15. MI AMO QUIERE QUE SU CHICA LE COMPLAZCA

—¡Ute! —grité.

El guarda, cogiéndome por el cabello, me arrojó a sus pies. La miré para descubrir con horror que en el lado izquierdo de su frente todavía había señales del golpe que le había asestado con la roca.

—Yo creía… —murmuré.

Ella estaba de pie ante el cobertizo bajo y alargado que ya había visto antes, al recorrer el campamento. Su pesada puerta estaba ahora abierta. La vez anterior, la puerta estaba atrancada y cerrada con dos pesados candados. Una chica muy atractiva, vestida con una breve túnica de trabajo, salió del cobertizo. Yo creía que aquello era un almacén, pero me di cuenta de que era un dormitorio para esclavas dedicadas al trabajo. Comprendí llena de espanto que yo iba a ser una de ellas.

—Llevas un collar —dijo Ute.

—Sí —susurré, arrodillándome ante ella y bajando la cabeza. Había visto que también llevaba un collar. Y lo que era más, alrededor de su frente, sujetando su cabello oscuro hacia atrás, llevaba una tira de tela marrón, del mismo tejido que su túnica de trabajo. Sabía que aquello significaba que tenía autoridad sobre las demás muchachas. Ena era la muchacha con más autoridad del campamento, pero sospeché que Ute era la primera, la jefa de las esclavas dedicadas al trabajo. Comencé a temblar.

—Está asustada —dijo el guarda—. ¿Te conoce?

—La conozco —dijo Ute.

Bajé la cabeza hasta tocar toda la suciedad del suelo con ella. Todavía llevaba las muñecas atadas, tal y como las había dejado Rask de Treve. No me habían puesto ropa aún. Llevaba tan sólo mis ataduras y, alrededor de mi cuello, un collar de acero.

—Puedes dejarnos ahora —le dijo Ute al guarda—. Has entregado a la esclava. Ahora está bajo mi responsabilidad.

Él guarda dio la vuelta y se alejó.

No me atrevía a levantar los ojos del suelo. Estaba aterrorizada.

—El primer día de mi captura, en el primer campamento de mis apresadores —dijo Ute—, caí en poder de Rask de Treve —hizo una pausa—. Surgió de pronto, de la oscuridad, y se situó frente a ellos. Les dijo que le entregasen la esclava, pero ellos prefirieron luchar. «Soy Rask de Treve», les advirtió, y entonces ellos abandonaron sus espadas. Rask ahuyentó a sus tarns del campamento. Me tomó, atada como estaba, en sus brazos, y comenzó a alejarse del campamento. «Os agradezco que me hayáis entregado la esclava», les dijo. Y uno de ellos le respondió: «Y nosotros te agradecemos, Rask de Treve, que hayas conservado nuestras vidas». Rask de Treve me trajo hasta aquí, donde me hizo esclava suya.

La miré.

—Llevas el talmit de kajira —le dije.

—La primera de las esclavas de trabajo —explicó— había sido vendida poco antes de mi captura. Había habido disensiones y facciones entre las muchachas, puesto que cada una de ellas quería que una de sus muchachas fuese la primera. Yo era nueva. No conocía a ninguna. Rask de Treve por decisión propia, y porque por alguna extraña razón yo le merecía confianza, me colocó por encima de ellas.

—¿Voy a ser una esclava de trabajo? —pregunté.

—¿Esperabas ser enviada a la tienda de las mujeres?

—Sí —respondí. Sí que era cierto que en realidad esperaba vivir en la tienda de las mujeres y no en un oscuro cobertizo, entre esclavas de trabajo.

Ute se echó a reír.

—Eres una esclava de trabajo —dijo.

Bajé la cabeza.

—Tengo entendido que te capturaron al sudoeste del pueblo de Rorus.

No dije nada.

—Por lo tanto todavía estabas buscando mi pueblo, Rarir

—¡No! —grité.

—Desde donde habrías ido en busca de la isla de Teletus.

—¡No, no!

—Y una vez en la isla te habrías presentado ante mis padres adoptivos diciendo que eras mi amiga.

Negué violentamente con la cabeza, aterrorizada.

—Quizás ellos incluso te hubiesen adoptado, en lugar mío, como hija suya —sugirió Ute.

—¡Oh no! ¡No, Ute! ¡No!

—Tu vida entonces hubiera sido mucho más fácil y placentera.

Llena de espanto, puse mi cabeza a sus pies.

Ute se inclinó sobre mí y me cogió por el pelo y, retorciéndolo, tiró de él hacia arriba.

—¿Quién traicionó a Ute? —inquirió.

Yo sacudí la cabeza, negándolo.

—¿Quién? —repitió.

Yo no podía hablar, de lo aterrorizada que estaba, pero negué con la cabeza.

—¿Quién?

—Yo —grité—. ¡Fui yo!

—¡Habla como una esclava! —ordenó.

—¡El-in-or traicionó a Ute! —grité—. El-in-or traicionó a Ute.

—Es una esclava despreciable —dijo una voz detrás mío.

Me di la vuelta como pude y vi, llena de consternación, a Rask de Treve. Bajé los ojos y rompí a llorar.

—Tal como tú dijiste —comentó Rask a Ute—, es una esclava despreciable.

Ute apartó las manos de mi cabello y yo bajé la cabeza.

—Es una embustera, una ladrona y una traidora —dijo Rask de Treve—. No es más que una esclava despreciable e inútil.

—Sin embargo —dijo Ute— en un campamento como éste, podemos encontrar cosas que una muchacha como ella puede hacer. Hay muchas tareas serviles en las que podría aplicarse.

—Ocúpate de que trabaje duro.

—Lo haré, amo.

Rask de Treve se alejó de donde yo me hallaba arrodillada, dejándome con Ute.

La miré con lágrimas en los ojos. Moví la cabeza.

—¿Se lo has dicho? —susurré.

—Él me ordenó que hablara y yo, como esclava, tuve que obedecer.

Seguí sollozando y moviendo la cabeza.

—Tu amo te conoce bien, esclava —dijo Ute sonriendo.

Bajé la cabeza, llorando.

—No, no.

—¡Guarda! —llamó Ute.

Un guarda se acercó.

—Desata a la esclava.

Alcé mis muñecas atadas hacia el guarda y él deshizo los nudos. Seguí arrodillada.

—Puedes dejarnos ahora —dijo Ute al guarda y éste se alejó.

—¿Soy verdaderamente una esclava de trabajo? —pregunté.

—Sí.

—¿Estoy bajo tu autoridad?

—Sí.

—¡Ute! ¡No quería traicionarte! ¡Estaba asustada! ¡Perdóname, Ute! ¡No quería traicionarte!

—Entra en el cobertizo. Esta noche tendrás trabajo en la cocina. Pero no comerás hasta mañana.

—Por favor, Ute —lloré.

—Entra en el cobertizo, esclava.

Me puse en pie y, desnuda, entré en el oscuro cobertizo, Ute cerró la puerta detrás mío, dejándome en la oscuridad. Oí cómo se corrían los cerrojos, uno tras otro, y los candados cerrarse.

El suelo estaba sucio, pero aquí y allí, bajo mis pies, sentí una barra metálica. Caí de rodillas y palpé el suelo. Bajo la porquería, y en algunos lugares al aire libre, había un pesado entramado de barras.

Las muchachas que fuesen encerradas en aquel cobertizo no podrían excavar un túnel hacia la libertad.

No había posibilidad de escapar.

De pronto, encerrada allí dentro, sola en la oscuridad, sufrí un ataque de pánico.

Me lancé contra la puerta, y comencé a golpearla con los puños en medio de aquella oscuridad. Luego, llorando, me dejé ir sobre mis rodillas y la arañé con las uñas.

—¡Ute! —lloré—. ¡Ute!

Luego me arrastré hasta uno de los lados de la puerta, y me senté con las rodillas dobladas bajo la barbilla. Me sentí sola y desgraciada.

Oí el sonido producido por un pequeño urt que correteaba por el cobertizo.

Grité.

Luego me quedé callada, sentada en la oscuridad con las rodillas debajo de la barbilla.

Ute, en contra de lo que yo temía, no fue particularmente cruel conmigo.

Me trató con justicia, del mismo modo que quiso que lo hicieran las demás muchachas. No parecía que yo fuese quien la había hecho caer en manos de los esbirros de Haakon de Skjern.

Yo trabajaba mucho, pero no me pareció estar haciendo más que ninguna de las demás. Sin embargo, Ute no me dejaba huir de mis tareas. Cuando me hube recuperado de mis temores de que se vengase de mí por haberla traicionado, me di cuenta de que me molestaba algo el que no me tratase con algo más de favoritismo que a las demás. Después de todo, hacía muchos meses que nos conocíamos y llevábamos juntas desde mucho antes que Targo cruzase el Laurius en dirección norte hacia el campamento de la ciudad de Laura. Sin duda, algo así debía de tener su importancia. No es que yo fuera una desconocida para ella, como las demás. Y, sin embargo, a pesar de estas consideraciones, ¡no me trataba con ninguna deferencia! Me consolaba pensando que algunas de las otras que trataban de ser particularmente agradables con Ute, que intentaban de insinuarse a su favor, eran tratadas con la misma frialdad. Nos trataba a todas por igual. Se mantenía alejada de nosotras. Ni siquiera dormía o comía con nosotras, sino en el cobertizo de la cocina, en el que la encadenaban durante la noche. Todas la respetábamos. La temíamos. Hacíamos cuanto nos decía. Tras ella sabíamos que estaba el poder de los hombres; sin embargo, no nos gustaba demasiado, puesto que era nuestra superior.

