6. ENCUENTRO A TARGO, MERCADER DE ESCLAVAS

Desperté por la mañana, casi al amanecer. Hacía mucho frío. El cielo estaba gris y había humedad. Tenía el cuerpo rígido y dolorido. Me eché a llorar. Me consolé un poco sorbiendo el rocío acumulado en la alta hierba. Tenía la ropa mojada. Me sentí desgraciada. Me encontraba sola. Estaba asustada. Tenía hambre.

Por lo que sabía, tal vez fuera la única persona en aquel mundo. La nave se había estrellado allí, pero quizás aquél no era su mundo. Era cierto que había acudido una segunda nave para destruir la primera, pero aquel mundo podía no ser el suyo tampoco. Y no había visto supervivientes del accidente. Y la segunda nave se había ido.

Me puse en pie.

A mi alrededor no podía ver más que campos de hierba suave, ondulándose y brillando en la tenue luz, a causa del rocío. Campos que parecían interminables, que partían de mí y se extendían en todas direcciones hasta horizontes que podían estar vacíos.

Me sentía sola.

Comencé a andar en medio de la leve bruma que cubría los campos.

Oí el canto de un pájaro, fresco en la mañana. Cerca de donde me hallaba se produjo un leve movimiento entre la hierba que me asustó, y un animal pequeño y peludo con dos enormes colmillos, pasó corriendo.

Seguí mi camino.

Con toda seguridad, me moriría de hambre. No había nada que se pudiera comer. Se me saltaron las lágrimas.

Recuerdo que una vez, mirando hacia el cielo, vi un grupo de pájaros grandes de color blanco y amplias alas. También parecían solitarios allí arriba, en lo alto del cielo gris. Me pregunté si, como yo, tendrían hambre.

Al cabo de unas dos horas llegué a un montículo rocoso. Allí, entre las rocas, encontré un pequeño charco de agua de lluvia. Bebí.

Por allí cerca, para alegría mía, encontré algunas bayas comestibles. Eran buenas y esto me llenó de confianza.

El sol había comenzado a alzarse en el cielo y el aire resultaba más cálido. Llovió una o dos veces, pero no me importó. El aire era limpio y brillante, la hierba verde, el cielo de un azul intenso y lo surcaban bellas nubes blancas.

Cuando el sol llegó a su cénit, encontré más bayas, y esta vez comí hasta hartarme. No muy lejos de allí, sobre otro montículo rocoso, encontré otra pequeña cantidad de agua de lluvia recogida. Era un charco grande y bebí cuanta quise. Y me lavé la cara.

Después proseguí mi camino.

Ya no me sentía tan asustada, ni tampoco tan disgustada. Me parecía que no era imposible que fuese capaz de vivir en aquel mundo.

Me parecía hermoso.

Me dejé ir y comencé a correr a ratos, notando cómo flotaba mi cabello en el aire, riendo, saltando, girando y volviendo a reír. No me veía nadie. Aquello era algo que no había hecho desde que era una niña pequeña.

Tuve que caminar con más cuidado pues vi a un lado, un grupo de aquellas plantas oscuras con zarcillos, que parecían cenas. Me hice a un lado y, fascinada, las contemplé, notando cómo emitían aquel zumbido y percibían mi presencia. Algunas de las vainas que contenían las semillas, y en las que se encontraban los colmillos, se alzaron cual cabezas, al sentir mi presencia, al tiempo que se balanceaban suavemente hacia delante y hacia atrás.

Pero ya no las temía. Ya conocía su peligro.

Hacia la mitad de la tarde me senté en la hierba, en la suave pendiente de un valle que quedaba entre dos colinas cubiertas de hierba. Me pregunté qué posibilidades de ser rescatada tenía.

Sonreí. Sabía que este mundo no era el mío. La nave que me había traído aquí, y era consciente de ello a pesar de mi limitado conocimiento de aquellas materias, estaba muy por encima de las capacidades reales de ninguna de las civilizaciones de la Tierra. Y sin embargo quienes me habían capturado eran seguramente humanos, o lo parecían. Como los que tripulaban la nave. Incluso los que habían llegado en la nave plateada, a excepción de la criatura gigantesca y dorada, me habían parecido humanos, o algo muy similar a los humanos.

