9. LA CABAÑA

Me daba verdadero pánico entrar en el bosque, pero no tenía elección.

El lazo es un buen artilugio para controlar a una esclava atada. Tenía que seguirlas. No podía ofrecer la menor resistencia sin estrangularme.

Las muchachas se movían rápidamente, en fila india, entre la maleza y los árboles bajos del límite del bosque. Yo sentía las hojas y las ramitas bajo mis pies. Sólo se detuvieron el tiempo suficiente para apartar algunas ramas y tomar las lanzas ligeras y los arcos y flechas que habían escondido allí. Cada muchacha llevaba también, en su cintura, un cuchillo de eslín enfundado.

Verna, hermosa y espléndida, encabezaba la marcha, con un arco y un carcaj con flechas en la espalda y la lanza en la mano. A veces se detenía para escuchar o alzar la cabeza, como si analizase el aire, pero luego reemprendía la marcha. Maniatada como estaba y sin la protección de las pieles, no podía defender mi cuerpo del azote de las ramas. Si me detenía por el dolor, o un golpe o por haber tropezado, el lazo implacable, cerrándose en mi cuello, me obligaba a seguir hacia delante.

Finalmente, quizás al cabo de una hora de sufrir esta tortura, Verna alzó la mano y las muchachas se detuvieron.

—Descansaremos aquí —dijo.

Había resultado difícil abrirse camino a través de la espesura y los matorrales. Alcanzar los altos árboles del bosque, los grandes árboles Tur, quizás nos costaría más de una hora de marcha.

—Arrodíllate —ordenó la muchacha que sostenía la cuerda de mi lazo.

Obedecí, respirando pesadamente.

—¡Como una esclava de placer! —gritó.

Amordazada, moví la cabeza. ¡No!

—¡Cortad ramas y azotadla! —dijo Verna.

Negué de nuevo con la cabeza, suplicando con los ojos, histéricamente, ¡no! ¡No!

Me arrodillé tal y como me habían ordenado.

Se rieron.

La muchacha que sostenía la cuerda de mi lazo la echó por encima de mi espalda.

Yo tiré del cordel que unía mis muñecas.

Ella ató mis tobillos cruelmente, usando para ello el extremo del lazo, tensando la cuerda entre la garganta y los tobillos. Así la cabeza me quedó forzosamente inclinada hacia atrás. A duras penas podía respirar.

Una de ellas se subió a un árbol cercano. En un momento, a la luz de la luna, arrojó unas calabazas de agua y tiras de carne.

Sentadas con las piernas cruzadas sobre las hojas, las jóvenes se pasaron las calabazas y comenzaron a masticar la carne.

Cuando hubieron comido y bebido, se sentaron en un semicírculo frente a mí.

—Soltad sus tobillos —dijo Verna.

La muchacha obedeció. Esto alivió la tensión del lazo.

Mi cabeza cayó hacia delante.

Cuando la alcé, Verna estaba de pie frente a mí y blandía un cuchillo que colocó junto a mi rostro.

—Márcala —dijo la que había llevado mi lazo.

Miré a Verna llena de terror.

—¿Tienes miedo de dejar de ser tan bonita? —preguntó—. ¿De que no les gustes a los hombres?

Cerré los ojos.

Sentí cómo se movía la hoja entre mi mejilla y la mordaza, dejando esta última suelta. Casi me desmayé. Conseguí sacarme lo que habían metido dentro de mi boca empujando con la lengua. Por poco devolví.

Verna había vuelto a poner su cuchillo en la funda.

Cuando pude mirarla, hablé con tanta naturalidad como me fue posible:

—Tengo hambre y sed.

—Tus amos te dieron de comer —dijo Verna.

—¡Pues claro que la alimentaron! —gritó una de las chicas—. ¡La alimentaron con las manos, como las bestias! —la muchacha se rió ruidosamente, con desprecio—. Incluso saltó y se arrastró para coger la carne con los dientes.

—Debes de gustarles mucho a los hombres —dijo Verna.

—Yo no soy una esclava —dije.

—Llevas la marca de un hombre.

Me sonrojé. Era cierto.

—Incluso bebió el vino Ka-la-na —dijo con sorna otra.

