11. SORON DE AR

Me arrodillé en la plataforma de madera que estaba a poca altura, mientras uno de los curtidores acercaba una larga aguja a mi rostro.

—¡Mirad! —dijo Targo a las demás muchachas—. ¡El-in-or es valiente!

Muchas de ellas gemían.

Cerré los ojos. No usaron ningún tipo de anestesia, puesto que yo era una esclava, pero no fue particularmente doloroso.

El curtidor se alejó hacia el otro extremo de la plataforma.

Tenía los ojos llenos de lágrimas, pues me escocían.

Sentí el segundo dolor, agudo, seguido de una desagradable sensación de calor.

El curtidor se levantó.

Habían agujereado mis orejas.

Las muchachas, arrodilladas en hilera, chillaban, gemían y se estremecían. Había guardas situados a ambos lados de la fila.

—¡Ved lo valiente que es El-in-or! —insistió Targo.

El curtidor limpió el poco de sangre con un trozo de tela.

Luego colocó dos diminutas varillas de acero, cuyos extremos juntó en cada una de las heridas. Antes de unir los extremos, añadió unos pequeñísimos discos de acero a cada una de las varillas, para que así éstas no se saliesen de las heridas. Tanto los discos como las varillas se retirarían al cabo de cuatro días.

—La siguiente —dijo.

Ninguna de las muchachas se movió.

Abandoné la plataforma.

Ute, mordiéndose el labio y con lágrimas en los ojos, se decidió.

—Yo seré la siguiente —dijo.

Las demás muchachas respiraron y se estremecieron.

Ute se arrodilló en la plataforma.

Me quedé a un lado. Sin darme cuenta, acerqué la mano a mi oreja derecha.

—No toques tu oreja, esclava —exclamó el curtidor.

—No, amo.

—¡Ponte junto a la pared, El-in-or! —dijo Targo.

—Sí, amo —contesté, y me dirigí al otro extremo de la amplia sala para las esclavas en los recintos públicos de Ko-ro-ba.

—Yo también soy de los trabajadores del cuero —le dijo Ute al curtidor que sostenía la aguja.

—¡No! —respondió él—. Sólo eres una esclava.

—Sí, amo —dijo Ute.

La vi arrodillarse, muy derecha, sobre la madera, y contemplé cómo perforaba la aguja su lóbulo derecho. No gritó. Tal vez quería mostrar valor delante de alguien que era de su casta.

Rena de Lydius, lanzando su ropa al suelo, se arrodilló frente a Targo. Alzó las manos hacia él.

—Me capturaste por un contrato —dijo ella—. ¡Me tomaste para otro! ¡No puedes hacerme esto a mí! ¡A mi amo seguro que le disgustaría! ¡No me hagas algo tan cruel a mí! ¡Mi amo no lo querría!

—Tu amo me dio instrucciones para que llegases a él con los orificios en las orejas, como las esclavas.

—¡No! —lloró ella—. ¡No!

Un guarda arrastró a la desconcertada Rena de Lydius, una esclava, hasta el lugar que debía ocupar en la fila.

Fue Inge la que se arrodilló frente a Targo a continuación.

—Yo soy de los Escribas, de casta alta. ¡No permitas que me hagan esto a mí!

—Tus orejas serán perforadas —dijo Targo.

Ella se echó a llorar y fue llevada a rastras hasta su lugar en la fila.

Lana se acercó a Targo.

Se arrodilló frente a él, insinuante, y agachó la cabeza.

—Por favor, amo —dijo en tono mimoso—. Deja que se lo hagan a las demás muchachas si así lo deseas, pero no a Lana. A Lana no le gustaría. Lana se pondría triste. Lana estaría contenta si el amo no consintiese que se lo hicieran a ella.

Me apoyé en la pared, llena de rabia.

—Te agujerearán las orejas —le respondió él.

Sonreí.

—¡Pero eso bajará mi precio! —gritó Lana.

—No lo creo.

A Ute le habían perforado ya su oreja izquierda y la derecha, y le habían colocado las diminutas varillas y discos de acero.

Hacía esfuerzos por no llorar. Se acercó y se quedó junto a mí.

Me miró.

—¡Qué valiente eres, El-in-or! —me dijo.

No contesté. Estaba mirando a Lana y a Targo.

—¡Por favor! —sollozaba Lana, verdaderamente asustada y preocupada, temiendo que Targo no cediese a sus súplicas—. ¡Por favor!

—Agujerearán tus orejas.

—¡No! —gritó Lana, aterrorizada, llorando—. ¡Por favor!

—Llevaos a esta esclava.

Sonreí mientras se llevaban a Lana a rastras, llorando, y el guarda la dejaba en su sitio en la fila.

Rena de Lydius salió de la plataforma, con las varillas colocadas en sus heridas. Casi no podía andar. Un guarda, sosteniéndola por el brazo, medio la trajo hasta la pared, donde la dejó. Ella cayó de rodillas, cubrió su rostro con las manos, y lloró.

—Soy una esclava —decía—, soy una esclava.

Inge, aterrorizada, fue arrojada sobre la plataforma de madera.

No sentí el menor impulso de consolar a Rena de Lydius. Era una tonta. Como lo eran igualmente Ute, Inge y las demás.

Me pareció curioso que las muchachas se resistieran tanto a tener agujeros en las orejas. ¡Qué tontería! Nunca me había hecho agujerear las orejas en la Tierra, aunque había contemplado esa posibilidad. Seguramente lo habría hecho, sin embargo. Muchísimas de las muchachas y mujeres que yo conocía en la Tierra tenían agujeros en las orejas. ¿Cómo, si no, podían lucir los mejores pendientes?

Inge gimió, más por la humillación que por el dolor, cuando la aguja le perforó el lóbulo derecho.

—Cállate, esclava —dijo el curtidor.

Inge intentó ahogar sus sollozos.

El agujerear las orejas de las mujeres, sólo de esclavas por supuesto, era una costumbre de la distante Turia, famosa por su riqueza y sus nueve puertas enormes. Se hallaba en las llanuras del sur de Gor, muy por debajo del ecuador, el centro de un intrincado sistema de rutas comerciales. Hacía unos dos o tres años que había caído en manos de los bárbaros guerreros nómadas, y muchos de sus ciudadanos, al escapar de la ciudad, habían huido al norte. Trajeron consigo algunos productos, técnicas y costumbres. Se podía reconocer fácilmente a un turiano, por ejemplo, porque insistía en celebrar el Año Nuevo en el solsticio de verano. También porque tomaban vinos muy dulces, acaramelados, que ya podían conseguirse en muchas ciudades. El collar turiano era algo diferente, también; era más amplio y de acero, de manera que permitía que un hombre pudiera tomarlo con el puño y asir a la esclava por la garganta. Comenzaba a verse en algunas ciudades. El hecho de agujerear las orejas de las esclavas para que pudiesen colocarse pendientes era otra costumbre turiana. Se había conocido en Gor antes, pero sólo cuando los turianos huyeron de su ciudad se convirtió en una práctica más generalizada.

Echaron a Inge a la fuerza contra la pared, mientras ella sollozaba. Llevaba en las orejas los diminutos círculos de metal. Trató de estirárselos y el guarda se lo impidió enfadado, la abofeteó y, con un trozo de fibra para atar, le sujetó las manos detrás del cuerpo.

¡Qué tonta era Inge!

Se arrodilló contra la pared, con la mejilla apoyada contra los tablones de madera, mojándolos con sus lágrimas, mientras todo su cuerpo se convulsionaba con sus sollozos.

Ute se había arrodillado junto a Rena de Lydius, que parecía incontrolable. La rodeaba con sus brazos tratando de consolarla.

Ute miró hacia arriba, hacia mí.

—Eres tan valiente, El-in-or —me dijo.

—Eres tonta —le dije.

Lana dio contra la pared y se arrodilló allí, ocultando el rostro entre sus manos.

Yo había oído decir que Turia no había sido destruida. En realidad me habían dicho que volvía a ser, lo mismo que antes, la ciudad soberana de las llanuras del sur, y que había recuperado mucha de su riqueza a través de intercambios y del comercio. Me daba la impresión de que había sido una suerte para la economía de Gor, en particular para el sur, el que la ciudad no hubiera sido destruida. Muchas de las pieles, cuernos y cuero que llegaban hasta el norte, procedían de Turia, y se habían obtenido a través de los Pueblos del Carro de las áridas llanuras del sur, y muchos de los productos manufacturados y de valor que conseguían llegar hasta el sur e incluso hasta los Pueblos del Carro, se producían o pasaban por Turia. Quizá los Tuchuks, uno de los feroces Pueblos del Carro y sus conquistadores, la habían conservado por aquellas razones. Sin embargo, todavía era peligroso conducir caravanas hasta Turia. Por las razones que fueran, Turia, aunque conquistada en una ocasión, había sido conservada.

—Odio a los turianos —exclamó Rena de Lydius—. ¡Los odio!

—Cállate, esclava —le dije.

—No la regañes, El-in-or —me riñó Ute—. Está triste.

Aparté la vista. Me sentía enfadada. La última chica salió corriendo de la plataforma de madera con sus orejas agujereadas y vino hacia nosotras, para acurrucarse contra la pared, llorando.

Pensé que, al menos, tendríamos una buena comida. La comida era mejor en los recintos privados donde nos adiestraban, que en los públicos, áreas de los mismos que se alquilaban a mercaderes de esclavos que estaban de paso y en las que se les hospedaba para pasar la noche. En los recintos públicos se albergaba tanto a esclavos propiedad de alguien como a los que pertenecen a una caravana de esclavos que pasa por la ciudad. Un amo de la ciudad, que tenga que ausentarse temporalmente de ella, puede alquilar espacio en los recintos públicos para instalar a sus esclavos allí. Muchos amos, sin embargo, si tenían que dejar allí a sus esclavas, preferían hacerlo en los privados, donde la comida y las condiciones son mejores. Otra razón que podía tener un amo para hospedar a una esclava en los recintos privados, por supuesto, era la de que, además, mientras la esclava se albergaba allí, podía recibir más instrucción, para que él, a su regreso, encontrase a su esclava capaz de complacerle más deliciosamente.

En realidad, incluso si un amo no sale de la ciudad, no resulta inusual que envíe a una muchacha a los recintos privados, para que aumente su valor para él o para otros si un día fuese vendida. Por otra parte, a las muchachas no les importa ser internadas. La vida en los recintos se hace pesada. Al salir de ellos una muchacha suele estar ansiosa casi siempre por complacer a su amo, para que no la haga volver y recibir más instrucción.

Nos adiestraban durante el día, generalmente en instalaciones privadas, bajo la tutela de esclavas del placer, pero por la tarde nos devolvían a las largas hileras de jaulas en los recintos públicos. Estas jaulas tienen unos barrotes muy fuertes y las barras se hallan colocadas de una manera irritantemente ancha, pero nosotras no podemos deslizamos a través de ellas. Las jaulas son lo bastante fuertes como para contener hombres, lo que sin duda hacen a veces. Suelen esparcir paja sobre la plancha de metal que hace de suelo. Hay cuatro muchachas por jaula. Yo compartía la mía con Ute, Inge y Lana. Se suponía que debíamos ocuparnos de la limpieza de nuestra propia jaula, pero Lana y yo dejamos que Inge y Ute realizasen esta tarea. Nosotras valíamos más que para hacer eso.