No hay que temer, me dije a mi misma. Aquí hay comida y agua, había encontrado bayas y sin duda habría otras cosas que podría comer, frutas y nueces. Reí de lo feliz que me sentía.

Y luego lloré, por lo sola que estaba. Estaba completamente sola.

De pronto, sobresaltada, alcé la cabeza. Volando a través del aire, sin que cupiese el más mínimo error, aunque llegaba desde lejos, distinguí el sonido de un grito, de una voz humana.

Me puse de pie enloquecida y corrí a trompicones, colina arriba.

Llegué a la cima, busqué con los ojos y grité. Moví los brazos y eche a correr hacia abajo por el otro lado, tropezando, gritando y agitando los brazos. Se me saltaron las lágrimas por la alegría.

—¡Paren! —grité—. ¡Paren!

Sólo llevaban una carreta. A su alrededor había unos siete u ocho hombres. No había animales. Delante de la carreta, de pie sobre la hierba, había unas quince o veinte muchachas, desnudas. Parecía que eran ellas quienes llevaban el arnés. Cerca de ellas se encontraban dos hombres. La carreta parecía tener unos desperfectos, y estaba parcialmente manchada de negro. El toldo que la cubría, de seda amarilla y azul, estaba roto. Cerca de la parte delantera había un hombre bajo y grueso, que llevaba unos ropajes vistosamente listados en seda amarilla y azul. Sorprendidos, se volvieron a mirarme.

Corrí colina abajo, tambaleándome y riendo, hacia ellos.

Dos de los hombres salieron corriendo a mi encuentro. Otros dos, flanqueándoles, subieron hasta la cima de la colina. Pasaron junto a mí sin detenerse.

—Soy Elinor Brinton —les dije a los que habían salido a mi encuentro—. Vivo en Nueva York. Me he perdido.

Uno de ellos sujetó con sus dos manos mi muñeca derecha y rápidamente me condujeron, tirando de mí sin ningún miramiento, hacia el pie de la colina, hacia el grupo que esperaba abajo.

En un momento, con ellos sujetándome aún, me encontré junto a la carreta.

El hombre bajo y grueso, regordete y panzudo, que vestía ropajes de seda y rayas azules y amarillas, apenas me miró. Miraba más ansiosamente a la parte alta de la colina, hasta donde habían subido sus dos hombres que agazapados, observaban cuidadosamente los alrededores desde lo alto. Otros dos hombres se habían separado de la carreta y hacían lo mismo a unos cien metros aproximadamente, en otros puntos. Las muchachas situadas delante de la carreta, y que conducían el arnés, parecían recelosas. El hombre gordo llevaba unos pendientes que eran unos zafiros montados en oro. No llevaba el pelo, negro y largo, bien cuidado. Lo tenía sucio y mal peinado, sujeto en la parte posterior de su cabeza con una cinta de seda azul y amarilla. Calzaba sandalias de color púrpura, adornadas con perlas. Estaban cubiertas por el polvo y faltaban algunas perlas En sus manos pequeñas y gruesas lucía varios anillos. Tenía las manos y las uñas sucias. Me dio la impresión de que debía de ser bastante meticuloso en sus hábitos personales. Pero en aquellos momentos no lo parecía. Se le veía ojeroso y preocupado. Uno de los hombres, un individuo canoso y de un solo ojo, regresó de su exploración por los campos cercanos. Adiviné que no había encontrado nada. Se dirigió al hombre regordete llamándole Targo.

Targo levantó los ojos hacia lo alto de la colina. Uno de los que estaban allí de pie algo más abajo de la cima, movió los brazos y se encogió de hombros, al tiempo que alzaba sus armas en el aire. No había visto nada.

Targo respiró profundamente, con visible alivio.

Entonces me miró. Yo le dediqué la mejor de mis sonrisas.

—Gracias por rescatarme. Me llamo Elinor Brinton. Vivo en Nueva York, que es una ciudad del planeta Tierra. Deseo regresar allí inmediatamente. Soy rica y le aseguro que, si me lleva allí, será espléndidamente recompensado.

Targo me miro extrañado.

¡Yo pensaba que hablaba inglés!

