El 2 de agosto de 1945 mi padre va en bicicleta a declarar mi nacimiento en el ayuntamiento de Boulogne-Billancourt. Me imagino la vuelta por las calles desiertas de Auteuil y los muelles silenciosos de aquel verano.
Decide luego vivir en México. Los pasaportes están listos. En el último momento, cambia de opinión. Estuvo en un tris de irse de Europa después de la guerra. Treinta años después, fue a morir a Suiza, un país neutral. Entre esas dos fechas, viajó mucho: Canadá, Guayana, África ecuatorial, Colombia… Era El Dorado lo que buscaba en vano. Y me pregunto si no estaba huyendo de los años de la Ocupación. Nunca me contó lo que sintió en lo hondo de sí mismo en París durante ese período. ¿Miedo y la curiosa sensación de que lo acosaban porque lo habían colocado en una categoría muy concreta de caza, siendo así que él no sabía quién era exactamente? Pero no hay que hablar en lugar de los demás y siempre me ha resultado violento romper los silencios, incluso cuando duelen.
1946. Mis padres siguen viviendo en el 15 del muelle de Conti, en los pisos cuarto y quinto. A partir de 1947, mi padre alquilará también el tercero. Relativa y fugacísima prosperidad de mi padre, hasta 1947, antes de entrar para siempre en eso que llaman miseria dorada. Trabaja con Giorgini-Schiff, con un tal señor Tessier, ciudadano de Costa Rica, y con un barón Louis de la Rochette. Es íntimo de un tal Z., comprometido en el «asunto de los vinos». Mis abuelos maternos se han venido de Amberes a París para cuidarme. Estoy siempre con ellos y solo entiendo el flamenco. En 1947, nace mi hermano Rudy, el 5 de octubre. Tras la Liberación, mi madre asistió a las clases de arte dramático de la Escuela de Le Vieux-Colombier… Tuvo en La Michodière, en 1946, un papelito en Auprès de ma blonde. En 1949, hace una breve aparición en la película Rendez-vous de juillet.
Ese verano de 1949, en Cap-d’Antibes y en la costa vasca, es la amiga de un playboy de origen ruso, Vladimir Rachevsky, y del marqués de A., un vasco que escribía poemas. De eso me enteraré más adelante. Mi hermano y yo nos quedamos solos casi dos años en Biarritz. Vivimos en un piso pequeño de la Casa Montalvo y la mujer que nos cuida es la portera de la finca. No me acuerdo ya muy bien de qué cara tenía.
En el mes de septiembre de 1950 nos bautizan en Biarritz, en la iglesia Saint-Martin, sin que hagan acto de presencia nuestros padres. Según la partida de bautismo, mi padrino es un misterioso «Jean Minthe», a quien no conozco. Cuando comienza el curso en octubre de 1950, voy al colegio por primera vez, a la Institución Sainte-Marie de Biarritz, en el mismo barrio de la Casa Montalvo.
Una tarde, al salir de clase, no ha venido nadie a buscarme. Quiero volver solo a casa, pero, al cruzar la calle, me atropella una camioneta. El conductor me lleva con las monjas, que me ponen en la cara, para dormirme, un tampón de éter. A partir de entonces, seré especialmente sensible al olor del éter. Demasiado. El éter tendrá esa curiosa propiedad de recordarme un sufrimiento pero borrarlo en el acto. Memoria y olvido.
Regresamos a París en 1951. Un domingo estoy, en la primera función, entre los bastidores del teatro Montparnasse, donde mi madre tiene un papelito en Le Complexe de Philémon. Mi madre está en escena. Tengo miedo. Me echo a llorar. Suzanne Flon, que también trabaja en la obra, me da una postal para consolarme.
El piso del muelle de Conti. En el tercer piso oíamos voces y carcajadas, por la noche, en la habitación contigua a nuestro cuarto donde mi madre recibía a sus amigos de Saint-Germain-des-Prés. La veía pocas veces. No recuerdo de ella ni un ademán de ternura auténtica o de protección. Me notaba siempre hasta cierto punto con la guardia alta en su presencia. Sus repentinas iras me perturbaban, y como asistía al catecismo, le rezaba a Dios para que la perdonase. En el cuarto piso tenía mi padre su despacho. Con frecuencia estaba en él con dos o tres personas. Se sentaban en los sillones o en los brazos del sofá Hablaban entre sí. Telefoneaban por turnos. Y se lanzaban el aparato unos a otros como un balón de rugby. De vez en cuando, mi padre contrataba a muchachas, estudiantes de Bellas Artes, para que nos cuidasen. Les pedía que cogiesen el teléfono y dijeran que «había salido». Les dictaba cartas.
A principios de 1952, mi madre nos deja al cuidado de su amiga Suzanne Bouquerau, que vive en una casa en Jouy-en-Josas, en el 38 de la calle del Docteur-Kurzenne. Voy a la escuela Jeanne-d’Arc, al final de la calle, y luego a la escuela municipal. Mi hermano y yo oficiamos de monaguillos en la misa del gallo de 1952, en la iglesia del pueblo. Primeras lecturas: El último mohicano, libro del que no entiendo nada pero que sigo leyendo hasta el final. El libro de la selva. Los cuentos de Andersen, con ilustraciones de Adrienne Ségur. Les contes du chat perché.
