—Manos a la espalda. Cruza las muñecas —dijo el hombre.
Obedecí.
Noté que ataba las correas al mimbre. Tiró de mis muñecas hacia atrás contra la pared de mimbre del cesto, y las ató con fuerza. Estaba dentro de aquel cesto, sentada con las rodillas dobladas, junto a cinco muchachas más, todas desnudas.
Nuestros tobillos estaban atados juntos en el centro del cesto.
—Estarán en Ar hacia el anochecer —dijo el hombre.
Dejé caer la cabeza sobre mi pecho.
Sin embargo, a pesar de todo, no me arrepentía de muchas cosas, puesto que durante las últimas semanas me había sentido feliz, viva.
Nunca olvidaría el rostro o las caricias de Rask de Treve, ni los largos paseos, las charlas y las caricias fuera de la empalizada.
—¿Las venderán en los curules? —preguntó un guerrero que estaba allí cerca.
—Sí —dijo el hombre.
Dos de las muchachas atadas en el cesto lanzaron exclamaciones de gozo.
Al principio, sintiéndome totalmente conquistada por Rask de Treve, había sido llamada noche tras noche a su tienda. Le había servido en una deliciosa variedad de formas, pues había sido bien entrenada. Sólo temía que me fallase la imaginación para inventar nuevas y divertidas maneras de complacerle. A veces, logrando hacerme enfadar, había intentado alejarme de él y había llamado a otras mujeres a su tienda, pero en la mayoría de las ocasiones las hacía marchar para llamarme a mí en su lugar.
Finalmente, no llamaba a ninguna otra a su tienda. Sólo me llamaba a mí, a El-in-or. Y así, aunque causó la rabia y el enfado de algunas de las muchachas, fue de todos sabido que yo era la favorita de Rask de Treve.
Echaron una larga cuerda por encima del cesto, hacia la izquierda. La pasaron varias veces alrededor de mi garganta y luego por el mimbre hacia la derecha. Sentí que la cuerda tiraba de mi garganta hacia atrás. De la misma manera la cuerda pasaba alrededor de las demás muchachas y las mantenía en su sitio, atadas al mimbre.
Inge y Rena no estaban en la cesta conmigo. Habían sido entregadas a los cazadores Raf y Pron. A la manera de los cazadores goreanos, ambas muchachas fueron soltadas y se les concedió una ventaja de cuatro ahns, para que pudieran escapar si ello estaba a su alcance. Al cabo de las cuatro horas, Raf y Pron, corriendo velozmente y llevando consigo unos lazos, salieron del campamento. A la mañana siguiente estaban de vuelta, delante de Inge y Rena. Los muslos de ambas muchachas estaban ensangrentados, llevaban las muñecas atadas a la espalda y sus collares de esclavas estaban formados por cuerdas atadas alrededor de su cuello.
—Veo que habéis atrapado dos bellos ejemplares —rió Rask de Treve. Nuevos collares se cerraron alrededor de sus cuellos, de acero, con formas grabadas en ellos así como los hombres de los dos cazadores de Gor.
Al día siguiente salieron del campamento llevando a las muchachas con ellos. Nos besamos al decirnos adiós.
Alcé los ojos.
La pesada tapa de mimbre fue colocada sobre la canasta en la que nos hallábamos. Casi de inmediato pude ver, sobre el cuerpo de la muchacha situada frente a mí, las sombras trenzadas por la luz al filtrarse por entre el mimbre.
No podía soltarme.
Ataron la tapa.
El hombre que iba a dirigir el vuelo del tarn fue hacia el cobertizo de la cocina para comer.
Fui muchas mujeres para Rask de Treve, y siempre El-in-or. A veces me convertía en una muchacha nueva, asustada, que le temía mucho, como Techne; otras veces era como si fuese de los escribas, bastante parecida a como Inge hubiera podido ser, refinada, desalentada por su destino; en otras, una dama elegante, adinerada y de casta alta, como Rena, que ahora se encontraba humillada como una mera muchacha con collar; a veces me convertía en una esclava solitaria, o ebria, o en una muchacha desafiante, determinada a resistirse, o una cruel esclava de seda roja, determinada a conquistar, pero que, al final, se sentía conquistada por él, se sentía, fuera cual fuese el papel que interpretaba, toda suya, su El-in-or.
Pero él por su parte tampoco era siempre el mismo. En ocasiones, después de amarme, me abrazaba y besaba durante horas. No acababa de entenderle por completo durante aquellas horas, pero me sentía satisfecha y colmada.
