Desnudo hasta el taparrabos y con la bolsa de amuleto colgada bajo la barbilla, el Ratonero Gris se asomó como una lagartija sobre el bauprés del balandro Tesoro Negro, y miró fijamente hacia la profundidad del mar. La luz del sol, apenas detenida por ligeros racimos de nubes, calentaba su espalda profundamente curtida, pero su cuerpo estaba frío con la magia de la situación.
A su alrededor, el mar Interior permanecía en calma como un lago de mercurio en el sótano del castillo de un hechicero. Ninguna onda llegaba desde el lejano horizonte hacia el sur, el este y el norte, ni rebotaba desde la cortina de cremosa roca que se elevaba verticalmente a un tiro de flecha hacia el oeste y que tenía una altura de unos buenos tres tiros de flecha. El Ratonero y Fafhrd habían subido a la roca el día anterior, haciendo desde su cumbre un alarmante descubrimiento.
El Ratonero podía haber pensado en esas cuestiones, o en el sombrío hecho de que se encontraban con un mar en calma, con pocos alimentos y menos agua (y un prohibido barril de licor), tras una navegación aburrida hacia el oeste, desde Ool Hrusp, el último puerto civilizado de aquella costa..., o incivilizado incluso. Podría haberse preguntado por el canto seductor que pareció llegarles desde el mar la pasada noche, como si unas voces femeninas improvisaran suavemente sobre los temas de las olas que siseaban contra la arena, gorgoteando melodiosamente entre las rocas y gritando como el viento contra las cosías heladas. O quizá podría haber reflexionado sobre la locura de Fafhrd de ayer por la tarde, cuando el gran norteño empezó de repente a hablar dogmáticamente sobre encontrar para él y para el Ratonero «mujeres bajo el mar», y llegó incluso a asearse la barba y a cepillarse su túnica de piel de nutria y a limpiar sus mejores joyas masculinas, para estar adecuadamente ataviado como para recibir a las mujeres submarinas y despertar sus deseos. Fafhrd insistió en que había una antigua leyenda simorgiana, según la cual el séptimo día del séptimo mes del séptimo año del séptimo ciclo, el rey del mar viajaba al otro extremo de la tierra, dejando libres a sus hermosamente verdes y opalescentes esposas y a sus delgadas y maravillosamente plateadas concubinas, para que encontraran amantes si podían..., y Fafhrd aseguró estridentemente que, por la calma espectral y otras señales ocultas, sabía que aquél era el lugar donde el rey del mar tenía su hogar, y que aquél era precisamente el día en que se marchaba.
El Ratonero le señaló en vano que no habían visto el más débil trazo de pez de aspecto femenino desde hacía varios días; que no había a la vista ninguna isla o playa adecuadas para estar con sirenas, ni para tomar baños de sol, como aseguraba la tradición popular; que no había cascos negros ni destartaladas naves piratas navegando por allí y que, presumiblemente, podrían haber tenido hermosas cautivas bajo los puentes, o sea, técnicamente «bajo el agua»; que la región, aparte la engañosa cortina de roca cremosa, era la última de la que se podía esperar ver salir a mujeres; y, en fin, que el Tesoro Negro no había sido observado por ninguna clase de mirada femenina desde hacía varias semanas, ni a babor, ni a estribor. Fafhrd contestó simplemente, con una aplastante convicción, que las mujeres del rey del mar estaban allí abajo, que ahora estaban preparando un canal o paso mágico a través del cual los seres que respiraban aire podrían visitarlas, y que lo mejor que podía hacer el Ratonero era prepararse como él mismo para descender rápidamente en cuanto llegara la llamada.
El Ratonero pensó que el calor y el aspecto deslumbrante del sol implacable —junto con a los repentinos e intensos anhelos normales de todos los marinos que se encontraban en el mar desde hacía mucho tiempo— tenían que haber descompuesto a Fafhrd, y terminó por abandonar su intento de convencer al norteño para que llevara un sombrero de ala ancha y no se le salieran los ojos de las órbitas. Para el Ratonero, fue un gran alivio ver cómo Fafhrd caía sumido en un profundo sueño con la llegada de la noche, aunque entonces la ilusión —o la realidad— del dulce canto de las sirenas comenzó a perturbar su propia tranquilidad.
Sí, el Ratonero podría haber pensado muy bien en cualquiera de estas cuestiones, y sobre todo en las manifestaciones proféticas de Fafhrd, mientras se encontraba bajo el sol caliente sobre el sólido bauprés del Tesoro Negro. Sin embargo, el hecho era que únicamente le preocupaba la maravilla de jade, tan cercana que casi podía extender una mano hacia abajo para tocar el principio.
Resulta conveniente aproximarse a todos los milagros y maravillas por fases o de un modo gradual, y nosotros lo podemos hacer así examinando otro de los aspectos del vítreo paisaje marino en el que el Ratonero también podría estar pensando..., aunque no lo estaba.
Aunque la superficie del mar Interior que rodeaba el balandro no mostraba ninguna onda ni estremecimiento por pequeño que fuera, tampoco aparecía perfectamente plano. Aquí y allá, de un modo disperso, se veía rizada por pequeñas depresiones, del tamaño y la forma aproximadas de un plato llano, como si unos invisibles y gigantescos escarabajos de agua, del peso de una pluma, se encontraran sobre ellas..., aunque las depresiones no estaban configuradas de acuerdo con ningún modelo de seis patas, o de cuatro, o incluso de tres. Más aún, un pequeño tallo de aire parecía descender desde el centro de cada depresión, alcanzando una distancia indefinida en el interior del agua, como los diminutos torbellinos que se forman a veces cuando se estira del tapón turquesa de la bañera, llena hasta el borde, de la Reina del Este... (o como el desagüe incontenible de una bañera hecha con cualquier material pobre, perteneciente a cualquier persona humilde), excepto que en este caso no se producía ningún remolino de agua y los tallos de aire no estaban cortados ni enredados en ninguna parte, sino que eran rectos, como estoques de hoja delgada con unas guardas en forma de pequeños platos, pero todo ello tan invisible como el aire que había penetrado en las aguas inmóviles que rodeaban al Tesoro Negro; o como un bosque disperso de invisibles tallos de azucenas que hubiera surgido alrededor del balandro.
Imagínense una depresión, llena de aire, aumentada de tal modo que el plato no tuviera el tamaño de la palma de la mano, sino la longitud de una buena lanza, y que la hoja recta de lo que parecía una espada no tuviera el ancho de una uña, sino su buen metro y medio; imagínense al balandro con toda su proa hacia abajo, introducida en aquella depresión poco profunda, pero deteniéndose justo poco antes de llegar al centro, y flotando inmóvil allí; imagínense el bauprés de la nave ligeramente inclinada, proyectándose sobre el centro exacto del tubo central o pozo de aire; imagínense a un hombre pequeño, fornido, tostado como una nuez, con un taparrabos gris, echado a lo largo del bauprés, con los pies abrazados contra la barandilla de la cubierta de proa y mirando directamente hacia las profundidades del tubo..., y comprenderán con toda exactitud la situación de Ratonero Gris.
Encontrarse en la situación de Ratonero y mirar tubo abajo, resultaba muy fascinante; una experiencia calculada para eliminar cualquier otro tipo de pensamientos de la mente de un hombre..., ¡e incluso de una mujer! Aquí, el agua, a un tiro de flecha de la cremosa pared rocosa, era verde, notablemente clara, pero demasiado profunda para permitir ver el fondo... Las sondas tomadas el día anterior demostraban que el fondo se encontraba a unos cuarenta o cuarenta y cinco metros de distancia. El tubo, del tamaño de un pozo, bajaba a través del agua formando una circunferencia tan perfecta y suave como si estuviera recubierta de vidrio; de hecho, el Ratonero podría haber pensado que estaba recubierta de cristal —que el agua que la rodeaba había quedado de algún modo helada inmediatamente o endurecida sin alterar por ello su transparencia—, excepto por el hecho de que ante el sonido más ligero, como el toser del Ratonero, pequeños estremecimientos corrían arriba y abajo, en forma de series de ondas circulares.
El Ratonero ni siquiera podía empezar a imaginar qué poder era capaz de impedir que el tremendo peso del mar inundara el tubo en un instante.
