El gambito del adepto

1: Tiro

Sucedió que mientras Fafhrd y el Ratonero Gris se entretenían en una taberna cerca del puerto sidoniano de Tiro, donde todas las tabernas son de dudosa reputación, una muchacha gálata, de cabello amarillento y largos miembros que se recostaba en el regazo de Fafhrd, se convirtió de pronto en una cerda enorme y alborotada. Aquél era un hecho singular, incluso en Tiro. El Ratonero arqueó las cejas al ver que los senos de la gálata, revelados por el vestido cretense, que a la sazón volvían a estar de moda, se convertían en el par superior de tetillas fofas y blancas, y contempló todo el fenómeno sin disimular su interés.

Al día siguiente cuatro traficantes de camellos, que sólo habían bebido agua desinfectada con vino agrio, y dos teñidores de brazos purpúreos, que eran primos del tabernero, juraron que no se había producido ninguna transformación y que ellos no vieron nada, o muy poco, que se apartara de lo ordinario. Pero tres soldados borrachos del rey Antíoco y cuatro mujeres que les acompañaban, así como un malabarista armenio completamente sobrio, atestiguaron el hecho con todos sus detalles. Un contrabandista de momias egipcio llamó brevemente la atención al afirmar que la cerda con curioso atuendo era sólo una apariencia o espectro, e hizo oscuras referencias a visiones concedidas a los hombres por los dioses animales de su tierra natal, pero como apenas había transcurrido un año desde que los seléucidas vencieran a los ptolomeos en las afueras de Tiro, le hicieron callar rápidamente. Un conferenciante viajero e indigente de Jerusalén adoptó una postura aún más atenuada, sosteniendo que la cerda no era una cerda, ni siquiera una apariencia, sino sólo la apariencia de una apariencia de una cerda.

Sea como fuere, Fafhrd no tenía tiempo para tales sutilezas metafísicas. Entonces, con un rugido de repugnancia no exento de terror, empujó a la monstruosidad chillona hasta un extremo de la sala, y la hizo caer con un gran chapoteo en el depósito de agua. Cuando emergió, era de nuevo una muchacha gálata de largos miembros, y una muchacha muy airada, pues el agua rancia en la que se hundió la cerda le empapó el vestido y le pegó el cabello amarillento (el Ratonero murmuró « ¡Afrodita! » ), y el volumen de la cerda, resistente a cualquier corsé, había roto la prieta cintura del vestido cretense. Las estrellas parpadeaban a través de la claraboya encima del depósito de agua, y las copas de vino se habían vuelto a llenar muchas veces, antes de que la ira de la mujer se disipara. Entonces, cuando Fafhrd imprimía en sus labios ansiosos el beso de la reconciliación, notó que se volvían de nuevo babosos y colmilludos. Esta vez ella misma se levantó de entre dos toneles de vino y, haciendo caso omiso de los gritos, los comentarios excitados y las miradas perplejas, como si fueran parte de una burda mistificación que había sido llevada demasiado lejos, salió de la estancia con dignidad de amazona. Se detuvo una sola vez, en el oscuro y desgastado umbral, y entonces arrojó a Fafhrd una pequeña daga, que él desvió distraídamente hacia arriba con su copa de cobre. La daga se clavó en la boca de un sátiro de madera que decoraba la pared, dando a aquella deidad el aspecto de que se estaba mondando los dientes introspectivamente.

La expresión de los ojos verde mar de Fafhrd se volvió igualmente inquisitiva mientras se preguntaba qué mago había alterado su vida amorosa. Escudriñó lentamente a los parroquianos de la taberna, deteniéndose en cada rostro de mirada socarrona; se demoró un poco más, dubitativo, al reparar en una muchacha alta y morena, más allá del depósito de agua, y finalmente regresó al Ratonero. Se quedó mirando a su amigo con una cierta suspicacia.

El Ratonero se cruzó de brazos, con las aletas de su nariz chata distendidas, y devolvió la mirada con toda la suavidad despectiva de un embajador parto. Bruscamente se volvió, abrazó y besó a la joven griega bisoja que se sentaba a su lado, sonrió a Fafhrd sin decir nada, se quitó de la áspera túnica gris el antimonio que había caído de los párpados de la mujer y volvió a cruzarse de brazos.

Fafhrd empezó a golpearse suavemente la palma con la base de su copa. Su ancho y apretado cinturón de cuero, humedecido por el sudor que manchaba su túnica de lino blanco, crujió ligeramente.

Entretanto, las especulaciones musitadas sobre la persona que había encantado a la gálata de Fafhrd, se arremolinaron en torno a las mesas y se posaron inciertamente en la muchacha alta y morena, quizá porque estaba sentada allí sola y, por lo tanto, no podía participar en los suspicaces cuchicheos.

—Es una mujer extraña —confió al Ratonero Cloe, la griega bisoja—. La llaman la salinácida silenciosa, pero sé que su nombre verdadero es Ahura.

—¿Es de Persia?

Cloe se encogió de hombros.

—Lleva años aquí, aunque nadie sabe exactamente dónde vive ni qué hace. Antes era una muchacha alegre y chismosa, aunque nunca iba con hombres. Una vez me dio un amuleto, para protegerme de alguien, según dijo... Todavía lo llevo. Pero luego estuvo ausente una temporada... —La locuaz Cloe continuó—: Al regresar era tal como la ves ahora: tímida y callada como una almeja, con la expresión de alguien que fisgonea a través de una grieta en un burdel.

El Ratonero miró apreciativamente a la muchacha morena, y siguió mirándola aunque Cloe le tiraba de la manga. La griega se reprendió mentalmente por haber cometido la estupidez de llamar la atención de un hombre hacia otra muchacha.

A Fafhrd no le distrajo este juego: siguió mirando al Ratonero con la fijeza pétrea de toda una avenida de colosos egipcios. El caldero de su cólera llegó al punto de ebullición.

—Escoria de una cultura lastrada por el ingenio —le dijo—. Considero el nadir de la más vil perfidia que me sometas a tu nauseabunda brujería.

—No te excites, hombre de extraños amores —replicó el Ratonero—. Este desdichado infortunio les ha ocurrido a otros y no sólo a ti, entre ellos a un ardiente guerrero asirio cuya amante fue transformada en una araña entre las sábanas, y un etíope impetuoso que se vio alzado algunas varas en el aire y besando a una jirafa. Cierto que, para quien sabe de literatura, no existe nada nuevo en los anales de la magia y la taumaturgia.

—Además —siguió diciendo Fafhrd, con su voz de bajo resonante en el silencio—, tu acción me parece tanto más traicionera cuanto que practicas ese truco porqueril en un momento insospechado de placer.

—Mira, aunque decidiera incomodar tu lascivia por medios brujeriles, creo que no sería a la mujer a quien metamorfosearía.

—Y otra cosa —añadió Fafhrd, impertérrito, al tiempo que se inclinaba hacia adelante y posaba su mano sobre la gran daga enfundada junto a él, en el bando—. Considero una afrenta intolerable y directa que elijas a una muchacha gálata, miembro de una raza pariente de la mía propia.

—No sería la primera vez que he de reñir contigo por una mujer —dijo el Ratonero en tono amenazante.

—¡Pero sí la primera vez que has de reñir conmigo por una cerda! —replicó Fafhrd, todavía más amenazador.

Mantuvo por un momento su postura beligerante, con la cabeza baja, la mandíbula adelantada y los ojos entrecerrados. Luego empezó a reír.

La risa de Fafhrd era impresionante. Comenzaba con una risita que acompañaba al aire expulsado por la nariz con fuerza, la vertía luego entre los dientes apretados y, a continuación, emitía una serie de risotadas cuyo volumen aumentaba rápidamente hasta llegar a un rugido contra el que el bárbaro tenía que afianzarse, abriendo mucho las piernas y echando la cabeza atrás, como si resistiera la embestida de un vendaval. Era la risa del bosque azotado por la tormenta o del mar, una risa que invocaba visiones, que parecía proceder de un tiempo más prístino, más vigoroso, más exuberante. Era la risa de los Dioses Antiguos que observan a su criatura, el hombre, y reparan en sus omisiones, sus cálculos equivocados, sus errores.

Al Ratonero empezaron a temblarle los labios. Torció el gesto, tratando de evitar el contagio. Entonces se echó a reír también.

Fafhrd hizo una pausa, jadeó, cogió la jarra de vino y la vació de un trago.

— ¡Embrollos porcinos! —gritó, y empezó a reír de nuevo.

La chusma tiria contemplaba a los dos amigos con extrañeza, sorprendidos, asustados, sus imaginaciones vagamente agitadas.

Sin embargo, había entre ellos una persona cuya reacción era digna de tenerse en cuenta. La muchacha morena miraba a Fafhrd ávidamente, absorbiendo los ruidos de las risas, con la más curiosa expresión de apetito, desconcierto, curiosidad y cálculo en sus ojos.

El Ratonero se dio cuenta y dejó de reír para concentrar su atención en la mujer. Mentalmente, Cloe se dio un fuerte golpe en las plantas de sus pies descalzos.

La risa de Fafhrd se interrumpió, empezó a respirar con normalidad e introdujo los pulgares bajo el cinto.

—Se están asomando las estrellas del alba —le dijo al Ratonero, agachando la cabeza para mirar a través de la claraboya—. Ya es hora de que nos ocupemos de lo nuestro.

Y sin más, los dos amigos salieron de la taberna, apartando de su camino a un recién llegado y un comerciante de Pérgamo muy borracho, el cual se los quedó mirando asombrado, como si intentara decidir si se trataba de un dios muy alto y su diminuto servidor, o de un hechicero pequeño y el musculoso autómata que obedecía sus órdenes.

Si las cosas hubieran terminado ahí, dos semanas después, Fafhrd habría afirmado que el incidente de la taberna no había sido más que un sueño de borracho, un sueño que habían tenido varias personas, lo cual era un tipo de coincidencia a la que no estaba en absoluto desacostumbrado. Pero el asunto no terminó así. Después de ocuparse de «lo nuestro» (que resultó ser mucho más complicado de lo que habían previsto, pasando de un asunto bastante sencillo de contrabandistas sidonianos a una rutilante intriga amenizada con piratas cilicios, una princesa capadocia raptada, una carta de crédito falsificada a nombre de un financiero de Siracusa, un negocio con una mujer chipriota que era tratante de esclavos, una cita que resultó una emboscada, algunas joyas de valor incalculable robadas de una tumba egipcia y que nadie vio jamás y, finalmente, una banda de bandoleros idumeos que llegaron galopando desde el desierto para desbaratar los cálculos de todo el mundo) y después de que Fafhrd y el Ratonero hubieran vuelto a los suaves abrazos de las políglotas damas portuarias, Fafhrd se enfrentó una vez más al extraño fenómeno de la transformación porqueril, y esta vez terminó en una pelea a cuchilladas con unos hombres que creían rescatar a una bonita muchacha bizantina, a punto de morir ahogada a manos de un gigante pelirrojo, pues Fafhrd había insistido en sumergir a la muchacha, mientras seguía metamorfoseada, en un gran tonel de salmuera utilizada para adobar carne de cerdo. Este incidente sugirió al Ratonero una estratagema que no le contó a Fafhrd, a saber: conquistar a una muchacha agradable, hacer que Fafhrd la convirtiera en una cerda, venderla de inmediato a un carnicero y luego venderla a un traficante de mujeres de placer cuando ella, convertida de nuevo en una mujer enfurecida, se hubiera librado del carnicero, hacer que Fafhrd la siguiera para convertirla otra vez en una cerda (por entonces debería ser capaz de hacerlo simplemente dirigiéndole miradas amorosas), venderla entonces a otro carnicero y comenzar de nuevo. Precios bajos y beneficios rápidos.

Durante algún tiempo Fafhrd siguió obstinado en sospechar del Ratonero, el cual tenía desde siempre la afición a la magia negra y tenía un gran estuche de cuero gris que contenía extravagantes instrumentos extraídos de los bolsillos de brujos y libros recónditos robados en las bibliotecas caldeas, si bien una larga experiencia había enseñado a Fafhrd que el Ratonero no solía leer sistemáticamente más allá de los prólogos de la mayor parte de sus libros (aunque a menudo desenrollaba las últimas partes de los pergaminos y les dirigía penetrantes miradas acompañadas de críticas incisivas ) y que nunca era capaz de conseguir dos veces el mismo resultado de un encantamiento. Que lograra transformar a dos de las luminarias amorosas de Fafhrd era posible aunque muy difícil; que obtuviera una cerda en cada ocasión era impensable. Además, el fenómeno se produjo más de dos veces; de hecho, sucedía de un modo continuo. Por otro lado, Fafhrd no creía realmente en la magia, y mucho menos en la del Ratonero. Y por si le quedaba alguna duda, se disipó cuando una belleza egipcia, morena y de piel satinada, a la que abrazaba el Ratonero, se transformó en un caracol gigante. La repugnancia del aventurero vestido de gris ante los regueros de baba en sus prendas de seda fue inconfundible y no disminuyó cuando dos testigos, doctores que viajaban a caballo, afirmaron que ellos no habían visto ningún caracol, ni gigante ni ordinario, y convinieron en que el Ratonero sufría una clase de putrefacción húmeda que inducía alucinaciones en su víctima, y para la que estaban dispuestos a ofrecer un exótico remedio de los medos al precio de ganga de diecinueve dracmas el tarro.

La alegría de Fafhrd por el desconcierto de su amigo duró poco, pues tras una noche de desesperada y extensa experimentación que, según dijeron algunos, dejó desde el puerto de Sidón hasta el templo de Melkarth un espeso reguero de baba de caracol que a la mañana siguiente dejó perplejos a todas las señoras y la mitad de los maridos de Tiro, el Ratonero descubrió algo que había sospechado desde el principio, pero había confiado en que no fuera toda la verdad, a saber, que sólo Cloe era inmune a la extraña peste que acarreaban sus besos.

Ni que decir tiene, esto complació inmensamente a Cloe. En sus ojos bizcos brilló un arrogante amor propio como dos espadas cruzadas, y se aplicó nada menos que costoso aceite aromático en sus pobres pies mentalmente magullados... y no sólo aceite imaginario, pues en seguida capitalizó su posición obteniendo del Ratonero oro suficiente para comprar un esclavo cuya tarea consistía en aceitarle los pies y poco más. Ya no trataba de evitar que el Ratonero se fijara en otras mujeres, e incluso disfrutaba alentándole a que lo hiciera, y así, la próxima vez que encontraron a la muchacha morena que recibía los diversos nombres de Ahura y Salmácida Silenciosa, cuando entraron en una taberna llamada La Concha Púrpura, le ofreció de buen grado más información.

—Mira, Ahura no es tan inocente, a pesar de ese carácter retraído. Una vez se marchó con un viejo... eso fue antes de que me diera el amuleto... y una vez oí que una emperejilada dama persa le gritaba: «¿Qué has hecho con tu hermano?». Ahura no respondió, sino que se limitó a mirar a la mujer con la frialdad de una serpiente, y al cabo de un rato la mujer echó a correr. ¡Brrr! ¡Deberías haber visto sus ojos!

Pero el Ratonero fingió que no estaba interesado.

Sin duda, Fafhrd podría haber pedido a Cloe que recabara cortésmente más información sobre aquella mujer, y la muchacha estaba más que deseosa de extender y consolidar de esta manera el control que tenía de los dos amigos. Pero el orgullo de Fafhrd no le permitiría aceptar semejante favor, y además, en los últimos días se había quejado con frecuencia de Cloe, considerándola una mujer decadente y poco deseable, que se limitaba a contemplar su propio ombligo.

Así llevaba forzosamente una vida monástica, soportaba las miradas femeninas despectivas mientras bebía en las tabernas y rechazaba a los muchachos pintarrajeados que interpretaban mal su misoginia. Le irritaba mucho el rumor creciente de que se había convertido en secreto en un sacerdote eunuco de Cibeles. El chismorreo y la especulación ya habían distorsionado de un modo fantástico los relatos más verídicos de lo que había sucedido, y no le ayudó nada que las muchachas que habían sufrido la transformación lo negaran por temor a que ello las perjudicara en sus actividades. Algunos concibieron la idea de que Fafhrd había cometido el repugnante pecado de bestialidad e instaron a que se le juzgara en tribunales públicos. Otros le consideraron un hombre afortunado a quien había visitado una diosa amorosa disfrazada de cerda y que desde entonces despreciaba a todas las mujeres terrenales, mientras que otros susurraban que era un hermano de Circe y que moraba normalmente en una isla flotante del mar Tirreno, donde tenía cruelmente transformadas en cerdas a varias doncellas hermosas que habían naufragado. Dejó de reír y aparecieron unos círculos oscuros en la piel blanca alrededor de los ojos. Comenzó a efectuar cautelosas indagaciones entre los magos, con la esperanza de encontrar algún hechizo capaz de contrarrestar al que padecía.

Una noche, el Ratonero dejó a un lado un deshilachado papiro marrón y le dijo bruscamente:

—Creo que he encontrado un remedio para la dolencia que te atenaza. Lo he encontrado en este abstruso tratado, La demonología de> Isaías ben Elshaz. Parece ser que, cualquiera que sea el cambio que se produzca en la forma de la mujer a la que amas, debes seguir haciéndole el amor, confiando en el poder de tu pasión para que retorne a su forma original.

Fafhrd dejó de afilar su gran espada y preguntó:

—¿Por qué no tratas entonces de besar a los caracoles?

—Sería desagradable y, a quien está libre de prejuicios bárbaros, le basta con Cloe.

— ¡Bah! Si vas con ella es sólo para no perder tu amor propio. Te conozco. Desde hace siete días no puedes pensar más que en esa guapa Ahura.

—Una chica bonita, pero no de mi agrado —replicó fríamente el Ratonero—. Más bien debe de ser la niña de tus ojos. En fin, creo que deberías probar mi remedio. Estoy seguro de que se revelaría tan bueno que todas las cerdas del mundo correrían gritando detrás de ti.

Después de esto, Fafhrd llegó incluso a sujetar con firmeza, a una distancia prudencial, la siguiente cerda que creó su pasión reprimida, y la alimentó con hachas inmundas, confiando en que su amabilidad daría algún resultado. Pero al final tuvo que admitir de nuevo su derrota y aplacar con didracmas de plata que tenían grabada la lechuza ateniense a la muchacha escita, histéricamente enojada, a la que había revuelto el estómago con el repugnante condumio. Fue entonces cuando un joven y curioso filósofo griego mal aconsejado sugirió al nórdico que sólo el alma o la forma interior del ser amado tiene importancia, mientras que el exterior es transitorio e insignificante.

—¿Perteneces a la escuela socrática? —le preguntó Fafhrd amablemente.

El griego asintió.

—¿No era Sócrates el filósofo capaz de beber cantidades ilimitadas de vino sin parpadear?

El filósofo volvió a asentir rápidamente.

—¿Eso se debía a que su alma racional dominaba al alma animal?

—Eres instruido —replicó el griego, con un gesto de asentimiento igualmente rápido pero más respetuoso.

—No he terminado. ¿Te consideras en todos los aspectos un verdadero seguidor de tu maestro?

Esta vez, la rapidez del griego fue su perdición. Asintió, y dos días después unos amigos le sacaron de la taberna: le habían encontrado acunado en un barril roto, como si hubiera vuelto a nacer de un modo desusado. Estuvo borracho durante varios días, el tiempo suficiente para que surgiera una pequeña secta que le consideró una reencarnación de Dionisos, y como tal le adoraron. La secta se disolvió cuando empezaron a desaparecer los efectos del vino y pronunció su primer discurso oracular, cuyo tema eran los males de la embriaguez.

La mañana siguiente a la deificación del atolondrado filósofo, Fafhrd se despertó cuando los primeros rayos de sol tocaron el terrado que, con su amigo el Ratonero, había elegido para pasar la noche. Sin emitir sonido alguno ni hacer ningún movimiento, suprimiendo el impulso de suplicar a alguien que le comprara una bolsa de nieve de los montes del Líbano (sobre los que ahora se asomaba el sol) para refrescar su cabeza dolorida, abrió un ojo y vio la escena que, en su sabiduría, había esperado ver: el Ratonero sentado sobre sus talones y contemplando el mar.

—Hijo de mago y de bruja —le dijo—, parece que una vez más tendremos que echar mano de nuestro último recurso.

El Ratonero no volvió la cabeza, pero asintió una vez, lentamente.

—La primera vez no salimos con vida —siguió diciendo Fafhrd.

—La segunda vez rendimos nuestras almas a las Otras Criaturas —añadió el Ratonero, como si entonaran un cántico al amanecer en honor de Isis.

—Y la última vez nos arrebataron del brillante sueño de Lankhmar.

—Él puede engañarnos para que tomemos la bebida, y no despertaremos en otros quinientos años.

—Él puede enviarnos a la muerte y no nos reencarnaremos en otros dos mil —continuó Fafhrd.

—Él puede mostrarnos a Pan, u ofrecernos a los Dioses Antiguos, o lanzarnos más allá de las estrellas, o enviarnos al inframundo de Quarmall —concluyó el Ratonero.

Los dos amigos hicieron una larga pausa. Luego, el Ratonero Gris susurró:

—Sin embargo, debemos visitar a Ningauble de los Siete Ojos.

Y decía la verdad, pues como Fafhrd había supuesto, su alma se cernía sobre el mar, soñando en la morena Ahura.

2: Ningauble

Cruzaron, pues, los nevados montes del Líbano y robaron tres camellos, eligiendo virtuosamente como víctima de su atraco a un rico terrateniente que obligaba a sus arrendatarios a ordeñar las rocas y sembrar las orillas del mar Muerto, pues no era prudente acercarse al Chismoso de los Dioses con una conciencia demasiado sucia. Al cabo de una semana de penoso avance por el desierto, días tórridos que hicieron a Fafhrd maldecir a los dioses de fuego de Muspelheim, en los que no creía, llegaron a las Crestas de Arena y los grandes Torbellinos de Arena, y pasaron con mucha cautela junto a ellos mientras sólo giraban perezosamente, para ascender a la Isleta Rocosa. El Ratonero, que amaba la ciudad, despotricaba de la preferencia de Ningauble por «un miserable agujero en el desierto», aunque sospechaba que el Traficante de noticias y sus agentes deambulaban por un camino más cómodo que el ofrecido a los visitantes, y aunque sabía tan bien como Fafhrd que el Atrapador de Rumores (sobre todo falsos, que son los más valiosos) debe vivir tan cerca de la India y las infinitas tierras ajardinadas de los Hombres Amarillos como de la bárbara Bretaña y la marcial Roma, y tan cerca de la vaporosa jungla transetíope como de las mesetas misteriosas y solitarias y las altísimas montañas que se elevan más allá del mar Caspio.

Llenos de esperanza, ataron sus camellos, encendieron antorchas y entraron sin temor en las Grutas Insondables, pues el peligro no radicaba tanto en visitar a Ningauble como en el encanto tentador de su consejo, el cual era tan grande que uno tenía que seguirlo hasta donde le llevara.

De todos modos, Fafhrd comentó:

—Un terremoto se tragó la casa de Ningauble y se le quedó atascada en la garganta. Ojalá que no le entre hipo.

Cuando cruzaban el Puente Tembloroso, que salvaba la brecha de la Verdad Fundamental, que podría haber devorado la luz de diez mil antorchas sin que disminuyera ni un ápice su negrura, se encontraron con un individuo impasible, provisto de casco, por cuyo lado pasaron sin decir palabra y a quien reconocieron como un mongol que hacía un largo viaje. Especularon acerca de si también él era un visitante del Chismoso o un espía... Fafhrd no tenía fe en los poderes clarividentes de los siete ojos, y afirmaba que eran un mero engaño para asustar a los necios y que Ningauble recogía su información de una multitud de buhoneros, alcahuetes, esclavos, golfillos, eunucos y comadronas, cuyo número superaba a los grandes ejércitos de una docena de reyes.

Llegaron al otro lado con alivio y pasaron por una veintena de bocas de túnel, que el Ratonero contempló con añoranza.

—Quizá deberíamos elegir uno al azar —musitó— y buscar otro mundo. Ahura no es Afrodita, ni siquiera Astarté... del todo.

—¿Sin la guía de Ning? —replicó Fafhrd —. ¿Y cargados todavía con nuestras maldiciones? ¡Sigue adelante!

Vieron entonces una débil luz que parpadeaba en el techo cuajado de estalactitas, y que se reflejaba desde un nivel por encima de ellos. Pronto avanzaron con dificultad hacia ella, subiendo por la Escalera del Error, una aglomeración de grandes y ásperas rocas. Fafhrd estiró sus largas piernas; el Ratonero saltó como un gato. Las pequeñas criaturas que se escabullían a su alrededor, les rozaban los hombros en su lenta huida, o simplemente mostraban sus ojos amarillos, que reflejaban una curiosidad insaciable, desde las grietas y los salientes rocosos; eran cada vez más numerosas, pues se estaban aproximando al Archiescuchador furtivo.

Poco después, sin haber perdido tiempo en reconocer el terreno, se encontraron ante la Gran Puerta, cuya parte superior tachonada con clavos de hierro, desdeñaba la iluminación del minúsculo fuego. Pero no era la puerta lo que les interesaba, sino su guardián, una criatura de vientre monstruoso sentada en el suelo junto a un gran montón de tablillas de barro, y cuyo único movimiento era el frote de lo que parecían ser sus manos. Las mantenía bajo el manto raído y voluminoso que también le cubría por completo la cabeza. De ese manto colgaban dos grandes murciélagos.

