Redoblaban los tambores con un sonido apagado y un ritmo irritante, y las luces rojas parpadeaban hipnóticamente en el subterráneo Templo del Odio, donde cinco mil fieles andrajosos estaban arrodillados y humillados, y en su trance presionaban la cabeza contra los guijarros fríos y ásperos, mientras el rencor crecía en su interior. El ritmo del tamborileo era lento y, salvo por algunos gruñidos y gimoteos, la emoción de la multitud era inaudible, pero entre todos producían una vibración infernal que amenazaba con sacudir la ciudad, el reino de Lankhmar y todo el mundo de Nehwon.
Lankhmar llevaba muchos meses en paz y por ello los odios eran más intensos. Aquella noche, además, en un lugar del centro de la ciudad, la nobleza lankhmariana de toga negra celebraba con jolgorio, un banquete y febriles danzas los desposorios de la hija de su Señor Supremo con el príncipe de Ilthmar, y por ello los odios se habían redoblado.
La única sala del templo subterráneo era tan larga y ancha, y al mismo tiempo tenía unas gruesas columnas situadas de un modo tan irregular que en ningún punto se podía ver más de un tercio de su espacio. No obstante, el techo era tan bajo que, en cualquier lugar, un hombre en pie podría rozarlo con las puntas de los dedos... Pero allí no había nadie en pie; todos se arrastraban. La hediondez de la atmósfera mareaba. Las oscuras espaldas dobladas de los fieles hechizados por el odio formaban una especie de terreno negruzco, del cual las columnas revestidas de salitre se alzaban como troncos de árboles grises.
El enmascarado Arcipreste del Odio levantó un dedo esquelético. Unos platillos de hierro, finos como hojas de pergamino. empezaron a sonar al unísono con el redoble de los tambores y las oscilaciones de las llamas intensamente rojas, llevando hasta un extremo insoportable las maldades y envidias de los fieles sumidos en su sombrío trance.
Entonces, en la penumbra de la gran sala semejante a una hendidura, unos tenues y pálidos zarcillos empezaron a surgir de aquel terreno oscuro que formaban las espaldas, como si hubieran plantado allí una hierba blanca, de crecimiento rápido, espectral. Los zarcillos, que en otro mundo podrían describirse como ectoplásmicos, se multiplicaron velozmente, se engrosaron alargaron, y entonces se fundieron en unas formas rastreras, serpentinas, blancas, y pareció como si lenguas de espesa niebla fluvial se hubieran deslizado hasta aquel sótano desde el ancho río Hlal.
Las serpientes blancas se enroscaron más allá de las columnas rozaron el techo bajo, acariciaron húmedamente las espaldas de sus devotos y productores, y entonces se fundieron a su vez para ascender por la abertura curvada y negra de un estrecho pozo de escalera, cuyos escalones estaban tan desgastados que casi parecía la superficie lisa de un tobogán: un blanco cilindro oscilante en el cual se escondía una luminosidad rojiza.
Mientras esto sucedía, los tambores y platillos no cesaban de sonar rítmicamente, ni los servidores de las luces infernales dejaban de dar vueltas a las ruedas de madera en las que estaban adheridas y resguardadas unas velas que ardían con llamas rojas, ni los ojos del arcipreste tras la máscara de madera se desviaban por un instante a un lado, ni uno solo de los fieles hipnotizados alzaba la vista.
Arriba, en un callejón envuelto en la niebla, una pordiosera corría hacia su casa en el barrio de los ladrones, una chiquilla muy delgada, de ojos grandes como los de un lémur y mirada temerosa en un rostro pequeño y bello como el de una ninfa. La niña vio la columna blanca, ahora aplastada como el cuerpo de una babosa. que surgía de entre los barrotes de un ventanuco abierto al nivel del pavimento, y aunque ya la seguían espesos y helados zarcillos de niebla fluvial, supo que aquello era diferente.
La chiquilla trató de esquivar aquella cosa, pero ésta, casi con la rapidez con que ataca una serpiente, saltó hacia la pared contraria, cerrándole el paso. La muchacha dio media vuelta y echó a correr, pero el blancuzco fenómeno la adelantó, trazando una U y acorralándola contra la pared. La muchacha se quedó quieta, estremeciéndose mientras la serpiente de niebla se estrechaba, se hacía más densa y se enroscaba a su cuerpo. Su extremo se balanceó, como la cabeza de una serpiente venenosa preparándose para golpear, y entonces, de improviso, descendió hacia el pecho de la muchacha, la cual dejó de estremecerse, echó la cabeza atrás, desvió las pupilas de modo que sus ojos de lémur sólo mostraban los blancos, y cayó al suelo, fláccida como un trapo.
