Su amante, el mar

Los días que siguieron fueron penosos para el Ratonero y Fafhrd. Para empezar, ambos llevaban demasiado tiempo sin navegar, y con frecuencia tenían la desagradable sensación de que iban a echar las entrañas. Entre arcadas gargantuescas, Fafhrd recriminaba monótonamente al Ratonero por haberle obligado a abandonar su vida ascética y apartado de su vocación religiosa, mientras que el Ratonero, en los intervalos en que no vomitaba, maldecía también a Fafhrd, pero sobre todo se recriminaba a sí mismo por haber sido tan estúpido de renunciar a su vida muelle en Lankhmar por seguir a un amigo.

Durante este período —breve en realidad, pero eterno para quienes lo padecieron—, el mingol Ourph se encargó del timón y las velas. Su rostro impasible, surcado de arrugas, parecía siempre a punto de sonreír, pero nunca lo hacía, aunque de vez en cuando centelleaban sus ojos negros como el azabache.

Fafhrd fue el primero en recuperarse, relevó a Ourph del mando e inmediatamente empezó a ordenar una serie interminable de ejercicios marineros: arrizar, aferrar velas, navegar de bolina, hacer cambios de bordada y de lastre, inspección de los lugares donde podían anidar ratas y cucarachas, y toda clase de faenas similares.

A veces, durante estos ejercicios, Fafhrd y Ourph perdían el equilibrio, caían sobre la cubierta y a veces chocaban con el cuerpo tendido del Ratonero, el cual soltaba juramentos débiles pero mordaces; en esas ocasiones el Tesorero Negro alteraba el suave movimiento al que se había acostumbrado el Ratonero y emprendía una agitada danza sobre las olas que provocaba de nuevo las náuseas.

Cada vez que Fafhrd interrumpía su función de jefe despótico, se sentaba con las piernas cruzadas, haciendo oídos sordos a los juramentos del Ratonero, y meditaba en silencio, con la mirada dirigida primero hacia Lankhmar, pero luego cada vez más hacia el norte.

Cuando el Ratonero se recobró por fin, renunció a todo alimento excepto unas gachas aguadas en pequeñas cantidades, y, desdeñando los ejercicios náuticos de Fafhrd, emprendió con determinación una variedad de ejercicios gimnásticos, que realizaba hasta derrumbarse sudoroso y jadeante..., para empezar de nuevo en cuanto su respiración se había normalizado.

Resultaba curioso ver al Ratonero andando a gatas por la cubierta mientras Ourph corría a cambiar la posición del foque y Fafhrd apoyaba su peso en el timón y gritaba: « ¡A orza todo! ».

Sin embargo, en determinados momentos, sobre todo durante la puesta del sol, cuando cada uno tomaba un vaso de agua coloreada con un poco de vino dulce, pues el aguardiente seguía prohibido, rememoraban aventuras pasadas y contaban historias increíbles, primero sólo un poco, y luego durante períodos cada vez más largos.

Hablaban de piraterías, tanto las que ellos habían llevado a cabo como las que habían sufrido. Recordaban grandes tormentas y calmas, y aquellos avistamientos de barcos misteriosos que se desvanecían en la niebla o la distancia y no volvían a ver nunca más. Revivían la aventura de su travesía del Mar Exterior hacia el Continente Occidental de fábula, que de todos los habitantes de Lankhmar sólo Fafhrd, el Ratonero y Ourph sabían que se trataba de algo más que de una leyenda.

Gradualmente desapareció la panza del Ratonero, y el pelo empezó a poblar el cráneo, las mejillas, el mentón y el bigote de Fafhrd. Su vida empezó a llenarse de acontecimientos en lugar de aflicciones. Las puestas de sol y los amaneceres establecían el ritmo de su vida, y los astros eran como fieles amigos. Sobre todo, empezaron a adaptarse a los caprichos del mar, como si fuera un ser con quien vivían y viajaban, y no una extensión sobre la cual navegaban.

Pero el agua y los víveres empezaron a menguar, el vino se agotó, y carecían de prendas de vestir adecuadas, especialmente Fafhrd.

Su primera incursión de piratería acabó casi en un desastre. Un amanecer se aproximaron sutilmente a un pequeño barco mercante que, por su forma de navegar, parecía tripulado por gentes zafias y poco marineras, pero, de súbito, se erizó de lanceros con cascos marrones y honderos. Era un barco—cebo de Lankhmar, especializado en atrapar piratas.

Pudieron huir sólo porque la trampa se reveló demasiado pronto y el Tesorero Negro fue capaz de navegar más rápido que el barco—cebo, transformado en una lancha rápida gracias a un manejo adecuado del velamen. Con todo, Ourph recibió una pedrada que le dejó sin sentido, mientras que otra piedra magulló dos costillas de Fafhrd.