Fafhrd se aclaró la garganta.

El movimiento bajo el manto cesó.

Entonces, de la parte superior de la criatura surgió contorsionándose algo que parecía una serpiente, pero que en lugar de cabeza tenía una joya opalescente con una mancha central oscura. Sin embargo, se la podría haber considerado finalmente una serpiente a no ser porque también parecía una flor exótica de tallo grueso. Se movió inquieta a un lado y otro hasta que al fin señaló a los dos forasteros. Luego se puso rígida y la extremidad bulbosa pareció brillar con más intensidad. Se oyó entonces un tenue ronroneo y cinco tallos similares salieron rápidamente retorciéndose de la capucha y se alinearon con su compañero. Las seis pupilas negras se dilataron.

—¡Panzudo traficante de rumores! —le saludó el Ratonero nerviosamente—. ¿Es que siempre has de jugar al tutilimundi?

Uno nunca podía superar del todo la leve inquietud inicial que experimentaba al encontrarse con Ningauble de los Siete Ojos.

—Eso es una descortesía, Ratonero —dijo una voz fina y temblorosa bajo la capucha—. No es correcto que quienes vienen en busca de sabio consejo lancen pullas ante ellos. Sin embargo, hoy estoy de buen humor y prestaré oídos a vuestro problema. Veamos, ¿de qué mundo vienes con Fafhrd?

—De la Tierra, como sabes muy bien, rey de jirones de mentiras y parches de hipocresía —replicó en voz baja el Ratonero, aproximándose.

Tres de los ojos siguieron atentamente su avance, mientras un cuarto vigilaba a Fafhrd.

—Más descortesía —murmuró Ningauble entristecido, meneando la cabeza, de modo que los tallos oculares oscilaron—. ¿Crees que es fácil mantenerse informado sobre los tiempos, espacios e infinitos mundos? Y hablando de tiempo, ¿no es hora ya de que dejéis de aprovecharos de mí, porque una vez me conseguisteis un demonio necrófago nonato cuya ascendencia podría poner en tela de juicio? El servicio que me hicisteis fue ligero, y lo acepté sólo para complaceros. Y, en nombre del Dios Sin Huellas, os lo he pagado con creces veinte veces.

—Tonterías, Partera de Secretos —replicó el Ratonero, adelantándose confiadamente, casi restaurada su alegre desfachatez—. Sabes tan bien como yo que en lo más hondo de tu gran panza estás temblando de placer por tener la oportunidad de expresar tu conocimiento a dos oyentes tan apreciativos como nosotros.

—Eso está tan lejos de la verdad como yo lo estoy del secreto de la Esfinge —comentó Ningauble, cuatro de cuyos ojos seguían la aproximación del Ratonero, otro vigilaba a Fafhrd y el sexto se había deslizado alrededor de la capucha para reaparecer en el otro lado y mirar suspicazmente tras ellos.

—Pero, Portador de Relatos Antiguos, estoy seguro de que has estado más cerca de la Esfinge que cualquiera de sus amantes de piedra. Es muy probable que recibiera su mezquino enigma de tu gran almacén de acertijos.

Este hallazgo hizo que Ningauble temblara de placer como una masa de jalea.

—En fin, hoy estoy de buen humor y prestaré oídos a vuestra pregunta. Pero recordad que casi con toda certeza será demasiado difícil para mí.

—Conocemos tu gran habilidad ante los obstáculos insuperables —afirmó el Ratonero en un tono conciliador apropiado.

—¿Por qué no se acerca tu amigo? —preguntó Ningauble, súbitamente quejumbroso de nuevo.

Fafhrd había estado esperando esa pregunta. Siempre se le hacía cuesta arriba tener que comportarse amablemente con quien se daba a sí mismo el título de Mago Más Poderoso, así como el Chismoso de los Dioses. Pero que Ningauble dejara colgar de sus hombros dos murciélagos a los que llamaba Hugin y Munin, parodiando abiertamente a los cuervos de Odin, era demasiado para él. Para Fafhrd era una cuestión más patriota que religiosa, pues sólo creía en Odin en momentos de debilidad sentimental.

—Mata a los murciélagos o arrójalos lejos y me acercaré, pero no antes —dogmatizó.

—Ahora no te diré nada —dijo Ningauble malhumorado—, pues, como todos saben, mi salud no me permite discutir.

—Pero, Maestro de la Falsedad —ronroneó el Ratonero, dirigiendo a Fafhrd una mirada asesina—, esto es muy lamentable, sobre todo porque pensaba obsequiarte con el complicado escándalo que la concubina de los viernes del sátrapa Filipo no ha contado ni siquiera a su esclava personal.

—Ah, bueno —concedió el de los muchos ojos—, es hora de que Hugin y Munin se alimenten.

Los murciélagos desplegaron lentamente sus alas y volaron con movimientos perezosos hasta perderse en la oscuridad.

Fafhrd salió de su inmovilidad y se adelantó, soportando el escrutinio de la mayor parte de los ojos; el nórdico consideraba a los seis globos oculares como marionetas hábilmente manipuladas. El sexto ojo nadie lo había visto, ni se jactaba de ello, salvo el Ratonero, el cual afirmaba que era el otro ojo de Odin, robado al sagaz Mimo... Decía esto no porque creyera en ello, sino para irritar a su camarada nórdico.

—Te saludo, Ojos de Serpiente —atronó Fafhrd.

—Ah, ¿eres tú, Grandote? —preguntó Ningauble con indiferencia—. Sentaos los dos y compartid mi humilde fuego.

—¿No vas a invitarnos a cruzar la Gran Puerta y compartir también tus fabulosas comodidades?

—No te burles de mí, Hombre Gris. Como todos saben, Ningauble es pobre, indigente.

El Ratonero suspiró y se sentó sobre sus talones, pues sabía bien que el Chismoso valoraba por encima de todo una reputación de pobreza, castidad, humildad y frugalidad, y en consecuencia actuaba como portero de su propia morada, excepto en ciertos días en que la Gran Puerta apagaba el sonido del sistro impío, el lamento lascivo de la flauta y las risas de quienes posaban en los espectáculos de sombras chinescas.

Pero ahora Ningauble tosió lastimeramente, pareció temblar y se calentó los miembros enfundados en el manto ante el fuego. Las sombras oscilaron débilmente contra el hierro y la piedra, y las pequeñas criaturas se removieron, abriendo los ojos para ver y aguzando los oídos para oír; y sobre sus tallos que oscilaban rítmicamente, pulsaban los seis ojos. A intervalos, Ningauble cogía, aparentemente al azar, una de las tablillas de barro y examinaba rápidamente la nota garabateada en ella, sin interrumpir el ritmo de los apéndices oculares ni, al parecer, el hilo de su atención.

El Ratonero y Fafhrd se sentaron en el suelo. Cuando el segundo empezó a hablar, Ningauble preguntó rápidamente:

—Y ahora, hijos míos, teníais algo que contarme relativo a la concubina de los viernes...

—Ah, sí, Artista de la Mentira —se apresuró a decir el Ratonero—, relativo no tanto a la concubina como a tres sacerdotes eunucos de Cibeles y a una esclava de Sarros... un sabroso asunto de maravillosa complejidad, el cual deberías dejar que repose en mi mente a fin de que pueda servírtelo desprovisto de la más ligera grasa de exageración y con todas las especias de los detalles verdaderos.

—Y mientras esperamos que empiece a hervir la olla mental del Ratonero —terció Fafhrd con despreocupación, comprendiendo por fin lo que pretendía su amigo—, podrías pasar el tiempo de una manera más entretenida aconsejándonos para resolver una pequeña dificultad.

Le informó entonces sucintamente de su atormentador encantamiento que convertía en cerdas y caracoles a las doncellas.

—¿Y dices que sólo Cloe se ha revelado inmune al hechizo? —preguntó Ningauble pensativo, arrojando una tablilla de barro al extremo del montón—. Vaya, eso me recuerda...

—¿La observación tan peculiar al final de la cuarta epístola de Diotima a Sócrates? —le interrumpió el Ratonero con vehemencia—. ¿No estoy en lo cierto, Padre?

—No lo estás —replicó Ningauble fríamente—. Como estaba a punto de decir cuando esta garrapata del intelecto trató de perforar la piel de mi mente, debe de haber algo que ejerce una influencia protectora sobre Cloe. ¿Conocéis algún dios o demonio a los que ella favorece especialmente, o algún conjuro o runa que musite habitualmente, o algún notable talismán, amuleto o dije que lleve de costumbre o tenga inscrito en su cuerpo?

—Mencionó algo —admitió el Ratonero tímidamente al cabo de un momento—. Un amuleto que le dio hace años una muchacha persa o greco—persa. Sin duda se trata de una bagatela sin importancia.

—Sin duda. Ahora veremos. ¿Se rió Fafhrd cuando tuvo lugar la primera transformación en cerda? ¿Lo hizo? Eso fue imprudente, como os he advertido innumerables veces. Anunciad con frecuencia vuestra conexión con los Dioses Antiguos y podéis estar seguros de que algún codicioso buscador de la brecha profunda...

—Pero ¿qué conexión tenemos nosotros con los Dioses Antiguos? —preguntó el Ratonero ansiosamente, pero sin esperanza.

Fafhrd soltó un gruñido despectivo.

—Es mejor no hablar de esas cuestiones —dijo Ningauble—. ¿Hubo alguien que mostrara un interés particular por la risa de Fafhrd?

El Ratonero titubeó y Fafhrd carraspeó. Así aguijoneado, el Ratonero confesó:

—Estaba presente una muchacha que quizá prestaba más atención que los demás a sus risotadas, una muchacha persa. Creo recordar que era la misma que le dio el amuleto a Cloe.

—Se llama Ahura —dijo Fafhrd—. El Ratonero está enamorado de ella.

— ¡Eso es una fábula! —exclamó el Ratonero riendo, al tiempo que clavaba en el nórdico las dagas de su mirada supersticiosa—. Puedo asegurarte, Padre, que es una joven muy tímida y estúpida, y de ninguna manera podría tener alguna relación con nuestro problema.

—Claro que no, puesto que tú lo dices —observó Ningauble, con un tono de reprensión en su voz glacial—.Sin embargo, puedo deciros algo: quien os ha sometido a ese hechizo ignominioso es, en la medida en que posee humanidad, un hombre...

(El Ratonero se sintió aliviado. Era desagradable pensar que la morena y esbelta Ahura tuviera que pasar por ciertos métodos de interrogatorio que Ningauble tenía fama de emplear. Le irritaba su propia torpeza tratando de desviar de Ahura la atención de Ningauble. Cuando la muchacha estaba por medio, su ingenio le fallaba.)

—... y un adepto —concluyó Ningauble—. Sí, hijos míos, un adepto..., un maestro consumado de la magia más negra sin el menor parpadeo de luz.

El Ratonero se sobresaltó.

—¿Otra vez? —gruñó Fafhrd.

—Sí, otra vez —confirmó Ningauble—. Aunque no puedo imaginar por qué interesáis a esas recónditas criaturas, salvo por vuestra conexión con los Dioses Antiguos. No son hombres que permanezcan a sabiendas en el primer término de la historia brillantemente iluminado. Buscan...

—Pero ¿de quién se trata? —le interrumpió Fafhrd.

—Guarda silencio, mutilador de la retórica. Buscan las sombras, y lo hacen sin duda por una buena razón. Son los gloriosos aficionados de la magia superior, que desdeñan los fines prácticos, se preocupan sólo por la satisfacción de sus curiosidades insaciables y, en consecuencia, son doblemente peligrosos. Son...

—Pero ¿cómo se llama?

—Silencio, pisoteador de hermosas frases. A su manera, carecen de temor, se consideran irreverentemente los iguales del destino y no sienten más que desprecio hacia la semidiosa del Azar, el Diablillo de la Suerte y el Demonio de la Improbabilidad. En una palabra, son los adversarios ante los que uno debe ciertamente temblar y ante los que deberéis inclinaros sin protestar.

—¡Pero su nombre, Padre, su nombre! —exclamó Fafhrd. Y el Ratonero, su descaro de nuevo en aumento, observó:

—¿No pertenece a los Sabihoon, Padre?

—No, no es de ésos. Los Sabihoon son un pueblo ignorante de pescadores que habitan en la orilla de acá del lago lejano y adoran al dios animal Wheen, negando a todos los demás.

Esta respuesta divirtió al Ratonero, pues acababa de inventarse a los Sabihoon.

—No, su nombre es... —Ningauble hizo una pausa y empezó a reír—. Me olvidaba de que no debo deciros su nombre bajo ninguna circunstancia.

Fafhrd se puso en pie, airado.

—¿Qué?

—Sí, hijos míos —dijo Ningauble, haciendo de súbito que sus tallos oculares les mirasen rígidos, severos e inflexibles—. Y además, debo deciros que de ningún modo puedo ayudaron en este asunto... (Fafhrd apretó los puños)... y eso me alegra mucho... (Fafhrd lanzó un juramento)... pues me parece que no podría haberse ideado un castigo mejor por vuestro abominable libertinaje, que con tanta frecuencia he lamentado... (Fafhrd posó la mano en la empuñadura de su espada)... De hecho, si yo hubiera tenido que castigaron por vuestros muchos vicios, habría escogido el mismo encantamiento... (Pero ahora había ido demasiado lejos; Fafhrd gruñó: « ¡Ah, de modo que eres tú quien está detrás de eso!», desenvainó su espada y empezó a andar lentamente hacia la figura encapuchada)... Sí, hijos míos tenéis que aceptar vuestra suerte sin rebelión ni acritud (Fafhrd continuó avanzando)... Sería mucho mejor que os retiraseis del mundo, como yo he hecho, y os entregarais a la meditación y el arrepentimiento... (La espada, a la que la luz del fuego arrancaba destellos, estaba sólo a una vara de distancia)... Mucho mejor que vivierais el resto de esta encarnación en soledad, cada uno rodeado por su fiel pandilla de cerdas o caracoles... (La espada tocó el manto raído)... dedicando los años que os queden a una mejor comprensión de la humanidad y los animales inferiores. Sin embargo... (Ningauble exhaló un suspiro y la espada vaciló)..., si seguís teniendo la firme y descabellada intención de desafiar a ese adepto, supongo que debo ayudaron con el poco consejo que pueda daros, aunque os advierto que os sumirá en torbellinos de dificultades y os impondrá tareas que os costará lo indecible realizar y que al final serán la causa de vuestra muerte.

Fafhrd bajó la espada. El silencio en la negra caverna se hizo pesado y amenazante. Entonces, con una voz que era lejana pero resonante, como el sonido que procedía de la estatua de Memnon en Tebas cuando la iluminaban los primeros rayos de sol, Ningauble empezó a hablar.

—Lo veo confusamente, como una escena en un espejo oxidado. Lo veo, no obstante, y es esto: primero debéis entrar en posesión de ciertas bagatelas. La mortaja de Ahriman, que está en el santuario secreto cerca de Persépolis...

—Pero, ¿y los malditos guerreros de Ahriman, Padre? —le interrumpió el Ratonero—. Son doce espadachines, doce nada menos, y todos ellos muy detestables y difíciles de convencer.

—¿Crees que estoy planteando problemas insignificantes, como quien arroja huesos a unos cachorros? —replicó Ningauble enojado—. Prosigamos: en segundo lugar debéis conseguir polvo de momia del Faraón Demoníaco, el cual reinó durante tres noches horribles y no recogidas por la historia tras la muerte de Ikhnaton...

—Pero, Padre —protestó Fafhrd, sonrojándose un poco—. Ya sabes quién posee ese polvo de momia, y lo que exige de los hombres que la visitan.

— ¡Silencio! Soy mucho mayor que tú, Fafhrd, te llevo siglos de diferencia. En tercer lugar, debéis conseguir la copa de la que Sócrates tomó la cicuta; en cuarto lugar, una rama del Árbol de la Vida original, y finalmente... —Titubeó, como si su memoria le fallara, cogió una tablilla de barro del montón y leyó—: Y finalmente, debéis conseguir a la mujer que vendrá cuando esté preparada.

—¿Qué mujer?

—La mujer que vendrá cuando esté preparada.

Ningauble arrojó el fragmento, lo cual produjo un pequeño corrimiento de tablillas por la vertiente del montón.

—¡Por los huesos corroídos de Loki! —exclamó Fafhrd.

—Pero, Padre —dijo el Ratonero—. Ninguna mujer viene cuando está preparada, sino que siempre espera.

Ningauble suspiró alegremente.

—No os desaniméis, muchachos. ¿Es que vuestro buen amigo el Chismoso ha tenido alguna vez la costumbre de dar consejos sencillos?

—No —convino Fafhrd.

—Bien, cuando tengáis todas esas cosas, debéis ir a la Ciudad Perdida de Ahriman, que se encuentra al este de Armenia... no susurréis su nombre...

—¿Es Khatti? —susurró el Ratonero.

—No, moscón. Y además, ¿por qué me interrumpís cuando deberíais estrujaros el cerebro para recordar todos los detalles del escándalo de la concubina de los viernes, los tres sacerdotes eunucos y la esclava de Samos?

—Oh, auténtico Espía de lo Inefable, me estoy esforzando tanto que mi mente está derrengada y sin aliento, y todo porque te tengo en tal estima.

Al Ratonero le alegró la pregunta de Ningauble, pues se había olvidado de los tres sacerdotes eunucos, cosa que era muy imprudente, pues nadie en su sano juicio trataría de engañar al Chismoso, privándole siquiera de una pizca de la información prometida.

—Cuando lleguéis a la Ciudad Prohibida —siguió diciendo Ningauble—, debéis buscar el santuario negro en ruinas, colocar a la mujer ante la gran tumba y envolverla con la mortaja de Ahriman, hacer que beba el polvo de momia en la copa de cicuta, diluido en vino que encontraréis en el mismo lugar donde halléis la momia, y poner en su mano la ramita del Árbol de la Vida. Así esperaréis a que amanezca.

—¿Y luego? —preguntó Fafhrd con su vozarrón.

—Luego el orín enrojece todo el espejo y no puedo ver más, excepto que alguien regresará de un lugar del que está prohibido salir, y que debéis tener cuidado con la mujer.

—Pero, Padre, esta recogida de cachivaches mágicos es una gran molestia —objetó Fafhrd—. ¿Por qué no podemos ir en seguida a la Ciudad Perdida?

—¿Sin el mapa en la mortaja de Ahriman? —murmuró Ningauble.

—¿Y no puedes decirnos el nombre del adepto que buscamos? —aventuró el Ratonero—. ¿Ni siquiera el nombre de la mujer? ¡Huesos para cachorros, desde luego! Te damos la perra y, cuando la devuelves, ha parido una camada.

Ningauble meneó la cabeza muy ligeramente y los seis ojos se retiraron bajo la capucha para convertirse en un brillo múltiple y amenazante. El Ratonero sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.

—¿Por qué motivo nos das siempre la mitad del conocimiento, Vendedor de Enigmas? —le apremió enojado Fafhrd—. ¿Acaso en el último momento nuestros aceros pueden golpear con la mitad de la fuerza?

Ningauble rió entre dientes.

—Es porque os conozco demasiado bien, hijos míos. Si digo una palabra más, Grandote, atacarías con tu gran espada... a quien no debes. Y tu gatuno camarada prepararía su magia infantil... una magia errónea. No estáis buscando temerariamente a una simple criatura, sino un misterio, no es una mera identidad sino un espejismo, algo pétreo que ha robado la sangre y la sustancia de la vida, una pesadilla que ha salido reptando de un sueño.

Por un momento fue como si, en lo más profundo de aquella oscura caverna se agitara algo que había estado esperando, pero desapareció al instante. Ningauble añadió complacido:

—Y ahora tengo un momento de asueto que, para complaceros, dedicaré a escuchar esa historia que el Ratonero ha esperado pacientemente para contármela.

No había, pues, escapatoria y el Ratonero empezó, primero explicando que el relato tenía que ver con la concubina, los tres sacerdotes y la esclava, sólo superficialmente, mientras que la parte más profunda se refería sobre todo, aunque no por completo, a cuatro viles sirvientas de Ishtar y un enano a quien compensaron espléndidamente por su deformidad. El fuego disminuyó y una criatura semejante a un lémur se aproximó sigilosamente para echarle más madera. Las horas se alargaron, pues el Ratonero siempre se entusiasmaba con sus propias invenciones. En un momento determinado, Fafhrd tenía los ojos tan abiertos de asombro que parecían a punto de saltarle de las órbitas, y en otro momento la panza de Ningauble se estremeció como una colina sacudida por terremoto, pero por fin concluyó el relato, de súbito y, aparentemente, a la mitad, como una pieza de música extraña. Los dos amigos se despidieron de Ningauble, el cual se negó a responder a sus últimas preguntas, y emprendieron el camino de regreso. El encapuchado empezó a ordenar en su mente los detalles del relato que le había contado el Ratonero, y que le había gustado tanto más cuanto que sabía que era una improvisación y, como decía su proverbio favorito: «Quien miente artísticamente, se acerca más a la verdad de lo que imagina».

Fafhrd y el Ratonero casi habían llegado al pie de la escalera de piedra cuando oyeron unos débiles golpes y, al volverse, vieron a Ningauble asomado en lo alto, apoyado en lo que parecía un bastón y golpeando la roca con otro.

—Muchachos —les llamó, y su voz era tenue como la nota de la flauta solitaria en el templo de Baal—, se me ocurre que hay algo en los remotos espacios deseoso de algo que poseéis. Tenéis que vigilar estrechamente lo que de ordinario no necesita vigilancia.

—Sí, Padrino de la Mistificación.

—¿Tendréis cuidado? —preguntó la voz de elfo—. Vuestras vidas dependen de ello. —Sí, Padre.

Ningauble les saludó una vez más y se retiró cojeando hasta perderse de vista. Las pequeñas criaturas de su gran ámbito oscuro le siguieron, pero nadie podría saber con certeza si era para informar y recibir órdenes o para complacerle con sus amables carantoñas. Algunos decían que Ningauble era una creación de los Dioses Antiguos, con la finalidad de que los hombres pensaran en su origen y así agudizaran su imaginación para enigmas todavía más difíciles. Nadie sabía si tenía el don de la clarividencia o si se limitaba a preparar el escenario para futuros acontecimientos con una astucia tan asombrosa que sólo un ser mágico o un adepto podían esquivar el papel que les otorgaba.

3: La mujer que vino

Después de que Fafhrd y el Ratonero Gris salieran de las Grutas Insondables a la cegadora luz del sol, perdemos su pista durante algún tiempo. Los analistas han escatimado, en conjunto, el material referente a ellos, puesto que eran unos héroes demasiado desgarbados para el mito clásico, demasiado crípticamente independientes para permitir su incorporación a una tradición folklórica, demasiado tornadizos e inverosímiles en sus aventuras para complacer al historiador, implicados demasiado a menudo con una chusma de demonios dudosos, brujos privados de sus funciones y deidades desacreditadas, un verdadero inframundo de lo sobrenatural. Y resulta doblemente difícil reconstruir sus acciones durante un período en que se dedicaron a robos que requerían sigilo, secreto y audaz engaño. Pero de vez en cuando tropezamos con los hitos que dejaron en el tiempo.

Por ejemplo, un siglo después los sacerdotes de Ahriman recitaban, aunque eran demasiado inteligentes para creerlo ellos mismos, el milagro de la desaparición de la sagrada mortaja de Ahriman. Una noche, los doce espadachines vieron que la mortaja con sus negras inscripciones se alzaba del altar como una columna de telarañas, se alzaba a mayor altura que cualquier hombre mortal, aunque la forma de su interior parecía antropoide. Entonces Ahriman habló desde la mortaja, los guardianes le adoraron, él les replicó con abstrusas parábolas y, finalmente, salió del santuario secreto a grandes zancadas.

Un siglo después, los sacerdotes más astutos observaron: «Yo diría que un hombre con unos zancos, o bien (¡acertada suposición!) un hombre sobre los hombros de otro...».

Ocurrieron luego cosas que Nikri, la esclava personal de la infame Falsa Laodicea, contó al cocinero mientras ungía con ungüento los moratones de su última paliza, cosas relativas a dos desconocidos que visitaron a su ama, la juerga que ésta les propuso y cómo burlaron a los eunucos negros armados con cimitarras a los que ordenó que les mataran después de la juerga.

—Los dos eran magos —afirmó Nikri—, pues en el momento culminante de sus hazañas transformaron a mi ama en una cerda horrible, con unos cuernos que se contorsionaban, una horrenda quimera, mezcla de cerdo y caracol. Pero eso no fue lo peor, pues le robaron su baúl de vinos afrodisíacos. Cuando descubrió que había desaparecido la momia demoníaca con la que confiaba despertar la lujuria de Ptolomeo, aulló de rabia y empezó a atizarme con el rascador de la espalda. ¡Oh, cómo duele!

El cocinero rió entre dientes.

