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Tristeza post-Havisham

Bellman vivía en un apartamento en Norland Park cuando no estaba trabajado en La caza del Snark. Llevaba veinte años como jefe de Jurisficción y estaba obligado, por mandato del Consejo de Géneros, a abandonar el puesto. Bellman, curiosamente, siempre se había llamado Bellman… no era más que una coincidencia que realmente hubiese sido también el personaje Bellman. Bradshaw había sido Bellman con anterioridad y, antes que él, lo había sido Virginia Woolf. En la época de Woolf, las reuniones de Jurisficción tendían a durar varias horas.

BELLMAN

El trabajo más difícil de la ficción

Llegué a la oficina de Jurisficción con una hora de retraso y toqué la campanilla de Bellman. Era la señal para llamarlo con urgencia y al momento apareció, todavía con la servilleta del almuerzo en el cuello. Me senté y le conté lo sucedido. Al oírlo, él también tuvo que sentarse.

—¿Dónde está ahora el Bluebird? —preguntó.

—De vuelta en el almacén —respondí—. He ordenado una investigación; da la impresión de que el eje falló por fatiga del metal.

—¿Un accidente?

Asentí. Después de todo no habían ido por ella. A pesar de todo lo sucedido, no tenía nada sospechoso para su muerte y sólo una llave fuera de su sitio en el caso de Perkins. Las carreras de coches tenían sus peligros y Havisham lo sabía mejor que la mayoría.

—¿Cuánto le queda?

—Ahora mismo están improvisando la escena de su muerte en Grandes esperanzas. El doctor dice que como mucho un capítulo… siempre que puedan mantener en un nivel mínimo las referencias y las apariciones.

Me palmeó el hombro.

—Tendremos que conseguir un genérico de grado A para ocupar su lugar —dijo en voz baja—. No destruiremos las esperanzas.

Se volvió hacia mí.

—Queda usted relevada del servicio activo durante unos días, señorita Next. Tómeselo con calma en casa y le asignaremos algunos trabajos tranquilos hasta que pueda volver al trabajo.

Apareció Tweed.

—¿Qué pasa? —exigió saber—. Me han dicho…

Bellman le agarró por el brazo y le explicó lo sucedido, mientras yo pensaba en Havisham y en la vida sin ella. Tweed se acercó y me puso una mano en el hombro.

—Lo lamento, Thursday. Havisham era una de las mejores; todos la teníamos en mucha estima.

Le di las gracias.

—Puede que le interesen estas copias de informes de la Gran Central Textual.

—¿Qué son?

Los puso en la mesa, frente a mí.

—Son los informes sobre UltraPalabra™ redactados por Perkins, Deane y la señorita Havisham. Todos lo valoran muy positivamente. Si a Perkins le asesinaron, no fue por UltraPalabra™.

—¿La experiencia de lectura definitiva?

—Eso parece. Un sistema moderno como éste precisa gente como usted para controlarlo, Next. Quiero que considere la posibilidad de aceptar un puesto permanente aquí, en la ficción.

Le miré. A mí me parecía bastante buena idea. Después de todo, en Swindon no me esperaba nadie.

—Suena bien, Tweed. ¿Puedo consultarlo con la almohada?

Sonrió.

—Tómese todo el tiempo que haga falta.

Regresé al bote volador y leí lo que la señorita Havisham había hecho con su escena final en Grandes esperanzas. Profesional hasta el final, había representado su propia muerte con una sensibilidad y una falibilidad que nunca le había visto manifestar en vida. Encontré una botella de vino, me serví un buen vaso y me lo bebí agradecida. Curiosamente, se me ocurrió que había una razón por la que no debía beber, pero no tenía ni la menor idea de cuál era. Me miré la mano en la que aquella mañana había llevado un nombre escrito. Havisham me había dicho que me lo borrase… pero aun así me intrigaba e intentaba deducir lo escrito de las marcas que quedaban.

—Londres —murmuré—. ¿Por qué me escribiría «Londres» en la mano?

Me encogí de hombros. El tinto era un amigo al que daba la bienvenida y me serví otra copa. Abrí el ejemplar UltraPalabra™ de El principito que me había dado Havisham. El libro olía un poco a melón y el papel parecía plástico fino, con las letras negras destacando contra el blanco lechoso de la página. El texto relucía a la débil luz de la cocina e, intrigada, metí el libro en la oscuridad de la alacena, donde el texto siguió tan claro como el día. Regresé a mi sitio en la mesa y probé la página sensible a la lectura. Las palabras cambiaron de rojo a azul a medida que las leía, luego volvieron al color original al releerlas. Apagué y encendí la característica PagiLuz™ y luego jugueteé con los niveles de volumen de las bandas sonoras de fondo y música.