La serpiente de niebla la husmeó durante unos instantes, y luego, como si estuviera molesta por no encontrar ningún resto de vida, dio al cuerpo un capirotazo que lo puso de bruces y partió velozmente en la misma dirección que seguía la niebla fluvial: a través de la ciudad, hacia los hogares de los nobles y el palacio del Señor Supremo, con sus cimborrios enjoyados.
Salvo por un destello rojizo ocasional en una de ellas, las dos clases de niebla eran idénticas.
Junto a un seco abrevadero de piedra, en el cruce de cinco callejones, dos hombres se acurrucaban a cada lado de un braserillo en el que ardían unos carbones. El lugar estaba tan próximo al barrio de los nobles que, a intervalos, llegaban hasta allí los débiles sonidos de músicas y risas, junto con un tenue resplandor de luz multicolor. Los dos hombres podrían ser un mendigo robusto y otro menudo, pero esa impresión se desvanecería al examinar con detenimiento sus blusas, polainas y mantos, pues, aunque raídos, eran de buen material, y además, cada uno de ellos tenía a mano su espada enfundada.
—Esta noche habrá niebla —dijo el más corpulento—. Puedo olerla, procedente del Hlal.
El que había hablado era Fafhrd, hombre de brazos musculosos, rostro pálido y sereno, y cabellera dorada con destellos rojizos.
El hombre menudo que le acompañaba se estremeció, echó al brasero dos trozos pequeños de carbón y dijo sardónicamente:
—¡La próxima vez predice glaciares! Y si es posible, que bajen por la calle de los Dioses.
Aquel hombrecillo era el Ratonero; tenía la mirada cautelosa, sus labios se curvaban en una mueca y embozaba la cara en una capucha gris.
Fafhrd sonrió. Llegó a sus oídos el tintineo de una canción distante y preguntó al aire que lo transportaba:
—¿Por qué no estamos esta noche en algún lugar cálido y acogedor, bien provistos de vino y acariciados por manos amorosas?
A modo de respuesta, el Ratonero Gris se sacó del cinto una bolsa de piel de rata y, cogiéndola por los cordones, la golpeó contra su palma. La bolsa se aplastó y no emitió ningún sonido metálico. Por añadidura, alzó las manos y agitó sus diez dedos, todos ellos sin anillos.
Fafhrd sonrió de nuevo y dijo al espacio oscuro a su alrededor, que ahora estaba lleno de una bruma finísima, heraldo de la niebla:
—Eso sí que es extraño. No sé cuántas joyas y objetos de oro y electro hemos conseguido en nuestras aventuras, e incluso cartas de crédito avaladas por el Gremio de los Mercaderes de Grano... ¿Adónde ha ido a parar todo eso? Las cartas de crédito han volado con alas de pergamino, las joyas lo han hecho arrojando fuego como jibias diminutas rojas, verdes y perlinas. ¿Por qué no somos ricos?
El Ratonero soltó un bufido.
—Porque derrochas nuestros bienes con vulgares rameras, o todavía con mayor frecuencia los empleas en algún noble capricho, alguna maquinación de ángeles espurios para asaltar las murallas del infierno. Entretanto, yo hago de niñera para ti y no salgo de la pobreza.
Fafhrd se echó a reír.
—Pasas por alto tus propias imprudencias caprichosas, como la de rajar la bolsa del Señor Supremo y rebañarle además el bolsillo, la misma noche que rescataste y le devolviste la corona que había perdido. No, Ratonero, creo que somos pobres porque... —De súbito alzó un codo, sus fosas nasales se ensancharon y husmeó el aire helado y húmedo—. Esta noche hay algo corrompido en la niebla —observó.
El Ratonero replicó en tono seco:
—Ya he olido pescado podrido, grasa quemada, estiércol de caballo, humos cosquilleantes, salchichas rancias de Lankhmar, incienso barato, aceite rancio, grano con moho, barracones de esclavos, depósitos de embalsamar llenos hasta el negro borde y el hedor de una catedral llena de carreteros sin lavar y rameras celebrando ritos orgiásticos... ¡Y ahora me dices que hueles a podrido!
