10. LO QUE SUCEDIÓ EN LA CABAÑA

Aquella cosa peluda de grandes ojos parpadeó al mirarme.

—No tengas miedo —dijo una voz.

El animal estaba sujeto a la pared con un collar recio y claveteado atado a una pesada cadena.

Me quedé en pie con la espalda apoyada en la pared opuesta, encogiéndome aterrorizada. Noté las vigas rugosas en mi espalda. Tenía la cabeza levantada y echada algo atrás, los ojos muy abiertos. También sentía las maderas apretadas contra las puntas de mis dedos, puesto que aún llevaba las manos atadas a la espalda. No podía respirar.

La bestia me miró y bostezó. Vi las dos hileras de colmillos blancos. Luego, con aire adormilado, comenzó a mordisquear la piel de su pata derecha para asearla.

Me fijé que la cadena era corta, y ni tan siquiera llegaría al centro de la habitación.

—No tengas miedo —repitió la voz.

Conseguí inhalar algo de aire, aunque con dificultad.

Al otro lado de la habitación, de espaldas a mí, inclinado sobre un recipiente con agua y con una toalla alrededor del cuello, había un hombre no muy alto. Se volvió para mirarme. Su rostro todavía era el rostro pintado del payaso, pero se había quitado aquellas ropas tontas y el gorro con las borlas. Llevaba una túnica goreana de las que se llevan en casa. Era áspera y marrón, con polainas, como las que usan a veces los leñadores que trabajan entre la maleza.

—Buenas noches —me dijo.

Su voz parecía diferente ahora, ya no era la voz del cómico saltimbanqui. Al mismo tiempo, me resultaba familiar, pero no conseguía recordar si, o dónde, la había oído antes. Sólo sabía que estaba terriblemente asustada.

Se volvió de nuevo hacia el recipiente con agua y comenzó a limpiar la pintura de su cara.

Yo no podía apartar los ojos de la bestia.

Me miró, con aquel aire adormilado, y siguió mordisqueándose la pata.

Parecía increíblemente grande, incluso más ahora en el interior de la pequeña cabaña, que anteriormente fuera del recinto de Targo. Era como un montón de pelo reluciente y somnoliento, con vida y cientos de toneladas de peso. Sus ojos eran grandes, negros y redondos; tenía un hocico amplio en el que destacaba la piel reluciente de los dos orificios de su nariz. Me estremecí al verle la boca y los colmillos, los dos de arriba sobresaliendo hacia abajo a ambos lados de la mandíbula. Tenía los labios húmedos por la saliva de su lengua, larga y oscura, que juntamente con los dientes estaba usando para limpiar el pelo de su pata derecha. El impacto de aquellas mandíbulas podía, con un leve esfuerzo, desgarrar el hombro de una persona.

Me puse a temblar, aterrorizada, con la espalda pegada a las rugosas vigas.

—Buenas noches, señorita Brinton —dijo el hombre. Había hablado en inglés.

—¡Usted! —grité.

—¡Hola preciosa!

—¡Usted!

Era el hombre más bajo, uno de los que me había capturado y apresado primero en mi propia cama, en el ático. Había sido él quien había introducido la jeringuilla en mi costado derecho, en mi espalda, entre la cintura y la cadera, para drogarme. Había sido él quien me había tocado de aquella manera tan íntima, el que había sido apartado de mí por el hombre más corpulento. Era el que había cogido mis cerillas y mis cigarrillos, el que se había inclinado sobre mí y echado el humo en mi rostro, mientras yo estaba desnuda, atada y amordazada delante suyo.

—Eres una verdadera preciosidad —dijo.

Yo no podía hablar.

—¡Kajira! —exclamó en goreano. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron al oírle.

De pronto hizo sonar sus dedos, y, con el típico gesto rápido de un amo goreano, señaló un punto en el sucio suelo, delante de él, casi al tiempo que giraba la mano y, extendiendo su pulgar y su índice, señalaba hacia abajo.

Corrí hacia él y me arrodillé delante suyo, con las rodillas sobre aquella suciedad, en la posición de una esclava de placer, con la cabeza agachada, temblando.

