14. TENGO QUE SOMETERME

Llevaba ya dos días en el campamento secreto de Rask de Treve.

Cuando su tarn se posó en el claro que había en medio de las tiendas, rodeadas por una alta empalizada de troncos afilados algunos de los cuales medían unos seis metros de alto, hubo muchos gritos y bienvenidas.

Rask de Treve era popular entre sus hombres.

Vi entre los guerreros esclavas que llevaban collares y breves túnicas. Ellas también parecían complacidas. Les brillaban los ojos. Se agolparon a nuestro alrededor.

Riendo y alzando las manos, Rask de Treve recibió los saludos de las gentes de su campamento.

Olía a bosko asado. Era media tarde.

Soltó mis tobillos atados a la anilla que había a la derecha de la silla. Luego hizo lo mismo con mis muñecas, atadas a la izquierda, pero no soltó mis muñecas. Yo tenía, por tanto, las manos atadas delante de mi cuerpo. Me tomó sin ningún esfuerzo en sus brazos y se deslizó por la parte de atrás del tarn. Me dejó de pie junto a la silla. Ni me echó boca abajo sobre el suelo, ni puso su pie sobre mi nuca, ni me obligó a arrodillarme.

No me atrevía a mirarle.

—Es muy guapa —dijo una voz de mujer. Era increíblemente hermosa. Llevaba un collar. Sus ropas eran blancas y le llegaban hasta el tobillo, con pliegues clásicos. Supuse que era una muchacha de categoría superior en el campamento y que las demás teníamos que obedecerla. No es infrecuente, en los lugares en que hay varias muchachas juntas, el poner a una por encima de todas. Los hombres no se preocupan por dirigirnos en nuestras pequeñas tareas. Tan sólo quieren verlas hechas.

—Arrodíllate —dijo la mujer.

Obedecí.

Algunos de los hombres murmuraron con aprobación.

—Veo que está entrenada.

—Es una esclava de placer —dijo Rask de Treve—, aunque no muy buena. Se llama El-in-or. También es embustera, ladrona y astuta.

La mujer tomó mi cabeza entre sus manos y la hizo girar de lado a lado.

—Sus orejas están agujereadas —dijo contrariada.

Algunos de los hombres rieron. No me importaban sus risas. Me daban miedo.

Supuse que, al tener las orejas agujereadas, se sentirían libres para hacerme lo que quisieran.

—Los hombres son unas bestias —dijo la mujer.

Rask de Treve echó hacia atrás su enorme cabeza, como la de un larl, y rió.

—Y tú, hermoso Rask —dijo ella—, eres la mayor de las bestias.

¡Qué descarada era! ¿Acaso no la azotarían por eso?

Rask volvió a reír y limpió su cara con el dorso de su mano derecha.

La mujer volvió a mirarme.

—¿Así que tú, preciosa, eres una embustera y una ladrona?

Bajé la cabeza rápidamente. No podía mirarla a la cara.

—Mírame.

Levanté la cabeza, asustada, y la miré.

—¿Tienes la intención de mentir y robar en este campamento?

Sacudí la cabeza vivamente, negando.

Los hombres se rieron.

—Si lo haces —me advirtió—, serás castigada de inmediato y tu castigo no será agradable.

—Te azotarán —dijo una de las muchachas que estaban cerca de mí—, y te pondrán en la caja para esclavas.

Aquella noticia, fuera lo que fuese, me desasosegó aún más.

—No, Señora —exclamé—. ¡No mentiré ni robaré!

—Muy bien —dijo ella.

—Está sucia y huele mal —dijo Rask de Treve—. Lavadla y vestidla.

—¿Es tu intención ponerle tu collar? —preguntó la mujer.

Hubo una pausa. Bajé la cabeza.

—Sí —oí que decía Rask de Treve.

Luego se alejó, y con él los demás. La mujer dijo:

—Ven conmigo.

Me levanté y, con las muñecas atadas, la seguí hasta la tienda de las mujeres.

La esclava, con un leve toque de su dedo, puso perfume detrás de mis orejas.

Era la segunda mañana de mi estancia en el campamento de guerra de Rask de Treve. El día en que me pondrían el collar.

No se me permitía usar productos de cosmética.