—Es algo diferente de todo eso —dijo Fafhrd, escudriñando uno tras otro los cinco callejones—. Quizás el último... —Se interrumpió, dubitativo, y se encogió de hombros.
Hebras de niebla penetraron a través de los ventanucos que se abrían al nivel de la calle en la taberna llamada «El Nido de Ratas», mezclándose curiosamente con la negra humareda de una antorcha que no ardía bien, pero nadie reparó en ellas excepto una vieja ramera, que se cubrió más la garganta con su remendado manto de piel.
Todas las miradas estaban fijas en el juego de pulso que realizaban sobre una vieja mesa de roble el famoso matón Gnarlag y un mercenario de piel morena, que tenía unos músculos casi tan abultados como los del matón. Con los codos derechos firmemente apoyados y las manos respectivas aferradas, cada uno se afanaba por doblegar la muñeca del otro hasta hacerle tocar la madera llena de muescas, palabras talladas y puntadas de cuchillo. Gnarlag, que miraba a su contrincante con una mueca burlona, le aventajaba por la longitud de un dedo pulgar.
Una de las hebras de niebla, como si fuera aficionada al juego de pulso y sintiera curiosidad por el resultado, pasó sobre el hombro de Gnarlag. A la vieja ramera le pareció que la inquisitiva hebra neblinosa tenía un matiz rojizo, sin duda reflejo de las antorchas, pero rogó para que insuflara en Gnarlag sangre fresca.
El dedo de niebla tocó el brazo tenso. La expresión burlona de Gnarlag se transformó en otra de puro odio, y el grosor de los músculos de su antebrazo pareció duplicarse mientras le daba más de media vuelta. Se oyó un chasquido apagado y un grito de dolor. La muñeca del mercenario estaba rota.
Gnarlag se levantó. Arrojó contra la pared una copa de vino que le ofrecía y derribó de un golpe a una muchacha que pretendía abrazarle. Entonces cogió del banco que estaba a su lado el grueso cinto del que pendían sus dos espadas, se encaminó a la escalera de ladrillo y salió del Nido de Ratas. Quizá por algún curioso efecto de las corrientes de aire, pareció como si una hebra de niebla descansara sobre sus hombros, como un brazo amistoso.
Una vez hubo desaparecido, alguien comentó:
—Gnarlag siempre ha sido un ganador frío e ingrato.
El sombrío mercenario se miró la mano que le pendía fláccida y se mordió los labios para contener los gemidos.
—Dime pues, gran filósofo, porqué no somos duques —pidió el ratonero Gris, señalando a su amigo con un dedo—. O emperadores, o semidioses, ya que estamos en ello.
—No somos duques porque no estamos sometidos a nadie replicó Fafhrd con afectación, y apoyó los hombros en la piedra abrevadero—. Incluso un duque tiene que adular a un rey, y semidioses a los dioses. Pero nosotros no adulamos a nadie. Seguimos nuestro camino, eligiendo nuestras aventuras..., ¡y nuestras propias locuras! Es mejor la libertad y un camino helado a un hogar caliente y la servidumbre.
—Así habla el lebrel rechazado por su último amo y que no encuentra nuevas botas a las que babosear —replicó el Ratonero con impudicia amigable y sardónica—. Mírate, noble embustero: hemos trabajado para una docena de señores, reyes y gordos mercaderes. Has servido a Movarl, al otro lado del Mar Interior, y yo he servido al bandido Harsel. Ambos hemos estado bajo las órdenes de Glipkerio, cuya hija se une a Ilthmar esta misma noche.
—Son excepciones —protestó despectivamente Fafhrd—, y además, incluso cuando estamos al servicio de alguien, nosotros establecemos las reglas. No nos inclinamos a los deseos de nadie, no bailamos al son del tambor de algún brujo, no nos unimos a la plebe, no hacemos caso de ninguna salvaje invocación del odio. Cuando desenvainamos la espada, es sólo para defendernos a nosotros mismos. ¿Qué es eso?
Había alzado la espada para recalcar sus palabras, cogiéndola por la vaina, debajo de la guarda, pero ahora la mantenía inmóvil, con la empuñadura cerca de la oreja.
—¡Una vibración de advertencia! —exclamó al cabo de un momento—. ¡El acero suena suavemente en su funda!