En la medida que me era posible, por supuesto, procuraba evitar algunas de mis tareas, o las hacía de cualquier manera para así evitarme jaleos y trabajos. A pesar de todo, me pilló una vez con una cacerola grasienta que yo no había fregado bien.

—Trae la cazuela —me dijo.

La seguí a través del campamento. Nos detuvimos junto a los mástiles que ya había visto.

—Las muñecas de la muchacha —dijo— se atan y a continuación se la suspende por ellas y se la deja colgando del mástil más alto. Se le atan los tobillos que se sujetan a la anilla de hierro, a unos centímetros del suelo. Así no se mueve demasiado.

La miré con la cazuela en la mano.

—Éste es el mástil del látigo. Ahora puedes irte, El-in-or.

Di media vuelta y me dirigí corriendo al cobertizo de la cocina para limpiar la cazuela. Después de aquello rara vez dejé algo por hacer y generalmente realizaba mis tareas lo mejor posible.

Sólo se me ocurrió más tarde que Ute no me había hecho azotar.

Durante el día era frecuente que los tarnsmanes de Rask de Treve estuviesen volando. Entonces el campamento parecía muy tranquilo.

Ellos se dedicaban al trabajo de los tarnsmanes de Treve: atacar, saquear y conseguir esclavas.

Alguna de las muchachas gritaba «¡Ya regresan!», y nosotras, vestidas con nuestras túnicas de trabajo, corríamos impacientes al centro del campamento para saludar el regreso de los guerreros. Muchas reían y agitaban sus manos y saltaban o se ponían de puntillas. Yo no demostraba la misma emoción, pero a mí también me emocionaba su regreso. ¡Qué gallardos resultaban aquellos magníficos hombres! Lo que más me estremecía era contemplar el regreso de su líder, el poderoso, el sonriente Rask de Treve. ¡Cuánto me complacía verle traer una muchacha nueva sobre la silla de su tarn, un nuevo trofeo! Tanto las demás chicas como yo las mirábamos con escepticismo y las comparábamos con nosotras, pero ellas nunca salían beneficiadas de la comparación.

Muchas de las muchachas se dirigían a algún guerrero en particular, con los ojos brillantes, saltando para alcanzar los estribos, aupándose para poner sus mejillas contra el nuevo cuero de sus botas. Y más de una era izada hasta la silla para ser abrazada y besada antes de ser devuelta al suelo.

Cuando los tarnsmanes regresaban con sus cautivas y su botín, había una fiesta.

Yo servía en aquellas fiestas, pero cuando llegaba el momento de sacar las sedas para las danzas y los cascabeles de los pesados y adornados baúles, me enviaban al cobertizo para ser encerrada, sola.

Por la ranura de debajo de la puerta oía la música, las risas, los gritos de protesta de las chicas, y los gritos de satisfacción, de victoria de los hombres.

Pero ningún hombre había pedido por mí. No me deseaba ninguno.

En el fondo me alegraba de que me ahorrasen el ignominioso uso al que eran sometidas las otras chicas. ¡Cuánta lástima sentía por ellas! ¡Cuánto me alegraba de no compartir su destino! Gritaba de rabia y tomando puñados de porquería, los arrojaba contra las paredes interiores del cobertizo dentro del que estaba encerrada.

En la tercera o cuarta hora de la mañana, una a una, las chicas, a quienes habían retirado las sedas, regresaban al cobertizo. Qué espabiladas parecían, qué poco fatigadas. ¡Cuánto hablaban las unas con las otras! ¡Cuánto reían! ¡Qué vitales parecían! ¡Había que trabajar al día siguiente! ¿Por qué no se iban a dormir? Algunas cantaban bajito. Otras pronunciaban el nombre de algún tarnsman llenas de placer.

Yo hundía mis puños en la porquería del suelo, enfadada.

¡Pero si estarían exhaustas a la mañana siguiente! ¡Entonces sí que se sentirían desgraciadas! ¡Por la mañana, Ute tendría casi que utilizar el látigo para hacerlas salir del cobertizo!

Me alegraba de que nadie hubiese querido tenerme a su lado y me puse a llorar.

En ocasiones acudían visitantes al campamento, aunque es fácil suponer que esas personas eran de la confianza de Rask de Treve.

Por lo general, eran comerciantes. Algunos traían comida y vino. Otros llegaban para comprar el producto de los saqueos de los tarnsmanes. Algunas de mis compañeras de trabajo fueron vendidas, y otras capturadas, llegadas a lomos de tarns, ocuparon sus lugares, quizá para también ser vendidas, llegado el momento.

Cuando me era posible, me las arreglaba, mientras realizaba mis tareas diarias, para pasar frente a la tienda de Rask de Treve.

A veces veía a la muchacha de cabello moreno, vestida de sedas rojas y los dos brazaletes en el tobillo izquierdo, al pasar por la tienda. Otras veces, veía a otras chicas. En una o dos ocasiones vi a una impresionante rubia vestida de seda amarilla. Parecía que a Rask de Treve le gustaban las muchachas hermosas.

¡Le odiaba!

Una tarde, cuando llevaba unas tres semanas en el campamento, Rask y sus hombres volvieron de una incursión realizada muy al norte.

Había asaltado el campamento de esclavas de su viejo enemigo Haakon de Skjern.

¡Entre las nuevas muchachas llegadas al campamento se encontraban Inge y Rena de Lydius! No había capturado a Lana. Inge y Rena eran las únicas que conocía entre las recién llegadas.

La mañana siguiente a su captura, como sucediera conmigo, ellas y las demás recibieron sus collares. También ellas, como yo, pasaron su primera noche en la tienda de las mujeres. Después de la ceremonia del collar, sin embargo, fueron enviadas al cobertizo. Cuando Rask le puso el collar a Inge, acarició su rubia melena. Parecía orgulloso de ella. Y ella se atrevió a poner su mejilla contra la mano de Rask. ¡Qué atrevida se había vuelto! ¡La que una vez perteneciera a la casta de los escribas era tan sólo una esclava lasciva y que no tenía vergüenza! ¡Me hubiese gustado arrancarle los ojos y el cabello! ¡Cuánto me alegré yo y qué sorprendidas se quedaron ellas cuando él las envió al cobertizo, donde les darían túnicas para vestirse, y se encontrarían convertidas en esclavas de trabajo del campamento!

¡Cuánto se alegraron Inge y Rena cuando las obligaron a arrodillarse frente a Ute!

Pero Ute ni siquiera las dejó levantarse.

La miraron llenas de espanto.

—Yo soy Ute. Soy la primera entre las esclavas de trabajo. Me obedeceréis. Seréis tratadas exactamente como las demás muchachas, ni mejor, ni peor. Si no me obedecéis con exactitud y prontamente en todo aquello que os indique, seréis azotadas.

La miraron sin acabar de entender.

—¿Habéis comprendido?

—Sí —dijo Inge.

—Sí —dijo Rena.

—La esclava El-in-or —dijo Ute—, que se acerque.

Yo había intentado ocultarme en la parte de atrás. A la orden de Ute, me acerqué hacia delante.

—Ésta es una de mis muchachas, como vosotras. No seréis crueles con ella.

—¡Ute! —protestó Inge.

—Porque si no, os haré azotar.

Inge la miró con rabia.

—¿Lo habéis entendido?

—Sí —dijo Inge.

—Sí —contestó Rena de Lydius.

—El-in-or, acompaña a estas nuevas esclavas y dales túnicas de trabajo, y luego tráelas de nuevo ante mi presencia para que les asigne tareas.

Inge, Rena y las demás nuevas me siguieron y las conduje hasta el baúl que había a un lado del cobertizo, donde les busqué sus sencillos vestidos de color marrón que constituirían su única prenda.

—Pero a mí me entrenaron como esclava de placer —protestó Inge. Sostenía la pequeña prenda doblada entre las manos.

—Póntela —le ordené.

—¡Yo era de casta alta! —exclamó Rena de Lydius.

—Póntela.

Finalmente, ambas quedaron de pie delante de mí con sus nuevas ropas puestas.

—Resultas una atractiva esclava de trabajo —le dije a Inge.

Apretó los puños.

—Tú también —le dije a Rena.

Me lanzó una mirada llena de rabia, con los puños apretados.

Las muchachas se pusieron sus túnicas y luego las conduje a todas de nuevo ante Ute.

Cuatro días más tarde Rask de Treve y sus feroces hombres regresaron de cumplir sus tareas como guerreros.

Oí gritar a una de las muchachas.

—¡Qué hermosa es! —dijo.

Supuse que había llegado una mujer más al campamento.

¡Yo tenía que quedarme detrás del cobertizo de la cocina planchando mientras a las demás se les permitía saludar a los hombres! Me pregunté si Inge estaría allí, ¡sonriendo y saludando a Rask de Treve!

Al cabo de un rato, los gritos disminuyeron y supe que los hombres habían desmontado y que las cautivas que hubiera habrían sido enviadas a la tienda de las mujeres. Las muchachas regresaron a sus tareas.

Seguí planchando.

Al cabo de más o menos un cuarto de ahn, me di cuenta de que había alguien de pie delante de mí. Vi unos talones morenos y delgados. Levanté los ojos y descubrí unas piernas delgadas, fuertes y morenas. Y, finalmente, descubrí horrorizada el breve vestido de una mujer pantera. En su cinturón había un cuchillo de eslín. Llevaba también adornos de oro. Alcé los ojos para contemplar a aquella mujer, alta, fuerte y bella.

Bajé la cabeza, llorando por mi desdicha.

—Parece que te conoce —dijo Rask de Treve.

—¿Quién es? —preguntó Verna.

Rask se encogió de hombros.

—Una de mis esclavas —dijo.

Verna me sonrió.