Regresó otro de los hombres, supongo que para informar que no había encontrado nada. Targo le envió otra vez al mismo sitio, imagino que para que estuviera alerta. Llamó, sin embargo a uno de los hombres que estaban en lo alto de la colina. El otro permaneció vigilando en su puesto.

Yo repetí, algo irritada, pero con paciencia, lo que había dicho ya antes. Hablé clara y lentamente para que le resultase más fácil entender lo que le decía.

Deseaba que aquellos dos hombres soltasen mis muñecas.

Iba a seguir hablándole, para tratar de explicarle mis ideas y mis deseos, pero él dijo algo abruptamente, un poco irritado.

Enrojecí de rabia.

No quería seguir escuchándome.

Tiré de mis muñecas hacia abajo, pero los hombres no me soltaron.

Entonces Targo comenzó a hablarme. Pero yo no entendía nada. Hablaba de una manera tajante, como se le habla a un sirviente. Aquello me irritó.

—No le entiendo —le dije fríamente.

Targo pareció reconsiderar su impaciencia. El tono de mi voz debió de sorprenderle. Me miró cuidadosamente. Me dio la impresión de que sospechaba haberse equivocado en alguna cosa con respecto a mí. Se me acerco. Su voz adquirió un tono conciliador. Me divirtió haber ganado aquella pequeña victoria. Targo, por su parte, parecía más amable y amistoso.

¡Iba a tratar a Elinor Brinton como debía!

Pero, claro está, yo seguí sin entenderle.

Había algo en su habla, sin embargo, que me resultaba familiar. No lograba identificar qué era.

Targo parecía negarse a creer que yo no entendiese cuanto me decía.

Siguió hablando muy despacio, palabra por palabra, muy claramente. Por supuesto, sus esfuerzos no pudieron ser recompensados ni lo más mínimo, porque yo no lograba entender ni una palabra de lo que estaba diciendo. Aquello parecía irritarle por alguna razón. Por mi parte, también comencé a impacientarme. Era como si él esperase que todo el mundo pudiera comprender su extraña lengua, tanto si era la suya propia como si no. ¡Qué simplón y provinciano era aquel personaje!

Ni siquiera hablaba inglés.

Siguió tratando de comunicar conmigo, pero sin resultado.

En un determinado momento se volvió hacia uno de sus hombres y pareció hacerle una pregunta. El individuo respondió con una sola palabra, aparentemente una negación.

Aquello me sorprendió. Había oído aquella palabra antes. Cuando el hombre más bajo, en mi ático, había intentado tocarme, el más corpulento, enfadado y con brusquedad, le había dicho aquella misma palabra. El hombre más bajo se alejó. Era algo que yo recordaba bien.

Me sorprendió entonces lo que resultaba familiar en la forma en que hablaba Targo. Solo había oído una o dos palabras de aquella lengua antes. Mis raptores habían conversado casi enteramente en inglés. Por ello yo había imaginado que tenían, al menos la mayoría, el inglés como lengua materna. Pero recordé el acento del hombre más corpulento, del que los mandaba. Cuando hablaba inglés con aquel acento, evidenciaba que era extranjero. Aquí sin embargo, en otro mundo, yo oía el mismo acento, salvo que ya no era un acento. Aquí era el sonido natural, eran el ritmo y la inflexión propios de lo que parecía ser una lengua con entidad propia, sin duda sofisticada. Estaba asustada. El idioma, a pesar de resultar desconocido para mis oídos, no era desagradable. Era bastante fuerte, pero a su marera parecía ágil y bello. Tenía miedo, pero a la vez me sentía animada. Targo se percató de mi cambio de actitud y redobló sus esfuerzos por comunicarse conmigo. Por supuesto, yo seguí sin comprender.

Me di cuenta de que los hombres no llevaban pistolas ni rifles, o algún tipo de arma pequeña, como la del hombre que me apresó, o como los tubos plateados de los de la nave plateada. En su lugar descubrí, llena de sorpresa y casi divertida, que llevaban pequeñas espadas en los lados. Dos de ellos habían tomado una especie de arcos de sus espaldas, pero tenían una empuñadura, lo que los hacía parecidos a un rifle. Otros cuatro usaban lanza. Las lanzas eran anchas, y sus cabezas eran de bronce y tenían una forma curvada. Parecían pesadas. Yo no hubiese podido arrojar una.

