1963. 1964. Los años se confunden. Días de lentitud, días de lluvia… No obstante, a veces disfrutaba de un estado irreal en el que me evadía de tanta grisura, una mezcla de embriaguez y somnolencia, como cuando caminamos por la calle en primavera después de una noche en vela.
1964. Conozco a una chica que se llama Catherine en un café del bulevar de La Gare y tiene el encanto y el acento parisinos de Arletty. Recuerdo la primavera de aquel año. Las frondas de los castaños a lo largo del metro elevado. El bulevar de La Gare, cuyas casas bajas no habían derribado aún.
Mi madre tenía un papelito, en el teatro L’Ambigu, en una obra de François Billetdoux: Comment va le monde, móssieu? Il tourne, móssieu… Ursula Kübler, la mujer de Boris Vian, figuraba también en el reparto. Iba al volante de un Morgan rojo. Fui a veces a casa de ella y su amigo Hot d’Déé, en la colonia Véron. Me hizo una demostración de cómo bailaba con Boris Vian la danza del oso. Me emocionó ver toda la colección de discos de Boris Vian.
En julio, busco refugio en Saint-Ló. Tardes vacías. Voy asiduamente a la biblioteca municipal y me cruzo con una mujer rubia. Está de vacaciones en una quinta en los altos de Trouville, con niños y perros. Durante la Ocupación, con catorce años, estaba becada en la Casa de Educación de la Legión de Honor de Saint-Denis. La colegiala de los antiguos internados. Mi madre me escribe: «Si estás bien ahí, sería más práctico que te quedaras cuanto más tiempo mejor. Yo vivo con muy poco y así podría acabar de pagar lo que debo en las Galeries Lafayette».
En septiembre, en Saint-Ló, otra carta de mi madre: «No creo que tengamos calefacción este invierno, pero ya nos apañaremos. Así que voy a pedirte, muchacho, que me mandes todo el dinero que te quede». Por aquel entonces yo me ganaba hasta cierto punto la vida como corredor de libros. Y, en otra carta, una nota de esperanza: «El invierno que viene será seguramente menos duro que el pasado…».
Me llama mi padre por teléfono. Me ha matriculado, sin consultarme, en el curso superior de letras del liceo Michel-Montaigne de Burdeos. Según él, le corresponde «dirigir mis estudios». Me cita para el día siguiente en la cantina de la estación de Caen. Tomamos el primer tren para París. En Saint-Lazare nos está esperando la Mylène Demongeot de imitación y nos lleva en coche a la estación de Austerlitz. Me doy cuenta de que es ella quien ha exigido que me destierren lejos de París. Mi padre me pide que le regale a la Mylène Demongeot de imitación, en prenda de reconciliación, una sortija con una amatista que llevo y que me había regalado, en recuerdo suyo, mi amiga «la colegiala de los antiguos internados». Me niego a darle esa sortija.
En la estación de Austerlitz, mi padre y yo subimos al tren de Burdeos. No llevo equipaje, como si me estuvieran raptando. He aceptado irme con él con la esperanza de hacerle entrar en razón por el camino; es la primera vez, desde hace dos años, que pasamos juntos un rato más largo que el de las citas furtivas en los cafés.
Llegamos a Burdeos por la noche. Mi padre coge una habitación para los dos en el Hotel Splendide. Los días siguientes vamos a los comercios de la calle de Sainte-Catherine para preparar mi equipo de interno, cuya lista ha remitido a mi padre el liceo Michel-Montaigne. Intento convencerlo de que todo eso no vale para nada, pero no da su brazo a torcer.