El Ratonero se rió, tolerante ante esta prueba de superstición. Desenvainó su fina espada, examinó la hoja aceitada a la tenue luz de las brasas, descubrió un par de motas negras y empezó a frotarlas con un trapo.
No ocurrió nada más, y Fafhrd dejó a un lado la espada sin desenvainar y dijo de mala gana:
—Quizá pasó un dragón por la cueva donde forjaron la hoja. Pero esta niebla hedionda sigue sin gustarme.
El asesino Gis y la cortesana Tres habían observado el avance de la niebla sobre los tejados de Lankhmar, con sus fantásticos remates puntiagudos, hasta que veló la luna baja y amarillenta y el resplandor multicolor del palacio. Entonces encendieron las lámparas y corrieron las cortinas azules, y se dedicaron al juego de lanzar cuchillos a fin de aguzar sus apetitos para un juego más íntimo pero no mucho más amable.
Tres era bastante diestra, pero Gis era capaz de hacer que el arma diera doce o trece vueltas completas antes de clavarse en la madera, y podía lanzarla con igual precisión entre las piernas o por encima del hombro, hacia atrás, sin necesidad de espejo. Cada vez que el cuchillo se clavaba muy cerca del cuerpo de Tres, él sonreía. La mujer tenía que recordarse que Gis no era mucho peor que la mayoría de los malvados.
La niebla entró serpenteando entre las cortinas azules y tocó a Gis en la sien cuando se preparaba a lanzar el cuchillo.
— ¡Tienes la sangre de la niebla en el blanco de los ojos! —gritó Tres, mirándole asustada.
El asesino cogió a la mujer por la oreja y, con una gran sonrisa, le cortó el cuello por debajo de la delicada mandíbula. Se hizo a un lado para evitar el borbotón de sangre, cogió su cinto provisto de varias dagas y se precipitó por la curva escalera hasta la calle, donde se sumergió en una niebla acogedora, una bruma que de algún modo estaba tan llena de furor como el fuerte vino de Tovilysis lo está de azúcar, una auténtica cisterna de ira. Todo su ser estaba bañado en sensaciones tan arrobadoras como las intensas aunque huidizas que había desencadenado en su cerebro el roce del zarcillo de niebla. Visiones de princesas acuchilladas y doncellas ensartadas en acero danzaban en su cabeza. Caminó eufórico, rebosante de expectativas deliciosas, al lado de Gnarlag de las Dos Espadas, quien le reconoció en seguida como un hermano de odio, sacrosanto, otro esclavo de la niebla bendita.
Fafhrd colocó las manos por encima del brasero y se puso a silbar la alegre tonada procedente del palacio que destellaba a lo lejos. El Ratonero, que ahora aceitaba de nuevo la hoja de Escalpelo, observó:
—Estás tan contento que nadie diría que te preocupan las corrupciones y las vibraciones anunciadoras de peligro.
—Esto me gusta —afirmó el nórdico—. ¡Me importan un ardite los patios, los lechos y los fuegos crepitantes en las chimeneas! ¿Acaso no es más dulce el vino imaginado que el real?
—¡Ja, ja! —rió sardónicamente el Ratonero.
—¿Y no es un mendrugo de pan mas sabroso para un hambriento que las lenguas de alondra para un sibarita? La adversidad aguza el apetito y aclara la vista.
—Eso dijo el mono que no podía coger la manzana —replicó el Ratonero—. Si en esa pared se abriera una puerta de acceso al paraíso, te lanzarías de cabeza a través de ella.
—Sólo porque nunca he estado en el paraíso. ¿No es más agradable escuchar la música de los desposorios de Innesgay aquí, en vez de mezclarnos con los invitados, tener que bailar con ellos y sufrir las trabas y las anteojeras de sus rituales sociales?
—Esos sonidos hacen que a muchos en Lankhmar les roa la envidia hasta dejarlos con los huesos mondos —dijo sombríamente el Ratonero—. A mí no me roe como a esos estúpidos; mis celos son más inteligentes. Pero, aun así, la respuesta a tu pregunta es: ¡no!
—Esta noche es mucho mejor ser un vigilante de Glipkerio que su huésped atiborrado de comida —insistió Fafhrd, dejándose llevar por su vena poética y sin escuchar apenas al Ratonero.