Los hombres, a excepción de Targo, llevaban túnicas y casco. Su aspecto era bastante imponente. La abertura de los cascos me recordó vagamente una Y. Llevaban las espadas envainadas colgadas de su hombro izquierdo. Sus sandalias eran pesadas y las ataban con tiras recias a una cierta altura de sus piernas. Algunos de ellos llevaban junto a las espadas, un cuchillo en un cinturón de piel. También tenían cartucheras en el cinturón.

Me sentí aliviada por el hecho de que este grupo de hombres, aparentemente tan primitivos, no pudiera formar parte del mismo que me había apresado anteriormente, con su sofisticado equipo. Pero, por la misma razón, cabía sospechar que hombres como aquéllos no poseyeran unas capacidades técnicas esenciales para realizar vuelos entre mundos. Aquellos hombres, con toda seguridad, no podían, por sí mismos, hacerme regresar a la Tierra.

Sin embargo, había dado con ellos, y tendría que sacar algún provecho de la situación.

Me habían rescatado, y eso era lo importante. Sin duda en aquel mundo había hombres con la capacidad suficiente para realizar vuelos en el espacio y yo haría averiguaciones y lograría contactar con ellos. Con mi fortuna, podía pagar bien mi transporte a la Tierra. Lo importante en aquellos momentos era que estaba a salvo, que me habían rescatado.

Me fijé en la carreta.

Era bastante grande. Tenía señales en varios sitios, como si hubiese sido golpeada con objetos afilados. En algunos puntos la madera estaba astillada. Me pregunté dónde estarían los animales de carga, seguramente bueyes, que tirarían de ella. Vi además que los tablones, aparte de estar llenos de señales y astillados en algunos sitios, estaban también oscurecidos en otros, como si hubiese habido humo. Por otra parte, mirándolo desde más cerca, pude ver que la pintura de la carreta, que era roja, se había rajado y tenía ampollas. Era bastante evidente que había ardido o que había atravesado una zona en llamas. Como ya he mencionado, la lona que cubría la carreta estaba desgarrada. Además, como podía ver, se había quemado por los bordes y estaba manchada en otra parte, a causa del fuego y la lluvia. Recordé lo recelosos que se habían mostrado los hombres al acercarme a ellos. La manera en que habían examinado la colina y los campos cercanos, como si temiesen que pudiera no estar sola.

Targo iba huyendo.

Les habían atacado.

En la carreta había algunos objetos, algunos cofres y cajas.

Miré a las muchachas situadas junto al arnés.

Eran diecinueve, diez en un lado y nueve en el otro.

No llevaban ropa.

Las miré irritada y sorprendida. Eran increíblemente bellas. Me tenía a mí misma por una mujer fantásticamente bella, quizás una entre cientos. Incluso había hecho de modelo. Pero aquí, para sorpresa mía y muy a mi pesar, vi que por lo menos once de ellas eran incuestionable y claramente más hermosas que yo. En la Tierra, nunca me había encontrado personalmente con otra mujer que yo considerase superior a mí en belleza. Aquí, de manera incomprensible pero clara, había por lo menos once. Me extrañó que pudiese haber tantas congregadas en aquel sitio tan pequeño. Me sentí inferior. Pero me dije a mí misma, soy tan o más inteligente que ellas, rica, sofisticada y con mejor gusto. Seguro que no eran más que unas bárbaras. Sentí lastima por ellas. ¡Las odiaba! ¡Las odiaba! Me miraban de la misma manera en que yo había mirado a otras mujeres, en la Tierra, de forma casual, sin sentirme amenazada. Me miraban tal y como yo había mirado a otras mujeres humildes, sin importancia, que no se tomaban en consideración, que no se consideraban rivales serias, sencillamente como inferiores a mí en belleza. Recordaba haber sido siempre la mujer más guapa en cualquier lugar. ¡Cómo me había divertido notando la admiración de los hombres, la manera en que contenían la respiración, su placer, sus miradas furtivas, la irritación de otras mujeres! Y estas chicas me miraban por encima del hombro, se atrevían a hacerlo, como yo había hecho con otras. Me miraban con curiosidad, podía verlo, pero lo más importante era que, muy a mi pesar, cuando fijaron sus ojos en mí, de la forma en que las mujeres solemos hacerlo al encontrarnos por primera vez, supe que habían decidido, para su satisfacción, que eran superiores a mí. ¡Superiores a Elinor Brinton! Me había percatado de que si quería contar con ellas, tendría que poseer cualidades que no fuesen la belleza para merecer su atención, como si fuera tan solo una chica sencilla, que tiene que cultivar otras cualidades, que tiene que luchar para resultar agradable, más que una belleza por la que otros se desviven. ¡Aquellas brujas altivas! ¡Yo era superior a todas ellas! ¡Era más guapa! Era más rica. ¡Las odié! ¡Las odié!