Y luego, una noche, por alguna razón que se me escapa, le rogué que me permitiese saber algo acerca de él.
—Háblame de ti misma —me dijo.
Le hablé de mi infancia y mi adolescencia, de mis padres, de la mascota que mi madre me había envenenado, de Nueva York, de mi captura y de cómo era mi vida antes de que me viese desnuda en los recintos de Ko-ro-ba. En diferentes noches, me habló de sí mismo, de la muerte de sus padres, de su preparación cuando era un muchacho en Treve, de las maneras en que aprendió a manejar los tarns y el acero de las armas. Le gustaban las flores, pero no se había atrevido a confesarlo. Me parecía tan extraño en un hombre como él que le gustasen las flores. Le besé. Pero me daba cierto miedo que me hubiese contado aquello. No creo que a ninguna le hubiese contado antes algo tan delicado.
Comenzamos a dar largos paseos por el otro lado de la empalizada, cogidos de la mano. Hablamos mucho, nos amamos mucho, y nos hablábamos más. Era como si yo no fuese su esclava. Fue entonces cuando comencé a tener miedo de que algún día me vendiese.
Cuando su deseo de mí le acuciaba, me usaba como a una esclava, con una autoridad llena de fiereza, a veces haciéndome incluso sufrir bajo su dominio; cuando era yo la acuciada por el deseo, a veces le pedía cadenas y cuerdas, para que me poseyese por completo, o me presentaba ante él como si fuese una muchacha sin domesticar que debía ser conquistada, provocándole para que lo hiciera. Pero, de la misma manera, en ocasiones nos amábamos tierna y dulcemente durante mucho rato. En ocasiones éramos amo y esclava, y otras veces éramos otra cosa, que no me atrevo a mencionar. Pero cada vez temía más que me vendiese algún día. ¿Y qué lugar podía haber para esta otra cosa en el campamento de guerra de Rask de Treve?
Una mañana, después de volver al cobertizo, me volvió a llamar a su tienda.
—Estoy cansado de ti —me dijo repentinamente, enfadado.
Bajé la cabeza.
—Voy a venderte.
—Ya lo sé, amo.
—Márchate, esclava.
—Sí, amo.
No lloré hasta regresar al cobertizo.
Noté que estaban revisando los nudos de la cuerda con la que me habían atado. Hicieron lo mismo con los que me rodeaban la garganta, tirando de ellos desde el otro lado del cesto de mimbre. Repitieron la operación con las demás muchachas, algunas de las cuales no pudieron reprimir un grito de dolor al notar el tirón en el cuello.
Le pedí una cosa a Rask de Treve antes de entrar en el canasto de mimbre del tarn.
—Libera a Ute.
Me miró algo extrañado.
—Lo haré —dijo.
Una vez libre, Ute podría hacer lo que quisiera. Supuse que podría ir a Rarir, o a Teletus. Pero sabía que intentaría dar con alguien llamado Barus, de los Curtidores, cuyo nombre había mencionado tantas veces en sueños.
—Subid a la cesta —dijo el hombre que haría volar el tarn.
El hombre subió a la silla del tarn, que gritó y comenzó a batir las alas. Entonces la cesta se inclinó hacia delante, se deslizó a través del claro, y quedó finalmente colgando debajo del tarn.
Fui vendida en el gran mercado de Ar por doce piezas de oro al dueño de una taberna de paga, que pensó que sus parroquianos podrían divertirse conmigo, una esclava que llevaba marcas de castigo.
Estuve sirviendo en la taberna durante meses. Entre quienes serví se hallaban algunos guardas que habían pertenecido anteriormente a la caravana de Targo. Se portaron bien conmigo. Después de servirles completamente les hacía todo tipo de preguntas acerca de Targo, de los otros guardas y de sus esclavas. Me contaron muchas cosas. Targo había recuperado muchas chicas y era rico. Estaba planeando otro viaje hacia el norte, aunque no pensaba hacer negocio con Haakon de Skjern. Los hombres a quienes servía me dieron mucho placer aunque yo también les di bastante a ellos. Pero ninguno era Rask de Treve. Aquel amo había ganado el corazón de la esclava que era Elinor Brinton. Ella no podía olvidarlo.
Una noche oí a alguien decir «la compraré» y me quedé traspuesta por el temor. A duras penas pude verter el paga en su copa. Los cascabeles de mis tobillos y mis muñecas tintinearon. Noté su mano sobre el poco de seda amarilla que vestía en la taberna.