—¿Me conoces, verdad esclava? —preguntó.

Respondí negativamente con la cabeza.

Verna no llevaba collar. No era una cautiva, así que mucho menos una esclava. Por la actitud de mi amo, comprendí que ella era, por alguna razón que yo no acababa de entender, una invitada.

—Nos conocimos por primera vez, fuera del campamento de esclavas del mercader Targo, al norte de Laura. Luego, en las calles de Ko-ro-ba, donde incitaste a otras esclavas a que me atacasen. Más tarde, al sur de Ko-ro-ba, cuando estaba enjaulada entre los trofeos de caza de Marlenus de Ar, tú, junto con otra muchacha llamada Lana, abusaste mucho de mí.

Bajé la cabeza.

—Me conoces, ¿no es cierto?

Sacudí la cabeza, ¡no, no!

—Tu esclava es una embustera —dijo Verna.

—¿Deseas que la haga azotar? —preguntó Rask.

—No. No es más que una esclava.

—No vuelvas a mentir en este campamento —dijo Rask.

—No, amo —susurré.

—Se me está acabando la paciencia contigo, El-in-or.

—Sí, amo.

—No sé mucho del trabajo que estás realizando —me dijo Verna—, pero ¿no corres el riesgo de quemar la prenda que estás planchando?

Me apresuré a apartar la plancha, colocándola sobre la placa de hierro caliente.

Afortunadamente, la prenda no había sufrido desperfectos, pues de lo contrario Ute me habría castigado.

—Permíteme que te enseñe el resto del campamento —dijo Rask de Treve a Verna.

Ella miró hacia mí.

—Sigue con tu trabajo, esclava —me dijo.

Aquella noche, después de recibir mi comida y antes de que llegase la hora de ser enviada al cobertizo, me acerqué a la tienda de las mujeres.

—¡Ena! —llamé, sin levantar apenas la voz.

Ena se acercó a la entrada de la tienda y yo me arrodillé ante ella, poniendo la frente en el suelo.

—¿Puede hablar una esclava? —pregunté.

Ena se arrodilló delante mío y me ayudó a levantarme, sosteniendo mis brazos.

—Por supuesto, El-in-or. ¿Qué ocurre?

—Hay una mujer nueva, una mujer libre en el campamento —dije.

—Es Verna, una mujer pantera de los bosques del norte.

—¿Por qué está aquí?

—Ven conmigo —dijo. Me llevó hasta el otro extremo del campamento, hasta que llegamos a una pequeña tienda. Delante de ella, frente a una hoguera, estaban sentados dos atractivos cazadores.

—Estaban entre los acompañantes de los trofeos de caza de Marlenus de Ar —susurré.

Aquellos dos hombres estaban siendo servidos por una esclava. Inge y Rena estaban allí con sus túnicas de trabajo puestas.

—Esos hombres —dijo Ena—, son Raf y Pron, cazadores de Treve, aunque cazan en zonas muy diversas, incluso en los bosques del norte. Por orden de Rask, por su habilidad con las armas y su dominio de las técnicas y la ciencia de la caza, se hicieron pasar por originarios de Minus para así poder solicitar ser admitidos en el grupo de caza del gran Ubar, cosa que consiguieron. Treve tiene espías en muchos sitios.

—Son los que liberaron a Verna —dije.

—Al liberarla, acudieron a un lugar de cita previamente acordado, donde se reunieron con Rask de Treve y sus hombres, que son quienes los trajeron a ellos y a Verna aquí.

—Pero, ¿por qué deseaban liberarla?

—Verna es muy conocida en Gor como una proscrita. Cuando se supo que Marlenus iría tras ella, Rask de Treve dio orden a Raf y a Pron de que se uniesen a la comitiva de Marlenus.

—¿Pero por qué?

—Para que si Marlenus conseguía su objetivo, se viese privado de su trofeo de caza.

—Pero, ¿por qué?

—Capturar a esa mujer, es algo que lleva consigo mucha gloria, y por lo tanto cabe pensar que perderla fuera algo ignominioso.

—¿Quieres decir que ha sido capturada sólo para que Marlenus de Ar se quede sin ella?

—Por supuesto. Treve y Ar son enemigas —sus ojos brillaron y yo no tuve demasiadas dudas para imaginar de qué lado estaban sus simpatías—. ¿No te parece un insulto soberbio para Marlenus de Ar?

—¿Qué se sabe de las otras chicas, las que estaban en el grupo de Verna? —pregunté. Yo temía en particular a la rubia que había tirado de la cuerda sujeta a mi cuello y de la que yo había abusado también cuando estaba enjaulada. Sólo pensar en ella me producía terror. Si estaba libre, podía hacerme cualquier cosa.

—Las otras siguen encadenadas en la comitiva de Marlenus.

—¡Oh! —dije yo mucho más tranquila.

Observé cómo llenaba Inge la jarra de paga de uno de los cazadores. Se arrodilló más cerca de él de lo necesario. Tenía los labios entreabiertos y le brillaban los ojos. Sus manos temblaban levemente sobre la botella de paga. Rena estaba arrodillada a un lado. Miraba cómo su cazador limpiaba la carne de un gran hueso. Se notaba que estaba impaciente por servirle, en cuanto él se lo indicase.

¡Qué esclavas más lascivas y desvergonzadas eran!

—Rask de Treve odia a Marlenus de Ar —dijo Ena.

Asentí.

—¿Has visto a la muchacha morena, que a veces está en su tienda? —preguntó.

—Sí —contesté.

—¿Sabes quién es?

—No. ¿Quién es?

Ena volvió a sonreír.

—¡El-in-or! —gritó Ute—. ¡Ve al cobertizo!

Me levanté corriendo y, enfadada y atemorizada, atravesé el campamento para ser encerrada en él.

Sin embargo, no tardaría en saber quién era aquella muchacha de cabello oscuro.

Verna tenía su propia tienda, aunque a menudo, cuando Rask estaba en el campamento, comía con él. A veces, incluso, ella salía de la empalizada, algo que a las demás muchachas no nos estaba permitido, para caminar y cazar.

Tampoco era infrecuente que Verna pidiese que fuera yo quien atendiese su tienda, preparase su comida y se la sirviese. Pero no era más cruel conmigo que con cualquier otra esclava a quien se le asignase aquellos servicios. Yo procuraba que mi presencia no se advirtiese, sirviéndola lo más discreta y anónimamente posible. Ella tendía a ignorarme, como suele hacerse con las esclavas. Procuraba asegurarme de que la complacía en todos los aspectos, pues la temía profundamente.

Una noche en la que se celebraba una fiesta Verna la celebró en la tienda de Rask, y, para sorpresa mía, se me ordenó servirles. Otras muchachas habían preparado la comida, que para el campamento de guerra era ciertamente suntuosa. Había incluso ostras traídas del delta del Vosk, y que formaban parte del botín de una caravana de tarns de Ar; tales delicias estaban destinadas a la mesa del propio Marlenus, el Ubar de Ar. Serví la comida, y escancié los vinos, y mantuve sus copas llenas, manteniéndome lo más discreta posible.

Ella me echó una de las ostras.

—Come, esclava.

Comí.

Al hacer aquello daba a entender que me estaba permitido comer. No es infrecuente, dentro de las normas de cortesía goreanas, que en tales situaciones se permita al huésped conceder el permiso de alimentarse a los esclavos que se hallen presentes.

—Gracias, Señora —dije.

Rask de Treve me echó entonces un pedazo de carne, para que saciase mi apetito, puesto que yo aún no había comido nada.

—Tengo una sorpresa para ti —le decía Rask a Verna.

—¿Cuál es?

Rask dio una palmada y cuatro músicos, que habían estado esperando fuera, entraron en la tienda. Se colocaron en un lado. Tenían dos pequeños tambores, una flauta y un instrumento de cuerda.

Dio dos palmadas más fuertes. Entonces la muchacha de cabello oscuro y ojos verdes, se situó frente a él.

—Que se ponga cascabeles de esclava —le dijo Rask a uno de los músicos. Éste colocó unas tiras de cuero sobre las que se habían montado los cascabeles sobre las muñecas y los tobillos de la muchacha.

—Por favor, amo —suplicó ella—. Delante de una mujer, no.

Se refería a Verna, pues yo no era más que una esclava.

Rask de Treve le echó una ostra.

—Cómetela —le ordenó.

Hubo un tintineo de cascabeles y la muchacha cumplió su orden.

—Quítate la ropa —dijo Rask.

—Por favor, amo —suplicó ella.

—Quítatela.

Aquella hermosa muchacha de piel olivácea abrió su ropa y la dejó caer a un lado.

—Ahora puedes bailar, Talena —dijo Rask de Treve.

La muchacha danzó.

—No lo hace mal —dijo Verna.

—¿Sabes quién es?

—No.

—Talena —dijo Rask sonriendo—. La hija de Marlenus de Ar.

Verna le miró atónita y luego rió de buena gana.

—¡Espléndido! —dijo dándose una palmada en la rodilla—. ¡Espléndido!

Se puso de pie y examinó a la muchacha desde más cerca.

La melodía se hizo más rápida y quemaba como el fuego en el cuerpo de la esclava.

—¡Dámela a mí! —exclamó Verna.

—Quizás.

—Soy enemiga de Marlenus de Ar. Dámela.

—Yo también soy el enemigo de Marlenus de Ar.

—¡Yo le enseñaré bien el significado de la esclavitud en los bosques del norte!

Vi una expresión de miedo en los ojos de la muchacha, mientras bailaba. Yo seguí dando buena cuenta del pedazo de carne que se me había permitido comer.

