Me quedé de pie en medio de la rápida corriente, con el agua más o menos a la altura de las rodillas. Había atado mi camisk alrededor de mi cintura con la fibra de atar.
Dejé las manos quietas y observé detenidamente la forma plateada que giraba en las claras aguas.
Nadó cerca de la valla de pequeñas ramas que Ute había formado en el fondo de la corriente y dio media vuelta como si estuviese sorprendido.
Hundí las manos para atraparlo. Llegué a tocarlo. Se produjo una enorme agitación en las aguas y retiré las manos con un grito de enfado. Salpicándome y revolviendo algunos guijarros, la forma escurridiza se me escapó.
Me erguí de nuevo.
No le resultaría fácil huir de mí.
Me quedé de pie dentro de la estructura de ramas hechas por Ute. Tenía dos partes. La primera, situada a unos pies corriente arriba, tenía forma de V, estaba abierta por abajo y apuntaba corriente abajo. Formaba un túnel de ramas, de manera que cualquier pez de tamaño mediano o pequeño podía entrar dentro con facilidad, pero no podría encontrar tan fácilmente la abertura para volver a salir. La segunda parte de la estructura era una sencilla valla de ramas de forma curva y constituía la pared corriente abajo de la trampa.
Ute estaba cazando. También había puesto trampas y para ello había usado los trozos de fibra para atar que, a través de las perforaciones, había mantenido alrededor de nuestros cuellos las correas de cuero.
Volví a perseguir el cuerpo plateado para llevarlo hasta la trampa.
Nos sorprendía el haber podido escapar. Al estar alejadas de las carretas habíamos tenido la suerte de poder huir sin ser descubiertas.
Estuvimos corriendo durante más o menos un ahn y por fin, sin aliento ni fuerzas, apenas pudiendo movernos, alcanzamos el borde de una amplia espesura de Ka-la-na.
En aquel bosquecillo, todavía atadas la una a la otra por la garganta, nos dejamos caer sobre la hierba.
—Ute —le susurré—, ¡tengo miedo!, ¡tengo miedo!
—¿No lo entiendes? —me dijo bajito, con los ojos llenos de alegría—. ¡Estamos libres! ¡Libres!
—¿Pero qué haremos ahora?
Se arrastró hacia mí y comenzó a trabajar, con sus dedos menudos, en el nudo que ataba el collar a mi garganta.
—Necesitaremos esta fibra de atar —dijo.
Al cabo de un rato, consiguió deshacer el nudo.
—Ahora, deshaz el mío.
Lo volví a intentar. No podía aflojarlo.
—Trae un palo pequeño —dijo.
Así lo hice.
Mordió y masticó el extremo del palito, afilando su punta. Luego, me lo alargó.
Con aquella herramienta conseguí aflojar el nudo al cabo de un tiempo y quité la correa que rodeaba su garganta. Recogió la pesada tira de cuero y la colgó de su hombro. Añadió los dos pedazos de fibra de atar al cinturón de su camisk que también era de la misma fibra. Luego se puso en pie.
—Sígueme —dijo—. Tenemos que adentrarnos más en la espesura.
—No puedo moverme. Estoy demasiado cansada.
Ute me miró.
—Si deseas marcharte ahora —expliqué—, debes proseguir sin mí.
—Muy bien. Adiós, El-in-or —dio media vuelta y se puso a andar.
—¡Ute! —grité.
No se volvió.
Me puse en pie de un salto y eché a correr tras ella.
—¡Ute! —sollocé—. ¡Ute, llévame contigo!
Mis manos se posaron sobre el cuerpo plateado que estaba en el agua delante mío.
Hice otro intento por atraparlo. En esta ocasión lo cogí, pero se retorcía, tenía unos cuernos y ásperas escamas. No se estaba quieto. No pude retenerlo. ¡Tenía un tacto de lo más terrible! Con un golpe seco de cola, se soltó y salió a toda velocidad corriente abajo, pero entonces, dado que la barrera de pequeñas ramas le obstaculizaban el paso, dio la vuelta y, bajo el agua, sin moverse, se quedó frente a mí.
Me fui apartando hacia la entrada de la V que apuntaba corriente abajo.
Podría mantenerlo dentro de la trampa. Ute regresaría al cabo de unos momentos.
Llevábamos libres cinco días. Nos habíamos quedado en espesuras de Ka-la-na durante el día y cruzado los campos durante la noche. Ute iba en dirección sur. Rarir, el pequeño pueblo en el que nació, se encontraba al sur del Vosk y cerca de las orillas de Thassa.
—¿Por qué deseas ir hasta allí? —le pregunté.
La habían robado de aquel pueblo cuando era una niña. Sus padres habían sido asesinados el año anterior por larls errantes. Ute pertenecía a la casta de los curtidores.
—No me entusiasma —dijo—. Pero ¿dónde se puede ir? En mi propio pueblo no me harán esclava.
A veces, por la noche, Ute murmuraba el hombre de Barus, a quien había amado.
A los doce años, Ute fue adquirida por un curtidor de Teletus. Él y su compañera se ocuparon de ella y la liberaron. La adoptaron como hija suya y se preocuparon de que recibiera una buena instrucción sobre el trabajo de los curtidores, la casta que era la suya por derecho de nacimiento.
Al cumplir los diecinueve años, comparecieron miembros de la Casta de los Iniciados.
Habían decidido que la joven iniciase su viaje a las Sardar que, de acuerdo con las enseñanzas de los Iniciados, viene impuesto por los Reyes Sacerdotes sobre cada goreano antes de cumplir los veinticinco años.
Si una ciudad no se preocupa de que sus jóvenes realicen el viaje, entonces, de acuerdo con tales enseñanzas, pueden caer desgracias sobre la ciudad. Es una de las obligaciones de los Iniciados el mantener registros y determinar que cualquier joven capaz lleve a cabo el viaje y quede libre de la obligación para con los Reyes Sacerdotes.
—Iré —manifestó Ute.
Por otra parte, ella sabía que algún día antes de que cumpliese los veinticinco años, tendría que emprender aquel viaje. Los Mercaderes de Teletus que controlaban la ciudad iban a pedírselo, temerosos de los posibles efectos que el descontento de los Reyes Sacerdotes pudiera acarrearles en sus negocios. Si ella no emprendía el viaje se vería alejada del dominio de su jurisdicción, más allá de la protección de los soldados. Generalmente, para un goreano este tipo de exilio es equivalente a la esclavitud o la muerte. Para una muchacha tan hermosa como Ute, habría significado, sin ninguna duda, una rápida reducción al apresamiento, a las cadenas y al collar.
Estuvo de acuerdo en participar con el grupo que estaba siendo organizado entonces por los Iniciados.
Ute llegó, de hecho, a las Montañas Sardar.
Pero las vio desnuda y atada con cadenas de esclava.