Idas y venidas de mujeres raras, en el 38 de la calle del Docteur-Kurzenne, entre ellas Zina Rachevsky, Suzanne Baulé, conocida como Frede, la directora de Carroll’s, una sala de fiestas de la calle de Ponthieu, y una tal Rose-Marie Krawell, dueña de un hotel en la calle de Le Vieux Colombier y que iba al volante de un coche americano. Llevaban chaquetas y zapatos de hombre, y Frede, corbata. Nosotros jugábamos con el sobrino de Frede.
De vez en cuando, mi padre viene a vernos en compañía de sus amigos y de una joven rubia y dulce, Nathalie, una azafata que había conocido en uno de sus viajes a Brazzaville. Los jueves por la tarde oímos la radio porque hay programas para niños. Los demás días oigo a veces las noticias. El locutor informa del juicio de quienes cometieron la MATANZA DE ORADOUR. La sonoridad de esas palabras me deja el corazón tan transido hoy en día como entonces, cuando no entendía muy bien de qué hablaban.
Una noche, durante una de esas visitas, mi padre está sentado frente a mí, en el salón de la calle del Docteur-Kurzenne, junto a la ventana salediza. Me pregunta qué quiero ser en la vida. No sé qué contestarle.
En febrero de 1953, una mañana mi padre viene en coche a la casa vacía a buscarnos a mi hermano y a mí y nos vuelve a llevar a París. Me enteraré más adelante de que a Suzanne Bouquerau la habían detenido por varios robos con fractura. Entre Jouy-en-Josas y París, un misterioso extrarradio que aún no lo era. El castillo en ruinas y, delante, el prado de hierba alta donde echábamos a volar una cometa. El bosque de Les Metz. Y la enorme rueda de la máquina hidráulica de Marly, que giraba con ruido y frescor de cascada.
Entre 1953 y 1956 seguimos en París y voy con mi hermano a la escuela municipal de la calle de Le Pont-de-Lodi. También asistimos al catecismo en Saint-Germain-des-Prés. Nos tratamos bastante con el padre Pachaud, que oficia en Saint-Germain-des-Prés y vive en un piso pequeño de la calle de Bonaparte. He encontrado una carta que me escribió por entonces el padre Pachaud: «Lunes 18 de julio. Supongo que debes de estar haciendo castillos en la playa… cuando sube la marea la única solución es largarse a toda prisa. ¡Pasa como cuando suena el silbato del final del recreo en el patio de la escuela de Le Pont-de-Lodi! ¿Sabes que en París hace muchísimo calor? Menos mal que de vez en cuando hay alguna tormenta que refresca el ambiente. Si todavía hubiera catecismo no darías abasto sirviendo con la jarra blanca vasos de menta a tus compañeros. Que no se te olvide la fiesta del 15 de agosto: dentro de un mes es la Asunción de la Santísima Virgen. Ese día has de comulgar para que a tu madre del cielo se le alegre el corazón. Estará contenta de su Patrick si te las sabes ingeniar para agradarle. Ya sabes que durante las vacaciones no hay que olvidarse de darle las gracias a Dios por esos días tan agradables que nos proporciona. Adiós, querido Patrick. Un beso de corazón. Padre Pachaud». Las clases de catecismo se impartían en el último piso de un vetusto edificio, en el 4 de la calle de L’Abbaye —que alberga hoy en día viviendas suntuosas— y en una sala de la plaza de Furstenberg que es ahora una tienda de lujo. Las caras han cambiado. No reconozco ya el barrio de mi infancia, de la misma forma que tampoco lo reconocerían ni Jacques Prévert ni el padre Pachaud.
En la otra orilla del Sena, los misterios del patio del Louvre, de las dos glorietas del Carrousel y de los jardines de las Tullerías, donde pasaba con mi hermano largas tardes. Piedra negra y hojas de castaños al sol. El teatro verde. La montaña de hojas secas contra el muro de basamento de la terraza, en la parte de abajo del museo de Le Jeu de Paume. Teníamos numerados los paseos. El estanque vacío. La estatua de Caín y Abel en una de las dos glorietas desaparecidas del Carrousel. Y la estatua de La Fayette en la otra. El león de bronce de los jardines del Carrousel. La balanza verde contra el muro de la terraza de la orilla del río. Los azulejos y el frescor del «Lavatory», debajo de la terraza de Les Feuillants. Los jardineros. El zumbido del motor de la segadora, una mañana de sol, en una pradera de césped, cerca del estanque. El reloj con las agujas paradas para toda la eternidad, en la puerta sur del palacio. Y la marca de hierro al rojo en el hombro de Milady. Mi hermano y yo hacíamos árboles genealógicos, y el problema que teníamos era encontrar la conexión entre San Luis y Enrique IV. A los ocho años, me impresionó una película: El mayor espectáculo del mundo. Sobre todo una secuencia: es de noche y el tren de la gente del circo se detiene porque un coche americano está cruzado en la vía. Reflejos de luna. El circo Medrano. Aún tocaba la orquesta entre número y número. Los payasos Rhum, Alex y Drena. Las verbenas. La de Versalles, con los autos de choque, de color malva, amarillo, verde, azul oscuro, rosa… La feria de Les Invalides, con la ballena Jonas. Los garajes. Su olor a oscuridad y gasolina. La media luz. Los ruidos y las voces se perdían en un eco.