—Es interesante —reflexionó— el efecto de la esclavitud en una mujer.

—Sí, amo —susurré.

—La orgullosa y arrogante señorita Brinton —señaló hablando en inglés.

—No, amo —musité yo, en inglés.

—¿Acaso no eres Elinor Brinton?

—Sí.

—¿Y ella qué es?

—Sólo una esclava goreana.

—Nunca pensé que pudiera tenerte a mis pies.

—No, amo.

Fue hacia un lado de mi habitación y tomó un pequeño banco que colocó frente a mí. Se sentó en él y, durante algún tiempo, me miró. No me moví.

Luego se levantó y fue de nuevo a un lado de la estancia, donde había unos troncos cortados. Tomó uno y lo puso en el fuego que había en uno de los lados, en un hogar poco profundo y bordeado por piedras. Se produjo una lluvia de chispas. El humo fue finalmente hacia arriba, encontrando la salida rudamente realizada.

Estaba tensa, atemorizada. No me moví. Volvió y se sentó de nuevo frente a mí.

—Levántate.

Me puse de pie inmediatamente.

—Date la vuelta.

Así lo hice.

Me sorprendió que soltase mis muñecas. Tenía las manos entumecidas y a duras penas podía mover los dedos. Me quedé frente a él un buen rato.

—Da un paso atrás.

Aterrorizada, pues aquel movimiento me llevaba hacia la fiera, obedecí temblando.

—¡Ataca! —le gritó en goreano al animal.

La bestia se lanzó hacia delante a por mí, abriendo y cerrando la boca, estirando sus grandes brazos, peludos y negros.

Chillé histéricamente y me encontré en la esquina de la habitación, arrodillada, arañando con las uñas las vigas de las paredes, llorando, gritando y llorando.

—No tengas miedo —dijo él.

Yo grité y grité.

—No tengas miedo.

—¿Qué quiere de mí? —le pregunté a gritos—. ¿Qué quiere de mí? —lloraba desconsoladamente, estremeciéndome por el llanto y el miedo—. ¿Qué quiere usted de mí? ¿Qué quiere usted de mí?

—Los goreanos son muy primitivos. Han puesto en peligro tu modestia —su voz era solícita, amable, preocupada y parecía disculparse.

Me volví hacia él, insensible.

Estaba de pie cerca del banco. Sostenía en sus brazos un vestido de seda roja largo, con un cuello alto bordado a la altura de la garganta simulando un collar.

—Por favor —invitó.

Me acerqué sin saber muy bien lo que hacía y me di la vuelta.

Sostuvo el vestido, como podía haberlo hecho un acompañante. Me ayudó a ponérmelo.

—Es mío —susurré. Recordaba el vestido.

—Era tuyo.

Era cierto. Yo no podía poseer nada, sino al contrario: Yo era la poseída.

Abroché el cinturón del vestido.

—Estás preciosa —comentó.

Abroché también el collar bordado alrededor de mi garganta.

Le miré, sintiéndome yo misma de nuevo.

—Sí —dijo él—. Está usted muy bonita, señorita Brinton.

Se dirigió de nuevo hacia una parte de la cabaña y acercó una pequeña mesa y otro banco, también pequeño. Hizo ademán de que me sentase con él a la mesa. Me ayudó a hacerlo.

Me senté allí y le observé mientras echaba otro leño al fuego. Volvió a haber otra lluvia de chispas y el humo subió en busca del hueco de la ventilación.

La bestia estaba cómodamente enroscada en su sitio, sobre paja. Tenía los ojos cerrados, pero no parecía dormida. De vez en cuando se movía, o bostezaba, o cambiaba de postura.

—¿Un cigarrillo? —preguntó el hombre.

Le miré.

—Sí —murmuré.

Sacó dos cigarrillos de una caja plana y dorada. Eran de la marca que yo fumaba. Él mismo encendió el cigarrillo que era para mí, y luego el suyo. Tiró la cerilla al fuego.

Jugueteé con el cigarrillo. Me temblaba la mano.