—La compraré —repitió. Era el hombre que me había tocado íntimamente mientras estaba echada sobre mi cama en la Tierra, el que me había amenazado en la cabaña del bosque, el saltimbanqui de la función, el que tomé por el amo de la terrible bestia. Era el hombre que había querido que yo envenenase a alguien, no sabía quién.
Su mano se cerró sobre mi muñeca. No había conseguido escapar de él.
Me compró por catorce piezas de oro. Fui llevada, a lomos de un tarn, maniatada y encapuchada, a la ciudad de Puerto Kar, en el delta del Vosk.
En un almacén cerca de los muelles, me arrodillé con la cabeza agachada, a sus pies.
El hombre estaba allí y la extraña bestia y, para mi sorpresa, Haakon de Skjern también se encontraba presente.
—Conozco el hierro —dije—, y conozco el látigo. No pienso matar por vosotros. Podéis matarme, pero no mataré para vosotros. No os serviré.
Ellos no me azotaron, ni me amenazaron.
Me cogieron por un brazo y me llevaron hasta una habitación que había al lado.
Grité. Allí, con las muñecas atadas a unas anillas, había un hombre ensangrentado, con la cabeza caída sobre el pecho y desnudo hasta la cintura.
—Murieron once hombres —dijo Haakon de Skjern—, pero le tenemos.
El hombre levantó la cabeza y la sacudió para aclarar su visión.
—¿El-in-or? —preguntó.
—¡Amo! —gemí.
Me abracé a él.
Me miró.
—Soy de Treve. No manches mi honor —me dijo.
Me sacaron de la habitación tirándome del cabello, mientras la cabeza de Rask de Treve caía sobre su pecho de nuevo.
La puerta se cerró.
—A su debido tiempo —dijo el hombre más bajo—, recibirás un paquete con veneno.
Acepté con la cabeza, obnubilada. ¡Rask de Treve no podía morir! ¡No tenía que morir!
—Serás colocada en la casa de Bosko, un mercader de Puerto Kar —me dijo—. Entrarás a trabajar en la cocina de la casa, y serás usada para servir su mesa.
—No puedo —sollocé—. ¡No puedo matar!
—Entonces, será Rask de Treve el que muera —dijo el pequeño hombre, y Haakon de Skjern se echó a reír.
El hombre bajo me tendió un paquete pequeño.
—Éste es el veneno, un polvo preparado con veneno de serpiente.
Me estremecí. La muerte por veneno de ost, una serpiente, es una muerte horrorosa.
Me pregunté cómo era posible que odiasen tanto a aquel hombre, a Bosko de Puerto Kar.
—¿Lo harás? —me preguntó el hombre pequeño.
Asentí con la cabeza.
Entrar a servir en casa de Bosko de Puerto Kar no había resultado tan difícil como yo creía.
Fui vendida por quince monedas de oro a la casa de Samos, un mercader de esclavas de Puerto Kar. El propio Samos estaba de viaje por el Thassa, y fui adquirida por un subordinado suyo. Publius, el jefe de cocina de la casa de Bosko, se enteró mientras se emborrachaba en una taberna de Paga de que había una muchacha interesante, recién llevada a la casa de Samos, que había sido entrenada en los recintos de Ko-ro-ba y que llevaba la marca de Treve. También le dijeron que era bella.
Publius se sintió intrigado, además tal vez podría necesitar alguna muchacha más para la casa en la que servía, pues algunas de las anteriores iban a ser vendidas; sospecho que, por otra parte, no tenía muchas oportunidades de tener encadenadas a la pared de su cocina a muchas esclavas de placer al finalizar su jornada de trabajo.
El subordinado, aunque lo hizo en ausencia de su amo, pensando complacerle, me vendió por las quince monedas de oro que habían pagado por mí. Así que fui una especie de regalo de la casa de Samos a la casa de Bosko, con la que mantenía buenas relaciones. Al parecer, tanto Samos como Bosko eran miembros del Concejo de Capitanes, el máximo órgano de Gobierno de Puerto Kar.