Me puse a leer el libro, y en cuanto las primeras palabras entraron en mi cabeza se me abrió un inmenso abanico de nuevas sensaciones. Mientras leía la escena del desierto oí el sonido del viento en las dunas e incluso noté el calor y el sabor de la arena quemada. La voz del narrador era diferente a la del príncipe y no hacían falta incisos para distinguirlos. Era, como había afirmado Libris, una tecnología extraordinaria. Cerré el libro, me recosté en la silla y cerré los ojos.

Llamaron a la puerta.

Le indiqué al visitante que entrase. Era Arnold.

—¡Hola! —dijo—. ¿Puedo pasar?

—Como si estuvieses en tu casa —respondí—. ¿Una copa?

—Gracias.

Se sentó y me sonrió. No me había dado cuenta, la verdad, pero era bastante guapo.

—¿Dónde están los demás? —preguntó, mirando a su alrededor.

—Por ahí —respondí, agitando la mano en dirección al bote y sintiéndome algo mareada—. Lola probablemente esté debajo de su último amante, Randolph se estará quejando de eso mismo a alguien… y no tengo ni idea de dónde está Yaya. ¿Quieres una copa?

—Ya me has servido una.

—Pues sí. ¿Qué te trae por aquí, Arnie?

—Pasaba por delante. ¿Cómo van las cosas en él trabajo?

—Una mierda. Havisham está agonizando y algo va mal… pero no sé qué.

—He oído que los exteriores en ocasiones pasan por un periodo de «caída libre imaginativa» cuando intentan crear líneas arguméntales de la nada. Se te pasará. Yo no me preocuparía. Por cierto, felicidades —añadió—. He leído en el periódico lo de tu nombramiento.

Alcé la copa a modo de saludo y los dos bebimos.

—Entonces, ¿cómo va la cosa entre Mary y tú? —pregunté.

—Pues ha estado muerta durante mucho tiempo. Ella me considera un fracasado y…

—Te dice que te vayas al infierno. Sí, lo he oído. ¿Qué hay de Lola? ¿Te has acostado con ella?

—¡No!

—Debes de ser el único tipo en todo Caversham Heights que no lo ha hecho —declaré—. ¿Quieres otra copa?

—Vale. ¿Qué hay de ti? —preguntó—. Háblame de tu marido en el Exterior.

—No tengo marido —le dije—, nunca lo he tenido.

—Me dijiste…

—Probablemente fuese una de esas cosas que las mujeres dicen a veces para alejar a los hombres. Hubo un tipo llamado Snood, de la CronoGuardia, pero fue hace mucho tiempo. Sufrió de agre-gre-gre-gación temporal.

—¿Qué?

—Envejeció antes de tiempo. Murió.

De pronto me sentía confusa. Miré la copa de vino y la botella medio vacía.

—¿Qué pasa, Thursday?

—Oh… nada. ¿Sabes cuando de pronto te acuerdas de algo y no sabes por qué… una especie de flashback?

Sonrió.

—No tengo muchos recuerdos, Thursday, soy un genérico. Podría haber tenido un pasado, pero no se me consideró lo suficientemente importante.

—¿Eso es un lecho? Digo, ¿es un hecho? Bien, acabo de acordarme del White Horse, en Uffington, en casa. Hierba suave y cálida y cielos azules, sol en la cara. ¿Por qué me habré acordado de eso?

—No tengo ni idea. ¿No crees que ya has bebido demasiado?

—Estoy bien —le dije—. Bien como la lluvia. Nunca he estado mejor. ¿Qué tal es ser un genérico?

—No está mal —respondió, echando un trago—. El ascenso a un papel mejor o nuevo siempre es una posibilidad si eres lo suficientemente diligente y pasas por el intercambio de personajes. Echo de menos tener familia… eso debe de estar bien.

—Mi madre está como una chota —le dije— y papá no existe… es un caballero andante que viaja por el tiempo… no te rías… y tengo dos hermanos. Los dos viven en Swindon. Uno es sacerdote y el otro…

—¿Qué es?

Volvía a sentirme confusa. Probablemente fuese por el vino. Me miré la mano.

—No sé a qué se dedica. Hace años que no hablamos.

Tuve otro flashback, en esta ocasión de Crimea.

—Esta botella está vacía —murmuré intentando servirme vino.

—Primero hay que quitar el tapón —comentó Arnold—. Déjame.

Jugueteó con el corcho y lo sacó con mucho esfuerzo. Creo que estaba borracho. Algunas personas no saben controlarse.

—¿Qué opinas del Pozo? —preguntó.