—Eres una esclava afortunada —comentó Verna.

No respondí. Estaba furiosa.

—Dicen —prosiguió Verna—, que el Ka-la-na convierte a cualquier mujer en esclava, aunque sólo sea por una hora —me miró—. ¿Es eso cierto?

No dije nada. Recordé avergonzada cómo había provocado mi propia violación como esclava, al poner la mano de mi guarda sobre mi cintura, y cómo me había arrodillado para besarle, con mi cabello cayendo por encima de su cabeza.

Sabía que le había provocado, y que luego me había resistido.

—¡Me he resistido! —grité.

Las chicas se rieron.

—Gracias por salvarme —les dije.

Volvieron a reírse.

—Yo no soy una esclava —repetí.

—Llevabas puesto un camisk —dijo una de las muchachas—. Estabas en la jaula de las jóvenes. ¡Servías como una esclava!

—Querías que ellos te tocasen —gritó otra.

—Conocemos los movimientos del cuerpo de una esclava —dijo otra más—, y tu cuerpo te traiciona. ¡Eres una esclava!

—¡Quieres pertenecerle a un hombre! —exclamó Verna.

—¡No! ¡No! ¡No! —sollocé—. ¡No soy una esclava! ¡No lo soy!

Guardamos silencio, tanto ellas como yo.

—Visteis que me resistí, que luché —insistí.

—Lo hiciste muy bien —dijo Verna.

—Quiero unirme a vosotras —afirmé.

Hubo un silencio.

—No aceptamos esclavas entre las mujeres del bosque —dijo Verna con orgullo.

—¡No soy una esclava!

Verna me miró.

—Cuéntanos, ¿cuántas somos? —me preguntó.

—Quince —contesté.

—Mi banda está formada por quince. Ése me parece a mí un número razonable para protegernos, para alimentarnos, para ocultarnos en el bosque. Algunos grupos son más pequeños, otros más grandes, pero el mío, tal y como yo quiero, está formado por quince.

No dije nada.

—¿Te gustaría ser una de nosotras?

—¡Sí! ¡Sí!

—¡Soltadla!

Retiraron el lazo que oprimía mi garganta y soltaron mis muñecas.

—Ponte en pie.

Obedecí, y lo mismo hicieron las demás muchachas. Me quedé de pie, frotándome las muñecas.

Las jóvenes soltaron las lanzas y descargaron sus arcos y flechas de sus hombros.

La luz de las tres lunas se filtraba por entre los árboles, salpicando el claro.

Verna sacó el cuchillo de eslín de su cinturón. Me lo alargó.

Me quedé allí, sujetándolo.

Las muchachas parecían preparadas, algunas incluso estaban como agazapadas. Todas habían desenfundado sus cuchillos.

—¿El lugar de cuál de ellas tomarás? —preguntó Verna.

—No entiendo —dije.

—Una de ellas, o yo misma. Lucharás con una a muerte.

Sacudí la cabeza. No.

—Lucharé contigo, si lo deseas —dijo Verna—, sin mi cuchillo.

—No —susurré.

—¡Lucha conmigo, kajira! —siseó la muchacha que había sostenido el lazo. Tenía el cuchillo preparado.

—¡Conmigo! —exclamó otra.

—¡Conmigo! —se oyó a otra más.

—¿El sitio de quién piensas coger? —preguntó Verna.

Una de las muchachas lanzó un grito y se me acercó. El cuchillo brilló en su mano.

Grité y tiré el arma lejos de mí, y caí de rodillas, con la cabeza entre las manos.

—¡No, no! —grité.

—Atadla —dijo Verna.

Noté que me colocaban las manos de nuevo en la espalda. La muchacha que había llevado el lazo las ató de nuevo, sin piedad, y volví a sentir la fuerza de aquella correa alrededor de mi cuello.

—Hemos descansado —dijo Verna—. Prosigamos nuestro camino.

Me miró. Limpió la suciedad y las hojas adheridas a su cuchillo sobre la piel de sus ropas y luego lo guardó en su funda. Colgó de nuevo sobre sus hombros su arco y su carcaj y tomó de nuevo su ligera lanza. Las demás se armaron de modo parecido, y se prepararon para partir. Algunas recogieron las calabazas para el agua y la carne que había sobrado de su comida.