Una noche, delante del Grand Théâtre de Burdeos, echo a correr para que me pierda la pista. Luego me compadezco de él. De nuevo intento hacerle entrar en razón. ¿Por qué está siempre intentando librarse de mí? ¿No sería más sencillo que me quedase en París? Ya no tengo edad para que me encierren en internados… Se niega a escucharme. Entonces, finjo que cedo. Vamos al cine, como en tiempos pasados… El domingo a última hora de la tarde, cuando comienza el curso, me acompaña en taxi hasta el liceo Michel-Montaigne. Me da ciento cincuenta francos y me hace firmar un recibo. ¿Para qué? Se queda en el taxi esperando a que entre por la portalada del liceo. Subo al dormitorio con la maleta. Otros internos me llaman novato y me obligan a leer un texto en griego. Entonces decido escaparme. Salgo del liceo con la maleta y me voy a cenar al restaurante Dubern, en Les Allées de Tourny, adonde me había llevado mi padre los días anteriores. Luego cojo un taxi hasta la estación de Saint-Jean. Y un expreso para París. No me queda ya nada de los ciento cincuenta francos. Lamento no haber visto más cosas de Burdeos, la ciudad de Los caminos del mar. Y que no me haya dado tiempo de oler el aroma a pino y resina. Al día siguiente, en París, me encuentro con mi padre en la escalera de casa. Se queda pasmado por esa reaparición. Estaremos mucho tiempo sin dirigirnos la palabra.
Y pasan los días, y los meses. Y las estaciones. A veces, me gustaría dar marcha atrás y volver a vivir todos esos años mejor de lo que los viví. Pero ¿cómo?
Ahora iba por la calle de Championnet a esa hora de final de la tarde en que el sol pega en los ojos. Me pasaba el día en Montmartre, sumido en algo así como un sueño despierto. Me sentía allí mejor que en cualquier otra parte. Estación de metro de Lamarck-Caulaincourt con el ascensor que sube y el San Cristóbal a medio trayecto de las escaleras. El café del Hotel Terass. Momentos breves, era feliz. Citas a las siete de la tarde en Le Rêve. La barandilla helada de la calle de Berthe. Y siempre corto de resuello.
El jueves 8 de abril de 1965, si me fío de una agenda vieja, mi madre y yo no tenemos ya ni un céntimo. Me exige que vaya a llamar a casa de mi padre para pedirle dinero. Subo por la escalera, consternado. No pienso llamar, pero mi madre está al acecho, amenazadora, en el descansillo, con mirada y barbilla trágicas y echando espuma por la boca. Llamo. Mi padre me da con la puerta en las narices. Vuelvo a llamar. La Mylène Demongeot de imitación se pone a vociferar que va a llamar a la policía. Me vuelvo al tercer piso. La policía viene a buscarme. Mi padre los acompaña. Nos hacen subir a los dos al furgón que está parado ante el edificio mientras el portero lo mira asombrado. Vamos sentados en el asiento corrido, uno al lado del otro. No me dirige la palabra. Por primera vez en la vida, estoy en un furgón de la policía y ha querido el azar que sea junto a mi padre. Él ya tuvo esa experiencia en febrero de 1942 y durante el invierno de 1943, cuando lo trincaron los inspectores franceses de la policía de las Cuestiones Judías.
El furgón va por la calle de Les Saints-Pères y el bulevar de Saint-Germain. Se detiene en el semáforo que está delante de Les Deux Magots. Llegamos a la comisaría de la calle de L’Abbaye. Mi padre exagera mis cargos ante el comisario. Dice que soy un «gamberro» y que acabo de «organizar un escándalo» en su casa. El comisario me dice que «la próxima vez» me detendrá. Noto que a mi padre le resultaría de gran alivio abandonarme para siempre en esa comisaría. Volvemos juntos al muelle de Conti. Le pregunto por qué ha consentido que la Mylène Demongeot de imitación llamara a la policía y por qué ha exagerado los cargos ante el comisario. No dice nada.
Ese mismo año, 1965, o el siguiente, mi padre manda derribar la escalera interior que unía los dos pisos, y las viviendas quedan ya realmente separadas. Cuando abro la puerta y me hallo en la habitacioncita llena de cascotes, allí están nuestros libros de la infancia, así como postales dirigidas a mi hermano y que se habían quedado en el cuarto piso, entre los cascotes, rotas en mil pedazos. Mayo, junio. Montmartre siempre. Hacía bueno. Yo estaba en la terraza de un café de la calle de Les Abbesses, en primavera.
Julio. Tren expreso, de pie en el pasillo. Viena. Paso unas cuantas noches en un hotel de mala muerte cerca de la estación del Oeste. Luego hallo refugio en una habitación, detrás de la iglesia de San Carlos. Conozco a personas de todo tipo en el café Hawelka. Una noche celebro con ellas mis veinte años.