—¿Quieres decir que servimos a Glipkerio gratuitamente? —preguntó el último en tono de alarma—. ¡Ahí tienes! ¡Ése es el aspecto más amargo de la libertad: que no cobras!
Fafhrd se echó a reír, pero en seguida se puso serio y dijo, casi avergonzado:
—Ser un buen vigilante tiene sus recompensas. ¡No lo hacemos por una paga, sino por el mero gusto de hacerlo! Un hombre bajo techo, cómodo y bien caliente, está ciego. Pero aquí, a la intemperie, vemos la ciudad y las estrellas, oímos los sonidos de la vida, nos agazapamos como cazadores en un escondrijo entre las piedras, aguzando nuestros sentidos para...
—Por favor, Fafhrd, basta de señales de peligro —protestó el Ratonero—. Sólo falta que me digas ahora que hay un monstruo babeante y al acecho en las calles, deseoso de Innesgay y sus damas de honor, y tal vez uno o dos principillos armados con espadas como aperitivo.
Fafhrd le miró seriamente y luego escudriñó la niebla que se iba espesando.
—Cuando esté completamente seguro de eso, te lo haré saber.
Los hermanos gemelos Kreshmar y Skel, asesinos y camorristas de oficio, estaban amenazando a un usurero en su cuchitril cuando la niebla entreverada de rojo llegó en su busca. Con la misma rapidez con que los hombres ambiciosos toman un último bocado y un trago de vino durante la cena familiar, cuando les llaman de improviso a la mesa del banquete del emperador, los dos hombres concluyeron su faena. Kreshmar utilizó limpiamente su porra para abrir un cráter en el cráneo del usurero, mientras Skel se metía en el cinto la bolsita de oro que habían arrebatado al viejo. Mientras éste pasaba a mejor vida, salieron a toda prisa, las espadas oscilando en sus caderas, y se internaron en la niebla para avanzar junto a Gnarlag y Gis en medio de la masa compacta que apenas se distinguía de la niebla fluvial, pero que les intoxicaba como si fueran los vapores de un vino hechizado que impulsa al asesinato y la destrucción, hacía que se desprendieran de todas las precauciones y temores naturales, y les prometía innumerables emociones y víctimas muy provechosas.
Detrás de los cuatro hombres, la falsa niebla se adelgazó hasta reducirse a un solo filamento brillante, rojo como una arteria, plateado como un nervio, que serpenteaba entre las calles retorcidas llegaba al Templo del Odio. Una pulsación recorría incesantemente el filamento: eran los impulsos que transmitían energía y decisión a la masa de niebla merodeadora y a los cuatro asesinos, ahora doblemente esclavizados por el odio, que avanzaban con ella. La niebla se movía resueltamente, como un tigre de las nieves, hacia el barrio de los nobles y el palacio iluminado de Glipkerio, sobre el rompeolas del Mar Interior.
Tres centinelas de Lankhmar, vestidos de negro y armados con garrotes recubiertos de metal y pesados dardos erizados de búas, vieron acercarse la espesa niebla y a los hombres que iban envueltos en ella. Tuvieron la impresión de que estaban congelados, recubiertos por una especie de hielo dúctil. Se estremecieron y se sintieron paralizados. La niebla les tocó, pero casi al instante pasó de largo, como si fueran un material inferior para sus fines.
De la masa de niebla surgieron cuchillos y espadas. Sin un solo grito, los tres centinelas cayeron, y en sus negras túnicas brilló un líquido cuyo color rojo sólo era patente en los miembros pálidos y fláccidos. La masa de niebla se espesó, como si acabara de alimentarse con la sustancia de sus víctimas. Los cuatro asesinos eran casi invisibles desde el exterior, aunque desde dentro ellos veían con suficiente claridad.
En un extremo del callejón más largo y en dirección a tierra adentro, el Ratonero vio la aproximación de la masa blanca junto al resplandor del palacio, detrás de él, aquella niebla que lanzaba por delante sus zarcillos exploradores, y exclamó alegremente:
—¡Mira, Fafhrd, tenemos compañía! Llega la niebla serpenteando desde el Hlal para calentarse las blandas garras en nuestro pequeño fuego.
Fafhrd frunció el ceño y dijo en tono de desconfianza:
—Creo que enmascara a otros huéspedes.