Verna se me acercó.

Me arrodillé.

—¿Qué eres tú? —preguntó.

—Una kajira, ama —susurré.

Alcé los ojos para mirarla.

—¿Puedo hablar? —pregunté.

—Sí.

Yo sabía que no era como aquellas otras mujeres. No era como ellas.

—¿Por qué he sido capturada?

Verna se me quedó mirando durante un largo rato. Finalmente, habló.

—Hay un hombre.

La miré desvalida.

—Te ha comprado.

Las muchachas, conducidas por Verna, comenzaron a abrirse camino en la oscuridad del bosque.

Volvieron a cerrar la argolla de cuero y metal alrededor de mi garganta; tomé una bocanada de aire, angustiada, con las manos atadas en la espalda, sin que se me permitiera vestirme, y caminé detrás de la cuerda, no como ellas, las orgullosas mujeres de los bosques, sino tan sólo como lo que podía ser entre ellas, una kajira.

Seguimos caminando alrededor de una hora más. En una ocasión, Verna alzó su mano y nos detuvimos. Guardamos silencio.

—Un eslín.

Las chicas miraron a su alrededor. Ella había olido el animal, en algún sitio.

Una de ellas dijo: «».

La mayoría miraron simplemente alrededor con las lanzas preparadas. Deduje que eran pocas las que podían oler el animal. Yo no podía. El viento soplaba suavemente desde mi derecha.

Al cabo de un rato, la muchacha que había dicho «», dijo: «Se ha ido». Miró a Verna.

Ella asintió.

Proseguimos nuestro camino.

Yo no había notado nada, y tenía la impresión de que muchas de ellas tampoco.

Mientras continuábamos el viaje, vimos las tres lunas encima nuestro.

Las muchachas parecían inquietas, de mal humor, irritables. Vi a más de una mirando las lunas. Alguien dijo:

—Verna…

—Silencio —respondió ésta.

La fila continuó su camino entre los árboles y la maleza, abriéndose camino a través de la oscuridad y las ramas.

—Hemos visto hombres —dijo una de ellas con insistencia.

—Callaos.

—Deberíamos de haber tomado esclavos —dijo otra, contrariada.

—No.

—El círculo —dijo otra—. ¡Tenemos que ir al círculo!

Verna se detuvo y se dio la vuelta.

—Nos viene de camino —dijo otra.

—Por favor, Verna.

Verna las miró.

—Muy bien —dijo—, nos detendremos en el círculo.

Las muchachas se relajaron visiblemente.

Algo contrariada, Verna les dio la espalda y nos pusimos nuevamente en marcha.

Yo no entendía nada de todo aquello.

Me sentía desgraciada y no pude evitar echarme a llorar cuando una rama me golpeó en el vientre. Con un grito de rabia, la que llevaba el lazo con tanta maestría giró la muñeca y me lanzó contra el suelo. Pisó la cuerda a unos centímetros de mi cuello, sujetándome y ahogándome sobre la tierra. Con el extremo que colgaba suelto, me azotó cinco veces en la espalda.

—¡Silencio, kajira! —siseó amenazante.

A continuación me puso de pie otra vez y continuamos nuestro viaje. Las ramas volvieron a golpearme, pero no grité. Me sangraban los pies y las piernas; tenía el cuerpo completamente azotado y lleno de arañazos. Yo no era nada comparada con aquellas mujeres orgullosas, libres, peligrosas; aquellas mujeres pantera independientes, espléndidas, nada miedosas, llenas de recursos y de una fiereza felina. Eran ligeras, hermosas y arrogantes, como Verna. Iban armadas y podían protegerse a sí mismas, y no necesitaban a los hombres. Podían hacer de ellos esclavos si lo deseaban, y venderlos más tarde, si ya no les gustaban o simplemente se habían cansado de ellos. Y podían luchar con cuchillos y conocían los caminos y los árboles del bosque en toda su extensión. No le temían a nada y no necesitaban de nada.

Eran tan diferentes de mí misma…

Parecían ser de un sexo, o una educación, diferente y superior al mío propio.