Empecé a encontrar a Targo odioso.

Además, me traía sin cuidado que aquellos hombres, uno a cada lado, sujetasen mis muñecas.

Traté de soltarme de ellos, enfadada. No pude hacerlo, por supuesto.

Odiaba a los hombres, y a su fuerza.

El propio Targo había ido mostrándose más y más irritado.

—¡Soltadme! —grité—. ¡Soltadme!

Pero no conseguí librarme de ellos.

Una vez más, Targo intento hablarme, con paciencia, despacio. Me di cuenta de que se estaba poniendo furioso.

Era un pobre idiota agotador. Lo eran todos. Ninguno parecía entender inglés. Por lo menos en la nave negra, uno de los hombres lo entendía. Le había oído conversar en inglés con el hombre corpulento. Así que seguro que había muchos, muchísimos que lo entendían en aquel mundo.

—No le entiendo —le dije, pronunciando cada palabra con un poco de impertinencia y frialdad. Luego aparté la mirada altivamente. Le había puesto en su lugar.

Él le dijo algo a un subordinado.

Me dejaron desnuda delante de Targo al instante.

Lancé un grito y las muchachas rieron.

—¡Kajira! —gritó uno de los hombres señalando mi muslo.

Ni un sólo centímetro de mi cuerpo pudo evitar sonrojarse.

—¡Kajira! —gritó riéndose Targo.

—¡Kajira! —rieron los demás. Oí como las muchachas reían y aplaudían.

Targo lloraba de tanta risa y sus ojos aun parecían más pequeños en su inflado rostro.

De pronto, se puso serio. Parecía enfadado.

Habló de nuevo, con dureza.

Me echaron sobre el suelo boca abajo. Los dos hombres que habían estado sujetando mis muñecas continuaron haciéndolo, pero separaron mis brazos y los extendieron hacia delante apretándolos sobre la hierba. Otros dos hicieron lo mismo con mis piernas y me sujetaron por los tobillos.

—¡Lana! —gritó Targo.

Otro hombre se dirigía al grupo de muchachas situado frente a la carreta. No conseguí ver qué hizo allí. Pero oí reír a una de las chicas. Al cabo de un momento, había salido de donde se encontraba y se colocó por detrás mío.

De pequeña había sido una niña mimada y malcriada. Las enfermeras y niñeras que me educaron, me habían regañado y con frecuencia, pero nunca me habían pegado. Las hubieran despedido inmediatamente. No recordaba que nunca en mi vida me hubiese pegado alguien.

Y entonces me azotaron.

La chica golpeaba, con su fuerza pequeña pero feroz, una y otra vez, sin cesar, con rencor, salvajemente, tan fuerte como podía, una y otra vez. Yo grité, chillé y lloré, y luché por soltarme. El puñado de tiras de cuero no tenía piedad. No podía respirar. No veía nada a causa de las lágrimas. El martirio era incesante.

—¡Por favor, basta! —grité. Pero ya no pude volver a gritar. No sentía más que la hierba, las lágrimas y el dolor del cuero, que me golpeaba una y otra vez.

Imagino que los latigazos duraron tan solo unos segundos, con seguridad, menos de un minuto.

Targo le dijo algo a la chica, Lana, y la hiriente lluvia de latigazos, cesó.