—No seas gallina —le reprendió el Ratonero, y añadió con voz soñadora—: Se me ha ocurrido algo curioso, Fafhrd: ¿y si no se trata de niebla, sino que es el humo de toda la adormidera y la resina de cáñamo de Lankhmar ardiendo a la vez? ¡Cómo disfrutaremos después de aspirarlo! ¡Qué sueño tendremos esta noche!
—Creo que serán pesadillas —dijo Fafhrd en voz baja, empezando a incorporarse—. ¡El olor, Ratonero! ¡Y mi espada vuelve a vibrar!
Los zarcillos de niebla más adelantados rozaron a los dos hombres y se abalanzaron sobre ellos alegremente, como si hubieran encontrado a los dos capitanes que andaban buscando, los líderes de los esclavos que les harían invencibles.
Entonces los dos hermanos de sangre sintieron plenamente la intoxicación de la niebla, la agridulce melodía de odio que transmitía su contacto, sus promesas vehementes de que siempre satisfaría los anhelos más sanguinarios, en una eternidad de frenesí asesino incontenido.
Aquella noche Fafhrd estaba sobrio, intoxicado tan sólo por sus propios idealismos y el propósito de cumplir a la perfección su tarea de vigilancia, y por ello apenas le afectaron las sensaciones, ni las percibió en absoluto como sensaciones.
El Ratonero tenía una naturaleza más proclive a los odios y las envidias, y su resistencia se tambaleó, pero al final también él rechazó los poderosos señuelos de la niebla..., aunque, para darle la peor interpretación, porque quería ser siempre la fuente de su propio mal y jamás aceptaría que procediera de otra fuente, ni siquiera como un regalo del mismo archienemigo.
Entonces la niebla retrocedió una docena de pasos, con rapidez felina, como una arpía orgullosa a la que rechazan, descubriendo a los cuatro hombres embozados en ella y tendiendo simultáneamente sus zarcillos hacia el Ratonero y Fafhrd.
Fue una suerte que el Ratonero conociera hasta el último asesino semiprofesional de Lankhmar y que sus intuiciones y reflejos fuesen rápidos como una flecha. Reconoció al más menudo de los cuatro —Gis, con su cinto repleto de cuchillos— y también el que presentaba un peligro más inmediato. Sin asomo de duda desenvainó a Garra de Gato, se preparó para el ataque, apuntó y lanzó el arma. Al mismo tiempo, Gis, que también conocía a su adversario y tenía la misma celeridad mental y rapidez de reacción, arrojó uno de sus cuchillos. Pero el Ratonero, siempre cauto y juiciosamente temeroso, echó la cabeza a un lado en el mismo momento en que lanzó su arma, y el cuchillo de Gis sólo pasó rozándole la oreja.
Gis había confiado demasiado en su propia velocidad, y no hizo ningún movimiento evasivo similar... con el resultado de que un instante después la empuñadura de Garra de Gato sobresalía de la órbita de su ojo derecho. El rufián se quedó largo rato mirando fijamente con el otro ojo, conmocionado y sorprendido, y luego cayó al suelo, con las facciones contorsionadas por el estertor agónico.
Kreshmar y Skel desenvainaron al punto sus aceros, y Gnarlag empuñó sus dos espadas, sin que les intimidara lo más mínimo la muerte alada que se había cebado en el cerebro de su camarada.
Fafhrd, que tenía muy buen sentido táctico para actuar en un frente amplio, al principio no sacó su espada, sino que cogió el brasero por una de sus tres cortas y quemantes patas, lo hizo girar y arrojó su magro contenido al rojo vivo contra las caras de los atacantes. Esto los detuvo lo suficiente para que el Ratonero desenvainara a Escalpelo y Fafhrd a su espada más pesada, que había sido forjada en una gruta. Se las hubiera arreglado mejor sin el brasero, pues estaba demasiado caliente, pero vio que Gnarlag de las Dos Espadas iba a por él y se contentó con pasarlo a la mano izquierda, como si hiciera un juego de manos.
El desenlace de la refriega fue rápido. Los tres atacantes, sólo intimidados un instante por el rocío de carbones ardientes, que no les alcanzaron, se lanzaron adelante con resolución, los cuatro aceros en busca del Ratonero y de Fafhrd. El nórdico paró con el brasero el golpe de la espada que empuñaba Gnarlag en la mano derecha, y el de la izquierda con la guarda de su propia arma, a la vez que atravesaba con ésta el cuello del matón.