Tomamos baños de sol en los jardines de Potzleinsdorf y también en una barraca en el centro de un jardín obrero por la zona de Heiligenstadt. En el café Rabe, un local lúgubre cerca del Graben, no había nadie y sonaban canciones de Piaf. Y seguía esa leve embriaguez, mezclada con somnolencia, en las calles del verano, como después de una noche en vela.
A veces íbamos hasta las fronteras checa y húngara. Un campo extenso. Unas torretas de vigilancia. Si te metías en el campo, te disparaban.
Me voy de Viena a primeros de septiembre. Sag’beim abschied leise «Servus», como dice la canción. Una frase de nuestro Joseph Roth me recuerda Viena, que hace cuarenta años que no he vuelto a ver. ¿Volveré a verla alguna vez? «Esos atardeceres fugaces, medrosos, había que darse prisa en apoderarse de ellos antes de que desaparecieran y me gustaba por encima de todo sorprenderlos en los parques, en el Volksgarten, en el Prater, adueñarse de su último fulgor, el más dulce, en un café, en donde se colaba aún, tenue y leve como un perfume…».
Expreso, en segunda, en la estación del Oeste, Viena-Ginebra. Llego a Ginebra a media tarde. Cojo el autocar para Annecy. En Annecy ya es de noche. Llueve a cántaros. No me queda un céntimo. Cojo una habitación en el Hotel d’Angleterre, en la calle Royale, sin saber cómo voy a pagar. No reconozco Annecy, que, esa noche, es una ciudad fantasma bajo la lluvia. Han derribado el hotel antiguo y los edificios vetustos de la plaza de La Gare. Al día siguiente, me encuentro con unos cuantos amigos. Muchos se han ido ya a la mili. Por la noche, me parece verlos pasar bajo la lluvia, de uniforme. Me quedan aún cincuenta francos. Pero el Hotel d’Angleterre es caro. Durante esos pocos días, fui al internado Saint-Joseph de Thónes a ver a mi antiguo profesor de letras, el padre Accambray. Le había escrito desde Viena para preguntarle si habría posibilidad de darme trabajo de vigilante de alumnos o profesor auxiliar durante el siguiente año escolar. Creo que estaba intentando evadirme de París y de mis pobres padres, que no me aportaban el menor apoyo moral y me ponían entre la espada y la pared. He vuelto a encontrar dos cartas del padre Accambray. «Mucho me gustaría que ese encuentro contigo fuera con un profesor de la casa. Le he hablado de ello al superior. El claustro está al completo, pero es posible que haya algún cambio antes de finales del mes de agosto, cosa que deseo para que puedas ser de los nuestros». En la siguiente, fechada el 7 de septiembre de 1965, me escribe: «El horario de clases, que he estado haciendo estos días, revela con claridad, por desgracia, que contamos con personal más que suficiente para el año escolar 1965-66. Es imposible darte trabajo, ni siquiera de media jornada…».
Pero la vida seguía, sin que uno supiera muy bien por qué estaba en tal o cual momento con determinadas personas, en vez de estar con otras, en tal sitio en vez de en tal otro, y si la película era en versión original o estaba doblada. Solo me quedan hoy en día en la memoria breves secuencias. Me matriculo en la facultad de letras para tener prórroga en el servicio militar. Nunca asistiré a clase y seré un estudiante fantasma. Jean Normand (alias Jean Duval) vive desde hace unos meses, en el muelle de Conti, en la habitacioncita donde estaba antes la escalera que unía el tercer piso con el cuarto. Trabaja en una agencia inmobiliaria, pero tiene prohibida la residencia en París. De eso me enteraré más adelante. Mi madre lo conoció allá por 1955. Normand tenía veintisiete años y acababa de salir de la cárcel por una serie de robos con fractura. El azar había hecho que cometiera muy joven algunos de esos robos en compañía de Suzanne Bouquerau, esa misma en cuya casa vivíamos mi hermano y yo en Jouy-en-Josas. Volvió luego a la cárcel, ya que en 1959 estaba otra vez en el penal central de Poissy. Ha mandado hacer obras de primera necesidad en el piso destartalado y estoy seguro de que le da dinero a mi madre. Me gusta mucho ese Normand (alias Duval). Una noche deja discretamente encima de la chimenea de mi cuarto un billete de cien francos, que descubro cuando ya se ha ido. Va en Jaguar y al año siguiente me enteraré, en los periódicos, cuando el asunto Ben Barka, de que lo apodan «el tipo alto del Jaguar».
