Me revolví agitadamente, sacudiendo la cabeza. Aquello era un mal sueño.
—No, no —murmuré retorciéndome, queriendo despertar—. No, no.
Parecía como si no pudiera moverme a mi antojo. Aquello no me gustaba. Estaba enfadada.
Entonces, de pronto, desperté. Grité, pero no emití ningún sonido.
Intenté sentarme, pero casi me estrangulé, y caí hacia atrás. Luché con todas mis fuerzas por liberarme.
—Está despierta —dijo una voz.
Dos hombres enmascarados permanecían al pie de la cama, mirándome. Oí a otros dos hablar en el salón.
Me revolví salvajemente.
Mis tobillos habían sido anudados juntos con unos cordeles de seda bastante delgados. También habían atado mis muñecas, pero detrás de la espalda. Un lazo de hilos plateados había sido anudado alrededor de mi cuello, y con él quedaba sujeta a la cabecera de la cama.
Podía verme en el espejo. La extraña marca que habían dibujado con pintalabios en su superficie seguía allí.
Quise volver a gritar, pero no pude. Me di cuenta por el espejo de que mis ojos miraban enloquecidos por encima de la mordaza.
Seguí intentando liberarme, pero al cabo de unos momentos, al oír que los hombres regresaban a la habitación, me detuve. A través de la puerta abierta, vi las espaldas de dos hombres, vestidos de policías. No me era posible ver sus rostros. Los de las máscaras regresaron a la habitación.
Me miraron.
Yo quería hablar con ellos, pero no conseguía hacerme oír.
Encogí las piernas y me puse de lado, para cubrirme tanto como me fuera posible.
Uno de ellos me tocó.
El otro pronunció un sonido breve y abrupto. El primero se volvió para alejarse. Aquel sonido había sido, sin ninguna duda, una palabra, una negación. Era un lenguaje que yo desconocía.
Los hombres no habían saqueado el ático. Los cuadros permanecían en las paredes. Las alfombras orientales en los suelos. No habían tocado nada.
Vi cómo el hombre que se había alejado un poco, y que parecía un subordinado, extraía de su bolsillo una funda de piel que daba la impresión de contener una estilográfica. Lo desenroscó y me quedé paralizada. Era una jeringuilla.
Sacudí la cabeza violentamente.
—¡No! —grité.
Y él introdujo la jeringuilla en mi costado derecho, entre el pecho y la cadera.
Me hizo daño, pero no sentí que me ocurriese nada anormal.
Le vi guardar la jeringuilla en su funda y ésta en el bolsillo interior de la chaqueta.
El hombre más corpulento miró su reloj. En esta ocasión se dirigió al más menudo, el que había tenido la jeringuilla, en inglés. Y habló con un acento muy marcado, aunque no supe localizar de dónde podía ser.
—Regresaremos después de medianoche —dijo—. Entonces será más fácil. Podremos alcanzar el punto P en cinco horas y hay menos tráfico. Y yo tengo otras cosas que hacer esta tarde.
—Muy bien —le respondió el otro—. Estaremos preparados.
No había el menor acento en la respuesta del hombre menos robusto. No me cabía ninguna duda de que el inglés era su lengua materna. Quizás tuviera alguna dificultad para seguir el otro idioma. Pero cuando el otro hombre le había increpado con brusquedad en aquella extraña lengua, él había obedecido prontamente. Supuse que tenía miedo del corpulento.
Noté como si mi visión del dormitorio comenzase a oscurecerse.
El hombre corpulento se puso detrás de mí y me tomó el pulso apretando levemente una de mis muñecas.
Luego me soltó.
La habitación pareció estar volviéndose más oscura y cálida. Intenté mantener los ojos abiertos.
El más corpulento salió de la habitación. El otro se entretuvo un poco. Fue hasta la mesita de noche y tomó uno de mis cigarrillos, y, con una de mis diminutas y finas cerillas importadas de Paris, lo encendió.
Echó la ceniza en el cenicero. Me tocó de nuevo, esta vez más íntimamente, pero yo no podía gritar. Empezaba a perder el conocimiento. Echó el humo del cigarrillo en mis ojos y mi nariz, inclinándose sobre mi cuerpo. Luché débilmente contra las ataduras y para seguir consciente.
Oí la voz del hombre corpulento que hablaba desde la puerta, creo; pero a la vez parecía muy distante.