No es que me importase demasiado la comida que nos daban en los boles de madera, estofado y pan, de los recintos públicos, pero estaba hambrienta y dispuesta a comerme incluso eso, y con entusiasmo. En los recintos privados la comida que nos daban era mejor: carne magra, verduras y frutas, y, si nuestro grupo había entrenado aceptablemente, después de la comida de la noche nos daban, antes de devolvernos a los recintos públicos encapuchadas, golosinas y pasteles o, a veces, un trago de vino Ka-la-na. En una ocasión, Inge se dejó llevar por el abatimiento durante el adiestramiento y se echó a llorar; como consecuencia de ello, aquel día nos dejaron sin nuestra ración de golosinas. Al llegar a nuestra jaula, en los recintos públicos, Lana y yo la golpeamos, sin dejar que Ute interviniese.

—El-in-or —gritó Targo.

Supuse que ya me habría llamado antes y yo no le había oído.

Corrí hacia él y me arrodillé.

—A la plataforma —dijo.

Levanté los ojos hacia él.

—¿Por qué? —pregunté.

Me miró.

Rápidamente me puse en pie y corrí hacia la plataforma de madera y me arrodillé sobre ella. No entendía qué podía haber ocurrido. El curtidor no había abandonado la habitación y rebuscaba en su bolsa de cuero.

—Inclina la cabeza hacia atrás —dijo.

Le miré llena de un miedo repentino. Llevaba en la mano algo que parecía un par de tenacillas, sólo que las tenazas eran mucho más finas, y dobladas de tal manera que casi se tocaban la una a la otra y entre sus puntas quedaba una distancia inferior al ancho de un alfiler.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Un punzón —dijo Targo.

—Echa la cabeza hacia atrás —dijo el curtidor.

—No —susurré—. ¿Qué vas a hacer?

—No tengas miedo, El-in-or —dijo Ute—. No es nada.

Me hubiese gustado que se hubiese quedado callada.

—¿Qué vas a hacer?

—Quizás un día tu amo desee que lleves un anillo en la nariz —explicó Targo—. De esta manera, estarás preparada.

—¡No! —grité—. ¡No, no!

Las demás muchachas alzaron sus cabezas, abandonando su desgracia por un momento, sorprendidas, para mirarme.

—¡No! —lloré—. ¡Por favor! ¡Por favor!

—Echa la cabeza hacia atrás —repitió el curtidor, enfadado visiblemente.

Targo me miró, sorprendido. Parecía verdaderamente decepcionado.

—¡Pero si tú eres valiente! —dijo—. ¡Tú eres la valiente!

Pero sin poderlo evitar, me vine abajo, horripilada, histérica.

—¡No! —grité.

Intenté marcharme de la plataforma, pero el curtidor me sujetó.

—Que la aten —ordenó Targo.

—¡No, amo! —imploré—. ¡Por favor!

Pero ya habían atado mis tobillos. Otro guarda echó mis manos hacia atrás y mis muñecas fueron atadas juntas.

—¡No! —grité—. ¡No!

Dos guardas me sujetaron por los brazos sobre la plataforma. Otro puso su brazo izquierdo alrededor de mi garganta, desde detrás mío, y su mano derecha sobre mi cabello, tirando mi cabeza hacia atrás y sujetándola con firmeza.

Yo no podía gritar. El brazo firme del guarda me oprimía, impidiéndolo.

—No te muevas —ordenó el curtidor.

Sentí cómo metía la punta de las tenazas del punzón dentro de los orificios de mi nariz, distendiéndolos. Hubo un pequeño y agudo clic. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Sentí un dolor muy agudo que duró un instante y luego una prolongada sensación de picor y quemazón.

Todo se volvió negro, pero no llegué a desmayarme, pues los guardas me sujetaron firmemente.

Cuando abrí los ojos, cegados por las lágrimas, vi al curtidor acercárseme con un diminuto aro de acero, parcialmente abierto y un par de tenazas.

Mientras me sujetaban, insertó el anillo en mi nariz. Fue doloroso. Luego, con las tenazas lo cerró, y le dio la vuelta para que así la abertura, donde se juntaban los extremos, quedase oculta dentro, junto al septo.

Comencé a llorar por el dolor, por sentirme desgraciada y por la humillación.

Los guardas me soltaron. Uno de ellos desató mis tobillos.

—Amordazadla —dijo Targo.

Así lo hicieron. Pero no desataron mis muñecas, temiendo que quizás tirase del anillo. Posiblemente lo hubiera hecho.

Un guarda, no demasiado contento de mí, me arrastró a trompicones. Me echó, medio tambaleándome, entre las demás muchachas. Di contra la pared y me deslicé por ella, quedando de rodillas. No podía creer que fuera cierto lo que me habían hecho. Por un momento todo pareció volverse negro de nuevo. Me estremecí, sin poder dejar de mover la cabeza de derecha a izquierda, negando lo sucedido, mientras me resbalaban las lágrimas por las mejillas y me apoyaba en la pared.

—¡La siguiente!

Ute, que me miraba sorprendida, como las demás muchachas, se levantó y fue, obediente hasta la plataforma.

Cuando regresó, también ella llevaba un diminuto anillo de acero en la nariz. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Escuece —le dijo a Inge.

Miré a Ute con compasión. ¿Es que acaso no veía lo que me habían hecho a mí? ¡A mí!

Ute se acercó y me tomó por los hombros, y yo lloré apoyada en ella, sin poderme controlar.

—No llores, El-in-or —dijo.

Apreté mi cabeza contra su hombro.

Ella puso su mano sobre mi cabeza.

—No lo entiendo, El-in-or —dijo—. No te importa la cosa más terrible. Te comportas valientemente. Y sin embargo gritas por un anillo de nariz, diminuto. No es como que a una le agujereen las orejas.

—El-in-or es una cobarde —dijo Rena de Lydius.

—¡La siguiente! —llamó el curtidor.

Rena se puso de pie y se dirigió a la plataforma.

—Que a una le agujereen las orejas es mucho más terrible —dijo Ute—. Los anillos en la nariz no son nada. Incluso son bonitos. En el sur, hasta las mujeres libres de los Pueblos del Carro llevan anillos en la nariz. —Me abrazó un poco más fuerte—. Incluso las mujeres libres del sur —insistió—, las mujeres libres de los Pueblos del Carro, llevan esos anillos —me besó—. Además, puedes quitártelo sin que nadie note nunca que lo has llevado. No se ve.

Luego los ojos de Ute se nublaron, llenos de lágrimas. Miré a los diminutos aros que mantenían abiertas las heridas de sus orejas.

—Pero sólo las esclavas —dijo ella— llevan agujeros en las orejas. ¿Cómo puedo esperar ser algún día una Compañera Libre? —lloró—. ¿Qué hombre querría una mujer con las orejas agujereadas de una esclava? Y si no llevo un velo, cualquiera podría mirarme y reírse y burlarse de mí, al ver que me habían agujereado mis orejas, ¡como las de una esclava!

Moví la cabeza, y la apreté de nuevo contra su hombro. No entendía nada. Sabía tan sólo que yo, Elinor Brinton, llevaba entonces un pequeño anillo de acero en la nariz.

Inge fue la siguiente en subir a la plataforma, con las manos todavía atadas a la espalda, para que no tocase los diminutos aros de sus orejas. Se sometió a que le pusieran el anillo con encanto.

La siguió Lana. Cuando regresó, echó la cabeza hacia atrás, y puso sus manos detrás de su cabello.

—¿Hace bonito? —preguntó.

—Sería más bonito si fuera de oro —dijo Rena de Lydius.

—Por supuesto.

—Pero es bonito —le dijo Inge—. Eres tan guapa, Lana.

Lana sonrió.

Inge la miró tímidamente.

—¿Estoy guapa? —preguntó.

—Sí —aseguró Lana—, el anillo es bonito… y tú también lo eres.

Yo no levanté la cabeza del hombro de Ute. No quería que me mirase nadie.

Las muchachas acudieron a la plataforma una después de otra.

Más tarde nos dieron de comer. A Inge y a mí nos soltaron las manos, y me quitaron la mordaza.

Nos arrodillamos en un círculo y comimos el estofado y el pan que había en los boles. No nos daban utensilios. Nuestros dedos servían para coger carne y pan, y el jugo que bebíamos. Las muchachas charlaban, y la mayoría parecía haber olvidado la penosa experiencia de aquella mañana. Si no lo habían olvidado, era muy poco lo que podían hacer. Por otra parte, sabían que con los orificios de las orejas podían tener un precio más elevado y, de este modo, quizá sus futuros amos tuvieran una mejor posición económica. Algunos mercaderes de esclavas más puritanos, escandalizados por la idea de los orificios en las orejas, se negaban a hacérselo a sus muchachas, pero Targo, sin duda por el oro que ello implicaba, había insistido en que nos los hicieran. Parece ser que muchos hombres goreanos encuentran extremadamente provocativos los orificios en las orejas. Los artesanos de la casta de los Trabajadores del Metal, hombres especializados en trabajar la plata y el oro, estaban inmersos en la tarea de crear nuevas formas de joyas para esclavas. Se decía que hacía un año, en Ar, Marlenus, Ubar de la Ciudad, causó verdadera sensación en un banquete que ofreció a sus altos oficiales al presentarles una esclava bailarina quien, aunque no se hallaba entre las que formaban parte de sus jardines de placer privados o de sus compartimentos, lució unos pendientes por orden suya. En aquellos momentos, sin embargo, más de un año después, no era raro ver a alguna esclava llevando, y de manera insolente, este tipo de joya, incluso en público.

Personalmente, no tenía nada en contra de los pendientes. En realidad, si encontraba un par, o unos pares atractivos, estaba segura de poder lucirlos con ventaja, para complacer a algún amo, para quizás conseguir lo que yo quisiera, o acaso poder dominarlo. Si podía ganarme su afecto, le tendría a mi merced con toda seguridad, ¿no? Estaba dispuesta a dedicar a ello todos mis esfuerzos y, cuando lo lograse, ofrecer, o negarme a ofrecer, mis favores, o el fervor de mis favores, controlarle y, aunque llevaba un collar, ¡poseerle! ¿Por qué otra cosa podía luchar una mujer en Gor? ¡No es tan fuerte como un hombre! Está a su merced. Toda su cultura entera la pone a sus pies. Pues bien: yo era lo suficientemente bella, lo suficientemente inteligente como para luchar y, con seguridad, ¡ganar! Yo era una esclava de verdad, y lo sabía, pero mi amo tendría que aprender que una esclava puede ser un enemigo peligroso. Le conquistaría. Eso pensaba yo. Todo lo que se me pasó por alto fue el hombre goreano, quien ya sea por cultura o por transmisión genética, no es como el hombre típico de la Tierra. Él, a diferencia del hombre de la Tierra, pero no de todos, es dueño y señor de mujeres por naturaleza. Sé que hubo un tiempo en mi vida en que no hubiera entendido esto o cómo podía ser. Hubo un tiempo en mi vida en que con toda seguridad no hubiera creído algo como esto, en que lo hubiera encontrado irracional, absurdo, incomprensible, falso. Pero en aquel entonces aún no me habían traído a este mundo en el que me encuentro. En aquel entonces yo no había estado en los brazos de un hombre goreano.