Arrodillada en el interior de la tienda de las mujeres, miraba hacia la abertura que era la entrada. Fuera podía ver hombres y muchachas pasando en varias direcciones. Era un día soleado y cálido. Soplaban leves brisas.

Me habían preparado para la simple ceremonia del collar de Treve. Ena, la muchacha superior que vestía de blanco, no estaba demasiado contenta por el hecho de que yo no perteneciera a ninguna casta, y no pudiera dar el nombre de alguna ciudad como mi lugar de origen.

—Pero no podemos remediarlo —dijo.

Por lo tanto, se decidió que debería identificarme dando el nombre de mi ciudad real, y mi título y nombre verdaderos. Durante la ceremonia, tendría que referirme a mí misma como Elinor Brinton de la Ciudad de Nueva York. Sonreí para mis adentros. Me pregunté cuántas oportunidades tendría de referirme a mí misma usando aquel nombre en un mundo tan tosco. La orgullosa Elinor Brinton de Nueva York parecía tan lejos de mí…

El día anterior, bajo la supervisión de Ena, las esclavas me habían lavado y peinado y luego me dieron de comer. La comida era buena, pan y carne de bosko asada, queso y fruta. Incluso me dieron un sorbo de vino de Ka-la-na.

Después de que me lavasen, peinasen y diesen de comer, Ena se dirigió a mí:

—Tienes la libertad del campamento, si deseas salir de la tienda.

Me quedé sorprendida. Yo esperaba estar encadenada y encerrada. Ella parecía divertida al ver mi sorpresa.

—No te escaparás —sonrió.

—No, Señora.

Pero bajé la cabeza. No quería salir de la tienda de las mujeres. Y Ena se acercó a un baúl, lo abrió, y extrajo un trozo de tela rayada, rectangular.

—Ponte de pie.

Obedecí.

—Alza los brazos.

Lo hice y vi, complacida, que colocaba el trozo de tela sobre mí, ajustado; lo unió con una aguja detrás de la parte ancha de mi hombro. Y lo volvió a sujetar, con otra aguja, detrás de mi cadera derecha.

—Baja los brazos.

Eso hice y me quedé erguida frente a ella.

—Eres hermosa —me dijo—. Ahora ve, corre, y date una vuelta por el campamento.

—Gracias, Señora —exclamé, me volví y salí corriendo de la tienda.

Paseé por el campamento. Supuse que se encontraba en algún punto de la región de Ar, quizás al noreste, entre las colinas que se extienden a los pies de la cordillera Voltai. Era un típico campamento goreano de guerra, aunque pequeño. Tenía un recinto en el que estaban recluidos los tarns, y cobertizos para la cocina y para lavar. Había muchos guerreros, quizás cien o más, los hombres de Rask de Treve, y alrededor de veinte chicas, preciosas, que llevaban breves túnicas de trabajo y que estaban ocupadas realizando sus tareas, cocinando, limpiando cuero o abrillantando escudos. Yo sabía que Treve, por lo que se decía, estaba en guerra con otras ciudades. Las contiendas son frecuentes entre las ciudades goreanas, pues todas tienden a ser beligerantes y a desconfiar de las demás. Rask de Treve, a su manera, continuaba la guerra al enemigo. Sabía que anteriormente había arrasado los campos y atacado caravanas de Ko-ro-ba. Y ahora estaba en la región de Ar. Era un tarnsman audaz, ciertamente. Supuse que Marlenus de Ar daría cualquier cosa por conocer la situación exacta de aquel pequeño campamento protegido por una empalizada. Contemplé a dos guerreros practicar con sus espadas cortas sobre un rectángulo de arena. El sonido del metal me excitó y me asustó, por su rapidez y crueldad. Pensé en lo valientes que tenían que ser para enfrentarse tan cara a cara y blandir una afilada espada corta contra otra.

Examiné la empalizada del campamento.

Puse mis dedos y mis manos sobre los troncos que la formaban y que habían sido pulidos y ajustados perfectamente los unos con los otros. Miré hacia las puntas, tan por encima mío. Era imposible que yo escalase el muro. Estaba encerrada dentro, sin la menor duda.

Seguí caminando junto a la pared interior. Sólo me aparté de ella al llegar al recinto de los tarns.

Al poco rato, llegué a la puerta.