La muchacha tenía un aspecto hermoso e indefenso mientras bailaba. Las llamas del fuego refulgían sobre su collar, que había sido colocado por Rask de Treve. Pero no sentía lástima por ella. No tenía nada que ver conmigo. No era más que otra esclava.

—Ya le he enseñado algunas cosas acerca de la esclavitud —sonrió Rask.

Los ojos de la muchacha parecían demostrar que no podría soportar aquello por mucho tiempo.

—¿Qué tal es? —preguntó Verna.

—Soberbia.

Los ojos de la muchacha brillaron por la humillación y la vergüenza.

—¿Dónde la conseguiste?

—La adquirí hace un año, de un comerciante de Tyros que viajaba con su caravana a través de Ar, con intención de devolvérsela a Marlenus a cambio de una recompensa.

—¿Cuánto te costó?

—El mercader se convenció de que debía entregármela, sin que hubiese de pagar nada, como prueba de su estima por los hombres de la ciudad de Treve.

Verna se echó a reír.

—Yo no compro mujeres —dijo Rask de Treve.

—¡Es maravilloso! —exclamó Verna—. ¡Tu campamento secreto se halla dentro de la propia región de Ar! ¡Espléndido! ¡Y dentro de tu campamento tienes a la hija de tu peor enemigo, la hija del gran Ubar de la propia Gran Ar, como esclava! ¡Magnífico!

Rask dio dos palmadas. Los músicos pararon y ella se detuvo.

—Es suficiente, esclava.

Ella se volvió para salir de la tienda.

—No te olvides la ropa, muchacha —dijo Verna.

La esclava se agachó y recogió con un gesto rápido y algo brusco el trozo de seda roja que había dejado caer. Lo tomó, y con un tintineo de cascabeles de esclava, salió corriendo de la tienda de su señor.

Rask de Treve y Verna se echaron a reír.

—Esta noche —me dijo Rask—, como hemos traído nuevas prisioneras, hay fiesta y placer.

—¿Sí, amo? —dije.

—Así que ve en busca de Ute, y dile que te encierre en el cobertizo.

—Sí, amo.

—¿Por qué no me das a Talena? —preguntó Verna.

—Quizás lo haga. Tengo que pensar en ello.

Al día siguiente, unida a Techne, una chica de Cos, se me permitió por primera vez salir de la empalizada. Había un guarda con nosotras y se nos había encargado llenar nuestros cubos de cuero de una determinada variedad de bayas pequeñas, rojas, con semillas comestibles.

Me sentí feliz por encontrarme fuera de la empalizada. El aire era maravillosamente cálido y me sentía contenta. Le había pedido a Ute muchas veces que me dejase salir para recoger fruta. Pero por una razón u otra, nunca me había dado permiso.

—No me escaparé —le decía yo enfadada.

—Ya lo sé —solía contestarme ella.

¿Por qué no me dejaba salir, pues? Finalmente, había cedido a mis súplicas y lo había permitido. Era estupendo estar allí fuera, aunque fuese unida al cuello de otra muchacha por una tira de cuero. Además, aquel día, habían traído a dos nuevas prisioneras, muchachas que habían huido del seno de sus familias antes que aceptar ser unidas a compañeros elegidos para ellas por sus padres. Habría otra fiesta, como la de la noche pasada, y Ute me había dicho que si la recogida de bayas iba bien, no haría falta que me encerrasen en el cobertizo tan temprano por la noche. Se me permitiría servir a los hombres más tarde.

—Supongo que en ese caso tendré que vestirme con seda —le había dicho a Ute, enfadada.

—Y ponerte cascabeles de esclava —añadió ella.

¡Qué furiosa me sentí!

—No deseo servir a los hombres —le dije—. Además, no quiero servirles llevando un leve trozo de seda transparente y cascabeles de esclava.

—Bueno, si lo deseas, puedes permanecer en el cobertizo.

—Supongo que eso no sería justo para con las demás. No estaría bien que yo me quedase en el cobertizo, mientras a ellas se las obliga a servir vestidas con sedas y cascabeles.

—¿Quieres servir o no?

—Lo haré —contesté con aire resignado.

—Pero si un hombre se fija en ti, no debes entregarte a él porque eres seda blanca.

Me sentí llena de rabia.

—¿Acaso soy responsable de proteger mi propio precio en el mercado? —le pregunté irónicamente.

—Sí —contestó muy seriamente—. Aunque yo, si fuera un hombre, pagaría más por una muchacha que fuera seda roja.

—No debo hacer nada para estropear la inversión de Rask de Treve.

—Eso es.

—¿Qué ocurriría si me cogiese un hombre y no quisiera escuchar mis razones? —pregunté.

Ute se echó a reír. Fue la primera vez que la vi reírse en el campamento.

—Pues grita y los demás te librarán de él, y le enviarán una seda roja.

Ute se dirigió al guarda.

—Ponle el lazo alrededor del cuello —le dijo. Y Techne y yo quedamos unidas y salimos fuera de la empalizada.

—Ten cuidado, El-in-or —gritó Ute.

No entendí a qué se refería.

—Está bien —le respondí.

Sentí un tirón en el cuello.

—¡Date prisa, El-in-or! —dijo Techne—. ¡Hemos de regresar pronto y nuestros cubos no están ni medio llenos!

Me sentí molesta con ella. Era joven. Era una esclava preciosa, aunque tenía experiencia para saber lo que era un collar.

El sol caldeaba suavemente todo mi cuerpo y yo me desperecé, alegre.

Cuando ni el guarda ni ella me miraban, yo tomaba puñados de bayas de los cubos de Techne y los ponía en los míos. ¿Por qué tenía yo que trabajar tanto como ella? También, cuando no miraban, me llevaba algunas bayas a la boca, teniendo cuidado de que sus jugos no me manchasen la cara y se notase que las había estado comiendo. Ya había hecho aquello anteriormente, cuando estaba en la caravana de Targo. Ni Ute ni el guarda me habían visto nunca. Los había engañado a los dos. ¡Yo era demasiado inteligente como para que ellos se dieran cuenta!

Por fin nuestros cubos estuvieron llenos y regresamos al campamento.

El guarda tendió los cubos a otras muchachas para que los llevasen a la cocina, y luego nos soltó.

—El-in-or, Techne —dijo Ute—: seguidme.

Nos llevó a aquella parte del campamento en la que estaba el tronco dispuesto horizontalmente sobre los mástiles y que parecía más bien un tronco del que hubiera que colgar carne o trofeos de caza. Cerca de la anilla de hierro enterrada en el suelo justo debajo de su centro, Ute nos dijo a Techne y a mí que nos arrodillásemos.

A un lado había un brasero lleno de carbones blancos. Del brasero salían los mangos de cuatro hierros. El fuego era bastante vivo, y parecía que llevaba ardiendo dos o tres ahns, quizás incluso desde que nosotras habíamos salido del campamento para coger las bayas.

Sentí miedo.

Había dos o tres guardas allí y algunas de mis compañeras de trabajo.

Uno de los guardas era el que nos había acompañado a Techne y a mí fuera de la empalizada.

También otros hombres y mujeres del campamento se acercaron a los mástiles. Ute se puso de pie, muy seria, frente a nosotras.

Techne miró a su alrededor, asustada. A mí aquello no me gustaba tampoco, pero intenté parecer tranquila.

—Techne —dijo Ute—. ¿Has robado bayas del cubo de El-in-or?

—¡No, no! —exclamó.

—El-in-or, ¿has robado, o no, bayas del cubo de Techne?

—No las he robado —respondí.

Ute se volvió hacia el guarda.

—La primera —dijo él—, dice la verdad. La segunda está mintiendo.

—¡No! —grité—. ¡No!

Ute me miró.

—No es difícil de creer, El-in-or —me dijo—. A veces el guarda te ve, por la sombra, o sabe lo que estás haciendo por el sonido, o ve las distintas cantidades de los cubos; a veces sabe lo que haces por el reflejo en el metal de su escudo.

—¡No! —supliqué—. ¡No!

—Robaste de mi cubo con mucha frecuencia —dijo Ute—, pero yo le pedía al guarda, que también lo sabía, que no informase sobre ti.

Bajé la cabeza, sintiéndome desdichada.

—No volveré a robar bayas nunca más, Ute —le dije.

—No. No creo que vuelvas a hacerlo.

La miré.

—Pero esta vez —prosiguió— le has robado a Techne, que es una de mis muchachas. No puedo permitirlo.

Ute se volvió hacia Techne.

—¿Has comido alguna baya? —le preguntó.

—No —respondió asustada.

—Y tú, El-in-or, ¿has comido alguna?

—¡No, Ute! —respondí—. ¡No!

Entonces Ute volvió a situarse frente a Techne.

—Abre la boca y saca la lengua —le ordenó.

Ute le inspeccionó la boca y la lengua.

—Bien —dijo.

Entonces se situó frente a mí.

—Por favor, Ute —supliqué—. ¡Por favor!

—Abre la boca y saca la lengua.

Lo hice. Hubo muchas risas en el grupo.

—Puedes irte, Techne —dijo Ute.

La joven esclava se puso en pie y salió corriendo.

Yo comencé a ponerme en pie también.

—No, El-in-or.

Me arrodillé frente a ella temblando.

—Quítate la ropa.

Obedecí aterrada, y volví a arrodillarme frente a ella como antes.

—Ahora, pídele a un guarda que te marque y te azote.

—¡No! ¡No, no, no, no!

—Yo la marcaré —oí una voz detrás mío.

Me volví para ver a Rask de Treve.

—¡Amo! —lloré, y me eché a sus pies

—Sujetadla —dijo a cuatro de sus hombres.

—¡Por favor! —grité—. ¡No, amo, no!

Los cuatro hombres me sostuvieron, desnuda, cerca del brasero. Podía sentir el calor que me llegaba del fuego.