El hombre más menudo se apresuró a apartarse de mi lado.
El otro entró en la habitación y volví la cabeza débilmente para mirarle. Vi alejarse a los dos hombres que vestían de uniformes de la policía hacia la puerta del apartamento, seguidos por el menos corpulento quien, al salir, retiró la máscara de su cabeza. No pude ver su rostro.
El hombre seguía mirándome. Levanté los ojos hacia él, sin fuerzas, casi inconsciente.
Me habló con firmeza.
—Regresaremos después de medianoche.
Luché por decirle algo, rebelándome contra la droga, pero deseando tan sólo poder dormir.
—Querrás saber —prosiguió— qué te sucederá entonces…
Asentí.
—La curiosidad está reñida con las kajiras.
No entendí de qué estaba hablando.
—Podrían golpearte por ello.
No lograba entenderle.
—Digamos simplemente —afirmó—, que regresaremos después de la medianoche.
A través del agujero de la máscara que se correspondía con su boca, vi que sus labios dibujaban una sonrisa. Sus ojos también parecían sonreírme. Siguió dirigiéndose a mí.
—Entonces volveremos a drogarte —añadió—. Y luego te prepararemos para el transporte.
Salió de la habitación.
Tiré de las cuerdas que me ataban, y perdí el conocimiento.
Desperté en la cama, todavía atada.
Había oscurecido. Pude oír los sonidos del tráfico nocturno de la ciudad a través de la puerta abierta de la terraza. Las cortinas estaban descorridas y eso me permitía ver los miles de rectángulos luminosos que eran las ventanas, muchas de las cuales seguían con luz. La cama estaba bañada en sudor. No sabía qué hora era. Tan sólo que era de noche. Rodé hasta la mesita para ver el despertador, pero estaba volcado.
Luché desaforadamente con mis ligaduras. ¡Debía liberarme como fuese!
Pero después de minutos de forcejeo inútil, me desplomé tan atada como lo había estado toda la tarde.
De pronto me vi bañada en sudor.
¡El cuchillo!
Antes de que los hombres irrumpiesen en el ático yo lo había echado debajo de la almohada.
De nuevo rodé y, al estar maniatada, aparté la almohada con los dientes. Suspiré aliviada. El cuchillo seguía donde lo había dejado. Intenté moverlo sobre las sábanas de satén, con la boca y la parte posterior de mi cabeza, hacia mis manos. Fue una tarea ardua y dolorosa, pero milímetro a milímetro conseguí moverlo hacia abajo. En un momento determinado se me cayó al suelo y no pude reprimir un grito de angustia. Conseguí recuperarlo deslizando los pies fuera del lecho y cogiéndolo con ellos. Me habían cruzado los tobillos y los habían atado con firmeza. Era extremadamente difícil recuperar el cuchillo. Se me caía una y otra vez. Maldije la cuerda que me sujetaba por el cuello al cabezal de la cama y lloré. A lo lejos mucho más abajo, en la calle, se oía el sonido de una sirena de un coche de bomberos. Luché, amordazada y atada, en silencio, atormentada. Finalmente conseguí llevar el cuchillo hasta el pie de la cama. Con los pies y el cuerpo logré subirlo hacia arriba y colocarlo debajo de mí. ¡Y entonces tomé el mango entre mis manos! Pero no conseguí llegar hasta las cuerdas. Podía sostenerlo pero incapaz de usarlo. De pronto, gritando como enloquecida para mis adentros, lo clavé contra la cama y lo aseguré con toda la fuerza de mi cuerpo. Empecé a serrar las ataduras con el filo. El cuchillo, cuyo mango resbalaba con el sudor de mi cuerpo, cayó cuatro veces, pero otras tantas lo puse en su sitio y volví a mi tarea. Y logré liberar mis muñecas. Cogí el cuchillo y solté de un golpe la cuerda que me ataba por la garganta y la de mis tobillos.
Salté de la cama y corrí a ver la hora. El corazón me dio un vuelco. ¡Eran ya más de las doce y media!
Retiré la mordaza y vacié mi boca: me habían colocado una especie de bola de sabor amargo. Me sentí enferma de pronto, caí al suelo de rodillas y vomité sobre la alfombra. Sacudí la cabeza. Tomé de nuevo el cuchillo y corté la mordaza que colgaba de mi cuello.