También era de troncos, aunque aquí estaban algo separados. Era una puerta doble. Estaba cerrada y la atravesaban dos grandes vigas encadenadas. Me quedé sorprendida al ver que había otra puerta, de sólidos troncos, más allá de la que yo había visto, y que el campamento estaba rodeado por una doble muralla de troncos. La empalizada exterior tenía un pequeño pasillo desde el que se podía defenderla. La interior no lo poseía. Aquello me molestó. La muralla exterior les permitía defenderse. La interior, alta y pulida, una barrera bastante efectiva, servía estupendamente para mantener a las esclavas dentro. Me sentí furiosa.

Ena me había dicho que no me escaparía.

—Las muchachas no pueden estar cerca de la puerta —dijo un guarda.

—Sí, amo —dije. Y me alejé.

Seguí andando junto a la muralla. Al llegar a cierto punto encontré una puerta muy pequeña, cuyas dimensiones no permitían que pasase por ella más de un nombre a la vez, y arrastrándose. También estaba cerrada con dos cadenas y dos pesados candados. Junto a ella había guardas.

Aun poniéndome en pie sobre las cadenas no podía ni remotamente llegar al borde de la empalizada. Estaba bien encerrada dentro.

—¡Muévete, muchacha! —dijo el guarda.

—Sí, amo —respondí yo, y seguí mi camino.

Vi las tiendas y las hogueras, a los hombres hablando y a las mujeres realizando sus trabajos. ¿Por qué no se guisaban sus comidas ellos mismos, o abrillantaban su propio cuero, o se iban al río o al cobertizo y se lavaban sus propias prendas? Si no lo hacían, era sencillamente porque no deseaban hacerlo. ¡Obligaban a las muchachas a realizar su trabajo! Los odiaba. ¡Nos dominaban y nos explotaban!

Encontré, en cierta parte del campamento, una zona con hierba, en una suave colina. Allí había una pesada anilla de metal, en la parte más alta de la colina. Estaba sujeta a una pesada piedra y enterrada al nivel de la hierba.

En otro lugar encontré un mástil dispuesto horizontalmente sobre otros dos pares de mástiles inclinados y atados en su parte superior. Supuse que sería para colgar carne. Me extrañó ver un aro de hierro, enterrado en la tierra, debajo del centro del mástil horizontal. Fuera, en una zona despejada, había una caja de hierro, cuadrada. En la parte delantera tenía una pequeña puerta de hierro con dos aberturas. La puerta podía cerrarse con dos cerrojos pesados, planos, en forma de pasador, y con dos candados. Me pregunté qué podía guardarse en una caja como aquélla. En un sitio encontré un cobertizo bajo, hecho de troncos, que no tenía ventanas. Su pesada puerta estaba cerrada con dos cierres y dos candados grandes. Imaginé que sería un cobertizo para el almacenaje.

Sin darme cuenta, mis pasos me llevaron hasta el centro del campamento.

Me quedé delante de una tienda amplia y baja, de toldos escarlatas suspendidos de ocho mástiles. Por dentro, como pude ver a través de uno de los faldones, la lona estaba forrada con seda. Era una tienda baja y tan sólo en su parte central podía un hombre estar completamente de pie. En un brasero había un pequeño fuego, sobre cuyos carbones, montado sobre un trípode, estaba calentándose un pequeño bol de metal para el vino. Pensé que Rask de Treve podía tener su vino así. Me resultaba extraño pensar en aquellos tarnsmanes tan brutales y salvajes, y ver que se preocupaban por delicadezas como aquélla. Había oído también que les encantaba peinar el cabello de sus esclavas. Me dije que las ciudades y los hombres son tan extraños, tan diferentes… Sospechaba que había pocos hombres tan fieros y terribles como los de Treve, temidos en todo Gor, y sin embargo les gustaba que su vino estuviera caliente y disfrutaban con algo tan simple como peinar el cabello de una muchacha. El interior de la tienda tenía el suelo cubierto con gruesas y suaves alfombras de Tor y Ar, quizá botín de algún asalto a una caravana. Me pregunté cómo sería estar echada en su interior, desnuda y con un collar puesto, sobre sus suaves alfombras, a la luz de un débil fuego, con los faldones de la tienda bajados y cerrados, completamente a merced del amo. En el extremo más alejado vi unos grandes baúles, pesados y cerrados con tiras de hierro, sin duda llenos con los abundantes botines obtenidos por un salteador, gemas, hilo de oro, collares y monedas, perlas, joyas, pulseras y brazaletes adornados quizá con piedras preciosas, que debían de servir para adornar las extremidades de esclavas exquisitas.