Pero no podemos estar seguros de quién visitó a jerónimo, el codicioso recaudador de impuestos a los campesinos y experto en arte de Antioquía, ni de qué guisa lo hicieron. Una mañana lo encontraron en su cámara del tesoro con los miembros rígidos y helados, como si hubiera tomado cicuta, y había una expresión de terror en su grueso rostro. La famosa copa que usaba con frecuencia en sus francachelas había desaparecido, aunque había manchas circulares sobre la mesa, delante de él. Se recuperó, pero nunca dijo lo que había ocurrido.

Los sacerdotes que cuidaban del Árbol de la Vida en Babilonia fueron un poco más comunicativos. Una noche, poco después de la puesta de sol, vieron que las ramas superiores se agitaban en el crepúsculo y oyeron el sonido de un cuchillo de podar. A su alrededor, sin ningún otro sonido ni movimiento, se extendía la ciudad desolada, cuyos habitantes habían sido conducidos a la cercana Seleucia tres cuartos de siglo antes, y a la que los sacerdotes regresaban sigilosamente con gran temor para cumplir con sus deberes sagrados. Se prepararon al instante, algunos de ellos para trepar al Árbol armados con hoces de oro templado y otros para derribar con flechas provistas de puntas de oro a cualquier blasfemo allí encaramado. Pero, de pronto, una gran forma gris parecida a un murciélago saltó del árbol y se desvaneció tras un muro. Naturalmente, sería concebible que se tratara de un hombre con un manto gris colgado de una cuerda delgada y resistente, pero se susurraban demasiadas cosas acerca de las criaturas que revoloteaban por la noche entre las ruinas de Babilonia para que los sacerdotes se atrevieran a perseguirlo.

Finalmente, Fafhrd y el Ratonero Gris reaparecieron en Tiro, y una semana más tarde estaban preparados para emprender la última etapa de su búsqueda. Se encontraban ya fuera de las puertas, en el lado de tierra del espigón de Alejandro, espina dorsal de un istmo cada vez más ancho. Mientras lo contemplaba, Fafhrd recordó que una vez un desconocido le había contado una historia sobre dos aventureros fabulosos que habían prestado una gran ayuda en la imposible defensa de Tiro contra Alejandro el Grande, más de un siglo atrás. El más corpulento había arrojado grandes bloques de piedra contra las naves atacantes, mientras el más pequeño se había zambullido para limar las cadenas con las que estaban ancladas. El desconocido dijo que los nombres de aquellos dos valientes eran Fafhrd y el Ratonero Gris. Fafhrd no hizo ningún comentario.

Era casi de noche, un buen momento para hacer una pausa en las aventuras, recordar travesuras pasadas y arriesgar nebulosas, descabelladas y rosadas especulaciones acerca de lo que les aguardaba.

—Creo que cualquier mujer serviría —insistió el Ratonero, porfiado—. Ningauble sólo quería confundirnos. Utilicemos a Cloe.

—Sólo si ella viene cuando esté preparada —respondió Fafhrd, con una sonrisa.

El sol teñía de rojo y oro el mar ondulante. Los mercaderes que habían levantado sus puestos en el lado de tierra, para ser los primeros en tratar con los agricultores y los mercaderes de tierra adentro el día de mercado, empaquetaban sus mercancías y bajaban sus toldos.

—Al final, toda mujer vendrá cuando esté preparada, incluso Cloe —replicó el Ratonero—. Lo único que hemos de hacer es conseguirle una tienda de seda y algunos artículos de belleza. No hay ningún problema.

—Sí —dijo Fafhrd—, probablemente podríamos arreglarlo con un solo elefante.

La mayor parte de Tiro se silueteaba oscuramente contra el arrebol del crepúsculo, aunque aquí y allá surgían destellos de los tejados, y la cúpula dorada del templo de Melkarth se reflejaba en el agua como un segundo sol. El puerto fenicio parecía sumido en un trance, soñando en glorias pasadas, escuchando sólo a medias las noticias del avance implacable de Roma hacia el este y la derrota de Filipo de Macedonia en el primer asalto de la batalla de las Cabezas de Perro, y ahora Antíoco se preparaba para el segundo, con la ayuda de Aníbal, que había acudido desde Cartago, la gran hermana caída, al otro lado del mar.

—Estoy seguro de que Cloe vendrá si esperamos hasta mañana —siguió diciendo el Ratonero—. En cualquier caso tendremos que esperar, porque Ningauble dijo que la mujer no vendría hasta que estuviera preparada.

Una brisa fresca llegó del desierto que era la antigua Tiro. Los mercaderes se dieron prisa; algunos de ellos ya se dirigían a sus casas a lo largo del espigón, y sus esclavos parecían jorobados y monstruos con otras malformaciones debido a los bultos que acarreaban sobre los hombros y la cabeza.

—No —dijo Fafhrd —. Nos pondremos en marcha. Y si la mujer no viene cuando esté preparada, entonces no es la mujer que vendrá cuando esté preparada. O, si lo es, tendrá que esforzarse para darnos alcance.

Los tres caballos de los aventureros se movieron inquietos, y el del Ratonero relinchó. Sólo el gran camello, del que colgaban los pellejos de vino y diversos cofres pequeños, así como las armas muy bien envueltas y disimuladas, permaneció obstinadamente inmóvil. Fafhrd y el Ratonero observaron con indiferencia la única figura en el espigón que avanzaba en dirección contraria a la corriente humana que regresaba a sus casas. No experimentaban precisamente sospechas, pero tras los sucesos de aquel año no podían dejar de lado la posibilidad de que les persiguieran con designios asesinos, ya fueran espadachines al servicio de un dios, eunucos negros armados con cimitarras, sacerdotes babilonios con armas de oro o agentes de jerónimo de Antioquía.

—Cloe habría llegado a tiempo, si me hubieras dejado persuadirla —arguyó el Ratonero—. Le gustas, y estoy seguro de que Ningauble se refería a ella, porque tiene ese amuleto que contrarresta la magia del adepto.

El sol ponía una franja cegadora en el borde del mar, pero pronto se disipó, y todos los brillos y resplandores sobre los tejados de Tiro se extinguieron. El templo de Melkhart se alzaba negro contra el cielo cada vez más oscuro. Desmontaron el último toldo, y la mayoría de los mercaderes estaban a medio camino del espigón. Una sola figura seguía avanzando hacia la costa.

—¿No han sido suficientes para ti siete noches con Cloe? —le preguntó Fafhrd—. Además, no es ella la que querrás cuando hayamos matado al adepto y este hechizo haya dejado de atormentarnos.

—Tal vez sea así —replicó el Ratonero—, pero recuerda que primero hemos de capturar a nuestro adepto. Y no es sólo a mí a quien podría beneficiar la compañía de Cloe.

Un débil grito atrajo su atención desde el otro lado del agua oscura, donde un barco con aparejo latino entraba en el puerto egipcio. Por un momento pensaron que el extremo del espigón en la parte de tierra había quedado desierto, pero entonces la figura que se alejaba de la ciudad se recortó nítida y negra contra el mar, una figura ligera, no cargada como los esclavos.

—Otro necio abandona la dulce Tiro en mal momento —observó el Ratonero—. Piensa tan sólo en lo que supondrá una mujer en esa frías montañas a las que nos dirigimos, Fafhrd, una mujer que preparará exquisiteces y te acariciará la frente.

—Estás pensando en tu frente, amigo mío —dijo Fafhrd.

Sopló de nuevo la fresca brisa, y la arena apelmazada gimió a su paso. Tiro parecía agazaparse como una bestia contra las amenazas de la oscuridad. Un último mercader examinó apresuradamente el suelo en busca de algún artículo perdido.

Fafhrd colocó la mano sobre el brazuelo de su caballo.

—Vámonos —dijo a su amigo.

Éste no iba a hacerlo sin plantear una última objeción.

—No creo que Cloe insistiera en llevarse a la esclava para que le unja los pies con aceite. No se empeñará si planteamos las cosas adecuadamente.

Entonces, vieron que el otro necio que abandonaba la dulce Tiro se dirigía hacia ellos, y que era una mujer, alta y esbelta, vestida con unas prendas que parecían fundirse con la luz menguante, de modo que Fafhrd se preguntó si venía realmente de Tiro o de algún reino etéreo cuyos habitantes sólo podían aventurarse en la tierra cuando se ponía el sol. Entonces, a medida que seguía acercándose con pasos ágiles y contoneantes, vieron que tenía el rostro blanco y el cabello negro como ala de cuervo. Al Ratonero le dio un gran vuelco el corazón y sintió que aquélla era la perfecta consumación de su espera, que era testigo del nacimiento de una Afrodita, no de las espumas del mar sino de la oscuridad; pues se trataba, en efecto, de la morena Ahura, la de las tabernas, que ya no les miraba con una curiosidad fría y tímida, sino que sonreía abiertamente.

Fafhrd, que había experimentado unos sentimientos similares, le preguntó lentamente:

—¿Así que tú eres la mujer que ha venido cuando estaba preparada?

—Sí —respondió el Ratonero por ella, y añadió alegremente—: ¿Sabías que dentro de un minuto habrías llegado demasiado tarde?

4: La ciudad perdida

Durante la semana siguiente, que emplearon íntegramente en viajar hacia el norte, por el borde del desierto, apenas se enteraron más a fondo de los motivos o la historia de su misteriosa compañera, aparte de los retazos de información dudosa que Cloe les había proporcionado. Cuando le preguntaron por qué había acudido, Ahura replicó que Ningauble la había enviado, que Ningauble no tenía nada que ver con ello y que era todo un accidente, que ciertos Dioses Antiguos le habían provocado una visión, que buscaba un hermano perdido, el cual había ido en busca de la Ciudad Perdida de Ahriman; y a menudo, su única respuesta era el silencio, un silencio que unas veces parecía taimado y otras místico. Sin embargo, soportaba bien las penalidades del viaje, se revelaba como una amazona incansable y no se quejaba de dormir en el suelo, cubierta tan sólo con un gran manto. Como un ave migratoria especialmente sensible, parecía tener un impulso aún mayor que el de los dos amigos para continuar el viaje.

Siempre que se presentaba la ocasión, el Ratonero la cortejaba asiduamente, limitado tan sólo por el temor de ocasionar una metamorfosis en caracol. Pero al cabo de unos días, observó que Fafhrd emulaba aquel placer exasperante. En seguida los dos camaradas se hicieron rivales, disputándose la primacía para ofrecer ayuda a Ahura en las raras ocasiones en que la necesitaba, esforzándose cada uno por superar los jactanciosos relatos de su compañero de aventuras increíbles y vigilando continuamente para que el otro no estuviera un momento a solas con la muchacha. Seguían siendo buenos amigos, y eran conscientes de ello, pero unos amigos muy ariscos, de lo cual también tenían conciencia. Y el silencio tímido, o taimado, de Ahura alentaba a los dos.

Vadearon el río Eufrates al sur de las ruinas de Carchemish, y se encaminaron a las fuentes del Tigris, cruzando la ruta de Jenofonte y los Diez Mil, pero alejándose de ella hacia el este. Fue entonces cuando su desabrimiento llegó a un punto máximo. Ahura se había rezagado un poco, dejando que su caballo paciera la hierba seca, mientras los dos hombres descansaban sentados en una roca y se susurraban recriminaciones. Fafhrd proponía que ambos dejaran de cortejar a la muchacha hasta que hubieran concluido su misión, mientras que el Ratonero se obstinaba en mantener que él tenía derecho de prioridad. Sus susurros se acaloraron tanto que no repararon en una paloma blanca que descendía hacia ellos hasta que aterrizó con un aleteo en un brazo de Fafhrd, que éste había extendido para recalcar su disposición a renunciar temporalmente a la muchacha, si el Ratonero hacía lo mismo.

Fafhrd parpadeó y luego extrajo un fragmento de pergamino adherido a una pata de la paloma. Decía: « La muchacha es peligrosa. Ambos tenéis que renunciar a ella».

El sello diminuto era una impresión de siete ojos enmarañados.

—¡Siete ojos, nada menos! —observó el Ratonero—. ¡Qué modesto es!

Y por un momento permaneció en silencio, tratando de imaginar la red gigantesca de hebras desconocidas con la que el Chismoso reunía su información y dirigía sus asuntos.

Pero este refuerzo insospechado del argumento de Fafhrd le valió por fin el asentimiento a regañadientes de su compañero, y prometieron solemnemente no tocar a la muchacha, o no tratar en modo alguno de ganar el favor de ésta, hasta que hubieran encontrado al adepto y dado cuenta de él.

Estaban ahora en una tierra sin ciudades que evitaban las caravanas, una tierra como la de Jenofonte, con gélidas y nubladas mañanas, mediodías deslumbrantes y crepúsculos traicioneros, con atisbos de tribus ocultas, asesinas, habitantes de las montañas que recordaban las leyendas omnipresentes de «gentes pequeñas» tan distintas a los hombres como los gatos son distintos de los perros. Ahura no pareció darse cuenta del súbito cese de las atenciones hacia ella, y siguió tan provocativamente tímida e indefinida como siempre.

Pero la actitud del Ratonero hacia Ahura comenzó a sufrir un cambio radical pero profundo. Ya fuera por la amargura de su pasión inhibida, o porque su mente, libre ya del embriagador burbujeo de los cumplidos y las ingeniosidades, había recuperado su astucia y perspicacia, empezó a experimentar la sensación creciente de que la Ahura a la que amaba no era más que una chispa débil, casi perdida en la oscuridad de una desconocida que cada día se volvía más enigmática, dudosa e incluso, al final, repelente. Recordó el otro nombre que Cloe había dado a Ahura, y empezó a reflexionar extrañamente en la leyenda de Hermafrodita bañándose en la fuente cariana y uniéndose en un solo cuerpo con la ninfa Salmacia. Ahora, cuando miraba a Ahura, sólo podía ver los ojos ávidos que escrutaban secretamente el mundo a través de una ranura. Por la noche, empezó a pensar en sus risas silenciosas, por el mortificante hechizo que sufría tanto él como Fafhrd. Llegó a obsesionarse con Ahura de una manera muy diferente, y se dedicó a espiarla y a estudiar su expresión cuando no les miraba, como si así confiara en penetrar su misterio.

Fafhrd lo observó y sospechó al instante que el Ratonero pensaba en la posibilidad de retractarse de su promesa. Retuvo su indignación con dificultad y se propuso vigilar al Ratonero tan atentamente como éste vigilaba a Ahura. Cuando era preciso procurarse provisiones, ya ninguno de los dos estaba dispuesto a ir de caza solo. Su amistad empezó a deteriorarse. Una tarde, cuando atravesaban un sombrío barranco al este de Armenia, un halcón descendió de súbito y hundió sus garras en un hombro de Fafhrd. El nórdico mató al ave, produciendo una lluvia de plumas enrojecidas antes de darse cuenta de que también llevaba un mensaje.

«Vigila al Ratonero» era todo lo que decía el mensaje, pero eso, unido al dolor causado por las garras, fue suficiente para Fafhrd. Se detuvo junto al Ratonero mientras el caballo de Ahura corveteaba, asustado por el disturbio, y le dijo sin ambages que sospechaba de él y que cualquier violación de su acuerdo pondría fin de inmediato a su amistad y les llevaría a un enfrentamiento mortífero.

El Ratonero le escuchó como en sueños, mirando todavía taciturno a Ahura. Le habría gustado decirle a Fafhrd sus verdaderos motivos, pero dudaba de que pudiera hacerlos inteligibles. Por eso, cuando finalizó el abrumador arranque de Fafhrd, no hizo ningún comentario, lo cual fue interpretado por Fafhrd como una admisión de culpabilidad y reanudó la marcha a medio galope, enfurecido.

Se acercaban ahora a la tierra escarpada desde donde medos y persas se habían abalanzado contra Asiria y Caldea, y donde, si podían dar crédito a la geografía de Ningauble, encontrarían la madriguera olvidada del Señor de la Maldad Eterna. Al principio el mapa arcaico estampado en la mortaja de Ahriman resultó más confuso que útil, pero al cabo de un tiempo, aclarado en parte por una sugerencia curiosamente erudita de Ahura, comenzó a adquirir un sentido turbador, mostrándoles una garganta profunda en el lugar en que el terreno anterior había hecho esperar una cima ensillada, y un valle donde debería haberse alzado una montaña. Si el mapa era fidedigno, en pocos días llegarían a la Ciudad Perdida.

Entretanto, la obsesión del Ratonero iba en aumento, y al final adoptó una forma definida y sorprendente. Creía que Ahura era un hombre.

Resultaba muy extraño que la intimidad de la vida de campamento y la misma aplicación con que el Ratonero espiaba a la muchacha, no hubieran producido una prueba concreta de esta inequívoca suposición. Sin embargo, al reflexionar en los acontecimientos, el Ratonero observó intrigado que esa prueba no existía. Desde luego, la forma y los movimientos de Ahura, todas su mínimas acciones, eran propios de una mujer, pero recordaba los mancebos pintados y enguantados, dulces y recatados, que eran capaces de imitar la femineidad casi a la perfección. Era ridículo..., pero era posible. A partir de ese momento, su curiosidad obsesiva se hizo tan apremiante que su afán por descubrir la verdad le hacía sudar, y se dedicó a observar con renovado ahínco a la muchacha, lo cual enfurecía a Fafhrd, que golpeaba la empuñadura de su espada a intervalos inesperados, aunque nunca sobresaltó al Ratonero hasta tal punto que desviara la mirada. Así, los dos permanecían tan hoscos y malhumorados como el camello, que mostraba cada vez una mayor resistencia a proseguir aquella excursión absurda lejos del saludable desierto.

El Ratonero vivía días de pesadilla, a medida que se aproximaban por sombríos desfiladeros y sobre escabrosas cimas hacia el templo primigenio de Ahriman. Fafhrd parecía un gigante pálido y ominoso en sus sueños inquietos, y le recordaba a alguien a quien había conocido en la vida consciente, mientras que su misión parecía una búsqueda a ciegas de las rutas más subterráneas del sueño. Todavía quería contar al gigante sus sospechas, pero no se decidía, debido a su monstruosidad y al hecho de que el gigante amaba a Ahura. Y mientras tanto ésta le eludía, era como un espectro que se agitaba más allá de su alcance; aunque, cuando obligaba a su mente a hacer una comparación, se daba cuenta de que la conducta de la muchacha no se había alterado en lo más mínimo, excepto por una intensificación del impulso de seguir adelante, como un barco que se aproxima a su puerto de destino.

Finalmente, llegó una noche en que el hombrecillo de gris no pudo seguir soportando su torturante curiosidad. Se despertó agitado, tras una serie de sueños opresivos que no podía recordar, se apoyó en un codo y miró en torno, silencioso como la criatura de la que había tomado el nombre.

Si el aire no hubiera estado tan inmóvil, habría hecho frío. Del fuego no quedaban más que las ascuas, y fue la luz de la luna lo que le permitió ver la cabeza de Fafhrd, su cabellera revuelta, y un codo que sobresalía del raído manto de piel de oso. También fue la luz de la luna la que iluminaba a Ahura tendida más allá de las ascuas, su rostro sereno fijo en el cenit, tan inmóvil que apenas parecía respirar.

Esperó largo rato. Luego, sin hacer ruido alguno, retiró su manto gris, empuñó su espada, rodeó las brasas y se arrodilló junto a la muchacha. Durante otro largo momento escrutó desapasionadamente su rostro, pero seguía siendo la máscara hermafrodita que le había atormentado en sus horas de vigilia..., si estuviera todavía seguro de la distinción entre vigilia y sueño. De súbito, sus manos la cogieron..., y del mismo modo abrupto se detuvieron. Entonces, con movimientos tan lentos y con apariencia de haber sido ensayados como los de un sonámbulo, pero más silenciosos, retiró el manto de lana que cubría a la muchacha, se sacó un pequeño cuchillo del bolsillo, alzó el cuello del vestido, poniendo cuidado para no tocarle la piel, lo rajó hasta la rodilla e hizo lo mismo con el quitón que llevaba debajo.

Los senos, blancos como el marfil, que el Ratonero no había creído encontrar allí, sí que estaban. Y no obstante, en lugar de disipar su pesadilla, aquello la intensificó.

La nueva e inesperada idea que se le había ocurrido era demasiado profunda para causar sorpresa. Mientras estaba allí arrodillado, observando sombríamente a la durmiente, tuvo la certeza de que también aquella carne marfileña era una máscara, tan astutamente moldeada como el rostro y con un propósito tan aterradoramente incomprensible.

Los párpados de marfil no se movieron, pero los bordes de los dientes aparecieron en lo que él consideró una sonrisa premeditada y huidiza.

Nunca había estado tan seguro como en aquel momento de que Ahura era un hombre.

Las brasas crujieron a sus espaldas.

El Ratonero se volvió y no vio más que la línea de acero brillante por encima de la cabeza de Fafhrd, inmóvil por un instante, como si, con una condescendencia sobrehumana, un dios diera una oportunidad a su criatura antes de descargar el rayo.

El Ratonero desenvainó su propia espada estrecha y delgada a tiempo de parar el golpe del titán. Los dos aceros chillaron desde la empuñadura hasta la punta.

Y como respuesta a aquel chillido, fundiéndose con él, continuándolo, aumentándolo, llegó desde la calma absoluta de poniente una gargantuesca ráfaga de viento que derribó a los dos hombres e hizo rodar a Ahura sobre las pavesas de la fogata.

El viento cesó casi con la misma celeridad, y entonces, algo aleteó como un murciélago hacia el rostro del Ratonero, y éste lo cogió. Pero no era un murciélago, ni siquiera una hoja grande, sino algo que parecía un papiro.

Las ascuas, arrojadas sobre un trecho de hierba seca, habían iniciado perversamente un incendio, y a la luz del fuego el Ratonero abrió el delgado rollo que había llegado volando del oeste infinito. Hizo gestos frenéticos a Fafhrd, el cual se estaba librando de los matorrales entre los que había caído.

El papiro contenía unas palabras escritas con tinta de calamar en grandes caracteres, sobre el sello enmarañado. «Por los dioses a los que veneráis, sean cuales fueren, poned fin a esta disputa. Seguid adelante de inmediato. Seguid a la mujer.»

Notaron que Ahura estaba mirando por encima de sus hombros juntos. La luna surgió brillante por detrás del pequeño jirón de nube que la había oscurecido. La mujer les miró, unió las partes separadas del quitón y el vestido, y los cubrió con el manto. Recogieron los caballos, sacaron el camello caído del grupo de espinos entre los que se estaba atormentando satisfecho y se pusieron en marcha.

Encontraron la Ciudad Perdida casi con excesiva rapidez, tanto, que parecía una trampa o la obra de un ilusionista. En un momento determinado, Ahura les indicaba un despeñadero lleno de cantos rodados, y un instante después avanzaban por un valle estrecho erizado de monolitos inclinados en ángulos absurdos, plateados como la luna, y las sombras respectivas.

Desde el principio era evidente que el nombre de «ciudad» era inapropiado. Sin duda, aquellas tiendas y cabañas de piedra maciza nunca habían sido habitadas, aunque tal vez habían sido un centro de adoración. Era un lugar apropiado para colosos egipcios, para autómatas de piedra. Pero Fafhrd y el Ratonero disponían de poco tiempo para examinarlo en su totalidad, pues, sin previo aviso, Ahura partió al galope por la pendiente.

Se inició entonces una atolondrada carrera, en la que los caballos eran sombras corcoveantes y el camello un espectro que se bamboleaba, a través de bosques de columnas toscamente cortadas, junto a losas tambaleantes lo bastante grandes para servir como muros de un palacio, bajo dinteles hechos para el paso de elefantes, siempre siguiendo el ruido de los cascos que les eludían, sin darles nunca alcance, hasta que por fin salieron a un claro iluminado por la luna y se detuvieron en un espacio abierto entre un gran bloque o caja similar a un sarcófago, con escalones que conducían hasta la parte superior, y un enorme monolito que tenía una vaga forma humana.

Pero apenas habían empezado a preguntarse desconcertados qué era todo aquello que les rodeaba, cuando vieron que Ahura le hacía gestos de impaciencia. Recordaron las instrucciones de Ningauble y vieron que casi había amanecido. Descargaron, pues, varios fardos y cajas del tembloroso e irritado camello, y Fafhrd desplegó la oscura mortaja de Ahriman, parecida a una gran telaraña y cubrió con ella a Ahura, que permanecía callada ante la tumba, su rostro como un retrato en mármol de la ansiedad, como si hubiera brotado de la piedra que la rodeaba.

Mientras Fafhrd se ocupaba de otras cosas, el Ratonero abrió el baúl de ébano que habían robado a la Falsa Laodicea. Un talante visionario se apoderó de él y, con torpes pasos de danza, imitando a un servidor eunuco, dispuso con mucho gusto sobre una piedra plana los tarros, jarros y pequeñas ánforas que contenía el baúl, al tiempo que cantaba con una voz apropiada de falsete:

Puse una mesa para el Gran Seléucida

la engalané hermosa y abstrusa;

y a él debió de complacerle,

pues, cuando estuvo harto, resolló:

«Como castigo, castrad al hombre».

—Fíjate, Fafhrd, al hombre lo habían csztrado de muchacho, y por fin eso no era castigo en absoluto. A cauza de la castración anterior...

—Yo voy a castrar tu mollera empachada de ingenio —gritó Fafhrd, levantando el siguiente artículo de magia, pero lo pensó mejor.