Fue una estocada terrible: las dos espadas de Gnarlag pasaron por los lados de Fafhrd y se desplomaron con su portador agonizante. El nórdico, que ahora experimentaba un intenso dolor en la mano izquierda, lanzó el brasero en la dirección útil más próxima..., que resultó ser la cabeza de Skel, privando de ese golpe al Ratonero, quien por entonces retrocedía ágilmente, pero no con mayor rapidez que la de Kreshmar y Skel en su ataque.
El Ratonero se agachó bajo la hoja de Kreshmar y clavó a Escalpelo entre las costillas del asesino, por el camino más fácil hacia el corazón. Extrajo la espada con rapidez y proporcionó la misma dosis de acero delgado al tambaleante y aturdido Skel. Se apartó entonces de un salto y escudriñó a su alrededor, sosteniendo la espada alta y amenazante.
—Todos han mordido el polvo —dijo Fafhrd, quien había dispuesto de más tiempo para examinar su entorno—. ¡Ay, Ratonero, me he quemado los dedos!
—Y a mí me han diseccionado una oreja —replicó el pequeño espadachín, tocándose con cautela el lóbulo magullado—. Bueno, sólo ha sido un rasguño en el borde... —Entonces, tras haber asimilado la observación de Fafhrd, exclamó—: ¡Te lo tienes bien merecido por pelear con un arma propia de un pinche de cocina!
—¡Bah! ¡Si no fueras tan cicatero con el carbón, los habría dejado a todos ciegos cuando les eché las brasas ardientes!
—Y te habrías quemado aún más los dedos —dijo el Ratonero en tono risueño, que se acentuó al añadir—: Creo haber oído el ruido de una bolsa de oro en el cinto de uno de los que pusiste a raya con el brasero. Skel..., sí, el camorrista Skel. Cuando recupere a Garra de Gato...
Se interrumpió a causa de un repulsivo sonido de succión que finalizó con un leve plop. Al tenue resplandor procedente del barrio de los nobles, presenciaron una horrorosa visión sobrenatural: la daga ensangrentada del Ratonero suspendida sobre el ojo traspasado de Gis, sostenida sólo por un serpenteante tentáculo de la niebla blanca que había enmascarado a sus atacantes y que ahora se había hecho todavía más densa, como si hubiera succionado —como así era, en efecto— un alimento supremo de sus servidores muertos.
Los dos amigos experimentaron entonces el temor a las más horrendas pesadillas convertidas en realidad: el rayo que mata certeramente surgiendo de improviso en la tormenta, la serpiente gigante que emerge del mar, las sombras que se fusionan en el bosque para asfixiar al hombre que se ha perdido en él, la negra cinta de humo que brota de la hoguera del brujo y va en busca de víctimas a las que estrangular.
Oían a su alrededor el débil tintineo del acero contra los adoquines: otros tentáculos de niebla estaban levantando las cuatro espadas caídas y el cuchillo de Gis, mientras que otros palpaban el cinto del degollado en busca de los cuchillos no desenvainados.
Era como si un gran pulpo fantasmal hubiera surgido de las profundidades del Mar Interior y se estuviera armando para el combate.
A cuatro metros por encima del suelo, en el punto de la espesa niebla de donde brotaban los tentáculos, se estaba formando un disco rojo, en el centro del cuerpo de la niebla, por así decirlo... Un disco rojo que iba adquiriendo el aspecto de un ojo único, grande como un rostro...
Era inevitable pensar que tan pronto como aquel ojo pudiera ver, unos diez tentáculos armados atacarían en seguida, certeramente.
Fafhrd permaneció paralizado de terror entre el ojo que se iba formando con rapidez y el Ratonero. Éste tuvo una inspiración súbita, cogió con firmeza a Escalpelo, se preparó para correr y gritó al alto nórdico:
— ¡Haz un estribo!
Fafhrd adivinó la estratagema del Ratonero, se sobrepuso al horror, entrelazó los dedos de ambas manos y se agachó. El Ratonero echó a correr, colocó el pie derecho en el estribo que Fafhrd había formado con las manos y saltó desde allí al mismo tiempo en que su amigo reforzaba el salto con un fuerte empujón y una exclamación simultánea de extremo dolor.