Entre todo cuanto leí por entonces (Jules Verne, Alexandre Dumas, Joseph Peyré, Conan Doyle, Selma Lagerlöf, Karl May, Mark Twain, James Oliver Curwood, Stevenson, Las mil y una noches, la condesa de Segur, Jack London) conservo un particular recuerdo de Las minas del rey Salomón y del episodio en que el joven guía desvela su auténtica identidad de hijo de rey. Y dos libros me hicieron soñar por sus títulos: El prisionero de Zenda y Cargamento secreto.
Nuestros amigos de la escuela de la calle de Le Pont-de-Lodi: Pierre Do-Kiang, un vietnamita cuyos padres regentan un hotel pequeño en la calle de Grégoire-de-Tours. Zdanevitch, mitad negro, mitad georgiano, hijo de un poeta georgiano, Iliazd. Otros amigos: Gérard, que vivía encima de un garaje, en Deauville, en la avenida de La République. Un tal Ronnie, cuya cara no recuerdo, ni tampoco dónde lo conocimos. Íbamos a jugar a su casa, cerca del bosque de Boulogne. Tengo el vago recuerdo de que, nada más cruzar la puerta de entrada, estaba uno en Londres, en una de esas casas de Belgravia o de Kensington. Más adelante, cuando leí el cuento de Graham Green El ídolo caído, pensé que ese Ronnie, de quien no sé nada, podría haber sido el protagonista.
Vacaciones en Deauville, en un bungalow pequeño, cerca de la avenida de La République, con Nathalie, la azafata, la amiga de mi padre. Mi madre, las pocas veces que viene, recibe a sus amigos de paso, actores que interpretan una obra en el casino, y a su compañero holandés de los años de juventud, Joppie Van Allen. Forma parte de la compañía del marqués de Cuevas. Gracias a él, voy a ver un ballet que me deja trastornado: La sonámbula. Un día acompaño a mi padre al vestíbulo del Hotel Royal, donde tiene una cita con una tal señora Stern, quien, según me dice, es la dueña de una cuadra de caballos de carreras. ¿De qué le serviría esa señora Stern? Todos los jueves vamos mi hermano y yo, a primera hora de la tarde, a comprar Tarzán en el quiosco de enfrente de la iglesia. Calor. Estamos solos en la calle. Sombra y sol en la acera. El olor de los aligustres…
El verano de 1956 lo pasamos mi hermano y yo en el bungalow con mi padre y con Nathalie, la azafata, quien nos había llevado a pasar las vacaciones de Pascua de ese mismo año a un hotel de Villars-sur-Ollon. En París, un domingo de 1954, mi hermano y yo nos quedamos en un rincón entre bastidores en Le Vieux-Colombier cuando mi madre sale a escena. Una tal Suzy Prim, que es la protagonista de la obra, nos dice de mala manera que allí no pintamos nada. Como les sucede a muchas cómicas viejas, no le gustan los niños. Le mando una carta: «Mi querida señora: Le deseo unas Navidades muy malas». Lo que me llamó la atención en ella fue la mirada, dura e inquieta a la vez.
Los domingos íbamos con mi padre en el autobús 63 al bosque de Boulogne. El lago y el pontón donde se embarcaba para el minigolf y el Chalet des îles… Un día, a última hora de la tarde, en el bosque de Boulogne estamos esperando el autobús de vuelta y mi padre nos lleva a una callecita, Adolphe-Yvon. Se para delante de un palacete y nos dice: Me pregunto quién vive aquí ahora… como si hubiera frecuentado mucho ese lugar. Esa misma noche, en su despacho, veo que está mirando la guía de calles. Y me intriga. Alrededor de diez años después, me enteré de que en el 6 de la calle de Adolphe-Yvon, en un palacete que ya no existe (volví a esa calle en 1967 para comprobar a qué altura nos habíamos detenido con mi padre, y correspondía al número 6), estuvieron durante la Ocupación las oficinas de «Otto», el local más importante del mercado negro de París. Y, de repente, un olor a podrido se mezcla con el de los tiovivos y las hojas muertas del bosque de Boulogne. Me acuerdo también de que a veces, en tardes de esas, mi hermano, mi padre y yo nos subíamos al azar a un autobús e íbamos hasta el final. Saint-Mandé. Puerta de Gentilly…
En octubre de 1956 entro como interno en el colegio de Le Montcel, en Jouy-en-Josas. Estaba visto que iba a ir a todos los centros escolares de Jouy-en-Josas. Las primeras noches en el dormitorio son duras y tengo muchas veces ganas de llorar. Pero no tardo en entregarme a un ejercicio que me da ánimos: concentro la atención en un punto fijo, algo así como un talismán. En este caso, fue un caballito negro de plástico.
