2. EL COLLAR

No sabía cuánto tiempo había permanecido echada en el suelo sobre la gruesa alfombra.

Quizás hubiese transcurrido más de una hora a juzgar por la posición del sol que se filtraba a través de las cortinas.

Me incorporé, apoyándome sobre las manos y las rodillas, y me mire en el espejo llena de horror.

No pude reprimir un grito.

¡Estaba volviéndome loca!

Me lleve las manos a la cabeza y la sacudí.

Aferré mis dedos a la anilla que me rodeaba la garganta, para intentar quitármela del cuello. ¡Me la habían colocado mientras estaba inconsciente!

Alrededor de mi garganta, perfectamente encajada, había una delicada y brillante anilla de metal.

Con un extraño presentimiento busqué el cierre en la parte de atrás de mi cuello para soltarla. Mis dedos rebuscaron. No lo encontraban. La giré despacio y con cuidado, pues estaba muy ajustada. La examiné en el espejo. No había ningún cierre. Sólo una diminuta y resistente cerradura en la que debía encajar una llave pequeñísima. ¡La habían cerrado alrededor de mi garganta! Había algo escrito en ella, pero no podía leerlo. ¡La escritura estaba en una lengua que me resultaba desconocida!

La habitación comenzó a oscurecerse una vez más y también a girar, pero luche desesperadamente por mantenerme consciente.

Alguien estuvo en la habitación y colocó la argolla en mi cuello, y ese alguien podría seguir allí.

Con la cabeza baja y el cabello caído hacia la alfombra, andando a cuatro patas, sacudí la cabeza. No perdería el conocimiento. Permanecería consciente.

Mire a mí alrededor.

Mi corazón estuvo a punto de detenerse. La habitación estaba vacía. Me arrastré hasta el teléfono que estaba junto a la cama, sobre la mesilla de noche. Lo levanté con el máximo cuidado para no hacer ningún ruido. No había línea. El cable colgaba libremente. Los ojos se me llenaron de lágrimas.

Había otro teléfono en el salón, pero estaba al otro lado de la puerta. Me daba miedo abrirla. Miré hacia el cuarto de baño. Aquella estancia también me asustaba. No sabía lo que podía haber allí dentro.

Yo tenía un pequeño revolver. Nunca lo había disparado. Era la primera vez que pensaba en él. Conseguí ponerme en pie y me dirigí vacilante hacia el enorme armario de tres cuerpos que había a un lado del dormitorio. Hundí la mano bajo los pañuelos y la ropa interior del cajón y sentí su empuñadura. Grité de alegría. Miré el arma, sin poder creerlo. No pude ni hablar. Sencillamente no podía entender qué había sucedido. Casi en su totalidad se había convertido en un montón informe de metal. Era como si fuese un trozo de chocolate derretido. Lo deje caer de nuevo sobre la seda. Me erguí insensible y vi mi imagen en el espejo. Estaba indefensa. Pero mi terror no era un terror corriente.

Sentía que me había ocurrido mucho más de lo que podía ser explicado en los términos del mundo que me era conocido. Estaba asustada.

Corrí hacia las cortinas que cubrían el gran ventanal de mi habitación y las abrí de par en par.

Miré hacia la ciudad.

Allí estaba, oscurecida por los gases de la contaminación. Podía ver cientos de ventanas, algunas de las cuales reflejaban el sol, en medio de la dorada neblina. Podía ver los grandes muros de ladrillo, acero y cemento.

Era mi mundo.

Permanecí allí un momento, mientras el sol se posaba sobre mí a través del grueso y sucio cristal.

¡Era mi mundo!

Pero yo seguía desnuda tras el cristal, con la garganta rodeada por una anilla de acero de la que no podía desprenderme. Sobre mi muslo había una marca.

—¡No! —grite interiormente—. ¡No!

Me alejé de la ventana y, sigilosamente, me dirigí hacia la puerta del salón, que estaba un poco entreabierta. Hice acopio de valor y la abrí un poco más. Casi me desvanecí de alivio. No había nadie en la estancia. Todo estaba como yo lo había dejado.