Entonces Fafhrd le entregó la copa de Sócrates y, todavía haciendo cabriolas, el Ratonero vertió en la copa una medida de polvo de momia, añadió vino, agitó el brebaje y, con unos fantásticos pasos de danza, se acercó a Ahura y se lo ofreció. La muchacha no hizo ningún movimiento, por lo que el Ratonero alzó la copa hasta sus labios y ella bebió ávidamente, sin apartar los ojos de la tumba.

Fafhrd trajo entonces la rama del Árbol de la Vida babilonio, que aún parecía fresca y firme al tacto, con sus hojas maravillosamente intactas, como si el Ratonero la hubiera acabado de cortar. Abrió suavemente los dedos apretados de la muchacha, colocó la ramita en ellos y los volvió a cerrar.

Así preparados, se dispusieron a esperar. El borde del cielo enrojeció y por un momento, pareció oscurecer más, las estrellas se desvanecieron y se apagó el brillo de la luna. Los afrodisíacos dispuestos sobre la piedra se enfriaron, negando su aroma a la brisa nocturna, y la mujer seguía contemplando la tumba. Tras ella, como si también la mirase, como si fuera su sombra fantástica, se erguía el monolito de forma humana, que el Ratonero escrutaba inquieto de vez en cuando por encima del hombro incapaz de decir si era una tosca obra natural o algo cuyos rasgos los hombres habían borrado laboriosamente a causa de su malignidad.

El cielo palideció hasta que el Ratonero pudo empezar a distinguir unos grabados monstruosos a un lado del sarcófago —de hombres como columnas de piedra y animales como montañas— y hasta que Fafhrd pudo ver el color verde de las hojas en la mano de Ahura.

Entonces vio algo asombroso. En un instante, las hojas se agostaron y la rama se convirtió en un palo retorcido y ennegrecido. En el mismo momento, Ahura tembló y palideció aún más, su rostro se volvió blanco como la nieve, y al Ratonero le pareció que una tenue nube negra se formaba sobre su cabeza, que el enigmático extraño al que odiaba surgía del cuerpo de la muchacha como un genio de humo contenido en un recipiente.

La gruesa tapa de piedra del sarcófago crujió y empezó a levantarse.

Ahura avanzó hacia el sarcófago. Al Ratonero le pareció que la nube la empujaba como una vela negra.

La tapa se movió con más rapidez, como si fuera la mandíbula superior de un cocodrilo de piedra. Al Ratonero le pareció que la nube negra se extendía triunfante hacia la abertura cada vez mayor, arrastrando a la pálida muchacha tras ella. La tapa se abrió del todo. Ahura llegó a lo alto y, o bien se asomó al interior o, como vio el Ratonero, casi fue succionada junto con la nube negra. Se estremeció violentamente y entonces su cuerpo se desplomó como un vestido vacío.

Fafhrd apretó los dientes y una articulación crujió en la muñeca del Ratonero. Las empuñaduras de sus espadas, que habían desenvainado sin darse cuenta, les magullaron las palmas.

Entonces, como un ocioso tras una jornada de descanso entre cuatro paredes, un príncipe indio que abandona el tedio de la corte, un filósofo después de un excéntrico discurso, una figura esbelta se levantó de la tumba. Las ropas que cubrían sus miembros eran negras, el cuerpo estaba enfundado en metal plateado, el cabello y la barba eran negros y sedosos. Pero lo que primero llamaba la atención, como una enseña en el escudo de un hombre enmascarado, era el brillo tornasolado de su juvenil piel olivácea, un resplandor plateado que le hacía pensar a uno en vientres de pescados y en la lepra... Eso, y una cierta familiaridad, pues el rostro de aquel desconocido vestido de negro y plata tenía un parecido inequívoco con el de Ahura.

5: Anra Devadoris

El recién llegado apoyó sus largas manos en el borde de la tumba, miró plácidamente a los demás y asintió como si fueran íntimos. Entonces saltó ágilmente por encima del borde y bajó los escalones, pisando la mortaja de Ahriman y sin dirigir siquiera una mirada a Ahura. Miró las espadas desenvainadas.

—¿Teméis enfrentaros a algún peligro? —preguntó, acariciándose la barba que, como le pareció al Ratonero, sólo podía haber crecido tan frondosa y sedosa en una tumba.

—¿Eres un adepto? —replicó Fafhrd, tartamudeando un poco.

El desconocido hizo caso omiso de la pregunta y se detuvo a contemplar divertido la estrafalaria colección de afrodisíacos.

—Sin duda el querido Ningauble es el padre de todos los lascivos de siete ojos —murmuró—. Debéis de conocerlo lo bastante bien para adivinar que os ha hecho buscar estos juguetes porque los quiere para él. Incluso en su duelo conmigo, no puede resistir la tentación de obtener algún beneficio secundario. Pero quizá esta vez el viejo libertino ha hecho una reverencia al destino sin saberlo. Por lo menos confiemos en que así sea.

Dicho esto, se quitó el cinto del que pendía su espada y lo dejó con toda tranquilidad a un lado, junto con la espada estrechísima de empuñadura plateada. El ratonero se encogió de hombros y envainó su arma, pero Fafhrd soltó un gruñido.

—No me gustas —le dijo—. ¿Eres tú quien nos ha sometido al encantamiento porcino?

El desconocido le miró burlonamente.

—Estáis buscando una causa —respondió—. Deseáis conocer el nombre de un agente que, a vuestro modo de ver, os ha agraviado, y pretendéis desatar vuestras iras contra él en cuanto sepáis quién es. Pero detrás de cada causa hay otra causa, y detrás del último agente hay todavía otro agente. Un inmortal no podría matar a una fracción de ellos. Creedme, pues he seguido esa senda hasta más lejos que la mayoría y tengo cierta experiencia de los obstáculos especiales colocados en el camino de quien trata de vivir más allá de los límites de su cráneo y del magro presente..., las trampas que le tienden, las titánicas enemistades que despierta. Os suplico que esperéis un poco antes de entablar batalla, como yo esperaré antes de responder a vuestra segunda pregunta. Admito sin ambages que soy un adepto.

Al oír esta última afirmación, el Ratonero experimentó otro frívolo impulso de comportarse fantásticamente, esta vez imitando a un mago. ¡Allí estaba la extraña criatura sobre la que podía probar la eficacia de la runa contra los adeptos que llevaba en el bolsillo! Quería pronunciar entre dientes un conjuro de muerte, agitar los brazos en un gesto de encantamiento, escupir al adepto y hacer girar a contramano su talón izquierdo tres veces. Pero también él decidió esperar.

—Siempre hay una manera sencilla de decir las cosas —dijo Fafhrd en tono amenazador.

—En eso es en lo que difiero de vosotros —replicó el adepto casi animadamente—. No hay ninguna manera de decir ciertas cosas, y otras son tan difíciles que un hombre languidece y muere antes de encontrar las palabras adecuadas. Uno debe tomar prestadas frases del cielo, palabras que proceden de más allá de las estrellas. De lo contrario, todo sería una burla, ignorante, aprisionadora.

El Ratonero miró fijamente al adepto, súbitamente y consciente de que había en él una incongruencia monstruosa, como si uno pudiera percibir un atisbo de doblez en la curvatura de los labios de Solón, o de cobardía en los ojos de Alejandro, o de imbecilidad en el rostro de Aristóteles, pues aunque el adepto era evidentemente erudito, confiado y poderoso, el Ratonero no podía evitar la idea de que era un niño mórbidamente ávido de experiencia, un chiquillo tímido y lastimosamente curioso, y tenía además la sensación desconcertante de que éste era el secreto por el que había espiado durante tanto tiempo a Ahura.

Los músculos del brazo armado de Fafhrd estaban tensos, y parecía a punto de dar una réplica todavía más tensa, pero en vez de hacerlo, envainó su espada, se acercó a la mujer, le cogió un momento las muñecas y luego la cubrió con su manto de piel de oso.

—Su espíritu sólo se ha alejado un poco —dictaminó—. No tardará en regresar. ¿Qué le has hecho, a ella, a vosotros o a mí? —replicó el adepto, casi irritado—. Estáis aquí y tengo que hacer un trato con vosotros. —Hizo una pausa—. He aquí, en pocas palabras, mi propuesta: os haré adeptos como yo mismo, compartiendo con vosotros todo el conocimiento de que vuestra mente sea capaz, a condición de que sigáis sometiéndoos a hechizos como el que ya conocéis y otros que pueda practicar en el futuro, para aumentar nuestro conocimiento. ¿Qué decís a eso?

—¡Espera, Fafhrd! —imploró el Ratonero, cogiendo a su camarada del brazo—. No le ataques todavía. Miremos la estatua desde todos los ángulos. ¿Por qué, mago magnánimo, has decidido hacernos esa oferta, y por qué nos has hecho venir hasta aquí para hacerla, en vez de obtener la respuesta en Tiro?

—Un adepto —rugió Fafhrd, tirando del Ratonero—. ¡Me ofrece hacerme un adepto! ¡Y por eso he de seguir besando a los cerdos! ¡Vete a escupir en el gaznate de Fenris!

—En cuanto al motivo por el que os he hecho venir aquí —dijo el adepto fríamente—, es la existencia de ciertas limitaciones a mi capacidad de movimiento, o por lo menos a mis poderes de comunicación satisfactoria. Además, hay un motivo especial, que os revelaré en cuanto hayamos cerrado nuestro trato..., aunque puedo deciros que, sin que lo supierais, ya me habéis ayudado.

—Pero ¿por qué nos has elegido a nosotros? ¿Por qué? —insistió el Ratonero, oponiendo resistencia al tirón de Fafhrd.

—Algunos porqués, si los seguís lo suficiente, conducen al borde de la realidad. Yo he buscado el conocimiento más allá de los sueños del hombre ordinario, me he aventurado hasta muy lejos en la oscuridad que rodea las mentes y los astros, pero ahora, en medio de los negros recovecos de ese temible laberinto, me encuentro de súbito al final de mi madeja. Los poderes tiranos que custodian ignorantes el secreto del universo sin saber lo que es, me han husmeado. Esos viles guardianes de los que Ningauble es un mero agente e incluso Ormadz un símbolo vago, han tendido sus trampas y levantado sus barricadas. Y mis mejores antorchas se han apagado o han demostrado tener una llama demasiado débil. Necesito nuevas avenidas de conocimiento.

Les miró entonces con unos ojos que parecían transformados en agujeros gemelos en una cortina.

—Hay algo en lo más profundo de vosotros, algo que vosotros, y otros con anterioridad, habéis guardado celosamente desde tiempo inmemorial, algo que permite reír como sólo los Dioses Antiguos han reído jamás, algo que hace ver una especie de broma en el horror, la desilusión y la muerte. Mucha es la sabiduría que obtendremos al desentrañar ese algo.

—Crees que somos bonitos chales tejidos para que tus hábiles dedos los deshilachen —rezongó Fafhrd—. ¿Para hacerte esa cuerda en cuyo extremo estás y descender por ella hasta Niflheim?

—Cada adepto debe deshilacharse a sí mismo, antes de que pueda deshilachar a otros —dijo el desconocido sin sonreír—. No sabéis qué tesoro mantenéis virgen e inútil en vuestro interior, o lo derramáis con una risa insensata. Hay en él mucha riqueza, muchas complejidades, hilos del destino que conducen más allá del cielo hasta reinos no soñados. —Su voz era rápida y evocadora—. ¿No tenéis deseos de comprender, impulsos de aventuras más grandes que vuestros vagabundeos de escolares? Os daré dioses por enemigos y estrellas como dote y tesoro, con sólo que hagáis lo que os ordene. Todos los hombres serán vuestros animales; los mejores, vuestra jauría. ¿Besar caracoles y cerdos? Eso no es más que un principio. Más grandes que Pan, asustaréis a las naciones, violaréis al mundo. El universo temblará bajo vuestra lujuria, pero lo dominaréis y haréis que se postre a vuestros pies. Esa risa antigua os dará el poder...

— ¡Alcahuete que escupes suciedad! ¡Libertino de labios sarnosos! ¡Basta!

El adepto hizo caso omiso de los gritos de Fafhrd, y siguió hablando como en trance, moviendo los labios de manera que su barba negra se agitaba rítmicamente.

—Sólo someteos a mi voluntad. Retorceremos y torturaremos todas las cosas, conoceremos su causa. La lujuria de los dioses pavimentará el camino que pisaremos a través de la ventosa oscuridad hasta que encontremos al que acecha en el cráneo insensible de Odin, tirando de los hilos que mueven vuestras vidas y la mía. Todo el conocimiento será nuestro, todo para nosotros tres. ¡Sólo tenéis que darme vuestras voluntades, someteos a mí!

Por un momento, al Ratonero le hipnotizó el resplandor de atroces maravillas. Entonces notó los bíceps de Fafhrd, que habían aflojado su presa —como si también el nórdico estuviera cediendo—, pero de súbito, se tensaron, y escuchó de sus propios labios unas palabras proyectadas fríamente en el silencio resonante.

—¿Crees que una poesía es suficiente para que nos convenzan tus nauseabundas añagazas? ¿Crees que nos importa un ardite tu pomposa manera de escudriñar la inmundicia? Fafhrd, este baboso me ofende, por más motivos que las perrerías que ya nos ha hecho. Sólo queda por decidir quién se encarga de él. Anhelo desmadejarle, empezando por las costillas.

—¿No comprendéis lo que os he ofrecido, la magnitud de la dádiva? ¿No tenemos ningún terreno común?

—Sólo para luchar en él. Invoca a tus demonios, brujo, o de lo contrario coge tu arma.

La avidez sobrenatural desapareció de los ojos del adepto, dejando en su lugar una expresión mortecina. Fafhrd cogió la copa de Sócrates y la arrojó al suelo para echar suertes, soltó un juramento cuando la copa rodó hacia el Ratonero, cuya mano rápida como un felino empuñó suavemente la delgada espada llamada Escalpelo. El adepto se agachó, tanteó a ciegas detrás de él, recuperó el cinto y la vaina y extrajo de ésta una hoja que parecía tan delicada y sensible como una aguja. Se quedó en pie, como una imagen descarnada y glacial de la indolencia recortada en el arrebol del sol naciente, el negro monolito antropomorfo erguido a sus espaldas.

El Ratonero desenvainó en silencio a Escalpelo, deslizó un dedo acariciante por un lado de la hoja y, al hacerlo, observó una inscripción en carboncillo que decía: «No apruebo el paso que estás dando. Ningauble». Con un siseo de disgusto, el Ratonero borró la inscripción frotando la hoja contra su muslo y concentró la mirada en el adepto, con tal fijeza que no reparó en que Ahura, tendida en el suelo, había abierto los ojos.

—Y ahora, brujo de los muertos —dijo el pequeño espadachín—, me llamo el Ratonero Gris.

—Y mi nombre es Anra Devadoris.

Al instante, el Ratonero puso en acción su plan cuidadosamente ideado: dar dos saltos rápidos hacia adelante y lanzar su cuerpo, prolongado por el acero, contra la espada del adepto, que debía desviar, y a continuación la garganta del mismo, que debía cortar. Ya imaginaba el chorro de sangre que brotaría de la herida cuando, en medio del segundo salto, vio que la hoja del adepto se dirigía hacia sus ojos silbando como una flecha. Con un esfuerzo de torsión abdominal se hizo a un lado y paró el golpe ciegamente. La hoja del adepto golpeó ávidamente a Escalpelo, pero su punta sólo rozó levemente el cuello del Ratonero, el cual recuperó el equilibrio agachándose, con la guardia muy abierta, y sólo un salto hacia atrás le salvó del segundo golpe de Anra Devadoris, rápido como el ataque de una serpiente. Al prepararse a parar la siguiente estocada, jadeó lleno de asombro, pues jamás en su vida se había enfrentado a un contrincante tan rápido. Fafhrd estaba pálido, pero Ahura, con la cabeza un poco levantada del manto de piel, sonreía con una alegría débil e incrédula, pero maligna..., una alegría realmente malévola que no armonizaba en absoluto con sus anteriores indicios furtivos e intangibles de crueldad.

Pero la sonrisa de Anra Devadoris era más ancha, y antes de atacar al Ratonero, hizo con la cabeza un gesto de condescendiente gratitud. La fina hoja se movió como un rayo, y Escalpelo silbó frenética, a la defensiva. El Ratonero retrocedió en etapas, saltando y trazando círculos, con el rostro sudoroso, la garganta seca, pero el corazón exultante, pues nunca se había batido tan bien..., ni siquiera aquella bochornosa mañana en que, con la cabeza metida en un saco, despachó a un raptor egipcio caprichosamente cruel.

De un modo inexplicable, tenía la sensación de que ahora se resarcía de los días que había pasado espiando a Ahura.

La fina espada se acercó de nuevo y de momento el Ratonero no supo en qué lado de Escalpelo había golpeado, por lo que saltó hacia atrás, pero no lo bastante rápido para evitar una punzada en el costado. Lanzó un tajo tremendo al brazo en retirada del adepto... y apenas logró retirar su propio brazo antes de que le alcanzara el arma de su contrario.

Con una voz extraña, tan baja que Fafhrd apenas la oyó y el Ratonero no la oyó en absoluto, Ahura dijo:

—Las arañas te cosquilleaban ligeramente mientras corrían, Anra.

Quizá el adepto titubeó de un modo casi imperceptible, o quizá fue sólo que la expresión de sus ojos se hizo un poco más vacía. En cualquier caso, el Ratonero no tuvo la oportunidad, que buscaba desesperadamente, de iniciar un contraataque y abandonar el mortífero tiovivo de su retirada en círculos. Por mucha atención que pusiera, no podía descubrir ninguna brecha en la red que el adversario le lanzaba constantemente con su acero, ni podía discernir en el rostro de detrás de la red alguna mueca reveladora, el menor movimiento ocular que sugiriese el siguiente punto de ataque, un ensanchamiento de las aletas de la nariz o una distensión de los labios, que revelaran una fatiga similar a la que él sentía. Era inhumano, antinatural, la máscara de una máquina construida por algún Dédalo, o de un autómata plateado como la lepra surgido de un mito. Y, como una máquina, Devadoris parecía adquirir fuerza del mismo ritmo que estaba minando la del Ratonero.

El pequeño espadachín comprendió que debía interrumpir aquel ritmo por medio de un contraataque, o sería víctima de una rapidez ciega. Entonces, se dio cuenta de que nunca le llegaría la oportunidad adecuada para aquel contraataque, que esperaría en vano cualquier fallo en el ataque de su adversario, que debía hacer una conjetura y arriesgarlo todo.

Le ardía la garganta, el corazón le golpeaba en la caja torácica, como si se asfixiara, un veneno que le escocía y atería se iba extendiendo por sus miembros.

Devadoris inició una finta, o una estocada mortífera, dirigida a su rostro. Al mismo tiempo, el Ratonero oyó gritar alegremente a Ahura:

—Colgaron sus telarañas de tu barba y los gusanos conocían tus partes secretas, Anra.

Hizo su conjetura... y lanzó una estocada a la rodilla del adepto. Tal vez su conjetura fue correcta, o alguna otra cosa detuvo el impulso mortífero del adepto, el cual paró fácilmente el golpe del Ratonero, pero el ritmo se rompió y su velocidad disminuyó.

Volvió a atacar velozmente y, de nuevo, el Ratonero hizo una suposición en el último momento. Y otra vez Ahura pronunció unas palabras misteriosas:

—Los gusanos te hicieron un collar, y cada escarabajo en movimiento se detenía para asomarse a tus ojos, Anra.

Aquello se repitió una y otra vez: velocidad, suposición y broma macabra, pero en cada ocasión el Ratonero sólo conseguía un respiro momentáneo, nunca la oportunidad de un contraataque extenso. Prosiguió su retirada en círculos, de un modo tan continuo que tenía la sensación de haber caído en un remolino. A cada vuelta que daba aparecían ante su vista ciertos hitos fijos: el rostro pálido y angustiado de Fafhrd, la tumba voluminosa, el rostro burlón de Ahura, demudado por el odio, la cuchillada roja del sol naciente, el sombrío monolito, con los soldados de piedra a su lado y sus gigantescas tiendas pétreas, Fafhrd de nuevo...

Y ahora el Ratonero supo que sus fuerzas decaían definitivamente. Cada contraataque supuesto le procuraba menos respiro, frenaba menos la velocidad del adepto. Los hitos oscuros giraban vertiginosamente. Era como si le hubiera succionado el centro de un torbellino, como si la nube negra que había creído ver salir de Ahura le envolviera como un vampiro, asfixiándole.

Supo que sólo podría efectuar otro contraataque, por lo que debía concentrar toda su fuerza en una certera estocada al corazón.

Se preparó.

Pero había esperado demasiado. No conseguía reunir la fuerza necesaria, la velocidad imprescindible.

Vio que el adepto se preparaba para descargar un golpe de muerte, rápido como el rayo.

Su propio golpe fue como el gesto de un hombre paralizado que intenta levantarse de la cama.

Entonces Ahura empezó a reír.

Era una risa horrible, histérica, entrecortada, que hizo preguntarse al Ratonero por qué le alegraba tanto su muerte a aquella mujer. Y sin embargo, pese a todas las diferencias, era una risa que sonaba como un eco agudo, distorsionado, de la risa de Fafhrd o la suya propia.

Observó perplejo que la espada de su contrincante aún no le había traspasado, que la veloz estocada de Devadoris se enlentecía, como si la odiosa risa envolviera pesadamente al adepto, como si aquel sonido echara una cadena alrededor de sus miembros.

El Ratonero tendió la espada y se derrumbó, más que se lanzó, hacia adelante.

Oyó el estremecido suspiro de Fafhrd.

Entonces se dio cuenta de que trataba de extraer a Escalpelo del pecho del adepto, y que era una tarea casi imposible, a pesar de que la hoja había penetrado en el cuerpo de Anra Devadoris con tanta facilidad como si estuviera hueco. Tiró de nuevo y Escalpelo salió y cayó de sus dedos sin fuerza. Le temblaron las rodillas, inclinó la cabeza y la oscuridad lo inundó todo.

Fafhrd, empapado en sudor, observó al adepto. El cuerpo rígido de Anra Devadoris se balanceaba como una columna de piedra, liviano primo del monolito que se alzaba a su espalda. En sus labios estaba fija una sonrisa presciente. El balanceo aumentó, pero durante un rato, como si fuera una encarnación del horrendo péndulo de la muerte, no cayó. Entonces, se inclinó demasiado y cayó rígido como una columna, sin doblarse. Se oyó un ruido horrendo, hueco, cuando la cabeza golpeó contra el suelo.

La risa histérica de Ahura estalló de nuevo.

Fafhrd echó a correr, llamando al Ratonero, y agitó ansiosamente el cuerpo caído. Como un miembro extenuado de una falange tebana, dormitando sobre su pica en el crepúsculo de la batalla, el Ratonero dormía el sueño de la fatiga absoluta. Fafhrd buscó el manto gris de su amigo, le cubrió con él y le dejó dormir.

Ahura temblaba convulsamente.

Fafhrd miró al adepto caído, tendido allí de un modo tan formal, como la estatua de una tumba que se hubiera desprendido. La delgadez de Devadoris era esquelética. Apenas había sangrado por la herida que le había infligido Escalpelo, pero tenía la frente aplastada como una cáscara de huevo. Fafhrd le tocó; tenía la piel fría y los músculos duros como piedras.

Fafhrd había visto hombres que entraban en estado de rigidez inmediatamente después de morir, macedonios que habían luchado con denuedo durante demasiado tiempo, pero al final se habían vuelto débiles y tambaleantes. Anra Devadoris había conservado el aspecto de agilidad y dominio perfecto hasta el último momento, a pesar de los venenos que debían correr por sus venas en lugar de sangre. Durante todo el duelo, su pecho apenas se había agitado.

—¡Por Odin crucificado! —exclamó Fafhrd—. Era todo un hombre, aunque fuera un adepto.

Una mano se posó sobre su brazo, y se volvió bruscamente. Era Ahura, que se había aproximado por detrás. En la oscuridad destacaba el blanco de sus ojos. Le sonrió sesgadamente, luego arqueó una ceja, se llevó un dedo a los labios y se arrodilló de súbito junto al cadáver del adepto. Tocó con cautela la suave superficie satinada del diminuto grumo de sangre en el pecho del caído. Fafhrd notó de nuevo el parecido de los rostros y retuvo el aliento. Ahura se escabulló como una gata sobresaltada.

Se detuvo de súbito como una bailarina y miró de nuevo a Fafhrd, con una expresión de placer malicioso por la venganza cumplida. Hizo una seña al nórdico para que se acercara, y entonces corrió rápidamente a la tumba, subió los escalones, señaló el interior e hizo un nuevo gesto, invitándole a acercarse. El nórdico se aproximó, dubitativo, sin apartar los ojos del misterioso rostro de la mujer, bello como el de una ninfa. Subió los escalones lentamente.

Entonces miró el interior de la tumba.

Tuvo la sensación de que el mundo sano era una mera película que recubría las abominaciones esenciales. Se dio cuenta de que lo que Ahura le mostraba había sido de algún modo su degradación final y la del ser que se había llamado Anra Devadoris. Recordó las pullas extravagantes que Ahura había lanzado al adepto durante el duelo, recordó la risa de la mujer, y su mente remolineó al borde de las sospechas de deshonestidades e intimidades obscenas engendradas en la fosa. Apenas reparó en que Ahura se había desplomado sobre la pared de la tumba y que sus blancos brazos colgaban, como si señalara con sus diez dedos esbeltos, paralizada por el horror. No supo que le miraban los ojos del Ratonero, súbitamente despierto y perplejo.