Su nave cayó en manos de los mercaderes negros de Schendi. Tanto ella como las demás, fueron vendidas a comerciantes, que se encontraron con los mercaderes de esclavas en una cala secreta para comprarles su captura. Luego las transportaron por tierra, en carretas de esclavas, hasta las Sardar, donde fueron vendidas en la gran Feria de primavera de En’Kara. Cuando la vendieron, pudo ver por encima de la empalizada los picos de las Sardar.
Durante cuatro años, Ute, que entonces era una belleza, pasó de un amo a otro y de ciudad en ciudad.
Luego fue llevada por uno de sus amos, junto con el resto de sus esclavas, a las Sardar de nuevo, para ser vendida otra vez, y así intentar rehacerse de las deudas que el hombre tenía como resultado de la pérdida de una caravana de carros de sal.
Allí la adquirió Barus, de los Curtidores.
Ute había tenido muchos amos, pero en sus sueños sólo mencionaba el nombre de Barus.
Se enamoró perdidamente de él, pero intentó doblegarle a su voluntad en una ocasión, como ella me había explicado.
Desesperada, vio como él la vendía.
—¿Por qué no quieres regresar a Teletus? —le pregunté.
—Oh —dijo sin darle importancia—, no soy capaz de cruzar el Thassa a nado. Ni creo tampoco que me resultase fácil conseguir un pasaje. ¿Y no crees que el capitán me haría su esclava? Además, quizá mis padres adoptivos ya ni siquiera vivan en la isla.
Aquello parecía posible, pues la población de una isla de intercambio como Teletus tiende a ser algo más móvil que la de una ciudad establecida con una tradición de cien años o más.
—Pero —insistí—, quizá pudieras conseguir llegar hasta allí de alguna manera, y a lo mejor tus padres adoptivos todavía viven en Teletus.
Si tenía que seguir a Ute, prefería, sin ninguna duda, ir a una isla de intercambio antes que a un tosco pueblecito al sur del Vosk.
—¡Ellos se portaron bien conmigo! —gritó—. ¿Cómo crees que puedo regresar y avergonzarles? ¿Podría presentarme ante ellos, como hija suya, con las orejas agujereadas? Me esconderé en Rarir.
Parecía una decisión irrevocable.
Di una patada a las piedras del riachuelo, desde donde estaba, frente a la entrada a la trampa.
La criatura plateada comenzó a moverse hacia la abertura. Me daba un poco de miedo. En un determinado momento, sus ásperas escamas rozaron la parte delantera de mi pierna, por encima del tobillo. Grité. Cerré los ojos, apreté los dientes y los puños, con todo el cuerpo contraído. Cuando me atreví a abrir los ojos otra vez, la criatura había vuelto a colocarse en la valla de ramas más alejada. Estaba quieta y me miraba.
Suspiré aliviada. No se había escapado.
De no haber sido por Ute, no creo que hubiese sobrevivido.
Me había enseñado lo que podía comerse y lo que no. Fue ella quien me explicó cómo se construía una trampa en el agua. Y quien me demostró cómo hacer trampas con fibra de atar, doblando pequeñas ramas y haciendo gatillos con junquillos.
Me enseñó también cómo podía hacerse, con fibra, un trozo de leña y un gatillo formado con una ramita, una trampa lo bastante grande como para cazar un tabuk, aunque en realidad nunca la utilizamos. Podía haber llamado la atención de un cazador. Las trampas más pequeñas podían pasar desapercibidas más fácilmente. Por otra parte hubiera sido difícil para Ute y para mí colocar el tronco en aquella trampa, y además, sin un cuchillo y deseando movernos aprisa, la caza del tabuk habría resultado demasiado pesada para nosotras. También me enseñó a hacer cobijos de varios tipos y a usar un pequeño bastón de forma redondeada para derribar pájaros y animales pequeños. Me enseñó a buscar comida allí donde a mí no se me hubiese ocurrido nunca. Yo extraía las raíces que ella me indicaba. Pero no me gustaba tanto recoger los pequeños anfibios que ella capturaba con las manos o los insectos grandes y gordos que sacaba del interior de troncos o de debajo de algunas rocas.
—Esto puede comerse —decía.
Yo, sin embargo, me conformaba con nueces, frutas y raíces y algunas criaturas que sacábamos del agua y que me recordaban otras que ya conocía, y, por supuesto, con la carne de pequeños pájaros y animales.
Quizá la cosa más extraordinaria que hizo Ute, a mi entender, fue construir con palos, un trozo de madera plano y algo de fibra de atar, un pequeño instrumento para hacer fuego. ¡Qué contenta me puse cuando vi girar el palito, pequeño y afilado, en la plataforma de madera, y observé que los montoncitos de hojas secas enrojecían rápidamente y brillaban al convertirse en una llama diminuta, que hicimos crecer con más hojas y ramitas, hasta que pudo consumir palos!
Ute no quería hacer hogueras, pero yo insistí en ello. No podíamos comer crudo cuanto cazábamos.
—¡Tal! —me saludó Ute como si se dirigiese a una persona libre.
—¡Tal! —le respondí, feliz, agitando la mano. Me sentí aliviada al verla regresar.
Traía atada a la cintura, la fibra para atar que había usado para las trampas. Siempre la llevábamos con nosotras, por supuesto, cuando nos desplazábamos de un sitio a otro. Colgando de su hombro vi dos pequeños urts de los bosques, y en la mano izquierda traía cuatro pájaros de plumaje verde y amarillo.
Aquella noche comeríamos a lo grande.
Yo también había tenido suerte.
—Ute, ¡he atrapado un pez!
—¡Estupendo! ¡Tráelo al campamento!
—¡Ute! —grité angustiada.
Se echó a reír y dejó caer lo que había cazado sobre la orilla. Se metió en la trampa. Yo me quedé donde estaba, bloqueando la salida.
Ute se acercó a la criatura con mucho cuidado, para no ahuyentarla.
El pez se movió levemente en el agua.
Entonces, a toda velocidad, se lanzó a por él. El pez retrocedió hacia la valla de ramas y Ute lo atrapó allí. En un momento, aunque él se movía y se escurría de entre sus dedos, lo sacó del agua y lo llevó triunfante hacia la orilla.
—Destruye la trampa —dijo.
Cada vez que salíamos de un bosquecillo, si habíamos construido una trampa como aquélla, la destruíamos. Ésa, por cierto, es una práctica común entre los goreanos. Un goreano nunca deja una trampa puesta si no piensa regresar a ella. Los goreanos, que a menudo son tan crueles los unos con los otros, tienden a tener una gran amor por la vida salvaje y todo aquello que está creciendo, pues lo consideran algo libre y por lo tanto merecedor de un gran respeto. Este afecto y respeto rara vez se extiende, por desgracia, a los animales domésticos, como son los boskos y los esclavos. Un leñador goreano, por ejemplo, antes de clavar su hacha en el tronco de un árbol, habla con él, le implora su perdón y le explica el uso al que se destinará su madera. En nuestro caso, por supuesto, tan al margen de estas consideraciones generales, teníamos razones muy concretas para destruir la trampa. Era una pista que podía traicionarnos, que podía poner hombres tras nuestro rastro.