Y entre ellas yo no podía sentirme nada más que una kajira, alguien que sólo sirve para dejarse encerrar y a quien hay que gobernar, y de quien podían reírse por no ser más que un insulto para la belleza y la magnificencia de su sexo.

—¡Date prisa, kajira! —me exigió la que tiraba de mi correa.

—Sí, ama —susurré.

Se echó a reír.

Me arrastraban por el bosque durante la noche; no llevaban más que una esclava atada. Verna me había dicho que un hombre me había comprado. Sería entregada por mujeres, pero como un ser más débil, tan sólo un producto, alguien que, en aquel mundo tosco, no podía aspirar más que a ser una mercancía a merced de un amo.

Me eché a llorar.

Al cabo de lo que calculé una hora llegamos, casi abruptamente, a un claro en los altos árboles Tur, de los bosques del norte.

Era tan hermoso que cortaba la respiración.

Las muchachas se detuvieron.

Miré a mi alrededor. Los bosques de las zonas templadas del norte de Gor son países en sí mismos, y cubren cientos de miles de áreas de pasangs cuadrados. Contienen grandes números de variadas especies de árboles, y diferentes porciones de bosques pueden ser muy distintas entre sí. El árbol más típico y famoso de estos bosques es el Tur, alto y rojizo, algunas de cuyas variedades crecen hasta alcanzar casi setenta metros de altura. No se sabe qué extensión alcanzan estos bosques. No parece imposible que rodeen las superficies de tierra de este planeta. Comienzan cerca de las orillas del mar de Thassa, al oeste. Se desconoce hasta dónde se extienden por el este. Aunque se sabe a ciencia cierta que van más allá de las montañas Thentis, que son las cordilleras más al norte.

Así que nos encontrábamos en un claro entre los enormes arboles Tur. Pude distinguir ramas que se extendían ampliamente a unos sesenta metros, aproximadamente, sobre nuestras cabezas. Los troncos de los árboles parecían estar desprovistos de ramas que, muy arriba, estallaban en una capa entrelazada de follaje que casi borraba el cielo por completo. Podía entrever las tres lunas en lo alto. El suelo del bosque estaba casi desnudo. Entre los árboles había poco más que una alfombra de hojas.

Dos de las muchachas miraban hacia arriba, hacia las lunas. Sus bocas estaban entreabiertas y tenían los puños apretados. Parecía haber sufrimiento en sus miradas.

—Verna.

—Silencio.

No nos habíamos detenido allí por pura casualidad.

Una de ellas comenzó a sollozar.

—Está bien —dijo Verna—, id al círculo.

La muchacha dio la vuelta y cruzó corriendo la alfombra de hojas.

—¡Yo, Verna! —gritó otra.

—¡Al círculo! —respondió Verna algo enfadada.

La muchacha también dio la vuelta y salió corriendo en la misma dirección que la anterior.

Una a una, fue dándoles permiso a todas con los ojos y cada una salía corriendo ligera, impaciente, a través de los árboles.

Por último, se me acercó, y tomó la correa de manos de la muchacha que la sostenía.

—Ve al círculo —le dijo.

Diligente, sin decir palabra, corrió tras las otras.

Verna miró en su dirección.

Nos quedamos solas, ella vistiendo sus pieles, y yo desnuda; ella libre, y yo sujeta, con mi correa en su mano.

Me miró, durante unos instantes, a la luz de la luna.

Me molestaba su mirada. Bajé la cabeza.

—Sí. Seguro que les gustabas a los hombres. Eres una pequeña kajira preciosa.

No me sentía capaz de levantar la cabeza.

—Te desprecio —dijo.

No contesté.

—¿Eres una esclava dócil?

—Sí, ama —susurré—. Soy dócil.

Entonces, para sorpresa mía, abrió la correa que rodeaba mi garganta y soltó mis muñecas.

Me miró y yo no me sentí capaz de sostener su mirada.

—Sigue a las otras. Llegarás a un claro. En el borde verás un poste. Espera allí para ser atada.

—Sí, ama.

Verna se echó a reír, y se quedó detrás de mí. Aunque no la veía, podía imaginar sus pieles y sus adornos dorados y sentir cómo me miraba, con sus armas y su lanza.

Cada paso era una tortura.