—¿De quién es esta tienda? —le pregunté a una esclava que pasaba por allí.

—¿De quién va a ser, kajira? —me dijo—. Es la tienda de Rask de Treve.

—Lárgate de aquí —dijo uno de los guardas que la vigilaban.

Oí el tintineo de un par de brazaletes y vi a una muchacha morena acercarse hasta la abertura. Iba vestida con una prenda breve de seda escarlata, diáfana. Me miró y luego, rápidamente, cerró los faldones de la tienda.

El guarda que había hablado conmigo antes se puso de pie.

Salí corriendo, en dirección a la tienda de las mujeres.

Cuando llegué allí me eché sobre las alfombras del suelo y lloré.

Ena, que había estado cosiendo un talmit, una cinta para la cabeza que a veces llevan los tarnsmanes cuando vuelan, se me acercó.

—¿Qué pasa?

—No quiero ser una esclava —lloré.

Ena me abrazó.

—Es duro ser esclava —me dijo.

Me incorporé y la abracé.

—¿Se me permite hablar? —pregunté.

—Claro. En esta tienda siempre tienes libertad para hablar.

—Dicen… —comencé a hablar—… he oído que Rask de Treve es un amo duro.

Sonrió.

—Eso es verdad —dijo.

—Se dice que ningún otro hombre en Gor puede despreciar o humillar tanto a una mujer como él.

—No he sido ni despreciada ni humillada —dijo Ena—. Por otra parte, si Rask de Treve quisiera despreciar o humillar a una mujer, supongo que sabría hacerlo muy bien.

—Supongamos que una muchacha hubiese sido insolente y arrogante con él.

—Esa muchacha, sin duda, sería bien humillada o despreciada —rió—. Rask de Treve le enseñaría lo que es la esclavitud.

Todas aquellas explicaciones no me tranquilizaban demasiado.

La miré.

—Dicen que sólo usa a una mujer una vez y que luego, con desprecio, la marca y la desecha.

—Me ha usado muchas veces —dijo Ena—. Rask de Treve —añadió sonriendo— no está loco.

—¿Te marcó con su nombre después de usarte?

—No. Fui marcada con la marca de Treve. Cuando me capturó, yo era libre. Era natural que, después de haberme usado y hecho cautiva en sus brazos, al día siguiente, para dar testimonio de este hecho, me marcasen.

—¿Te hizo esclava en sus brazos?

—Sí, en sus brazos descubrí que era una esclava —sonrió—. Supongo que en los brazos de un hombre como Rask de Treve cualquier mujer podría sentirse esclava.

—¡Yo no! —grité.

Sonrió.

—Si una muchacha ya está marcada —dije sin darle importancia, pero asustada—, no se la vuelve a marcar, ¿verdad?

—En general, no. Aunque a veces, por alguna razón, la marca de Treve se imprime en su carne. A veces, también puede marcarse a una muchacha como castigo, y para advertir a otros contra ella.

La miré, confundida.

—Son marcas de castigo —explicó—. Son pequeñas, pero perfectamente visibles. Hay varias de estas marcas. Hay una para quienes han mentido, y otra para quienes roban.

—¡Yo ni miento ni robo!

—Muy bien.

—Nunca he visto la marca de Treve.

—Es raro.

—¿Puedo ver tu marca?

—Pues claro —dijo, y se puso en pie. Extendió la pierna izquierda y subió su hermoso vestido blanco hasta la cadera, dejando su muslo al descubierto.

Respiré.

En aquel muslo había una marca profunda, precisa, hermosa, insolente, dramáticamente grabada, de tal manera que la belleza que proporcionaba a la pierna hacía que aquel muslo ahora sólo pudiera ser el de una esclava.

—Es hermosa —susurré.

Ena soltó el cierre que abrochaba su ropaje en el hombro izquierdo, dejándolo caer sobre sus tobillos. Era increíblemente hermosa.