—¿Estás nerviosa?

—¡Devuélvame a la Tierra!

—¿No te preguntas por qué fuiste traída a este mundo?

—¡Por favor! —supliqué.

Se me quedó mirando.

—¡Le pagaré lo que sea!

—¿Dinero? —preguntó.

—¡Sí! ¡Sí!

—El dinero no tiene importancia.

Le miré angustiada.

—Fúmate el cigarrillo —me dijo.

Aspiré el humo.

—¿Te sorprendiste la mañana que despertaste y te encontraste marcada? —inquirió.

—Sí —susurré. Y sin quererlo, mi mano tocó la marca de mi muslo, bajo el vestido.

—¿Quizá tienes curiosidad por saber cómo fue hecho?

—Sí.

—El aparato no es más grande que esto —dijo, indicando la caja de cerillas, pequeña y plana—. Una manecilla, que contiene la sustancia que calienta, se ajusta a la parte de atrás de la superficie que marca. Se enciende y se apaga, algo muy parecido a un simple flash.

Me sonrió.

—Genera un calor que cauteriza la carne en cinco segundos.

—No sentí nada.

—Estabas completamente anestesiada.

—¡Oh! —exclamé.

—Personalmente pienso que una muchacha debería estar plenamente consciente cuando se la está marcando —añadió.

Miré hacia el suelo.

—El impacto psicológico es más satisfactorio —concluyó.

No supe qué decir.

—Se te aplicó salvia en la herida. Cicatrizó rápida y limpiamente. Te fuiste a la cama siendo una mujer libre —me miró sin amabilidad—. Y te levantaste siendo una kajira.

—¿Y el collar?

—Estabas echada inconsciente delante del espejo. Volvimos a entrar en tu apartamento a través de la terraza. No es difícil ponerle un collar a una muchacha.

Recordé que me habían quitado el collar en aquel lugar llamado Punto P, antes de que la nave negra hubiese partido de la Tierra, a través de los cielos de aquel amanecer de agosto.

El hombre que me lo quitó dijo que sin duda llevaría otro.

Apagué el cigarrillo, contrariada, sobre la mesa, rompiéndolo, desgarrándolo.

Sabía que podían ponerme un collar, en cuanto a un hombre le apeteciese hacerlo.

—¿Puede darme otro cigarrillo? —pregunté.

—Por supuesto —dijo y, solícito, cuando me incliné hacia delante, lo encendió.

—¿Trae a menudo mujeres a este mundo para ser esclavas? —pregunté.

—Sí, y a veces hombres, también, si nos interesa.

Me sentía irritada.

—¿Por qué me trajeron a este mundo? —le pregunté.

—Traemos a muchas mujeres a este mundo porque son hermosas, y nos complace hacerlas esclavas.

Le miré.

—También, por supuesto —añadió—, tienen un valor. Pueden ser distribuidas o vendidas, según nos place, para lograr nuestros fines o incrementar nuestros ingresos.

—¿Me trajeron aquí como una de esas muchachas?

—Tal vez te interese saber que fuiste marcada para la abducción a los diecisiete años. Durante los siguientes cinco años te observamos cuidadosamente y vimos cómo te convertías en una joven mimada, rica, muy inteligente y arrogante, exactamente del tipo que, bajo un látigo y con un collar, se convierte en la esclava más exquisita.

Aparté el cigarrillo furiosa.

—¿Así que me trajeron a Gor simplemente para ser una esclava?

—Digamos —me indicó cuidadosamente— que hubieras sido traída a Gor como esclava igualmente.

—¿Igualmente?

—Sí.

—No comprendo.

—Te perdimos brevemente —dijo. Se le nublaron los ojos—. La nave se estrelló —me explicó.

—Ya.

—Después del accidente —prosiguió—, detectamos la proximidad de una nave enemiga. Abandonamos la nuestra y nos separamos, corriendo, con nuestro cargamento.

—Pero, ¿acaso yo no formaba parte de su… su cargamento?

Frunció el ceño. Me di perfecta cuenta de que escogía las palabras con sumo cuidado.