Ute se sentó a esperarme sobre la orilla, mientras yo estiraba los palos de la trampa y los metía entre los matorrales.
Luego la ayudé a llevar lo que habíamos atrapado; ella transportó el pez y los pequeños pájaros.
Cuando acabamos de limpiar los animales, trabajo este último que le cedí, puesto que a mí no me gustaba el tacto del pescado, Ute se inclinó sobre las tablillas con las que se hacía fuego.
—Date prisa —le dije. Tenía hambre.
Ute insistió más de quince minutos, frotando las maderas, sudando, con los ojos fijos en aquel diminuto y ennegrecido agujero de la madera.
Finalmente apareció una pequeña llama que se extendió por los montoncitos de hojas secas dispuestas alrededor del agujero.
Al cabo de unos minutos teníamos fuego.
Cuando la comida estuvo lista, la retiramos de los asadores, y la colocamos sobre hojas. Yo estaba muerta de hambre. Había oscurecido completamente y hacía bastante frío. Pensé que sería agradable comer junto al fuego y tener algo de calor, mientras disfrutábamos de nuestra cena al aire libre.
—¿Qué haces, Ute? —grité sujetándola por la muñeca.
Me miró sorprendida.
—Estoy apagando el fuego —dijo.
—No.
—Es peligroso.
No me apetecía la idea de cenar a oscuras, ni la posibilidad de pasar frío me gustaba nada.
—No lo apagues, Ute. Déjalo como está.
Ute movió la cabeza, indecisa.
—¡Por favor! —insistí.
—Muy bien —sonrió.
Pero apenas había pasado más de un ihn goreano cuando, de pronto, con una expresión de terror en los ojos, comenzó a echar porquería sobre el fuego.
—¿Qué estás haciendo? —grité.
—¡Cállate! —susurró.
Entonces oí, muy a lo lejos, en la oscuridad, el grito de un tarn.
Ute comenzó a destruir, en la oscuridad, el pequeño cobijo de ramas y hojas que habíamos construido.
—Toma toda la comida que puedas —me dijo—. Hemos de irnos ahora mismo.
Enfadada, pero asustada, reuní toda la comida que pude encontrar.
Cuando acabó con el cobijo, rebuscó a su alrededor y con las manos puso juntos los huesos y las vísceras, la piel y las escamas, que habíamos desechado de nuestras presas, y lo enterró todo.
Destruyó lo mejor que pudo toda señal de nuestro campamento.
Entonces, moviéndonos rápido en la oscuridad, salimos corriendo de allí.
Seguimos en dirección sudoeste a través de la gran espesura y, finalmente, llegamos al borde del bosque.
Era una noche oscura.
Ute miró fijamente el cielo. No vimos nada. Estuvo escuchando mucho rato, pero no oímos nada.
—Lo ves, Ute —dije irritada—. No era nada.
—Quizás.
—No era más que un tarn salvaje.
—Espero que tengas razón.
Juntas, en el límite del bosque, comimos las sobras de nuestra cena que yo había recogido.
Al acabar nos limpiamos las manos en la hierba y arrojamos los huesos entre los arbustos.
—¡Mira! —susurró Ute.
Entre los arbustos, moviéndose en la oscuridad, vimos dos antorchas.
—Hombres —musitó Ute—. ¡Hombres!
Desde el bosque, corriendo juntas en la oscuridad, nos dirigimos al sudoeste.
Hacia el amanecer, llegamos a otro bosque de Ka-la-na, en el que, agotadas, nos escondimos.
Cuatro días más tarde, en otro bosquecillo, Ute me pidió que colocase una de nuestras trampas en un sendero por el que pasaban animales y que habíamos encontrado anteriormente.
No habíamos vuelto a notar que nos siguieran, ni visto más antorchas.
Haciendo girar el lazo de fibra de atar mientras caminaba, me dirigí al lugar mencionado por Ute.
De pronto me detuve, horrorizada.
Había oído la voz de un hombre. Me deslicé fuera del camino verde, suave y agradable, entre los árboles y los matorrales y me eché boca abajo, para ocultarme, entre las hierbas y los arbustos.
No venían por el camino.
Me eché levemente hacia delante, apoyándome en los codos y el estómago, y entonces, a través de una minúscula abertura entre los matorrales, lo vi.
Mi corazón casi se detuvo de golpe.
Estaban en un pequeño claro. Había dos tarns atados allí cerca. No habían hecho ningún fuego. Iban vestidos de cuero y armados. Eran guerreros, mercenarios. Parecían hombres toscos y crueles. Los reconocí. Los había visto ya cuando Targo tenía su campamento al norte de Laura. Trabajaban para Haakon de Skjern.
—Está aquí, por algún sitio —dijo uno de los hombres.
—Si tuviésemos eslines de caza —contestó el segundo—, podríamos ponerle nuestros brazaletes antes del anochecer.
—Espero que sea seda roja.
—Si no lo es aún, para cuando se la llevemos a Haakon será seda de la más roja.
—Haakon podría disgustarse.
—Haakon no sabe distinguir si una muchacha es seda blanca o seda roja.
—Es cierto.
—Además, ¿de verdad crees que Haakon espera que devolvamos muchachas que sean seda blanca a su cadena?
—Claro que no.
—Ésta nos ha proporcionado una persecución entretenida. Pero nos las pagará por el tiempo que nos ha hecho perder y las molestias.
—¿Qué sucederá si no la atrapamos?
—La verdad es que es muy escurridiza, pero la cogeremos.
—¿Qué plan tenemos?
—Sabemos que encendió un fuego. Ello nos hace suponer que estaba cocinando. Si cocinaba, seguramente habría cogido pájaros o tendría carne.
—Al borde del bosque, hacia el noreste, hace cinco días, encontramos huesos de urt del bosque.
—Sí, y por aquí cerca, en este bosquecillo, hay un sendero por el que pasan animales.
—Es difícil cazar en un bosque de Ka-la-na.
—Y lo que es más importante, los urts de los bosques suelen usar esos senderos.
—¡Sí!
—Más tarde o más temprano, por lo tanto, parece probable que aparezca por ese sendero para cazar o poner una trampa o para ver si ha caído alguno.
—Puede haber más senderos.
—Si no la atrapamos ahora, la cogeremos mañana o pasado mañana.
Tal y como estaba, boca abajo, con cuidado, en silencio, comencé a retroceder. Cuando me encontré a varios metros de distancia de ellos, con todo el sigilo, sin hacer el más mínimo ruido, me marché de allí.
Sólo tenía una idea en la mente: encontrar a Ute y avisarla para que pudiésemos escapar.
Pero me detuve.
Me arrastré hasta unos arbustos, asustada. Ellos habían estado hablando siempre de «ella». Por lo que sabían, no había que capturar más que a una sola muchacha.
Sacudí la cabeza. No, no debía pensar aquellas cosas.
Me puse de pie y, con calma, regresé andando hasta nuestro campamento.