Un incidente, en 1965 o 1966: son las diez de la noche y estoy solo en casa. Oigo ruidos de pasos muy recios arriba, en casa de mi padre, y un estruendo de muebles volcados y cristales rotos. Luego, silencio. Abro la puerta de la escalera. Dos cachas con pinta de esbirros o de pasma de paisano bajan corriendo la escalera desde el cuarto piso. Les pregunto qué pasa. Uno de ellos me hace un gesto imperativo con la mano y me dice, muy seco: «Métase en casa, por favor». Oigo pasos en casa de mi padre. Así que no había salido… Dudo en llamarlo por teléfono, pero no nos hemos vuelto a ver desde que estuvimos en Burdeos y estoy seguro de que me va a colgar. Dos años después le pediré que me cuente qué había pasado aquella noche. Y hará como que no sabe de qué le estoy hablando. Creo que era un hombre que habría desanimado a diez jueces de instrucción.
Aquel otoño de 1965 iba con frecuencia, las noches en que tenía unos cuantos billetes de cinco francos con la efigie de Victor Hugo, a un restaurante que estaba cerca del teatro de Lutèce. Y hallaba refugio en una habitación de la avenida de Félix-Faure, en el distrito XV, en donde un amigo almacenaba una colección de Paris-Turf de los últimos diez años que usaba para hacer misteriosos cálculos estadísticos para jugar en Auteuil y en Longchamp. Quimeras. Recuerdo que, pese a todo, hallaba un horizonte en ese barrio de Grenelle, merced a las callecitas trazadas a escuadra con sus vistas del Sena. A veces cogía taxis ya muy entrada la noche. La carrera costaba cinco francos. En las lindes del distrito XV había frecuentemente controles de policía. Yo falsifiqué la fecha de nacimiento del pasaporte para ser mayor de edad, convirtiendo 1945 en 1943.
Raymond Queneau tenía la amabilidad de recibirme los sábados. Muchas veces, a primera hora de la tarde, íbamos los dos de Neuilly a los barrios de la orilla izquierda. Me hablaba de un paseo que dio con Boris Vian hasta un callejón sin salida que casi nadie conoce, en lo más recóndito del distrito XIII, entre el muelle de La Gare y las vías de Austerlitz: la calle de La Croix-Jarry. Me aconsejaba que fuera a verla. He leído que los momentos en que Queneau se sentía más feliz era cuando se paseaba por las tardes porque tenía que escribir artículos sobre París para L’Intransigeant. Me pregunto si esos años muertos que rememoro aquí valen el trabajo de recordarlos. Como Queneau, solo era yo mismo de verdad cuando estaba solo, por las calles, buscando los perros de Asnières. Tenía dos perros en aquella época. Se llamaban Jacques y Paul. En Jouy-en-Josas, en 1952, teníamos mi hermano y yo una perra que se llamaba Peggy y una tarde la pilló un coche en la calle del Docteur-Kurzenne. A Queneau le gustaban mucho los perros.
Me había hablado de un western en el que salía una pelea sin cuartel entre unos indios y unos vascos. La presencia de los vascos lo intrigó mucho y le hizo mucha gracia. Acabé por descubrir de qué película se trataba: El desfiladero de la muerte. La sinopsis lo dice claramente: indios contra vascos. Me gustaría ver esa película, en recuerdo de Queneau, en un cine que hubieran olvidado derribar, en lo más recóndito de un barrio perdido. La risa de Queneau. Mitad géiser y mitad carraca. Pero no se me dan bien las metáforas. Era, sencillamente, la risa de Queneau.