Sin embargo, era infinitamente fascinante mirar hacia abajo por el tubo. La luz del sol, transmitida a través del agua del mar, lo iluminaba hasta una considerable profundidad, dándole un color verdoso, y el muro circular producía extrañas travesuras con la distancia. Por ejemplo, en este momento en que el Ratonero miraba oblicuamente por la parte lateral del tubo, vio un grueso pez, tan largo como su brazo, nadando alrededor del tubo y acercando su cabeza a él. La figura del pez le resultaba muy familiar y, sin embargo, no podía decir cuál era su nombre. Entonces, ladeando la cabeza y mirando al mismo pez a través del agua clara que rodeaba el tubo, vio que el pez tenía tres veces la longitud de su cuerpo... en realidad, se trataba de un tiburón. El Ratonero se estremeció y se dijo a sí mismo que la pared curvada del tubo debía actuar como las lentes de reducción utilizadas por unos pocos artistas en Lankhmar. En general, el Ratonero podría haber llegado a la conclusión de que el túnel vertical existente en el agua era una ilusión nacida del brillo del sol y de la autosugestión, y que se le habrían salido los ojos de las cuencas, y se habría llenado los oídos de cera para no escuchar más cantos de sirena y después quizá habría echado un trago del licor prohibido y se habría marchado a dormir, de no haber sido por otras circunstancias que lograban dar a todo el asunto una mayor firmeza de realidad. Por ejemplo, había una cuerda fuertemente atada al bauprés y que colgaba hacia el centro del tubo, y aquella cuerda crujía de vez en cuando con el peso que colgaba de ella y, además, por el hueco del túnel surgían hilillos de humo negro (que eran los que hacían toser al Ratonero), y finalmente, allá abajo, en el hueco, se veía arder una antorcha —tan profunda se encontraba que su llama no se veía mayor que la de un candil—, y justo al lado de la llama, algo oscurecido por el humo y muy empequeñecido por la distancia, se observaba el rostro de Fafhrd, que miraba hacia arriba.
El Ratonero estaba inclinado para captar la realidad de cualquier cosa que pudiera sucederle a Fafhrd, sobre todo cualquier cosa de tipo físico; los casi dos metros diez del norteño formaban un bulto de materia sólida demasiado enorme como para imaginárselo deambulando de la mano de ilusiones.
Los acontecimientos que condujeron a aquella situación —la cuerda, el humo y Fafhrd introducido en el pozo de aire—, habían sido muy sencillos. Al amanecer, el balandro había comenzado a deslizarse misteriosamente entre las depresiones de agua, sin que existiera ningún viento o corriente perceptible. Poco después había chocado contra el borde de la gran depresión en forma de plato, deslizándose hasta alcanzar su posición actual, con una cierta precipitación, para quedarse allí, helado, como si el bauprés del balandro y el túnel fueran polos magnéticos que se atrajeran mutuamente hasta quedar totalmente acoplados. Después, mientras el Ratonero lo observaba todo con los ojos muy abiertos y con unos dientes castañeteantes, Fafhrd había mirado por el pozo, gruñó con una estólida satisfacción, deslizó por el pozo la cuerda atada y después procedió a descender él mismo por la cuerda, con la mente aparentemente llena tanto de amor como de guerra; se había perfumado el pelo del pecho y de los sobacos, se había puesto pomada en el pelo y en la barba, una túnica de seda azul bajo la de piel de nutria, y todos sus collares de plata, así como sus brazaletes, broches y anillos, aunque también se sujetó bien la espada y el hacha a ambos costados y se puso finalmente las botas claveteadas. Después, encendió una larga y delgada antorcha de pino resinoso en el fogón de la galería y cuando estaba encendida con toda su potencia y a pesar de los gritos solícitos del Ratonero y de todas sus protestas, se subió al bauprés y descendió hacia el interior del hueco, utilizando los dedos gordo e índice de su mano derecha para sostener la antorcha y los otros tres dedos de la misma mano, así como la mano izquierda, para agarrar la cuerda. Sólo entonces habló, diciéndole al Ratonero que se preparara y le siguiera si es que era un hombre apasionado y no un perezoso insensible.
El Ratonero se preparó, quitándose la mayor parte de sus ropas —se le ocurrió pensar que tendría que zambullirse para buscar a Fafhrd cuando el hueco se diera cuenta de la imposibilidad de la situación y se cerrara sobre él—, y había colocado sobre la cubierta su propia espada Escalpelo y su cuchillo Quijada de Gato, introducidos en sus vainas de piel de foca engrasada, con la idea de que podría necesitarlos para luchar contra los tiburones. Después, como ya hemos visto, se situó en el bauprés, observando el lento descenso de Fafhrd y dejando que le embargara toda la fascinación de la situación.
Finalmente, bajó la cabeza y llamó suavemente, hacia el interior del hueco:
—Fafhrd, ¿has llegado ya al fondo? —preguntó, frunciendo el ceño ante las ondas en forma circular que hasta aquella suave llamada produjo, y que descendieron a lo largo del agujero, para subir después por efecto de la reflexión.
—¿QUE HAS DICHO?
El grito de contestación de Fafhrd, concentrado por el tubo, y surgiendo de él como si fuera un proyectil sólido, casi arrojó al Ratonero del bauprés. Pero lo más terrorífico de todo fue que las ondas circulares que acompañaron al grito fueron tan enormes que casi parecieron cerrar el túnel por completo, estrechando la abertura de metro y medio casi totalmente y arrojando una lluvia de gotas contra el rostro del Ratonero cuando las ondas alcanzaron la superficie, elevando los bordes del hueco como si el agua fuera elástica, y volviendo después a descender a lo largo del tubo.
El Ratonero cerró los ojos con una expresión de terror, pero cuando los volvió a abrir el hueco seguía estando allí y las gigantescas ondas circulares empezaban a desaparecer.
Hablando en voz un poco más alta que la primera vez, pero mucho más patéticamente, el Ratonero dijo, asomándose hacia abajo:
—Fafhrd, ¡no vuelvas a hacer eso!
—¿QUE?
En esta ocasión, el Ratonero estaba preparado..., pero fue igualmente horrible para él ver cómo aquellos enormes anillos viajaban hacia arriba y después hacia abajo del tubo, en un movimiento peristáltico de color verdoso. Decidió firmemente no decir nada más, pero precisamente entonces comenzó Fafhrd a hablar por el tubo con un tono de voz cuyo volumen parecía más racional..., pues los anillos que produjo apenas si fueron más gruesos que la muñeca de un hombre:
—¡Vamos, Ratonero! ¡Es muy fácil! ¡Sólo tienes que dejarte caer los últimos dos metros!
—¡No te sueltes, Fafhrd! —exclamó instantáneamente el Ratonero—. ¡Sube!
—¡Ya lo he hecho! Quiero decir que ya he bajado. Estoy en el fondo. ¡Oh, Ratonero...!
La última parte de las palabras de Fafhrd estaba tan llena de una mezcla de temor y excitación, que el Ratonero le preguntó inmediatamente:
—¿Qué? Oh, Ratonero... ¿qué?
—¡Es maravilloso, asombroso, fantástico! —le llegó la respuesta desde abajo.
En esta ocasión, las palabras llegaron hasta él repentinamente debilitadas, como si Fafhrd hubiera realizado una o dos imposibles vueltas en el interior del tubo.
—¿Qué es, Fafhrd? —preguntó el Ratonero, y en esta ocasión, su voz sólo produjo unas ondas circulares moderadas—. No te marches, Fafhrd. Pero ¿qué es lo que hay allá abajo?
—¡De todo! —le llegó la respuesta, no tan debilitada esta vez.
—¿Hay mujeres? —preguntó el Ratonero.
—¡Está lleno!
El Ratonero suspiró. Sabía que había llegado el momento, como llegaba siempre, en el que las circunstancias externas y las necesidades internas exigían llevar a cabo una acción; cuando la curiosidad y la fascinación emborronaban la escala de la precaución; cuando el atractivo de una visión y de una aventura se hacía tan grande y se introducía tan profundamente en el ser, que tenía que responder al estímulo o ver cómo desaparecía su más profundo respeto de sí mismo.
Por otra parte, sabía por larga experiencia que la única forma de sacar a Fafhrd de las situaciones difíciles en las que él mismo se metía era ir a buscar a aquel bravucón perfumado y armado.