—Tenemos enemigos. Nosotros no deseábamos que cayeses en sus manos. Temíamos que nos persiguiesen. Te quitamos tu anillo de identificación y te escondimos en la hierba, a alguna distancia de la nave. Luego salimos corriendo con las otras muchachas, con idea de reunimos más tarde, si era posible, y regresar a por ti. Sin embargo, no hubo persecución. Aparentemente, el enemigo se contentó con destruir la nave. Cuando regresamos había poco más que un cráter. Y tú, claro está, habías desaparecido.

—¿Cómo me encontró?

—Al ser una mujer sin protección en Gor, sobre todo al ser bella, no tenía muchas dudas de que el primer hombre que te encontrase te haría su esclava.

Miré al suelo, irritada.

—Me fui a Laura —prosiguió—. Es la ciudad más grande de la zona. Supuse que serías puesta a la venta allí.

—¿Y pensaba comprarme?

—Sí. Así de sencillo —sonrió—. Pero desgraciadamente para nosotros te habían capturado mercaderes de esclavas, que deseaban llevarte hacia el sur para lograr un precio mejor. Por lo tanto, recurrimos a las mujeres pantera, Verna y su grupo, para adquirirte —sonrió de nuevo—. Lo que, casualmente, resultó mucho más barato.

Le miré llena de rabia.

—Sólo costaste cien puntas de flecha.

Moví la cabeza de derecha a izquierda llena de indignación.

—Te molesta, ¿verdad? —preguntó.

—No.

—Solamente podría molestarle a una muchacha con una predisposición natural a ser una esclava —argumentó él.

Miré hacia el suelo, negando con la cabeza, llena de rabia. Yo no era una esclava. ¡Yo no era una esclava!

—¿Cómo supo que me encontraba en el recinto de Targo?

—Sin duda hubiese investigado y habría dado contigo. Pero antes de tener ocasión de hacerlo, te vi en Laura. Estabas encadenada por la garganta, y transportabas provisiones junto a otras esclavas.

Bajé los ojos, contrariada.

—Llevas el vino maravillosamente —comentó.

Recordé entonces que una vez, en Laura, había visto a un hombre vestido de negro. Pensé que quizás estaría vigilándonos. Pero no estuve segura. Ahora comprendí que había sido él.

—Y, así pues, dio conmigo —dije.

—Confirmé tu identidad en el recinto, durante la actuación del saltimbanqui, y, por supuesto, vigilé toda la zona y planeé, en efecto, la incursión de las mujeres pantera.

—Tuvo suerte de que yo no estuviese metida en la jaula para las esclavas aquella noche —le dije con arrogancia.

Sonrió.

—Había hablado con Targo y los guardas —me explicó— y sabía de la celebración que se planeaba para aquella noche. Además, había hablado incluso con los guardas y habíamos bromeado acerca de su elección para aquella velada. Sabía incluso en qué carreta servirías.

—Es usted concienzudo.

—Tiene uno que serlo.

—Y ahora que me tiene aquí, ¿qué va a hacer conmigo?

—En cierto sentido, fue auténtica buena suerte que cayeras en manos de un mercader de esclavas.

—¿Sí? —inquirí.

—Sí —afirmó—. Seguramente aún no has servido por completo como una esclava.

Le miré con recelo.

—Sin duda te parecerá una experiencia interesante servir, no como una mujer libre, sino como una esclava, por completo, a un amo que exigirá tener derecho a ejercer sus prerrogativas más sobre su propiedad.

—Por favor.

—Pocas mujeres terrícolas gozan de ese exquisito placer.

—Por favor —le rogué—. No me hable así.

—Fúmate el cigarrillo —dijo él, amablemente.

Aspiré el aroma del tabaco.

—¿No has sentido nunca curiosidad por saber qué se debe sentir al ser forzada a entregarse por completo a un amo?

—Odio a los hombres —le dije.

—Estupendo —exclamó.

Le miré indignada.

—Tal vez te interese saber que serás una esclava de placer fantástica para cualquier amo.

—¡Odio a los hombres!