1966. Una noche de enero, Jean Normand vuelve a eso de las once al muelle de Conti. Estamos los dos solos en casa. Tenemos la radio puesta. Informan del suicidio de Figón en un apartamento de la calle de Les Renaudes cuando los policías estaban derribando la puerta de su cuarto. Era uno de los protagonistas del asunto Ben Barka. Normand se pone pálido y hace una llamada de teléfono para echarle la bronca a alguien. Cuelga enseguida. Me explica que Figón y él han estado cenando juntos hace una hora y que eran viejos amigos, desde los tiempos del colegio Sainte-Barbe. No me dice que estuvieron juntos en los años cincuenta en el penal central de Poissy, como más adelante supe.
Y van sucediéndose acontecimientos mínimos que le resbalan a uno sin dejarle demasiadas huellas. Uno tiene la impresión de que todavía no puede vivir su vida de verdad y de que es un pasajero clandestino. Me vuelve el recuerdo de algunos retazos de esa vida de contrabando. Por Pascua me topé con un artículo de una revista en el que hablaban de Jean Normand y del asunto Ben Barka. El artículo se titulaba: «¿Qué están esperando para interrogar a este hombre?». Una foto grande de Normand con el siguiente pie: «Tiene la cara esculpida a hachazos y retocada con martillo pilón. Se llama Normand y se hace llamar Duval. Figón lo llamaba “el alto del Jaguar”. Ese mismo Georges Figón a quien Normand, alias Duval, conocía hacía mucho…».
Aquella primavera yo buscaba refugio a veces en casa de Marjane L., en la calle de Le Regard. Su piso era el punto de cita de una pandilla de individuos que navegaban sin brújula entre Saint-Germain-des-Prés, Montparnasse y Bélgica. Algunos, tocados ya de psicodelismo, hacían escala en su casa entre dos viajes a Ibiza. Pero en la calle de Le Regard también podía uno cruzarse con un tal Pierre Duvelz (o Duveltz): rubio, treinta y cinco años, bigote y traje príncipe de Gales. Hablaba francés con acento distinguido e internacional, lucía en la solapa de la chaqueta condecoraciones militares, aseguraba que había estudiado para oficial en la escuela de Saint-Maixent y se había casado con «una Guiness»; telefoneaba a embajadas; con frecuencia, lo acompañaba un individuo con cara de retrasado mental que besaba por donde pisaba y se jactaba de tener una relación amorosa con una iraní.
Otras sombras; y, entre ellas, un tal Gérard Marciano. Y muchísimos más, de quienes me he olvidado y que, desde aquellos tiempos, han debido de morirse ya de muerte violenta.
En aquella primavera de 1966, en París, noté un cambio del ambiente, una variación en el clima que ya había notado, a los trece años, en 1958, y, luego, cuando acabó la guerra de Argelia. Pero en esta ocasión no había ocurrido en Francia ningún acontecimiento importante, ningún punto de ruptura; y, si ocurrió, lo he olvidado. Por lo demás, sería incapaz, para mayor vergüenza mía, de decir qué estaba pasando en el mundo en abril de 1966. Estábamos saliendo de un túnel, pero no sé de qué túnel. Y esta bocanada de aire fresco no la habíamos sentido en las anteriores estaciones. ¿Era acaso la ilusión de los que tienen veinte años y creen, una generación tras otra, que el mundo empieza con ellos? Aquella primavera el aire me pareció más liviano.
Como consecuencia del asunto Ben Barka, Jean Normand ya no vive en el muelle de Conti y ha desaparecido misteriosamente. Por mayo o junio, me cita la brigada antidroga para que comparezca ante un tal inspector Langlais. Se pasa tres horas seguidas interrogándome en uno de los despachos, entre el ir y venir de los demás polis, y escribe a máquina lo que le contesto. Para mayor asombro mío, dice que alguien me ha denunciado como toxicómano y camello y me enseña una foto antropométrica de Gérard Marciano, con quien me he cruzado una o dos veces en la calle de Le Regard. Por lo visto, mi nombre figura en su agenda. Digo que no lo conozco de nada. El inspector me pide que le enseñe los brazos para comprobar que no hay rastros de pinchazos. Me amenaza con registrar la casa del muelle de Conti y la habitación en la que buscaba refugio en la avenida de Félix-Faure, pero aparentemente no sabe nada de la calle de Le Regard, cosa que me extraña, puesto que el llamado Marciano, Gérard, iba por ese piso. Me deja libre y me avisa que es posible que me vuelvan a interrogar. Por desgracia, nunca le hacen a uno las preguntas adecuadas.