Corrí hacia el armario. Cogí las primeras prendas que me vinieron a mano, un par de pantalones de color tostado y una blusa negra anudada debajo del pecho.
Apreté ambas prendas contra mí, respirando entrecortadamente. Miré al otro extremo de la habitación. Mi corazón casi se detuvo de golpe. Allí vi, entre las sombras, en la tenue luz de la habitación, una chica. Estaba desnuda. Sostenía algo delante de ella. Había una anilla de acero alrededor de su garganta. Sobre su muslo, una señal.
—¡No! —chillamos juntas.
Me ahogaba, la cabeza me estallaba. Enferma, aparté los ojos de mi reflejo en el gran espejo.
Me puse los pantalones y la blusa. Cogí un par de sandalias.
Eran treinta y siete minutos pasada la medianoche.
Volví corriendo de nuevo al armario y saqué una maleta pequeña. La eché a los pies del mueble y tiré dentro alguna ropa. La cerré de golpe.
Cogí un bolso y corrí, con la maleta, hacia el salón. Retiré un pequeño óleo y luché con la combinación de la caja fuerte. Solía tener en casa unos quince mil dólares y algunas joyas. Lo tomé todo de un zarpazo y la metí en el bolso.
Miré con terror las astillas de la puerta.
Me daba miedo atravesarla. Recordé el cuchillo. Volví al dormitorio y lo cogí, lo deslicé hacia el interior del bolso. Entonces, aterrorizada, salí a la terraza. Habían retirado las sábanas que usara al escapar del ático. Corrí de nuevo al dormitorio. Las vi caídas en un lado, como si fueran ropa sucia.
Miré hacia el espejo. Me detuve y abroché la blusa hasta lo alto de mi cuello, para ocultar la anilla de acero que rodeaba mi garganta. La marca dibujada con pintalabios seguía en el espejo. Tomé mi bolso y la pequeña maleta y me deslicé a través de la puerta destrozada. Me detuve delante del pequeño ascensor privado que había fuera, en la entrada.
Volví al interior del apartamento para recoger mi reloj de pulsera. Con la llave que llevaba en el monedero, abrí el ascensor y bajé hasta el vestíbulo del piso de abajo, donde podría coger alguno de los ascensores comunes a todo el edificio. Pulsé todos los botones.
Observé los indicadores que había sobre ellos. Dos de ellos estaban subiendo ya, uno al piso siete y el otro al noveno. ¡Era evidente que no los había llamado!
Protesté.
Di la vuelta y corrí hacia las escaleras. Me detuve en lo alto. Muy distantes pude oír las pisadas de dos hombres que subían, resonando sobre los amplios escalones de cemento.
Regresé a los ascensores.
Uno se detuvo en mi piso, el veinticuatro. Me quedé de pie con la espalda apretada contra la pared.
Salieron un hombre y su esposa.
Me estremecí de la cabeza a los pies y pasé corriendo delante suyo.
Me miraron extrañados mientras yo presionaba el botón de la planta baja.
Mientras la puerta de mi ascensor se cerraba lentamente oí abrirse al contiguo. Al tiempo de cerrarse la puerta alcancé a ver las espaldas de dos hombres con uniforme de policías.
Despacio, muy despacio, el ascensor descendió. Paró en cuatro pisos. Me mantuve en el fondo, mientras tres parejas y otro hombre, con un maletín, entraban. Al llegar a la planta baja, salí despavorida del ascensor, pero al momento recuperé mi autocontrol, y miré a mi alrededor. En la entrada había algunas personas, sentadas aquí y allá, leyendo o esperando. Algunos me miraron con indiferencia. Era una noche calurosa. Un hombre que fumaba con pipa me miró por encima de su periódico. ¿Será uno de ellos? Casi se me detuvo el corazón. Volvía a su lectura. Tenía pensado dirigirme al aparcamiento del edificio, pero no desde la misma planta baja. Iría por la calle.
El portero me saludó tocando el ala de su sombrero cuando salí.
Yo sonreí.
Fuera en la calle me di cuenta de lo calurosa que era aquella noche.
Sin pensar qué hacía, toqué el cuello de mi blusa. Sentí el acero bajo ella.
Me crucé con un hombre que me miró.
¿Lo sabía? ¿Podía saber que había una anilla de acero alrededor de mi garganta?