—Excelente.

—¿Qué quiere usted de mí? —insistí.

De repente la bestia hizo un ruido. Fue un rugido, un gruñido. Me erguí y me di la vuelta.

El animal había levantado la cabeza. Alzó sus orejas blancas y puntiagudas. Estaba escuchando.

Tanto el hombre como yo miramos a la bestia. Yo, asustada. Él alerta, cauteloso.

Los ojos del hombre parecían buscar los del animal y la bestia parecía mirarle. Luego el animal gruñó, enseñando los dientes, y miró hacia otro lado, con las orejas todavía levantadas. Volvió a gruñir.

—Hay un eslín fuera —dijo el hombre.

Me puse a temblar.

—Cuando me traían hacia aquí —le dije—, el grupo detectó dos veces el olor de un eslín.

El hombre me miró.

—Os estaba siguiendo.

—A lo mejor eran dos eslines diferentes —susurré.

—A lo mejor.

El animal se agazapó sobre la paja, abriendo y cerrando los orificios de su nariz, con los ojos negros brillando y las orejas levantadas.

—Está cerca —dijo el hombre. Me miró—. En ocasiones un eslín puede perseguir una presa durante cuatro pasangs, antes de decidirse, olfateando, acercándose, retirándose, para finalmente, cuando ha tenido bastante, atacar desde la oscuridad.

La bestia gruñó amenazadoramente.

Me espanté al oír un resoplido que venía desde el otro lado de la puerta, luego un gemido y un arañar la misma. Se me erizó el cabello de la nuca.

—La puerta está atrancada —dijo el hombre—. Aquí dentro estamos a salvo.

Miré a las vigas, cruzadas encima de la ventana. Era pequeña, apenas medio metro de diámetro.

—El eslín estaba probablemente siguiendo al grupo —dijo él—. El rastro le ha traído hasta aquí.

—¿Por qué no sigue a las mujeres pantera?

—Podría haberlo hecho, pero no ha sido así —contestó. Señaló luego a la bestia con la cabeza—. Seguramente quizás también huele a la bestia. Los eslines sienten curiosidad en ocasiones y muchas veces les molesta la presencia de otros animales en lo que ellos han decidido considerar su territorio.

Se oyó un aullido de enfado al otro lado de la puerta, que fue contestado por un profundo rugido por parte de la bestia sujeta a la pared por el collar y la cadena.

—¿Por qué no se va? —pregunté.

—Tal vez huela a la bestia. O quizá huela a comida aquí dentro.

—¿Comida?

—Tú y yo.

Me tembló tanto la mano que el cigarrillo desprendió un montón de ceniza.

—Estamos a salvo aquí —insistió él.

—¿No tiene armas, armas potentes, con las que pudiera matarle?

El hombre sonrió.

—No es muy sensato llevar armas potentes en la superficie de Gor —me dijo.

No le comprendí.

Ya no oía al eslín.

Apagué el cigarrillo sobre la mesa y le miré, fríamente.

—No me trajeron a Gor —le pregunté— para ser una simple esclava, para ser entregada o vendida a un amo, ¿verdad?

—Ya te he dicho que a los diecisiete años fuiste seleccionada para la abducción. Fuera como fuese, hubieras sido traída a Gor como una esclava.

—Pero en mi caso —le presioné— había condiciones adicionales, ¿no es así?

—Sí.

Me eché un poco hacia atrás. Me sentía despierta y fría. Ellos necesitaban algo de mí. Ahora podría negociar. Tendría una oportunidad para arreglar mi regreso a la Tierra. Tenía que ser inteligente.

—¿Le apetecería hablar de negocios conmigo? —le pregunté.

—¿Quieres otro cigarrillo?

Me lo dio y yo lo tomé. Cerró la pequeña pitillera dorada plana y encendió una pequeña cerilla. Me incliné hacia delante y él hizo lo mismo para encenderlo. La llama de la cerilla estaba a menos de un centímetro del cigarrillo. Él me miró.

—¿Estás preparada para negociar? —me preguntó.

Le sonreí.

—Quizás —le dije.