—¡Más derecha! —gritó, desde varios metros más atrás.

Estiré mi cuerpo y, con lágrimas en los ojos, anduve entre los árboles, a la luz de la luna.

Al cabo de unos cien metros llegué al borde de un claro. Debía de medir de veinticuatro a treinta metros de diámetro, y estaba rodeado por los grandes troncos de los árboles Tur. El suelo del claro era de hermosa hierba espesa de varios centímetros de altura, suave y bella. Miré hacia arriba. Brillando en el cielo oscuro lleno de estrellas de Gor, enormes, dominantes, tan cerca que parecía que se pudiesen tocar, surgieron las tres lunas.

Las muchachas permanecían en el borde del círculo. No hablaban. Estaban respirando profundamente. Parecían intranquilas. Algunas tenían los ojos cerrados y los puños apretados. Sus armas habían quedado olvidadas.

Vi, a un lado del claro, el poste.

Debía medir unos dos metros de alto. Era robusto y estaba firmemente sujeto al suelo. En su parte posterior había dos grandes anillas de metal, una a medio metro del suelo, la otra a casi un metro. Era un poste tosco, hecho con la corteza. En la parte de delante, cerca del extremo superior, cortada en la corteza con un cuchillo de eslín, se hallaba la representación de unas pulseras de esclava abiertas. Era el poste de los esclavos.

Fui hasta él y me coloqué delante.

—Arrodíllate —ordenó Verna.

Obedecí.

Volvió a colocar la correa de piel y metal en mi garganta. Luego pasó la cuerda por la anilla, la que se encontraba a un metro de alto, detrás del poste; pasó otra vez la cuerda por delante y la enrolló, de izquierda a derecha, sobre mi cuello para acabar pasándola por la anilla de nuevo, tensándola cuanto pudo. Me había atado al poste por el cuello. Luego pasó el extremo que quedaba libre por la anilla inferior, a continuación por mi vientre, y otra vez por la misma anilla, manteniéndola tensa, sujetándome por la cintura al poste. Con lo que todavía quedaba de la cuerda, tensándola, ató mis tobillos juntos por detrás del poste. Estaba atada, a excepción mis manos, que quedaban libres.

Verna tomó el trozo del cordel que sujetara mis muñecas y que ahora colgaba de sus pieles.

—Pon las manos sobre tu cabeza —ordenó.

Así lo hice.

Ató el cordel firmemente alrededor de mi muñeca izquierda, lo llevó hasta la parte de atrás del poste, lo pasó por la anilla superior y, luego, tirando hacia atrás mi muñeca derecha, la ató también, sujetándome así al poste.

Me arrodillé, completamente atada.

—Eres una esclava dócil —dijo Verna con sorna.

—¡Verna! —llamó una de las muchachas.

—¡Muy bien! —repuso irritada—. ¡Muy bien!

La primera muchacha que saltó al centro del círculo fue precisamente la que había sostenido mi cuerda.

Sus cabellos eran rubios. Tenía la cabeza agachada y la sacudía. Luego la echó hacia atrás murmurando, y alzó los brazos hacia las lunas de Gor. Las demás hicieron lo mismo, como respondiéndole, gimiendo y lamentándose, abriendo y cerrando los puños.

La primera muchacha comenzó a retorcerse, pisando con fuerza el suelo del círculo.

Después se le unió otra, y otra más; luego otra y otra.

Dando patadas sobre el suelo, girando, gritando, gimiendo, alzando los puños hacia las lunas, se pusieron a danzar.

Finalmente no quedaba ninguna que no se hubiese colocado en el interior de aquel círculo infernal, excepto Verna, que permanecía arrogante y soberbia, armada y desdeñosa, y Elinor Brinton, una esclava completamente atada.

La primera muchacha, echando la cabeza hacia atrás para quedar mirando a las lunas, lanzó un grito y desgarró las pieles que la cubrían. Quedó desnuda hasta la cintura, retorciéndose.

Entonces me fijé por primera vez: en el centro del círculo había cuatro pesadas estacas, clavadas en la hierba. Formaban un cuadrado pequeño pero amplio. Me estremecí. Tenían unas muescas, para que las ataduras no pudiesen escurrirse o salirse de ellas.