En febrero de 1957 perdí a mi hermano. Un domingo, mi padre y mi tío Ralph vinieron a buscarme al internado. En la carretera de París, mi tío Ralph, que iba al volante, se detuvo y bajó del coche, dejándome solo con mi padre. Mi padre me comunicó, en el coche, la muerte de mi hermano. El domingo anterior había pasado la tarde con él, en nuestro cuarto del muelle de Conti. Habíamos estado ordenando juntos una colección de sellos. Yo tenía que volver al colegio a las cinco y le conté que una compañía iba a interpretar una obra para los alumnos en el teatrito del internado. Nunca olvidaré su mirada en el domingo aquel.
Dejando aparte a mi hermano Rudy y su muerte, creo que nada de cuanto cuente aquí me afecta muy hondo. Escribo estas páginas como se levanta acta o como se redacta un currículum vitae, a título documental y, seguramente, para liquidar de una vez una vida que no era la mía. Solo es una simple y fina capa de hechos y gestos. No tengo nada que confesar ni nada que dilucidar y no siento afición alguna por la introspección ni por los exámenes de conciencia. Antes bien, cuanto más oscuras y misteriosas seguían siendo las cosas, más me interesaban. E intentaba incluso hallarle un misterio a aquello que no tenía ninguno. Los acontecimientos que rememoraré hasta mis veintiún años los he vivido en proyección trasera, ese procedimiento que consiste en hacer que vayan pasando en segundo plano paisajes mientras los actores se quedan quietos en el plato del estudio. Querría describir esa impresión que otros muchos sintieron antes que yo: todo desfilaba en proyección trasera y no podía aún vivir mi vida.
Estuve interno en el colegio de Le Montcel hasta 1960. Disciplina militar durante cuatro años. Todas las mañanas, izar bandera. Marcar el paso. Sección, alto. Sección, firmes. Por la noche inspección en los dormitorios. Vejaciones de algunos «capitanes», alumnos del último curso de bachillerato encargados de que se respetase la «disciplina». Timbre para despertarse. Ducha, por tandas de treinta. Pista Hébert. Descansen. Firmes. Y en las horas de jardinería rastrillábamos en fila las hojas secas de los prados de césped.
Mi vecino de pupitre en tercero de bachillerato se llamaba Safirstein. Estaba en mi dormitorio, en el pabellón verde. Me había contado que su padre, a los veinte años, estaba estudiando medicina en Viena. En 1938, en la época de la Anschluss, los nazis humillaron a los judíos de Viena, obligándolos a regar las aceras, a pintar personalmente las estrellas de seis puntas en los escaparates de sus comercios. Su padre tuvo que padecer esas vejaciones antes de escapar de Austria. Una noche decidimos ir a explorar el interior del búnker que había al fondo del parque. Había que cruzar un prado grande de césped y si llamábamos la atención de alguno de los vigilantes corríamos el riesgo de que nos castigasen con severidad. Safirstein se negó a participar en aquella travesura de boy-scouts. A la mañana siguiente mis compañeros lo pusieron en cuarentena y lo llamaron «rajado» con esa basteza cuartelera que abruma cuando los «hombres» están solos. El padre de Safirstein llegó una tarde de improviso al internado. Quería hablar con todo el dormitorio. Pidió amablemente a sus ocupantes que dejasen de vejar a su hijo y que no le llamasen más «rajado». Aquel comportamiento asombró a mis compañeros, e incluso a Safirstein. Estábamos reunidos en torno a la mesa de la sala de profesores. Safirstein estaba al lado de su padre. Todo el mundo se reconcilió con buen humor. Me parece que el padre nos dio cigarrillos. Ninguno de mis compañeros daba ya importancia al incidente. Ni siquiera Safirstein. Pero me di perfecta cuenta de la preocupación de aquel hombre que se había preguntado si la pesadilla que padeció veinte años antes iba a volver a empezar para su hijo.
Al colegio de Le Montcel iban los niños a quienes no querían, bastardos, niños perdidos. Me acuerdo de un brasileño que tuve durante mucho tiempo de vecino de dormitorio y que llevaba dos años sin saber nada de sus padres, como si lo hubieran dejado en la consigna de una estación olvidada. Otros traficaban con pantalones vaqueros y forzaban ya los cordones policiales. De entre aquellos alumnos, dos hermanos comparecieron años después ante el tribunal de lo criminal. Juventud dorada en muchos casos, pero con un oro sospechoso, una mala aleación. La mayoría de aquellos muchachos no iba a tener porvenir.
Las lecturas de aquella época. Algunas me dejaron huella: Fermina Márquez, En la colonia penitenciaria, Los amores amarillos, Al romper el alba. En otros libros recobraba la dimensión fantástica de las calles: Margarita de la noche, Solo una mujer, La calle sin nombre. Todavía andaban rodando por las bibliotecas de las enfermerías del internado unas cuantas novelas antiguas que habían sobrevivido a las dos últimas guerras y allí estaban, muy discretas, por miedo a que las bajasen al sótano. Me acuerdo de que leí Los Oberlé. Pero, sobre todo, leía los primeros libros de bolsillo, que acababan de salir, y los de la colección Pourpre, con tapas en cartoné. Todas revueltas, las novelas buenas y las malas. Muchas de ellas han desaparecido de los catálogos. De entre aquellos primeros libros de bolsillo algunos títulos han conservado su aroma: La calle de Le Chat-qui-Péche, La rosa de Bratislava, Marión de las nieves.