Pongo en guardia a Marjane L. contra la brigada antidroga y contra Gérard Marciano, que no ha vuelto a aparecer por allí. A Pierre Duvelz lo detienen poco después en una armería cuando está comprando o revendiendo un revólver. Duvelz era un timador y había contra él una orden de detención. Yo cometo una mala acción: robo la ropa de Duvelz, que se ha quedado en casa de Marjane L. y consta de varios trajes muy elegantes; y me llevo una caja de música antigua que es de los dueños del piso que tiene alquilado Marjane L. Me pongo de acuerdo con un prendero de la calle de Les-Jardins-Saint-Paul y se lo dejo todo por quinientos francos. Me cuenta que es de una familia de chatarreros de Clichy y que conoció mucho a Joinovici. Si tengo más cosas que colocar, basta con que le dé un telefonazo. Me paga cien francos de más, visiblemente enternecido por mi timidez. Al año siguiente, repararé esa mala acción. Con mis primeros derechos de autor reembolsaré la caja de música robada. De buena gana le habría comprado unos cuantos trajes a Duvelz, pero nunca más tuve noticias suyas.
Seamos del todo sinceros: mi madre y yo, en 1963 vendimos a un polaco a quien conocíamos y que trabajaba en el Marché aux Puces, los cuatro trajes casi nuevos, las camisas y los tres pares de zapatos con hormas de madera clara que se había dejado en un armario empotrado Robert Fly, el amigo de mi padre. Él también, igual que Duvelz, llevaba trajes príncipe de Gales y desapareció de la noche a la mañana. Aquella tarde no teníamos ni un céntimo. Solo la calderilla que me había dado el tendero del ultramarinos de la calle Dauphine al devolverle unos cascos. Era la época en que la baguette costaba cuarenta y cuatro céntimos. Más adelante, robé libros en casa de particulares o en bibliotecas. Los vendí, porque no tenía dinero. Un ejemplar de la edición príncipe, de Grasset, de Por el camino de Swann, una edición original de Artaud dedicada a Malraux, novelas con dedicatorias de Montherlant, cartas de Céline; un Tablean de la maison militaire du roi publicado en 1819, una edición clandestina de Mujeres y Hombres de Verlaine, decenas de tomos de la colección de La Pléiade y obras sobre arte… En cuanto empecé a escribir, nunca volví a robar nada. También mi madre, pese a su habitual altanería, birlaba a veces algunos artículos «de lujo» y de marroquinería en las secciones de La Belle Jardinière o en otras tiendas. Nunca la pillaron con las manos en la masa.
Pero el tiempo apremia; se acerca el verano de 1966 y, con él, eso que llaman la mayoría de edad. Me refugio en la zona del bulevar Kellermann y ando con frecuencia por la vecina Ciudad Universitaria, sus amplios prados de césped, sus restaurantes, su cafetería, su cine, y me trato con sus moradores. Amigos marroquíes, argelinos, yugoslavos, cubanos, egipcios, turcos…
En junio, mi padre y yo nos reconciliamos. Lo veo con frecuencia en el vestíbulo de Hotel Lutétia. Me doy cuenta de que no tiene buenas intenciones en lo que a mí se refiere. Intenta convencerme para que me vaya a la mili ya. Me dice que él en persona se encargará de preparar mi incorporación al cuartel de Reuilly. Finjo que cedo para sacarle algo de dinero, solo lo preciso para pasar mis últimas vacaciones «de paisano». A un futuro militar no se le niega nada. Está convencido de que pronto me verá alistado. Tendré veintiún años y se habrá librado ya definitivamente de mí. Me da trescientos francos, el único «dinero para mis gastos» que me dio en la vida. Estoy tan contento de esta «prima» que de buena gana le habría prometido alistarme en la Legión. Y pienso en esa misteriosa fatalidad que lo mueve siempre a alejarme: los internados, Burdeos, la comisaría, el ejército…
Largarme lo antes posible, antes de los cuarteles de otoño. El 1 de julio por la mañana temprano, estación de Lyon. Tren de segunda, hasta los topes. Es el primer día de vacaciones. Casi todo el rato voy de pie en el pasillo. Casi diez horas para llegar al Sur. El autocar va por la orilla del mar. Les Issambres. Sainte-Maxime. Impresión fugaz de libertad y aventura. Entre los puntos de referencia de mi vida, los veranos siempre contarán, aunque al final acaben por confundirse entre sí porque son el sur eterno.