Vi que Rask, con un enorme guante, sacaba uno de los hierros del fuego. El hierro acababa en una pequeña letra. Estaba caliente.

—Esto es una marca de castigo —dijo él—. Te marca como embustera.

—¡Por favor, amo!

—Se me ha agotado la paciencia contigo. Has de ser marcada como lo que eres.

Grité sin poderme controlar cuando él apretó el hierro firmemente contra mi pierna. Después, al cabo de unos tres o cuatro ihns, lo retiró. Yo no podía dejar de gritar por el dolor. Noté el olor a carne quemada, mi propia carne. Comencé a llorar. No podía respirar. Intenté tomar una bocanada de aire. Los cuatro hombres siguieron sujetándome.

—Esta marca de castigo —dijo Rask de Treve sosteniendo otro hierro— te marca como lo que eres, una ladrona.

En el extremo había otra letra, candente como la anterior.

—¡Por favor, no, amo! —lloré.

No podía mover un solo músculo de mi pierna izquierda. La sujetaban con fuerza pues aún tenía que recibir el segundo hierro.

Volví a gritar. Acababan de marcarme como ladrona.

—Este tercer hierro también es una marca de castigo. Te marco por él, no por mí mismo, sino por Ute.

A través de las lágrimas pude ver que también era una letra.

—Te marca como una traidora —dijo Rask. Me miró enfurecido—. Serás marcada como traidora. —Apretó el tercer hierro contra mi carne. Cuando se pegó a ella, ardiendo, vi que Ute miraba, sin que su rostro dejase traslucir ninguna emoción. Grité, lloré, y volví a gritar.

Pero los hombres no me soltaron.

Rask alzó el último hierro que había en el fuego. También estaba muy caliente. Conocía la marca. La había visto en el muslo de Ena. Era la marca de Treve. Rask había decidido que mi carne debía llevar aquella marca.

—No, amo, por favor —le supliqué.

—Sí, esclava inútil, llevarás en tu carne la marca de Treve.

—¡Por favor!

—Cuando los hombres te pregunten quién te marcó como ladrona y embustera y traidora, señala esta marca y di que fuiste marcada por un hombre de Treve, que estaba disgustado contigo.

—No me castigues con el hierro.

No podía mover el muslo. Estaba obligada a esperar el lacerante beso del hierro.

—¡No! —grité—. ¡No!

Se me acercó. Podía sentir el calor terrible del hierro, incluso a varios centímetros de distancia de mi cuerpo.

—¡Por favor! ¡No!

El hierro se detuvo.

Vi sus ojos y me di cuenta de que no se apiadaría de mí.

—Con el signo de Treve te marco esclava.

Entonces el hierro, crujiendo, fue apretado, con fuerza y firmeza, sobre mi carne, durante unos cinco segundos.

Grité y lloré, y comencé a toser y vomitar.

Ataron mis muñecas delante de mi cuerpo, con una larga tira de fibra, que fue echada a continuación por encima del tronco de madera dispuesto horizontalmente. El extremo libre de la tira fue atado a un lado. Los hombres se apartaron.

Yo estaba llorando.

—Traed el látigo —dijo Rask de Treve.

Quedé colgando a medio metro del suelo. Sentí que ataban mis tobillos y luego una tira los aseguró a la anilla que había debajo, la que estaba fijada a la roca enterrada en el suelo. De aquella manera yo no me movería demasiado al recibir los golpes.

—¡Por favor, amo! —grité—. ¡No me golpees! ¡No soporto el dolor! ¡No lo entendéis! ¡Yo no soy una muchacha corriente! ¡Me duele! ¡Soy demasiado delicada para ser azotada!

Oí cómo se reían los hombres y las muchachas a mi alrededor. Me quedé colgando por las muñecas, en medio de mi desdicha. Parecía que mi muslo estaba ardiendo. Las lágrimas saltaban a borbotones de mis ojos. Tosía y no podía respirar. Oí la voz de Rask de Treve.

—Para empezar recibirás un golpe por cada una de las letras de la palabra «Embustera» y luego uno por cada una de las letras de la palabra «Ladrona», luego un golpe por cada una de las letras de la palabra «Traidora». Tú contarás los golpes.

Lloré.

—Cuenta —ordenó.

—Soy analfabeta —lloré—. ¡No sé cuánto hay que contar!

—Hay nueve letras en la primera palabra —dijo Inge.

La miré horrorizada. No la había visto hasta aquel momento. No quería que viese cómo me azotaban. También vi que Rena estaba cerca. No quería que ellas viesen cómo me azotaban.

—Has gritado mucho cuando te marcaban —dijo Inge.

—Es verdad —convino Rena.

—Cuenta —ordenó Rask de Treve.

—¡Uno! —grité en medio de mi desgracia.

De pronto mi espalda explotó. Grité, pero no salió ningún sonido de mi garganta. Parecía no quedar un aliento en mi cuerpo. Luego sólo sentí el dolor y casi perdí el conocimiento. Colgaba de las muñecas. Sólo recordaba el sonido del cuero y el dolor.

No podía soportarlo.

—¡Cuenta! —oí.

—No, no —dije.

—Cuenta —me urgió Inge—, o será peor para ti.

—Cuenta —me presionó Rena—. ¡Cuenta! El látigo no disminuirá tu valor. Las tiras son demasiado anchas. Sólo castigan, no dejan marca.

—Dos —lloré.

El cuero cayó de nuevo sobre mí y me quedé sin respiración. Me retorcí, colgando, con la sensación de que mi cuerpo ardía.

—¡Cuenta! —gritó Rask de Treve.

—No puedo —sollocé—. No puedo.

—Tres —dijo Ute—. Yo contaré por ella.

El látigo cayó de nuevo.

—Cuatro —dijo Ute.

Perdí el conocimiento dos veces mientras me azotaban, y las dos veces me ayudaron a recuperarlo echándome agua helada. Por fin Ute contó el último de los golpes. Yo seguí colgada, con la cabeza caída hacia abajo, sin fuerzas para valerme por mí misma.

—Ahora —me anunció Rask de Treve—, te azotaré hasta que me parezca suficiente.

Me dio diez latigazos más. Perdí el conocimiento dos veces de las que me recuperé gracias, de nuevo, al agua helada que me echaron encima. Finalmente, sin que acabase de comprender del todo lo que oía, escuché «Dejadla caer».

Quitaron la fibra de atar de mis muñecas, pero me ataron las manos en la espalda, para que no pudiera hacerme nada en las marcas. Me pusieron brazaletes de esclava. Luego él me llevó, sujetándome por el pelo, dando tumbos y sin fuerzas ni para andar, hasta la pequeña caja de hierro situada cerca de los mástiles y me echó dentro.

Me acurruqué en el suelo, en el interior de la caja, y vi cómo se cerraba la puerta y oí el sonido de los cerrojos al ser corridos. Por último distinguí el clic de los candados.

Me encerraron allí dentro. Alcanzaba a atisbar algo del exterior gracias a la ranura superior que había en la puerta de hierro. Hacía calor y estaba oscuro.

Recordé que una de las esclavas, el primer día de mi estancia en el campamento, me había advertido que, si robaba o mentía, me azotarían y me enviarían a aquella celda para esclavas.

Gemí y me dejé caer sobre uno de mis costados, para recoger las rodillas debajo de mi barbilla, mientras mis manos seguían atadas, con los brazaletes, a mi espalda. Me quemaba el muslo por las marcas, y la espalda y la parte posterior de mis piernas me escocían y me ardían por la crueldad del látigo. Elinor Brinton, de Park Avenue, había sido marcada como embustera, ladrona y traidora, y un tarnsman temerario de otro planeta, su amo, había grabado sobre su carne, insolentemente, la marca de su propia ciudad. A la joven que estaba en la garita de las esclavas no le cabía la menor duda de a quién pertenecía. Él le había puesto un collar, y, con un hierro candente, había colocado su marca sobre la carne de ella.

Quedé inconsciente en la caja de las esclavas. Pero aquella noche se desperté por el frío, con el cuerpo aún dolorido.

Desde el otro lado de la puerta me llegaron los sonidos de la fiesta y del placer, por la celebración en honor de las dos muchachas capturadas cuando huían de los compañeros elegidos para ellas por sus padres.

Pasé bastantes días en la garita para las esclavas. La puerta sólo se abría para darme de comer y beber, pues no soltaron mis muñecas. No se me permitía estirarme, o salir para relajar las piernas. El quinto día, retiraron los brazaletes que aseguraban mis muñecas, pero permanecí en la caja. En realidad la propia caja, su calor, su oscuridad, sus pequeñas dimensiones, también me infligían su tortura.

Durante los primeros días, con las manos atadas, grité y di patadas y supliqué que me dejasen salir. Cuando retiraron los brazaletes, y me pasaban el agua y la comida a través del hueco que quedaba a los pies de la puerta, golpeé, grité y arañé la parte interior de la garita. Pasaba los dedos a través de la pequeña ranura e imploraba piedad. Temía volverme loca. Ute me daba de comer y llenaba el cuenco del agua, pero no hablaba conmigo. En una ocasión, sin embargo, sí me dijo algo.

—Serás puesta en libertad cuando tu amo lo desee y no antes.

Un día Inge se acercó por allí, para provocarme.

—Rask de Treve se ha olvidado de ti —me dijo.

Rena estaba con Inge.

—Sí —rió Rena—, se ha olvidado de ti. Se ha olvidado.