—Come —me urgió Ute.

Casi no había tocado el estofado del bol de madera.

—Llevaremos los anillos en la nariz —dijo Ute— hasta que acabe nuestra preparación. Luego, cuando nos marchemos de Ko-ro-ba, nos los quitarán.

—¿Dónde lo has oído? —pregunté. A veces hay rumores que se propagan por los recintos y las jaulas de las esclavas.

—Oí cómo Targo se lo decía a uno de los guardas —me contestó en un susurro, mientras miraba a su alrededor.

—Estupendo —contesté. Metí la mano en el bol. No había necesidad de que nadie supiese nunca que a Elinor Brinton, de Park Avenue, le habían puesto una vez un anillo en la nariz.

Más animada, me uní a Ute en la comida. Más tarde, después de ser encapuchadas y acompañadas hasta nuestros recintos privados en Ko-ro-ba, me empleé a fondo en la sesión de adiestramiento.

Afortunadamente había escuchado el consejo de Ute y había comido, pues el trabajo fue difícil. Quizá Targo desease que apartásemos de nuestras mentes los acontecimientos de por la mañana. Por la noche, en los recintos privados, nos dieron de comer y nuestro grupo estuvo entre los que recibieron dulces después de la comida.

Me sentía satisfecha con mi comportamiento y mis logros en general.

En ocasiones me sentía irritada por la instructora, una esclava como nosotras, cuando me alababa.

—¡Mirad! —les decía a las otras chicas—. ¡Así es cómo se hace! ¡Así es cómo se mueve el cuerpo de una esclava!

Pero yo quería aprender, para así usar mis cualidades y tener más posibilidades de éxito en Gor. De la misma manera que un guerrero se aplica en el conocimiento de las armas, así me aplicaba yo en el conocimiento de las artes de la esclava, que es lo que yo era. Mi cuerpo ganó en forma y belleza debido seguramente a las comidas y al ejercicio. Aprendí cosas que nunca hubiera imaginado. Nuestra preparación, puesto que se limitaba solamente a unas pocas semanas, no incluía muchos de los elementos que normalmente integran una preparación completa. Seguí sin saber nada de cocina goreana, ni de cómo lavar las prendas de vestir. Tampoco aprendí nada de instrumentos musicales. Ignoraba todo lo tocante al arreglo de las pequeñas alfombras, adornos y flores, cosas que cualquier muchacha goreana, esclava o no, sabe. Pero me enseñaron a bailar, y a dar placer, y a ponerme en pie, y a moverme, y a sentarme, y a darme la vuelta, y alzar la cabeza y bajarla, a arrodillarme, y a estar de pie. Me resultaba interesante, aunque no siempre fuese de mi completo agrado, constatar que la preparación empezaba a dar resultados. El mismo día que nos colocaron los anillos en la nariz, a media tarde, salí a hacer algunos recados para Targo en los recintos.

Al pasar junto a un guarda, de la misma manera que una muchacha pasa junto a un hombre, me estiró del brazo y me retuvo, casi haciéndome tropezar y atrayéndome hacia sí.

—Estás aprendiendo a moverte, esclava —dijo. Me asusté.

Pero de pronto, se me pasó el miedo. Tiré levemente de su brazo como con temor, y como si no pudiese conseguir que me soltase. Y, en realidad, por supuesto, no hubiese podido hacerlo, aunque lo hubiese intentado más en serio. Él, al ser un hombre, era lo suficientemente fuerte, y yo lo sabía, como para hacerme lo que le apeteciese. ¡Cuánto me molestaba la fuerza de los hombres! Le miré tímidamente.

—Quizás, amo —susurré con los labios entreabiertos, sonriendo levemente, mientras mantenía los tobillos juntos y apartaba el cuerpo ligeramente de él, aunque mis hombros apuntaban hacia su cuerpo.

—Eres un eslín —me dijo.

Sonrió.

Tomó el anillo de mi nariz entre su pulgar y el índice y lo levantó. Me puse de puntillas sintiendo un dolor horroroso.

—Eres una esclava muy linda.

—Soy seda blanca —susurré, ahora sí verdaderamente atemorizada.

Soltó el anillo y me abrazó.

—¿Y eso qué importa?

Me separé de él, di la vuelta, tropecé y me golpeé con la pared de las jaulas, y salí disparada pasillo abajo. Mucho me temo que no huí como una esclava modelo… Corrí con torpeza, aterrorizada, como cualquier muchacha de la Tierra hubiese huido de un hombre goreano.

Le oí reírse detrás mío, y me detuve. Había estado divirtiéndose conmigo.

Me di la vuelta y le miré irritada.

Dio una palmada y avanzó un paso hacia mí, y yo volví a darle la espalda y salí huyendo a trompicones, oyéndole reírse en la entrada a mis espaldas.

Pero al cabo de un momento o dos, había recuperado la compostura.

Al llegar a la jaula me sentía más que satisfecha de mí misma. Había atraído al guarda. Me había deseado. Por supuesto, no me habría hecho suya, por temor a la cólera de Targo, pero no me cabía la menor duda de su deseo. Me estremecí. De no haber sido por Targo, me habría poseído con toda seguridad, sobre el suelo de cemento, ante los barrotes. Y, sin embargo, en conjunto, me sentía satisfecha. Me sabía deseable. Era una esclava excitante. Estaba orgullosa. Me sentía muy complacida.

Ute e Inge nos pidieron a Lana y a mí que las ayudásemos a limpiar la jaula aquella noche pero nos negamos, como de costumbre. Aquél era un trabajo para muchachas de menos categoría. Lana y yo éramos más valiosas que ellas, o eso pensábamos. Hubiéramos podido obligar a Lana a colaborar, pero entonces yo también hubiera tenido que hacerlo. Me di cuenta de que si me unía a Lana, aunque ella no me importase, no podían forzarnos a trabajar. Ya que Ute e Inge insistían en limpiar la jaula, esta desagradable tarea recaía por lo tanto sobre ellas regularmente. A mí me gustaba que la jaula estuviese limpia. Lo que ocurría es que, la verdad, no me apetecía limpiarla. Aquella noche, Lana y yo pensamos que eran tontas y nos fuimos a dormir sobre la paja.

Me sentía satisfecha y excitada. Toqué el anillo de mi nariz. Me molestaba. Supuse que a la mañana siguiente aún tendría más razón para encontrarlo molesto. Me adormilé. Me sentía feliz por saberme deseable y también porque aquel odiado anillo de mi nariz desaparecería antes de marcharnos de Ko-ro-ba. Me di la vuelta al tiempo que cerré los ojos. Ko-ro-ba, pensé en Ko-ro-ba. Iba quedándome dormida. Habíamos llegado a la ciudad a primeras horas de la mañana y Targo nos había permitido salir de las carretas y verla. La ciudad, con el sol reflejándose sobre sus muros y sus torres, era muy hermosa. Volví a darme la vuelta, cerrando los ojos. Pero había poca belleza en los recintos en que nos hallábamos, con sus pesados bloques de piedra y sus barrotes, la paja y los olores. Finalmente me quedé dormida, contenta de ser atractiva y olvidándome incluso del anillo que llevaba en la nariz. Al quedarme dormida pensé que Ute e Inge estarían ocupadas limpiando la jaula.

—¡Despertad, esclavas!

Sentí un intenso dolor en la nariz, insoportable. Me desperté de golpe. Oí gritar a Lana de dolor. Giré la cabeza y sentí una nueva punzada de dolor.

—Mantened las manos a los lados del cuerpo —ordenó Ute.

Lana y yo habíamos sido unidas por los anillos de la nariz. Lo habían hecho mientras dormíamos. Habían pasado una correa a través de los dos anillos y luego la habían anudado. La doble correa anudada que nos mantenía atadas no medía ni medio metro de largo. Lana y yo quedábamos de frente la una a la otra. El pequeño puño de Ute también se hallaba sujeto a la correa.

Lana trató de alargar la mano para alcanzar la correa y Ute la retorció. Lana gritó de dolor. También yo grité, pues la misma ligadura me ataba a mi igualmente. Así, pues, Lana, con lágrimas en los ojos, bajó las manos y las dejó a ambos lados de su cuerpo, obediente. Yo también. No nos atrevíamos a movernos.

—¡Ute! —protesté yo.

Ella retorció la correa y chillé por el sufrimiento.

—Cállate, esclava —dijo Ute, en un tono no del todo desagradable.

Me callé y lo mismo Lana.

Ute nos hizo ponernos en pie y lloramos del dolor. Nuestras manos, nuestros puños apretados, seguían a ambos lados de nuestro cuerpo.

—Poned las manos detrás de la espalda —recomendó Ute. Lana y yo nos miramos.

Ute retorció la correa. Gritamos e hicimos lo que se nos había ordenado. Inge se acercó entonces con dos pequeñas correas, seguramente conseguidas gracias a algún guarda.

Sentí que ataba mis muñecas y a continuación las de Lana fueron igualmente atadas.

—De rodillas, esclavas —dijo Ute.

Lana y yo nos miramos llenas de rabia. Sentimos el enorme tirón en la correa y las dos, gritando, nos arrodillamos ante Ute e Inge.

—Hay que limpiar la jaula —dijo Ute, sin que su puño soltase la correa ni por un momento—. Podéis llamar al guarda para que os traiga cepillos y agua, y paja fresca.

—¡Nunca! —dijo Lana.

Ute tiró de la correa otra vez.

—Yo le llamaré —dije—. ¡Por favor! ¡Por favor!

—¿Cuál de las dos empezará primero a trabajar? —preguntó Ute.

Lana me miró.

—Que empiece El-in-or —dijo.

—Que empiece Lana —repuse yo.

—Empezará El-in-or —dijo Ute.

El guarda trajo paja fresca, agua en un pellejo y un pesado cepillo.

Me desataron las manos y me puse a cuatro patas. Comencé a recoger la paja maloliente y sucia.

—¡Ten cuidado! —gritó Lana. A mí también me había dolido.

Lana continuaba estando maniatada y seguíamos unidas por los anillos de la nariz. Sólo alcanzaba a trabajar muy torpemente.