Alquilo una habitación en la placita de La Garde-Freinet. Allí, en la terraza del café restaurante, a la sombra, empecé una tarde mi primera novela. Enfrente, la oficina de correos solo abría dos horas diarias en ese pueblo de sol y de sueño. Una noche de aquel verano cumplí veintiún años y al día siguiente tenía que coger el tren para volver a París.
En París, me escondo. Agosto. Por la noche voy al cine Fontainebleau, en la avenida de Italie, y al restaurante La Cascade, en la avenida de Reille… Le he dado un número a mi padre, Gobelins 71-91. Me llama a las nueve de la mañana y pongo el despertador, porque duermo hasta las dos de la tarde. Sigo escribiendo mi novela. Veo a mi padre por última vez en el café y heladería de la esquina de la calle de Babylone y el bulevar de Raspail. Luego hay aquel intercambio de cartas: «ALBERT RODOLPHE MODIANO, MUELLE DE CONTI, 15, París VI, 3 de agosto de 1966. Querido Patrick: en caso de que decidieses hacer lo que te parezca y no atender mis decisiones, la situación sería la siguiente: tienes 21 años y, por lo tanto, eres mayor de edad. No soy ya responsable de ti. En consecuencia, no podrás esperar de mí ayuda alguna ni apoyo de ninguna clase, ni en lo material ni en lo espiritual. Las decisiones que he tomado en lo que a ti se refiere son sencillas. Las aceptas o no las aceptas. No hay discusión posible. Renuncias a la prórroga antes del 10 de agosto para incorporarte al ejército el próximo mes de noviembre. Habíamos quedado en ir el miércoles por la mañana al cuartel de Reuilly para que renunciaras a la prórroga. Teníamos que encontrarnos allí a las doce y media. Te esperé hasta la una y cuarto y, siguiendo con tu habitual comportamiento de muchacho hipócrita y mal educado, no viniste a la cita y ni siquiera te tomaste la molestia de llamar por teléfono para disculparte. Puedo decirte que es la última vez que vas a tener la oportunidad de mostrarte así de cobarde conmigo. Así que puedes elegir entre vivir como quieras y renunciar por completo y de forma definitiva a mi apoyo o atenerte a mis decisiones. Tú decides. Puedo asegurarte, con total certidumbre, que, elijas lo que elijas, la vida te enseñará una vez más cuánta razón tenía tu padre. Albert MODIANO. P.D.: Añado que he reunido especialmente a los miembros de mi familia, a quienes he informado y que me aprueban por completo». Pero ¿qué familia? ¿Esa que alquilan por una noche en Le Rendez-vous de Senlis?
«París, 4 de agosto de 1966. Mi querido señor: Ya sabe que en el siglo pasado los “sargentos de enganche” emborrachaban a sus víctimas y las obligaban a firmar el alistamiento. La premura con que quería usted arrastrarme hasta el cuartel de Reuilly me recordaba ese procedimiento. El servicio militar le brinda una ocasión excelente para librarse de mí. Ese “apoyo espiritual” que me prometió la semana pasada, ya se encargarían de él los cabos. En cuanto al “apoyo material”, sería superfluo, puesto que el cuartel me brindaría techo y sustento. En pocas palabras, he decidido hacer lo que me parezca y no atender sus decisiones. Mi situación será la siguiente: tengo 21 años y, por lo tanto, soy mayor de edad. No es usted ya responsable de mí. En consecuencia, no podré esperar de usted ayuda alguna ni apoyo de ninguna clase, ni en lo material ni en lo espiritual».
Es una carta que lamento hoy haberle escrito. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? No le guardaba rencor y, además, nunca se lo guardé. Sencillamente, me daba miedo verme preso en un cuartel del este de Francia. Si me hubiera conocido diez años después —como decía Mireille Ourousovno— no habríamos tenido ya el menor roce. Le habría encantado que le hablase de literatura y yo le habría hecho preguntas acerca de sus proyectos de altas finanzas y de su pasado misterioso. Así es que, en otra vida, vamos del brazo, sin ocultarle ya nunca a nadie nuestras citas.