El décimo día, en vez del cesto con el pan, Ute metió uno diferente en la garita por debajo de la puerta, junto con el del agua. Grité. Unas cosas pequeñas, que emitían débiles sonidos, se movían y se arrastraban unas encima de otras dentro del cesto. Grité otra vez y empujé el cesto hacia fuera. Lo habían llenado con los gruesos insectos verdes que, en la espesura de Ka-la-na, Ute me había dicho que eran comestibles. Grité histéricamente y golpeé los lados de la garita. Al siguiente día ocurrió lo mismo, y arrojé aquello por debajo de la puerta, casi vomitando. A través de la ranura superior vi cómo Ute partía uno de aquellos bichos en dos y se lo comía. Luego dio media vuelta y se alejó. Decidí pasar hambre. Pero al día siguiente, casi vomitando, me comí cinco de ellos. Aquellos insectos fueron mi comida durante el resto del tiempo que permanecí en la minúscula garita para las esclavas. Me pasaba horas mirando por la ranura para ver si pasaba alguien. Si eso ocurría, les llamaba a voces, pero ellos no contestaban, pues no se habla con una muchacha que está en la caja de las esclavas. Así que al final me alegraba simplemente por ver a alguien pasar, o pájaros posarse sobre la hierba y comer semillas. Permanecí dieciocho días en la caja.

La noche del decimoctavo día, Ute, Inge y Rena se acercaron a la puerta.

—¿Desea El-in-or, la esclava, abandonar la garita? —preguntó Ute.

—Sí, El-in-or, la esclava, desea salir de la garita —susurré.

—¿Suplica El-in-or, la esclava, salir de la garita?

—¡Sí! ¡Sí! —lloré—. ¡El-in-or la esclava suplica salir de la garita!

—Soltad a la esclava —ordenó Ute a Inge y Rena.

A gatas, centímetro a centímetro, martirizada por el dolor que me producía el movimiento, conseguí llegar hasta la salida. Me desplomé sobre la hierba.

—Lavad a la esclava —dijo Ute, algo molesta, a Inge y Rena.

Grité de dolor cuando estiraron mi cuerpo, y luego, con cepillos y agua, casi vomitando, me lavaron.

Cuando acabaron y me lavaron el pelo, llamaron a un guarda que, no muy contento, me llevó en brazos, pues yo no podía valerme por mí misma a causa del dolor, hasta el cobertizo de las esclavas de trabajo. Allí Ute, Inge y Rena me alimentaron a base de sencillos caldos que yo agradecí. Al día siguiente, tal y como había ordenado Ute, permanecí en el cobertizo, y Rena e Inge me trajeron bebida y comida. Volví a trabajar a la mañana siguiente. Mi primera tarea fue limpiar la garita de las esclavas, para librarla de toda suciedad. Después de haberlo hecho, desnuda, y de haber lavado mi cuerpo y mi cabello concienzudamente, se me dio una túnica de esclava de trabajo. Me pareció una prenda muy agradable. Aquel día hice varias cosas diferentes. A media tarde, fui enviada fuera del campamento, unida a Techne por el cuello para recoger bayas. No le robé ninguna, ni tampoco se me ocurrió comer alguna.

En el campamento era considerada con menosprecio y risas. No solamente tenía las orejas agujereadas, sino que, además, llevaba impresas en la carne marcas de penalización, marcas de castigo.

En una ocasión, dos semanas después de que me fuera permitido salir de la caja de las esclavas, Rask de Treve pasó junto a mí en compañía de Verna.

Me postré de rodillas inmediatamente y puse mi cabeza sobre el suelo.

Ninguno de los dos me vio.

Los días se sucedían en el secreto campamento de guerra de Rask de Treve.

Los tarnsmanes no tenían mucha suerte en sus salidas y eran muchas las ocasiones en que regresaban con las alforjas vacías, sin ninguna belleza atada a su silla.

Solía hacer mi trabajo sin hablar y rara vez conversaba con las otras muchachas o me decían ellas algo a mí.

No tenía el más mínimo interés por mentir o hacer trampa o por no tomarme en serio el trabajo. Supongo que ello se debía en parte a mi miedo de ser castigada. No había olvidado el hierro o el látigo. Los temía. Ni siquiera podía ver un látigo de esclava sin sentir terror, pues ahora entendía el dolor de lo que significaba y lo que aquello me podía hacer a mí. En cuanto un guarda alzaba uno, me estremecía. ¡Obedecía y con prontitud! Pensé mucho durante mi estancia en la caja de las esclavas y no me gustó lo que descubrí acerca de mi manera de ser. Sabía que mi cuerpo era el de una esclava y que le pertenecía a alguien, que por ello estaba en peligro constante de sufrir un castigo rápido y brutal, aplicado por un amo fuerte y que eso podía ocurrir tanto si el castigo era merecido como si no. Pero al mismo tiempo, y de acuerdo con la justicia goreana, sabía que lo que me había ocurrido era justo, que me había ganado y merecido el hierro, el látigo y los días de confinamiento. No deseaba volver a pasar por ello, y no simplemente porque lo temiese, sino porque me parecía indigno haber hecho aquello que lo había motivado. En la garita de las esclavas, a solas conmigo misma, descubrí que no quería volver a ser la clase de persona que había sido. Me resultó duro reconocer que aquel ser al que tuve que enfrentarme durante aquellos días y que me resultaba tan desagradable, era yo misma.

Algunas veces, las muchachas me hacían la zancadilla cuando yo llevaba pesados bultos, o ensuciaban el trabajo que había hecho para que tuviese que repetirlo.

En una ocasión, dos guerreros, para divertirse, ataron mis tobillos y me suspendieron, cabeza abajo, del tronco en el que me habían azotado. Me hicieron girar en todas direcciones hasta que se cansaron, porque yo comencé a vomitar y a gritar que me soltasen. Se marcharon riéndose y me dejaron allí hasta que llegaron Ute y Rena y me soltaron.

—¡Son crueles! —dijo Ute.

Llorando, besé sus pies.

El desprecio con que se me trataba hizo que me construyese, para protegerme, una capa de dureza a mi alrededor. Me volví más reservada. No sentía el menor deseo de servir por las noches, aunque hubiese fiesta. Sólo quería hacer mi trabajo y que me dejasen sola. Quería el silencio y la oscuridad del cobertizo, con los candados en la puerta.

—¡Esta noche vais a servir todas! ¡Todas vosotras! —gritó Ute feliz.

Las muchachas gritaron de alegría.

Aquella tarde, por primera vez desde hacía días, las incursiones de Rask de Treve habían tenido éxito. Habían capturado once muchachas y un gran botín. Los tarnsmanes, manchados de sangre, riendo, con hileras de perlas colgando de sus cuellos y copas y cálices atados a sus sillas, con las alforjas desbordadas por el peso de los discotarns, habían posado sus tarns, batiendo las alas, para recibir los saludos del campamento. Llegaron comerciantes que trajeron chuletas de bosko y muslos de tarsko y vinos y frutas al campamento, quesos y panes y nueces, y flores y dulces y sedas y mieles. Había mucha algarabía, mucha preparación y muchas voces. En la tienda de las mujeres, once muchachas que recibirían sus collares al día siguiente se acurrucaban asustadas. Las esclavas se encargaban del botín, llevándolo hasta las tiendas de los guerreros.

—Esta noche —grito Rask de Treve, que llevaba el escudo manchado de sangre y tenía los ojos brillantes—, celebraremos una gran fiesta.

Los hombres hicieron sonar sus armas sobre sus escudos y las muchachas salieron corriendo para disponerlo todo para la fiesta.

Por supuesto, yo no serviría la cena, pues Ute me excusaría. Ella sabía que yo no era como las demás.

En el cobertizo las miré, con un poco de sorna, pues hablaban con impaciencia acerca de la cena, de la noche, riendo y bromeando. Ellas sí que podían servir a los hombres.

Luego, a la llamada de Ute, acudieron todas, felices, para recibir sus sedas y sus cascabeles.

¡Cuánto las despreciaba yo!

Me quedé en el cobertizo. Pensé retirarme temprano. Necesitaba descansar para la jornada de trabajo del día siguiente.

—¡El-in-or, ven aquí! —era la voz de Ute.

Me sorprendió.

Me puse en pie y salí del cobertizo. Allí había un espejo y productos de belleza y sedas y cascabeles. No se veía a ningún hombre. Las muchachas se estaban preparando.

Miré a Ute.

—Quítate esa ropa.

—¡No! —grité—. ¡No!

Rápidamente, nerviosa, me la quité. Ute me arrojó cascabeles y seda.

—¡Por favor! —lloré—. ¡Ute, por favor!

Las otras muchachas levantaron la vista de lo que estaban haciendo y se pusieron a reír.

—Arréglate para resultar atractiva, esclava —dijo ella, y se alejó.

Me puse la breve prenda de seda. Me miré en el espejo y me estremecí. Había estado desnuda delante de hombres muchas veces, pero nunca me había parecido estarlo tanto como entonces, con aquellas sedas goreanas de placer, transparentes. Así, parecía más que desnuda.

Aguardé mi turno ante el espejo y me puse los cosméticos de la esclava goreana. Sabía bien cómo hacerlo, pues había sido instruida.

Até los cascabeles alrededor de mis tobillos y luego fui hacia Ute.

—Por favor, Ute —supliqué.

Ella sonrió.

—¿Vienes a que te ayude con los otros cascabeles? —preguntó.

Bajé la cabeza.

—Sí.

Tomó las otras tiras de cascabeles, que eran como las de tobillos pero más pequeñas, y las ató alrededor de mis muñecas.

Ya llevaba los cascabeles puestos.

Me quedé de pie, sintiéndome desgraciada, mientras las otras chicas acababan sus preparativos. Estaban todas muy hermosas con sus sedas, sus cascabeles y sus cosméticos.