Los domingos, paseo con mi padre y alguno de sus comparsas del momento. Stioppa. Mi padre lo ve bastante. Lleva monóculo y tanta gomina en el pelo que deja huella cuando apoya la cabeza en el respaldo del sofá. No tiene oficio alguno. Vive en una pensión para familias de la calle de Victor-Hugo. A veces íbamos Stioppa, mi padre y yo a pasear al bosque de Boulogne.
Otro domingo, mi padre me lleva al Salón Náutico, por la zona del muelle de Branly. Nos encontramos con uno de sus amigos de antes de la guerra, «Paulo» Guerin. Un muchacho viejo con chaqueta blazer. No me acuerdo ya de si también estaba visitando el Salón o si estaba al frente de un stand. Mi padre me explica que Paulo Guerin no ha hecho nunca nada más que montar a caballo, conducir coches estupendos y seducir a chicas. Que me sirva eso de lección: sí, en la vida hay que tener estudios y títulos. En aquella tarde que ya iba vencida, mi padre tenía una expresión pensativa, como si acabara de cruzarse con un fantasma. Cada vez que he pasado por el muelle de Branly, me he acordado de aquella silueta un tanto fondona, de aquel rostro que me pareció abotagado bajo el pelo oscuro y peinado hacia atrás, de aquel Paulo Guerin. Y la pregunta seguirá siempre pendiente: ¿qué podía estar haciendo aquel domingo, sin un mal título, en el Salón Náutico?
Había también un tal señor Charly d’Alton. Era sobre todo con él y con su antiguo compañero Lucien P. con quienes mi padre se tiraba el teléfono como un balón de rugby. Aquel apellido me recordaba a los hermanos Dalton, de los tebeos, y más adelante me di cuenta de que era también el apellido de un amigo y de dos amantes de Alfred de Musset. Un hombre a quien mi padre llamaba siempre por el apellido: Rosen (o Rozen). Aquel Rosen (o Rozen) era el doble del actor David Niven. Me pareció entender que durante la guerra de España se alistó en las filas franquistas. Se quedaba horas en el sofá sin decir nada. Incluso cuando mi padre no estaba. Y supongo que también por la noche. Era un mueble más.
Mi padre me acompañaba a veces los lunes por la mañana a La Rotonde, en la puerta de Orléans. Allí era donde me esperaba el autocar que me devolvía al internado. Nos levantábamos a eso de las seis y, antes de que yo cogiera el autocar, mi padre aprovechaba para quedar con gente en los cafés de la puerta de Orléans, con luz de neón en las mañanas de invierno en que aún era completamente de noche. Silbidos de la cafetera exprés. Las personas con las que se encontraba allí eran diferentes de aquellas con las que se veía en el Claridge o en el Grand Hotel. Se hablaban en voz baja. Feriantes, hombres de cutis rubicundo, viajantes de comercio, o con pinta camastrona de pasantes de notario de provincias. ¿Para qué le servían exactamente? Tenían apellidos rústicos: Quintard, Chevreau, Picard…
Un domingo por la mañana fuimos en taxi al barrio de La Bastille. Mi padre mandó pararse al taxi unas veinte veces delante de varios edificios, en el bulevar de Voltaire, en la avenida de La République, en el bulevar de Richard-Lenoir… En cada una de esas ocasiones, dejaba un sobre en la portería del edificio. ¿Una convocatoria a exaccionistas de alguna sociedad difunta cuyos títulos había exhumado? ¿Quizá aquella Unión Minera de Indochina? Otro domingo, va dejando los sobres por todo el bulevar de Pereire.
El sábado por la noche íbamos a veces de visita a casa de una pareja entrada en años, los Facón, que vivían en un piso diminuto en la calle de Le Ruisseau, detrás de Montmartre. En la pared del exiguo salón, expuesta en un marco, la medalla que el señor Facón había ganado en la guerra de 1914. Había sido impresor. Le gustaba la literatura. Me regaló una preciosa edición encuadernada de la antología de los poemas de Saint-Pol Roux, La Rose et les épines du chemin. ¿En qué circunstancias lo había conocido mi padre?
Me acuerdo también de un tal Léon Grunwald. Venía a almorzar con mi padre varias veces por semana. Alto, con pelo gris y ondulado, cabeza de perro de aguas, hombros y mirada cansados. Mucho más adelante, tuve la sorpresa de volver a dar con el rastro de aquel hombre al leer en L’affaire de Broglie de Jesús Ynfante que en 1968 el presidente de una sociedad, Matesa, «buscaba una financiación de entre quince y veinte millones de dólares». Se puso en relación con Léon Grunwald, «un personaje que había participado en las principales financiaciones realizadas en Luxemburgo». Se firmó un protocolo de acuerdo entre «los señores Jean de Broglie, Raoul de Léon y Léon Grunwald»: si conseguían el empréstito cobrarían una comisión de quinientos mil dólares. Por lo que leí, Grunwald se murió entretanto. ¿De cansancio? Hay que decir que las personas así tienen una actividad agotadora y pasan muchas noches en vela. De día, no paran de quedar unos con otros para ver si firman sus «protocolos de acuerdo».