Limpié media jaula, saqué la paja usada y limpié las placas del suelo. Ute me obligó a emplearme a fondo. Tuve que barrer mi sección de la jaula dos veces. Me dolían las rodillas. Finalmente mi mitad de suelo quedó limpia y esparcí paja fresca por encima. Entonces volvieron a atarme y soltaron a Lana. Comenzó a trabajar, limpiando la otra mitad de la jaula. Yo seguí de rodillas, con las manos atadas a la espalda y el anillo de la nariz unido al de Lana por la correa. La acompañé, haciendo su mismo recorrido por la estancia, tal y como ella había hecho antes conmigo. Por fin acabó. A ella también la obligaron a limpiar su parte de la jaula dos veces. Luego volvieron a atarle las muñecas. Ute nos llevó entonces a los barrotes de la parte delantera y, desanudando la correa, la pasó por dos de ellos antes de volver a atarla por encima de uno de los travesaños, a un metro de distancia de las láminas metálicas del suelo.

—Ute —supliqué—, por favor, suéltanos.

—Por favor —gimió Lana.

Nos lamentamos, pero seguimos atadas.

Por el otro lado de los barrotes, esclavas y guardas pasaban dirigiéndose al lugar en el que recibirían la comida de la mañana. Se reían de nosotras. Era del dominio público que habíamos intentado librarnos de la limpieza de la jaula. Me sentía humillada. Incluso Lana, en aquellos momentos, no parecía tan arrogante e inteligente, arrodillada y atada a las barras, ante todos los que pasaban, por el anillo de la nariz.

Cuando corrieron el cerrojo de la jaula, Ute e Inge se fueron a desayunar. Lana y yo nos quedamos allí.

Cuando regresaron, Lana y yo ya habíamos tenido bastante con todo aquello.

—Lana trabajará —prometió.

—Si no es así —amenazó Ute— la próxima vez las cosas no serán tan fáciles para ti.

Lana asintió. Era fuerte, pero sabía que en una jaula de esclavas se está a merced de las compañeras. Ute e Inge habían demostrado su poder.

—¿Y tú, El-in-or? —inquirió Ute, amablemente.

¡Odiaba a Ute!

—El-in-or trabajará, también.

—Muy bien —dijo. Luego nos besó a Lana y a mí—. Y ahora soltaremos a estas esclavas —le dijo a Inge. Inge y ella nos liberaron.

—Es la hora de ir a los recintos privados para la sesión de prácticas de la mañana —dijo un guarda al pasar.

Lana y yo nos pusimos en pie y miramos a Ute y a Inge. No volveríamos a dejar de hacer nuestro trabajo.

Los días se sucedían en Ko-ro-ba. Cuatro días después de que nos hiciesen los orificios en las orejas, el metalista regresó a los recintos y retiró los delgadísimos hilos de metal de los que colgaban los diminutos discos que llevábamos en las orejas. En su lugar quedaron las diminutas, casi invisibles marcas en los lóbulos, listos para llevar cualquier tipo de joya que un amo quisiera ver en ellos. Los anillos de la nariz no iban a ser retirados hasta el día antes de nuestra marcha de los recintos.

Un día seguía a otro, y un turno de comida a otro, y así también se sucedían las tandas de ejercicios y los períodos de entrenamiento. Los días se parecían mucho unos a otros. Excepto por el hecho de que aumentaba la duración de las clases y la dificultad de lo que hacíamos aumentaba. Me di cuenta de que tenía que utilizar los cinco sentidos y recurrir a toda mi inteligencia para hacerme con las sutilmente intrincadas habilidades de una esclava. La que era nuestra instructora se enfadaba conmigo y con las demás, cuando no hacíamos las cosas bien. Me daba perfecta cuenta de los cambios y la mejora en las demás muchachas. Estábamos aprendiendo. Íbamos aumentando nuestras habilidades. ¡Incluso Inge! La observaba, en la arena donde entrenábamos, danzando al son de unos tambores ocultos, desnuda, llevando tan sólo unas pulseras de esclava y un collar de danza. Entonces no parecía una joven estudiosa, de vestidos azules, miembro de la casta de los escribas. Era sencillamente una esclava desnuda que danzaba; una esclava excitante, que se contorsionaba en la arena, mientras su cuerpo se estremecía con el latido de un tambor. Ute, por supuesto, era increíble, algo magnífico. Sin duda ninguna se pagaría por ella un precio muy elevado. Pero pensé que yo podría superarlo. También me resultaba interesante, y casi sorprendente, ver el fervor y la habilidad empleados en el aprendizaje por la refinada Rena de Lydius. Sabía que ya había sido comprada, pero ignoraba quién pudiera ser su amo. Puesto que habían agujereado sus orejas, estaba aterrorizada pensando que quizás no fuera capaz de complacerle. Así que practicaba con un ardor digno de compasión. Había sido una mujer libre y ahora era una esclava. Su futura suerte, su futuro bienestar dependía ahora enteramente de su capacidad para gustarle a quienes pudieran capturarla u obtenerla, a quienes fueran a poseerla. He de comentar, incidentalmente, que Lana y yo éramos, a juicio de las demás y por indicación de nuestra instructora, las mejores esclavas de nuestro grupo. Por más que yo lo intentase, nunca conseguía superarla. Pero aunque yo no era tan buena como Lana no tenía motivos para avergonzarme de mis progresos en las artes de las esclavas. Era casi perfecta. Pagarían por mí un precio muy elevado. Me sentía orgullosa. Quizás como reconocimiento a mis habilidades, Lana comenzó a tenerme más confianza y, a pesar de que la odiaba, me hice amiga suya. Pasábamos más tiempo juntas y hablábamos menos con la estúpida o la delgaducha Inge. Lana y yo éramos las mejores. ¡Las mejores!

Me sentía muy satisfecha.

De manera inconsciente, día a día, mi cuerpo comenzó a revelarme de forma clara como una esclava. Yo ni me daba cuenta. Hay docenas de sutiles movimientos, cosas pequeñas, casi imposibles de reconocer, pero de los que una se apercibe, casi sin pensar, en los movimientos de una esclava, cosas que, de forma acumulativa, distinguen, y de manera ostensible, sus movimientos de los de una mujer libre.

Yo había dejado de moverme como una mujer libre, una hermosa mujer libre de la Tierra. Me movía ahora, y de forma natural, como lo que era, desinhibida y sin vergüenza, insultante, felina, insolente, como una esclava goreana.

Un día, cuando me puse de pie en la jaula y eché a andar sobre la paja, Inge, que estaba arrodillada cerca, dijo, inesperadamente: «Eres una esclava, El-in-or». Me acerqué a ella y la abofeteé. Con lágrimas en los ojos me gritó: «¡Esclava!». La cogí por el pelo y le di una patada. Entonces, arañándonos y jurando, comenzamos a luchar y rodamos sobre la paja. Lana se reía. Ute intentaba separarnos.

—Todas somos esclavas —decía—, ¡no os peleéis!

De pronto pareció como si la parte superior de mi cabeza fuese a desgarrarse y oí gritar a Inge de dolor.

Un guarda había entrado en la jaula y nos había separado, inclinándonos hacia delante, mientras nos sostenía por el pelo.

A partir de aquel momento, Inge y yo no movimos ni un solo músculo.

De repente, me dio miedo la posibilidad de ser azotada. Estaba atemorizada ante la perspectiva de sentir el verdadero látigo goreano de cinco tiras, usado con toda la fuerza de un hombre. Yo era demasiado sensible al dolor. Las otras chicas, más corrientes, podían ser azotadas, pero yo no. Me dolería demasiado. Ellos no podían entender lo que yo sentiría, todo lo que me dolería.

—¡Ella ha empezado! —grité.

—¡Ella me ha abofeteado! —gritó Inge.

También ella tenía miedo. Pero seguro que no lo hubiera sufrido tan cruelmente como yo, pues era más vulgar que yo, menos sensible, menos delicada. Ute abrió la boca como para decir algo.

—¡No me azotes! —lloré—. ¡Ella lo empezó todo! ¡Ella me pegó primero!

—¡Mentirosa! —gritó Inge.

—¡Embustera!

Ute me miraba enfadada y Lana seguía riéndose.

—El guarda estaba fuera —dijo Lana—. ¡Lo ha visto todo!

En aquel momento, sujeta por el pelo e inclinada hacia delante, tuve la impresión de que mi corazón iba a detenerse. Era una esclava a quien habían pillado en una mentira. Me puse a temblar.

Pero ni Inge ni yo fuimos azotadas.

El guarda sonrió.

No le había sorprendido, al contrario que a Ute, que yo fuese una esclava mentirosa. Por lo visto, muy a pesar mío, él no había esperado otra cosa. En aquel momento comprendí qué impresión se tenía de mí en los recintos.

Estaba enfadada.

Nos ataron las manos detrás de la espalda. El guarda, tirando de mi pelo, me arrastró hasta un lado de la jaula. Me colocó allí de pie, de cara al interior, tomó mi cabello y lo ató a uno de los travesaños de la jaula, por encima de mi cabeza. Luego tomó a Inge y la llevó hasta el extremo opuesto de la jaula, la colocó en pie contra la pared, de cara a mí, y ató su cabello de idéntico modo al mío. Hizo un gesto de dolor.

Luego el guarda salió de la jaula y cerró la puerta con llave tras de sí.

—Que durmáis bien, esclavas —dijo.

Lana se dio la vuelta ampliamente sobre la paja.

—Buenas noches, amo —exclamó.

Luego él miró a Ute, que estaba echada sobre la paja.

—Buenas noches, amo —musitó.

Él asintió con la cabeza. Luego me miró a mí.

—Buenas noches, amo —contesté.

Cuando miró a Inge, ella respondió de igual modo.

A continuación, se alejó.

A la mañana siguiente, cuando el guarda soltó nuestro cabello, Inge y yo nos desplomamos sobre las placas de acero del suelo que cubrían la jaula. En medio del sufrimiento casi no nos dimos cuenta de que había soltado también nuestras muñecas. Me quedé echada sobre la paja, con la cara apretada contra ella, sintiendo la rigidez del acero debajo.

Luego, al cabo de un rato, me arrastré hasta Inge.

—Lo siento, Inge.

Me miró duramente. Ella también estaba dolorida, después del sufrimiento de toda la noche.

—Perdóname, Inge.

Inge apartó su mirada.

—El-in-or está arrepentida, Inge —dijo Ute.

Me sentí agradecida hacia Ute.

Inge ni siquiera me miró.

—El-in-or fue débil —insistió Ute—. Tenía miedo.

—El-in-or es una embustera —dijo Inge. Luego me miró directamente, con odio—. El-in-or es una esclava.

—Todas somos esclavas —añadió Ute.

Inge colocó la cabeza sobre sus rodillas.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Ute me rodeó con sus brazos.

—No llores, El-in-or —me dijo.

Me aparté de Ute, un poco abruptamente, enfadada. Ute se retiró a su parte de la jaula.

Lo que había dicho Inge era cierto. Yo era una esclava.

Me di la vuelta sobre la paja y me quedé boca arriba, mirando al techo, también cubierto de placas de acero, con lo que era como si el suelo de la jaula nos envolviese.

Oí aproximarse las sandalias del guarda, fuera, en el pasillo que precedía a la zona de las jaulas. Me puse de pie de un salto y me apreté contra los barrotes.

—Amo —llamé.

Él se detuvo.