Ute y yo podíamos escapar.
Sonreí.
Ute pensaba que era mi superior. Se había atrevido a darme órdenes. A mandarme a mí, Elinor Brinton, aunque no era más que una ignorante esclava goreana; se había atrevido a actuar como si fuera superior a una muchacha de la Tierra, ¡y yo lo era!
Iba a aprender una buena lección.
¡No! Grité para mis adentros. Tenía que avisar a Ute. ¡Tenía que avisarla!
Recordé claramente lo que había dicho el hombre. «Si no la atrapamos ahora, la cogeremos mañana o pasado mañana».
Llevaban días siguiéndonos. No cejarían en su empeño. Nos darían alcance.
O al menos, a una de las dos.
Ute era estúpida. Era una muchacha tosca y simple. Ella no tenía mi mente, mi sensibilidad, mi naturaleza delicada, mi inteligencia. Me recordé a mí misma que ella pertenecía a una casta baja. Era menos, mucho menos que yo.
Además se había atrevido a tratarme como a una inferior, dándome órdenes e instruyéndome. ¡La odiaba! Yo era más bella que ella. Ute había servido como esclava antes. ¡Poder volver a serlo! Recordé que una vez me había atado por el anillo de la nariz. Ahora veríamos quién era más inteligente.
Tiré el trozo de fibra que llevaba para la trampa que no había puesto hacia los arbustos.
—Saludos, Ute —le dije sonriendo.
—Tal, El-in-or —sonrió, levantando la cabeza de su trabajo. Estaba intentando, con un palo puntiagudo, hacer otro hueco en una nueva tablilla de madera, para tener más instrumentos con que hacer fuego. Normalmente, durante nuestros viajes por la noche, sólo llevábamos con nosotras la fibra de atar; por lo tanto, Ute tenía que hacer más instrumentos de aquéllos con cierta frecuencia.
—Oh, Ute. He colocado la trampa bastante abajo, en el sendero. Y cuando ya venía hacia aquí, la he oído saltar.
—Muy bien. ¿Qué era?
—No lo sé. He mirado, pero no había visto un animal como ése antes. Creo que es algún tipo de urt. Es horroroso.
—¿Por qué no lo has traído contigo?
—Porque no me he atrevido a tocarlo.
—¡Oh, El-in-or! —rió ella—. ¡Eres tan tonta!
—Por favor, cógelo tú, Ute —le rogué—. Yo no quiero tocarlo ¡Es tan horrible!
—Está bien. Lo traeré.
Apartó su trabajo y se levantó.
—Indícame dónde lo has puesto.
—¡No! —grité yo.
Se volvió y me miró.
—No puedes equivocarte —le dije—. Está a la izquierda. Ya lo verás.
—Muy bien —dijo Ute, y salió del campamento. Mi corazón latía con fuerza.
Cautelosamente, la seguí a cierta distancia. Cuando había andado unos cuantos metros, me agaché y tomé una pesada piedra.
Me escondí entre los matorrales, junto al camino, sosteniendo la piedra.
De pronto, oí la voz de un hombre. ¡La habían atrapado!
Pero luego oí los gritos de otro hombre, y después de ambos y un crujir de ramas que se rompían entre los arbustos.
Para desesperación mía, aterrorizada, con los ojos abiertos de par en par, los brazos extendidos y corriendo como un tabuk, Ute regresaba al campamento.
—El-in-or. ¡Mercaderes de esclavas! ¡Corre!
—Ya lo sé —respondí.
Me miró sin comprender.
La golpeé repentinamente en un lado de la cabeza con la piedra.
¡Tenían que encontrarla a ella y no a mí!
Ute, murmurando algo, desorientada, cayó de rodillas y sacudió su cabeza.
Tiré la piedra a su lado. Los hombres pensarían que se había caído y golpeado con ella.
A toda prisa, salté entre los matorrales y me escondí.
Ute intentó ponerse en pie, pero tropezó y cayó sobre sus manos y rodillas.
Vi cómo la cogían. Le quitaron el camisk y lo tiraron al suelo. Luego la colocaron boca abajo y, mientras uno de ellos le ataba las muñecas a la espalda, el otro le cruzaba los talones y también los ataba.
Me sentí satisfecha. Habían atrapado a Ute.
Sólo temía que ella pudiera decirles que yo estaba por allí. Pero de alguna manera supe que no lo haría. Ute era estúpida. Sabía que no me traicionaría.
De esta manera, usando mi inteligencia, me libré de mis perseguidores.
Estaba decidida a proseguir mi viaje hasta Rarir, pues me creí capaz de poder encontrarlo. Podía decir a aquellas gentes que yo era amiga de Ute, de quien esperaba que se acordasen. Con el tiempo, podría utilizar su ayuda para dirigirme a la isla de Teletus, donde podría encontrar, si todo salía bien, a los padres adoptivos de Ute. No me cabía la menor duda de que ellos me cuidarían y serían buenos conmigo por haber sido amiga de su hija adoptiva. Podía decirles, y eso mismo pensaba hacer, que Ute me había rogado que los buscase y que me había prometido que ellos se ocuparían de mí. Les contaría que habíamos intentado desesperadamente reunimos con ellos, pero caímos en manos de mercaderes de esclavas y sólo yo conseguí escapar. Esperaba que me suplicasen, ya que ocupaba el lugar de Ute, que les permitiera adoptarme como hija suya.
Me sentí muy complacida.
Viajaba de noche, y durante el día me escondía en bosques de Ka-la-na.
No había vuelto a asar carne desde la captura de Ute. No confiaba lo suficiente en mi habilidad para construir o usar instrumentos tan primitivos para hacer fuego. Era algo que había aprendido bien.
Comía principalmente fruta y nueces, algunas raíces. En ocasiones completaba esta dieta con la carne cruda de pequeños pájaros o la de algún urt que conseguía cazar. Sin embargo la última noche, y la anterior en otro pueblo, me las había ingeniado para robar carne. En consecuencia, había decidido alimentarme de aquella manera. Desde luego, no me sentía en absoluto tentada por los pequeños anfibios o los enormes insectos que Ute me había enseñado. Puede que fueran una verdadera fuente de proteínas, pero antes que llevarme aquellas cosas a la boca, prefería morir de hambre.
Me eché boca arriba, adormilada, y miré hacia el brillante cielo que se vislumbraba entre las ramas cruzadas sobre, mi cabeza. El día era cálido. Sonreí.
De pronto, percibí un ruido. Parecían gritos de hombres, y un estallido de golpes de metal, como si estuviesen golpeando sartenes y cazuelas.
Al cabo de unos minutos era evidente que los sonidos se acercaban en mi dirección. Comencé a inquietarme.
Había un fragor que llegaba desde el pueblo y que parecía dirigirse más y más hacia mí a través del bosque.
Irritada, me encogí de hombros, tomé la fibra de atar que llevaba conmigo, y comencé a alejarme del estrépito. Mientras lo hacía, recogí algunas nueces y frutas.