Querría respirar un aire algo más puro, me da vueltas la cabeza, pero me acuerdo de algunas de las «citas» de mi padre. Un día, a última hora de la mañana, lo acompañé a los Campos Elíseos. Nos recibió un hombre menudo y calvo, muy vivaracho, en un cuchitril donde casi no podíamos ni sentarnos. Pensé que era uno de los siete enanitos. Hablaba en voz baja, como si estuviera ocupando ese despacho de forma fraudulenta.
Normalmente, mi padre «citaba» a la gente en el vestíbulo del Hotel Claridge y me llevaba con él los domingos. Una tarde, me quedo aparte mientras charla en voz baja con un inglés. Intenta arrebatarle por sorpresa una hoja que el inglés acaba de firmar. Pero este la recupera a tiempo. ¿De qué «protocolo de acuerdo» se trataba? Mi padre tenía una oficina en el gran edificio de color ocre del 1 de la calle de Lord-Byron, en donde dirigía la Sociedad Empresarial Africana junto con una secretaria, Lucienne Watier, exmodista, a quien tuteaba. Es uno de mis primeros recuerdos de las calles de París: subíamos la calle de Balzac, y luego, a la derecha, tomábamos la curva de la calle de Lord-Byron. También se podía llegar a esa oficina entrando en el edificio del cine Normandie, en los Campos Elíseos, y recorriendo un laberinto de pasillos.
En la chimenea del cuarto de mi padre varios volúmenes de Derecho marítimo, que se estudia. Está pensando en construir un petrolero en forma de cigarro puro. Los abogados corsos de mi padre: el señor Mariani, a quien íbamos a ver a su casa, el señor Vizzavona. Paseos del domingo con mi padre y un ingeniero italiano que tenía una patente de «hornos autoclaves». Mi padre tendrá mucha relación con un tal señor Held, «radiestesista», que llevaba siempre un péndulo en el bolsillo. Una noche, en las escaleras, mi padre me dijo una frase que, sobre la marcha, no entendí demasiado bien, una de las pocas confidencias que me haya hecho nunca: «Nunca hay que descuidar los detalles pequeños… Yo, por desgracia, siempre he descuidado los detalles pequeños…».
Por esos años, 1957-1958, aparece otro de sus comparsas, un tal Jacques Chatillon. Lo volví a ver veinte años después; y entonces se hacía llamar James B. Chatillon. Se casó, al principio de la Ocupación, con la nieta de un negociante de quien era secretario, y durante ese tiempo había estado comerciando con caballos en Neuilly. Me envió una carta en la que me hablaba de mi padre: «No debe apenarte que muriera solo. A tu padre no le desagradaba la soledad. Tenía una imaginación —a decir verdad orientada exclusivamente hacia los negocios— tremenda, que cuidaba muy mucho de nutrir y que le nutría la mente. Nunca estaba solo, sino “en connivencia” siempre con sus elaboraciones, y eso es lo que le daba ese aspecto extraño y que a muchos les resultaba desconcertante. Por todo sentía curiosidad, incluso aunque no estuviera de acuerdo con ello. Conseguía dar una impresión de calma, aunque podría fácilmente haber sido violento. Cuando estaba metido en una contrariedad, los ojos le relampagueaban. Se le abrían del todo, y eso que normalmente solía tener aquellos párpados suyos, algo gruesos, medio cerrados. Era, por encima de todo, un diletante. Lo que dejaba aún más sorprendidos a sus interlocutores era la pereza que le daba hablar, explicitar lo que quería decir. Sugería unas cuantas palabras alusivas… que marcaba con algunos gestos de la mano seguidos de un “eso es”… con carraspeos al final. A la pereza que le daba hablar hay que añadir la pereza que le daba escribir, que disculpaba ante sí mismo porque tenía una letra difícil de entender».
James B. Chatillon habría querido que yo escribiera las memorias de uno de sus amigos, un facineroso corso, Jean Sartore, que acababa de morirse y había tenido tratos con la banda de la calle de Lauriston y con su jefe, Lafont, durante la Ocupación. «Siento que no hayas podido escribir las memorias de Jean Sartore, pero te equivocas al pensar que era un antiguo amigo de Lafont. Utilizaba a Lafont como pararrayos para traficar con oro y con divisas y lo tenían aún más perseguido los alemanes que los franceses. Dicho lo cual, es cierto que sabía mucho acerca de todo el equipo de Lauriston».
En 1969, me llamó por teléfono cuando salió mi segunda novela y me dejó un nombre y un número en donde podía localizarlo. Era la casa de un tal señor De Varga, que anduvo más adelante comprometido en el asesinato de Jean de Broglie. Me acuerdo de un domingo en que fuimos a dar un paseo al monte Valérien mi padre y yo con ese Chatillon, un hombre moreno y rechoncho, con ojos negros muy vivos bajo unos párpados ajados. Nos llevaba en un Bentley viejo con los asientos de cuero desfondados, el único bien material que le quedaba. Al cabo de un tiempo, tuvo que prescindir de él y venía al muelle de Conti en motocicleta. Era muy creyente. Un día le pregunté con tono de provocación: «¿Para qué sirve la religión?», y me regaló una biografía del papa Pío XI con la siguiente dedicatoria: «Para Patrick, que quizá entienda, al leer este libro, “para qué sirve”…».