Eché la cabeza atrás y me dirigí apresuradamente por la acera hacia la entrada del aparcamiento. Hacía tanto calor aquella noche.
Un hombre me miró detenidamente cuando pasé junto a él. Apreté el paso.
Anduve unos cuantos pasos y me volví. Seguía mirando.
Intenté hacer que siguiese su camino dirigiéndole una mirada fría, de desprecio.
Pero él no apartó la vista. Me sentí aterrorizada. Seguí mi camino apresuradamente. ¿Por qué no había conseguido librarme de él? ¿Por qué no había apartado los ojos de mí? ¿Por qué no se había vuelto, avergonzado de sí mismo, incómodo, y había seguido en dirección contraria? No lo había hecho. Permaneció mirándome. ¿Sabía que había una marca en mi muslo? ¿Lo intuía? ¿Acaso aquella marca me hacía ligeramente diferente a como era antes? ¿Podía apartarme de las demás mujeres de este mundo? ¿Es que ya no era capaz de alejar a los hombres de mi camino? Y si efectivamente ya no podía hacerlo, ¿qué significaba esto? ¿Qué era lo que aquella pequeña marca había hecho? De pronto me sentí desamparada, y de alguna manera, por primera vez en mi vida, vulnerable y radicalmente mujer.
Entré en el aparcamiento.
Busqué las llaves en mi bolso y se las di apresuradamente, con una sonrisa, al vigilante.
—¿Ocurre algo, señorita Brinton? —preguntó.
—No, no —repuse.
Hasta él parecía mirarme de otra manera.
—Por favor, dese prisa —le supliqué.
Tocó, servicial, su gorra y se alejó enseguida.
Me quedé esperando y me pareció una eternidad. Conté los latidos de mi corazón.
En ese momento el Maserati, con su sonido perfecto, pasó de ir a todo gas a frenar en seco, y el joven salió de su interior.
Deslicé un billete en su mano.
—Gracias —dijo él.
Parecía preocupado, cortés. Volvió a rozar su gorra y mantuvo la puerta abierta.
Me sonrojé y pasé junto a él, lanzando mi maleta y mi bolso al interior del coche.
Me coloqué detrás del volante y él cerró la puerta.
Se inclinó hacia mí.
—¿Está usted bien, señorita Brinton? —preguntó.
Me pareció que estaba demasiado cerca de mí.
—¡Sí! ¡Sí! —le contesté.
Puse el coche en marcha y salí a toda velocidad para detenerme a unos metros de distancia.
Accionó al mando electrónico y subió la puerta. Salí de allí y me sumergí en el tráfico, en medio de aquella calurosa noche de agosto.
A pesar del mucho calor, el aire que me retiraba el cabello de la cara y pasaba sobre mí consiguió refrescarme.
Lo había hecho bien.
¡Había escapado!
Pasé junto a un policía y estuve a punto de parar para que me ayudase y me protegiese.
¿Pero cómo podía estar segura? Los otros también llevaban los mismos uniformes. Y podía incluso pensar que estaba loca. Además, podía arrestarme en la ciudad, que era donde estaban los otros. Podían estar esperándome. Yo no sabía quiénes eran. Podían estar en cualquier sitio. Por tanto, tenía que escapar, ¡escapar, escapar!
El aire me dio fuerzas. Me lancé en medio del tráfico, rápidamente, libre. Los demás conductores se veían obligados a frenar bruscamente en ocasiones. Hacía sonar sus bocinas. Yo dejaba caer la cabeza hacia atrás y reía.
En poco tiempo dejé la ciudad, crucé el puente George Washington, y tomé una de las carreteras rápidas hacia el norte. Poco después estaba en Connecticut.
Me puse el reloj mientras conducía. Miré la hora. Era la una cuarenta y seis.
No pude evitar ponerme a cantar para mis adentros.
Volvía a ser Elinor Brinton.
Se me ocurrió que tal vez no debería seguir por aquella carretera rápida, sino buscar vías menos transitadas. Dejé la vía rápida a las dos y siete minutos de la madrugada. Otro coche iba detrás del mío. No le presté mucha atención, pero al cabo de unas cuantas curvas todavía iba siguiéndome.
De pronto me sentí asustada y aumenté la velocidad. El otro coche hizo lo mismo.