Pareció que el fragor se hacía cada vez mayor, pero no le presté demasiada atención. Llegaba desde detrás mío.
No tardé mucho en darme cuenta de que si no alteraba la dirección que había tomado, me encontraría fuera de la amplia espesura en la que me había refugiado.
Por lo tanto, giré a la izquierda, y cogí alguna fruta al hacerlo.
Entonces noté contrariada que el ruido me llegaba con más fuerza y que parte de él parecía provenir de delante mío.
Me sentí algo inquieta y, medio corriendo, di la vuelta y fui en la otra dirección.
No habría corrido más de dos o tres ihns cuando noté claramente que el fragor volvía llegar de delante mío.
Volví a dar la vuelta, esta vez frenéticamente.
El fragor, los golpes en los cacharros y las cazuelas, y el griterío, se dirigía hacia mí, en un amplio semicírculo.
¡Me di cuenta de pronto de que estaban intentando cazarme!
La única zona en silencio era la que quedaba delante mío. Estaba aterrorizada. Comencé a correr en aquella dirección, hacia el límite de la espesura, pero me dio miedo. Perdería la protección que me daba el bosque. Además, quizá me estuviesen dirigiendo hacia cazadores o hacia redes… Aquel silencio me daba tanto miedo como el fragor.
Tenía que intentar pasar, deslizarme, entre sus filas.
Algunos animales pasaron corriendo junto a mí, huyendo del ruido.
Con cuidado, ocultándome lo mejor posible, comencé a caminar hacia el estruendo.
El ruido se hizo ensordecedor. Aquel clamor, el saber que iban a por mí, me hizo volverme repentinamente irracional, enloquecida. Sólo quería alejarme del ruido.
¡Entonces el corazón me dio un vuelco!
Allí debía haber más de doscientos campesinos, hombres, niños y mujeres, todos gritando y golpeando sus cazuelas y sus lanzas, garrotes, mayales y horcas.
Estaban muy pegados los unos a los otros y eran demasiados.
Un niño me vio, gritó y comenzó a golpear más fuerte su cazo.
Di la vuelta y salí corriendo.
El fragor se hizo enloquecedor, intolerable, resonaba en mi cerebro y se cerraba sobre mí.
No podía hacer otra cosa más que huir corriendo hacia el silencio.
Entonces salí corriendo de la espesura, pisando la hierba de un campo, aterrorizada.
Luego, exhausta, miré hacia atrás. Los campesinos se habían detenido junto al límite del bosque de Ka-la-na. Ya no gritaban, y habían dejado de golpear sus cacharros.
Miré hacia delante. No había nada. No me esperaban campesinos fuertes, para reducirme, desnudarme, atarme, y conducirme atada por el cuello hacia el pueblo.
Grité de alegría y corrí sobre la hierba.
¡Sólo querían hacerme salir del bosque!
Todavía era libre.
Me detuve.
Permanecí quieta en medio de aquella hierba que me llegaba a la rodilla, en aquel campo que se mecía con el viento. Sentía el sol en mi cuerpo y la hierba que rozaba mis piernas. Notaba bajo mis pies la tierra viva, negra, llena de raíces y cálida de Gor. El cielo era azul, profundo, brillante y estaba lleno de la luz del sol. El bosque de Ka-la-na se veía amarillo en la distancia, con los campesinos quietos en su límite. Respiré el fresco, el magnífico aire del planeta Gor. ¡Qué hermoso era!
Los campesinos no me persiguieron.
¡Era libre!
De pronto me llevé la mano a la boca. Allí arriba, en lo alto, pequeña, hundida en la vertical de aquellos profundos cielos, había una manchita. Sacudí la cabeza. ¡No! ¡No!
Miré atrás, hacia los campesinos. No se habían movido. Hinqué una rodilla en la hierba, con los ojos fijos en la mancha.
Daba vueltas en círculo.
Comencé a correr, como una loca, desesperada, a lo largo y ancho del campo.
Me detuve y miré hacia atrás, arriba. Grité llena de desesperación. Vi al pájaro dar la vuelta, girando en el cielo. El sol se reflejó, por un breve instante, en el casco de su jinete. El pájaro se dirigía hacia mí. Gritando, descendía batiendo las alas.
Chillé y comencé a correr como una loca por el campo.
El grito del pájaro me ensordeció y sus alas sonaron como truenos a mis oídos.
La sombra del animal pasó junto a mí.
El lazo de cuero cayó alrededor de mi cuerpo. Se cerró sobre mí en un instante, apretando mis brazos irremisiblemente junto a mi cuerpo, y me sentí, con la espalda casi partida, izada en el aire. Veía la hierba pasar por debajo mío, pero no la tocaba con los pies. Se alejó de mí, como si hubiera caído muy lejos, y, luego, de repente, en medio de las fuerzas violentas del viento, aprisionada por aquella cuerda de cuero trenzado, tambaleándome y girando, me pareció que el cielo estaba debajo de mí y la hierba por encima. Me quedé sin respiración cuando el tarn comenzó a ascender; conseguí tomar aire, mientras el cielo, la hierba y el horizonte comenzaban a girar violentamente.
Sentí que me subían. Sentí que la cuerda apretaba aún más cruelmente mi cuerpo. No podía utilizar las manos. Quería asirme a la cuerda para sujetarme. Pero no podía.
Al mirar arriba, vi las enormes garras del tarn, replegadas bajo su cuerpo, por encima mío. Eran enormes, curvadas y afiladas.
Sentí que mi cuerpo pasaba junto al costado del tarn y mi hombro rozó el metal y el cuero de la silla, y la pierna de un hombre.
El hombre me sujetó con sus brazos. No podía moverme de lo aterrorizada que estaba.
Vi sus ojos a través de las aberturas de su casco. Parecían divertidos. Miré hacia otro lado.
Él se rió.
Fue una risa cruda, la de un tarnsman. Me estremecí.
Quitó la cuerda del tarn de mi cuerpo. En la silla, me abracé a su cuello aterrorizada por la posibilidad de caerme. Él recogió la cuerda del tarn y la ató junto a la silla.
A continuación extrajo el cuchillo de su cinturón. Lo movió, y la fibra de atar se alejó de mi cuerpo; el camisk comenzó a flotar en el aire hasta colocarse alrededor de mi cuello, tirando de mi garganta, dando sacudidas y agitándose. Lo alzó por encima de mi cabeza y salió volando por detrás del tarn. Sentí el cuero de sus ropas contra mi cuerpo y la hebilla de su cinturón. Mi mejilla se apoyaba sobre el metal de su casco. Mi cabello se agitaba con el viento.
Separó mis brazos de su cuello con las manos.
—Échate delante mío, sobre tu espalda y cruza muñecas tobillos.
Terriblemente asustada por la posibilidad de caerme, obedecí.
Se inclinó sobre mi cuerpo y noté que ataba mis muñecas a una argolla de la silla. Luego se inclinó hacia el otro lado y, en cuestión de segundos, sentí que mis tobillos cruzados eran asegurados en otra anilla.