Mi padre y yo estamos solos con frecuencia el sábado por la noche. Vamos a los cines de los Campos Elíseos y al Gaumont Palace. Una tarde de junio hacía mucho calor e íbamos andando —no recuerdo ya con qué motivo— por el bulevar de Rochechouart. Entramos, para huir del sol, en la oscuridad de una sala pequeña: el Delta. Un documental, El proceso de Nuremberg, en el cine Georges V. A los trece años descubro las imágenes de los campos de exterminio. Algo cambió para mí ese día. ¿Qué opinaba mi padre? Nunca hablamos de ello, ni siquiera a la salida del cine.
Las noches de verano íbamos a tomar un helado a Ruc o a La Régence. Cenábamos en L’Alsacienne, en los Campos Elíseos, o en el restaurante chino de la calle de Le Colisée. Por la noche, poníamos en el tocadiscos de cuero granate unas muestras de discos de plástico a cuyo lanzamiento comercial aspiraba mi padre. Y recuerdo un libro de su mesilla de noche: Cómo hacer amigos, lo que me hace comprender ahora lo solo que estaba. Un lunes, una mañana de vacaciones, oí pasos en la escalera interior que llevaba al quinto, en donde estaba mi cuarto. Luego, voces en el cuarto de baño grande, que estaba tabique por medio. Unos agentes judiciales se estaban llevando todos los trajes, las camisas y los zapatos de mi padre ¿A qué treta había recurrido para impedir que embargasen los muebles?
Vacaciones de verano de 1958 y 1959 en Megéve, donde estaba solo con una joven, estudiante de Bellas Artes, que cuidaba de mí como una hermana mayor. El Hotel de la Résidence estaba cerrado y parecía abandonado. Cruzábamos por el vestíbulo en penumbra para ir a la piscina. A partir de las cinco de la tarde, junto a esa piscina tocaba una orquesta italiana. Un médico y su mujer nos habían alquilado dos habitaciones en su casa. Era una pareja rara. La mujer —una morena— tenía pinta de loca. Habían adoptado a una chica de mi edad, dulce como todos los niños a quienes no han querido, con la que me pasaba tardes enteras en las aulas desiertas del colegio vecino. Bajo el sol de verano, olía a hierba y a asfalto.
Vacaciones de Pascua de 1959 con un compañero que me lleva con él, para que no me quede en el internado, a Monte Carlo, a casa de su abuela, la marquesa de Polignac. Es una norteamericana. Me enteré más adelante de que era prima de Harry Crosby, el editor de Lawrence y de Joyce en París, que se suicidó a los treinta años. Conduce un Citroen negro. Su marido se dedicaba a los vinos de Champaña y tenían trato antes de la guerra con Joachim von Ribbentrop en los tiempos en que él también era representante de champaña. Pero el padre de mi compañero es exmiembro de la Resistencia y trotskista. Ha escrito un libro sobre el comunismo yugoslavo con prólogo de Sartre. De todo eso me enteraré más adelante. En Monte Carlo me paso tardes enteras en casa de la marquesa hojeando álbumes con las fotos que ha ido reuniendo, a partir de los años veinte, que ilustran la grata y despreocupada vida que llevaron ella y su marido. Quiere enseñarme a conducir y me cede el volante de su 15 CV en una carretera llena de curvas. Tomo mal una y estamos en un tris de caernos al vacío. Nos lleva a Niza a su nieto y a mí a ver a Luis Mariano en el circo Pinder.
Estancias en Inglaterra, en Bornemouth, en 1959 y en 1960. Verlaine había vivido en aquella zona: chalets rojos salpicados entre las frondas y los caserones blancos de los balnearios. No tengo intención de regresar a Francia. No sé nada de mi madre. Y me parece que a mi padre le vendría bien que me quedase en Inglaterra más tiempo del previsto. La familia con quien vivo no me puede seguir alojando. Me presento entonces en la recepción de un hotel con los tres mil francos antiguos que tengo y me dejan dormir gratis en un salón que no se usa de la planta baja. Luego, el director de la escuela adonde voy todas las mañanas a clase de inglés abre, para albergarme, algo así como un cuarto trastero que hay bajo el hueco de la escalera. Me escapo a Londres. Llego por la noche a la estación de Waterloo. Cruzo el puente de Waterloo. Estoy aterrado de hallarme solo en esta ciudad, que me parece mayor que París. En Trafagar Square, desde una cabina roja, llamo a mi padre a cobro revertido. Intento que no se dé cuenta del pánico que siento. No parece sorprenderlo mucho enterarse de que estoy solo en Londres. Me desea buena suerte con voz indiferente. Aunque soy menor de edad, en un hotelito de Bloomsbury aceptan darme una habitación. Pero solo para una noche. Y a la mañana siguiente pruebo suerte en otro hotel en Marble Arch. También ahí hacen la vista gorda en lo referido a mis quince años y me dejan quedarme en una habitación minúscula. Aún era la Inglaterra de los teddy boys y el Londres adonde Christine Keeler acababa de llegar, desde su extrarradio, con diecisiete años. Más adelante supe que aquel verano trabajó de camarera en un restaurante griego pequeño de Baker Street, muy cerca del restaurante turco donde cenaba yo por las noches antes de dar ansiosos paseos por Oxford Street. «Y Thomas de Quincey, bebiendo / suave opio, tósigo casto, / en su pobre Anne iba soñando…».