Me gustaba la casa de Bosko, que estaba fortificada y era espaciosa y limpia. No me trataron mal, aunque me obligaban a hacer mi trabajo a la perfección. Mi amo, Bosko, un hombre enorme y fuerte, no me usó. Su esposa era la bellísima Telima, una verdadera belleza goreana, ante la cual yo no me sentía más que una simple mujer de la Tierra y una esclava. Había otras bellezas en la casa: la esbelta Midice, de cabello oscuro, casada con un capitán, Tab; Thura, de cabello rubio, casada con un experto arquero, Thurnock; la pequeña Ula, de cabello oscuro, casada con el silencioso y fuerte Clitus. Había también una muchacha joven muy bella llamada Vina, casada con un joven delgado y fuerte que respondía por el nombre de Henrius, y que era considerado un experto luchador con espada. Había una muchacha más, Sandra, que era una danzarina libre. Y, por último, otra muchacha libre, de la Casta de los Escribas, que manejaba la mayor parte de los intrincados negocios de la casa. Era evidente que Bosko gustaba de las mujeres bellas, pero lo cierto es que se reservaba para su Telima.
—Trae vino, de prisa —exclamó Publius desde la cocina, mirándome.
A continuación desapareció.
Tomé el saquito de veneno del bolsillo de mi túnica y lo eché en el vino. Me habían advertido que había suficiente como para provocar una muerte horrorosa a cien hombres. Removí el vino y escondí el paquete.
Estaba listo.
—¡Vino! —oí gritar desde el otro lado de la pared.
Corrí hacia delante, hacia la mesa. Tan sólo pensaba servir a Bosko, él sería el primero y el último. No deseaba tener más sangre sobre mi conciencia.
¡Rask de Treve tenía que vivir!
Recordé cómo Haakon de Skjern se había reído de su cautivo. Me pregunté si Haakon, que era su mortal enemigo, le iba a poner en libertad. Temí que no lo hiciera, pero yo no tenía elección. Tenía que confiar en ellos. No podía elegir.
No le deseaba aquel veneno a nadie. Yo no quería envenenar a nadie. No sabía nada de todo aquello. No es que yo hubiera sido una buena persona, pero no era una asesina. Y a pesar de ello, tenía que matar.
Me acordé por casualidad de que mi madre había envenenado en una ocasión a mi perrito, porque había destrozado una de sus zapatillas. Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—Elinor —dijo Bosko—, quiero vino.
Era una de las pocas personas en Gor que me llamaba por mi nombre tal y como se pronunciaba en la Tierra.
Me acerqué a él lentamente.
—¡Vino! —pidió Thurnock.
No me acerqué a él.
—¡Vino! —pidió Tab, el capitán.
Tampoco fui hacia él.
Fui hacia Bosko de Puerto Kar. Iba a ponerle vino en la copa, luego, sin duda me apresarían y para la caída del sol, me torturarían y empalarían.
Bosko tendió la copa hacia mí. Los ojos de Telima se clavaron en mi persona; bajé la cabeza pues no podía sostener su mirada.
Le serví el vino. Recordé las palabras de Rask de Treve.
—Soy de Treve —me había dicho en el almacén donde estaba de pie atado a la pared—. No manches mi honor.
Se me saltaron las lágrimas.
—¿Qué ocurre, Elinor? —preguntó Bosko.
—Estoy bien, amo —me apresuré a responder.
Bosko de Puerto Kar alzó la copa para llevarla a sus labios.
Tendí la mano en dirección suya.
—No lo bebas, amo —le dije—, está envenenado.
Hubo gritos de furia, de enfado, y las copas se volcaron sobre la mesa. Los hombres y las mujeres se pusieron de pie.
—¡Torturadla! —oí gritar, mientras Thurnock sujetaba con toda su fuerza mis brazos a ambos lados de mi cuerpo.
—¡Que la empalen! —dijo otro.
La puerta de la entrada se abrió de par en par y por ella llegó un hombre de pelo blanco y pendientes.
—¡Es Samos! —oí comentar.
—Acabo de llegar en mi barco —exclamó—, y me he enterado de que una mujer, sin yo saberlo, ha sido introducida en esta casa. ¡Tened cuidado!
Me vio con las manos atadas a los lados del cuerpo, arrodillada sobre las baldosas. Publius, el jefe de cocina, llegó corriendo. Estaba pálido. Venía blandiendo una espada.
Bosko vertió el vino sobre la mesa, lentamente. Lo que yo había vertido comenzaba a caer sobre las baldosas.
—Seguid con la fiesta —dijo a los que se hallaban sentados a su mesa—. Tab, Thurnock, Clitus, Henrius, Samos: os agradecería que os reunieseis conmigo en mis habitaciones —vi que Telima llevaba un cuchillo. No me cabía la menor duda de que podía usarlo para cortarme el cuello si hacía falta—. Thurnock, suelta a la esclava —solicitó Bosko. Aquél hizo lo que le pedían y yo me puse de pie—. Elinor, tenemos que hablar.