—¿Sabes leer? —preguntó.

—No.

Miró la marca.

—Es la primera letra del nombre de la ciudad de Treve.

—Es una marca hermosa.

—Es atractiva —dijo ella. Me miró. De pronto adoptó la pose de una esclava.

Me costaba respirar.

—Aumenta mi belleza —dijo.

—Sí —respondí—. ¡Sí!

Me encontré deseando, aunque no quise admitirlo, que mi marca resultase tan atractiva sobre mi cuerpo.

Ena volvió a colocarse la prenda con la que se vestía, con gracia.

—Me gusta —dijo. Me miró y rió—. ¡Y a los hombres también!

Sonreí.

De pronto me sentí furiosa. ¿Qué derecho tenían aquellos brutos a marcarnos? ¿A ponernos un collar? Me dije que tenían el derecho goreano del más fuerte a marcar y poner un collar al más débil y reclamarlo como propiedad suya. Me sentí débil e indefensa. Pero a continuación me sentí enfadada de nuevo, llena de furia, sin poderlo remediar.

Yo, la prisionera de Rask de Treve, en su campamento de guerra, luchaba por controlarme.

Quería saber más del hombre que me había capturado.

—Dicen que Rask de Treve —insinué— tiene una gran inclinación por las mujeres y también menosprecio.

—Le gustamos mucho —sonrió Ena—, es verdad.

—¡Pero nos desprecia!

—Rask de Treve es un hombre y un guerrero. Es normal en ellos que nos miren como a simples mujeres y que nos tengan en cuenta en la medida en que les proporcionamos distracción y placer.

—¡Eso es despreciarnos! —exclamé.

Ena, arrodillándose, se sentó sobre sus talones y rió alegremente.

—¡Quizás!

—¡No pienso aceptar algo así!

—¡Mi preciosa pequeña kajira! —rió Ena.

Me sentía furiosa y frustrada. ¡No deseaba ser un mero objeto sexual! Pero palpé mi garganta. No había nada a su alrededor todavía. Al día siguiente por la mañana, me pondrían un collar. ¿Qué otra cosa podía ser una muchacha con un collar de esclava, que no fuera ese objeto?

—¡Odio a los hombres! —exclamé.

Ena me miró.

—Me pregunto —dijo—, si Rask de Treve te considerará de su agrado.

Retiró las dos agujas que sujetaban la prenda que yo llevaba puesta, dejándome desnuda.

—Tal vez —dijo.

—¡No quiero resultar de su agrado! —protesté.

—Él hará que tú quieras complacerle. Tratarás, desesperadamente, de complacerle. No sé si lo conseguirás o no. Rask de Treve es un gran guerrero. Ha tenido muchas mujeres, y tiene muchas mujeres. Es un experto en lo que a nosotras se refiere. Por lo tanto, es difícil de complacer. Quizá no lo consigas…

—Si yo quisiera, lo conseguiría.

—Tal vez.

—¡Pero pienso resistirme! ¡Nunca me dominará! ¡Nunca me conquistará!

Ena me miró.

—Yo no tengo las debilidades de otras mujeres —le dije. Recordé la debilidad de Verna y de las otras muchachas, de Inge y de Rena, y de Ute. Eran débiles. ¡Yo no!

—¡Eres muy desafiante! —me dijo.

La miré.

—Pero ahora tenemos que descansar —dijo, al tiempo que se levantaba para apagar la lámpara de latón de la tienda.

—¿Por qué?

—Porque mañana te impondrán el collar.

Me puse de rodillas, desnuda, sobre una piel enorme.

—¿No voy a ser encadenada esta noche? —pregunté.

—No —dijo Ena. Su voz me llegó ya desde la oscuridad—. No te escaparás.

Me eché y tiré de los bordes de la piel para taparme. La sujeté fuerte con los puños y la mordisqueé. Luego me acurruqué en ella, y la mojé con mis lágrimas.

Alcé la cabeza.

—Eres una esclava, Ena —le dije—. ¿No odias a los hombres?

—No.

Escuché su respuesta llena de irritación.

—Los encuentro excitantes —dijo—. A menudo me apetece entregarme a ellos.