Así pues, el Ratonero se levantó, sujetó a su cinturón las armas envainadas en piel de foca, colgó a su lado un pequeño látigo anudado con un nudo corredizo en uno de sus extremos, se aseguró de que las escotillas del balandro estaban bien cerradas, de que el fuego se encontraba bien conservado en el fogón, murmuró una breve y enojada oración a los dioses de Lankhmar y, finalmente, inclinándose sobre el bauprés, descendió al interior del hueco verdoso.
El hueco era frío y olía a pescado, humo y pomada de Fafhrd. En cuanto penetró en él, la principal preocupación del Ratonero fue, para sorpresa propia, no tocar las paredes vítreas. Tenía la sensación de que aun cuando sólo las rozara, la milagrosa «piel» del agua se rompería y él sería tragado como es tragado un pequeño punto de aceite que flota en un cuenco de agua, con su diminuta «piel de agua», cuando ésta se rompe. Descendió rápidamente, nudo a nudo, sujetándose con las manos, sin apenas tocar con los pies la cuerda que se extendía por debajo de él, rezando para que no se produjera ningún balanceo y para conseguir controlarlo si se producía. Se le ocurrió que debía haber dicho a Fafhrd que sujetara la cuerda desde el fondo, si es que podía, y, sobre todo, haberle dicho que no hablara por el tubo mientras él descendía —la idea de ser estrujado por aquellas terribles ondas circulares de agua le resultó casi insoportable—. ¡Pero ahora era ya demasiado tarde! Cualquier palabra que pronunciara ahora haría que el norteño le respondiera casi seguramente con un grito.
Tras haber tomado buena nota de estos primeros temores, aunque no por ello se desvanecieran, el Ratonero comenzó a inspeccionar todo lo que le rodeaba. El luminoso mundo verde no parecía una simple esmeralda, como le había parecido al principio. Había vida en él, aunque no en gran abundancia: delgados filamentos de algas festoneadas de marrón; medusas casi invisibles, con sus flequillos opalescentes colgando; diminutas rayas oscuras, flotando como murciélagos; pequeños peces de agallas plateadas, planeando y moviéndose con rapidez..., algunos de ellos, como uno de anillos azules y amarillos y otros de diminutos puntos negros, disputándose perezosamente los desperdicios matutinos del Tesoro Negro, que el Ratonero reconoció por una larga y pálida costilla de vaca que Fafhrd había roído durante un momento, antes de lanzarla por la borda.
Al mirar hacia arriba, tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar, lleno de horror. El casco del balandro, con su figura oscura aunque moteada de burbujas, parecía encontrarse siete veces más arriba que la distancia que él había descendido por los nudos que había contado. Sin embargo, mirando directamente hacia arriba, vio que el círculo de cielo de un azul profundo no había disminuido de un modo correspondiente, mientras que el bauprés seguía siendo grueso. La curva del tubo había hecho disminuir el tamaño del balandro, de la misma forma que sucediera con el tiburón. La ilusión era más extraña y preocupante, nada más.
Y ahora, mientras el Ratonero continuaba suavemente su descenso, el círculo existente sobre él se hizo cada vez más pequeño y más profundamente azul, convirtiéndose en una fuente de cobalto, en un plato y finalmente en algo poco más grande que una extraña moneda ultramarina formada por el punto convergente del tubo y de la cuerda y en la que el Ratonero creyó ver brillar una estrella. Arrojó hacia ella unos pocos besos rápidos, pensando en lo mucho que se parecían a las últimas burbujas emitidas por un hombre. La luz se debilitó. Alrededor de él, los colores se desvanecieron, las algas festoneadas de marrón se volvieron grises, el pez perdió sus anillos amarillos, y las propias manos del Ratonero se hicieron azules, como las de un cadáver. Y entonces empezó a distinguir débilmente el fondo del mar, a la misma distancia extravagante por debajo de él a la que se encontraba el balandro por encima, aunque inmediatamente debajo de él el fondo parecía estar extrañamente velado o alfombrado y sólo más lejos podía distinguir rocas y crestas de arena.
Le dolían los brazos y los hombros. Las palmas de las manos le quemaban. Un mero, monstruosamente grueso, nadó hasta el tubo y le siguió hacia abajo, trazando círculos. El Ratonero le miró amenazadoramente y el animal abrió una boca enormemente grande, de luna llena. El Ratonero observó los afilados dientes y se dio cuenta entonces de que se trataba del tiburón que había visto antes, o de otro similar, empequeñecido por la lente del tubo. Los dientes se cerraron, algunos de ellos en el interior del tubo, a sólo unos centímetros de él. La «piel» del agua no se rompió desastrosamente, aunque el Ratonero tuvo la extraña impresión de que el «bocado» derramó un poco de agua en el interior del tubo. El tiburón continuó nadando en círculo a una distancia moderada y el Ratonero se guardó mucho de dirigirle otra mirada amenazadora.
Mientras tanto, el olor a pescado se había hecho mucho más fuerte, como también había aumentado la cantidad de humo existente en el tubo, pues ahora el Ratonero tuvo que toser a pesar de sí mismo, enviando arriba y abajo las ondas circulares de agua. Luchó consigo mismo para suprimir una sensación de angustia..., y en aquel preciso momento sus pies ya no tocaron más cuerda. Se desató la cuerda extra que llevaba atada al cinturón, descendió otros tres nudos, ató la cuerda al segundo nudo y continuó descendiendo hacia el fondo.
Cinco nudos más abajo, sus pies se posaron sobre una fría suciedad. Desprendió las agarrotadas manos de la cuerda, moviendo los dedos, al mismo tiempo que llamaba, con suavidad, pero con enojo:
—¡Fafhrd!
Después, miró a su alrededor.
Se encontraba en el centro de una gran y baja tienda de aire, cuyo piso estaba formado por la suciedad aterciopelada del fondo, en la que se hundió hasta los tobillos; el techo estaba formado por la superficie inferior del agua, de un color plomizo brillante; aunque pareciera extraño, poseía abultamientos y huecos, con importantes protuberancias hacia abajo aquí y allá. La tienda de aire tenía aproximadamente unos tres metros y medio de altura al pie del tubo. Su diámetro parecía ser por lo menos veinte veces superior, aunque era imposible juzgar hasta dónde se extendían sus bordes, por varias razones: la gran irregularidad del techo de la tienda; la dificultad de suponer siquiera la extensión de algunas zonas externas, en las que la distancia entre el techo de agua y el fondo de suciedad sólo se podía medir por centímetros; el hecho de que la luz gris transmitida desde arriba apenas permitía una visión decente a más de una docena de metros de distancia; y finalmente la circunstancia de que había por allí bastante humo de antorcha, que se acumulaba en algunos lugares cerca del techo, formando bolsas, aunque también se deslizaba poco a poco por el tubo, hacia arriba.
El Ratonero no podía concebir cuáles eran las fabulosas fuerzas que mantenían el pesado techo del océano, del mismo modo que tampoco podía imaginar cuál era la fuerza que mantenía abierto el tubo.
Retorciendo desagradablemente las ventanas de la nariz, tanto a causa del humo como por el fuerte olor a pescado, el Ratonero recorrió con la mirada toda la circunferencia de la tienda. Vio por fin un débil resplandor rojizo en la mancha negra más espesa, y un poco después apareció Fafhrd. La humeante llama de la antorcha de pino, que sólo estaba medio consumida, mostró al norteño enfangado de suciedad hasta los muslos, apretujando contra un costado, con su brazo izquierdo libre, una goteante mezcolanza de diversos objetos brillantes. Se había inclinado algo, pues el techo se abombaba hacia abajo donde él se encontraba.
—¡Cerebro de grasa de ballena! —le saludó el Ratonero—. ¡Apaga esa antorcha antes de que nos ahoguemos de humo! Podemos ver mucho mejor sin ella. ¿O es que prefieres cegarte con el humo con tal de tener luz? ¡Zoquete!
Para el Ratonero sólo había una forma evidente de apagar la antorcha, introduciéndola en el fango humedecido del suelo, pero Fafhrd, aunque sonrió muy agradablemente y de un modo ausente ante la sugerencia del Ratonero, tenía otra idea. A pesar del angustioso grito de advertencia de su compañero, elevó la llama, introduciéndola en el techo acuoso.