Saqué la mano entre los barrotes, hacia él. Tomó una golosina de su bolsa, y la sostuvo, fuera de mi alcance.

Me estiré cuanto pude para alcanzarla. Entonces, me la tendió.

—Gracias, amo. —Me puse la golosina en la boca.

Había reconocido los pasos del guarda. Pocos de ellos llevaban golosinas. Me sentía orgullosa de mí misma. No creía que Inge hubiera conseguido que él le diese una.

—Te perdono El-in-or —dijo Inge. Su voz parecía desvalida.

No contesté, pues temía que quisiera probar el dulce, que fuese un truco suyo.

Noté que Lana se acercaba. Tendió la mano.

—Dámelo —dijo.

—Es mío —repuse.

—Soy la primera de la jaula.

Era más fuerte que yo.

Le di el dulce y ella se lo metió en la boca.

Entonces, me arrastré hasta Inge.

—¿Me perdonas de verdad? —le pregunté.

—Sí.

Me alejé de ella, y me eché boca abajo sobre la paja.

Lo que había dicho Inge era verdad. Yo era una esclava.

Me di la vuelta y me coloqué boca arriba, mirando hacia el techo de nuevo.

Mis pensamientos regresaron a aquella terrible noche, cuando salí huyendo de la cabaña hacia la oscuridad, y dejé a la bestia alimentándose del cuerpo destruido y ensangrentado del eslín.

Me estremecí.

Aquella noche salí corriendo enloquecida, a través de los oscuros bosques, tropezando, cayendo, rodando por el suelo, levantándome y volviendo a correr. A veces corría entre los grandes árboles Tur, sobre la alfombra de hojas que había entre ellos, otras me abría camino a través de arbustos, o entre salvajes laberintos de maleza y vides, iluminados por las lunas. Incluso me encontré, en un determinado momento, al pasar entre un grupo de árboles Tur, en el círculo en el que las muchachas pantera habían danzado. Vi el poste de los esclavos a un lado, en el que había estado atada. El círculo estaba desierto. Salí huyendo de nuevo. En ocasiones me detenía y escuchaba por si me seguía alguien, pero no se oía nada. El hombre, asustado por la bestia, que se había lanzado a comer con auténtico frenesí, también había salido corriendo. Lo que verdaderamente me preocupaba era que fuese la propia bestia quien pudiera estar siguiéndome. Pero estaba segura de que estaría ocupada durante algún tiempo. Ni siquiera estaba segura de que se hubiese dado cuenta de que yo había escapado. Esperaba que comiese hasta hartarse y que luego se quedase dormida. Una vez tropecé con un eslín y casi caigo sobre él mientras estaba inclinado sobre un tabuk muerto. El tabuk es una criatura de aspecto parecido al antílope, delgado, gracioso y de un solo cuerno, que vive en las espesuras y los bosques. El eslín alzó sus mandíbulas, largas y triangulares, y gruñó. Vi reflejarse la luz de las tres lunas en sus tres hileras de dientes blancos, afilados como agujas. Grité, di media vuelta y salí corriendo. El eslín siguió con su presa. Me parecía que podía estar corriendo en círculo. Soplaban vientos del norte, que traían lluvia y humedad, y que habían cubierto el lado de los altos árboles con capas verticales de moho. Sirviéndome de esta pista, continué generalmente corriendo en dirección al sur. Esperaba poder llegar a algún riachuelo, para poder seguirlo hasta el Laurius. Mientras corría en la oscuridad, vi de pronto, a unos cincuenta o sesenta metros, cuatro pares de ojos que brillaban, un grupo de panteras del bosque. Hice como que no las veía y, con el corazón latiéndome a cien por hora, giré hacia un lado, para seguir caminando entre los árboles. Sabía que a aquella hora de la noche debían de estar cazando. Nuestras miradas no se habían encontrado. Tenía la extraña sensación de que me habían visto y de que sabían que yo las había visto. Pero nuestras miradas no se habían cruzado explícitamente. La pantera del bosque es una fiera orgullosa, pero al mismo tiempo no le importa ser distraída mientras caza. No nos habíamos enfrentado. Sólo esperaba no ser lo que estaban cazando. No lo era. Dieron la vuelta hacia un lado, en la oscuridad y siguieron su camino. Casi me desvanecí. Me sentía tan indefensa. Tiré de mis muñecas, atadas, pero estaban bien aseguradas a mi espalda.

Entonces noté con gran alegría que me había caído una gota de agua encima, y luego otra. Y luego, bruscamente, tal y como son las tormentas en el norte de Gor, las frías lluvias, como un manto helado, comenzaron a caer. En medio del bosque, desnuda, atada, bajo la lluvia glacial, eché la cabeza hacia atrás y comencé a reír. Me sentí extremadamente feliz. ¡La lluvia borraría mi rastro! ¡Conseguiría escapar de la bestia! Ni un eslín, el cazador más perfecto de Gor, podría seguir mi rastro después de semejante chaparrón. Reí y reí, y luego, agachándome, me escondí entre unos arbustos, tratando de protegerme de la lluvia.

Al cabo de unas dos horas, la lluvia cesó y salí de entre los arbustos para proseguir mi camino hacia el sur.

Ya no temía que me persiguiesen, pero era mucho más consciente que antes de mi difícil situación en el bosque.

Intenté librarme de los cordeles que ataban mis muñecas, frotándolos contra el tronco de un árbol caído, pero no conseguí ni aflojarlos ni desatarlos. La fibra goreana que se usa para atar no está hecha para que se suelte fácilmente de las muñecas de las esclavas. Al cabo de una hora estaban tan fuertemente atadas como al principio.

Decidí que sería mejor seguir andando.

Me sentía desvalida, vulnerable. Era como un animal, sin manos, con la desventaja de que yo no contaba con ningún tipo de camuflaje que me protegiese, sino tan sólo la suavidad de mi carne, y yo no tenía unos sentidos tan desarrollados como el olfato y el oído de aquellos animales para alertarme, ni tampoco su agilidad, o su velocidad para huir. Lo tenía todo para ser una presa fácil.

Tiré de mis muñecas, sin resultado. Salí corriendo hacia el sur.

Me detuve en unos arbustos y mordisqueé unas bayas.

Luego, algo después del mediodía, fui a parar a una pequeña corriente de agua, que no podía ser sino un pequeño afluente del Laurius.

Me eché sobre las piedras de su orilla y bebí el agua fresca, calmando mi sed.

Después me puse en pie y me metí en el riachuelo; noté la frialdad del agua en mis tobillos y caminé corriente abajo. Hice esto pensando en no dejar un rastro detrás mío, algo de olor en una rama, una gota de sudor en una hoja.

Seguí la corriente a lo largo de un ahn, deteniéndome a veces para alzar la cabeza hacia ramas que sobresalían y así morder los frutos que colgaban.

Luego la corriente se unió a otra más grande, y yo seguí por aquélla durante un tiempo. No me cabía la menor duda de que esta corriente se uniría, a su vez, al Laurius.

Mientras caminaba por el agua, atada, me pregunté a mí misma si debía seguir hasta el Laurius y luego hasta Laura. Allí podría comer. Allí volverían a esclavizarme. Me pregunté si en vez de eso no debería buscar una cabaña en el bosque en la que pudiera haber una esclava que me desatase y me diese comida. Seguramente ella no querría que yo viese a su amo, pues yo era hermosa. Pero sentí miedo, porque la muchacha bien podía asesinarme o venderme secretamente a los cazadores, o entregarme a las mujeres pantera, quienes me convertirían en su esclava o me venderían. ¡Podían incluso devolverme a aquel hombre y aquella bestia de la cabaña, a cambio de más puntas de flecha!

No sabía qué hacer. Me sentía desgraciada.

Además, al recordar que había sido vendida por tan sólo cien puntas de flechas me sentí inexplicablemente irritada. No había duda de que yo valía mucho más. Tal y como se vendían las esclavas, yo valía un buen precio. ¡Por mí tenían que haber pagado piezas de oro! ¡No puntas de flechas!

Estaba tan inmersa en mi enfado que no me di cuenta de que había un hombre de pie detrás de unos arbustos junto a la orilla del río.

De pronto un lazo de cuero cayó alrededor de mi cuello. Me quedé paralizada, pero conseguí volverme. El lazo estaba muy tenso. Me habían capturado.

Tiró de mí para atraerme hacia él.

Me arrastró desde el borde del riachuelo, por donde yo iba caminando. Sentí las piedras de la orilla bajo mis pies, y la hierba, y luego, no sé si por hambre o agotamiento, o miedo, todo se volvió negro y me desmayé.

Recuperé el conocimiento algo más tarde. Un hombre me llevaba en brazos. Me había puesto su camisa. Era más larga que la túnica común de una esclava. Había subido las mangas. Era agradable. Ya no tenía las manos cruelmente atadas a la espalda. Me había pasado una tira alrededor del vientre y la había atado a mi espalda. Tenía las manos sujetas delante por pulseras de esclavas. La fibra para atar, colocada en su centro, había sido atada alrededor de las pulseras, para así mantener mis manos cercanas a mi vientre. Los extremos sueltos de fibra de atar habían sido unidos en mi espalda, para que así yo no alcanzase el nudo. Las pulseras no me apretaban, pero no podía hacer pasar las manos por ellas. No me importaba.

—Te has despertado, El-in-or.

Era uno de los guardas de Targo, el que me había llevado al médico.

—Sí, amo —respondí.

—Creíamos que te habíamos perdido.

—Fui apresada por mujeres pantera —le dije—. Me vendieron a un hombre. Había una bestia. Él salió corriendo, y yo huí.

—Estás despierta —dijo—. Puedes andar.

Sentada en la hierba, dolorida, disgustada, levanté el rostro hacia él.

—No, no puedo andar. No puedo ni tenerme en pie.

Volvió hacia arriba la parte de atrás de la camisa y la metió por dentro de la fibra de atar. Se alejó en busca de una vara.

Cuando regresó yo estaba de pie.

—Bien —dijo. Bajó la camisa y tiró la vara.

Me hizo caminar delante suyo.

—Targo ya ha salido de Laura —me dijo—. Nos reuniremos con él al otro lado del río, en el campamento en el que pasarán la noche.

Seguimos andando.

—Si hubieses salido de Laura con Targo —comentó— habrías visto a Marlenus de Ar.

Había oído hablar antes del gran Ubar.

—¿En Laura?

—En ocasiones viene al norte, con varios cientos de tarnsmanes, por la caza en los bosques.

—¿Qué caza?

—Eslines, panteras, mujeres.

—¡Oh!

—Caza durante una semana o dos —explicó el guarda—, y luego regresa a Ar. Los deberes de un Ubar son muchos y agobiantes, y Marlenus está siempre ansioso por venir a cazar. Cuando acaba, envía sus capturas de regreso en una caravana.

—¿Va detrás de algo en particular? —le pregunté.

—Sí; Verna, una proscrita.

Me detuve.

—No te des la vuelta —me advirtió.

