18. EL EPÍLOGO DE BOSKO DE PUERTO KAR

Es ahora Bosko de Puerto Kar quien toma la palabra.

Desearía añadir una breve nota a este manuscrito que ha de ser transmitido a las Sardar.

Hace tiempo que no sirvo a los Reyes Sacerdotes. Debería quedar libre de su servicio. Samos habla conmigo a veces, pero yo sigo inamovible. Aun a pesar de ello, en el arsenal, Tersil el marino medio ciego y loco, construye un barco muy extraño para navegar hasta el fin del mundo y seguir más allá. Deseo con todas mis fuerzas que me dejen solo y en libertad. Ahora soy rico y respetado. Tengo muchas de las cosas por las que suspiraría un hombre, la hermosa Telima, considerable salud, una gran casa, vinos y propiedades, y delante mío, brillando sobre Thassa, el Mar. Deseo librarme de los Reyes Sacerdotes y de los Otros. No quiero saber nada de sus oscuros manejos y juegos. Yo sólo quiero vivir en paz, pero los Otros no están dispuestos a concederme el deseo. Han intentado matarme. Sé perfectamente que mi sola presencia pone en peligro a quienes me acompañan. ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer?

Y me he enterado ahora, a través de la narración de Elinor, de que Talena, que fuera mi compañera una vez, puede que esté en los bosques del norte. He sabido también que las muchachas de Verna, la mujer pantera, fueron liberadas subrepticiamente, y se cree que han huido al norte igualmente. Creo que en esto se puede ver la mano de Rask de Treve y quizás de la propia Verna, que también es una mujer muy poco usual. He hablado con Telima. A veces viene conmigo al gran torreón que defendimos hace tiempo y hay ocasiones en las que miramos hacia Thassa, el Mar, y yo a veces miro hacia el norte. Marlenus de Ar está preparando otra expedición a los bosques del norte para recuperarla y castigarla por su comportamiento tan insolente. Él no desconoce el hecho de que su hija es cautiva de Verna en esos bosques. Cuentan que está avergonzado de que haya acabado convertida en una esclava y que piensa liberarla y mantenerla secuestrada en Ar, para que su degradación no haya de ser públicamente expuesta. Sería imposible para la hija de un Ubar mantener la cabeza alta sabiendo que ha llevado el collar de un guerrero de Treve.

—Captúrala —me ha dicho Telima—. Quizás aún la amas.

—Te quiero a ti —le he dicho.

—Encuéntrala. Tráela aquí como esclava y escoge entre las dos. Si lo deseas lucharemos con cuchillos en los pantanos.

—Una vez fue mi Compañera Libre.

—Pero los dos sabemos que la relación se extingue si no se renueva, y de eso hace más de un año.

—Es verdad —he tenido que admitir.

—Además, os hicieron esclavos a los dos y eso, por sí mismo, disuelve el vínculo. Los esclavos no pueden unirse como compañeros.

La miré enfadado.

—¿No has olvidado el delta del Vosk? —me dijo molesta. Telima no resultaba agradable cuando estaba celosa.

—No —respondí—, no lo he olvidado.

Nunca olvidaría el delta ni mi degradación. Sabía que había traicionado mis códigos. Había preferido la ignominia de la esclavitud a la libertad de una muerte honorable.

—Perdóname, mi Ubar —me dijo Telima.

—Te perdono.

Miré los bosques del norte. Habían pasado tantos años. Me acordé de ella, Talena. Había sido un sueño en mi corazón, un recuerdo, un ideal de amor juvenil, que no había olvidado nunca, que aún brillaba, que siempre recordaría. Me acordé de nuestro primer encuentro, cuando la liberé de las cadenas de esclava para ponerle las mías. La recordaba bailando en mi tienda, bella y adorable durante el tiempo que duró nuestra Libre Unión como Compañeros en Ko-ro-ba, antes de que yo me despertase desconcertado en las montañas de New Hampshire. Nunca la había olvidado. Era imposible.

—Iré contigo —dijo Telima—. Yo sé bien cómo hay que tratar a las esclavas

—Si voy, iré solo.

—Como desee mi Ubar —dijo Telima, que dio la vuelta y se alejó, dejándome solo en la parte alta del torreón.

Miré hacia Thassa, los pantanos, y la luz de la luna. Thurnock subió los escalones del torreón. Llevaba consigo su arco y sus flechas.

—La Dorna —dijo—, la Tela y la Venna estarán preparadas para inspección antes del amanecer.

—Me siento solo, Thurnock —le dije.

—Todos los hombres se sienten solos de vez en cuando. Excepto cuando están acompañados por el amor, todos se sienten solos.

Miré hacia la pared que daba al delta, bordeando los pantanos. Pude ver a la muchacha, Elinor, dando su paseo por allí como solía hacer a aquella hora. Estaba preciosa.

—Es hora de que la encadenen en la cocina —dijo Thurnock.

—No hasta la hora decimonovena —le recordé.

—¿Le importaría a mi capitán acompañarme con una copa de paga antes de retirarnos?

—Quizás, Thurnock. Quizás.

—Hemos de levantarnos temprano —señaló.

La vi allí, una figura solitaria, mirando por encima de la pared del delta.

—Los más solos —dije— son aquellos a los que el amor ha visitado y abandonado.

El ataque del tarn fue repentino. Llevaba días esperando que ocurriese. Surgió de una capa de nubes, como un trueno producido por el batir de sus alas.

La sirena de alarma sonó casi de inmediato. Se oyeron gritos.

Las garras del tarn golpearon la pared del delta y sin dejar de batir las alas se quedó sujeto allí, dando un grito y lanzando la cabeza hacia atrás. Vi durante un momento el casco del guerrero y su mano extendida hacia abajo. Oí gritar a la muchacha y la vi correr hacia la silla del tarn para cogerse a la mano.

—¡No! —le dije a Thurnock sujetando la flecha con mi mano y apartándola hacia un lado.

Me miró furioso.

—¡No! —le dije, tajante.

Vi la figura tocada con el casco volverse hacia atrás en la silla y, con un gesto imperioso, arrojar un objeto pesado y oscuro sobre el camino de piedra que había detrás del muro. Cuando mis hombres comenzaban a movilizarse y arrojar algunas de sus flechas de ballesta contra él, el tarn gritó, y batiendo las alas comenzó a alzarse hacia el oscuro cielo, hacia las lunas de Gor.

—¡Podía haberle atravesado! —exclamó Thurnock.

—¿Es un ataque? —oí gritar por detrás mío.

—¡No! —ordené—. ¡Volved a vuestros aposentos y descansad!

—¡Has perdido a la muchacha! —gritó Thurnock—. ¡Se la han llevado!

—Tráeme el objeto que ha arrojado sobre el camino de piedra detrás del muro del delta.

Thurnock fue a recogerlo y regresó con él. Era un enorme portamonedas, lleno de oro. Conté las monedas a la luz de la luna. Había cien y eran de oro puro. Cada una llevaba el símbolo de la ciudad de Treve.

—Thurnock —le dije—, tomémonos ahora esa copa de paga y retirémonos. Hemos de levantarnos temprano, pues la Dorna y la Venna y la Tela han de ser inspeccionadas.

—Sí, mi capitán —dijo Thurnock—. ¡Sí!