Durante más de cuarenta y cinco minutos conduje por delante de mi perseguidor, a veces aumentando la distancia, a veces perdiendo terreno. En un determinado momento, patinando y derrapando por los arcenes llenos de gravilla, llegué a tenerlo a menos de cuarenta metros, pero conseguí poner tierra de por medio, palmo a palmo.
Finalmente, cuando estuve a más de doscientos metros por delante suyo, en una carretera cruelmente tortuosa, apagué las luces del coche y me salí del camino, adentrándome entre algunos árboles. Había muchas vueltas en la carretera, muchas curvas, pensarían que estaba en alguna.
Me quedé sentada en el Maserati, con el corazón latiendo con fuerza y las luces apagadas.
En cuestión de segundos, el otro coche pasó, y tomó una curva.
Esperé medio minuto y regresé al camino. Conduje sin luces durante algunos minutos, siguiendo la doble línea amarilla del centro de la carretera a la luz de la luna. Luego, cuando llegué a una autopista más transitada, mejor pavimentada, las encendí y seguí mi camino.
Había sido más lista que ellos.
Seguí al norte. Imaginé que ellos suponían que yo había retrocedido, y estaba regresando al sur. No pensarían que continuaba mi viaje en la misma dirección. Me tendrían por más inteligente que eso. Pero yo era mucho más inteligente que ellos, pues eso era justamente lo que iba a hacer.
Eran ya casi las cuatro y diez de la madrugada. Me acerqué a un pequeño motel, un grupo de bungalows, algo apartado del camino. Aparqué el coche detrás de uno de los bungalows para que no pudiera ser visto desde la carretera. Seguro que nadie pensaba que yo pasaría a esa hora. Cerca, en dirección al norte de la autopista, había un bar abierto. No había prácticamente nadie. Las luces de neón rojas del local brillaban en la oscura y calurosa noche. Estaba muerta de hambre. No había comido nada en todo el día. Entré y me senté en uno de los reservados, para evitar ser vista desde la autopista.
—Siéntese en el mostrador —me dijo el muchacho que atendía. Estaba sólo.
Tomé dos bocadillos, de roast beef frío y pan seco, un trozo de tarta que había sobrado y una botella pequeña de batido de chocolate.
En cualquier otra ocasión me hubiera parecido horrendo, pero aquella noche me sentí encantada.
Enseguida alquilé un bungalow para pasar la noche; justo detrás de éste había aparcado el coche.
Puse mis pertenencias en el bungalow y cerré la puerta con llave. Estaba cansada, pero satisfecha interiormente. Me encontraba verdaderamente complacida con lo bien que había hecho las cosas. La cama parecía tentadora, pero yo estaba sudorosa, sucia, y me molestaba particularmente acostarme sin darme una ducha. Además, quería lavarme.
En el cuarto de baño, examiné la señal de mi muslo. Me ponía furiosa. Pero mientras la miraba, llena de rabia, no pude evitar sentirme atraída por su forma cursiva y su graciosa insolencia. Apreté los puños. Arrogancia, ¡eso era lo que habían plasmado en mi cuerpo! ¡La arrogancia, la arrogancia! Me marcaba. Pero de una manera hermosa. Me miré en el espejo. Miré la señal. No cabía la menor duda. Aquella marca, de alguna manera, insolentemente, increíblemente, realzaba mi belleza. Me sentía furiosa.
Al mismo tiempo, y de un modo incomprensible, descubrí que sentía cierta curiosidad por experimentar la caricia de un hombre. Los hombres nunca me habían importado demasiado. Aparté aquel pensamiento de mí. ¡Yo era Elinor Brinton!
Examiné la tira de acero de mi garganta. Por supuesto, no entendí la inscripción que llevaba. Ni siquiera podía reconocer el alfabeto. En realidad, quizás no fuese más que un diseño en forma cursiva. Pero en mi interior algo me decía que no lo era, tal vez por los espacios, y la formación de los caracteres. El cierre era pequeño pero pesado, la anilla se ajustaba perfectamente a mi cuello.
Al mirar al espejo se me ocurrió que también ella, como la marca, era algo atractiva. Acentuaba mi delicadeza. Y no me la podía quitar. Me sentí desvalida por unos instantes; poseída, como una cautiva, propiedad de otros. Tan sólo durante unos segundos afloró a mi mente la fantasía de verme a mí misma, con la anilla, marcada como lo estaba, desnuda en los brazos de un bárbaro. Me estremecí asustada. Nunca antes había sentido algo parecido.