La primera muchacha comenzó a bailar frente al cuadrado.

Miré hacia el cielo. Sobre el fondo oscuro del firmamento, las lunas parecían enormes y muy brillantes.

Otra muchacha, gritando, rasgó sus pieles hasta la cintura y alzando los puños, gimiendo y retorciéndose, se acercó al cuadrado. ¡Luego otra y otra más!

Yo ni siquiera miraba a Verna, por lo horrorizada que estaba ante aquel espectáculo tan bárbaro. No creía que pudiera haber mujeres así.

Y entonces la primera se arrancó las pieles que la cubrían y bailó llevando puestos únicamente sus adornos de oro. Lo hizo bajo las enormes y salvajes lunas, sobre la hierba del círculo, delante del cuadrado.

No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Me estremecí; aquellas mujeres me daban miedo.

En aquel momento, para asombro mío, Verna lanzó un grito angustiado, un grito salvaje, como un lamento, lleno de desesperación. Tiró las armas que portaba, rasgó sus propias pieles y se dirigió hacia el círculo a grandes pasos. Allí giró, alzó sus brazos y gritó como todas las demás. No es que fuese una más entre ellas, ¡era la primera, la número uno! Bailaba salvajemente, vestida tan sólo con sus adornos y su belleza, hacia las lunas. Gritaba y se arañaba. A veces mordía a otra o la golpeaba, si se atrevía a acercarse más al cuadrado que ella. Retorciéndose, enrabiadas, pero temerosas, brillándoles los ojos, danzando, las demás caían ante ella.

Luego, echando la cabeza hacia atrás, gritó, blandiendo sus apretados puños hacia las lunas.

Finalmente, sin fuerzas, se lanzó sobre la hierba en el interior del cuadrado, golpeándolo, mordiéndolo y desgarrándolo; después se echó sobre la espalda y, con los puños apretados, se retorció bajo la luz de las lunas.

Una a una, las demás muchachas hicieron lo mismo. Se lanzaron sobre la hierba, rodaron sobre ella gimiendo, algunas incluso en los límites del cuadrado, para acabar echándose sobre sus espaldas, unas con los ojos cerrados, gritando, otras con los ojos abiertos, puestas en las lunas salvajes; unas desgarraban la hierba con las manos; otras golpeaban lastimeramente la tierra con sus pequeños puños, llorando y retorciéndose, sin poder controlar sus cuerpos, desvalidas.

Me encontré tirando de mis ataduras, llena de un inexplicable dolor, de soledad y deseo. Tiré de la cuerda que ataba mis muñecas tan cruelmente hacia atrás; sentía mi garganta oprimida contra las cuerdas que la apretaban, casi ahogándome; mis tobillos se movían el uno contra el otro, inutilizados dentro de su confinamiento de cuerdas. Levanté los ojos hacia las lunas. Grité de angustia. Yo también quería ser libre, bailar, gritar, alzar mis puños hacia ellas, echarme sobre aquella hierba viva, fibrosa, que notaba, retorcerme con aquellas mujeres, hermanas mías, en el frenesí de su necesidad.

¡No!, grité para mis adentros, ¡no, no! ¡Elinor Brinton! ¡Pertenezco a la Tierra! ¡No, no!

—¡Kajiras! —les grité—. ¡Kajiras! ¡Esclavas! ¡Esclavas!

No había miedo en mi voz, sino casi un triunfo histérico.

Ahora me sabía mejor que ellas. ¡Era superior! ¡Estaba por encima suyo! Aunque me habían atado y marcado, yo era mil veces mejor que ellas. ¡Yo era Elinor Brinton! Por más que estuviese desnuda, por más que estuviese atada a un poste de esclavos, yo era mucho mejor, de linaje más noble. Ellas no eran más que esclavas.

—¡Kajiras! ¡Kajiras! ¡Esclavas! ¡Esclavas!

No me prestaban atención.