—Está bien —respondí—. Aquí la vida es bastante cómoda para alguien del Exterior. No hay que pagar facturas, siempre hace buen tiempo y, lo mejor de todo, no hay Goliath, OpEspec ni comida de mi madre.

Reí estúpidamente y también él. A los pocos segundos nos desternillábamos. Hacía años que no me reía así.

Dejamos de reír.

—¿De qué nos reímos? —preguntó Arnold.

—No lo sé.

Y nos echamos a reír otra vez.

Me recuperé y volví beber.

—¿Bailas?

Arnie quedó patidifuso un momento.

—Claro que sí.

Lo llevé de la mano al salón, encontré un disco y lo puse. Le coloqué las maños sobre los hombros y él me agarró por la cintura. Me sentía extraña, como si algo no encajara, pero no me importaba. Ese día había perdido a una buena amiga y me merecía relajarme.

La música empezó a sonar y nos movimos a su ritmo. En tiempos pretéritos había bailado mucho, casi siempre con Filbert.

—Arnie, para tener una sola pierna bailas muy bien.

—Tengo dos piernas, Thursday.

Y volvimos a reír. Me apoyé en él y él se apoyó contra el sofá. Pickwick echó un vistazo y ahuecó las plumas con desagrado.

—¿Tienes alguna chica en el Pozo, Arnie?

—Ninguna —dijo muy despacio. Acerqué mi mejilla a la suya, encontré su boca y la besé, muy suavemente y sin ceremonia. El hizo un amago de apartarse, pero se detuvo y me devolvió el beso. Lo sentí peligrosamente necesario; no sabía por qué había estado soltera tanto tiempo. Me pregunté si Arnie se quedaría a dormir.

Dejamos de besarnos y dimos un paso atrás.

—Thursday, esto está mal.

—¿Qué podría estar mal? —pregunté, mirándole inestable—. ¿Quieres ver mi dormitorio? Tiene una vista espléndida del techo. —Tropecé un poco y me agarré al respaldo del sofá—. ¿Qué miras? —pregunté a Pickwick, que me miraba con furia.

—Me resuena la cabeza —murmuró Arnold.

—A mí también —respondí.

Arnold inclinó la cabeza y prestó atención.

—No son nuestras cabezas… es la puerta.

—La puerta de la percepción —comenté—, del cielo y el infierno.

Arnold abrió y entró una señora muy anciana vestida de guinga azul. Empecé a reír, pero me detuve cuando se me acercó y me quitó la copa.

—¿Cuánto has tomado?

—¿Dos? —respondí, apoyándome en la mesa.

—Botellas —me corrigió Arnie.

—Cajas… —añadí, riendo, aunque de manera súbita ya nada me parecía gracioso—. Presta mucha atención, Mujer de Guinga —añadí, mientras agitaba el dedo—, devuélveme la copa.

—¿Qué hay del bebé? —Me miraba peligrosamente.

—¿Qué bebé? ¿Quién va a tener un bebé? Arnie, ¿vas a tener un bebé?

—Es peor de lo que pensaba —murmuró—. ¿Los nombres de Aornis y Landen significan algo para ti?

—Nada en absoluto —respondí—, pero beberé por ellos si quieres. Hola, Randolph.

Randolph y Lola habían llegado a la puerta y me miraban conmocionados.

—¿Qué? —les pregunté—. ¿Me ha crecido otra cabeza o algo parecido?

—Lola, trae una cuchara —dijo la Mujer de Guinga—. Randolph, lleva a Thursday al baño.

—¿Por qué? —pregunté cayéndome al suelo—. Puedo caminar.

Lo siguiente que vi fue la parte posterior de las piernas de Randolph y el suelo del salón, luego las escaleras mientras me subía a hombros. Me dio hipo, pero el resto está un poco confuso. Recuerdo que me atraganté y vomité en el váter, luego me dejaron en la cama y me puse a llorar.

—Ha muerto. Quemada.

—Lo sé, cariño —dijo la anciana—. Soy tu yaya, ¿lo recuerdas?

—¿Yaya? —sollocé, comprendiendo de pronto quién era—. ¡Lamento haberte llamado Mujer de Guinga!

—No hay problema. Quizás emborracharse sea para bien. Ahora vas a dormir… y en este sueño lucharás para recuperar tus recuerdos. ¿Comprendes?

—No.

Suspiró y me limpió la frente con su pequeña mano rosada. Me tranquilizó y dejé de llorar.

—Te cuidado, querida. Usa el ingenio y sé más fuerte de lo que has sido nunca. Te esperaremos al otro lado, cuando amanezca.

Pero ya empezaba a desvanecerse porque el sueño me vencía, su voz resonando en mis oídos a medida que mi mente se relajaba y me transportaba a lo más profundo de mi subconsciente.