A los pocos minutos, Ute, que se quedó con la túnica de trabajo puesta y no serviría la cena, nos pasó revista, comentando y recomendando pequeños cambios en ocasiones. Éramos sus muchachas y deseaba que tuviéramos buen aspecto.

Se detuvo frente a mí.

—Esa postura —me dijo.

Furiosa, me erguí con más gracia. Se dirigió al baúl y trajo cinco cascabeles más, que ató con trozos de cinta escarlata a mi collar.

—Falta algo —dijo, dando un paso atrás.

Fue de nuevo al baúl. Las muchachas estaban expectantes. Mientras yo seguía allí de pie, me puso dos enormes pendientes de oro en las orejas y los cerró. Se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Y esto para que el ardor de los hombres sea incontenible, ¡ten!

Las muchachas rieron. Ute cogió una cinta blanca de seda y le dio cinco vueltas alrededor de mi collar sin llegar a atarlo.

Me había marcado como seda blanca.

—¡Vino! ¡Traedme vino! —gritó el guerrero.

De rodillas, llené su copa.

La música era embriagadora, como el vino. Había gritos y risas, gemidos de placer y chillidos de las muchachas que eran usadas más allá de la luz de la hoguera.

Sobre la arena, delante de los guerreros, con cascabeles y seda de color escarlata, Talena, la esclava, danzaba.

Algunos de los guerreros gritaban y le arrojaban huesos o trozos de carne.

Intenté levantarme, pero el guerrero cuya copa había llenado me lo impidió colocando su mano sobre mi cabello.

—Así que tú eres una embustera, una ladrona y una traidora —me dijo.

—Sí —contesté aterrorizada.

Giró mi cabeza de lado a lado, mirando los pendientes. Estaba bebido y era fácil ver su excitación.

—Tus orejas están agujereadas —dijo sacudiendo la cabeza, intentando aclarar su visión.

—Si te complace, amo —susurré—. Si te complace.

—Vino —gritó otro hombre.

Traté de levantarme.

Talena se retiró de la arena y apareció otra muchacha, también con cascabeles para distraer a los hombres.

Presidiendo la fiesta se sentaba el magnífico Rask de Treve, celebrando su victoria. Junto a él, con las piernas cruzadas, se sentaba Verna, que era servida por muchachas como si fuera un hombre. Cuánto le envidiaba yo su libertad, su belleza, su orgullo e incluso la simple opacidad de la prenda que vestía.

El hombre al que le había servido vino alargó torpemente la mano para cogerme.

—¡Soy seda blanca! —grité, al tiempo que me inclinaba hacia atrás.

Traté de levantarme, pero la mano de aquel hombre no soltaba la seda. Si me movía me quedaría desnuda.

Otra muchacha, de rodillas, dirigiéndose a él, tomó su cabeza y se insinuó entre nosotros dos.

—Yo soy seda roja —murmuró—. ¡Tócame! ¡Tócame!

La mano del hombre soltó mí seda y asió a la joven.

—¡Vino! —dijo Verna. Corrí hacia ella y, de rodillas, llené su copa.

—¡Vino! —pidió Rask de Treve, tendiendo su copa.

No pude mirarle a los ojos. Todo mi cuerpo se sonrojaba ante él, mi amo. Llené su copa.

—Es hermosa —dijo Verna.

—¡Vino! —gritó otro hombre.

Me levanté y, llevándome la jarra, con un tintineo de cascabeles, corrí a servirle.

Golpeé levemente la vasija, pero no había más vino. Tenía que ir a buscar más.

Salí corriendo. Tropecé con dos cuerpos, que rodaban en la oscuridad. Un guerrero lanzó un juramento. De pronto, vi a Techne boca arriba, con su largo cabello oscuro suelto y los labios entreabiertos, y tendiendo los brazos hacia el guerrero. Penetré en la oscuridad, dirigiéndome hacia el cobertizo de la cocina. Antes de llegar a él, me sentí sujeta por los brazos de un hombre, y sentí su cuerpo. Su rostro barbudo se apretaba contra mi piel suave.

—Tú eres la esclava El-in-or —dijo—. La pequeña embustera, ladrona y traidora.

Traté de soltarme. Él vio los pendientes en mis orejas y sentí sus brazos sujetar fuertemente los míos. Me hacía daño.

—¡Soy seda blanca! —grité.

Sacudió la cabeza y miró al collar. A su alrededor, tal y como lo había atado Ute antes, estaba la cinta blanca. Se puso furioso. No me soltaba.

—¡Por favor! —insistí—. ¡Soy seda blanca!

—Me gustaría verte bailar, pequeña traidora —dijo él.

—He de ir a buscar vino —conseguí zafarme de su abrazo. Corrí hacia el cobertizo de la cocina.

Allí encontré a Ute.

—¡No me envíes allí, Ute! —lloré.

—Coge el vino y regresa.

Hundí la jarra en la gran vasija de piedra para llenarla.

—¡Por favor, Ute! —lloré. Pude oír gritos que llegaban desde la hoguera.

—¡El-in-or! —oí gritar—. ¡El-in-or la traidora!

Estaba aterrorizada.

—Te están llamando —dijo Ute.

—Ven a la arena, esclava —ordenó una voz de hombre. Era el que se me había echado encima cuando iba hacia el cobertizo de la cocina.

—¡Rápido esclava! —gritó Ute—. ¡Rápido!

Dando un grito de rabia, vertiendo un poco de vino del borde de la jarra, me deslicé junto al hombre que estaba en la entrada de la cocina, y corrí hacia el fuego.

Cuando llegué allí, una muchacha tomó el vino de mis manos.

Me empujaron sin contemplaciones al centro de la arena. Noté que una mano tiraba del pequeño pedazo de seda que yo llevaba puesto. Grité avergonzada y me cubrí el rostro con las manos.

—¡Embustera!

—¡Ladrona! ¡Traidora!

Los músicos comenzaron a tocar.

Me puse de rodillas.

Las muchachas comenzaron a abuchearme. Los hombres gritaban enfadados.

—¡Traed el látigo!

—Danza para tus amos, esclava —oí decir a Verna.

Tendí mis manos hacia Rask de Treve, implorando su piedad. De pronto me di cuenta de que detrás de mí había un guerrero de pie. De su mano derecha colgaban las tiras de cuero. Volví a tender mis manos hacia Rask de Treve implorándole con los ojos. ¡Tenía que mostrar su piedad por Elinor Brinton!

Pero no fue así.

—Danza, esclava —dijo.

Me puse en pie, con las manos sobre la cabeza. Los músicos volvieron a empezar.

Y Elinor Brinton bailó delante de unos guerreros primitivos.

La música era melodiosa y profundamente sensual.

De repente descubrí, sin comprender muy bien, la expectación en sus ojos. Estaban callados y sus fieros ojos brillaban. Vi cómo se tensaban sus manos y sus hombros apuntaban hacia delante.

Comprendí de pronto, bailando, que yo tenía poder con mi cuerpo, con mi belleza, un poder increíble para golpear a los hombres y derrotarles, para asombrarlos a la luz de la hoguera, para, si yo quería, volverles locos de deseo por mí.

—¡Es soberbia! —oí decir.

Bailé hacia el que lo había dicho y él se adelantó hacia mí, pero dos de sus compañeros lo sujetaron y lo sentaron de nuevo. Bailé hacia atrás con las manos tendidas hacia él, como si nos hubiesen desgarrado, separado el uno del otro.

Se oyeron gritos de satisfacción.

Vi que las muchachas también miraban, con los ojos muy abiertos y con placer.

Eché la cabeza hacia atrás y los cascabeles resonaron en mis tobillos y muñecas, y en mi cuerpo la música, con sus llameantes tonos, quemaba.

¡Los volvería locos a todos de deseo por mí!

A medida que cambiaba la música, también lo hacía yo, y me fundí en una con la música, como una muchacha asustada, que desconocía lo que era aquel collar, una muchacha tímida, delicada y sumisa, una esclava solitaria, que suspiraba por su amo, una ramera borracha, alguien que rechazaba su esclavitud, una muchacha orgullosa, determinada a ser desafiante, una avezada esclava de seda roja locamente deseosa de sentirse entre los brazos de un amo.

Y así, mientras bailaba, en ocasiones lo hacía como si fuese para un guerrero en particular, a veces como suplicándole que me mirara, otras como buscando en él consuelo para mi sufrimiento, o en algún momento como si no pudiese evitar sentirme atraída por él, de manera irremediable, con la vulnerabilidad de la esclava; otras veces, cuando me apetecía, los provocaba con mi belleza, mi inaccesibilidad, mi atractivo, y lo hacía de forma deliberada, abierta y cruel.

Más de uno gritó de rabia y alargó la mano hacia mí, o me increpó con el puño cerrado, pero yo me reía y me alejaba de ellos bailando.

Entonces, cuando la música comenzó a acelerar su ritmo y a alcanzar una velocidad casi vertiginosa, en un gesto audaz que ni yo misma alcanzaba a comprender, me volví hacia Rask de Treve, y ante él, mi amo, bailé. Sus ojos no revelaban qué sentía. Parecía estar bebiendo su vino tranquilamente, tomando pausados sorbos. Bailando, expresé mi odio, todo el desprecio que por él sentía. Bailé para excitarle, para hacerle enloquecer de deseo por mí, puesto que aquel deseo yo podía frustrarlo; tenía que conseguir que me desease porque así podría, usando la fuerza que me hacía diferente a las demás mujeres, la fuerza por la que yo no tenía sus debilidades, negármele. ¡Sabía que podía hacerle daño y estaba dispuesta a hacerlo! ¡Él me había convertido en una esclava! ¡Él me había azotado con el látigo y me había marcado! ¡Él me había enviado a la caja de las esclavas! Le despreciaba. Le odiaba. ¡Le haría sufrir! ¡Con qué desesperación traté de encender su ardor! Y sin embargo, sus ojos permanecían indiferentes. De vez en cuando, observándome con el ceño algo fruncido, tomaba un sorbo de su copa. Más tarde noté que mi cuerpo estaba bailando algo para él que yo no podía entender, algo que me daba miedo. Fue algo extraño. Fue como si mi propio cuerpo, por su cuenta, quisiera dirigirse a él, comunicarse con él. Luego conseguí volver a bailar como antes, para expresar mi odio y mi desprecio hacia él. Rask de Treve parecía divertido. Yo estaba furiosa.