Pensó entonces que el aspecto remilgado y exquisitamente acicalado de Devadoris le había hecho creer que la tumba era una entrada excéntrica a algún lujoso palacio subterráneo, pero ahora vio que no había ninguna puerta en la pequeña celda a la que se asomó, ni grieta alguna indicadora de que pudiera haber puertas ocultas. Lo que había salido de allí, fuera lo que fuese, había vivido allí, donde los rincones secos estaban cubiertos de espesas telarañas y el suelo bullía de gusanos, escarabajos peloteros y negras y peludas arañas.

6: La montaña

Quizá algún demonio bromista, o el mismo Ningauble, había planeado las cosas de aquel modo. En cualquier caso, cuando Fafhrd bajaba de la tumba, sus pies se enredaron con la mortaja de Ahriman y lanzó un grito violento (el Ratonero dijo que había «balado») antes de ver la causa, que por entonces estaba convertida en jirones.

Entonces Ahura, incitada por el tumulto, les hizo pasar unos momentos de terror al gritar que el monolito negro y los soldados que le acompañaban avanzaban hacia ellos para aplastarles bajo sus pies pétreos.

Casi al mismo momento, la copa de Sócrates les heló momentáneamente la sangre al girar en un semicírculo, como si su sabio propietario tanteara invisible el terreno, buscándola, quizá para humedecerse la garganta tras una fatigosa disputa en el polvoriento inframundo. De la rama agostada del Árbol de la Vida no había señal, aunque el Ratonero saltó tan veloz y asustadizo como uno de sus tocayos cuando vio un gran insecto negro en forma de palo que se arrastraba en el lugar donde debería haber caído la rama.

Pero fue el camello el que causó la mayor conmoción, al comenzar de súbito a hacer torpes cabriolas, sumido en un éxtasis muy impropio de él, y finalmente, se aproximó retozando sobre dos patas a la yegua, la cual huyó gritando consternada. Después resultó evidente que el camello debía de haber ingerido los afrodisíacos, pues uno de los frascos estaba destrozado, como si lo hubiera aplastado una pezuña, y no había más que un poco de espuma en el lugar donde se había vertido su contenido, y dos de los pequeños tarros de arcilla habían desaparecido. Fafhrd fue en busca de los dos animales, en uno de los caballos restantes, gritándoles como un loco.

Al quedarse a solas con Ahura, el Ratonero tuvo que poner a prueba su locuacidad para salvar la cordura de la muchacha, contándole una serie de nimiedades, sobre todo chismorreos de Tiro subidos de color, pero incluyendo todo un relato apócrifo sobre cómo él, Fafhrd y cinco muchachos etíopes, jugaron una vez al poste de mayo con los tallos oculares de un Ningauble borracho, y le dejaron escudriñando a su alrededor en las más curiosas direcciones. (El Ratonero se preguntaba por qué no habían tenido noticias de su mentor de siete ojos. Después de las victorias, Ningauble siempre se apresuraba a exigir su pago, que debía ser exacto... Sin duda, insistiría en que le dieran los tres recipientes de afrodisíacos que se habían perdido.)

El Ratonero podría haber esperado aquella ocasión para cortejar a Ahura y, de ser posible, asegurarse de que se había librado por completo del encantamiento que convertía en caracoles a sus amantes. Pero, aparte del estado histérico en que se hallaba la muchacha, se sentía extrañamente tímido con ella, como si, aunque aquélla era la Ahura a la que amaba, se encontrara con ella por primera vez. Desde luego, era una Ahura muy diferente a aquélla con la que habían viajado a la Ciudad Perdida, y el recuerdo de cómo había tratado a esa otra Ahura le refrenaba. Así pues, le halagó y consoló como podría haberlo hecho con una huérfana solitaria de Tiro, y finalmente, sacó de su bolsa dos pequeñas y divertidas marionetas y dejó que la divirtieran por él.

Ahura sollozaba y se estremecía, y apenas parecía escuchar las tonterías que le decía el Ratonero, pero fue sosegándose, la cordura se reflejó en sus ojos y pareció consolada.

Cuando Fafhrd regresó por fin con el camello, todavía embriagado, y la yegua ultrajada, no les interrumpió, sino que escuchó seriamente a su amigo, mirando de vez en cuando al adepto muerto, el negro monolito, la ciudad de piedra, o la pendiente del valle hacia el norte. Una bandada de pájaros que volaban muy alto se dirigían al mismo lugar. De repente, las aves se dispersaron bruscamente, como si un águila las hubiera atacado, y Fafhrd frunció el ceño. Un instante después, oyó un silbido en el aire. También el Ratonero y Ahura alzaron la vista y tuvieron un atisbo de un objeto largo y delgado que descendía hacia ellos. Se apresuraron a apartarse y al punto oyeron el golpe seco de una larga flecha blanca al clavarse en el suelo, apenas a un palmo de Fafhrd, donde quedó vibrando.

Al cabo de unos momentos, Fafhrd la tocó con mano temblorosa. El dardo estaba cubierto de hielo, las plumas rígidas, como si, de un modo increíble, hubiera viajado durante largo tiempo a través del gélido aire supramundano. En el palo había algo muy bien atado. El nórdico lo desprendió y desenrolló una hoja quebradiza de papiro, rígida a causa del hielo, pero que se ablandó bajo su tacto. Decía: «Debéis proseguir la marcha. Vuestra búsqueda aún no ha concluido. Confiad en los portentos. Ningauble».

Todavía temblando, Fafhrd empezó a maldecir ruidosamente.

Arrugó el papiro, arrancó la flecha del suelo, la partió en dos y arrojó lejos los fragmentos.

—¡Engendro espurio de un eunuco, un búho y un pulpo! —exclamó—. Primero trata de ensartarnos desde el cielo, luego nos dice que nuestra búsqueda no ha terminado... ¡Cuando acabamos de finalizarla!

El Ratonero, que conocía bien aquellos accesos de ira que tendía a sufrir Fafhrd después de un combate, sobre todo un combate en el que no había podido participar, empezó a hacer un frío comentario. Pero entonces vio que la cólera desaparecía bruscamente de la mirada de su amigo, dejando en su lugar un extraño fulgor que no le gustó.

—¡Ratonero! —exclamó ansioso—. ¿Hacia qué lado he arrojado la flecha?

—Pues... al norte —dijo el Ratonero sin pensar.

—Sí, y los pájaros volaban hacia el norte, ¡y la flecha estaba cubierta de hielo! —El extraño fulgor en los ojos de Fafhrd se convirtió en una brillantez frenética—. ¿Ha dicho portentos? ¡De acuerdo, confiaremos en los portentos! ¡Iremos al norte, al norte, y más al norte todavía!

El Ratonero se sintió anonadado, pues ahora sería especialmente difícil combatir el permanente deseo de Fafhrd de llevarle a «esa tierra maravillosamente fría donde sólo pueden vivir hombres fornidos y fogosos, y eso sólo gracias a la caza de animales salvajes y cubiertos de pelo», perspectiva muy desalentadora para un amante de los baños calientes, el sol y las noches meridionales.

—Ésta es una oportunidad única —siguió diciendo Fafhrd, recitando las palabras como un bardo—. Ah, revolcarte desnudo en la nieve, sumergirte como una morsa en el agua guarnecida de hielo. Alrededor del Caspio y por encima de montañas mayores que éstas, hay un camino que han seguido los hombres de mi raza. ¡Son las entrañas de Thor, pero te gustará! Nada de vino, sólo hidromiel caliente y sabrosas reses humeantes, pieles ajustadas al cuerpo para abrigarte, aire frío por la noche para mantener los sueños nítidos, y mujeres de fuertes caderas. Y luego, navegar en una canoa y reír bajo el rocío helado. ¿Por qué nos hemos retrasado tanto? ¡Vamos! ¡Por el miembro glacial que engendró a Odin, debemos ponernos en camino en seguida!

El Ratonero ahogó un gemido.

—Ah, hermano de sangre —recitó el Ratonero, con no menos descaro—, mi corazón salta de gozo incluso más que el tuyo al pensar en la nieve estimulante y en todos los demás encantos de la vida viril que anhelo saborear desde hace mucho tiempo, pero —la voz se le quebró y añadió entristecido— nos olvidamos de esta buena mujer, a quien en todo caso, aun cuando pasemos por alto la orden de Ningauble, debemos llevar de nuevo a Tiro, sana y salva.

Sonrió interiormente.

—Pero no quiero regresar a Tiro —le interrumpió Ahura, alzando la vista de las marionetas con una picardía tan similar a la de una niña, que el Ratonero se maldijo por haberla tratado como tal—. Este lugar solitario parece igualmente alejado de todos los sitios habitados. El norte es una dirección tan buena como cualquier otra.

—¡Carne de Freya! —exclamó Fafhrd, abriendo los brazos—. ¿Oyes lo que dice, Ratonero? ¡Por Idun que ha hablado como una auténtica mujer del país de las nieves! Ahora no debemos perder un solo momento. Oleremos el hidromiel antes de que termine el año. ¡Por Frigg, una mujer! Ratonero, tú que eres espabilado para ser tan pequeño, ¿has visto de qué manera tan elegante lo ha planteado?

Empezaron a preparar la partida, sin que hubiera manera de evitarla (al menos por el momento, concedió el Ratonero). El baúl de los afrodisíacos, la copa y la mortaja hecha jirones se cargaron en el camello, el cual seguía comiéndose con los ojos a la yegua y chasqueando sus grandes y correosos labios. Fafhrd saltaba, gritaba y daba palmadas al Ratonero en la espalda, como si no les rodeara una antiquísima ciudad en ruinas y un adepto sin vida que se calentaba al sol.

Poco después se pusieron en marcha por el valle. Fafhrd se puso a cantar sobre tormentas de nieve, cacerías y monstruos grandes como icebergs, gigantes altos como montañas heladas, mientras que el Ratonero se entretenía sombríamente imaginando su propia muerte a manos de una mujer «de fuertes caderas» demasiado afectuosa.

Pronto, el camino se hizo menos yermo. Los arbustos y la pendiente del valle ocultaron la ciudad tras ellos. El Ratonero experimentó una oleada de alivio cuando el último centinela pétreo se perdió de vista, sobre todo el monolito negro que se quedó allí reflexionando ante el cadáver del adepto, y volvió su atención a lo que tenía delante, una montaña cónica que cerraba la boca del valle, con la cumbre envuelta en la niebla, una cumbre solitaria y tormentosa en la que su imaginación colocaba increíbles torres y chapiteles.

Bruscamente, salió de su ensoñación. Fafhrd y Ahura se habían detenido y contemplaban algo totalmente inesperado: una casa de madera, baja y sin ventanas, que se alzaba entre unos árboles achaparrados, con un par de campos labrados detrás. Los espíritus guardianes toscamente tallados en los cuatro ángulos del tejado parecían persas, pero depurados de toda influencia meridional, persas antiguos.

Y persas antiguos parecían también los rasgos, la nariz recta, la barba blanca con hebras negras, del viejo que les miraba con circunspección desde el umbral. El rostro de Ahura era el que parecía mirar con más atención, o trataba de mirar, pues Fafhrd la ocultaba casi del todo.

—Te saludamos, padre —dijo el Ratonero—. ¿No es éste un día alegre para cabalgar y las tuyas buenas tierras que cruzar?

—Sí —replicó dubitativo el anciano, utilizando un antiguo dialecto—. Aunque nadie, o muy pocos, pasan por aquí.

—Es una suerte estar lejos de las ciudades hediondas —terció Fafhrd con entusiasmo—. ¿Conoces la montaña que está más adelante, padre? ¿Existe algún camino fácil más allá que conduzca al norte?

Al oír la palabra «montaña» el viejo pareció encogerse y no respondió.

—¿Hay algo censurable en el camino que estamos siguiendo? —preguntó rápidamente el Ratonero—. ¿O algo malo en esa montaña nebulosa?

El anciano empezó a encogerse de hombros, los mantuvo contraídos y miró de nuevo a los viajeros. En su rostro pareció entablarse un forcejeo entre la amabilidad y el temor, y ganó la primera, pues se inclinó hacia adelante y dijo con apresuramiento:

—Os aconsejo que no vayáis más lejos, hijos. ¿De qué sirve el acero de vuestras espadas, la velocidad de vuestros caballos, contra...? Pero recordad —añadió, alzando la voz— que yo no acuso a nadie. —Miró con rapidez a uno y otro lado—. No tengo nada de qué quejarme, y la montaña es para mí muy beneficiosa. Mis padres regresaron aquí porque tanto los ladrones como los hombres honrados evitan esta tierra. Aquí no hay que pagar tributos. Yo no pregunto nada.

—No temáis, padre, creo que no iremos más lejos —dijo el Ratonero arteramente—.Sólo somos personas ociosas que siguen a sus narices a lo ancho del mundo, y a veces llegan a nuestros oídos relatos fantásticos. Eso me recuerda algo en lo que podrías ayudar a unos jóvenes generosos como nosotros. —Hizo tintinear las monedas en una bolsa—. Hemos oído la historia de un demonio que vive aquí..., un joven demonio vestido de negro y plata, pálido y con barba negra.

Mientras el Ratonero decía estas palabras, el anciano retrocedía hasta que entró en la casa y cerró la puerta, aunque no antes de que vieran que alguien le tiraba de la manga. En seguida oyeron la voz de una niña que recriminaba al viejo.

La puerta se abrió de repente, y oyeron que el hombre decía: «... caerá sobre todos nosotros». Entonces, una niña de unos quince años salió corriendo hacia ellos. Estaba sonrojada y su mirada traslucía inquietud y miedo.

—¡Tenéis que regresar! —les gritó mientras corría—.Sólo los seres malvados van a la montaña... o los condenados. La niebla oculta un castillo grande y horrible, donde viven demonios poderosos y solitarios. Y uno de ellos...

Cogió el estribo de Fafhrd, pero antes de que sus dedos se cerraran sobre él, miró a Ahura y una expresión de terror abismal apareció en su rostro.

—¡Es él! —gritó—. ¡El de la barba negra!

Y se desplomó sin sentido.

La puerta se cerró de golpe y oyeron el ruido de una barra que la atrancó.

Desmontaron. Ahura se arrodilló junto a la niña y les indicó con una seña que sólo se había desmayado. Fafhrd se acercó a la puerta atrancada, pero ni golpes, ni súplicas, ni amenazas, pudieron abrirla. Finalmente resolvió el enigma derribándola. Vio al viejo que retrocedía hacia un rincón oscuro, una mujer que intentaba ocultar a un bebé en un montón de paja, una mujer muy anciana sentada en un taburete, ciega, sin duda, pero que de todos modos escudriñaba a su alrededor, atemorizada, y un joven que sostenía un hacha en sus manos temblorosas. El parecido de los miembros de la familia era muy marcado.

Fafhrd esquivó el débil hachazo del joven y le quitó suavemente el arma.

El Ratonero y Ahura llevaron a la niña al interior. Al ver a Ahura, aquella gente lanzó gritos de horror.

Tendieron a la niña sobre la paja, y Ahura fue en busca de agua y empezó a humedecerle la cabeza.

Entretanto, el Ratonero, aprovechando el terror de la familia y casi haciéndose pasar por un demonio de la montaña, logró que respondieran a sus preguntas. Primero les preguntó por la ciudad pétrea. Era un centro de antigua adoración al diablo, por donde nadie debía pasar. Sí, habían visto el negro monolito de Ahriman, pero sólo desde lejos. No, ellos no adoraban a Ahriman... ¿No veía el sagrario que cuidaban en honor de Ormadz, adversario de aquél? Pero temían a Ahriman, y las piedras de la ciudad demoníaca tenían una vida propia.

Entonces, les preguntó por la montaña envuelta en la niebla, y le resultó más difícil obtener respuestas satisfactorias. Insistieron en que las nubes siempre cubrían su cumbre. Sin embargo, el joven admitió que una vez, al ponerse el sol, había vislumbrado unas torres verdes y unos minaretes retorcidos, inclinados en ángulos absurdos. Pero allí arriba había peligro, un peligro horrible, aunque no podía decir cuál era.

El Ratonero se volvió hacia el viejo y le dijo en tono áspero:

—Me has dicho que mis hermanos demonios no os cobran tributos por esta tierra. Si no se trata de dinero, ¿qué clase de impuestos os hacen pagar?

—Vidas —susurró el anciano, poniendo los ojos en blanco.

—Vidas, ¿eh? ¿Cuántas? ¿Y cuándo vienen a cobrarlas?

—Ellos nunca vienen, sino que nosotros vamos. Quizá cada diez años, quizá cada cinco, una noche aparece una luz verde amarillenta en lo alto de la montaña y se oye en el aire una potente llamada. A veces, después de una noche así, uno de nosotros desaparece..., alguien que estaba demasiado lejos de la casa cuando apareció la luz verde. Estar en casa con los demás ayuda a resistir la llamada. Sólo he visto esa luz desde la puerta, con un fuego ardiendo a mis espaldas y alguien sujetándome. Mi hermano fue cuando yo era un muchacho. Luego, durante muchos años, la luz no apareció de nuevo, por lo que incluso empecé a preguntarme si no habría sido una leyenda o una ilusión de mi infancia.

»Pero hace siete años —prosiguió con voz temblorosa, mirando al Ratonero—, un día, al caer la tarde, llegaron cabalgando, en caballos flacos y extenuados, un hombre joven y otro viejo..., o más bien dos seres que tales parecían, pues supe sin que me lo dijeran, lo supe mientras permanecía agazapado y temblando detrás de la puerta, mirando a través de una grieta, que los amos regresaban al castillo llamado Niebla. El viejo era calvo como un buitre y no tenía barba, mientras que el joven tenía el inicio de una barba negra y sedosa. Vestía de negro y plata y su rostro era muy pálido. Sus rasgos eran como... —su mirada temerosa se posó en Ahura—. Cabalgaba rígidamente y su cuerpo delgado se balanceaba a uno y otro lado. Parecía muerto.

»Siguieron cabalgando hacia la montaña sin mirar a los lados, pero desde entonces, la luz verde amarillenta ha brillado casi todas las noches en la cima de la montaña, y muchos de nuestros animales han respondido a la llamada..., y los salvajes también, a juzgar por la disminución de su número. Hemos tenido cuidado, manteniéndonos siempre cerca de la casa. Mi hijo mayor fue allí hace sólo tres años. Fue demasiado lejos mientras cazaba y anocheció antes de que regresara.

»Y hemos visto al joven de la barba negra muchas veces, normalmente desde cierta distancia, caminando entre las rocas o de pie, con la cabeza inclinada sobre algún despeñadero, aunque una vez, mi hija estaba lavando en el arroyo y, al alzar la vista de la ropa vio los ojos muertos de ese hombre que la miraba entre juncos. Y una vez, mi hijo mayor, que estaba dando caza a un leopardo de nieve herido en una espesura, le encontró hablando con la fiera. Un día, en la época de la cosecha, me levanté muy pronto y le vi sentado junto al pozo, mirando nuestra casa, aunque no pareció verme salir. También hemos visto al viejo, aunque no tan a menudo, y en los dos últimos años no habíamos visto a ninguno de los dos, hasta que...

Y una vez más, su mirada se volvió hacia Ahura.

Entretanto, la niña había vuelto en sí, y esta vez, el terror que le inspiraba Ahura no fue tan extraño. No pudo añadir nada a lo que había contado el anciano.

Prepararon su partida. El Ratonero observó cierta hostilidad velada hacia la muchacha, especialmente en los ojos de la mujer con el niño, por haber tratado de advertirles. Así pues, antes de cruzar la puerta se volvió y dijo:

—Si tocáis un solo cabello de la niña, regresaremos, y el de la barba negra vendrá con nosotros. La luz verde nos guiará y la venganza será terrible.

Arrojó unas monedas de oro al suelo y partieron.

(Y así, aunque su familia la miraba como una alianza de demonios, o quizá debido a ello, a partir de entonces la muchacha llevó una vida regalada y llegó a considerar su sangre como superior a la de los demás, aprovechándose con descaro del miedo que sentían hacia el Ratonero, Fafhrd y el de la barba negra, y finalmente, les obligó a que le dieran todas las monedas de oro, con las que se compró vestidos seductores tras un viaje afortunado a una ciudad lejana, donde mediante hábiles estratagemas, se convirtió en la esposa de un sátrapa y vivió suntuosamente para siempre jamás..., algo que suele ser el destino de las personas románticas, con sólo que lo sean en grado suficiente.)

Al salir de la casa, el Ratonero encontró a Fafhrd muy impaciente y esforzándose por recuperar su frenesí anterior.

—¡Date prisa, pequeño aprendiz de demonio! —le gritó—. ¡Tenemos una cita con la buena tierra de la nieve y no podemos rezagarnos!

Se pusieron en camino y el Ratonero le replicó de buen humor:

—¿Y qué me dices del camello, Fafhrd? No podemos llevarlo a un país helado. Se moriría de flema.

—No hay ningún motivo por el que la nieve no haya de ser tan buena para un camello como lo es para los hombres —respondió Fafhrd. Entonces, irguiéndose en su silla y mirando hacia la casa, agitó un brazo y gritó—: ¡Muchacho! ¡El que blandía el hacha! Cuando en los años futuros sientas un extraño anhelo en tus huesos, vuelve el rostro hacia el norte. Allí encontrarás una tierra donde puedes ser un hombre de veras.

Pero en el fondo sabían que toda esta charla era un pretexto, que ahora otros planetas dominaban en sus horóscopos..., en particular, uno que brillaba con una luz verde amarillenta. Mientras avanzaban por el valle, su silencio y la ausencia de animales e incluso de insectos lo hacían siniestro, y tuvieron la sensación de que los misterios se cernían sobre ellos. Sabían que algunos de esos misterios estaban encerrados en Ahura, pero ambos evitaban interrogarla, debido a las vagas aprensiones de los trastornos aterradores que había sufrido la mente de la muchacha.

Finalmente, el Ratonero expresó los pensamientos de ambos.

—Sí, mucho me temo que Anra Devadoris, quien trató de convertirnos en sus aprendices, no era más que un aprendiz y, como tal, intentó atribuirse el mérito de su amo. El de la barba negra ya no está, pero el que no tiene barba sigue ahí. ¿Qué es lo que dijo Ningauble?... No una simple criatura, sino un misterio..., no una sola identidad, sino un espejismo.

— ¡Por todas las pulgas que pican al Gran Antíoco y todos los piojos que hacen cosquillas a su mujer! —exclamó una voz aguda e insolente a sus espaldas—. Condenados caballeros, ya sabéis lo que contiene esta carta que os traigo.

Los dos amigos se volvieron. De pie, al lado del camello —era concebible que hubiera estado oculto tras una roca cercana había un muchacho moreno, gracioso y sonriente, tan típicamente alejandrino que parecía como si acabara de salir de Rakotis con un perro mestizo husmeándole los talones. (El Ratonero casi había esperado que apareciera en seguida uno de tales perros.)

—¿Quién te envía, muchacho? —le preguntó Fafhrd—. ¿Cómo has llegado aquí?

—A ver, ¿quién creéis que me envía y cómo? —replicó el chiquillo—. Toma. —Arrojó al Ratonero una tablilla encerada—. Seguid mi consejo y alejaos de aquí mientras todavía es posible. Por lo que respecta a vuestra expedición, creo que Ningauble está levantando los vientos de su tienda para volver a casa. Siempre es un amigo necesitado, mi querido patrón.

El Ratonero cortó los cordeles, abrió la tablilla y leyó:

«Saludos, mis valientes aventureros. Lo habéis hecho todo bien, pero queda lo último por hacer. Escuchad la llamada y seguid la luz verde, pero luego tened mucho cuidado. Ojalá pudiera prestaron más ayuda. Entregad al muchacho la mortaja, la copa y el baúl como primer pago.»

—¡Mocoso de Loki! ¡Engendro de Regin! —exclamó Fafhrd.

El Ratonero alzó la vista y vio que el chiquillo se alejaba bamboleándose hacia la Ciudad Perdida, a lomos del ansioso camello fugitivo. Su risa descarada se oyó aguda y débil.

—Ahí se va la generosidad del pobre e indigente Ningauble —comentó el Ratonero—. Ahora sabemos qué hacer con el camello.

—Que se quede con la bestia y los juguetes —dijo Fafhrd—. ¡En buena hora nos libramos de su chismorreo!

Una hora después, el Ratonero observó:

—No es una montaña de altura extraordinaria, pero sí bastante alta. Me pregunto quién abrió este caminillo y quién lo mantiene expedito.

Mientras hablaba, iba enrollando sobre el hombro una cuerda larga y delgada, de las que utilizan los escaladores, con un gancho en un extremo.