Luego tendió su brazo hacia Telima para que ésta le acompañase. Como un autómata, les seguí hasta sus habitaciones.
Aquella noche unos hombres salieron rápidamente de la casa de Bosko. Le conté cuanto sabía y esperaba que, por consiguiente, me torturasen y empalasen.
—Ve a la cocina, puesto que hay trabajo allí para ti —me dijo cuando acabé de contarle lo que yo sabía.
Regresé a la cocina dando tumbos. Allí Publius, también atónito, me dio algo en que ocuparme. Aquella noche me encadenó a la pared con cadenas dobles.
—No pudimos salvar a Rask de Treve —me dijo Bosko a la mañana siguiente.
Bajé la cabeza. Estaba segura de que aquello acabaría así.
—Los de Treve son enemigos respetables —añadió. Y me sonrió.
Le miré temblando.
—Se había liberado él mismo. Cuando llegamos, ya se había ido —dijo Bosko. Le miré con los ojos abiertos de par en par.
—¿Y los otros? —pregunté.
—Encontramos sus cuerpos. Uno de ellos, con la funda de la espada vacía, fue identificado como el de Haakon de Skjern. Otro, el de un hombre pequeño, no pudo ser identificado. El tercer cuerpo era extraño, parecía el de una bestia enorme y desagradable.
Bajé la cabeza, sollozando histéricamente.
—Los cuerpos habían sido cortados en pedazos. Sus cabezas habían sido colocadas sobre estacas junto al canal. Habían tallado el símbolo de Treve en cada una de las estacas.
Caí de rodillas, llorando y riendo.
—Los de Treve —repitió Bosko como si lo supiera por experiencia— son enemigos respetables.
—¿Qué será ahora de mí? —pregunté.
—Estoy corriendo la voz por el campamento de Terence de Treve, un mercenario, de que hay en mi casa una muchacha cuyo nombre es Elinor.
—Rask de Treve ya no me quiere. Me vendió.
Bosko se encogió de hombros.
—La información que he recibido de los espías de Samos es que vino por su propia voluntad a Puerto Kar, y además solo, y que fue capturado aquí —me miró—. ¿Qué podía haber venido a buscar?
—No lo sé —susurré.
—Dicen que buscaba a una esclava llamada Elinor.
—Eso no puede ser cierto, porque cuando fui traída a Puerto Kar, Rask de Treve ya había sido apresado.
—Puede muy bien haber ocurrido, pues no había más que propagar por el campamento de Rask de Treve que tú estabas en esta ciudad. Y casi con seguridad eso era preferible para mis enemigos. Era mejor que tú no estuvieses aquí cuando él llegase por si te encontraba y se te llevaba y ellos no podían cazarle a él tampoco.
Bosko de Puerto Kar me miró.
—¿Estabas en algún sitio en el que pudieran localizarte cuando les hiciera falta, sin que pareciese que te poseían y tuvieran que identificarse contigo prematuramente, a menos que alguien se diera cuenta?
—Durante meses serví como esclava en una taberna de paga.
—Puede que incluso vieran cuándo y a quién eras vendida en el Curúleo. Fue en el Curúleo, ¿verdad?
—Sí.
—Un sitio completamente público —me miró algo entristecido—. Una vez vi a una muchacha muy hermosa ser vendida en aquel lugar.
—¿Cómo se llamaba? —pregunté.
—Vella —me dijo—. Se llamaba Vella.
Bajé los ojos.
—Me da la impresión —dijo Bosko— que sólo cuando capturaron a Rask de Treve fue cuando te recogieron y te trajeron aquí a Puerto Kar, donde te utilizaron a su voluntad.
—Rask de Treve me vendió. No me quiere.
Bosko encogió los hombros.
—Ve a la cocina —me dijo—, allí hay trabajo para ti.
Me puse a disposición de Publius, que había querido dejar su empleo con Bosko, al ser tan inepto de adquirirme sin saber lo que se hacía y provocar yo casi la ruina de aquella casa; pero Bosko no quiso atender sus razones y alegó que sería difícil encontrar otro jefe de cocina como él. Por lo tanto, Publius siguió en la casa. Pero a mí no me dejaba ni preparar, ni servir la comida. Me vigilaba de cerca y por las noches me ataba con una doble cadena.