Se produjo un fuerte silbido y una gran humareda de vapor y, por un instante, el Ratonero creyó ver realizados sus más terribles presentimientos, pues el chorro de agua surgió del punto donde se apagó la antorcha, cayendo sobre el cuello de Fafhrd. Pero cuando empezó a desaparecer el vapor, fue evidente que el resto del mar no iba a descender del mismo modo que aquel chorro, al menos por el momento. Sin embargo, ahora había una amenazadora protuberancia, como un tumor redondeado, en el techo, allí donde Fafhrd apagara la antorcha, y por allí descendía continuamente un chorro del grueso de una pluma, que abría un pequeño cráter en el fango del suelo.
—¡No hagas eso! —le ordenó el Ratonero, lleno de furia.
—¿Esto? —preguntó Fafhrd, introduciendo un dedo por el techo de agua, cerca de donde se encontraba el chorro.
Se produjo una nueva fisura, que se convirtió inmediatamente en un nuevo chorro de agua, de modo que ahora había dos bultos chorreantes, uno al lado del otro, como dos pechos.
—Sí, eso... No lo vuelvas a hacer —se las arregló para contestar el Ratonero con una voz distante y elevada a causa del control de sí mismo que tuvo que esforzarse por mantener para no enojarse con Fafhrd, provocando quizá más pruebas irresponsables.
—Muy bien, no lo haré —le aseguró el norteño—. Aunque estos dos chorros tardarían años en llenar de agua esta cavidad —añadió, mirando pensativamente los dos hilillos de agua.
—¿A quién se le ocurre hablar de años aquí abajo? —espetó el Ratonero—. ¡Imbécil! ¡Cabeza de hierro! ¿Por qué me has mentido? Me has dicho que aquí había «de todo». Que había «todo un mundo». ¿Y qué es lo que me encuentro? ¡Nada! ¡Una zona miserablemente pequeña y llena de fango maloliente!
Y el Ratonero dio una patada en el suelo, lleno de rabia, lo que sólo sirvió para llenarle de fango, mientras que un pez jadeante y fosforescente, que se encontraba enterrado en el lodo, le miró con aire acusador.
—Esa patada tan basta —dijo Fafhrd con suavidad— puede haber reventado el afiligranado cráneo plateado de una princesa. ¿Dices que «nada»? ¡Mira, Ratonero! Mira qué tesoros he encontrado en esta zona maloliente como tú dices.
Al acercarse hacia el Ratonero, deslizándose suavemente con sus grandes pies a través de la parte superior del fango, a pesar de sus botas claveteadas, sacudió los objetos brillantes que llevaba en el brazo izquierdo e introdujo los dedos de la mano derecha entre ellos.
—¡Mira! —dijo—. Joyas como jamás fueron soñadas por los que navegaban allá arriba. Sólo he tenido que recogerlas del fango mientras estaba buscando otra cosa.
—¿Qué otra cosa andabas buscando? —preguntó el Ratonero con aspereza, aunque mirando ávidamente los objetos brillantes.
—El camino —contestó Fafhrd en tono algo quejumbroso, como si el Ratonero tuviera que saber ya de qué se trataba—. El camino que desde alguna esquina o pliegue de esta tienda de aire debe conducir hacia donde se encuentran las mujeres del rey del mar. Estas cosas son una promesa segura de que ese camino existe. Mira, Ratonero.
Abrió el brazo izquierdo, que mantenía doblado, y con una gran delicadeza, utilizando sólo las yemas de dos dedos, levantó una máscara metálica.
Bajo aquella tenebrosa luz gris resultaba imposible decir si el metal era oro o plata, o estaño o incluso bronce, como tampoco se podía saber si las anchas y onduladas vetas que mostraba, como los trazos de gotas de sudor o de lágrimas, de un color verde—azulado, eran cardenillo o lodo. Sin embargo, estaba claro que se trataba de un objeto femenino, patricio, seductor, atractivo aunque cruel, inolvidablemente hernioso. El Ratonero lo agarró con avidez, aunque con enojo, y toda la parte inferior del rostro de la máscara se encogió en su mano, dejando solamente la orgullosa frente y las órbitas de los ojos, que le miraban mucho más trágicamente que unos ojos verdaderos.
El Ratonero retrocedió, esperando quizá que Fafhrd le pegara, pero, al mismo tiempo, vio que el norteño se volvía y, elevando su brazo derecho, señalaba algo con el índice, como si fuera un semáforo de baja altura.
—¡Tenías razón, oh, Ratonero! —gritó Fafhrd con júbilo—. No sólo el humo de la antorcha, sino la propia luz era lo que me cegaba. ¡Mira! ¡Mira él camino!
La mirada del Ratonero se volvió hacia donde indicaba Fafhrd. Ahora que había desaparecido algo el humo y que la antorcha ya no arrojaba sus rayos de luz anaranjados, la desigual fosforescencia del fango y de los pequeños animales marinos moribundos, desparramados por allí, empezaron a verse con cierta claridad, a pesar de la apagada luz que se filtraba desde arriba.
La fosforescencia, sin embargo, no era desigual en todas partes. Empezando por el hueco del que colgaba la cuerda, un camino de un ininterrumpido brillo amarillo—verdoso se dirigía hacia una poco prometedora esquina de la tienda de aire, donde parecía desaparecer.
—No lo sigas, Fafhrd —dijo automáticamente el Ratonero.
Pero el norteño ya había empezado a moverse. Pasó junto a él, dando largas zancadas. Poco a poco, su brazo doblado comenzó a abrirse y los tesoros que había recogido del fango fueron cayendo uno tras otro sobre el lodo. Llegó al camino y empezó a seguirlo, colocando sus pies, con botas claveteadas, en el centro mismo.
—No lo sigas, Fafhrd —repitió el Ratonero sin ninguna esperanza, de un modo casi implorante, como él mismo tuvo que admitir—. Te digo que no lo sigas. Sólo conduce a una muerte segura. Aún podemos regresar, subiendo por la cuerda. Y nos podemos llevar lo que has recogido...
—Pero, mientras hablaba, él mismo estaba siguiendo el túnel a Fafhrd, recogiendo los objetos que su camarada dejaba caer, aunque con mucho mayor cuidado de lo que había cogido la máscara. Mientras continuaba haciéndolo, el Ratonero se dijo que no valía la pena hacer aquel esfuerzo; aunque brillaron muy atractivamente, los collares, tiaras, petos afiligranados y broches no pesaban más ni eran más gruesos que trenzas de helechos muertos. No podía imitar la —delicadeza con que los cogiera Fafhrd y se deshacían en cuanto los tocaba.
Fafhrd volvió hacia él un rostro radiante, como quien está soñando en un último éxtasis. Cuando se deslizó de entre sus manos el último objeto que le quedaba, dijo:
—Eso no es nada..., no es más que la máscara..., simples hilillos de un tesoro. ¡Pero y la promesa que eso nos ofrece, Ratonero! ¡Oh, esa promesa!
Y, al decir esto, se volvió de nuevo hacia adelante y se detuvo bajo una gran protuberancia que formaba el techo.
El Ratonero lanzó una mirada hacia el brillante camino y el pequeño trozo circular de luz del cielo, con la cuerda de nudos que caía en el centro. Los delgados chorros de agua que caían de las dos «heridas» abiertas en el techo parecían ser cada vez más fuertes..., allí donde caían, el fango salpicaba en todas direcciones. Después, volviéndose, siguió a Fafhrd.
Al otro lado de la protuberancia, el techo volvía a elevarse por encima de la altura de la cabeza, pero las paredes de la tienda de aire se estrechaban mucho más. No tardaron en encontrarse avanzando a lo largo de un verdadero túnel abierto en el agua, un paso de color plomizo, de techo arqueado, no mucho más ancho que el camino de fosforescencia amarillo—verdosa que cubría el suelo. El túnel doblaba ahora a la izquierda, luego a la derecha, de modo que no podían ver una gran distancia por delante de ellos. De vez en cuando, el Ratonero creía escuchar débiles silbidos y gemidos que producían un eco a lo largo del túnel. Pisó un gran cangrejo que se retiraba a toda prisa y vio junto a él la mano de un hombre muerto, que surgía del fango brillante y, con un dedo de carne putrefacta, señalaba hacia el camino que ellos estaban siguiendo ahora.
Fafhrd se giró a medias hacia él y murmuró gravemente :
—Sígueme, Ratonero. ¡Hay algo de mágico en todo esto!