Acercó la cerilla al cigarrillo y yo me incliné para encenderlo.

La cerilla se cayó.

Le miré sorprendida.

De pronto, con furia, con toda su fuerza, me abofeteó de tal manera que me tiró, literalmente, del banco y me lanzó contra la pared.

Al instante se encontraba sobre mí y me arrancó el vestido. Entonces, con insolencia, brutalmente, me puso boca abajo sobre toda la porquería. Se arrodilló por encima de mi cuerpo, sentí que mis manos eran lanzadas hacia atrás, hacia mi espalda. Con la misma fibra para atar que me había quitado antes ató mis manos ferozmente. Luego se puso en pie de un salto y me dio una patada en el costado. Aterrorizada, dolorida, me deslicé sobre el costado mirando hacia él llena de espanto. Se agachó para cogerme del pelo y del brazo izquierdo y me echó sobre la bestia.

—¡Come! —le gritó.

Me puse a chillar al verme lanzada a las enormes mandíbulas, llenas de colmillos.

Tiró de mí hacia atrás, cruelmente, y me puso de rodillas. Vi cómo me rozaban aquellas mandíbulas, los dientes se echaran sobre mí y en una ocasión arañaron mi cuerpo, justo en el momento en que fui apartada del perímetro de la cadena de la bestia. El animal tiró de ella y del collar tratando de alcanzarme.

Luego, lleno de rabia, el hombre me echó hacia atrás. Tiró de mí, llevándome de lado hasta el otro extremo de la estancia sobre la porquería del suelo.

—¡No comas! —le gritó a la bestia.

Entonces, tomó un gran pedazo de carne de bosko que colgaba de un gancho y se lo echó al animal.

Comenzó a tirar de ella y a desgarrarla con sus colmillos y sus patas. Pensé que podía haber sido mi cuerpo.

El hombre se me acercó.

Estaba echada sobre mi costado, encima de la porquería, desnuda y maniatada, y le miré llena de horror. En la mano llevaba un látigo alzado.

—Me habías dicho que eras libre —dijo.

—¡No! ¡No! —grité—. ¡Soy una esclava! ¡Una esclava!

—¡Cien puntas de lanza son demasiado para una esclava semejante!

Muerta de miedo, conseguí colocarme de rodillas y agaché la cabeza hasta ponerla a sus pies.

—¡Besa mis pies! —ordenó—. ¡Esclava!

Obedecí.

—La orgullosa señorita Brinton —dijo.

Yo temblaba a sus pies.

—¿Estás preparada para negociar? —preguntó.

Puse mi frente sobre sus pies, sobre las tiras de sus sandalias, mientras mis cabellos caían a los lados.

—Mándame cuanto quieras —supliqué.

Se apartó de mí. Alcé la cabeza. Le vi tomar el vestido rojo de seda y arrojarlo al fuego.

Me miró, y bajé los ojos.

—Ordéname lo que quieras, amo —le imploré.

—Tenemos la intención de entrenarte como esclava, para ofrecer exquisitos placeres a tu amo. Y luego te colocaremos en una casa determinada.

—¿Sí, amo?

—Y en esa casa, envenenarás a tu amo.

Le miré llena de espanto.

De pronto se oyó un chillido impresionante y el estallido de maderas. La cabeza de un eslín, con los ojos relucientes, enseñando sus dientes como agujas, asomó a través de la pequeña ventana después de romperla y haber logrado que las vigas quedasen caídas a un lado. Dando gruñidos, comenzó a mover los hombros como un gato a través de la abertura.

La bestia, que estaba junto a la pared, enloqueció.

El hombre, terriblemente desconcertado, gritó de miedo, apartándose de la ventana.

Yo estaba de pie apoyada contra la pared, chillando.

La enorme y ancha cabeza del eslín, de forma triangular, con aquellos ojos entreabiertos que, acostumbrados a la oscuridad de la noche, no se adaptaban a la repentina luz del fuego, se echó algo más hacia el interior de la habitación; aparecieron también sus hombros y, a continuación, su pata derecha.