Yo les chillaba histéricamente y luego me callé. Me dolían los brazos y las piernas, sobre todo los brazos, atados tan cruelmente hacia atrás, pero no me sentía particularmente molesta. Las lunas seguían en el oscuro cielo, brillando con sus estrellas. Las muchachas estaban aún echadas en silencio sobre la hierba, algunas retorciéndose ligeramente y con los ojos cerrados, otras echadas boca abajo, con la cara pegada a la hierba, el brillo de las lágrimas sobre sus mejillas. Hacía más frío y noté que me había quedado helada, pero me daba igual. En aquellos momentos, aunque atada y desnuda, me sentía muy satisfecha de mí misma. Había recuperado mi propia estima. Me sabía superior a aquellas mujeres, a aquellas cosas tan despreciables.

Por fin, una a una, se levantaron de la hierba, volvieron a ponerse sus pieles y tomaron de nuevo sus armas.

Luego, con Verna a la cabeza, se acercaron a mí.

Me arrodillé junto al poste, muy erguida.

—Me ha dado la impresión —dije— que vuestros cuerpos se movían como podían haberlo hecho los de unas esclavas.

Mi cabeza giró hacia el otro lado cuando Verna, con toda su fuerza, me abofeteó.

Luego se me quedó mirando.

—Somos mujeres —dijo.

Mis ojos estaban llenos de lágrimas. Noté el sabor de la sangre en mi boca, allí donde el labio se me había pellizcado con los dientes debido al golpe. Pero no lloré. Sonreí y luego aparté la vista hacia otro lado.

—Matémosla —dijo la que había sostenido mi correa antes y que fuera la primera en entrar en el círculo de la danza.

—No —dijo Verna—. Traed a la esclava.

—Soy libre —le dije.

Verna salió de la zona donde se encontraba el círculo.

Las otras la siguieron, a excepción de la rubia que había sostenido mi correa. Soltó mis manos y, después, las volvió a atar, pero no detrás del poste, sino detrás de mi cuerpo, cruelmente. No me quejé. A continuación soltó la tira de mis tobillos, dejándolos libres, y, haciendo dar la vuelta a la correa alrededor del poste y pasándola por las dos anillas, me separó de él. Tirando con fuerza de la anilla que me rodeaba la garganta, me puso de pie. La miré y sonreí. Ella no dijo nada, pero se dio la vuelta enfadada y me alejó del poste, siguiendo a Verna y su grupo.

Verna levantó una mano de pronto.

—Un eslín —susurró.

Todas miraron a su alrededor.

Sentí miedo. Me pregunté si sería el mismo animal que habían detectado antes. Las muchachas también parecían asustadas. Deseé que no fuese el mismo. Si lo era, nos había estado siguiendo. Por supuesto hay muchos eslines en los bosques.

Las muchachas siguieron tensas durante algún tiempo sin apenas respirar.

—¿Sigue todavía ahí? —preguntó una de ellas.

—Sí —dijo Verna. Señaló hacia un punto situado algo por delante del grupo hacia su derecha—. Está ahí —dijo. Yo no podía ver más que la oscuridad de los árboles y las sombras.

Seguimos quietas durante algún tiempo más.

Luego, Verna dijo:

—Se ha ido.

Las muchachas se miraron unas a otras. Era obvio que andaban de otra manera. Respiré hondo y me estremecí. Miré de nuevo hacia la oscuridad, los árboles y las sombras que quedaban a mi derecha. Pero sentí la opresión del collar en mi garganta, ahogándome, y seguí corriendo a la muchacha que tiraba de mí.

Al cabo de más o menos una hora, nos encontramos en un claro del bosque. Allí había una pequeña cabaña, con una sola puerta y ventana. En el interior había una luz.

Me llevaron hasta la puerta de la casa.

—De rodillas —dijo Verna.

Obedecí.

Sentí miedo. Sabía que aquélla debía ser la casa del hombre que me había adquirido.

Una bolsa de cuero colgaba de la puerta.

No se percibía ningún sonido en el interior de la casa.

Verna cogió la bolsa y se arrodilló en el suelo con las demás a su alrededor. Contenía puntas de flechas de acero. Las contó a la luz de las lunas. Había cien.

Verna les dio seis a cada una y se quedó diez para ella. Las pusieron en las cartucheras que llevaban en los cinturones.

La miré sacudiendo la cabeza, pues no podía dar crédito a lo que había visto. ¿Sería aquél y sólo aquél mi precio? ¿Era posible que me hubieran comprado por sólo las puntas de cien flechas?

