súbito que había apartado a su amigo del estilo de vida que había elegido en Lankhmar, quizá el estilo de vida que más le convenía.
—Supongo que volverán a crecerte las cejas —dijo el Ratonero, frívolamente.
—Crecerán, sin duda —replicó Fafhrd, con voz grave—. Cuando te hayas desembarazado de esa barriga, tendré una buena melena.
—Gracias, cabeza de huevo —dijo el Ratonero, y entonces se echó a reír—. No siento en absoluto haberme ido de Lankhmar —añadió, mintiendo considerablemente, aunque no del todo—. Ahora comprendo que si me hubiera quedado, habría seguido el camino de Pulg y todos esos grandes hombres: gordo, podrido de poder, importunado por mi lugarteniente, asfixiado por bailarinas que ofrecen un amor falso, y al final caería en los brazos de la religión. Por lo menos me he ahorrado esa última dolencia crónica, que es peor que la hidropesía. —Miró a Fafhrd con ojos entrecerrados—. Pero, ¿qué me dices de ti, viejo amigo? ¿Echarás de menos a Bwadres, tu cama de adoquines y tus recitaciones nocturnas de cuentos fantásticos?
Fafhrd frunció el ceño mientras la chalupa navegaba hacia el norte y el rocío salobre le salpicaba.
—No —dijo al fin—.Siempre hay otros cuentos que inventar.
He servido bien a un dios, le he vestido con ropajes nuevos, y luego he hecho una tercera cosa... ¿Quién volvería a ser un acólito después de haber llegado a tales alturas? Porque piensa, amigo mío, que yo he sido realmente Issek. El Ratonero arqueó las cejas. —¿Lo has sido? Fafhrd asintió dos veces, con gran seriedad.