El Ratonero pensó que en su vida había escuchado una observación menos necesaria que aquélla. Se sentía muy deprimido. Ya hacía tiempo que había abandonado sus ruegos pueriles para que Fafhrd regresara... Sabía que no había forma de detener a Fafhrd, a no ser que se enzarzara en una pelea con él, lo cual les enviaría inevitablemente a ambos a través de las paredes acuosas del túnel, y ésa no era, en modo alguno, su intención. Claro que siempre podría volverse y regresar él solo. Sin embargo...
Con la monotonía del túnel y la de avanzar un pie detrás del otro, dejándolo caer con un suave chapoteo sobre el lodo, el Ratonero encontró tiempo para sentirse oprimido, pensando en el peso del agua que tenían sobre sus cabezas. Era como si estuviera andando mientras era perseguido por todas las naves del mundo. Su imaginación no podía pensar en otra cosa, excepto en el derrumbamiento repentino de las paredes del túnel. Encogía la cabeza, metiéndola entre los hombros, y eso era todo lo que podía hacer para no doblar los codos y las rodillas y dejarse caer sobre el fango, con la propia anticipación del acontecimiento que tanto temía.
El mar parecía hacerse un poco más blanco por delante de ellos y el Ratonero se dio cuenta de que se estaba aproximando a la parte inferior de la cortina de roca cremosa a la que él y Fafhrd habían subido el día anterior. El recuerdo de aquella escalada permitió, por fin, que su imaginación escapara a aquella sensación de ahogo, quizá porque se adaptaba bien a la necesidad de que tanto él como Fafhrd se elevaran de algún modo, saliendo de su apurada situación actual.
Había sido una ascensión muy difícil, si bien la roca pálida había demostrado ser dura y estable; aunque encontraron muy pocos salientes y lugares donde apoyar los pies, utilizaron la cuerda para avanzar por un estrecho paso, introduciendo a veces estacas en las grietas para crear un punto de apoyo allí donde no existía ninguno. Tenían grandes esperanzas de encontrar agua fresca y caza, pues se encontraban muy al oeste de Ool Hrusp y de sus Ratoneros. Cuando finalmente llegaron a la cima, con el cuerpo dolorido y resoplando a causa del esfuerzo, estuvieron más dispuestos a dejarse caer sobre el suelo y descansar un rato mientras observaban el paisaje de prados y árboles enanos que sabían era característico de otras partes de aquella solitaria península que se extendía hacia el sudoeste, entre los mares Interior y Exterior.
Pero en lugar de lo que esperaban encontrar, no hallaron nada. En cierto sentido, y si eso era posible, aquello era peor que nada. La cima, a la que tanto habían ansiado llegar, demostró no ser más que una simple esquina de roca de un metro y medio de anchura en su parte más amplia, con otros lugares más estrechos, mientras que, por el otro lado, la roca descendía más precipitadamente aún que por la vertiente que acababan de escalar —en realidad, la roca quedaba cortada en grandes zonas—, mostrando una distancia igual o incluso algo mayor. Desde aquella altura mareante, se extendía un horizonte lleno de olas, espuma y rocas.
Se encontraron a si mismos encaramados a una verdadera cortina rocosa, tan delgada como el papel en relación con su altura, y que se extendía entre el mar Interior y lo que, según se dieron cuenta, debía de ser el mar Exterior, que había ido abriéndose paso a través de la península inexplorada en esta región, aunque sin acabar de romperla por completo. Miraran hacia donde miraran, la vista sólo podía captar la misma situación, aunque el Ratonero creyó observar un espesamiento de la pared rocosa en dirección hacia Ool Hrusp.
Fafhrd se echó a reír ante aquella sorpresa; potentes risotadas de alegría que hicieron al Ratonero mirarle en silencio por temor a que la simple vibración de su voz pudiera hacer temblar y desmoronar el poco espacio rocoso, tan afilado como un cuchillo, sobre el que se hallaban encaramados. El Ratonero se sintió tan enojado con las risas de Fafhrd que se levantó y se balanceó hábilmente, lleno de rabia, sobre la costilla rocosa, pensando mientras tanto en la sabia advertencia de Sheelba:
—Lo sepas o no, el hombre camina por entre grandes abismos sobre una cuerda floja que no tiene ni principio ni fin.
Habiendo expresado así sus sentimientos de horrorizada conmoción, cada uno a su manera, los dos se quedaron observando más racionalmente la fría extensión marina que se abría bajo ellos. El oleaje y el gran número de rocas que emergían del agua daban la impresión de que el mar era menos profundo de lo que era en realidad, y Fafhrd opinó que se encontraban en un momento de bajamar, pues su conocimiento de la luna le decía que, en aquella región, las mareas tenían que ser en aquellos momentos muy acusadas. De las rocas que emergían, había una en especial que sobresalía: se trataba de un grueso pilar, a dos tiros de flecha de la pared rocosa y de una altura de cuatro pisos. El pilar mostraba un reborde que subía en forma de espiral, y que parecía como si hubiera sido hecho por la mano humana, mientras que en su gruesa base y cuando emergía de entre la espuma, parecía un extraño rectángulo lleno de algas que daba la impresión de que se trataba de una gran puerta rígida, aunque hacia dónde pudiera conducir aquella puerta y quién podría utilizarla eran cuestiones que les dejaron perplejos.
Después, como no hallaron contestación a aquella pregunta ni a otras, y como no cabía la menor duda de que allí no había caza ni agua fresca, descendieron hacia el mar Interior y hacia el Tesoro Negro, aunque, en esta ocasión, cada vez que colocaban una estaca lo hacían con el temor de que toda la pared rocosa pudiera desgajarse y desplomarse sobre ellos...
—¡Rocas!
El grito de advertencia de Fafhrd hizo que el Ratonero regresara a la realidad, abandonando la ensoñación de su memoria. Y la realidad cayó sobre él en un instante, como si hubiera descendido desde las elevadas paredes rocosas hasta un lugar situado a una distancia casi igual, pero bajo la base marina. Justo por encima de su cabeza, tres gruesas protuberancias rocosas descendían inexplicablemente, atravesando el acuoso techo gris del túnel. El Ratonero movió la cabeza con un estremecimiento al pasar bajo ellas, como tuvo que haber hecho el propio Fafhrd, y después, mirando hacia su camarada, observó otras protuberancias rocosas que se acercaban al túnel desde todas partes... A medida que avanzaba, vio que el túnel estaba cambiando, convirtiéndose, de uno de agua y fango, en otro cuyo techo, paredes y suelo empezaban a ser de roca sólida. La luz que atravesaba el agua empezó a desvanecerse tras ellos, pero la creciente fosforescencia, natural para la vida animal de la caverna marina, casi compensaba la falta de luz, dibujando débilmente su húmedo y rocoso camino y brillando aquí y allá de una forma especial y con una gran variedad de colores procedentes de las rayas, portillas, sensores y ojos luminosos de numerosos peces muertos y cangrejos.
El Ratonero se dio cuenta de que debían de estar pasando ahora por debajo de la cortina rocosa a la que él y Fafhrd subieran el día anterior, y que el túnel, que seguía abriéndose ante ellos, debía pasar por debajo del mar Exterior que ellos habían visto lleno de oleaje. Ya no percibía aquella inmediata sensación opresiva producida por el crujiente peso del océano sobre sus cabezas, o por el rozar de los codos contra aquella cosa mágica. Sin embargo, y en cierto sentido, aún le resultaba peor el pensamiento de que si se desmoronaba el tubo, la tienda de aire y el túnel que había tras ellos, una tremenda cantidad de agua penetraría de golpe en el túnel rocoso, ahogándoles. Cuando se encontraba con el techo de agua sobre la cabeza aún tenía la sensación de que, si todo aquello se desmoronaba, podría nadar hacia la superficie, arrastrando posiblemente consigo a Fafhrd. Pero aquí se encontraban definitivamente atrapados.
Cierto que el túnel parecía ascender, pero no lo bastante como para tranquilizar al Ratonero. Y, lo que era peor aún, si finalmente llegaba a emerger, lo haría en medio de aquella estrujante confusión de espuma que vieran el día anterior. En realidad, el Ratonero sentía cada vez menos esperanzas de salir con vida de allí, si es que le quedaban algunas. Sus sensaciones de depresión y condenación final, se fueron hundiendo gradualmente hasta alcanzar su punto más bajo y, en un desesperado esfuerzo por elevar un poco su estado de ánimo, se imaginó la más entusiasta de las tabernas que conocía en Lankhmar..., un gran sótano gris, todo iluminado con antorchas, con el vino corriendo de las jarras a los vasos, con el sonido de las cartas y las monedas y las voces que rugían y gritaban, con el humo impregnándolo todo, con las mujeres desnudas retorciéndose en bailes lascivos...