El sol se ponía y el crepúsculo les pisaba los talones. El sendero, que parecía haber surgido de la nada, revelándose sólo gradualmente, les conducía ahora sinuosamente alrededor de grandes rocas y a lo largo de cuestas cada vez más empinadas y sembradas de piedras. La conversación, que mantenían al tiempo que extremaban su cautela, se había centrado en los métodos de Ningauble y sus agentes, y especularon acerca de si se comunicaban directamente, de una mente a otra, o lo hacían mediante ligeros silbidos que emitían una nota demasiado alta para que pudieran percibirla los humanos, pero capaz de producir un temblor en el silbato de otro hermano o en el oído del murciélago.

Todo el universo pareció detenerse en aquel momento. Una luz verdosa espectral brillaba en la cima envuelta en nubes..., pero quizá no era más que el brillo del sol reflejado en el cielo. Había en el aire una sutil vibración, un susurro por debajo del umbral auditivo, como si un ejército de insectos invisibles aforaran sus instrumentos. Estas sensaciones eran tan intangibles como la fuerza que les hacía avanzar, una fuerza tan débil que podrían romperla como un solo hilo de araña, y, aunque eran conscientes de ello, no querían hacerlo.

Como si respondieran a una palabra no pronunciada, Fafhrd y el Ratonero se volvieron hacia Ahura, la cual pareció cambiar momentáneamente bajo su mirada, abriéndose como una flor nocturna, volviéndose todavía más infantil, como si algún hipnotizador estuviera desprendiendo los pétalos externos de su mente, dejando sólo un pequeño estanque límpido pero de cuyas profundidades desconocidas emergían oscuras burbujas.

Los dos sintieron de nuevo la atracción de aquella mujer, pero con una timidez capaz de contener cualquier impulso. Y sus corazones quedaron tan silenciosos como las alturas envueltas en nubes cuando les dijo:

—Anra Devadoris era mi hermano gemelo.

7: Ahura Devadoris

—No conocí a mi padre, pues murió antes de que yo naciera. En uno de sus raros momentos comunicativos, mi madre me dijo: «Tu padre era griego, Ahura, un hombre muy amable e instruido, y reía mucho». Recuerdo que cuando decía eso parecía muy severa, aún más que hermosa, con la luz del sol brillando en su pelo rizado y teñido de negro.

»Pero tuve la impresión de que recalcaba ligeramente el posesivo al decir "tu padre". Veréis, incluso entonces Anra me intrigaba, y por eso interrogué a Berenice, el ama de llaves. Ella me dijo que había estado presente cuando mi madre nos trajo al mundo, a ambos en la misma noche, y me contó también cómo había muerto mi padre. Casi nueve meses antes de que naciéramos, una mañana lo encontraron en la calle, delante de nuestra casa, muerto a palos. Una banda de estibadores egipcios que se dedicaban a violar y robar de noche fueron los principales sospechosos, aunque nunca los llevaron ante la justicia, pues eso ocurrió cuando los Ptolomeos ocupaban Tiro. Mi padre tuvo una muerte horrible; casi le redujeron a una pulpa contra los adoquines.

»En otra ocasión, la vieja Berenice me contó algo acerca de mi madre, tras hacerme jurar por Atenea y por Set Moloch, los cuales me devorarían si desobedecía, que nunca lo revelaría. Dijo que mi madre procedía de una familia persa que en los tiempos antiguos tuvo cinco hijas, todas ellas sacerdotisas, destinadas desde su nacimiento a ser las esposas de un dios persa maligno, negadas a los abrazos de los mortales y condenadas a pasar sus noches en soledad con la imagen de piedra del dios en un templo solitario, "en la mitad del mundo". Aquel día mi madre estaba ausente y la vieja Berenice me llevó a un sótano bajo su dormitorio y me mostró tres ásperas piedras grises colocadas entre los ladrillos: me dijo que procedían del templo. A la vieja Berenice le gustaba asustarme, aunque mi madre le inspiraba un temor cerval. Naturalmente, en seguida le conté todo aquello a Anra, como hacía siempre.

Ahora el camino ascendía por una cuesta empinada, en la vertiente de una cresta. Los caballos iban al paso, primero el de Fafhrd, luego el de Ahura y, por último, el del Ratonero. La expresión de Fafhrd se había suavizado, aunque aún seguía muy vigilante, y el Ratonero casi parecía un chiquillo curioso. Ahura prosiguió:

—Es difícil haceros comprender mi relación con Anra, porque era tan íntima que ni siquiera la palabra «relación» la define bien. Solíamos dedicarnos a un juego en el jardín. Él cerraba los ojos y trataba de adivinar lo que yo estaba mirando. En otros juegos cambiábamos los papeles, pero no en aquél.

»Mi hermano inventaba toda clase de variaciones del juego y no quería jugar a ningún otro. A veces yo trepaba por el olivo hasta el tejado, cosa que Anra no podía hacer, y me quedaba allí mirando durante una hora. Entonces bajaba y le contaba lo que había visto: unos teñidores extendiendo telas verdes húmedas al sol para que se volvieran púrpura, una procesión de sacerdotes alrededor del templo de Melkarth, una galera de Pérgamo con la vela desplegada, un funcionario griego que explicaba con impaciencia algo a su escriba griego, dos damas con alheña en las manos, riéndose de unos marineros vestidos con faldas, un judío solitario y misterioso... y él me decía qué clase de personas eran, lo que estaban pensando y lo que se proponían hacer. Tenía una clase de imaginación muy especial, pues luego, cuando empecé a salir, descubrí que normalmente tenía razón. Recuerdo que por entonces me parecía como si él mirase las imágenes de mi mente y viera más de lo yo podía ver. Eso me gustaba, me producía una sensación muy agradable.

»Naturalmente, nuestra intimidad se debía en parte a mi madre, sobre todo después de que cambiara su estilo de vida, porque no nos dejaba salir de casa ni mezclarnos con otros niños. Había para ello un motivo, aparte de su severidad. Anra era muy delicado, hasta tal punto que una vez se rompió la muñeca y tardó mucho tiempo en curarse. Mi madre hizo venir a un esclavo hábil en esos menesteres, quien le dijo a mi madre que temía que los huesos de Anra se volvieran demasiado quebradizos, le habló de niños cuyos músculos y tendones se convertían gradualmente en piedra, hasta volverse estatuas vivientes. Mi madre le golpeó y le arrojó de la casa..., acción que le costó la pérdida de una buena amiga, porque aquél era un esclavo importante.

»Y aunque Anra hubiera tenido permiso para salir, no habría podido hacerlo. Cuando yo empecé a salir, le persuadí para que me acompañara. Él no quería, pero me reí de él, y no podía soportar la risa. En cuanto saltamos la valla del jardín, cayó al suelo sin sentido y no pude hacerle volver en sí por más que lo intentara. Finalmente, salté de nuevo la valla para abrir la puerta y arrastrarle adentro, la vieja Berenice me vio y tuve que decirle lo que había ocurrido. Ella me ayudó a entrarle, pero luego me dio una paliza porque sabía que nunca me atrevería a decirle a mi madre que había sacado a mi hermano al exterior. Anra volvió en sí mientras ella me pegaba, pero luego estuvo enfermo durante toda una semana. Creo que desde entonces no volví a reírme de él.

»Encerrado en la casa, Anra se pasaba la mayor parte del tiempo estudiando. Mientras yo miraba desde el tejado o sonsacaba relatos a la vieja Berenice y los demás esclavos, o cuando más adelante salía en busca de información para él, mi hermano permanecía en la biblioteca de nuestro padre, leyendo o aprendiendo algún nuevo lenguaje con las gramáticas y traducciones de aquél. Mi madre nos enseñó a leer griego, y yo aprendí un poco de arameo y fragmentos de lenguas eslavas, y le transmitía Anra ese conocimiento. Pero él era mucho más hábil que yo en la lectura, y amaba las letras con tanta pasión como yo amaba el exterior. Para él, las letras estaban vivas. Recuerdo que me mostró unos jeroglíficos egipcios y me dijo que todos ellos eran animales e insectos, y luego me enseñó frases en caligrafía egipcia hierática y demótica y me dijo que eran los mismos animales disfrazados. Pero, según él, el hebreo era el mejor idioma de todos, pues cada letra era un amuleto mágico. Eso fue antes de que aprendiera el persa antiguo. A veces, transcurrían años antes de descubrir cómo pronunciar las lenguas que aprendía. Ésa fue una de mis tareas más importantes cuando empecé a salir en busca de información para él.

»La biblioteca de nuestro padre permanecía tal como él la había dejado al morir. Pulcramente colocados en unas cajas, estaban todos los rollos que contenían las obras de filósofos, historiadores, poetas, retóricos y gramáticos de renombre. Pero en un rincón, junto con tablillas de arcilla y fragmentos de papiro, que parecían desperdicios, había unos rollos de una especie muy diferente. Al dorso de uno de ellos mi padre había escrito, estoy segura que burlonamente, con su letra grande e impulsiva: "¡Sabiduría secreta!" Y esos libros llamaron la atención de Anra desde el principio, picaron su curiosidad. Leería los libros respetables amontonados en las cajas, pero lo haría principalmente para poder volver, coger un rollo quebradizo del rincón, soplarle el polvo y dedicarse a desentrañar algún misterio.

»Eran aquéllos unos libros muy extraños que me asustaban y disgustaban, y que en seguida me provocaban una risa tonta. Muchos de ellos estaban escritos en un estilo pobre e ignorante. Algunos contaban el significado de los sueños y daban instrucciones para practicar magia: toda clase de cosas repugnantes que debían mezclarse y cocerse. Otros, rollos judíos escritos en arameo, trataban del fin del mundo y de las descabelladas aventuras de espíritus malignos y monstruos atolondrados y chapuceros, seres con diez cabezas y que tenían por pies carretas enjoyadas, o cosas por el estilo. Estaban luego los libros de astrología caldeos, los cuales contaban cómo estaban vivas todas las luminarias celestes, sus nombres y cómo afectaban a las personas. Y un rollo escrito en un griego torpe, semianalfabeto, hablaba de algo horrible, que durante largo tiempo no pude comprender, relacionado con una mazorca y seis semillas de granado. En otro de aquellos sensacionales libros griegos, Anra se informó por primera vez de Ahriman y su eterno imperio de maldad, y entonces no pudo esperar hasta haber dominado el persa antiguo. Pero ninguno de los pocos rollos en persa antiguo que estaban en la biblioteca de nuestro padre trataba de Ahriman, por lo que Anra tuvo que aguardar hasta que pude robar tales cosas para él en el exterior.

»Comencé a salir después de que nuestra madre cambiara su estilo de vida, lo cual sucedió cuando yo tenía siete años. Fue siempre una mujer muy malhumorada, aunque a veces era afectuosa conmigo por un breve período, y siempre mimaba y consentía a Anra, aunque a distancia, por medio de los esclavos, casi como si le temiera.

»La adustez y la melancolía de su carácter fueron intensificándose. A veces, la sorprendía con la mirada perdida y una expresión de horror, o golpeándose la frente con los ojos cerrados y el bello rostro tenso, como si se estuviera volviendo loca. Tuve la sensación de que había retrocedido hasta el final de algún túnel subterráneo y debía encontrar una puerta por la que salir, o de lo contrario perdería el juicio.

»Entonces, una tarde, me asomé a su dormitorio y vi que se estaba mirando en su espejo de plata. Permaneció largo rato contemplándose el rostro, y me quedé mirándola sin hacer ruido alguno. Sabía que algo importante estaba ocurriendo. Al final, pareció hacer alguna especie de difícil esfuerzo interno y las líneas de inquietud y severidad desaparecieron de su rostro, dejándolo suave y hermoso como una máscara. Entonces abrió un cajón, cuyo interior yo nunca había visto hasta aquel momento, y sacó una serie de tarritos, frascos y pinceles, con los que coloreó y blanqueó su rostro, rodeó los ojos con un polvo negro y brillante y se pintó los labios de un color rojo anaranjado. Mientras hacía esto, el corazón me latía con fuerza y tenía un nudo en la garganta, sin que supiera por qué. A continuación, ella dejó los pinceles, se quitó la túnica corta, se palpó la garganta y los senos con una expresión pensativa, cogió el espejo y se contempló con fría satisfacción. Estaba muy bella, pero era la suya una belleza que me aterraba. Hasta entonces, siempre me había parecido dura y severa en el exterior, pero suave y amable interiormente, si una era capaz de percibir ese interior, pero ahora estaba totalmente volcada hacia afuera. Ahogando mis sollozos, corrí a decirle a Anra lo que había visto y descubrir lo que significaba. Pero esta vez, la inteligencia de mi hermano le falló, y quedó tan turbado y perplejo como yo.

»Poco después, mi madre se mostró todavía más estricta conmigo, y aunque siguió mimando a Anra a distancia, nos mantuvo apartados del mundo más que nunca. Ni siquiera me permitía hablar con la nueva esclava que había comprado, una muchacha fea, afectada y de piernas flacas llamada Friné, que le daba masajes y a veces tocaba la flauta. Ahora, por las noches, llegaban a casa toda clase de visitantes, pero Anra y yo siempre estábamos encerrados en nuestro pequeño dormitorio, en lo alto del jardín. Les oíamos gritar a través de la pared y, a veces, cantar a voz en cuello y dar saltos en el patio interior, acompañados por el sonido de la flauta de Friné. A veces, me tendía y escrutaba la oscuridad, presa de un terror inexplicable y enfermizo, durante toda la noche. Intenté de todas las maneras posibles que Berenice me contara lo que sucedía, pero por una vez, el temor de la vieja a la cólera de mi madre fue demasiado grande, y se limitó a mirarme de reojo, con una expresión lasciva.

»Finalmente, Anra ideó un plan para averiguarlo. La primera vez que me lo expuso, me negué a secundarlo, pues me aterraba. Fue entonces cuando descubrí el poder que mi hermano tenía sobre mí. Hasta entonces, las cosas que había hecho por él formaban parte de un juego del que yo disfrutaba tanto como él. Nunca había pensado en mí misma como una esclava que obedece órdenes. Pero ahora, cuando me rebelé, descubrí no sólo que mi hermano gemelo tenía un extraño poder sobre mis miembros, de manera que apenas podía moverlos, o imaginaba que no podía, en caso de que él así lo quisiera, sino que tampoco podía soportar la idea de que Anra fuera infeliz o se sintiera frustrado.

»Ahora me doy cuenta de que había llegado a la primera de las crisis de su vida en que el camino que seguía estaba bloqueado, y sacrificó sin piedad a su auxiliar más querida a los impulsos de su curiosidad insaciable.

»Se hizo de noche. En cuanto estuvimos encerrados en el dormitorio, solté una cuerda anudada por el ventanuco, a través del que salí contorsionándome, y descendí. Entonces, trepé al tejado por el olivo, y me arrastré sobre las tejas hasta el cuadrado de luz de la claraboya que daba al patio interior, logré deslizarme por el borde —y estuve a punto de caer— y acomodarme en un espacio estrecho, con telarañas, entre el techo y las tejas. El patio estaba desierto, pero se oía el débil murmullo de la conversación procedente del comedor. Permanecí tendida como un ratón y esperé.

Fafhrd exhaló una exclamación ahogada y detuvo su caballo. Los demás hicieron lo mismo. Un guijarro rodó por la pendiente, pero ellos apenas lo oyeron. Algo que no era exactamente un sonido, que parecía proceder de la cumbre, pero que llenaba todo el cielo nublado, les había detenido, algo que les llamaba como las voces de las sirenas a Ulises encadenado. Durante un rato escucharon sin dar crédito a sus oídos; luego Fafhrd se encogió de hombros y volvió a ponerse en marcha, seguido de los demás.

Ahura prosiguió su relato:

—Durante largo tiempo nada sucedió, excepto que de vez en cuando los esclavos entraban y salían corriendo, con platos llenos y vacíos, y se oían risas y la flauta de Friné. Las risas aumentaron de súbito y comenzaron los cantos, chirriaron los canapés corridos y se oyó un ruido de pisadas, y una multitud dionisíaca salió al patio.

»Friné iba delante, desnuda y tocando la flauta. La seguía mi madre, riendo, los brazos enlazados con los de dos jóvenes que bailaban, pero apretaba contra su pecho un gran cuenco de plata lleno de vino, que se derramaba por el borde y manchaba de púrpura su túnica blanca alrededor de los senos, pero ella no hacía más que reír y se tambaleaba más alocadamente. Les siguieron muchos otros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos cantando y bailando. Un joven muy ágil dio un salto formidable, tocándose los talones, y un viejo gordo y sonriente jadeaba y unas muchachas tenían que tirar de él, pero dieron tres vueltas al patio antes de dejarse caer en los canapés y los cojines. Entonces, mientras charlaban, reían, se besaban y abrazaban, hacían picardías y miraban la danza de una muchacha desnuda más bonita que Friné, mi madre ofreció el cuenco para que los demás sumergieran en él sus copas.

»Yo estaba asombrada y fascinada. Había estado a punto de morir de terror, esperando no se qué crueldades y horrores. Sin embargo, lo que veía era completamente encantador y natural. Tuve entonces una revelación: "De modo que esto es esa cosa tan maravillosa e importante que hace la gente". Mi madre ya no me asustaba. Aunque seguía presentando su nuevo rostro ya no había en ella ninguna dureza, interior o exterior, sino sólo alegría y belleza. Los jóvenes eran tan ingeniosos y alegres que tuve que ponerme el puño en la boca para no echarme a reír. Incluso Friné, acuclillada como un delgado muchacho mientras tocaba la flauta, parecía por una vez agradable y sin malicia. No podía esperar para decírselo a Anra.

»Sólo había una nota discordante, y era tan ligera que apenas reparé en ella. Dos de los hombres que más broma hacían, un individuo pelirrojo y otro mayor con el rostro como el de un sátiro enjuto, parecían tramar algo. Les vi cuchichear con algunos otros, y en seguida el más joven sonrió a mi madre y gritó: "¡Sé algo de tu pasado!", y el mayor le dijo burlonamente: "¡Sé algo de tu bisabuela, vieja persa!". En cada ocasión, mi madre rió e hizo un gesto burlón con la mano, pero me di cuenta de que en el fondo estaba molesta. Y en cada ocasión, algunos de los presentes hicieron una pausa momentánea, como si supieran algo pero no quisieran revelarlo. Finalmente, los dos hombres se marcharon, y a partir de entonces no hubo nada que estropeara la diversión.

»La danza se hizo más frenética, la risa más ruidosa, se derramó y bebió más vino. Luego, Friné dejó la flauta, echó a correr y aterrizó en el regazo del viejo gordo, con una sacudida que casi le cortó la respiración. Otros cuatro o cinco se desplomaron.

»En aquel momento se oyó un estrépito y un fuerte ruido de madera hendida, como si estuvieran rompiendo la puerta. Al instante, todos se quedaron inmóviles, como muertos. Alguien hizo un movimiento convulso y una lámpara se apagó, dejando en sombras la mitad del patio.

»Entonces, en la casa resonaron unas pisadas fuertes y vibrantes, como dos losas que caminaran, que se aproximaban más y más.

»Todos contemplaban la puerta como hipnotizados. Friné aún tenía el brazo alrededor del cuello del gordo. Pero era en el rostro de mi madre donde se evidenciaba un verdadero e insoportable terror. Había retrocedido hasta la otra lámpara, y allí estaba arrodillada, con los ojos en blanco. Empezó a lanzar unos gritos breves y rápidos, como un perro atrapado.

»Entonces, un gran hombre de piedra cruzó la puerta, desnudo, con los miembros cuadrados y una altura de siete pies. Sus facciones eran meros tajos negros e inexpresivos en una superficie plana, y tenía un miembro de piedra que parecía una mano de almirez. No podía soportar mirarle, pero tenía que hacerlo. Cruzó el suelo con pisadas resonantes hacia donde estaba mi madre, todavía gritando, la cogió por el pelo y con la otra mano le desgarró la túnica manchada de vino. Me desmayé.

»Pero la atrocidad debió de concluir así, pues cuando recobré el sentido, llena de terror, vi que todos ellos reían tumultuosamente. Algunos se inclinaban sobre mi madre, a la vez tranquilizándola y burlándose de ella, incluso los dos hombres que habían salido, y a un lado había un montón de ropas y tablas delgadas, ambas cosas revestidas de mortero. Por lo que dijeron, comprendí que el pelirrojo había llevado el horrible disfraz, mientras que el del rostro de sátiro había producido el ruido de pisadas golpeando rítmicamente el suelo con un ladrillo, simulando la rotura de la puerta por el procedimiento de saltar sobre una tabla apalancada.

»—¡Ahora dinos que tu bisabuela no estuvo casada con un estúpido demonio de piedra, allá en Persia! —le dijo burlonamente, agitando un dedo ante ella.

»Entonces ocurrió algo que me torturó como una daga oxidada y me aterró, de un modo muy sutil, tanto como la imagen. Aunque estaba blanca como la leche y apenas era capaz de tambalearse, mi madre hizo cuanto pudo para fingir que el horrible truco a que la habían sometido no era más que una broma bien representada. Yo sabía por qué: tenía un miedo horrible a perder la amistad de aquella gente, y habría hecho cualquier cosa antes que quedarse sola.

»Su esfuerzo tuvo éxito. Aunque algunos se marcharon, los demás cedieron a sus súplicas risueñas, y bebieron hasta quedar espatarrados y roncando. Esperé casi hasta el alba, y entonces hice acopio de mi valor, obligué a mis músculos rígidos a que me izaran a las tejas, frías y resbaladizas por el rocío, y con lo que parecían mis últimas fuerzas, regresé a nuestro dormitorio.

»Pero no para dormir. Anra estaba despierto y ávido de escuchar lo que había ocurrido. Le rogué que no me obligara a contárselo, pero él insistió y tuve que decírselo todo. Las imágenes de lo que había visto flotaban con tal vivacidad en mi mente extenuada, que me parecía como si todo aquello sucediera de nuevo. Anra me hizo toda clase de preguntas, dispuesto a no perderse el menor detalle, y tuve que revivir aquella primera revelación de alegría, que tanto me había emocionado, empañada ahora por el conocimiento de que la mayoría de la gente era artera y cruel.

»Cuando llegué a la parte sobre la imagen de piedra, Anra se excitó terriblemente, pero cuando le dije que todo había sido una broma repugnante pareció decepcionado, y hasta se enfadó, como si sospechara que le mentía. Finalmente me dejó dormir.

»A la noche siguiente, regresé a mi escondrijo bajo las tejas.

Fafhrd detuvo de nuevo su caballo. La niebla que enmascaraba la cumbre de la montaña había empezado a brillar de repente, como si se elevara una luna verde, o como si fuera un volcán que arrojara llamas verdes, tiñendo sus rostros alzados con aquel color. Atraía como una enorme joya nebulosa. Fafhrd y el Ratonero intercambiaron una mirada de asombro fatalista. Entonces, los tres emprendieron la marcha por el reborde cada vez más estrecho.

—Había jurado por todos los dioses que nunca lo haría, me había dicho a mí misma que antes preferiría morir, pero... Anra me obligó.

»Durante el día deambulaba como una sonámbula. La vieja Berenice estaba perpleja y suspicaz, y una o dos veces me pareció que Friné hacía una mueca de complicidad. Al final, incluso mi madre se dio cuenta e hizo que me viera el médico.

»Creo que habría enfermado e incluso muerto, o que me habría vuelto loca, si no fuera porque entonces, al principio por desesperación, empecé a salir de casa y todo un nuevo mundo se abrió ante mí.

A medida que hablaba, elevando la voz con el aumento de su excitación al recordar lo ocurrido, por la mentes de Fafhrd y el Ratonero pasaban imágenes de la ciudad mágica que Tiro debió de parecerle a la niña, los muelles, las riquezas, el ajetreo del comercio, el murmullo de chismorreos y risas, los barcos y los forasteros venidos de otras tierras.

—Aquella gente que yo había visto desde el tejado... ahora podía verla en todas partes. Cada persona que conocía me parecía un misterio maravilloso, alguien a quien sonreír y con quien charlar. Yo vestía como una esclava, y toda clase de gente llegó a conocerme y esperar mi llegada: otras esclavas, muchachas de tabernas, vendedores de dulces, mercaderes y escribas, recaderos, marineros, costureras y cocineros. Yo era servicial, hacía recados, escuchaba encantada sus conversaciones interminables, transmitía los chismorreos que escuchaba, repartía alimentos que robaba en casa, y así me convertí en una favorita de aquella población abigarrada. Tenía la sensación de que nunca me saciaría de Tiro. Me escabullía desde la mañana hasta el anochecer, y generalmente, no volvía a trepar la tapia del jardín antes del crepúsculo.

»No podía engañar a la vieja Berenice, pero al cabo de un tiempo descubrí la manera de evitar sus palizas. La amenacé con decirle a mi madre que era ella quien le había contado al pelirrojo y al de cara de sátiro lo de la imagen de piedra. No sé si mi suposición fue acertada o no, pero la amenaza surtió efecto. Después de aquello, la vieja se limitaba a murmurar maliciosamente cada vez que me escapaba de casa tras la puesta del sol. En cuanto a mi madre, cada vez estaba más alejada de nosotros, sólo vivía por la noche, sumida de día en profundas reflexiones.