Quedé allí, echada boca arriba, frente a él, como si mi cuerpo fuera un arco atado sobre su silla.
Dio dos palmadas sobre mi vientre.
Luego volvió a reírse con aquella risa fuerte, ruda, de tarnsman que tiene a su presa atada, indefensa, frente a él.
Tiré de mis muñecas y de mis tobillos atados a las anillas.
Volví la cabeza hacia un lado y lloré.
Me habían capturado de nuevo.
¡Qué mala suerte la mía, la de haber salido del bosque cuando había un tarnsman en el cielo!
Entonces, con una sacudida a mi espalda, y una enorme polvareda, el tarn se posó.
Por lo que podía ver, nos hallábamos en un espacio abierto en medio de una aldea. Mi cabeza colgaba hacia abajo y pude ver en la distancia una gran espesura de Ka-la-na. Los campesinos se amontonaban a nuestro alrededor. Al girar la cabeza a la derecha, vi hombres con lanzas y mayales, que llevaban túnicas de campesinos. Las mujeres y los niños se agolpaban igualmente a nuestro alrededor. Oí algunos golpes de cacharros. Vi palos en las manos de algunos niños.
—Veo que la tienes, Guerrero —dijo un campesino alto y fuerte, con barba.
Me puse a temblar.
—La empujasteis justo hacia donde quería —dijo el guerrero—. Gracias.
Gemí.
—Es poca cosa comparado con los favores que nos has hecho —dijo el campesino—. Nos robó carne la otra noche.
—Sí —dijo otro—, y la noche anterior, robó en otro pueblo, en Rorus.
—Dánosla a nosotros, Guerrero. Sólo un cuarto de ahn, para que la apaleemos.
El guerrero rió. Yo temblaba.
—Aquí también hay hombres de Rorus. Dánosla un cuarto de Ahn, para que la apaleemos.
—Deja que la apaleemos —gritaban las mujeres y los niños—. Deja que la apaleemos.
Cabeza abajo, atada con las correas, daba sacudidas por el miedo.
—¿Cuánto vale la carne? —inquirió el guerrero.
La gente guardó silencio.
De un saquito extrajo una moneda que lanzó a un hombre del pueblo y otra que lanzó a otro hombre, que debía de ser de Rorus.
—¡Gracias, Guerrero! ¡Muchas gracias!
—Su primera paliza —dijo el guerrero con voz potente— me corresponde a mí.
Hubo muchas risas. Tiré inútilmente de mis ataduras.
Alzó la mano hacia la multitud.
—Os deseo ventura.
—¡Te deseamos ventura!
Sentí que la única tira de cuero que constituía el arnés del tarn se tensaba sobre mi cuerpo. De pronto, cortándome la respiración, el gran pájaro gritó y comenzó a batir las alas, la silla presionó mi espalda y, cabeza abajo, vi las cabañas de forma cónica de los campesinos caer en la lejanía por debajo nuestro, y el pájaro, con un aleteo a la vez violento y majestuoso, con la cabeza tendida hacia delante ascendió hacia las nubes.
Poco después de haber fijado el rumbo que debía de seguir el tarn, me puso de lado, hacia él, y, con los dedos de su mano derecha, palpó mi marca.
—Sólo una kajira —dijo.
Luego, con la palma de la mano, volvió a colocarme boca arriba.
Al cabo de un momento, alargó la mano hacia abajo y tomó mi cabello y alzó mi cabeza, haciéndome daño. La giró de lado a lado.
—Tus orejas han sido agujereadas —dijo. Luego dejó caer mi cabeza hacia atrás, junto a la silla.
Gemí y protesté.
En un momento determinado, el guerrero me dijo que cruzábamos el Vosk.
Supe entonces que estábamos en territorio de Ar y que debíamos volar por encima del Margen de la Desolación, una zona yerma, que ahora comenzaba a recuperarse, y que años atrás había sido desocupada y devastada, para que así los campos del norte de Ar estuviesen protegidos por esa barrera natural. La protección era, presumiblemente, contra probables invasiones del norte o, más posiblemente, incursiones de piratas del Vosk. En el reinado de Marlenus, en la época anterior a su exilio, y después, con su restauración, se había dejado el Margen de la Desolación deliberadamente desatendido para que pudiese recuperarse. Marlenus había dispuesto que una flota de galeras ligeras patrullase por el Vosk para limpiar las aguas del río cercanas a su Ubarato de piratas. Lo habían conseguido, o casi. Rara vez se veían piratas en los lugares en que el Vosk bordeaba las regiones de Ar. Otras ciudades, las situadas al norte, no veían con muy buenos ojos que Marlenus permitiese que el Margen de la Desolación recuperase su fertilidad y su frondosidad. Tal vez sólo pensase en ampliar las zonas cultivables de Ar. Por otro lado, bajo el dominio de Marlenus quedó claro que Ar ya no temía por sus fronteras. Asimismo, la ambición del llamado Ubar de Ubares era bien conocida. Si ya era posible, o si pronto iba a ser posible hacer llegar fácilmente un ejército por tierra hasta Ar una vez cruzado el Vosk, también sería posible para Ar acercar rápidamente una considerable fuerza de hombres hacia el norte, hasta la misma orilla del Vosk. Por tradición, la orilla norte del Vosk era disputada por varias ciudades, entre las que se encontraba Ar.
El guerrero me dio de comer, pero sin soltarme. Echó pan de Sa-Tarna en mi boca. Lo mastiqué y con dificultad, lo tragué. Luego, con su cuchillo cortó cuatro pequeños pedazos de carne de bosko cruda, que colocó en mi boca. Mastiqué la carne, con los ojos cerrados, y la tragué. A continuación, colocó la punta de una bota de piel entre mis dientes, para que bebiera. Casi me ahogo. Retiró la bota, la tapó y la guardó en la bolsa que colgaba de su silla. Cerré los ojos apenada.
Al cabo de un tiempo miré hacia el guerrero que me había capturado.
Parecía ancho de hombros. Tenía una cabeza grande, que iba oculta bajo el casco de guerra. La erguía con orgullo. Sus brazos eran fuertes, musculosos y morenos. Sus manos eran grandes y toscas, hechas para llevar armas. Vestía cuero de color escarlata. Su casco, con la abertura en forma de Y, era de color gris. Ni sus ropas ni su casco llevaban insignia. Supuse por lo tanto que era un mercenario o un proscrito. No tenía idea de mi posible destino.
Había algo en él que me asustaba. Sentí que le conocía o le había visto antes.
¡Quizás en Laura, cerca del campamento de Targo!
—¿Eres un mercenario de Haakon de Skjern?
—No —contestó.
—¿Me… me tomarás para ti?
—¿Una pequeña kajira, sucia y maloliente, con orificios en las orejas y que roba carne de los campesinos? Ni siquiera te pondría con mis mujeres.
Cerré los ojos.