—¡Oh, Ganador...!
El profundo y sentido murmullo de Fafhrd y la gran mano del norteño apoyada en su pecho, detuvieron el lento caminar del Ratonero, sin que éste pudiera estar seguro de si su espíritu volvía a regresar bajo el mar Exterior, o produjo simplemente una fantástica alteración de lo que había estado imaginando hasta entonces.
Se encontraban ante la entrada a una enorme gruta submarina qué se elevaba, en múltiples escalones y terrazas, hacia un techo indefinido del que descendía, como una neblina plateada, un brillo tres veces más potente que la luz de la luna. La gruta olía a mar, como el túnel que acababan de abandonar; también estaba lleno de peces muertos, anguilas y pequeños pulpos desparramados por todas partes; los moluscos, pequeños y grandes, estaban adheridos a las paredes y esquinas, entre algas colgantes y fibras de color verde plateado, mientras que los diversos nichos y oscuras puertas circulares, e incluso el suelo con escalones y terrazas parecía estar formado en parte por la acción de las aguas y de la arena.
La neblina plateada no caía casualmente, sino que se concentraba en remolinos y ondas de luz sobre tres terrazas. La primera de ellas estaba situada en un lugar central y sólo un trozo nivelado y después unas pocas repisas bajas la separaban de la boca del túnel. Sobre esta terraza se encontraba una gran mesa de piedra de cuyos lados colgaban algas, con unas patas llenas de moluscos incrustados, mientras que la parte superior, de mármol granulado y moteado, estaba pulido, ofreciendo un aspecto de exquisita suavidad. En uno de los extremos de la mesa había un gran cuenco dorado y dos copas igualmente doradas situadas a ambos todos del cuenco.
Más allá de la primera terraza se elevaba una segunda hilera de escalones, con zonas de sombras amenazantes que las apretaban desde ambos lados. Detrás de las zonas de oscuridad se encontraban una segunda y una tercera terrazas iluminadas por la luz plateada. La que estaba a la derecha, del lado de Fafhrd, pues él se hallaba a la derecha de la boca del túnel, aparecía amurallada y arqueada con madreperlas, como si se tratara de una concha gigantesca, y unos abultamientos de perlas se elevaban del suelo, como un montón de almohadas de satén. La terraza que estaba del lado del Ratonero, situada algo más abajo, se encontraba recubierta por una capa de algas, que caían en amplias tiras festoneadas y onduladas sobre el suelo. Entre estas dos terrazas, los escalones o repisas irregulares continuaban hacia arriba, hasta llegar a una tercera zona oscura.
Las sombras, las ondas de oscuridad y los débiles resplandores sombríos impedían que las tres zonas de oscuridad fueran ocupadas; no cabía la menor duda de que se trataba de tres amplias terrazas. En la superior, la que estaba al lado de Fafhrd, había una mujer alta y opulosamente hermosa, cuyo pelo dorado se elevaba en masas espirales como una concha, y cuyo vestido de doradas escamas colgaba sobre su carne de un verde pálido. Sus dedos mostraban la existencia de membranas entre ellos, y cuando se volvió pudieron ver que en el cuello poseía pequeñas entalladuras, como las agallas de un pez.
En la terraza situada al lado del Ratonero había una criatura femenina algo más delgada, pero exquisita, cuya carne plateada parecía convertirse en escamas sobre los hombros, la espalda y las caderas, bajo el vestido de una película aterciopelada, y cuyo pelo oscuro estaba dividido y echado hacia atrás, a partir de la frente, por una cresta de plata afiligranada de la altura del ancho de una mano. También ella poseía las pequeñas entalladuras en el cuello y las membranas entre los dedos.
La tercera figura, que se encontraba acurrucada detrás de la mesa, era escuálida y asexual, dando la impresión de poseer una edad avanzada y un físico viejo, pero fuerte. Iba vestida de negro. Su cabeza estaba cubierta por un espeso pelo grueso de color rojo oscuro, como hierro oxidado, mientras que sus agallas y las membranas de sus dedos eran mucho más evidentes.
Cada una de estas mujeres llevaba puesta una máscara metálica que, por su forma y expresión, se parecía a la que Fafhrd encontrara en el fango. La de la primera figura era de oro; la de la segunda de plata, mientras que la máscara de la tercera era de bronce oscurecido por la acción del mar y moteada de verde.
Las dos primeras mujeres estaban quietas, no como si fueran parte de un espectáculo, sino más bien como si estuvieran observando uno. La escuálida bruja negra del mar, en cambio, se mostraba vibrantemente activa, aunque apenas se movía sobre sus membranosos dedos negros, excepto para cambiar abruptamente de posición, aunque con ligereza, de vez en cuando. Sostenía un pequeño látigo en cada mano, y las membranas dobladas hacia afuera le hacían flexionar los nudillos; con estos látigos, mantenía y dirigía la rápida revolución de media docena de objetos, situados sobre la parte superior y pulimentada de la mesa. Resultaba imposible decir qué eran aquellos objetos; únicamente se podía determinar que tenían un aspecto ovalado. A medida que giraban, y gracias a su semitransparencia, se podría haber dicho que se trataba de grandes anillos o platos, mientras que otros eran como cápsulas debido a su opacidad. Su brillo era plateado, verdoso y dorado, y se movían y giraban con tal rapidez, interseccionando sus órbitas a medida que giraban, que parecían dejar brillantes estelas en el aire enrarecido detrás de ellos. En cuanto uno de ellos disminuía su velocidad y empezaba a poder distinguirse su verdadera forma, la bruja negra les volvía a imprimir velocidad con dos o tres rápidos latigazos; si uno de ellos se acercaba demasiado al borde de la mesa, ella volvía a dirigir su órbita con diestros latigazos; de vez en cuando, y con una increíble habilidad, hacía saltar a uno de ellos en el aire volviendo a golpearlo cuando aterrizaba sobre la mesa, de modo que continuara girando su interrupción, dejando sobre él una estela evanescente de color plateado.
Estos zumbantes objetos eran los que causaban los gemidos y silbidos que el Ratonero había escuchado a lo largo del túnel.
Ahora, mientras los observaba y escuchaba, se convenció de que aquellos objetos giratorios eran una parte crucial de la magia que había creado y mantenido abierto el camino a través del mar Interior que acababan de dejar atrás, en parte porque los tubos plateados le hicieron pensar en el pozo de aire por el que había descendido con la cuerda y en el túnel de aire que atravesaron. También estaba convencido de que, una vez cesaron de girar, el tubo de aire, la tienda y el túnel se desmoronarían y las aguas del mar Interior penetrarían en la gruta a través del túnel.
De hecho, al Ratonero le pareció que la escuálida bruja negra del mar había estado dando latigazos a sus juguetes desde hacía varias horas y —lo que era más importante—, que sería capaz de continuar haciéndolo durante varias horas más. No mostraba ningún signo de lo que estaba haciendo, excepto por la rítmica elevación y descenso de su pecho sin senos, y por el silbido extra de su respiración, a través de la ranura de la máscara, correspondiente a la boca, y el abrirse y cerrarse de sus agallas.
Ahora, pareció verles a Fafhrd y a él por primera vez, porque, sin dejar de accionar sus látigos, avanzó su máscara de bronce hacia ellos, mostrando unas arrugas rojizas a lo largo de su frente manchada de verde, y les miró fijamente..., al parecer, con ansiedad. Sin embargo, no hizo ningún gesto de amenaza contra ellos sino que, tras haberlos escudriñado cuidadosamente, movió la cabeza hacia atrás por dos veces, con movimientos bruscos, como indicándoles que debían pasar a su lado, hacia el fondo de la gruta. Al mismo tiempo, las reinas verdosa y plateada les llamaron lánguidamente por señas.