»Cada noche vivía nuevas experiencias placenteras. Le contaba a Anra todo lo que había visto y oído, cada aventura nueva, cada pequeño triunfo. Como una cotorra, le repetía todos los brillantes colores, los sonidos y los olores. Como una cotorra, le repetía la jerigonza de las lenguas extrañas que había oído, los retazos de conversación ilustrada que escuchaba a sacerdotes y eruditos. Olvidé lo que mi hermano me había hecho. Volvíamos a jugar a nuestro juego, en la versión más maravillosa de todas. Él me ayudaba con frecuencia, sugiriéndome nuevos lugares a los que ir, nuevas cosas que contemplar, y en una ocasión, incluso evitó que me raptara una pareja de amables traficantes de esclavos de Alejandría, de los que nadie excepto yo había sospechado.

»Es curioso cómo sucedió. Los dos hombres me habían tratado muy bien, prometiéndome dulces si iba a un lugar cercano con ellos, cuando me pareció oír la voz de Anra que me susurraba: "No vayas". Sentí un escalofrío de terror y eché a correr por un callejón.

»Tuve la impresión de que ahora Aura podía ver a veces las imágenes en mi mente, incluso cuando estábamos alejados. Nunca me había sentido tan cerca de él.

»Estaba deseando que hiciera una escapada conmigo, pero ya os he dicho lo que le sucedió la primera vez que lo intentó. Y, con el transcurso de los años, aquel confinamiento absoluto en la casa llegó a parecer su forma natural de vida. En cierta ocasión, nuestra madre habló vagamente de un posible traslado a Antioquía, y él cayó enfermo y no se restableció hasta obtener la promesa de que nunca nos marcharíamos.

»Entretanto, se estaba convirtiendo en un joven esbelto, moreno y apuesto. Friné empezó a mirarle con interés y a buscar excusas para ir a su habitación. Pero él estaba asustado y la rechazaba. Sin embargo, me instó a que trabara amistad con ella, que estuviera cerca de la muchacha e incluso compartiera su cama en las noches en que mi madre no la quería. A él parecía gustarle eso.

»Ya conocéis la inquietud que sobreviene a un niño que madura cuando busca el amor, la aventura, los dioses, o todo ello a la vez. Anra sentía esa inquietud, pero sus únicos dioses estaban en aquellos rollos polvorientos que mi padre había rotulado como ";Sabiduría secreta!". Yo apenas sabía a qué se dedicaba por el día, excepto que hacía extrañas ceremonias y experimentos mezclados con sus estudios. Algunos los llevaba a cabo en el pequeño sótano donde estaban las tres piedras grises, y en esas ocasiones, me hacía vigilar. Ya no me decía qué leía o pensaba, y yo estaba tan ocupada en mi nuevo mundo que apenas notaba la diferencia.

»Y, no obstante, podía ver que su inquietud iba en aumento. Me encargaba misiones más largas y difíciles, me hacía preguntar por libros de los que los escribas nunca habían oído hablar, buscar y seleccionar a toda clase de astrólogos y hechiceras, me pedía que robara o comprara ingredientes cada vez más extraños a los herboristas. Y cuando le conseguía tales tesoros, se limitaba a cogerlos desabridamente, sin demostrar la menor alegría, y a la noche siguiente, estaba dos veces más sombrío. Atrás habían quedado los días felices, como cuando le conseguí los primeros rollos persas sobre Ahriman, la primera piedra imán, o cuando le repetía cada sílaba que había captado de las palabras de un famoso filólogo ateniense. Ahora estaba más allá de todo eso. En ocasiones, apenas escuchaba mis informes detallados, como si ya les hubiera echado un vistazo y supiera que no contenían nada que le interesara.

»Cada vez estaba más ojeroso y enfermizo. Su inquietud se expresaba en frenéticos paseos en su habitación, y me recordaba a mi madre atrapada en aquel corredor subterráneo bloqueado. Verle en semejante estado me causaba una gran aflicción. Anhelaba ayudarle, compartir con él mi nueva vida excitante, proporcionarle aquello que deseaba con tanto desespero.

»Pero no era mi ayuda lo que necesitaba. Se había embarcado en una búsqueda misteriosa que yo no comprendía, y había llegado a un atolladero amargo y corrosivo en el que su propia experiencia no podía ir más adelante.

»Necesitaba un maestro.

8: El anciano sin barba

—Tenía quince años cuando conocí al Anciano sin barba. Así le llamé entonces y sigo llamándole del mismo modo, pues no puedo pensar en ninguna otra característica distintiva. Siempre que pienso en él, incluso cuando le miro, su rostro se confunde con los de la multitud anónima. Es como si un gran actor, después de representar toda clase de personajes, hubiera encontrado el más sencillo y perfecto de los disfraces.

»En cuanto a lo que hay tras ese rostro demasiado ordinario, es algo que a veces puedes percibir pero que te resulta difícil comprender, todo lo que puedo decir es que se trata de una saciedad y un vacío que no son de este mundo.

Fafhrd retuvo el aliento. Habían llegado al extremo del reborde por el que cabalgaban. La pendiente de la izquierda se alzaba de súbito, convertida en el centro de la montaña, mientras que la cuesta de la derecha descendía y se perdía de vista, dejando un insondable abismo negro. El camino proseguía entre una y otra, una franja pétrea de escasos palmos de anchura que conducía a la cumbre. El Ratonero palpó la cuerda enrollada en su hombro, como para convencerse de que seguía allí. Por un momento los caballos se mostraron remisos a seguir adelante; luego, como si el ligero resplandor verde y el incesante murmullo que lo cubría todo fuera una red intangible que los arrastraba, reanudaron la marcha.

—Yo estaba en una taberna. Acababa de llevar un mensaje a uno de los amigos de Cloe, la muchacha griega, apenas mayor que yo misma, cuando le vi sentado en un rincón. Interrogué a Cloe acerca de él, y me dijo que era una corista griega y poeta comercial desafortunado, o no, que era un adivino egipcio... Cambió nuevamente de idea y trató de recordar lo que una alcahueta de ramos le había dicho sobre aquel hombre, le dirigió una rápida mirada y dijo que en realidad no le conocía en absoluto y que no importaba.

»Pero la expresión vacía de aquel hombre me intrigó. Allí había una nueva clase de misterio. Cuando llevaba cierto rato mirándole, él se volvió y nuestros ojos se encontraron. Tuve la impresión de que era consciente de que le observaba desde el principio, pero había hecho caso omiso como un hombre adormilado ignora a una mosca que zumba a su alrededor.

»Después de aquella única mirada volvió a su posición anterior, pero cuando salí de la taberna me siguió y se puso a mi lado.

»—No eres tú sola la que mira a través de tus ojos, ¿verdad? —me dijo en voz baja.

»Esta pregunta me sobresaltó tanto que no supe cómo responder, pero él no me pidió que lo hiciera. Su rostro se animó, sin que por ello se individualizara más y empezó de inmediato a hablarme del modo más encantador y gracioso, aunque sus palabras no me dieron ningún indicio de quién era o qué hacía.

»No obstante, de los pocos indicios que reveló, deduje que poseía cierto conocimiento de las cosas extrañas que siempre interesaban a Anra, así que le seguí de buen grado, dándole la mano.

»Pero no por mucho tiempo. Pasamos por un callejón estrecho y serpenteante, y entonces vi un extraño fulgor en sus ojos y noté que me apretaba la mano de una forma que no me gustó. Me asusté un poco y esperé que en cualquier momento llegara a mi mente la advertencia de Anra de que corría peligro.

»Pasamos junto a una casa de vecindad de aspecto sombrío y nos detuvimos ante una destartalada construcción de tres pisos que se apoyaba en aquella casa. El hombre dijo que vivía en el piso más alto. Me arrastró hacia la escala que hacía las veces de escalera, y la señal de peligro seguía sin llegar. Entonces, su mano se deslizó hacia mi muñeca y ya no esperé más, sino que me zafé de un tirón y eché a correr, sintiendo que mi temor iba en aumento a cada zancada.

»Cuando llegué a casa, Anra deambulaba por su habitación como un leopardo enjaulado. Estaba ansiosa de contarle lo ocurrido y cómo había podido escapar por los pelos, pero él no hacía más que interrumpirme para pedirme detalles del Anciano, y agitaba airado la cabeza porque era muy poco lo que podía decirle. Entonces, cuando llegué a la parte de mi huida, una asombrosa expresión, como de tormento por la traición cometida, contorsionó sus facciones, alzó las manos como para pegarme y entonces se derrumbó sobre el canapé, sollozando.

»Pero cuando me incliné ansiosa sobre él, dejó de llorar. Me miró por encima del hombro, pálido pero sereno, y dijo:

» —Ahura, tengo que saberlo todo acerca de él.

»En aquel momento me di cuenta de todo lo que me había pasado desapercibido durante años: que mi deliciosa libertad era un fraude, que no era Anra, sino yo, la que estaba encadenada, que el juego no era tal, sino una servidumbre, que mientras yo había salido al mundo con todos mis sentidos alerta, absorta en la captación de sonidos, colores, formas y movimientos, en él se había desarrollado aquello para lo que yo no tuve tiempo, el intelecto, la finalidad, la voluntad, que no era más que una herramienta para él, una esclava a la que enviar a hacer recados, una extensión insensible de su propio cuerpo, un tentáculo que él podía perder y producir de nuevo, como un pulpo..., que incluso mi aflicción ante su profundo desengaño, mi voluntad de hacer cualquier cosa para complacerle, no era más que otro medio que usaría fríamente contra mí, que nuestra misma proximidad, hasta tal punto que éramos dos mitades de una sola mente, no era para él más que otra ventaja táctica.

»Había llegado a la segunda gran crisis de su vida, y nuevamente, volvía a sacrificar a su ser más querido sin el menor titubeo.

»Había algo aún más desagradable que eso, como pude ver en sus ojos en cuanto estuvo seguro de que haría lo que deseaba. Éramos como reyes hermanos en Alejandría o Antioquía, compañeros de juegos desde la infancia, destinados el uno al otro, pero sin saberlo, y el muchacho impedido e impotente... Y ahora la noche nupcial había llegado demasiado pronto y de un modo horrendo.

»Al final regresé al estrecho callejón, la casa sombría, la destartalada construcción, la escala, el tercer piso y el Anciano sin barba.

»No cedí sin esfuerzo: en cuanto salí de la casa, tuve que poner toda mi voluntad para recorrer de nuevo el camino. Hasta entonces, incluso en mi escondrijo bajo las tejas, sólo había tenido que espiar y observar para Anra, sin necesidad de actuar.

»Pero al final, fue lo mismo. Llegué penosamente al último escalón y llamé a la puerta combada, la cual se abrió a mi contacto. En el interior, al otro lado de una habitación en la que flotaba humo, detrás de una gran mesa vacía, a la luz de una sola lámpara que quemaba mal, con los ojos tan fijos y sin parpadear como los de un pez, estaba sentado el Anciano sin barba.

Ahura hizo una pausa y Fafhrd y el Ratonero notaron que una humedad viscosa se posaba en su piel. Alzaron la vista y vieron que desde las alturas vertiginosas se desenroscaban, como espectros de serpientes constrictoras o plantas trepadoras, finos zarcillos de niebla verdosa.

—Sí —dijo Ahura—,siempre hay niebla o humo de alguna clase donde él está.

»Regresé tres días después y le conté todo a Aura... como un cadáver que da testimonio acerca de su asesino. Pero en este caso, al juez le encantó el testimonio, y cuando le conté cierto plan que había concebido el Anciano, una alegría sobrenatural brilló en su rostro.

»Contratarían al Anciano como tutor y médico de Anra. Esto no ofreció dificultad, pues mi madre siempre accedía a los deseos de mi hermano, y quizá aún abrigaba alguna esperanza de verle salir por fin de su encierro. Además, el Anciano tenía una mezcla de discreción y poder que sin duda le franquearía la entrada en cualquier parte. En cuestión de pocas semanas, estableció con toda naturalidad un dominio sobre los miembros de la casa sin excepción..., algunos, como mi madre, simplemente para ignorarlos; otros, como Friné, para utilizarlos en su momento.

»Siempre recordaré la reacción de Anra el día que llegó el Anciano. Aquél iba a ser su primer contacto con la realidad que existía más allá del muro del jardín, y pude ver que estaba terriblemente asustado. A medida que transcurrían las horas de espera, se retiró a su habitación, y creo que fue principalmente el orgullo lo que le impidió cancelar todo el asunto. No oímos llegar al Anciano..., sólo la vieja Berenice, que contaba las piezas de plata en el exterior, interrumpió su murmullo. Anra se tendió en el canapé, en el rincón más alejado de la estancia, aferrada al borde, los ojos fijos en el umbral. Una sombra acechaba allí, y fue oscureciéndose y definiéndose más. Entonces, el Anciano dejó en el umbral las dos bolsas que llevaba y miró a Anra, detrás de mí. Un instante después, los lastimeros jadeos de mi hermano se extinguieron. Se había desvanecido.

»Aquella noche dio comienzo su nueva educación. Todo lo que había ocurrido se repitió, por así decirlo, en un nivel más profundo y extraño. Había lenguajes que aprender, pero ninguno de los lenguajes que se encuentran en los libros humanos; rituales que entonar, pero no dirigidos a ningún dios al que habrían adorado los hombres ordinarios; pócimas mágicas que preparar, pero con hierbas que yo pudiera comprar o robar. Todos los días, Anra se instruía en los métodos para llegar a la oscuridad interior, las enfermedades y los poderes desconocidos de la mente, las emociones reprimidas desde tiempo inmemorial que deben de tener su origen en las impurezas insidiosas que los dioses pasaron por alto en la tierra de la que hicieron al hombre. En etapas silenciosas, nuestro hogar se convirtió en un templo de lo abominable, un monasterio de lo sucio.

»Sin embargo, nada había de sucia orgía, de excesos viciosos, en sus acciones. Lo que hacían, fuera lo que fuese, lo realizaban con una autodisciplina estricta y una concentración mística. No había en ellos ninguna señal de relajación. Buscaban un conocimiento y un poder surgidos de la oscuridad, ciertamente, pero eran capaces de sacrificarse para obtenerlo. Eran religiosos, con una salvedad: que su ritual era la degradación, su objetivo un caos mundial ante el que sus mentes dominadoras tocarían con una lira rota, su dios la quintaesencia del mal, Ahriman el abismo definitivo.

»La rutina cotidiana de nuestro hogar siguió adelante como realizada por sonámbulos. A veces, tenía la sensación de que todos nosotros, excepto Anra, no éramos más que sueños tras los ojos vacíos del Anciano, actores en una pesadilla premeditada en la que los hombres interpretaban bestias; las bestias, gusanos, y éstos el cieno.

»Cada mañana, salía y efectuaba mi recorrido acostumbrado por Tiro, charlando y riendo como antes, pero de una manera vacía, sabiendo que no era más libre que si unas cadenas visibles me ataran a la casa, una marioneta oscilando de la pared del jardín. Sólo en la periferia de las intenciones de mi amo, me atrevía a prestarles resistencia siquiera pasivamente... Una vez proporcioné disimuladamente a Cloe un amuleto protector, porque me pareció que la consideraban como un sujeto para experimentos como los que habían llevado a cabo con Friné. Y a cada día que pasaba, se ampliaba la periferia de sus intenciones... En realidad, mucho tiempo atrás habrían abandonado la casa, si no fuera por el vínculo extraordinario de Anra con ella.

»Ahora se dedicaban con ahínco al problema de destruir ese vínculo. No me dijeron cómo esperaban conseguirlo, pero pronto comprendí que también yo tenía un papel que jugar.

»Me pasaban luces brillantes ante los ojos, y Anra cantaba hasta que me dormía. Horas o días después, me despertaba y descubría que había realizado inconscientemente mis tareas cotidianas y que mi cuerpo había sido un esclavo a las órdenes de Anra. En otras ocasiones, mi hermano se ponía una fina máscara de cuero que cubría sus facciones, de modo que, a lo sumo, sólo podía ver a través de mis ojos. El sentido de unidad con mi hermano gemelo creció a la par que el temor que me inspiraba.

»Llegó entonces un período en que me mantenían confinada, como si estuviera en algún preludio salvaje de la madurez, la muerte, el nacimiento o las tres cosas. El Anciano dijo algo sobre "no ver el sol o tocar la tierra". De nuevo permanecí horas agazapada en el escondrijo bajo las tejas o sobre esteras rojas en el pequeño sótano. Y ahora eran mis ojos y oídos, en vez de los de Anra, los que estaban tapados. Durante horas, yo, a quien las imágenes y los sonidos habían nutrido más que el alimento, no podía ver más que recuerdos fragmentarios del niño Anra enfermo, o del Anciano en la habitación llena de humo, o de Friné contorsionando el vientre y silbando como una serpiente. Pero lo peor de todo era mi separación de Anra. Por primera vez desde nuestro nacimiento no podía ver su rostro, oír su voz, percibir su mente. Me marchitaba como un árbol del que se retira la savia, un animal al que le han cortado los nervios.

»Al final, llegó un día o una noche, no sabría decir cuál, en que el Anciano aflojó la máscara que me cubría el rostro. Apenas debía haber más que un vislumbre de luz, pero mis ojos cegados durante tanto tiempo pudieron discernir todos los detalles del pequeño sótano con una claridad dolorosa. Las tres piedras grises habían sido extraídas del suelo. Tendido entre ellas yacía Anra, demacrado, pálido, sin respirar apenas, como si estuviera a punto de morir.

Los tres viajeros se detuvieron, pues ante ellos se alzaba un espectral muro verde. El estrecho sendero había desembocado en lo que debía de ser la cumbre plana de la montaña. Delante había una extensión nivelada, de roca oscura, envuelta en la niebla a los pocos pasos. Sin decir palabra, desmontaron y condujeron a sus caballos temblorosos, adentrándose en un ambiente húmedo que, con excepción de que el agua carecía de peso, tenía un gran parecido con un fondo marino ligeramente fosforescente.

»Mi corazón se sobrecogió de piedad y horror al ver a mi hermano gemelo, y me di cuenta de que a pesar de toda la tiranía y el tormento aún le amaba más que a nada en el mundo, le amaba como una esclava ama al amo débil y cruel que depende para todo de esa esclava, le amaba como el cuerpo maltratado ama al alma despótica. Y me sentí más estrechamente unida a él, nuestras vidas y muertes interdependientes, más que si hubiéramos estado unidos por vínculos de carne y sangre, como lo están ciertos gemelos.

»El Anciano me dijo que podía librarle de la muerte si quería. De momento, debía limitarme a hablarle a mi manera habitual. Así lo hice, con una vehemencia nacida de los días que pasé sin él. Anra no se movía, aparte de alguna vibración ocasional de sus párpados macilentos, pero yo tenía la sensación de que nunca había escuchado con más intensidad, jamás hasta entonces me había comprendido tan bien. Me parecía que, en comparación, todas mis anteriores conversaciones con él habían sido torpes. Entonces recordé y le conté muchas cosas que habían huido de mi memoria o que parecían demasiado sutiles para expresarlas verbalmente. Hablé y hablé, al azar, caóticamente, pasando con celeridad desde los chismorreos locales a la historia universal, ahondando en una miríada de experiencias y sentimientos, no todos los cuales me pertenecían.

»Transcurrieron horas, días quizá... El Anciano debió de haber sometido a algún hechizo que producía sueño o sordera a los demás habitantes de la casa, para evitar toda interrupción. En ocasiones, se me secaba la garganta y él me daba de beber, pero apenas me atrevía a hacer una pausa, pues me anonadaba el empeoramiento, ligero pero inexorable, que observaba en mi hermano gemelo, y estaba convencida de que mis palabras eran el cordón entre la vida y Anra, que creaban un canal entre nuestros cuerpos, a través del cual mi fuerza podía fluir para resucitarle.

»Las lágrimas anegaban mis ojos, mi cuerpo se estremecía, mi voz recorría la gama de la aspereza hasta un susurro casi inaudible. A pesar de mi resolución, me habría desmayado, pero el Anciano acercaba a mi rostro hierbas aromáticas que me hacían volver en mí entre escalofríos.

»Finalmente no pude seguir hablando, pero eso no me liberó, pues seguía moviendo mis labios agrietados y no cesaba de pensar; mi pensamiento era como un arroyo impetuoso, desbordante, como si arrancara y arrojase desde las profundidades de mi mente fragmentos de ideas de las que Anra succionaba la tenue vida que seguía en él.

»Una imagen se me representaba con persistencia, la de un hermafrodita moribundo que se acercaba al estanque de Salmacia, en el que se uniría con la ninfa.

»Me aventuré más y más lejos por el canal que habían creado mis palabras entre nosotros, fui aproximándome más y más al rostro pálido, delicado, cadavérico de Anra, hasta que, con un esfuerzo desesperado, volqué en él mis últimas fuerzas, y creció amenazante, como un acantilado de marfil verdoso que se desmoronaba sobre mí...

Una exclamación de horror interrumpió las palabras de Ahura. Los tres permanecían inmóviles, mirando hacia adelante. Ante ellos, alzándose en la niebla gradualmente más espesa, tan cerca que tuvieron la impresión de que les habían tendido una emboscada, había una gran estructura caótica de piedra blancuzca, ligeramente amarillenta, a través de cuyas ventanas estrechas y la puerta abierta de par en par, surgía una lúgubre luz verdosa, origen del brillo fosforescente de la niebla. Fafhrd y el Ratonero pensaron en Karnak y sus obeliscos, en el faro de Faros, en la acrópolis, en la puerta de Ishtar en Babilonia, en las ruinas de Katti, en la Ciudad Perdida de Ahriman, en esos aciagos espejismos de torres que los marinos ven donde están Escila y Caribdis. En realidad, la arquitectura de aquella extraña construcción variaba con tal rapidez y en unos extremos tan ultraterrenos que se alzaba en un loco dominio estilístico propio. Magnificada por la niebla, sus rampas y pináculos retorcidos, como un rostro fluido en una pesadilla, se alzaban hacia donde deberían estar las estrellas.

9: El castillo llamado Niebla

—Lo que sucedió entonces fue tan extraño que tuve la seguridad de que me había precipitado desde la conciencia febril en el frío retiro de un sueño fantástico —continuó Ahura.

Habían atado los caballos y ascendían por una ancha escalera hacia la puerta abierta que se burlaba por igual de una acometida repentina como de un cauto reconocimiento. Ahura prosiguió su relato con un fatalismo tan sosegado y narcotizado como su avance paso a paso.

—Estaba tendida boca arriba, al lado de las tres piedras, observando cómo se movía mi cuerpo en el pequeño sótano. Me sentía muy débil, no podía mover un sólo músculo, y, no obstante, deliciosamente refrescada... Toda la sequedad ardiente y el dolor de mi garganta habían desaparecido. Ociosamente, como lo haría en un sueño, contemplé mi rostro y me pareció que tenía una sonrisa de triunfo, cosa que juzgué muy estúpida. Pero mientras seguía mirándolo, el temor empezó a entrometerse en mi sueño placentero. El rostro era mío, pero había en él extrañas peculiaridades expresivas. Entonces, al percatarse de mi mirada, hizo una mueca de desdén, se volvió y le dijo algo al Anciano, el cual asintió flemáticamente. El temor me absorbió por completo. Haciendo un esfuerzo tremendo, logré bajar la vista y mirar mi cuerpo real, el que estaba tendido en el suelo. Era el de Anra.

Cruzaron el umbral y se encontraron en una estancia enorme, con multitud de entrantes y nichos en los muros de piedra, aunque no parecía más cerca del origen de aquel resplandor verdoso, excepto que allí la atmósfera nebulosa tenía un brillo mayor. Varias mesas, bancos y sillas estaban esparcidas por el piso, pero su rasgo principal era una gran arcada, desde la que unas aristas de encuentro se curvaban hacia arriba en asombrosa profusión. Fafhrd y el Ratonero buscaron por un momento la dovela del arco, debido a su gran tamaño y también porque había una extraña depresión oscura hacia la parte superior.

El silencio era inquietante, y los dos amigos palparon sus espadas. No se trataba tan sólo de que aquella especie de música atrayente hubiera cesado... Allí, en el Castillo llamado Niebla, no había literalmente ningún sonido, salvo el apagado latir de sus corazones. En cambio, había una concentración de niebla que paralizaba los sentidos, como si estuvieran dentro de la mente de un pensador titánico, o como si las mismas piedras estuvieran en trance.

Entonces, como parecía impensable esperar en aquel silencio, del mismo modo que unos cazadores extraviados no pueden permanecer inmóviles bajo el frío del invierno, pasaron bajo la arcada y eligieron al azar una rampa ascendente. Ahura prosiguió:

—Observé impotente cómo hacían ciertos preparativos. Mientras Anra recogía unos pequeños fardos de manuscritos y ropas, el viejo ató las tres piedras recubiertas de mortero.

»Es posible que en el momento de la victoria descuidara las precauciones habituales. En cualquier caso, mientras estaba todavía inclinado sobre las piedras, mi madre entró en la habitación. Gritando: "¿Qué le habéis hecho?", se arrojó a mi lado y me palpó ansiosamente, pero eso no fue del agrado del Anciano, el cual la cogió por los hombros y la apartó con brusquedad. Permaneció acurrucada contra la pared, con los ojos muy abiertos, castañeteándole los dientes..., sobre todo cuando vio a Anra, en mi cuerpo, que levantaba grotescamente las piedras atadas. Entretanto, el viejo me cogió, en mi nueva forma demacrada, me cargó en su hombro, asió los fardos y subió por la corta escalera.