Pensé entonces que un guerrero como aquél habría capturado muchas mujeres, muchísimas bellezas, tanto libres como esclavas, antes que yo, y sin duda después de mí seguiría haciéndolo. Entre semejantes bellezas, yo tenía poca importancia, no era más que otra muchacha y quizás de menos valor. No le interesaba más que un pedazo de carne, que hubiese capturado y atado a su silla.
—Deberías ser vendida a un buhonero —dijo—. O quizás debí dejarte en el pueblo con los campesinos. Ellos saben cómo tratar a las perras que roban.
—Por favor, véndeme en Ar —supliqué—. Soy seda blanca.
Me miró. Pude ver que su boca sonreía. Me estremecí.
—No vales lo suficiente para ser vendida en Ar. Quizás en una ciudad más pequeña, en un pueblo o en un puesto fronterizo.
—Por favor.
—Dispondré de ti como mejor me parezca. No hablemos más de ello.
—¡Soy seda blanca! —grité—. ¡Obtendrás más dinero si me vendes mientras soy seda blanca!
—Te confundes si crees que sólo me interesa el oro.
—¡No! —grité—. ¡No!
Se inclinó para cortar las ataduras de mis tobillos.
De pronto, antes de que las hubiese tocado, se dio la vuelta abruptamente en la silla.
Una flecha de ballesta pasó rozándole, como una aguja veloz y silbante en el cielo.
En un instante, mientras yo gritaba, aterrorizada, sintiéndome aprisionada entre mis ataduras, él había sacado su escudo de las cinchas de la silla y conducido el tarn, con un grito de rabia, un extraño grito de guerra, de cara a su enemigo.
Se oyó otro grito de guerra, y repentinamente, a tan sólo unos cuantos metros de altura, encima nuestro, otro tarn pasó rozándonos y oí el sonido metálico del bronce de una lanza al chocar y resbalar sobre el escudo de metal y cuero de mi apresador.
El otro tarn se apartó y su jinete, de pie en los estribos, sujeto a la silla por el amplio cinturón de seguridad, estaba preparando su ballesta, mientras sujetaba otra flecha con los dientes.
Mi apresador atacó antes de que pudiera hacerlo.
Cuando tan sólo nos separaban unos metros, el otro hombre soltó su arco y su flecha y tomó el escudo. Mi apresador, de pie en los estribos, tomó su gran lanza y la arrojó. Chocó con el escudo de su enemigo y lo perforó. Si el otro hombre no hubiera estado asegurado por aquella tira enorme, la fuerza del golpe le habría derribado de la silla. Pero, tal y como se produjeron las cosas, le hizo balancearse y desgarró el escudo que sostenía.
—¡Por Skjern! —gritó.
Los dos tarns giraron de nuevo para otra embestida.
La lanza del otro hombre golpeó de nuevo. Volví a escuchar el terrible estallido del metal de la lanza contra las siete capas de acero recubiertas con piel de bosko. El atacante volvió a la carga dos veces más, y cada vez de nuevo el escudo devolvió el golpe, una de ellas a poca distancia de mi cuerpo.
Mi captor estaba intentando acercarse a él para colocarlo al alcance de su propio acero, su lanza, rápida, y sin adornos.
El otro hombre atacó de nuevo, pero en esta ocasión mi captor atrapó la punta de la lanza en su escudo. Vi la punta a unos centímetros de mi rostro. Grité. Mi apresador giró con intención de alejarse, mientras el otro blandía sus armas, intentando acercarse. Mi apresador quería que se deshiciese de su lanza, pero para hacer esto su propia defensa se veía desprotegida. Haciendo alarde de una fuerza increíble, con la espada colgándole de la correa que rodeaba su muñeca, retiró la lanza del escudo, pero al mismo tiempo el tarn enemigo atacó al nuestro, y su espada, brillando y moviéndose hacia abajo, golpeó el pesado mango de su lanza, astillándolo y medio cortándolo. Lo golpeó otra vez, y el mango de la espada, astillándose por completo, se partió en dos. Mi apresador lanzó su escudo por delante suyo. Oí la espada del otro golpear dos veces, resonando sobre las capas de metal que me protegían. Luego mi defensor volvió a recuperar su espada, pero el otro tarnsman apartó su pájaro hacia arriba, jurando, e hizo que extendiera sus enormes garras hacia abajo, para atraparnos. Oí cómo las garras deshacían el escudo. Mi apresador intentó apartar el pájaro. Finalmente el otro tarn atrapó el escudo, batió sus alas, desgarrando las tiras de sujeción del escudo, con lo que casi medio arrastró a mi apresador de su silla, y se alejó dejando caer el escudo como una moneda, girando, hacia el campo que se extendía más abajo.
—¡Entrégamela! —oí gritar.
—¡Su precio es el acero! —fue la respuesta de mi apresador.
Maniatada, indefensa, no pude por menos de gritar.
Los tarns, alzando el vuelo cara a cara, comenzaron a pelearse, atacándose con los picos y las garras, mientras las espadas brillaban sobre mi cabeza, en un rápido diálogo de acero, luchando por mi posesión.
Los pájaros acabaron enzarzándose en una especie de lucha cuerpo a cuerpo, en la que, con las garras a veces entrecruzadas, comenzaron a girar y caer mientras batían las alas y lanzaban horribles gritos de rabia.
Yo iba dando tumbos en una u otra dirección, sin poder hacer nada por impedirlo. Había momentos, mientras el pájaro viraba, en que me parecía estar de pie, o, al contrario, había otros en que me encontraba cabeza abajo cuando él giraba salvajemente en otra dirección. Cuando se inclinaba hacia atrás para disparar sus garras contra su enemigo, yo quedaba colgando en el vacío, sujeta por las muñecas y los tobillos, viendo llena de espanto la tierra más abajo.
Los hombres lucharon por recuperar el control de sus monturas.
Y volvieron a luchar silla a silla, con lo que los fulgores de sus espadas relucieron sobre mi rostro y mi cuerpo. Mis oídos no podían soportar aquel martilleo incesante. En ocasiones, chispas de las espadas saltaban sobre mi cuerpo.
De pronto, con un grito de rabia y frustración, la espada del otro hombre cayó con toda su fuerza hacia mi rostro. Mi apresador interpuso la suya. Sentí la amplia hoja de su acero a un milímetro de mi rostro y durante un impresionante momento de tensión e inmovilidad, la primera espada, con el filo hacia abajo, se detuvo. De haberme alcanzado, habría dividido mi cara en dos.
Noté que tenía sangre en el rostro, pero no sabía de quién era, no sabía siquiera si era mía.
—¡Eslín! —gritó mi apresador—. Ya he jugado bastante contigo.
Se produjo, una vez más, un enfrentamiento de espadas sobre mi cabeza. Oí un chillido de dolor y, de pronto, el otro tarn se apartó rápidamente virando hacia un lado. Vi al jinete, con la mano sobre el hombro, tambalearse sobre su silla.
Su tarn giró una y otra vez, alocadamente, y luego viró hacia uno de los lados y se alejó.
Mi apresador no le persiguió.