Aparté la mirada del espejo.
A la mañana siguiente me libraría de la anilla de acero.
Me metí en la ducha y al poco rato ya estaba cantando.
Había enrollado una toalla alrededor de mi pelo y, una vez seca y fresca, aunque cansada y muy feliz, emergí del cuarto de baño.
Abrí la cama.
Estaba a salvo.
Al prepararme para la ducha había metido mi reloj de pulsera en el bolso. Miré qué hora era: las cuatro y cuarenta y cinco. Volví a dejarlo en el bolso.
Alargué la mano para tirar de la frágil cadena que colgaba de la lámpara.
Entonces lo vi. En el espejo, al otro lado de la habitación. En la basa del espejo había un tubo de pintalabios abierto, mío, que alguien había cogido de mi bolso mientras me duchaba. Sobre el espejo, en su superficie, dibujada con carmín, estaba la marca, la misma marca cursiva y grácil, que yo llevaba en el muslo.
Cogí el teléfono, pero no había línea.
La puerta del bungalow estaba sin cerrar del todo. Yo la había cerrado con llave. Pero alguien la había abierto e incluso descorrido el pestillo. Corrí a la puerta, la cerré como había hecho antes, y me apoyé en ella. Me eché a llorar.
Presa del pánico recogí mis ropas y me vestí.
Quizás tuviese tiempo. Tal vez se hubiesen ido, tal vez estuviesen esperando fuera. No lo sabía.
Revolví el bolso buscando las llaves del coche.
Volé hacia la puerta.
Pero, de pronto, muerta de miedo, no me atreví a tocarla. Podían estar esperando justo al otro lado.
Me fui hacia la parte de atrás del bungalow. Apagué la luz y permanecí quieta y aterrorizada en la oscuridad. Descorrí las cortinas de la ventana posterior del bungalow. La ventana estaba cerrada. La abrí. Sin hacer el más mínimo ruido, lo cual me alivió, se deslizó hacia arriba. Miré afuera. No se veía a nadie, pero podían estar allí delante. O tal vez se hubieran marchado, pensando que yo no vería la señal hasta la mañana siguiente. No, no, seguramente estaban allí mismo.
Salí por la ventana.
Dejé la pequeña maleta en el bungalow tenía mi bolso, que era lo importante. Dentro llevaba los quince mil dólares y las joyas. Y lo principal: las llaves del automóvil.
Subí al coche sigilosamente. Tendría que ponerlo en marcha y acelerar antes de que nadie pudiese detenerme. El motor todavía estaba caliente. Se encendería inmediatamente.
Gruñendo y cogiendo impulso, el Maserati volvió a la vida; escupiendo piedras y polvo con sus ruedas traseras dobló la esquina del bungalow a toda velocidad.
Pisé a fondo los frenos a la entrada de la autopista, patiné sobre el cemento y, con un chirrido de neumáticos y el olor a quemado que desprendieron, reemprendí mi marcha. No había visto a nadie. Di las luces del coche. Me crucé con algunos vehículos; otros me adelantaron.
No parecía haber nadie detrás mío.
No podía creer que estuviese a salvo. Pero no me perseguía nadie.
Con una mano luché con los botones de mi blusa negra para abrocharlos. Encontré el reloj en el bolso y lo deslicé hasta mi muñeca. Eran las cinco menos nueve minutos. Todavía estaba oscuro, pero era agosto y no tardaría en amanecer.
De repente, siguiendo un impulso, tomé una pequeña carretera lateral, una de las muchas que salían de la autopista.
No podrían saber cuál había seguido.
Comencé a respirar con más tranquilidad.
Relajé el pie que tenía sobre el acelerador.
Lancé una mirada al espejo retrovisor. Moví la cabeza para ver mejor. No parecía que fuese un coche, pero era indudable que había algo en la carretera detrás de mí.
Por unos instantes no pude ni tragar. Se me secó la boca. Conseguí hacerlo con dificultad.
Estaba a unos doscientos metros detrás de mí y se movía bastante despacio. Daba la impresión de no tener más que una sola luz. Pero parecía que ésta alumbraba la carretera por debajo suyo; era como una balsa amarilla que se desplazaba y desprendía un haz de luz. A medida que se acercaba, yo gritaba más. Se movía en silencio. No había ningún sonido de motor o de algún tipo de propulsión. Era redondo, negro, circular, pequeño, de unos tres metros de diámetro y unos dos de grosor. No se desplazaba por la carretera. Lo hacía por encima de ella.