Al saber que Rask de Treve estaba vivo, no podía reprimir mi alegría y cantaba mientras realizaba mis trabajos. Además, aquellos que habían intentado utilizarme como una herramienta para conseguir sus propósitos, habían sido destruidos. No creía que mi amo, Bosko, acertase en sus conjeturas al decir que Rask de Treve había venido a Puerto Kar en mi busca, puesto que me había vendido. Sus informantes se confundían o se equivocaban. Había intentado apartar al guerrero de Treve de mi mente de vez en cuando, sin éxito. A veces, por las noches, las demás muchachas me despertaban o me hacían callar porque las molestaba al gritar su nombre en mis sueños. Yo le quería, con todo mi ser y toda la amargura de mi corazón. Pero él estaba vivo y no podía sentirme desgraciada. Podía sentirme sola, y deseosa de notar sus caricias, su boca, sus palabras, su mano sobre la mía, pero, dado que estaba vivo, no podía sentirme realmente triste. Cómo estar triste cuando, en alguna parte, él se sentía orgulloso, vivo y libre, y, sin duda, volvía a ser temerario y violento, festejando su victoria con sus compañeros y sus hermosas esclavas.
—Véndeme, amo —le supliqué una vez a Bosko, pues no deseaba permanecer en la casa en donde había estado a punto de cometer un crimen tan grande. Deseaba poder ir a algún sitio en el que no me conociera nadie, donde yo no fuera más que otra muchacha con collar un ser anónimo en su sumisión y su degradación.
—Tienes cosas que hacer en la cocina —me dijo en respuesta a mi petición.
Regresé, pues a la cocina.
Llega la hora de que ponga fin a mi relato.
Lo he escrito a petición de mi amo, Bosko de Puerto Kar, de los Mercaderes, pero que sospecho fue antaño de los guerreros. No comprendo todo lo que he escrito, en el sentido de conocer sus implicaciones o el significado que otros más enterados que yo de ciertas cosas podrían darle. Creo, sin embargo, haber escrito mucho y con sinceridad. Mi amo me ha ordenado que así lo hiciera. Me he esforzado por cumplir sus deseos.
Soy más feliz ahora de lo que he sido, pero todavía suplico en alguna ocasión ser vendida. Tengo entendido que Rask de Treve vino ciertamente a Puerto Kar a buscarme y ello me proporciona una emoción indescriptible, aunque a la vez me produce una intensa tristeza y amargura, pues nunca le volveré a ver.
En la plaza, frente al Concejo de Capitanes, Rask de Treve se enfrentó a Bosko de Puerto Kar, exigiendo que yo le fuese entregada. Bosko, según me había dicho, fijó un precio de veinte monedas de oro para así, ya que es comerciante, obtener algo en la transacción. Pero Rask no compra mujeres, pues es de Treve. No importaba cuál fuera mi precio, su respuesta hubiera sido siempre la misma. Él toma a las mujeres. No las compra. Pero me da miedo pensar a veces que nunca saldré de aquí. Dicen que mi amo actual, Bosko, es un maestro en el arte de la espada, muy temido, y su casa es muy fuerte y hay aquí cientos de hombres que someten sus vidas y sus espadas a Bosko. Dada la situación de la casa, la personalidad de su amo y la guarnición acogida en su interior, Rask no puede traer aquí sus monturas de tarns desde Treve a la distante Puerto Kar tan sólo por una esclava, y además una acción semejante implicaría una guerra larga y sangrienta. Por desgracia, estoy segura en esta casa. Es mi casa y mi cárcel. Cuando Rask de Treve le exigió a mi amo que me entregase, éste blandió su propia espada y, en respuesta, dibujó en el suelo de la plaza una señal, la de la ciudad de Ko-ro-ba. Rask de Treve dio media vuelta y se alejó.
Ahora, por orden de Bosko, se me vuelve a permitir servir en el gran patio. Pero por la noche, Publius todavía me asegura a la pared con una doble cadena. Es un gran jefe de cocina y quiere a su capitán. La verdad es que no tengo nada en contra de sus precauciones.
He finalizado mi narración. Cada noche he de regresar a la cocina, a la hora decimonovena, para ser encadenada. Antes de esa hora suelo dar una vuelta por el muro de la casa de Bosko que da al delta. Miro sus pantanos que, bajo la luz de las tres lunas, son muy hermosos.
Y recuerdo a Rask de Treve.