Los dos hombres que sujetaban mis tobillos los soltaron. Los que sujetaban mis muñecas me incorporaron hasta dejarme de rodillas. Supongo que debí sufrir algún shock. Veía borroso. Oí que las chicas se reían. Devolví sobre la hierba. Los hombres me arrastraron hacia un lado para apartarme de donde había vomitado y otro, cogiéndome por el pelo desde atrás, empujó mi rostro sobre la hierba limpia y, haciéndome girar la cabeza, retiró los restos de suciedad de mi boca y mejilla.

Volvieron a tirar de mí para ponerme de rodillas y situarme frente a Targo, sin soltar mis muñecas.

Levante los ojos hacia él.

Pude ver que sostenía mis ropas en una mano. Casi no las reconocí. Él me miraba también. Vi que en la otra mano llevara colgando el puño de cintas de cuero con el que me habían azotado. Uno de los hombres acompañó a la muchacha hasta el lugar que ocupaba en el grupo. Toda la parte posterior de mi cuerpo, las piernas, los brazos, los hombros, me ardía. No podía apartar los ojos de las cintas de cuero.

Los dos hombres me soltaron.

—Kajira —dijo Targo.

Alzó las cintas.

Me estremecí.

Eché la cabeza sobre el suelo, a sus pies.

Tomé su sandalia entre mis manos y apreté los labios contra su pie, para besárselo.

Oí las risas de las muchachas.

¡No quería que volviesen a golpearme!

Tenía que agradarle.

Besé de nuevo su pie, temblando y sollozando. ¡Tenía que estar satisfecho de mí, tenía que estarlo!

Pronunció una breve palabra que pareció una orden y recogiendo sus vestiduras, se separó de mí.

Yo seguí sollozando. Alcé la cabeza y miré hacia él.

Los dos hombres que habían estado sujetando mis muñecas me cogieron por detrás. Vi cómo se alejaba Targo. No me atreví a llamarle. Yo ya no le interesaba. Los hombres me arrastraron hasta la carreta.

Vi a la muchacha que me había golpeado, Lana, algunos puestos por delante mío. Me di cuenta de repente de que llevaba el arnés puesto. Unas tiras de cuero le rodeaban las muñecas y la mantenían en su sitio. Y alrededor de su cuerpo, extendiéndose desde su hombro izquierdo hasta su cadera derecha, una gran banda de cuero la unía al eje de la carreta. Las demás chicas estaban atadas de una forma parecida. Del mismo modo me ataron a mí: correas alrededor de mis muñecas y una gruesa banda de cuero que iba desde mi hombro a mi cadera.

No pude contener el llanto. Apenas podía mantenerme en pie. Me temblaban las piernas y toda la parte de atrás de mi cuerpo me dolía horrorosamente. Las lágrimas se me escurrían por las mejillas y me llegaban hasta los labios.

El hombre comenzó a ajustar la banda sobre mi cuerpo.

Junto a mí, al otro lado, una muchacha bajita de pelo moreno, labios muy rojos y ojos negros brillantes, me sonrió.

—Ute —dijo señalándose a sí misma. Luego me señaló a mí—. ¿La? —preguntó.

Vi que las muchachas que llevaban puesto el arnés, lucían en el muslo izquierdo la misma señal que yo en el mío.

Moví las cintas que rodeaban mis muñecas. No podía soltarme.

—Ute —repitió la muchacha bajita y de ojos oscuros señalándose. Luego volvió a señalarme a mí—. ¿La? —inquirió.

El hombre ciñó la banda a mi cuerpo. Era muy ajustada. Después se alejó. Ya llevaba puesto mi arnés.

—¿La? —insistió la muchacha señalándome con la mano sujeta por una cinta—. ¿La?

—Elinor —susurré.

—El-in-or —repitió ella sonriente. Luego dirigiéndose a las demás y señalándome, les indicó—: El-in-or.

Parecía encantada y feliz.

Por alguna razón, me sentí verdaderamente agradecida de que aquella muchacha bajita y encantadora se sintiese feliz al saber mi nombre.

Muchas de las demás se limitaron a volverse y mirarme, sin demasiado interés. Lana, la que me había azotado, ni se volvió. Su cabello se movía mecido por el viento.