Apagué las luces del Maserati y giré fuera de la carretera, dirigiéndome a algunos grupos de árboles que había en la distancia. El objeto llegó al punto por el que yo había salido, pareció detenerse, y luego, para mi desesperación, giró suavemente en mi dirección, sin prisa. Vi, a la luz amarilla que desprendía, la hierba del campo, y sobre ella las huellas de mis rodadas.
Me puse a conducir histéricamente por los campos, torciendo y girando, sin dejar de acelerar. Tenía miedo de quedarme atrapada y quemar mis posibilidades de salir de allí.
El objeto, con su luz amarilla, suavemente, y sin tener ninguna prisa, no dejaba de acercarse más de mí.
El Maserati golpeó fuertemente una roca y el motor se paró, intenté ponerlo en marcha por todos los medios, desesperada. Por dos veces creía que lo conseguiría, pero luego sólo se oía el ruido de la llave. Repentinamente me vi bañada en luz amarilla y chillé. Se quedó suspendida en el aire sobre mí. Salté del coche y corrí hacia la oscuridad.
La luz se desplazó un poco, pero ya no volvió a encontrarme.
Llegué a los árboles.
Desde allí vi aterrorizada como la desagradable forma se colocaba sobre el Maserati.
Por un momento pareció como si una luz azulada saliese de aquella cosa.
El coche dio la impresión de encogerse, de vibrar bajo la luz azulada, y luego, para horror mío, desapareció.
Yo estaba de pie con la espalda apoyada en un árbol y una mano puesta sobre la boca.
La luz azul desapareció.
La amarillenta brilló de nuevo.
Aquella cosa giró hacia mí y comenzó a desplazarse lentamente en mi dirección.
Me di cuenta de que estaba abrazada al bolso. Lo había cogido en algún momento, de manera instintiva, al abandonar el coche. Contenía mi dinero, mis joyas, y el cuchillo de cocina que había echado dentro en el momento de abandonar el ático. Me volví y eché a correr, presa del pánico, a través del oscuro bosque. Perdí las sandalias. Tenía los pies llenos de arañazos y cortes. Llevaba la blusa rota. Una rama azotó mi vientre y grité de dolor. Otra se me clavó en la mejilla. Corría tanto como me era posible. La luz parecía muy cercana, pero no me daba alcance. Yo corría para alejarme de ella, abriéndome camino entre los matorrales y los árboles, llena de heridas y arañazos. Una y otra vez parecía que iba a iluminarme; barría los árboles y la maleza sólo a unos metros de mí, pero no me rozaba, y yo lograba apartarme en el último momento para seguir corriendo. Tropezaba con las piedras, las ramas o las raíces del bosque, llevaba los pies ensangrentados y me costaba respirar. Las manos, a pesar de llevar la derecha cogida al bolso, me ayudaban a luchar contra la maleza y las ramas que me golpeaban. No podía correr más. Me desplomé a los pies de un árbol, jadeante y con todos los músculos de mi cuerpo rotos por el esfuerzo. Me temblaban las piernas. Mi corazón latía a toda velocidad.
La luz se dirigió hacia mí de nuevo.
Me puse en pie como pude y corrí para que no me alcanzase.
Entonces vi unas luces bajo los árboles y los matorrales a unos cincuenta metros por delante de mí, en una especie de claro del bosque.
Corrí hacia ellas.
Llegué a toda prisa y con cierta torpeza a aquel claro.
—Buenas noches, señorita Brinton —dijo una voz.
Me detuve atónita.
Al mismo tiempo sentí que las manos de un hombre se cerraban sobre mis brazos por detrás.
Intenté débilmente soltarme, pero no pude.
Cerré los ojos ante el reflejo de la luz amarilla sobre el suelo.
—Éste es el punto P —dijo el hombre. Reconocí su voz. Era la del individuo más corpulento, el que había estado en el ático aquella tarde. Ya no llevaba la máscara puesta. Tenía los ojos y el cabello castaños y era bien parecido—. Nos ha dado usted muchos problemas —dijo. Luego se volvió hacia otro hombre—. Trae el grillete de la señorita Brinton.