Me puse furiosa. Yo lo conocía, y sabía que le gustaba, pero él era quien me había capturado. No me había dado permiso para mirarle de frente. Me había vestido con su camisa, pero yo tiré con rabia de mis muñecas, atadas contra mi vientre con fibra de atar.

—Fueron Verna y su grupo quienes me capturaron —le dije.

—Dicen que es bella. ¿Es verdad?

—Pregúntales a los hombres del campamento, a los que capturó y ató, cuando se me llevó.

Noté que su puño tomaba mi cabello y tiraba de mi cabeza hacia atrás.

—Sí —le dije—, es bella. Es muy bella.

Me soltó.

—Marlenus la capturará y la enviará en una jaula a Ar —dijo.

—¿Sí? —pregunté maliciosamente.

—Sí, y en sus jardines de placer, ella comerá de su mano.

Incliné la cabeza hacia atrás.

—Parece que piensas que cualquier mujer puede ser domesticada.

—Sí —repuso. Noté sus manos sobre mis hombros.

No me disgustaba que Marlenus estuviese cazando a Verna y a sus chicas. Esperaba que la capturase, que las capturase a todas, las desnudase, las marcase con el hierro candente, encerrase sus cuellos en collares de esclavas, las hiciese azotar, y las convirtiese en esclavas.

—Cualquier mujer —repitió el guarda.

—Soy seda blanca —susurré. Hice fuerza contra sus manos, y me soltó. Apresuré el paso.

Seguí andando delante de él, con su camisa puesta y las manos unidas delante de mi cuerpo.

—Detente —dijo. Obedecí.

Se acercó por detrás y alzó la camisa ligeramente, por encima de la fibra de atar que rodeaba mi cintura. Quería ver mis piernas algo más.

—Continúa —me empujó hacia delante otra vez con la planta del pie. Di un traspié y seguí andando—. Más erguida.

De vez en cuando mientras andábamos, me daba comida que extraía de su bolsa y ponía en mi boca.

A última hora de la tarde, descansamos aproximadamente un ahn. Luego, cuando me lo indicó, me puse en pie, y proseguimos nuestro viaje hacia Laura. Yo le precedía, como antes. Notaba con claridad cómo me observaba. No podía volverme a mirar, por supuesto, pero era consciente de que él contemplaba cada movimiento de mi cuerpo.

—Me gustará ver cómo te entrenas para ser esclava de placer en Ko-ro-ba.

—Me encuentras atractiva, ¿verdad? —le pregunté. Luego me arrepentí de haberlo hecho.

—Tienes unas posibilidades interesantes como esclava. Siento curiosidad por probarte.

Caminé algo más aprisa.

—Tenemos que darnos prisa —le dije—. ¡Hemos de reunirnos con los demás!

—¡Seda blanca! ¡Eres un eslín! —dijo él—. ¡Espera a ser una seda roja y verás!

Apresuré mis pasos.

Aquella noche, después de cruzar el Laurius en una barcaza cargada de madera, hallamos el campamento de Targo. Me sentí feliz. Ute e Inge estaban allí, y las demás muchachas que yo conocía. Hasta Lana. Targo estaba contento de que hubiese podido regresar a su cadena. Luego, desnuda dentro de la carreta echada sobre la lona, con los tobillos atados a la barra tobillera, y después de haber comido, dormí profundamente, con felicidad.

Unos cuatro días antes de que saliésemos de Ko-ro-ba hacia Ar, la noticia se extendió como una nube de tarns por los recintos de las esclavas.

—¡Verna, la mujer proscrita! ¡Ha sido capturada por Marlenus de Ar!

Corrí hacia los barrotes de la jaula, emocionada. Lloré de alegría. ¡Cómo odiaba a aquella mujer y a su grupo!

—Pobre Verna —dijo Ute.

Inge guardó silencio.

—¡Que la hagan esclava! —dije yo—. ¡Como nosotras! —Me volví para mirarlas, sentadas sobre la paja, y apoyé la espalda contra los barrotes—. ¡Que la hagan esclava como a nosotras!

Ute e Inge me miraron.

Di media vuelta, apretando con fuerza los barrotes, llena de un sentimiento de triunfo, de una victoria vengativa. ¡Que la obligaran a arrodillarse frente a los hombres y temer el látigo!

—Pobre Verna —repitió Ute.

—Marlenus la domará —le dije—. En sus jardines de placer comerá de su mano.

—Espero que la empalen —dijo Lana.

Yo no quería aquello. Pero deseaba que le pusieran collar, sedas y cascabeles ¡Que conociera lo que era ser esclava! ¡Cuánto odiaba a la orgullosa Verna! ¡Cuánto me satisfacía que ella, como yo, hubiese sido apresada por hombres!

Miré a mi alrededor en la jaula, sonrojada, furiosa. Sacudí los barrotes. Pataleé sobre el acero de debajo de la paja con los talones. Chillé de rabia y cogí paja y la esparcí por la jaula. ¡Yo también había sido capturada y tenía que ser una esclava!

—Por favor, El-in-or —gritó Ute—. No te comportes así.

Grité de dolor y corrí hasta el otro extremo, echándome sobre la pared negra, golpeándola, para finalmente dejarme caer de rodillas junto a ella y, llena de rabia y frustración, llorando y gritando, golpeé las placas de acero del suelo.

—Llora, El-in-or —dijo Ute—. Llora.

Me quedé echada sobre la paja, desnuda. Era una esclava indefensa, propiedad de los hombres, que tenía que hacer lo que ellos le decían, y lloré y lloré.

Mencionaré otras dos noticias que aquellos días se filtraron desde el mundo exterior de risas hasta nuestros recintos cubiertos de paja y rodeados de barrotes.

Haakon de Skjern, a quien Targo había adquirido las cien bellezas del norte que por aquel entonces estaban concluyendo su instrucción, estaba en Ko-ro-ba.

Este hecho, no sé por qué razón, provocó que Targo estuviese algo intranquilo.

La otra noticia tenía que ver con los temerarios asaltos llevados a cabo por Rask de Treve.

Toda Ko-ro-ba parecía indignada.

Cuatro caravanas habían caído presas de los feroces y rápidos tarnsmanes de Treve. Y sus hombres habían quemado docenas de campos, destruyendo la cosecha de Sa-Tarna. El humo de dos de estos campos había sido visible incluso desde los altos muros de la propia Ko-ro-ba.

Los tarnsmanes de Ko-ro-ba volaban a todas horas, a mediodía, a primera hora de la mañana, al atardecer, incluso cuando las hogueras de las almenaras se encendían sobre los elevados muros de la ciudad, salían patrullas regulares e irregulares, pero nunca encontraron a la evasiva banda de merodeadores del terrible Rask de Treve.

Le di mentalmente vueltas a todo aquello.

Tenía motivos para conocer aquel nombre, Rask de Treve. Targo y otros aún tenían más motivos. Había sido Rask de Treve quien había asaltado la caravana de esclavas de Targo tiempo atrás, en los campos al noroeste de Ko-ro-ba, cuando se dirigía a Laura y antes de que una muchacha extranjera que deambulaba por los campos y vestía extrañas ropas fuese capturada. Se llamaba El-in-or. En realidad, fue por culpa de Rask de Treve por lo que Targo, que se convirtió en el dueño de aquella El-in-or, perdió la mayoría de sus mujeres y carretas y todos sus boskos. Por su culpa El-in-or, junto a las demás muchachas, tuvo que llevar el arnés y tirar de la carreta, la única que quedaba, como un animal de carga, estimulada por el látigo.

Se sabía poco de Rask de Treve.

En realidad se conocía poco incluso de la ciudad de Treve. Se extendía en algún punto de los elevados y amplios terrenos de la cadena de las Voltai, y quizás fuese tanto una fortaleza, un nido de tarnsmanes proscritos, como una ciudad. Se decía que era sólo accesible a lomos de un tarn. Se decía también que ninguna mujer podía llegar hasta la ciudad, a menos que fuese encapuchada y desnuda, a menos que fuese una esclava, atada a la silla de un tarn. La verdad era que incluso los mercaderes y embajadores sólo podían acceder a la ciudad si eran guiados hasta ella y eso siempre que hubieran sido maniatados y encapuchados, como si nadie que no fuera de Treve pudiera acercarse, a excepción de las esclavas y quienes fueran hechos prisioneros. La localización de la ciudad, se comentaba, sólo era conocida por ella misma. Incluso las esclavas que se llevaban a Treve, obedientes entre las áridas murallas de la ciudad, al mirar hacia arriba, hacia el cielo, no sabían dónde se hallaba la ciudad en la que servían. Y aunque las hicieran salir de las murallas para algún recado, sólo podían ver a su alrededor los escarpados y salvajes terraplenes de color escarlata de la cordillera de las Voltai, que se extendían en una súbita caída hasta el valle, muchos pasangs más abajo. Sabían tan sólo que eran esclavas en aquel sitio pero no sabrían dónde se encontraban. Contaban que ninguna mujer había podido escapar de Treve.

Y poco más parecía saberse de Rask de Treve que de su remota ciudad.

Comentaban que era joven, audaz y despiadado, que era poderoso, brutal y temerario, que era una persona ingeniosa, brillante y evasiva, un maestro de los disfraces y los subterfugios. Contaban que una mujer podía no saber cuándo se hallaba en presencia de Rask de Treve, mientras éste la examinaba con aire indiferente, para ver si sería o no adquirida por él más tarde.

Decían que era un hombre feroz de pelo largo, un tarnsman, un guerrero.

Decían que era una de las primeras espadas de Gor.

Decían, también, que era increíblemente atractivo y despiadado con las mujeres.

Los hombres temían su espada y las mujeres el acero de sus collares de esclava.

Al parecer, las mujeres tenían verdaderos motivos para temer a Rask de Treve. Comentaban que era insaciable con respecto a ellas. Explicaban que cuando usaba a una mujer, la marcaba con su nombre, como si ella, una vez usada, sin importar a quién pudiera ser luego entregada o vendida, sólo pudiera en verdad pertenecerle a él. Contaban igualmente que usaba a una mujer solamente una vez, porque aseguraba que al haberla utilizado la había vaciado, la había agotado, había extraído de ella cuanto ésta podía ofrecer y que, por lo tanto, ya no podía tener nada más de interés para él. Decían que ningún otro hombre en Gor podía humillar o despreciar tanto a una mujer como Rask de Treve. Y sin embargo, había pocas mujeres en Gor, lo que enfurecía a sus propios hombres, o guardianes, que no estuviesen deseando ser usadas, marcadas y despreciadas por Rask de Treve, aquel guerrero audaz, joven y despiadado, con tal de conocer lo que era pertenecerle.

Rask de Treve, decían, nunca había adquirido una mujer. Capturaba y tomaba a la fuerza aquellas que le gustaban. Como muchos guerreros goreanos prefería mujeres libres, para así disfrutar la deliciosa agonía de su presa, mientras él la reducía a una esclava sometida. Por otra parte, si a él le parecía bien, contaba que podía tomar una esclava y hacer de ella más que una esclava.

Nuestra preparación siguió.