Corrí a la cocina, que podía divisar desde el salón, y abrí un cajón a toda prisa. Saqué un cuchillo enorme. Me volví ferozmente, apoyando la espalda contra el mostrador de la cocina y blandiendo el cuchillo; pero allí no había nadie.

Con él en la mano me sentía más segura. Regresé al salón y fui hasta el teléfono. Juré para mis adentros al comprobar que el cordón había sido cortado.

Inspeccioné el ático. Las puertas estaban cerradas con llave. La vivienda estaba vacía y la terraza también.

El corazón me latía salvajemente. Pero me sentía mejor. Corrí al armario para vestirme, para salir de la casa y avisar a la policía.

Justo al llegar al armario, alguien llamó con fuerza a la puerta.

Me volví sujetando el cuchillo.

La llamada se repitió con más insistencia.

—Abran —ordeno una voz—. Policía.

Suspiré aliviada y corrí a la puerta, todavía con el cuchillo.

Al llegar me detuve, aterrorizada.

Yo no había llamado a la policía. Desde el ático no era fácil que alguien me hubiese oído gritar. No había intentado avisar a nadie al descubrir que los teléfonos estaban desconectados. Solo había querido escapar.

Quienquiera que estuviese al otro lado de la puerta, no podía ser la policía.

La llamada sonó más fuerte.

—Abran la puerta. Abran la puerta. ¡Policía!

Conseguí controlarme.

—¡Un momento! —contesté con tanta calma como pude lograr—. Ahora mismo abro. Me estoy vistiendo.

Las llamadas cesaron.

—Está bien —dijo la voz—. Dese prisa.

—Sí —respondí suavemente, sudando—. Ahora mismo.

Corrí al dormitorio y miré histéricamente a mi alrededor. Cogí algunas sábanas del armario de la ropa de cama, y las anudé nerviosa unas a otras. Corrí a la terraza. Sentí un mareo al mirar por encima de la barandilla. Pero unos cuatro metros más abajo había una pequeña terraza. Una de las muchas que sobresalían del edificio. Daba al apartamento de debajo. Al sol, con el aire que me irritaba los ojos, y partículas de hollín y cenizas cayendo sobre mí, anudé uno de los extremos de las sábanas firmemente a una barra de hierro que remataba el murete que rodeaba la terraza. El otro extremo cayó hacia abajo, a la pequeña terraza. De no haber estado aterrorizada, nunca hubiese tenido el valor para hacer algo semejante.

Las llamadas habían vuelto a comenzar. Notaba la impaciencia de los golpes.

Regresé al dormitorio para coger algo que ponerme, pero al entrar en la habitación oí que golpeaban la pesada puerta.

Advertí que no podía llevar el cuchillo conmigo mientras descendía por las sábanas, pues tendría que utilizar ambas manos. Tal vez hubiera podido sujetarlo entre los dientes, pero, con el pánico, no se me ocurrió. Estaba en la habitación cuando oí que la puerta comenzaba a ceder y a separarse de los goznes. Enloquecida, arrojé el cuchillo sobre la almohada y salí a la terraza. Sin mirar abajo, aterrorizada, con un nudo en el estómago, comencé a descender moviendo una mano después de la otra. Acababa de desaparecer de la barandilla cuando oí que la puerta saltaba y unos hombres entraban en el apartamento. En cuanto llegase a la terraza de abajo, estaría a salvo. Podía llamar la atención de los inquilinos de aquel apartamento o, si era preciso, con una silla o cualquier otra cosa romper los cristales y entrar.

Arriba, desde el interior del ático, me llego un grito de rabia.

Podía oír los ruidos de la calle, que me llegaban desde muy abajo. Pero no me atrevía a mirar.

Entonces mis pies tocaron las tejas de la terraza.

¡Estaba a salvo!

Algo suave, doblado y blanco se deslizo sobre mi cabeza y pasó ante mis ojos. Se introdujo en el interior de mi boca. Otro trozo de tela doblado pasó sobre mi cabeza. Alguien lo anudo firmemente en la parte posterior de mi cuello.

Intenté gritar, pero no pude hacerlo.

—¡La tenemos! —dijo una voz.