La siguiente correría marina podría calificarse como un éxito. El balandro que abordaron resultó que iba tripulado por cinco ancianas mingol, brujas de profesión, según les dijeron, que se dirigían a los asentamientos meridionales alrededor de Quarmall, para dedicarse a decir la buenaventura y vender algunas cosas.

El Ratonero y Fafhrd obtuvieron de ellas un modesto suministro de agua, comida y vino, y Fafhrd se apoderó de varias prendas de vestir de seda y piel, varias joyas de plata, una espada, un hacha y cuero para hacerse unas botas. Sin embargo, no dejaron a las ariscas mujeres en la más absoluta indigencia, ni mucho menos, e impidieron que Ourph violara siquiera a una sola de ellas, y no digamos a las cinco, como había amenazado jactanciosamente.

Se marcharon entonces, algo avergonzados, mientras las brujas les maldecían, lanzándoles toda clase de malignas imprecaciones e invocando contra ellos a los peores demonios del aire, la tierra, el fuego y el agua. El hecho de que no maldijeran también a Ourph hizo pensar al Ratonero si las brujas no estarían aún más enfadadas por haber impedido a Ourph la satisfacción de sus lascivos deseos.

Ahora que el Tesorero Negro estaba un poco mejor aprovisionado, Fafhrd empezó a hablar frívolamente de cruzar de nuevo el Mar Exterior, o dirigirse al norte, hacia el mar helado de NoOmbrulsk, donde cazarían el tigre polar y el gusano gigante blanco y velludo.

Para Ourph, ésa fue la gota que hizo desbordar el vaso. Era un hombre muy templado y agradable... para ser un mingol, pero el exceso de trabajo, los golpes recibidos, la prohibición de una oportunidad amorosa fuera de lo corriente para un hombre de su edad y, finalmente, la amenaza de absurdos viajes a lugares remotos, fue demasiado para él y pidió que le dejaran en tierra.

El Ratonero y Fafhrd aceptaron su petición. Entretanto, el Tesorero Negro había navegado hacia el sur, a lo largo de la costa noroeste de Lankhmar, y estaban cerca del pequeño pueblo de Finisterre, adonde se dirigieron para desembarcar al viejo mingol, quien siguió maldiciéndoles entre dientes a pesar de los regalos con que le colmaron.

Tras una deliberación, los dos héroes decidieron poner rumbo al norte. Desembarcarían en el frondoso reino de las Ocho Ciudades, en la ciudad de Ool Plerns, cuyo Duque Loco había sido en otro tiempo su patrón.

La travesía transcurrió sin incidentes y no avistaron ninguna nave. Fafhrd cortó el cuero, lo cosió, lo claveteó y finalmente colocó a sus botas unas suelas con púas, quizá como resultado de algún sueño en el que se imaginó montañero. El Ratonero siguió practicando sus ejercicios gimnásticos y leyó El libro de Aarth, El libro de los dioses menores, El control de los milagros y un pergamino titulado Monstruos marinos, todos ellos de la pequeña pero selecta biblioteca de la chalupa.

Por la noche se pasaban horas hablando, sintiéndose próximos a las estrellas, más compenetrados con el mar y con ellos mismos. Discutían si las estrellas existían desde siempre o las habían lanzado los dioses desde la montaña más alta de Nehwon, o si, como afamaban los metafísicos actuales, las estrellas eran grandes gemas de fuego engastadas en unas islas en el extremo opuesto de la gran burbuja (en las aguas de la eternidad) que era Nehwon. Debatían quién era el peor hechicero del mundo, si el Ningauble de Fafhrd, o Sheelba del Ratonero o, lo que era apenas concebible, algún otro brujo.

Pero hablaban sobre todo de su amante, el mar, cuyos ondulantes movimientos amaban de nuevo, y a cuyos estados de ánimo se sentían ahora adaptados de una manera misteriosa, sobre todo en la oscuridad. Hablaban de los arrebatos y las caricias marinas, de sus frescas brisas y sus danzas interminables, a veces un ligero minueto, otras un furioso pataleo, y la infinitud de sus partes secretas.

El viento del oeste disminuyó gradualmente, y luego le sustituyó un caprichoso viento de levante. Las provisiones volvieron a agotarse, y al final admitieron que no estaban en condiciones de llegar a Ool Plerns y se contentaron con navegar hasta alcanzar las Garras, el extremo estrecho, pero alto y rocoso, de la gran península septentrional del Continente Oriental, formado por el Reino de las Ocho Ciudades, el Yermo Frío y numerosas cadenas montañosas, ásperas y desoladas. Una noche cesó por completo el viento de levante, y el Tesorero Negro flotó en una calma tan completa que parecía como si la acuática amante de sus tripulantes estuviera hipnotizada. No se movía ni un soplo de aire, y los dos amigos se preguntaron qué les traería el mañana.