Otra de las chicas, alta y de cabello claro, situada dos puestos por delante mío a mi izquierda, sonrió.

—Inge —dijo señalándose a sí misma.

Sonreí.

Targo había comenzado a gritar órdenes. Miraba a todas partes, con aprensión.

Uno de sus hombres gritó.

Las muchachas se inclinaron hacia delante, tirando de la carreta.

Dos de sus hombres empujaron las ruedas de atrás.

La carreta comenzó a moverse.

Me incliné sobre la banda de cuero, haciendo ver que tiraba. No necesitaban que yo tirase de ella. Lo habían hecho antes sin mí. Hundí mis pies en la hierba, como si fuese debido al esfuerzo. Jadeé un poco, para interpretar mejor mi papel.

Ute, a mi derecha, me dirigió una mirada bastante desagradable. Su pequeño cuerpo hacía esfuerzos contra la tira de cuero.

No me importó.

Grité de dolor y humillación cuando el látigo golpeó mi cuerpo.

Ute rió.

Eché todo mi peso sobre la tira de cuero, sollozando, empujando con todas mis fuerzas.

La carreta se movía.

Al cabo de un minuto, más o menos, vi que Lana también era azotada por el látigo, como lo había sido yo, en la parte más estrecha de la espalda. Gritó por la humillación y el dolor y vi claramente la marca roja que le había quedado. Las demás chicas, yo entre ellas, rieron. Deduje que Lana no era muy popular. ¡Me alegré de que también a ella la castigasen! ¡Era una vaga! ¿Por qué teníamos las demás que tirar por ella? ¿Acaso era mejor que nosotras?

—¡Har-ta! —gritaba Targo—. ¡Har-ta!

—¡Har-ta! —gritaban los hombres a nuestro alrededor.

Las muchachas comenzaron a empujar con más fuerza. Nos estirábamos, para aumentar la velocidad de la carreta. De vez en cuando los propios hombres empujaban las ruedas, también.

Gritamos de dolor cuando dos hombres, situados en los lados, intentaron animarnos con sus fustas.

No podía tirar más fuerte. ¡Y sin embargo nos golpeaban! No me atreví a protestar.

Transportamos la carreta a través de los campos cubiertos de hierba.

Targo caminaba junto a nosotras. Yo había esperado que condujera la carreta o sería transportado en ella, pero no era así. La quería tan ligera como fuese posible, incluso si ello significaba que él, el jefe, tenía que andar.

Temblaba cada vez que él gritaba «¡Har-ta!» porque entonces volvíamos a ser golpeadas.

Sollocé, atada a las correas, bajo la fusta.

Miré a Ute de reojo.

Me miró poco amistosa. No había olvidado que yo había hecho trampa. Miró hacia otro sitio, disgustada.

Yo estaba enfadada, no me importaba. ¿Quién era ella? ¡Una idiota! En un mundo como éste, cada una debía mirar por sí misma. Cada una tenía que cuidarse de sus cosas.

—¡Har-ta! —gritó Targo.

—¡Har-ta! —gritaron los hombres.

Y nosotras gritamos también, aguijoneadas por las fustas. Eché todo mi peso sobre el cuero y hundí mis pies en la hierba.

Rompí a llorar una vez más.

No se me permitiría librarme de aquello.

Siempre me había salido con la mía hasta entonces, tanto con los hombres como con las mujeres. Obtenía más plazo para presentar mis trabajos trimestrales, conseguía un nuevo chal de piel en cuanto quería. Cuando me cansaba de un coche, me daban otro. Siempre conseguía lo que reclamaba, o lo lograba a base de halagos, o ponía cara triste, o ponía mala cara. Siempre lo lograba.

Aquí no podía hacer lo que quería.

Aquí no se me permitía escabullirme. El látigo se encargaría de ello. Si había aquí alguien que pudiese salirse con la suya o halagar a alguien, ésas eran las más hermosas, más complacientes que yo. Esperaban de mí, comprendí llena de rabia, que cumpliese mi parte por primera vez.

El látigo restalló otra vez y lloré.

Sollozando, y gritando para mis adentros, empujé contra la recia banda de cuero con todas mis fuerzas.