En una ocasión tuvimos una visita en los recintos; era un visitante alto, parcialmente encapuchado, que vestía unas ropas de seda azules y amarillas, las de los mercaderes de esclavas. Llevaba sobre el ojo izquierdo una tira de cuero, que le rodeaba la cabeza. Targo le estaba enseñando nuestra sección en el recinto.

—Éste es Soron, de Ar —dijo Targo, deteniéndose frente a nuestra jaula. Luego añadió—: El-in-or.

Sentí algo de miedo. No quería que me vendiesen hasta llegar a Ar. Deseaba ser vendida en la Casa Curul de Subastas. Era allí donde se reunían los compradores más ricos de Gor. Tenía la ilusión de convertirme en la favorita de un amo acomodado, y residir en una de las altas torres de Ar, la ciudad más grande y lujosa de Gor, y tener sedas y joyas con las que adornarme, y no tener que trabajar, salvo, quizás, para complacer a mi amo o a los invitados a los que, si a él le apetecía, podía ofrecerme para una velada.

—¡El-in-or! —gritó Targo.

Me acerqué a las barras, y me arrodillé ante ellas.

—Cómprame, amo —dije.

—¿Acaso esta muchacha no sabe cómo presentarse? —preguntó el hombre.

Targo estaba enfadado.

—Otra vez —gritó.

Yo tenía miedo. Me puse en pie, y volví al fondo de la jaula. Luego regresé hasta los barrotes, esta vez convertida en una esclava, haciéndolo de la manera en que una esclava se aproxima sabiendo que un amo la está observando. Sonreí ligeramente, con insolencia, y volví a arrodillarme ante él. Sentí las placas de acero bajo la paja. Bajé los ojos y los clavé en sus sandalias, que eran negras, de cuero pulido, con tiras anchas, y entonces, aún sonriendo, algo burlonamente, levanté la cabeza. Le miré.

—Cómprame, amo —susurré.

—No —dijo él.

Me puse de pie, contrariada. No necesitaba haber sido tan brusco. Yo había intentado presentarme bien. ¡Y lo había hecho! Pero él no había demostrado tampoco el más mínimo interés. Sentí la humillación de la esclava rechazada

—Cómprame, amo —dijo Inge, que se encontraba ahora junto a los barrotes, a indicación de Targo.

No me gustó la manera en que dijo su frase. Me pareció que quería compararse conmigo y mi fracaso. ¿Acaso creía que era superior a mí? Además, me sentía furiosa por la manera en que se había aproximado a los barrotes. Lo había hecho tan sinuosamente… ¿O es que ya no era de los escribas? ¿Podía ser ella, la delgaducha Inge, más atractiva que yo?

El hombre la miró, satisfecho, y la ayudó a levantarse, haciéndolo en la forma en que un amo sujeta un producto muy femenino, de alta calidad.

—¿Eras verdaderamente de la casta de los Escribas? —preguntó él.

—Sí —dijo Inge, sorprendida.

—El refinamiento de tu acento sugería que lo fueses.

—Gracias, amo —dijo Inge, bajando la cabeza.

—Es un producto excelente —dijo aquel hombre—. Tiene la inteligencia y la educación de los escribas, y sin embargo está claro que es una esclava exquisita y bien entrenada.

Inge no alzó la cabeza.

—Debería ser vendida a un escriba —sugirió el hombre.

Targo tendió sus manos y sonrió.

—A quienquiera que pague más oro por ella —dijo.

—Puedes regresar a tu sitio —dijo el hombre.

Con la misma agilidad y belleza que un gato, Inge se puso de pie y regresó al fondo de la jaula, colocándose sobre la paja. La odiaba.

—Cómprame, amo —dijo Ute, acercándose a su vez.

—Es una belleza —dijo el hombre.

Ute, aunque era una esclava, se sonrojó por el halago. Bajó la cabeza. ¡Qué hermosa estaba con sus colores y su sonrisa! ¡La odié con todas mis fuerzas!

—Me llamo Lana —dijo Lana adelantándose y arrodillándose frente a los barrotes.

—No he preguntado el nombre a ninguna esclava —dijo aquel hombre.

Lana le miró sorprendida.

—Regresa a tu sitio, esclava —dijo él.

Enfadada, Lana hizo lo que se le ordenaba.

—Puedes acercarte de nuevo —concedió él.

Obedeció. Se arrodilló sinuosamente frente a él, insinuante, y le miró.

—Cómprame, amo.

—Regresa a tu sitio, esclava —dijo el hombre. Luego se volvió para hablar con Targo. Lana volvió a levantarse, furiosa, herida, y regresó a la parte del fondo de la jaula. Miró a su alrededor, pero ni Ute, ni Inge, ni yo misma cruzamos una mirada con ella. Miré en otra dirección y sonreí.

El hombre y Targo iban a pasar a la siguiente jaula.

Miré hacia fuera, a través de los barrotes. El hombre se había vuelto y me miraba. Giré la cabeza y, contrariada, miré hacia otra parte. Sin embargo, al cabo de un momento no pude resistir el impulso y volví a mirar, para comprobar si él seguía mirándome. Así era. Mi corazón se detuvo. Me sentí aterrorizada. Al final se dio la vuelta y siguió caminando con Targo para detenerse frente a la siguiente jaula. Oí a una muchacha moverse acercándose a los barrotes. La oí decir la frase ritual. Me di la vuelta, incómoda. Miré la jaula. Era muy fuerte. No podía escapar de allí. Me sentí indefensa.

Aquella noche, durante nuestra cena, conseguí robarle un pastel a Ute. Ni tan siquiera se dio cuenta de que alguien lo había cogido de su cesto.

Nuestra preparación en los recintos de Ko-ro-ba empezó a acercarse a su fin.

Nuestros cuerpos, magníficamente entrenados, incluso los de Inge y Ute, eran ahora sin ninguna duda los de esclavas. Habíamos inculcado a nuestros cuerpos los misterios de unos movimientos de los que, incluso nosotras, no éramos conscientes en su mayor parte, sutiles muestras de apetito, de pasión y de obediencia al tacto de un hombre, movimientos que excitaban los feroces celos y el odio de las mujeres libres, en particular de aquellas que eran ignorantes y que temían, seguramente con razón, que sus hombres las abandonasen para lanzarse a la caza y captura de algo más apetecible. Haciendo un inciso diré que muchas esclavas temen a las mujeres libres en gran medida. Algunos de estos movimientos son tan obvios como el giro de una cadera, estando de pie; la extensión parcial de una pierna al reclinarse o la posición de las puntas de los dedos de los pies. Pero muchos son aún más sutiles, pequeños; son movimientos casi desapercibidos, que sin embargo, en su conjunto, marcan el cuerpo femenino con un algo increíblemente sensual; cosas como la manera de mirar, la manera de girar la cabeza, cosas sutiles como la prácticamente invisible y repentina flexión del diafragma, el leve movimiento de miedo de los hombros, que evidencia que, en aquel momento, la muchacha puede ser una presa fácil. He de decir que también aprendíamos nuestras responsabilidades para con ciertas señales. Por ejemplo, el hecho de girar una palma abierta hacia un hombre, aunque fuera de manera imperceptible, nos colocaba en una situación provocativa e incómoda. Hacía que nos sintiéramos vulnerables. No me gustaba hacerlo. Y, por supuesto, llegamos a entender los movimientos de los hombres y a leer su interés y su deseo. No es ningún secreto que la esclava goreana que ha sido entrenada se anticipa a los estados de ánimo de su amo, y que él apenas si tiene que hablarle a ella de deseo. Ella sabe cuándo no es deseada y cuándo él la desea, y en ese caso ella sabe hacerle llegar una respuesta y va hacia él. Reí para mis adentros. Los hombres pagan más por esclavas que han sido entrenadas. Algunos no alcanzan a comprender del todo el tipo de preparación que recibe una esclava. Casi todos piensan en términos generales y creen que a una esclava se le pueden haber enseñado danzas de varios sitios, las artes amorosas y la manera en que se practican en diferentes ciudades. Con mucha frecuencia ignoran que a ella se le ha enseñado a leer sus deseos, como a un animal, en su propio cuerpo, y a servirlos con prontitud, sutilmente y con fervor. La esclava entrenada bien vale lo que cuesta. Yo tenía pensado usar mi preparación para esclavizar a mi amo. No tenía la menor duda de que podía hacerlo. Tendría una vida fácil. Incluso si un collar se cerrase alrededor de mi cuello para dar testimonio de mi condición, ¡sería yo el amo!

Durante aquellos días, dado que nuestra preparación llegaba a su final, me olvidé tanto de Haakon de Skjern como de Rask de Treve. Se decía que finalmente había sido posible alejar a Rask de Treve de los alrededores de Ko-ro-ba y de las iras de sus gentes. Algunos de los tarnsmanes de Ko-ro-ba se jactaban de haberle conducido fuera de las tierras del estado, pero otros, como supe por los guardas, simplemente se mantenían en silencio. Fuera como fuese, parecía que Rask de Treve y su banda de jinetes habían salido de las tierras de las Torres de la Mañana. Los campos de Sa-Tarna maduraban en medio de su belleza amarilla y las caravanas circulaban con seguridad. Los cielos permanecían limpios del tronar y los gritos de los tarns de Treve, y de los gritos de guerra de sus guerreros portadores de lanzas. Según se contaba, se hallaba ahora en otras latitudes buscando más oro y otras mujeres. Al parecer, Haakon de Skjern seguía en Ko-ro-ba. Skjern es una isla en Thassa, muy distante de Ko-ro-ba. Se hallaba al oeste de la desértica y montañosa Torvaldsland, notablemente por encima de la amplia franja verde de los bosques del norte. Los nombres de Skjern rara vez se aventuraban tan al sur, o tan tierra adentro como Ko-ro-ba. Haakon, con sus tarnsmanes, parecía haber llegado a la ciudad en son de paz. Pagaron su entrada en ella asegurando necesitar provisiones para sus próximos negocios. Sus armas, dado que eran un gran grupo de guerreros procedentes de un estado lejano, fueron retenidas en la gran puerta, para serles devueltas en el momento de su partida. Siguiendo las normas de la ciudad, las vainas de las espadas de Haakon de Skjern y sus hombres estarían vacías. ¿Qué se podía temer de un Haakon de Skjern que llevaba una vaina vacía? Yo no acertaba a entender el malestar de Targo y de algunos de sus hombres. Haakon había realizado negocios con ellos y quizá desease hacerlo de nuevo. A lo mejor ni tan siquiera sabía que estábamos en Ko-ro-ba. Además, corrían rumores de que él permanecería en Ko-ro-ba bastantes días más que nosotros, y que entonces volaría hacia el norte, para regresar a Laura. Por otra parte, en Ko-ro-ba Targo había adquirido varias muchachas y guardas nuevos, y su caravana, que se dirigiría hacia el sudeste, sería una caravana importante, una que no podría ser puesta en peligro fácilmente por cuarenta o cincuenta tarnsmanes. Al mismo tiempo, no parecía haber nada alarmante en la forma en que Haakon pasaba el tiempo en Ko-ro-ba. Parecía verdaderamente que estuviese encargándose de conseguir provisiones, y sus hombres, en sus ratos libres, jugaban y bebían en las tabernas y las posadas de la ciudad, haciendo amistad con hombres aquí y allí, otros tarnsmanes procedentes de otras ciudades y que también se hallaban dentro de los muros de la ciudad por coincidencia. No había nada que temer en Haakon de Skjern y sus hombres.