Levanté los ojos hacia él. Me miró y se echó a reír.
Volví la cabeza hacia un lado.
Hizo girar al tarn y proseguimos nuestro camino. Me había dado cuenta de que tenía un corte en el brazo izquierdo, por encima del codo. Había sido su sangre la que cayera sobre mi rostro.
—Ése era tu amigo —me dijo—. Haakon de Skjern.
Le miré.
—¿Cómo es que tienes algo que ver con Haakon de Skjern? —me preguntó.
—Era su esclava favorita —respondí—. Huí.
Más tarde, al cabo de un cuarto de ahn, le pregunté:
—¿Se me permite hablar?
—Sí —contestó.
—Para ser la esclava favorita de un hombre como Haakon de Skjern, que es rico y poderoso, debes darte cuenta de que soy algo muy especial, muy bella y habilidosa.
—Ya lo sé —dijo.
—Por lo tanto, debo ser vendida en Ar. Y, como soy seda blanca, no debo ser usada. Mi precio será más elevado así.
—Supongo que es poco corriente que la esclava favorita de un hombre como Haakon de Skjern sea seda blanca.
Me sonrojé de la cabeza a los pies delante de él.
—Dime el abecedario —ordenó.
Yo no conocía el alfabeto goreano.
—No lo sé —confesé.
—Una esclava analfabeta. Y por el acento se nota que eres extranjera.
—¡Pero he sido entrenada!
—Ya lo sé, en los recintos de Ko-ro-ba.
Le miré sorprendida.
—Además —añadió—, nunca le has pertenecido a Haakon de Skjern.
—¡Oh, sí! ¡Sí le he pertenecido!
Sus ojos adquirieron una expresión dura.
—Haakon de Skjern es mi enemigo —afirmó—. Si verdaderamente eras su esclava favorita es una desgracia para ti el haber caído en mis manos. Pienso divertirme mucho contigo.
—Mentí —susurré—. Mentí.
—Mientes ahora —dijo enfadado—, para salvar tu piel de los hierros candentes y del látigo.
—¡No!
—Por otra parte, si eras su esclava favorita, seguro que sí se pagaría por ti un precio muy elevado en Ar.
Estaba angustiada.
—¿Cuál es el destino de una esclava que miente? —me preguntó.
—El que su amo desee para ella —susurré.
—¿Qué harías tú si una de tus esclavas mintiese?
—Yo… Yo la haría azotar.
—Excelente —dijo. Luego me miró. Su mirada no era muy amable—. ¿Cómo se llama el lugarteniente de Haakon de Skjern?
Tiré de mis ataduras.
—¡No me azotes! —le supliqué—. ¡No me golpees!
Se echó a reír.
—Tú eres El-in-or y has sido esclava de Targo, del Pueblo de Clearus, en la región de Tor. En los recintos todo el mundo sabía que no limpiabas tu jaula y que eras una embustera y una ladrona. Sí, tengo aquí una buena captura. ¿Qué podría haber en ti que yo haya encontrado interesante?
—¿Me has visto antes?
—Sí.
—¿Mi belleza? —le pregunté.
—Hay muchas mujeres hermosas.
—Entonces, ¿tienes intención de ponerme tu collar?
—Sí.
—¿Me has estado observando?
—Sí —respondió. Sonrió—. He estado detrás tuyo durante días.
Volví la cabeza, llena de tristeza. Incluso cuando me creía más libre, después de escapar de Targo y de traicionar a Ute y escapar de la espesura de Ka-la-na, esta bestia, con su risa, su cuerda de cuero y su collar de esclavas, había estado siguiendo mi rastro. Me había elegido para su collar y su placer.
—¿Me viste en los recintos de Ko-ro-ba? —le pregunté.
—Sí.
—¿Quién eres?
—¿No me conoces?
—No —respondí, volviéndome para mirarle.
Con las dos manos se quitó el casco.
—No te conozco —susurré.
Estaba muerta de miedo. No creía que su rostro pudiera ser tan fuerte. Era poderoso. Tenía una cabeza grande. Sus ojos eran ferozmente oscuros y sus cabellos hirsutos y negros.
Él se rió. Sus dientes, contrastando con su rostro bronceado y quemado por el viento, parecían grandes y blancos, también fuertes.
Me puse a temblar.
Pensé qué sensación producirían sobre mi cuerpo.
Gemí apenada, pues comprendí de pronto lo tontas que habían sido mis fantasías en los recintos de Ko-ro-ba y en la caravana de Targo, de que yo podría dominar a un amo y convertirlo en un esclavo necesitado de mis sonrisas y doblegado a mi voluntad. Comprendí con una punzada de desesperación que para semejante hombre yo sólo podía ser la esclava. Vi claramente que él dominaba sobre mí. Y ello no tenía nada que ver con el hecho de que yaciese desnuda y atada de pies y manos frente a él, que fuese su prisionera. Estaba en relación directa con su total masculinidad, y ante la presencia de ese estímulo mi cuerpo sólo me permitía ser totalmente femenina. Hubiese deseado que fuera uno de los débiles hombres de la Tierra, habituado a los valores femeninos, y no un macho goreano.
Sentí un loco impulso de pedirle que me usase.
—¿No me reconoces, pues? —rió.
—No —musité.
Ató su casco a un lado de su silla y extrajo de su bolsa una tira de cuero. Se la colocó en la cabeza, de manera que cubriese su ojo izquierdo. Recordé entonces la alta figura vestida de azul y amarillo y el parche de cuero que le cubría el ojo.
—¡Soron de Ar! —exclamé.
Sonrió, mientras se quitaba la cinta y la guardaba en la bolsa de la silla.
—¡Eres el mercader de esclavos Soron de Ar! —dije.
—Cuando te vi por primera vez decidí que serías para mí. Cuando te arrodillaste ante mí y dijiste «Cómprame, Amo», resolví poseerte. Luego, más tarde, cuando volví a mirarte y volviste la cabeza, enfadada, y miraste a otra parte, supe que no descansaría hasta que fueses mía —sonrió—. Pagarás caro aquel desaire, querida mía.
—¿Qué vas a hacer conmigo?
Se encogió de hombros.
—Supongo que me quedaré contigo durante un tiempo, para satisfacer mi interés y proporcionarme diversión, y luego, cuando me canse de ti, dispondré de tu persona.
—Podrían darte oro por mí —le dije—. ¡Véndeme en Ar!
—Dispondré de ti como me plazca.
—¿Por qué no me compraste a Targo?
Bajó los ojos para fijarlos en mí.
—Yo no compro mujeres —afirmó.
—¡Pero si eres un mercader de esclavas!
—No.
—Sí. Eres Soron de Ar, el Mercader.
—Soron de Ar no existe —afirmó.
Le miré con horror.
—¿Quién eres tú? —pregunté.
Nunca olvidaré las palabras que pronunció, ni lo mucho que me atemorizaron.
—Yo soy Rask —me dijo—, de la casta de los guerreros, de la ciudad de Treve.