Aquello despertó a Fafhrd y al Ratonero de su asombrada actitud observadora y expectante y los dos se apresuraron a pasar junto a la mesa, aunque, al hacerlo, el Ratonero olió a vino y se detuvo para coger las dos copas doradas, tendiéndole una a su compañero. Las vaciaron, a pesar del color verdoso de la bebida, pues el líquido olía bien y era bastante dulce, aunque algo agrio.
Mientras bebían, el Ratonero miró al interior del cuenco dorado. No contenía el menor rastro de vino, pero estaba lleno, casi hasta el borde, de un fluido cristalino que podría o no haber sido agua. Sobre el fluido flotaba un modelo del casco de un barco negro, de apenas un dedo de longitud. A partir de su proa, parecía descender un diminuto tubo de aire, que llegaba hasta el fondo del cuenco.
Pero no había tiempo para mirar aquello más atentamente, pues Fafhrd ya empezaba a moverse hacia adelante. El Ratonero subió a la zona de sombras que se encontraba en su lado, a la izquierda, del mismo modo que Fafhrd había subido a la de la derecha..., y, a medida que subía, surgieron de las sombras y ante él dos hombres de un color pálido azulado, armado cada uno de ellos con un par de cuchillos de hojas onduladas. Por las coletas y su forma de andar, arrastrando los pies, juzgó que eran marineros, aunque los dos estaban completamente desnudos y, sin duda alguna, muertos..., eso lo podía ver por el aspecto de su poco saludable color, por la capa de fango que les cubría, por el hecho de que sus abultados ojos únicamente mostraban un color blanquecino, por la media luna de sus iris, y por el hecho de que el pelo, las orejas y otras partes de su anatomía aparecían algo comidos por los peces. Detrás de ellos anadeaba un enano, que empuñaba una cimitarra, y que tenía unas piernas cortas y ahusadas y una monstruosa cabeza con agallas..., era un verdadero embrión andante. Sus grandes ojos de plato también estaban vueltos hacia arriba, como los de una cosa muerta, lo que no hizo que el Ratonero se sintiera más tranquilo, como lo demostró el hecho de que sacó de su vaina el Escalpelo y la Quijada de Gato, pues los tres seres convergieron sobre él y después giraron rápidamente para bloquear su camino cuando él trató de rodearles y pasar por detrás.
En aquellos momentos, el Ratonero no podía dedicar ninguna atención a las dificultades en que se encontraba su camarada. La zona de sombras de Fafhrd era tan negra como la tinta en dirección a la pared, y cuando el norteño avanzaba por el camino, pasó junto a una protuberancia rocosa en forma de hombre que se elevaba desde los escalones y estaba situada entre él y el Ratonero; fue entonces cuando, surgiendo de la oscuridad situada más allá, apareció la gruesa, sinuosa figura de un monstruoso pulpo, con los brazos llenos de cráteres y como si se tratara de ocho gigantescas serpientes que surgieran de su guarida. El movimiento de la bestia marina debía provocar chispas, pues emitía simultáneamente una iridiscencia purpúrea, moteada de amarillo, mostrando ante Fafhrd sus siniestros y enormes ojos de plato, su cruel pico, tan grande como la proa de un barco, así como el detalle, bastante desagradable, de que cada uno de sus poderosos tentáculos empuñaba una brillante espada de ancha hoja.
Sacando su propia espada y hacha, Fafhrd retrocedió ante el superarmado calamar, apretándose contra la protuberancia de la roca. Dos de las esquinas rocosas, que eran en realidad los bordes verticales de la concha de un molusco de casi dos metros de altura, se cerraron instantáneamente sobre su ondulante túnica de piel de nutria, manteniéndole firmemente sujeto donde se encontraba.
Sintiéndose muy intimidado, pero al mismo tiempo firmemente decidido a seguir viviendo, el norteño movió su espada, formando una gran figura en ocho sobre el aire cuya base inferior casi tocó en el suelo, mientras que el giro superior se elevaba por encima de su cabeza, como un elevado escudo protector. Esta hoja de acero, de doble filo, detuvo las cuatro hojas que el pulpo esgrimió contra él, al principio con bastante cautela, y cuando el monstruo marino retiró sus tentáculos para lanzar una nueva andanada de golpes, el brazo izquierdo de Fafhrd se lanzó hacía adelante con el hacha, cortando y destrozando el tentáculo que tenía más cerca.
Su adversario lanzó un rugido y se abalanzó repetidamente con todas sus espadas, en un espacio en el que todo parecía indicar que la desesperada defensa de Fafhrd sería hecha pedazos; pero el hacha volvió a brillar, partiendo del centro del escudo protector formado por el rápido movimiento en ocho de la espada, una y otra vez, y otros dos tentáculos cayeron, junto con las espadas que sostenían. Entonces, el pulpo se retiró, poniéndose fuera del alcance de Fafhrd y, a través de su tubo, lanzó una gran cantidad de tinta negra, con la probable intención de ocultarse a la vista; pero, cuando ya la tinta se dirigía hacia él para envolverle, Fafhrd lanzó el hacha con toda su fuerza contra la enorme cabeza central. Y aunque la nube negra casi ocultó el hacha en cuanto abandonó su mano, la pesada arma debió de alcanzar al monstruo en un punto vital, porque el pulpo retiró inmediatamente las espadas que le quedaban, introduciéndose en la pequeña gruta lateral de donde había surgido (sin producir, afortunadamente, ningún daño a pesar de sus movimientos), mientras sus tentáculos se movían precipitadamente, en moribundas convulsiones.
Fafhrd sacó un pequeño cuchillo, cortó la túnica de piel de nutria por detrás de los hombros, haciendo un gesto desdeñoso hacia el molusco, como diciéndole: «¡Quédatela para cenar si quieres!» Después, se volvió a ver cómo le había ido a su camarada. El Ratonero, chorreando una sangre verdosa de dos heridas sin importancia que tenía en las costillas y en un hombro, acababa de cortar los tendones mayores de sus horribles contrincantes, habiendo comprobado que éste era el único medio de inmovilizarles después de que varias, heridas mortales no parecieran hacer mella en ellos, pues no sangraron ni una sola gota de sangre de ningún color.
Sonrió con una expresión de asco hacia Fafhrd y, junto con él, se volvió hacia las terrazas superiores. Sólo entonces se dieron cuenta de que las figuras verdes y plateadas debían de ser verdaderas reinas, al menos en un aspecto, pues no habían huido tras las prodigiosas batallas, como podían haber hecho las mujeres de los perdedores, sino que las observaron y ahora esperaban con los brazos ligeramente extendidos. Sus máscaras, dorada la una, plateada la otra, no podían sonreír, pero sus cuerpos sí que parecían hacerlo, y cuando los dos aventureros subieron hasta donde ellas se encontraban, abandonando la zona de sombras (las pequeñas heridas del Ratonero cambiaban de un color verde a otro rojo, mientras que la túnica azul de Fafhrd permanecía toda manchada de tinta negra), les pareció que las finísimas membranas de sus dedos y las ligeras entalladuras de sus cuellos eran como los más elevados atributos de la belleza femenina. Las luces se desvanecieron un poco en las terrazas superiores, aunque no en la inferior, donde la monótona música de los seis objetos se mantenía, aliviando sus recelos. Los dos héroes penetraron en el reino oscuro y lustroso en el que se olvidan todos los pensamientos sobre las heridas y todos los recuerdos, incluso sobre la más atractiva taberna de Lankhmar, y donde la mar, nuestra madre cruel y nuestra amorosa amante, paga todas sus deudas.
Una gran e insonora sacudida, como si la roca sólida de la tierra se estuviera moviendo, le recordó al Ratonero el lugar donde se encontraba. Casi al mismo tiempo, el giro de uno de los juguetes se convirtió en un gemido elevado, que terminó en un estruendo campanilleante. La luz plateada empezó a apagarse y encenderse rápidamente por toda la gruta. Levantándose y mirando escalones abajo, el Ratonero vio una imagen que se le quedó fuertemente grabada en la memoria: la bruja negra del mal golpeaba salvajemente sus rebeldes juguetes, que giraban y se retorcían por toda la mesa como enfurecidas comadrejas plateadas, mientras que en el aire que la rodeaba, pero sobre todo en el aire procedente del túnel, convergía una bandada en forma de flecha de peces voladores, rayas y anguilas, todas ellas entintadas de negro y con sus pequeñas mandíbulas abiertas.