—Salid —dijo el guarda girando la llave dentro del pesado cerrojo y haciendo balancearse hacia atrás la puerta de la jaula.

Al cabo de unos minutos me encontraba arrodillada, desnuda, sobre la plataforma de madera de la amplia estancia en los recintos públicos de Ko-ro-ba, llena de alegría. En aquella ocasión no hube de ser atada de pies y manos ni ser sujetada por los guardas.

Eché la cabeza hacia atrás y el curtidor alargó la mano hacia mi rostro.

El instrumento que blandía era como un par de largos alicates. Insertó la punta en el aro de acero y luego, con las dos manos, tirando de los extremos de los alicates hacia afuera, abrió el instrumento despacio, con cuidado y separó los extremos del anillo. A continuación, con los dedos, lo retiró de la nariz, dejándolo caer sobre la plataforma.

Corrí dichosa desde la plataforma hasta la pared. Palpé mi rostro y reí. ¡Ya no llevaba puesto aquel odiado anillo!

—El-in-or —dijo Targo.

Me arrodillé inmediatamente.

—Eres muy bonita cuando estás contenta.

Me sonrojé y bajé los ojos.

—Gracias, amo —susurré.

Ute llegó hasta la pared. También estaba libre del anillo. Quería que me abrazase y me besase. ¡Me sentía tan contenta!

—Ute, estoy muy contenta.

—Me alegro —contestó, y se dio media vuelta.

Me sentí herida. Cuando Inge llegó hasta donde me hallaba, junto a la pared, la miré. Era mi amiga.

—Inge, ¡estoy contenta!

Pero también ella me dio la espalda y fue a arrodillarse junto a Ute.

Me sentí sola, terriblemente sola.

Cuando Lana llegó a la pared, me acerqué a ella, tímidamente. Alargué la mano para tocarla.

—Quiero ser tu amiga —le dije.

—Pues entérate de cuándo salimos para Ar.

—Podrían azotarme —susurré.

—No. Le gustas a Targo. No te hará azotar.

—Por favor, Lana.

Ella miró hacia otra parte.

—Lo intentaré —musité.

Me acerqué hasta Targo, temblando, y me arrodillé frente a él, a sus pies, con la cabeza agachada, tocando el suelo.

—¿Tiene permiso la esclava para hablar? —pregunté.

—Sí.

Pero yo no podía articular palabra de lo asustada que estaba.

—Habla.

—¿Cuándo —pregunté en un susurro, aterrorizada—, cuándo saldremos para Ar, amo?

Se produjo un silencio.

—La curiosidad está reñida con las kajiras —replicó en un tono poco amistoso.

Comencé a llorar.

Crucé las muñecas y tendí los brazos hacia delante, agachando aún más la cabeza, hasta tocar el suelo. Dejé toda mi espalda a su alcance. Ésa es la postura de sumisión de una esclava que va a ser castigada. Se le llama Arrodillarse para el Látigo. Mi cuerpo temblaba visiblemente a sus pies. Me quedé esperando a que llamase a un guarda, para que trajese el látigo.

—El-in-or —dijo Targo.

Miré hacia él.

—Se dará de comer a las esclavas antes del amanecer. Y luego, saldremos de Ko-ro-ba hacia Ar.

—Gracias, amo.

Él sonrió, dejándome ir.

Me puse en pie de un salto y fui corriendo junto a Lana.

—Saldremos mañana al amanecer.

Alargué la mano para tocar su brazo y ella me permitió hacerlo.

—Quiero ser tu amiga —le dije.

—De acuerdo.

—Soy tu amiga —decidí yo—. ¿Y tú? ¿Eres mi amiga?

—Sí, soy tu amiga.

—Eres la única amiga que tengo —le dije. Me sentía muy sola.

—Es verdad —dijo Lana.

Qué triste resultaba el no tener más que una amiga. Pero al menos tenía una, alguien a quien le gustaba, alguien con quien podía hablar, alguien en quien confiar y a quien hacerle confidencias.

—Esta noche —dijo Lana— si te dan un pastel, tienes que dármelo a mí.

—¿Por qué?

—Porque somos amigas.

—No quiero hacerlo.

—Si realmente deseas ser mi amiga, tendrás que complacerme.

No respondí.

—Muy bien —dijo, mirando en otra dirección.

—Por favor, Lana.

No me miró.

—Te daré el pastel —le dije.

Aquella noche me costó mucho dormirme. Ute, Inge y Lana dormían profundamente. Yo yacía echada sobre la paja, despierta. Miraba las placas de acero que había sobre mí y en las que se reflejaba el brillo de una antorcha colgada en el exterior de la jaula, sobre un soporte sujeto a la pared del otro lado del pasillo.

No disfruté de la comida de la noche. Lana, efectivamente, tomó de mi plato el pastelillo que yo le había prometido.

Y cuando intenté robar el de Rena de Lydius, sin que ella me viese, la mano de Ute se cerró sobre mi muñeca. Su mirada de reproche se fijó sobre mí. Solté el pastel. Y Ute y yo seguimos comiendo de nuestros platos. ¡Aquella noche me había quedado sin pastelillo! Estaba enfadada.

Odiaba a Ute, que era vanidosa, fea y estúpida.

Y también a Inge, porque era delgaducha, poco agraciada y también estúpida.

Y odiaba a Lana, aunque era mi amiga. En realidad no la consideraba muy amiga mía.

Esperaba ser vendida por un precio mucho más alto que el de todas ellas. ¡Aquello sería una buena lección!

Me puse de rodillas en la celda y miré mi sombra sobre la pared negra, proyectada por la antorcha del otro lado del pasillo. Me sabía hermosa. Me pregunté qué pagaría un hombre por poseerme. Me pregunté cuánto ofrecerían por mí en Ar, cuando me colocasen desnuda frente a los compradores.

La imagen de Verna, la muchacha proscrita, cruzó por mi mente. ¡Me había capturado y me había vendido por cien puntas de flecha!

Quizá Marlenus, el hombre que la había capturado, tuviese pensado subastarla en Ar… ¡Quizás la vendiese por cien puntas de flecha!

¡Pero por mí pagarían oro, mucho oro!

Miré, a mi alrededor, los cuerpos sobre la paja. Eran esclavas, eran cuerpos de esclavas. Las odiaba ¡Quería librarme de ellas! Yo no necesitaba amigas. Como mejor me encontraba era sin ellas.

Recordé a Verna y a las muchachas pantera, bailando en el círculo. Me acordé de ellas, de cuando no pudiendo contenerse más, se echaron sobre la hierba, retorciéndose de deseo no satisfecho, incluso la orgullosa y arrogante Verna.

Eran todas débiles.

Yo era dura y fuerte. Era Elinor Brinton. Una esclava, una esclava de verdad y yo lo sabía, pero no era débil. Era dura y fuerte. Estaba dispuesta a esclavizar a algún hombre y explotarlo. Yo lo conquistaría.

En aquel momento, satisfecha conmigo misma, comencé a quedarme dormida. Por alguna razón, mis pensamientos retrocedieron en el tiempo hasta el momento en que Soron de Ar, el mercader de esclavas, recorrió los recintos acompañado por Targo.

—Cómprame, amo —le había dicho yo obligada por las circunstancias.

—No —fue su respuesta.

Me retorcí sobre la paja, contrariada. Luego me quedé quieta, mirando las planchas de acero del techo.

No había adquirido ninguna muchacha.

Aquel hecho me parecía extraño, aunque no era lo que me molestaba mientras seguía echada allí.

Lo peor era lo ofendida que me había sentido.

A mí tan sólo me había respondido un seco «No».

Creo que de entre todos los hombres, en aquellos momentos, al que más odiaba era a Soron de Ar. Su manera de observarme, mientras yo estaba desnuda, indefensa, tras los barrotes, sobre la paja de la jaula de esclavas, para que él me mirase si le apetecía hacerlo. ¡Cuánto le odiaba! ¡Cuánto odiaba a los hombres! Y sobre todo, ¡cuánto odiaba a Soron de Ar!

Me quedé dormida.

Tuve un sueño extraño, y di muchas vueltas y hablé, echada sobre la paja. Soñé que había escapado, y que estaba libre. Andaba y corría sobre la alta hierba de un campo goreano. ¡Qué feliz me hallaba al estar libre!

Y, de pronto me volví, y por detrás de mí, a unos metros de distancia, de pie, en silencio, alto, vistiendo sus ropas azules y amarillas de mercader de esclavas, todavía parcialmente cubierto con una caperuza y la cinta de cuero sobre el ojo, descubrí a Soron de Ar.

Huí corriendo.

Pero entonces pareció que se hallaba delante de mí. Di la vuelta y corrí de nuevo hacia donde había estado antes y luego hacia la izquierda y luego hacia la derecha, pero cada vez, cuando creía que había huido, descubría su alta figura de pie sobre la hierba.

Estaba desnuda.

Corrí y corrí.

Y luego me volví una vez más.

De nuevo él estaba allí, a unos metros de distancia, en silencio y de pie. Estábamos solos en medio de las altas hierbas del campo.

—Cómprame, amo —le dije, pero no me arrodillé.

—No —repuso él.

—¡Cómprame! —supliqué—. ¡Cómprame!

—No.

Entonces vi en su mano, dobladas, varias tiras delgadas de cuero trenzado.

Grité y eché a correr. Las tiras de cuero cayeron sobre mí repentinamente y me sujetaron con fuerza, apretando mis brazos a ambos lados de mi cuerpo.

Grité.

—Cállate —gritó Lana, sacudiéndome sobre la paja—, cállate.

Me desperté gritando. Entonces vi a Lana, la paja, la antorcha colgada al otro lado de los barrotes, en la pared frente a la jaula. Ute se había puesto de rodillas y se apoyaba con las manos en el suelo. Inge estaba medio echada, recostada sobre un hombro. Las dos me miraban. Luego ambas volvieron a echarse, adormiladas sobre la paja.

Busqué la mano de Lana, aterrorizada.

—Lana —supliqué.

—Duérmete —dijo ella, y se echó sobre la paja.

Me arrastré hasta Ute.

—Ute —supliqué—, por favor Ute, abrázame.

—Duérmete.

—¡Por favor! ¡Por favor!

Me dio un beso y pasó uno de sus brazos alrededor de mis hombros. Apreté la cabeza contra su hombro.

—¡Oh, Ute! —lloré.

—Sólo es un sueño. Vamos a sentarnos un rato, y luego volveremos a acostarnos.

Poco después nos acostamos, la una junto a la otra y, cogida de su mano, besándosela, me quedé dormida.