Al cesar la música caí de rodillas, insolentemente, ante él, con la cabeza sobre el suelo.

Hubo muchos gritos y aclamaciones de placer de los hombres e incluso de las muchachas, que golpeaban su hombro izquierdo con la palma de la mano.

—¿Deseas que la azote? —le preguntó un hombre a Rask de Treve.

—No.

Me indicó con un gesto que debía abandonar la arena.

—Que traigan más muchachas para las danzas —dijo.

Recogí la prenda que me habían arrancado y abandoné la arena mientras me la ponía. Estaba sudando y casi sin aliento. Inge y Rena fueron empujadas sobre la arena por Raf y Pron, para que complaciesen a los guerreros.

Se oyeron gritos nuevamente.

Anduve en la oscuridad. Me encontré a Ute en el límite de la luz de la hoguera y la oscuridad.

—¡Eres hermosa, El-in-or! —me dijo.

La seguí hasta el cobertizo de la cocina. Una vez allí, con agua, aceites y toallas, me ordenó lavar y refrescar mi cuerpo. Hice lo que me decía y me preparé para ir al cobertizo de las esclavas de trabajo.

—No —dijo Ute.

La miré.

—Prepárate como antes —dijo.

—¿Por qué?

—Hazlo.

Así pues, volví a prepararme tal y como había hecho anteriormente aquella misma noche; me puse los cascabeles, la seda y me pinté como una esclava.

—Ahora, espera.

Estuvimos sentadas en el cobertizo de la cocina durante más de dos horas. Luego la fiesta comenzó a decaer y los guerreros, tomando aquellas muchachas que les apetecieron, se retiraron a sus tiendas.

Ute se me acercó y, con un ligero toque, me perfumó detrás de las orejas.

La miré, confundida. Luego sacudí la cabeza.

—No —exclamé—, no.

La expresión de sus ojos no admitía réplica.

—Ve a la tienda de Rask de Treve —me dijo.

—Entra. Baja los faldones de la tienda y ciérralos.

Me di la vuelta y cerré los faldones con cinco cordeles, encerrándome a mí misma con él.

Me volví para mirarle, pues era suya.

—Acércate —me dijo.

Me quedé frente a él.

—Levanta la cabeza, muchacha.

Le miré a los ojos. Llevaba puesto el collar. Bajé la cabeza al instante.

Sentí como sus enormes manos separaban de mi cuerpo la seda que lo cubría y la dejaban caer alrededor de mis tobillos.

Se alejó algo de mí y fue a sentarse, con las piernas cruzadas, cerca del brasero.

Y nos miramos el uno al otro.

—Sírveme vino —dijo.

Me volví y, entre los muebles de la tienda, encontré una botella de Ka-la-na. Tomé el vino junto con un pequeño bol de cobre y una copa con un ribete rojo en el borde. Vertí Ka-la-na en el pequeño bol de cobre, y lo puse sobre el trípode para que se calentase sobre el fuego.

Al cabo de un rato, tomé el bol de cobre del fuego y lo sostuve junto a mi mejilla. Lo devolví al trípode y esperamos de nuevo.

Comencé a temblar.

—No tengas miedo, esclava.

—¡Amo!

—No te he dado permiso para hablar.

Permanecí en silencio.

Volví a tomar el bol del fuego. No era agradable sostenerlo en la mano, pero no resultaba tampoco insoportable. Pasé el vino a la copa negra de borde rojo. Hice girar lentamente el vino en la copa. Me vi reflejada en ella, con mi cabello rubio y mi collar y mis cascabeles alrededor de la garganta.

Volví a colocar la copa contra mi mejilla, al estilo de una esclava de Treve. Sentí la calidez del vino a través de la copa.

—¿Está listo? —preguntó él.

Un amo de Treve no desea que su esclava le diga que le parece que sí. Desea saber si lo está, o no.

—Sí —susurré.

En realidad, yo no sabía cómo le gustaba el vino, pues algunos guerreros lo deseaban templado y otros ardiendo. ¡Podía pasar cualquier cosa si el vino no estaba como él lo quería!

—Sírveme vino.

Sosteniendo la copa, me puse de pie y me acerqué. Me arrodillé entonces delante suyo, con un tintineo de cascabeles, en la posición de la esclava de placer. Bajé la cabeza, y, con las dos manos, tendiendo mis brazos hacia él, le presenté la copa.

—Te ofrezco vino, amo.

La tomó y yo me quedé mirando, preocupada. Lo probó y sonrió. Casi me desmayé. No iban a azotarme.

Seguí allí de rodillas, mientras él acababa su vino cómodamente.

Cuando le quedaba poco, me atrajo hacia sí y corrí a arrodillarme a su lado. Colocó su mano sobre mi cabello y tiró mi cabeza hacia atrás.

—Abre la boca —ordenó.

Eso hice. Dejó caer un hilo de vino desde la copa sobre mi mejilla y de ahí a mi boca y mi garganta. Era algo amargo, por los posos del fondo de la copa, y para mi gusto demasiado caliente. Con los ojos cerrados, la garganta irritada y la cabeza dolorosamente inclinada hacia atrás, apuré el vino. Cuando el líquido se acabó, colocó la copa en mis manos.

—Corre, El-in-or —dijo—, déjalo en su sitio y regresa junto a mí.

Corrí hacia el lugar de donde había cogido la copa, la dejé allí y volví corriendo junto a él.

—Quédate de pie.

Lo hice, aunque me costó algo mantenerme erguida.

La cabeza me daba vueltas. Repentinamente, como un latigazo, noté el efecto del vino en todo el cuerpo. Me había hecho correr para que el efecto fuera incluso más rápido.

Le miré enfadada.

—¡Te odio! —exclamé. Luego me quedé aterrada por lo que había dicho. Era el vino. No pareció enfadarse, sino que siguió sentado, mirándome.

Me acordé de pronto de los pendientes que llevaba puestos, porque él los estaba mirando.

—¡Tú me capturaste! —lloré—. ¡Tú me pusiste un collar! —Rompí a llorar. Así el collar y traté de arrancármelo, pero siguió en su sitio, señalándome como esclava. Tan sólo se habían oído los cascabeles que Ute había atado en él.

Tampoco dijo nada.

—¡Tú me marcaste! —lloré—. ¡Tú me azotaste con el látigo y me pusiste en la caja de las esclavas!

No se dignó dirigirme la palabra.

—No lo entiendes —exclamé—, ni tan siquiera soy de este mundo. Yo no soy una mujer goreana con la que puedas hacer lo que te apetezca. ¡No soy algo de lo que te puedas servir! ¡No soy un animal bonito que se compra y se vende! Yo soy Elinor Brinton. Soy del planeta Tierra. Soy de la ciudad de Nueva York. Vivo en Park Avenue en un gran edificio. Soy rica y he tenido una educación esmerada. En mi mundo soy una persona importante. ¡No puedes tratarme como a una simple esclava!

Me llevé las manos a la cabeza. ¡Qué podía saber él, un guerrero ignorante, de cosas como aquéllas! Debía pensar que estaba loca. Lloré desconsoladamente.

Me di cuenta, llena de miedo, de que estaba de pie junto a mí. Era tan grande… Me sentí tan pequeña, débil…

—Soy de la casta de los guerreros —me dijo—, que es una casta alta. Fui educado en el segundo conocimiento, así que sé de la existencia de tu mundo. Además, tu acento denotaba que no eras de aquí.

Le miré.

—Sé que eres del mundo al que llamáis Tierra.

Le miré sorprendida.

—Las mujeres de la Tierra —dijo—, sólo valen para ser las esclavas de los hombres de Gor.

Sus manos sujetaron mis hombros. Le miré aterrorizada.

—Eres mi esclava —afirmó.

Yo no podía hablar.

De pronto, me arrojó lejos de sí, violentamente. Tropecé y caí sobre las alfombras. Levanté los ojos hacia él desde el suelo, horrorizada.

—Tú llevas sobre el muslo la marca de la traición, de la mentira y del latrocinio.

—¡Por favor!

—Y agujeros en las orejas —dijo con menosprecio.

Sin querer, me llevé las manos a los pendientes. Se me llenaron los ojos de lágrimas.

Vi horrorizada cómo desenrollaba unas pesadas pieles y las tendía junto al fuego, al tiempo que señalaba hacia ellas.

—¡Por favor! —lloré.

Su dedo seguía inexorable señalando las pieles.

Me puse en pie y con el tintineo de los cascabeles me acerqué a él.

Sentí que ponía sus manos sobre mis brazos. Acercó su rostro al mío.

—¿Conoces el perfume que llevas? —preguntó.

Yo negué con la cabeza.

—Es el perfume de una esclava —dijo.

Su mano tiró de la cinta de seda banca que había enrollada en mi collar. Me sentí desfallecer. La arrojó a un lado.

—¡No! —le supliqué.

—Vas a ser tratada como lo que eres, como la más baja y miserable de las esclavas de Gor.

Con un tintineo de cascabeles y un grito de angustia, fui obligada a echarme sobre las pieles.