«ALBERT RODOLPHE MODIANO, MUELLE DE CONTI, 15, París VI, 9 de agosto de 1966. He recibido tu carta del 4 de agosto, dirigida no a tu padre sino a un “querido señor” con el que no me queda más remedio que identificarme. Tu mala fe y tu hipocresía no tienen límites. Estamos presenciando la segunda parte del asunto de Burdeos. La decisión de que te incorporases al ejército en el próximo mes de noviembre no la tomé a la ligera. Me parecía indispensable no solo que cambiaras de ambiente, sino que vivieras con unos requisitos de disciplina y no de forma fantasiosa. Tu tono de burla es repugnante. Queda constancia de tu decisión. ALBERT MODIANO». Nunca más lo volví a ver.
Otoño en París. Sigo escribiendo mi novela por las noches, en una habitación de los grandes bloques de edificios del bulevar de Kellermann y en los dos cafés que hay al final de la calle de L’Amiral-Mouchez.
Una noche, y me pregunto el porqué, aparezco, con más personas, en la otra orilla del Sena, en casa de Georges y Kiki Daragane; Kiki, por quien a los catorce años y medio me escapé del internado… Por entonces vivía en Bruselas y mi madre la hospedaba en el muelle de Conti. Ahora, la rodean unos cuantos autores de ciencia ficción de Saint-Germain-des-Prés y unos cuantos artistas del grupo Pánico. Seguro que la cortejan y que ella les concede sus favores bajo la mirada apacible de su marido, Georges Daragane, un industrial bruselense, un auténtico pilar del Flore, en donde se queda atornillado a un asiento de nueve de la mañana a doce de la noche, sin duda para recuperar todos los años perdidos en Bélgica… Hablo con Kiki del pasado y de aquella época ya lejana de mi adolescencia en que, según me cuenta, mi padre se la llevaba por las noches a «Charlot, el rey del marisco»… Conserva un recuerdo enternecido de mi padre. Era un hombre encantador antes de conocer a la Mylène Demongeot de imitación. Nathalie, la azafata a la que conoció en 1950 en un vuelo París-Brazzaville, me contará más adelante que, en los días de inopia, mi padre no la llevaba a cenar a Charlot, rey del marisco, sino a Roger, rey de las patatas fritas… Les propongo tímidamente a Georges Daragane y a Kiki darles mi manuscrito para que lo lean, como si en vez de estar en su casa estuviera en el salón de los señores de Caillavet.
Es posible que todas esas personas con las que me crucé durante los años sesenta y a las que nunca se me ha vuelto a presentar la oportunidad de ver, sigan viviendo en algo así como un mundo paralelo, al amparo del tiempo, con sus rostros de antaño. Lo pensaba hace un rato, andando por la calle desierta, bajo el sol. Estoy en París, en el juez de instrucción, como decía Apollinaire en su poema. Y el juez me enseña fotos, documentos, piezas de convicción. Y, no obstante, mi vida no era exactamente eso.
Primavera de 1967. El césped de la Ciudad Universitaria. El parque Montsouris. A las doce, los obreros de la Snecma iban al café que estaba en los bajos del edificio. La plaza de Les Peupliers, aquella tarde de junio en que supe que habían aceptado mi primer libro. El edificio de la Snecma, de noche, como un paquebote encallado en el bulevar de Kellermann.
Una noche de junio, en el Théâtre de l’Atelier de la plaza de Dancourt. Una curiosa obra de Audiberti: Cœur a cuir. Roger trabajaba de regidor en el Atelier. La noche de la boda de Roger y Chantal cené con ellos en un piso pequeño que era de alguien cuyo nombre nunca he conseguido recordar, en esa misma plaza de Dancourt en donde tiembla la luz de los faroles. Luego, se fueron en coche a un extrarradio remoto.
Aquella noche me sentí ligero por primera vez en la vida. La amenaza que pesaba sobre mí todos aquellos años y me obligaba a estar continuamente en guardia se había disuelto en el aire de París. Había zarpado antes de que se derrumbara el pontón podrido. Por poco.