»Cruzamos el patio interior, sembrado de rosas y ocupado por los amigos perfumados y manchados de vino de mi madre, los cuales nos miraron perplejos, y salimos de la casa. Era de noche. Cinco esclavos esperaban con una litera acortinada, en la que el Anciano me depositó. Lo último que vi fue el rostro de mi madre, cubierto de lágrimas que abrían regueros en la pintura, mirando horrorizada a través de la puerta entornada.

La rampa daba acceso a un nivel superior, y empezaron a deambular sin rumbo a través de una serie laberíntica de estancias. De poco serviría dejar constancia aquí de las cosas que creyeron ver a través de sombríos umbrales, o creyeron oír a través de puertas metálicas con macizos y complejos cerrojos, sin que se atrevieran a imaginar lo que podría haber detrás. Pasamos por una biblioteca desordenada, de estantes altos, algunos de cuyos rollos parecían humear como si retuvieran en el papiro y la tinta las semillas de un holocausto; en los rincones, se amontonaban unas cajas selladas de piedra verduzca y tablillas de latón a las que el tiempo había recubierto de verdín. Había unos instrumentos tan extraños que Fafhrd ni se molestó en advertir al Ratonero que no los tocara. Otra sala exudaba un raro hedor animal, y en su suelo resbaladizo, observaron muchas cerdas cortas y negras, increíblemente gruesas. Pero la única criatura viva que vieron, fue un pequeño ser sin pelo que podría haber sido un cachorro de oso. Cuando Fafhrd se agachó para tocarlo, se escabulló gimoteando. Había una puerta que era tres veces tan ancha como alta, mientras que su altura apenas llegaba a la rodilla de un hombre. Una ventana revelaba una negrura que no era de niebla ni de noche, pero que parecía infinita. Fafhrd se asomó a ella y distinguió débilmente unos oxidados pasamanos de hierro dirigidos hacia arriba. El Ratonero desenrolló la cuerda y la lanzó por la ventana, sin que el gancho golpeara nada.

Sin embargo, la impresión más extraña que aquella fortaleza misteriosamente vacía engendró en ellos, fue también la más sutil, una impresión que realzaba cada nueva habitación o corredor serpenteante, una sensación de insuficiencia arquitectónica. Parecía imposible que los soportes fueran adecuados a los pesos enormes de los grandes suelos y techos de piedra, tan imposible que casi se convencieron de que había contrafuertes y muros de retención que no podían ver, ya fueran invisibles o existieran en otro mundo, como si el Castillo llamado Niebla hubiera surgido sólo parcialmente de algún exterior impensable. Que ciertas puertas con cerrojo parecieran estar situadas donde no podía existir espacio, reforzaba esta idea.

Deambularon por unos pasillos tan distorsionados que, aunque retenían un recuerdo preciso de los puntos sobresalientes, perdían todo sentido de la dirección.

Finalmente, habló Fafhrd:

—Por aquí no vamos a ninguna parte. Al margen de lo que busquemos, a quienquiera que esperemos, Anciano o demonio, es posible que esté en esa primera habitación de la gran arcada.

El Ratonero asintió mientras daban la vuelta y Ahura dijo:

—Por lo menos ahí no estaremos en mucha desventaja. ¡Por Ishtar! ¡La rima del Anciano es cierta! «Las cámaras son fauces babeantes, los arcos mandíbulas con dientes.» Siempre temí mucho este lugar, pero nunca pensé encontrar una madriguera laberíntica que sin duda tiene una mente pétrea y garras de piedra.

»Nunca me trajeron aquí, ¿sabéis?, y desde la noche en que salí de nuestra casa en el cuerpo de Anra, fui un cadáver viviente, que podían abandonar o llevarlo adonde ellos desearan. Creo que me habrían matado, por lo menos hubo un tiempo en que Anra lo habría hecho, pero era necesario que el cuerpo de mi hermano tuviera un ocupante... o mi propio cuerpo cuando él no lo habitaba, pues Anra podía entrar de nuevo en su propio cuerpo y caminar con él por esta región de Ahriman. En tales ocasiones, me mantenían narcotizada e impotente en la Ciudad Perdida. Creo que algo hicieron a su cuerpo en aquella época —el Anciano hablaba de transformarlo en invulnerable—,pues cuando regresé a él me parecía más vacío y rígido que antes.

Mientras descendían por la rampa, el Ratonero creyó oír algo más adelante, algo que destacaba en el silencio terrible, un tenue gemido o el silbido casi inaudible del viento.

—Llegué a conocer muy bien el cuerpo de mi hermano gemelo, pues lo habité casi siete años, en la tumba. En algún momento de aquel negro período, todo el miedo y el horror se desvanecieron... Me había habituado a la muerte. Por primera vez en mi vida mi voluntad, mi fría inteligencia, habían tenido tiempo de desarrollarse. Encadenada físicamente, viviendo casi sin sensaciones, logré un poder interno, empecé a ver lo que hasta entonces jamás había podido vislumbrar: las debilidades de Anra.

»Nunca pude separarme totalmente de él. La cadena que había forjado entre nuestras mentes era demasiado fuerte para eso. No importaba cuánto nos alejáramos, no importaba qué barreras alzara, yo siempre podía ver algún sector de su mente, tenuemente, como una escena al final de un corredor largo, estrecho y sombrío.

»Vi su orgullo, que era como una herida recubierta de plata. Observé que su ambición acechaba entre las estrellas como si fueran joyas sobre terciopelo negro en la que sería su casa del tesoro. Percibí, casi como si fuera el mío propio, el odio sofocante hacia los dioses imperturbables y mezquinos, padres todopoderosos que encierran los secretos del universo, sonreían a nuestros ruegos, fruncían el ceño, meneaban la cabeza, prohibían, castigaban; y su furor por las limitaciones del tiempo y el espacio, como si cada codo que no podía ver y pisar fuera una manilla de plata en su muñeca, como si cada momento antes o después de su propia vida fuera un clavo de plata en su crucifixión. Caminé por los pasillos en los que soplaba el viento de su soledad y vislumbré la belleza que él estimaba: formas imprecisas y destellantes que cortaban el alma como cuchillos... Y en cierta ocasión llegué a la mazmorra de su amor, donde no apareció ninguna luz para mostrar que eran cadáveres lo que acariciaba y huesos lo que besaba. Me familiaricé con sus deseos, que exigían un universo de milagros poblados por dioses sin velos. Y su lujuria, que temblaba ante el mundo como si fuera una mujer, desesperado por conocer cada parte oculta.

»Por suerte, pues al fin estaba aprendiendo a odiarle, observé que, a pesar de que poseía mi cuerpo, no podía usarlo con tanta facilidad y valentía como yo lo había hecho. No podía reír, ni amar, ni realizar acciones arriesgadas, sino que debía mantenerse rezagado, escudriñar, fruncir los labios, aislarse.

Habían rebasado la mitad de la rampa, y al Ratonero le pareció que el gemido se repetía, más intenso y silbante.

—Mi hermano y el Anciano iniciaron un nuevo ciclo de estudios y experiencias que, según creo, les llevó a todos los rincones del mundo, y estoy segura de que confiaban en que les abriría todos esos reinos sombríos en los que sus poderes serían infinitos. Desde mi sofocante punto de observación, contemplé ansiosamente cómo maduraban sus investigaciones y luego, para mi placer, cómo se pudrían. Sus dedos extendidos no lograron encontrar el siguiente asidero en la oscuridad. Había algo que les faltaba a los dos. Anra estaba amargado y culpaba al Anciano de su falta de éxito. Se pelearon.

»Cuando vi que el fracaso de Anra era definitivo, me burlé de él con mi risa, no de los labios sino de la mente. Desde aquí hasta las estrellas no habría podido rehuirla... Fue entonces cuando habría podido matarme, pero no se atrevía a hacerlo mientras yo estaba en su propio cuerpo, y ahora tenía el poder de impedírselo.

»Tal vez fue mi débil risa mental lo que le hizo volverse en su desespero hacia vosotros y el secreto de la risa de los Dioses Antiguos..., eso y su necesidad de ayuda mágica para recuperar su cuerpo. Entonces, durante un tiempo casi temí que hubiera encontrado una nueva forma de huida, o de avance, hasta esta mañana ante la tumba, cuando, con una alegría cruel, os vi rechazar sus ofertas, desafiarle y, ayudados por mi risa, matarle. Ahora sólo hemos de temer al Anciano.

Pasaron de nuevo bajo la maciza arcada múltiple con su dovela curiosamente ahuecada, y aquella especie de lamento silbante se repitió de nuevo; esta vez era innegable su realidad, su cercanía y su dirección. Corrieron a un rincón de la sala umbrío y donde la humedad era mayor, y descubrieron una ventana interna abierta al nivel del suelo. Enmarcada en ella había un rostro que parecía flotar inmaterial en la espesa niebla. Sus facciones eran indefinibles, como si fueran una destilación de todos los rostros ancianos y desilusionados del mundo. Las mejillas hundidas carecían de barba.

Al aproximarse más, todo lo que se atrevieron, comprobaron que aquella inmaterialidad o falta de apoyo no era absoluta. Había una sugerencia de espectrales jirones de ropa o de carne, un saco pulsátil que podría haber sido un pulmón y unas cadenas de plata con ganchos o garras.

Entonces el único ojo que quedaba en aquel horrible fragmento se abrió y miró a Ahura, y los labios hundidos se contorsionaron en la caricatura de una sonrisa.

—Como a ti, Ahura —murmuró el fragmento en la más elevada voz de falsete—, me envió a un recado que no quería hacer.

Impulsados por un temor que no se atrevían a formular, Fafhrd, el Ratonero y Ahura dieron media vuelta y miraron por encima de sus hombros hacia la puerta cubierta por la niebla que daba al exterior. Escudriñaron durante tres o cuatro latidos de corazón. Luego oyeron el débil relinchar de uno de sus caballos. Entonces, giraron en redondo, pero no antes de que una daga, arrojada por la mano todavía firme de Fafhrd, se hubiera clavado en el único ojo del torturado ser enmarcado en la ventana interior.

Permanecieron juntos, Fafhrd con una expresión frenética, el Ratonero tenso y Ahura con el aspecto de quien, habiendo coronado la ascensión de un precipicio, resbala cuando está en la cumbre.

Una delgada y sombría figura apareció en el resplandor al otro lado del umbral.

—¡Ríe! —ordenó Fafhrd ásperamente a Ahura—. ¡Ríe! —Y la agitó, repitiendo la orden.

La cabeza de la muchacha osciló de un lado a otro, los tendones del cuello dieron una sacudida y movió los labios, pero no emitieron más que un gemido áspero. Hizo una mueca de desesperación.

—Sí —dijo una voz que todos reconocieron—, hay lugares y momentos en los que la risa es un arma despuntada con facilidad, tan inocua como la espada que me atravesó esta mañana.

Pálido como siempre, con el pequeño grumo de sangre en el pecho, sobre el corazón, la frente hundida y su indumentaria negra cubierta de polvo por el viaje, Anra Devadoris se enfrentó a ellos.

—Y así volvemos al principio —dijo lentamente—, pero no espera delante ningún círculo más amplio.

Fafhrd intentó hablar, reír, pero las palabras y la risa se ahogaron en su garganta.

—Ahora sabéis algo de mi historia y mi poder, como quería que supierais —continuó el adepto—. Habéis tenido tiempo para reflexionar y considerar de nuevo las cosas. Sigo esperando vuestra respuesta.

Esta vez fue el Ratonero quien trató de hablar o reír, pero no lo consiguió.

El adepto siguió mirándoles un momento, sonriendo confiadamente. Entonces, desvió la mirada y la fijó en un punto más allá de ellos. De repente, frunció el ceño y se adelantó, pasó por su lado y se arrodilló junto a la ventana interior.

En cuanto les dio la espalda, Ahura tiró de la manga del Ratonero y trató de susurrarle algo, sin más éxito que si fuera sordomuda.

Entonces oyeron sollozar al adepto.

—Era el que más quería —musitó.

El Ratonero sacó una daga, dispuesto a deslizarse hacia el adepto por detrás, pero Ahura se lo impidió, señalando en una dirección muy diferente.

El adepto se volvió hacia ellos.

—¡Estúpidos! —gritó—. ¿No tenéis visión interna para las maravillas de la oscuridad, el menor sentido de la grandeza del horror, ningún sentimiento hacia una investigación al lado de la cual todas las demás aventuras se desvanecen en la nada, hasta el punto que destruís mi mayor milagro, matáis a mi oráculo más querido? Os dejé venir aquí, a la Niebla, confiando en que su música poderosa y sus gloriosos panoramas os harían compartir mi punto de vista... y así me lo pagáis. Los poderes celosos e ignorantes me rodean, vosotros sois la gran esperanza frustrada. Hubo portentos desfavorables cuando salí de la Ciudad Perdida. El brillo blanco, idiota, de Ormadz, levemente ensuciado por el cielo negro. Escuché en el viento la risa senil de los Dioses Antiguos. Hubo una manipulación torpe, como si incluso el incompetente Ningauble, el último y más estúpido de la jauría de caza, me estuviera dando alcance. Tenía un encantamiento en reserva para impedírselo, pero era preciso que el Anciano lo llevara. Ahora se aproximan para la matanza, pero aún me quedan algunos momentos de poder y no carezco totalmente de aliados. Aunque estoy condenado, hay todavía algunos unidos a mí por tales vínculos que deben responderme si les llamo. No veréis el fin, si es que lo hay. —Entonces, alzó la voz y emitió un grito espectral—: ¡Padre! ¡Padre!

Los ecos no se habían extinguido antes de que Fafhrd se abalanzara hacia él, con la espada desenvainada.

El Ratonero le habría seguido, de no haber sido porque, al quitarse de encima a Ahura, vio lo que ella señalaba con tanta insistencia: la cavidad en la dovela sobre la gran arcada.

Sin vacilar, desenrolló la cuerda de trepar, echó a correr por la estancia y lanzó con ímpetu la soga silbante. El gancho se fijó en la cavidad, y el pequeño espadachín trepó por la cuerda.

Oyó detrás de él el choque desesperado de los aceros, y oyó también otro sonido, mucho más distante y profundo.

Su mano aferró el borde de la cavidad y, tomando impulso, introdujo la cabeza y los hombros, afirmándose con la cadera y el codo. Un instante después, extrajo su daga con la mano libre.

La cavidad tenía forma de cuenco y estaba llena de un líquido verdoso. La superficie estaba incrustada con minerales brillantes. En el fondo, cubiertos por el líquido, había varios objetos, tres de ellos rectangulares y los otros de formas redondeadas irregulares y con una pulsación rítmica.

Levantó su daga, pero de momento no pudo golpear. El peso de las cosas que debía comprender y recordar era demasiado aplastante..., lo que Ahura le había contado sobre el matrimonio ritual en la familia de su madre; la sospecha que tenía la muchacha de que, aunque ella y Aura habían nacido juntos, no eran hijos del mismo padre; cómo había muerto el padre griego (y ahora el Ratonero sospecha a manos de quién); la extraña afinidad con la piedra que el médico esclavo había observado en el cuerpo de Anra; lo que ella había dicho sobre una operación a la que sometieron al muchacho; por qué no le había matado una estocada en el corazón; por qué el cráneo se había roto con un sonido tan hueco y con tanta facilidad como una cáscara de huevo; el hecho de que aquel hombre nunca parecía respirar; antiguas leyendas de otros brujos que se habían hecho invulnerables ocultando sus corazones; y, por encima de todo, la profunda relación que todos ellos habían percibido entre Anra y su castillo semivivo, el monolito negro con forma de hombre en la Ciudad Perdida...

Vio que Anra Devadoris, ensartado en el acero de Fafhrd, avanzaba más a lo largo de la hoja, mientras el nórdico se defendía desesperadamente de la fina espada del otro con una daga.

Como si estuviera paralizado por una pesadilla, oía impotente cómo el ruido de las espadas ascendía hacia un punto culminante, lo oía amortiguado por el otro sonido, unas pétreas pisadas gargantuescas que parecían seguir su curso montaña arriba, como un terremoto... El Castillo llamado Niebla empezó a temblar, y el Ratonero seguía sin descargar su golpe...

Entonces, como si surgiera del otro lado del infinito, desde el borde remoto más allá del cual los Dioses Antiguos se han retirado, cediendo el mundo a deidades más jóvenes, oyó una risa poderosa que parecía estremecer las estrellas, una risa que se reía de todo, incluso de aquella situación. Una risa que contenía poder, y el Ratonero supo que aquel poder estaba a su alcance para usarlo.

Hundió la daga en el liquido verde y desgarró el corazón, el cerebro, los pulmones y las entrañas incrustados de piedra de Anra Devadoris.

El líquido espumeó y entró en ebullición, el castillo se tambaleó hasta que casi se desprendió de sus cimientos, la risa y las pisadas pétreas ascendieron hasta un pandemónium.

Entonces, pareció que fue en un instante, cesó todo sonido y movimiento. El Ratonero sintió los músculos debilitados y estuvo a punto de caer al suelo. Miró asombrado a su alrededor, sin intentar levantarse, y vio que Fafhrd extraía su espada del adepto caído y retrocedía tambaleándose hasta que su mano se apoyó en el borde de una mesa; vio a Ahura, todavía jadeando por la risa que la había poseído, que se inclinaba junto a su hermano y apoyaba la cabeza de éste en sus rodillas.

No dijeron nada y el tiempo transcurrió. La niebla verde parecía diluirse lentamente.

Entonces, una pequeña forma negra penetró en la habitación a través de una ventana alta y el Ratonero sonrió.

—Hugin —le llamó suavemente.

La criatura descendió obediente, posándose en su manga, y permaneció allí con la cabeza baja. El Ratonero extrajo un trozo de pergamino de la pata del murciélago.

—Fíjate, Fafhrd, es del comandante de nuestra retaguardia —anunció alegremente—. Escucha: «A mis agentes Fafhrd y el Ratonero Gris, ¡fúnebres saludos! A mi pesar, he abandonado toda esperanza por vosotros, y no obstante, en prueba de mi gran afecto, arriesgo a mi querido Hugin a fin de que os llegue este último mensaje. Entre paréntesis, Hugin, si se le da oportunidad, regresará desde Niebla, lo cual me temo que vosotros no podréis hacer. Así pues, si antes de morir veis algo interesante —como estoy seguro de que lo veréis— tened la amabilidad de enviarme un memorándum. Recordad el proverbio: "El conocimiento tiene prioridad sobre la muerte". Adiós por dos mil años, mis más queridos amigos. Ningauble».

—Eso exige un trago —dijo Fafhrd, y se internó en la oscuridad.

El Ratonero bostezó y estiró los brazos, Ahura salió de su inmovilidad y estampó un beso en el rostro cerúleo de su hermano, alzó la cabeza de éste de su regazo y la depositó suavemente sobre el suelo de piedra. Desde algún lugar en lo alto del castillo les llegó el sonido de un ligero crepitar. Fafhrd regresó entonces, con zancadas más briosas, sosteniendo dos jarras de vino.

—Amigos —anunció—, ha salido la luna y a su luz este castillo parece notablemente pequeño. Creo que la niebla debía de estar espolvoreada con algún ingrediente verde que nos hacía ver los tamaños magnificados. Sin duda hemos estado drogados, pues no vimos algo que está al pie de la escalera, con un pie en el primer escalón, una estatua que es hermana gemela de aquella que vimos en la Ciudad Perdida.

El Ratonero enarcó las cejas.

—¿Y si regresáramos a la Ciudad Perdida? —preguntó.

—Entonces quizá descubriríamos que esos estúpidos granjeros persas, que admitieron odiarla, han derribado aquella estatua, la han despedazado y han ocultado los fragmentos. —Permaneció un momento en silencio y luego añadió—: Bebamos para aclarar la droga verde de nuestras gargantas.

El Ratonero sonrió. Sabía que en lo sucesivo se referiría a aquella aventura como «la ocasión en que nos drogaron en una montaña».

Los tres se sentaron en el borde de una mesa y pasaron las jarras una y otra vez. La niebla verde se desvaneció hasta tal punto que Fafhrd, haciendo caso omiso de su idea sobre la droga, empezó a argumentar que incluso era una ilusión. El volumen de los crujidos en la parte superior del castillo iba en aumento, y el Ratonero supuso que los malignos rollos de la biblioteca, sin la protección que les proporcionaba la humedad, se habían incendiado. Tuvieron una prueba de ello cuando aquella especie de osezno abortado, del que se habían olvidado por completo, bajó por la rampa con un movimiento torpe y asustado. Un rastro de pelusa decorosa brotaba ya de su pellejo desnudo. Fafhrd le echó unas gotas en el morro, lo cogió y se lo ofreció al Ratonero.

—Quiere que le besen —bromeó.

—Bésale tú, en memoria del encantamiento porcino —replicó el Ratonero.

Esta conversación sobre besos hizo que sus pensamientos retornaran a Ahura. Olvidada su rivalidad, por lo menos de momento, la persuadieron de que les ayudara a determinar si los encantamientos de su hermano habían desaparecido por completo. Un moderado número de abrazos lo demostró con claridad.

—Ahora que caigo en ello —dijo el Ratonero alegremente—. Nuestra misión aquí ya ha terminado, Fafhrd, ¿no crees que es hora de que nos pongamos en camino hacia tus vigorosas tierras nórdicas con toda esa nieve vivificante?

Fafhrd apuró una jarra y cogió la otra.

—¿El norte? —dijo pensativo—. ¿Qué es sino un lugar lleno de reinecillos mezquinos y azotados por las heladas, que no saben nada de las amenidades de la vida? Por eso me marché de allí. ¿Volver? ¡Por el justillo hediondo de Thor, ahora no!

El Ratonero sonrió sagazmente y bebió el resto del vino. Entonces, viendo al murciélago todavía aferrado a su manga, extrajo de su bolsa un estilo, tinta y un trozo de pergamino, y, mientras Ahura reía por encima de su hombro, escribió:

«A mi viejo hermano en mezquinas abominaciones, ¡saludos! Con el más profundo pesar debo informarte de la escandalosa, afortunada y totalmente imprevista huida de dos rudos y desagradables individuos del Castillo llamado Niebla. Antes de marcharse, me expresaron la intención de regresar a alguien llamado Ningauble —tú eres ese Ningauble, maestro, ¿no es cierto?— y arrancarle seis de sus siete ojos como recuerdo. Por ello, creo que es de justicia advertirte. Créeme, soy tu amigo. Uno de los individuos era muy alto y a veces sus gritos tenían un cierto parecido con el habla. ¿Le conoces? El otro llevaba un atuendo gris y era de ingenio extremo y gran belleza, inclinado a...

Si alguno de ellos hubiera mirado el cadáver de Anra Devadoris en aquel momento, habría visto un ligero movimiento de la mandíbula inferior. Finalmente, abrió la boca y salió de ella un diminuto ratón negro. La criatura parecida a un cachorro, a quien Fafhrd había acariciado y en la que el vino había sembrado las semillas de la seguridad en uno mismo, se abalanzó ebriamente contra él, y el ratón se escabulló chillando hacia la pared. Una jarra de vino lanzada por Fafhrd se hizo añicos al chocar con una grieta; Fafhrd había visto, o así lo creía, el desagradable lugar de donde había salido el ratón.

—Ratones en su boca —dijo entre accesos de hipo—. ¡Qué sucios hábitos para un apuesto joven! Qué repugnante y degradante es eso de creerse un adepto.

—Recuerdo lo que una bruja me dijo de los adeptos —comentó el Ratonero—. Dijo que si uno de ellos llega a morir, su alma se reencarna en un ratón. Si, como tal ratón, logra matar a una rata, su alma pasa a esa rata. Como tal, debe matar a un gato, como gato a un lobo, como lobo a una pantera y como una pantera a un hombre. Entonces, puede reanudar su condición de adepto. Naturalmente, es raro que alguien recorra toda la secuencia y, en cualquier caso, requiere mucho tiempo. Tratar de matar a una rata es suficiente para que un ratón se sienta satisfecho de sí mismo.

Fafhrd negó solemnemente la posibilidad de semejante estupidez, y Ahura lloró hasta que llegó a la conclusión de que la condición ratonil interesaría más que decepcionaría a su peculiar hermano. Tomaron más vino de la jarra restante. Los crujidos en las estancias superiores se habían vuelto estruendosos, y un brillante resplandor rojizo consumía las sombras. Los tres aventureros se prepararon para abandonar el lugar.

Entretanto, el ratón y otro muy parecido a él, asomó la cabeza por la grieta y empezó a lamer los fragmentos de la jarra húmedos de vino, sin apartar su mirada temerosa de los reunidos en la gran sala, pero sobre todo al pequeño y contoneante candidato a oso.

—Nuestra misión ha terminado —dijo el Ratonero—. Propongo que regresemos a Tiro.

—Yo prefiero ir hacia la Puerta de Ning y Lankhmar —observó Fafhrd—. ¿O es eso un sueño?

El Ratonero se encogió de hombros.

—Tal vez Tiro sea el sueño. Lankhmar no me parece mal.

—¿Podría ir una muchacha? —preguntó Ahura.

Una gran ráfaga de viento, frío y puro, barrió los restos de niebla. Cruzaron la puerta y vieron el manto de estrellas suspendidas en el cielo con su coherencia intrínseca.