El Ratonero, precedido por su espada, apuntada con precisión, pasó a través del disco ocular ectoplásmico, dispersándolo totalmente. Entonces desapareció de la vista de Fafhrd tan repentina y completamente como si lo hubiera engullido un banco de nieve.
Un instante después los tentáculos armados empezaron a dar estocadas y tajos, al azar y erráticamente, como podrían hacerlo unos espadachines ciegos. Pero como eran diez, nada menos, algunos de los golpes se acercaban peligrosamente a Fafhrd, el cual tenía que esquivarlos y agacharse para mantenerse fuera de las trayectorias mortales. Guiados por el ruido de sus zapatos sobre los adoquines, los tentáculos armados con espadas y cuchillos empezaron a apuntar un poco mejor, de nuevo como podrían hacerlo unos espadachines ciegos, y tuvo que esquivarlos más ágilmente, cosa que no era la más fácil y segura para un hombre tan corpulento como él. Un observador imparcial, si un ser así hubiera sido concebible, podría haber llegado a la conclusión de que el pulpo espectral trataba de hacer bailar a Fafhrd.
Entretanto, en el otro lado del monstruo blanco, el Ratonero había reparado en el hilo plateado y rosado, y dando un salto, porque el filamento trató de evadirle, lo cortó con la punta de Escalpelo. Ofreció más resistencia al acero que todo el cuerpo de la niebla, y al partirse produjo un sonido de lo más antinatural e inesperado.
Inmediatamente, el cuerpo de niebla se derrumbó, se deshinchó con más celeridad que cualquier vejiga pinchada, o más bien cayó como un gigantesco bejín blanco al que da un puntapié una bota gigante, los tentáculos se desprendieron y las espadas y cuchillos se estrellaron sobre los adoquines, al tiempo que se esparcía un hedor que obligó a Fafhrd y al Ratonero a taparse bocas y narices.
El hedor duró poco. Tras husmear cautamente y cerciorarse de que el aire volvía a ser respirable, el Ratonero exclamó alegremente:
— ¡Eh, querido camarada! Creo que he cortado la delgada garganta de esa cosa, o el corazón, o un nervio vital, o la tralla plateada, o el cordón umbilical, o lo que fuera esa cuerda.
—¿Adónde conducía esa cuerda? —le preguntó Fafhrd.
—No tengo la menor intención de tratar de averiguarlo —respondió el Ratonero, mirando cautelosamente por encima del hombro en dirección por donde había llegado la niebla—. Si te apetece, dedícate a recorrer el laberinto de Lankhmar. Pero la cuerda parece tan muerta como todo lo demás.
—¡Ah! —exclamó Fafhrd, de súbito, y empezó a agitar las manos—. ¡Pequeño bribón! Obligarme a hacer un estribo con mis manos quemadas...
El Ratonero sonrió mientras su mirada recorría los adoquines desagradablemente viscosos, los cadáveres y las armas esparcidas.
—Garra de Gato debe de estar por aquí... —musitó—. Y oí el tintineo del oro...
— ¡No se te escaparía una moneda bajo la lengua del hombre al que estuvieras estrangulando! —le dijo Fafhrd con enojo.
En el Templo del Odio, cinco mil fieles empezaron a levantarse lentamente, débiles y quejumbrosos, cada uno de ellos aligerado de peso desde el inicio de la ceremonia. Los que tocaban los tambores se derrumbaron sobre sus instrumentos, los que manipulaban las luces lo hicieron sobre sus velas rojas apagadas, y el enjuto arcipreste bajó la cabeza con gesto cansado y torvo, y apoyó la máscara de madera en sus manos semejantes a garras.
En el cruce de los callejones, el Ratonero hizo oscilar ante el rostro de Fafhrd la pequeña bolsa que acababa de extraer del cinto de Skel.
—Mi noble camarada, ¿se lo damos como regalo de bodas a la dulce Innesgay? —preguntó con voz cantarina—. Y luego volvemos a encender el braserillo y terminamos esta noche como la comenzamos, saboreando las alegrías inigualables del deber cumplido y las múltiples maravillas de...
—¡Trae aquí, idiota! —gruñó Fafhrd, arrebatándole la bolsa pese al dolor de los dedos quemados—. Sé de un sitio donde tienen tisanas suavizantes, y también agujas para remendar los rasguños en las orejas de los ladrones. ¡Y donde tanto el vino como las muchachas son ardientes y limpios!