—Levántate, esclava.

Me puse en pie y Verna retiró de mi garganta la odiosa argolla.

La miré.

—Soy libre —le dije.

—Matémosla —urgió la muchacha rubia.

—Muy bien —dijo Verna.

—¡No! —grité—. ¡No! ¡Por favor!

—Matadla —dijo Verna.

Perdí el control de mí misma y caí de rodillas frente a ella.

—¡Por favor, no me matéis! ¡Por favor! ¡Por favor! —me puse a temblar y a llorar. Apreté la cabeza contra su pie—. ¡Por favor! —supliqué—. ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor!

—¿Qué eres? —preguntó Verna.

—Una esclava —grité—. ¡Una esclava!

—¿Suplicas por tu vida?

—Sí. ¡Sí, sí!

—¿A quién le pides por tu vida?

—Una esclava le implora a su ama —lloré.

—¿Son sólo las esclavas las que suplican así por su vida?

—¡Sí! —chillé—. ¡Sí!

—Entonces tú eres una esclava —concluyó Verna.

—¡Sí!

—Entonces, ¿te reconoces a ti misma como una esclava?

—Sí ¡Sí! ¡Reconozco que soy una esclava! ¡Soy una esclava! ¡Soy una esclava!

—Dejadla vivir —dijo Verna.

Casi me desplomé. Dos de las muchachas me pusieron en pie. No me valía por mí misma.

Mis ojos se encontraron con los de Verna.

—Esclava —dijo con sorna.

—Sí, ama —musité, y bajé los ojos. No podía sostener su mirada, la de una mujer libre.

—¿Eres una esclava dócil?

—Sí, ama —respondí, deprisa, asustada—. Soy una esclava dócil.

—Esclava dócil —dijo socarronamente.

—Sí, ama.

Las muchachas rieron.

—Al otro lado de esa puerta —dijo Verna señalándola con la cabeza— está tu amo.

Me puse delante de la puerta, desnuda, con las muñecas atadas a la espalda.

De pronto, de manera impensable, me volví y la miré.

—Cien puntas de flecha —dije enfadada— no son suficiente.

Yo misma estaba sorprendida de haber dicho semejante cosa, y aún más por cómo lo había dicho. A buen seguro que no había sido Elinor Brinton quien lo había hecho. Era el comentario de una esclava. Pero lo había dicho Elinor Brinton. Llena de espanto descubrí que era una esclava insignificante.

—Eso es todo lo que vales para él —dijo Verna.

Tiré de la cuerda que oprimía mis muñecas.

Ella me miró como lo habría hecho un hombre. El sentirme escrutada me llenó de rabia.

—Yo misma —comentó Verna—, no hubiera pagado más.

Las muchachas rieron.

Moví la cabeza de lado a lado, llena de rabia; era una esclava humillada. Mi acción parecía incontrolable y me odié por ello.

—La chica es de la opinión —dijo la rubia que había sostenido mi correa— de que debería haber alcanzado un precio más alto.

—¡Valgo más! —exclamé con mala cara.

—Cállate —dijo Verna.

—Sí, ama —contesté, asustada, bajando la cabeza.

Entonces pensé que sería una esclava inteligente. Era muy lista. Sabía, sin duda, tramar planes y adular y salirme con la mía. Sabía sonreír con gracia, y lo haría para conseguir mis objetivos. Me sentí insignificante y astuta, pero justificadamente orgullosa de mí. ¿Acaso no era una esclava? Sabía que podía emplear a la perfección las estratagemas de una esclava para que mi vida fuese más agradable y fácil.

¡Pero sólo cien puntas de flecha! ¡No era suficiente!

La puerta de la cabaña se abrió de par en par.

Repentinamente aterrorizada, me encontré frente a la abertura.

—Entra, esclava —dijo Verna.

—Sí, ama —susurré.

Sentí la punta de su lanza en mi espalda.

Me empujaba hacia delante. Dando un traspié me encontré en la habitación al tiempo que gritaba angustiada.

La puerta se cerró detrás de mí y oí caer dos vigas cerrándola.

Miré a mi alrededor y luego eché la cabeza hacia atrás sin poder reprimir un grito de terror incontrolable.