La escuché con espanto. ¡Qué sorprendente me resultaba oírla hablar así! ¿Acaso no tenía orgullo? Si realmente aquello era lo que pensaba, hubiera debido guardar tales ideas para sí misma, como un secreto.

¡Por lo menos yo odiaba a los hombres!

Pero mañana uno de ellos me poseería por completo. Sería suya, por el vínculo que creaba el collar, según todas las leyes de Gor, y para complacerle en todo lo que él desease.

—Estás preciosa —dijo Ena.

Yo me encontraba arrodillada, desnuda, sobre la alfombra roja de la tienda de las mujeres. Me habían lavado y peinado. Una de las esclavas colocó el tapón en una pequeña botella de perfume toriano.

—Te daré dos toques más antes de que salgas.

Otra de las muchachas, una de las cuatro que se ocupaba de mí además de Ena, volvió a arrodillarse detrás mío para pasar el estrecho peine de concha de color rojo por mi cabello.

—Está peinada —dijo otra de ellas, riéndose.

—¿No es como para estar nerviosa? —preguntó la que me peinaba.

No pude contestarle.

—¿Te sabes lo que has de decir en la ceremonia? —me preguntó Ena, y no por primera vez.

Asentí con un gesto de cabeza.

Una de las muchachas corrió hacia los faldones de la tienda y miró afuera. Desde donde me encontraba alcanzaba a ver pasar hombres y muchachas caminando en varias direcciones. Era un día soleado y cálido. Soplaban leves brisas.

Estaba asustada.

Olía a perfume. Era mucho mejor que ninguno de los que yo había usado en la Tierra, cuando tenía dinero y me podía permitir comprar los mejores perfumes, y sin embargo, aquí, en este mundo tan primitivo, se usaban sin pensar, para adornar el cuerpo de Elinor Brinton, una simple esclava. No se me había permitido usar cosméticos.

—Tal vez no le ponga el collar hoy —dijo una de las muchachas.

De pronto, la que espiaba por detrás de los faldones de la tienda se volvió hacia nosotras.

—¡Preparadla! ¡Preparadla! —susurró a la vez que nos hacía gestos.

—Ponte de pie —dijo Ena.

Obedecí.

Contuve la respiración mientras ellas traían hacia mí un vestido precioso, largo, con caperuza de brillante seda roja.

Detrás mío, una muchacha trenzó mi cabello y luego lo recogió, sujetándolo en la parte de atrás de mi cabeza con cuatro horquillas. Las horquillas tendrían que ser retiradas por Rask de Treve.

Me pusieron aquella prenda. La caperuza cayó sobre mi espalda. El vestido no tenía mangas.

—Coloca tus manos detrás de la espalda y cruza tus muñecas —dijo Ena.

Noté cómo me ataban las muñecas en la espalda.

Ena le hizo un gesto a la muchacha que sostenía la pequeña botella adornada. Ésta retiró el tapón y, de prisa, me dio un retoque de perfume detrás de cada oreja. Aspiré el intenso perfume. El corazón me latía muy rápido.

Luego Ena volvió a acercarse a mí. En esta ocasión llevaba enrollados en la mano unos dos metros de cordel. Ató un extremo alrededor de mi cuello, lo suficientemente apretado como para que sintiese el nudo. Yo llevaría las muñecas sujetas con fibra de atar adornada con joyas, pero sería conducida con un simple cordel atado al cuello.

—Estás preciosa —me dijo Ena.

—¡Un hermoso animal! —le dije yo.

—Sí, un animal precioso, precioso de verdad.

La miré horrorizada.

Pero luego comprendí que Elinor Brinton era exactamente un animal, puesto que era una esclava.

Volví la cabeza hacia un lado.

Ena puso la caperuza sobre mi cabeza.

—¡Están preparados! —dijo la muchacha que se encontraba a la entrada de la tienda.

—Salid —dijo Ena.

Me condujeron a través del campamento, y, aquí y allí, había hombres y algunas esclavas que me seguían.

Llegamos a un espacio abierto, ante la tienda de Rask de Treve. Estaba esperando allí. Tirando de mi ramal, me llevaron hasta dejarme frente a él. Le miré asustada.

—Retirad el ramal que lleva —ordenó.

Ena desató la cuerda y la tendió a una de las muchachas.

—Retirad sus ataduras —dijo Rask de Treve.