La bestia bramaba furiosa, poniéndose en pie.

El hombre, como si hubiese recuperado el sentido después del grito de la bestia, tomó el látigo y corrió hacia la ventana, golpeando al eslín, intentando hacerle retroceder. Pero, tal y como pude ver llena de espanto, el eslín no podía retirarse. Tenía ya dos patas en la ventana y un tercio de su cuerpo. Gritaba y resoplaba lleno de rabia a cada golpe de látigo. Finalmente lo atrapó con los dientes y lo rompió, arrancándoselo al hombre. Salté, chillé, y me apreté contra la pared. Entonces, el hombre tomó un pedazo de madera ardiéndole cerca del fuego y golpeó al eslín. La madera se partió sobre su cuello. Otra garra y otra pierna aparecieron en la ventana. Un eslín tiene seis patas. Es largo, sinuoso; se parece a una lagartija, pero tienen el pelo largo y es un mamífero. Cuando ataca frenéticamente es uno de los animales más peligrosos de Gor. Desesperado, el hombre se inclinó sobre el fuego y tomó una madera de la hoguera, ardiendo, y la arrojó sobre el eslín. Éste gritó de dolor, pues había quedado ciego de un ojo. Después, tomó la madera con los dientes y la destrozó. Apareció una pata más en la ventana, y casi la mitad del cuerpo del animal hizo acto de presencia en la habitación. El hombre gritó aterrorizado y corrió hacia la puerta. Tiró las maderas que la bloqueaban para abrirla. La bestia lanzó un rugido en su dirección y él se volvió, aterrorizado. Grité. No lo entendía, era casi como si la bestia le hubiese ordenado quedarse.

El eslín, resoplando, con un ojo cegado por el madero y el otro brillando, enloquecido por el dolor, comenzó a moverse rápido y a retorcerse en la abertura.

Entonces, horrorizada, me fijé en la bestia. Levantó sus enormes patas hasta su garganta. Desabrochó el collar claveteado y lo apartó.

Luego, con un grito de rabia, se acercó hasta el eslín. Los dos animales se enzarzaron en un combate. El eslín acabó de entrar por la ventana, moviéndose con dificultad, mordiendo y arañando. La bestia lo cogió por la garganta, mientras sus grandes mandíbulas le mordían y aplastaban las vértebras. Ambos animales rodaron por la pequeña cabaña, retorciéndose, chillando, resoplando, derribando los bancos y la mesa. Después, con un horripilante crujido de hueso y carne y piel, las mandíbulas de la bestia mordieron la parte de atrás del cuello del eslín. Allí se quedó, sujetándole con sus patas mientras de su boca caían pelos y sangre. El cuerpo del eslín se retorcía convulsivamente. La bestia se volvió a mirarnos.

—Está muerto —exclamó el hombre—. Déjalo en el suelo.

La bestia le miró sin entender, y yo sentí un miedo repentino. También el hombre parecía atemorizado.

Luego la bestia echó la cabeza para atrás y lanzó un impresionante grito antes de comenzar a devorar el cuerpo del otro animal.

—¡No, no! —gritó el hombre—. ¡No te lo comas! ¡No te lo comas!

La bestia alzó la cabeza, medio enterrada en el cuerpo del eslín con trozos de carne colgándole de las mandíbulas.

—¡No te lo comas!

Yo estaba aterrorizada.

La bestia comía enloquecida. Tuve la impresión de que no podía ser controlada. Seguramente el hombre, que sabía más que yo de aquellas cosas, estaba también muerto de espanto.

—¡Déjalo!

La bestia le miró, con los ojos brillantes y la cara manchada de sangre.

—¡Obedece a tu amo! ¡Obedece a tu amo! —le grité.

La bestia me miró. Nunca olvidaré el horror que sentí.

—Yo soy el amo —gritó.

El hombre dio un grito y salió corriendo de la cabaña. Yo, ignorada por la bestia que seguía comiendo, me acerqué lentamente a la puerta y luego, oyendo cómo se alimentaba el animal a mis espaldas, huí desnuda y atada hacia la oscuridad.