Una noche de septiembre de 1959 con mi madre y uno de sus amigos en un restaurante árabe de la calle de Les Écoles, el Koutoubia. Es tarde. El restaurante está vacío. Todavía es verano. Hace calor. La puerta de la calle está abierta de par en par. En aquellos años tan raros de mi adolescencia, Argel era la prolongación de París y a París llegaban las ondas y los ecos de Argel, como si soplase el siroco en los árboles de las Tullerías, trayendo un poco de arena de los desiertos y las playas… En Argel y en París, las mismas Vespas, los mismos carteles de películas, las mismas canciones en las máquinas de los cafés, los mismos Dauphine por las calles. El mismo verano en Argel y en los Campos Elíseos. Aquella noche, en el Koutoubia, ¿estábamos en París o en Argel? Poco tiempo después, pusieron una bomba de plástico en el Koutoubia. Una noche, en Saint-Germain-des-Prés —¿o en Argel?— acababan de poner una bomba de plástico en la tienda del camisero Jack Romoli.
Aquel otoño de 1959, mi madre está trabajando en una obra en el teatro Fontaine. Los sábados, que son noche de salida del internado, hago a veces los deberes en el despacho del director de ese teatro. Y me doy paseos por los alrededores. Descubro el barrio de Pigalle, menos pueblerino que Saint-Germain-des-Prés y algo más turbio que los Campos Elíseos. Allí, en la calle de Fontaine, en la plaza Blanche, en la calle de Frochot, me codeo por vez primera con los misterios de París y empiezo, sin darme cuenta del todo, a soñar mi vida.
En el muelle de Conti viven en el piso dos recién llegados: Robert Fly, un amigo de juventud de mi padre, que le hace las veces de chófer y lo acompaña a todas partes en un DS 19, y Robert Car, un modisto con quien mi madre se ha liado durante el rodaje de la película Le Cercle vicieux de Max Pecas, en la que interpretaba el papel de una extranjera rica e inquietante, amante de un joven-pintor.
En enero de 1960 me escapo del internado porque estoy enamorado de una tal Kiki Daragane, a quien he conocido en el piso de mi madre. Tras caminar hasta los hangares del aeródromo de Villacoublay y haber llegado hasta Saint-Germain-des-Prés en autobús y en metro, me tropiezo por casualidad con Kiki Daragane en el café Malafosse, en la esquina de la calle de Bonaparte y el muelle. Está con unos amigos, estudiantes de Bellas Artes. Me aconsejan que me vaya a casa. Llamo, pero no contesta nadie. Mi padre ha debido de irse con Robert Fly en el DS 19. Mi madre no está, como de costumbre. En alguna parte tendré que dormir. Regreso al internado en metro y en autobús, tras haberles pedido algo de dinero a Kiki y a sus amigos. El director se aviene a que me quede hasta el mes de junio. Pero al acabar el curso me expulsan.
Los pocos días de salida, mi padre y Robert Fly me llevan con ellos a veces en sus periplos. Recorren las zonas rurales de Île-de-France. Están citados con notarios y visitan fincas de todo tipo. Paran en posadas en las lindes de los bosques. Da la impresión de que mi padre, por alguna razón imperiosa, quiere «que le dé el aire». En París, prolongados conciliábulos entre Robert Fly y mi padre, en el fondo de una oficina adonde voy a encontrarme con ellos, en el 73 del bulevar de Haussmann. Robert Fly llevaba bigotes rubios. Aparte de conducir el DS 19 no sé a qué otras actividades se dedicaba. De vez en cuando, según me explicaba, «se daba una vuelta» por Pigalle y volvía al muelle de Conti a eso de las siete de la mañana. Robert Car convirtió en taller de costura una de las habitaciones del piso. Mi padre le puso un mote: Trufaldino, un personaje de la commedia dell’arte. En los años cuarenta, era Robert Car quien vestía a los primeros travestis: la Zambella, Lucky Sarcel, Zizi Moustic.
Acompaño a mi padre a la calle de Christophe-Colomb, donde visita a un nuevo «comparsa», un tal Morawski, en un palacete pequeño de esa calle, en el número 12 o en el 14. Lo espero caminando arriba y abajo bajo las frondas de los castaños. Está empezando la primavera. Mi madre trabaja en una obra en el Théâtre des Arts, que dirige una tal señora Alexandra Roubé-Jansky. La obra se llama Les femmes veulent savoir. La han escrito un sedero de Lyon y su amiga, y la financian por completo; han alquilado el teatro y pagan a los actores. La sala está vacía todas las noches. Los únicos espectadores son unos cuantos amigos del sedero de Lyon. El director aconsejó muy sabiamente al sedero que no avisara a los críticos, so pretexto de que son «muy mala gente»…
El domingo anterior a las vacaciones de verano, Robert Fly y mi padre me acompañan a última hora de la tarde en el DS 19 al colegio de Le Montcel y esperan a que termine de hacer la maleta. Tras meterla en el maletero del DS, me voy definitivamente de Jouy-en-Josas por la autopista del Oeste.