Vi que había colocado en su cinturón una tira de fibra de atar. No estaba adornada con joyas.

Ena soltó mis muñecas.

Rask y yo nos miramos el uno al otro.

Se acercó a mí.

Con una mano retiró la caperuza, dejando al descubierto mi cabello. Me erguí.

Con mucho cuidado retiró, una a una, las cuatro horquillas que sostenían mi pelo y se las tendió a una de las muchachas que estaban a nuestro lado.

Mi cabello cayó sobre mis hombros, y él lo colocó sobre mi espalda.

Una de las muchachas, la que sostenía el peine, se acercó y lo arregló.

—Es hermosa —dijo una de las chicas que había entre la gente.

Rask de Treve se apartó un poco y me miró.

—Retirad su ropa —dijo.

Ena y una de las muchachas separaron mi vestido y yo lo dejé caer sobre mis tobillos.

Una o dos de las muchachas que estaban allí lanzaron exclamaciones de admiración.

Algunos de los guerreros golpearon sus escudos con el metal de sus lanzas.

—Adelántate hacia mí, desnuda —ordenó Rask de Treve.

Eso hice.

Quedamos uno delante del otro, sin hablar; él con su espada y sus ropas de cuero, yo sin nada, desnuda por orden suya.

—Sométete —dijo él.

No podía desobedecerle.

Caí de rodillas frente a él, sentándome sobre los talones, y extendí los brazos, con las muñecas cruzadas, como si tuvieran que atarlas, y la cabeza agachada, entre los brazos.

Hablé con voz clara.

—Yo, Elinor Brinton de la Ciudad de Nueva York, al Guerrero Rask de la Alta Ciudad de Treve, aquí presente, me someto como esclava. En sus manos pongo mi vida y mi nombre, declarándome suya para complacerle en cuanto desee.

De pronto noté que ataban mis muñecas rápidamente, con brusquedad. Las retiré, asustada. ¡Estaban atadas! Las habían apretado con una fuerza increíble. Las había atado un tarnsman.

Le miré con miedo. Vi que tomaba un objeto de manos de un guerrero que se hallaba junto a él. Era un collar de acero que estaba abierto, un collar de esclava.

Lo sostuvo frente a mí.

—Lee el collar —dijo Rask de Treve.

—No sé —susurré—. No sé leer.

—Es analfabeta —dijo Ena.

—¡Es una bárbara ignorante! —oí reír a más de una muchacha.

Me sentí muy avergonzada. Miré lo que había grabado en el collar, que era algo minúsculo, escrito con clara cursiva. No podía leerlo.

—Leedlo —dijo Rask de Treve.

La propia Ena se adelantó.

—Dice, «Soy propiedad de Rask de Treve».

Luego Rask sostuvo con las dos manos el collar alrededor de mi cuello, sin cerrarlo todavía. Le miré. Yo tenía la garganta rodeada por el collar que él sostenía, pero aún no había sido cerrado. Mis ojos se clavaron en los suyos. Su mirada era agresiva, casi con una expresión divertida; la mía, asustada. Mis ojos imploraban piedad. Supe que no recibiría ninguna. El collar se cerró de golpe. Los hombres y las muchachas que se hallaban a mi alrededor lanzaron un grito de alegría. Oí algunas manos que golpeaban los hombros izquierdos de algunos cuerpos, según la forma goreana de aplauso. Entre los guerreros sonaron espadas y lanzas que golpeaban sus escudos. Cerré los ojos, estremeciéndome.

Los volví a abrir. No tenía fuerzas para levantar la cabeza. Vi delante mío la suciedad del suelo y las sandalias de Rask de Treve.

Entonces recordé que aún tenía que decir una frase más. Así que alcé la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas.

—Soy tuya, amo.

Él me puso en pie, colocando sus manos sobre mis brazos. Acercó su rostro al lado izquierdo del mío, y luego al derecho. Olió el perfume. Luego se quedó frente a mí, sosteniéndome. Le miré. Sin darme cuenta, mis labios se separaron y, de puntillas, alcé la cabeza para poder tocar delicadamente con mis labios los de mi amo. Pero él no se inclinó para besarme. Sus brazos me apartaron.

—Ponedle una túnica de trabajo —dijo—, y enviadla al cobertizo.