En aquel instante, Fafhrd le cogió por el hombro y le hizo volverse, señalándole hacia los escalones. Un relámpago de luz plateada mostraba una puerta, dotada de un travesaño y llena de algas, situada en la cabecera de los escalones de roca. El Ratonero asintió con un gesto violento —demostrando comprender que aquella puerta se parecía y debía ser la misma que el día anterior vieran desde los riscos de la montaña—, y Fafhrd, satisfecho de saber que su camarada le seguiría, se abalanzó hacia ella, subiendo los escalones.
Pero el Ratonero pensaba de otro modo y miró en dirección opuesta, enfrentándose a un terrible viento húmedo. Después de que las luces parpadearan una docena de veces, pudo ver cómo las reinas verde y plateada desaparecían en las bocas de unos túneles redondos y negros abiertos en la roca y situados a ambos lados de la terraza.
Cuando poco después se unió a Fafhrd tratando de apartar los travesaños de la gran puerta recubierta de algas, para correr después los grandes cerrojos oxidados, la puerta se estremeció bajo un portentoso estruendo triple, como si alguien la hubiera golpeado por tres veces con unas largas cadenas. El agua empezó a introducirse por debajo de la puerta, así como por la hendidura inferior. Entonces, el Ratonero miró hacia atrás, pensando que tendrían que buscar otra vía de escape..., y vio una gran y espumeante columna de agua, que tenía ya la altura de la mitad de la caverna y que surgía de la boca del túnel que comunicaba con el mar Interior. Precisamente entonces, se apagó la luz plateada de la caverna, pero casi inmediatamente se encendió otra luz por encima. Fafhrd ya había conseguido casi abrir la mitad de la pesada puerta. Un agua verdosa producía espuma hasta la altura de sus rodillas. Consiguieron introducirse por entre la puerta semiabierta, y cuando ésta se cerró de un golpe tras ellos bajo la presión de una nueva arremetida del agua, se encontraron en una playa llena de espuma blanca, nadando con las olas, y subiendo a la superficie junto con unas grandes y planas rocas que parecían como huesos de gigante que de vez en cuando cubriera el oleaje. El Ratonero se volvió hacia la playa y miró desesperadamente hacia el cremoso acantilado que se encontraba a dos tiros de flecha, preguntándose si podrían llegar hasta él a pesar de la alta y espumeante marea, y escalarlo si lo conseguían.
Pero Fafhrd estaba mirando hacia el mar. El Ratonero volvió a sentirse cogido por los hombros, viéndose obligado a girar y, en esta ocasión, fue izado sobre un reborde curvado de la gran torre rocosa, en cuya base se encontraba la puerta por la que acababan de salir. Dio un traspié, haciéndose daño en las rodillas, pero, a pesar de todo, fue izado con rudeza. Llegó a la conclusión de que Fafhrd debía poseer una muy buena razón para elevarle con tanta brusquedad y prisa y, por lo tanto, hizo todo lo que pudo para subir con rapidez, sin la ayuda de Fafhrd, siguiéndole los talones, por el reborde en forma de espiral que iba hacia arriba. Al dar la segunda vuelta, pudo ver el mar en toda su amplitud; se quedó boquiabierto un instante y aumentó todo lo que pudo la velocidad de su apresurada subida.
La playa rocosa que había debajo estaba vaciándose y sólo de vez en cuando se veía cubierta por enormes cantidades de espuma; pero rugiendo hacia ellos y procedente del océano exterior avanzaba rápidamente una ola gigantesca que parecía el doble de alta del pilar rocoso al que estaban subiendo a toda prisa..., era como una enorme pared blanca de agua, orlada de verde y de marrón y sembrada de rocas; una ola como la que los maremotos distantes envían a través de la superficie del mar, como si se tratara de una masiva y monstruosa caballería. Detrás de la primera se veía una ola aún mayor, y por detrás de ésta una tercera mayor que las demás.
El Ratonero y Fafhrd estaban subiendo cada vez más alto por el reborde circular, cuando la rígida torre se estremeció ante el impacto estruendoso de la primera ola gigante. Al mismo tiempo, la puerta de la base se abrió de golpe desde el interior de la caverna y el agua procedente del mar Interior fue instantáneamente absorbida a través de la abertura. La cresta de la ola dio contra los muslos de Fafhrd y del Ratonero, sin aligerar ni detener por ello su rápido avance. Lo mismo sucedió con la segunda y la tercera, pues consiguieron recorrer otro círculo del reborde antes de producirse el impacto. Se produjeron después una cuarta y una quinta olas, pero éstas ya no fueron tan altas como la tercera. Los dos aventureros llegaron por fin a la cumbre y miraron desde ella hacia abajo, agarrándose a la roca, que aún se estremecía, y miraron hacia la orilla. Fafhrd se dio cuenta, con estupor, de que el Ratonero apretaba entre sus dientes un palito negro, situado en una esquina de su boca.
La cremosa cortina de roca se estremeció después ante el impacto de la primera ola y unas grandes rocas se desprendieron. La segunda ola dejó pequeña a la primera y cuando llegó la tercera, se produjo una verdadera explosión de agua rociada, desplazando tanta agua del mar que la ola de retorno casi inundó la torre por completo, con su sucia cresta tirando de los dedos del Ratonero y de Fafhrd y lamiéndoles por completo los costados. La torre rocosa volvía a estremecerse bajo ellos, pero no se derrumbó, y aquélla fue la última de las grandes olas producidas. Después, Fafhrd y el Ratonero volvieron a descender por el reborde en espiral, hasta que llegaron a la altura del mar, cuyo nivel ya había bajado mientras tanto, pero que aún seguía cubriendo la puerta situada en la base de la torre rocosa. Entonces, volvieron a mirar hacia tierra, donde se estaba disipando poco a poco la barahúnda creada por la catástrofe.
Unos buenos ochocientos metros de la cortina rocosa se habían desprendido, desde la base hasta la cresta y los fragmentos se desvanecían totalmente bajo las olas. A través de aquella abertura rocosa, las aguas altas del mar Interior se estaban convirtiendo en una marea repentinamente plana que iba eliminando suavemente las agitadas consecuencias de las olas del maremoto procedente del mar Exterior.
Sobre este amplio río de agua en el mar, el Tesoro Negro era llevado por la corriente, que se dirigía directamente hacia la roca en la que estaban refugiados.
Fafhrd maldijo supersticiosamente. Siempre podía aceptar que la hechicería actuara contra él, pero que la magia actuara en su favor era algo que sentía invariablemente como molesto.
A medida que se fue acercando el balandro hacia ellos, se introdujeron en el agua y con unas cuantas y enérgicas brazadas llegaron junto a él y subieron a bordo, dirigiéndolo después hacia el otro lado de la torre rocosa. Después, no perdieron tiempo en secarse y vestirse, pues estaban desnudos, preparando más tarde unas bebidas calientes. No tardaron en encontrarse el uno frente al otro, mirándose a través del vapor del grog.
—Ahora que hemos cambiado de océano —dijo Fafhrd—, no subiremos ninguna vela con este viento que sopla hacia el oeste.
El Ratonero asintió con un gesto de cabeza y después sonrió durante largo rato, mirando a su camarada. Finalmente dijo:
—Bueno, viejo amigo, ¿estás seguro de que eso es todo lo que tienes que decirme? Fafhrd frunció el ceño.
—Bueno, hay una cosa —admitió sintiéndose algo incómodo— Dime una cosa, Ratonero: ¿se quitó alguna vez la máscara la mujer que estuvo contigo?
—Y la tuya, ¿lo hizo? —preguntó el Ratonero sin contestar, y mirándole con una expresión burlona.
—Bueno, vayamos al asunto —dijo Fafhrd, volviendo a fruncir el ceño—. ¿Ha ocurrido todo esto en realidad? Hemos perdido nuestras espadas y prendas de vestir, pero no poseemos nada para demostrar lo ocurrido.
El Ratonero sonrió burlonamente y se quitó el palito negro que aún llevaba en la boca, tendiéndoselo a Fafhrd.
—Esta es la razón por la que, en un momento, hice marcha atrás —dijo, bebiéndose el grog—. Pensé que lo necesitaríamos para poder recuperar nuestra nave, y quizá por eso la hemos conseguido.
Era una réplica diminuta del Tesoro Negro en la que se notaban las señales de los dientes del Ratonero, que habían estado profundamente clavados cerca de donde se encontraba el timón.