25

Havisham: un último aplauso

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Macbeth vuelto a contar a la levadura

(traducido por ../ / / ../ / / ..)

—¡Ah! —dijo Plum en cuanto entré en su despacho—. Señorita Next… Tengo buenas noticias y malas noticias.

—Primero las malas.

Plum se quitó las gafas y las limpió.

—El eyecto-sombrero. He recuperado los registros y he seguido el proceso de fabricación hasta el sombrero original; parece ser que más de cien personas estuvieron implicadas en su fabricación, modificación y revisión. Quince años es mucho tiempo de vida para un eyecto-sombrero. Si añadimos a la gente con los conocimientos adecuados, la lista se va a los seiscientos.

—Una red muy amplia.

—Eso me temo.

Fui hasta la ventana y miré. Dos pavos reales se pavoneaban por el jardín.

—¿Cuál era la buena noticia?

—¿Conoce a la señorita Scarlett de Archivos?

—¿Sí?

—Nos casamos el martes.

—Felicidades.

—Gracias. ¿Había algo más?

—No creo —respondí, yendo hacia la puerta—. Gracias por su ayuda, Plum.

—¡Ha sido un placer! —respondió cortés—. Dígale a la señorita Havisham que recibirá un nuevo eyecto-sombrero… éste es irreparable.

—No era de Havisham —le dije—, era mío.

Alzó las cejas.

—Se equivoca —dijo tras una pausa—. Mire.

Levantó el sombrero de fieltro de su mesa y me enseñó el nombre de Havisham grabado en la cinta con un número, detalles de fabricación y tamaño.

—Pero —pronuncié lentamente— yo llevaba este sombrero en…

Comprendí la espantosa verdad. Se había producido una confusión con los sombreros. Ese día no habían intentado matarme a mí… ¡iban por la señorita Havisham!

—¿Problemas? —dijo Plum.

—De los peores —murmuré—. ¿Puedo usar su notaalpiéfono?

No esperé la respuesta, tomé el cuerno metálico y pregunté por la señorita Havisham. No estaba en el Pozo ni en Grandes esperanzas. Colgué y salté al vestíbulo de la Gran Biblioteca, donde estaba situado el almacén general; si alguien sabía donde estaba Havisham, sería Wemmick.

El señor Wemmick no estaba ocupado; leía el periódico con los pies apoyados en el mostrador.

—¡Señorita Next! —dijo feliz, poniéndose en pie para darme la mano—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—La señorita Havisham —solté—, ¿sabe dónde está?

Wemmick se retorció las manos, atrapado.

—No estoy seguro de que quiera que se lo diga.

—¡Wemmick! —grité—. ¡Alguien ha intentando matar a la señorita Havisham y es posible que lo intente de nuevo!

Quedó conmocionado y se mordió el labio.

—No sé dónde está —dijo lentamente—, pero sé qué está haciendo.

Se me heló el corazón.

—Otro intento de lograr el récord de velocidad, ¿verdad?

Asintió mortificado.

—¿Dónde?

—No lo sé. Dijo que el Higham no era lo suficientemente potente. Firmó por un Bluebird, un coche de dos motores, de dos mil quinientos caballos de potencia. Casi no cabía en el almacén.

—¿Tiene idea de dónde iba a conducirlo?

—Ni la más mínima.

—¡Maldita sea! —grité, golpeando el mostrador con la mano—. ¡Piensa, Thursday, piensa!

Tuve una idea. Agarré el notaalpiéfono y pedí que me pusiesen con el Señor Sapo de El viento en los sauces. No estaba, pero Ratita sí y, después de explicarle quién era y lo que quería, me dio toda la información que precisaba. Havisham y el Señor Sapo corrían en Pendine Sands, en la República Socialista de Gales.

Corrí escaleras arriba para llegar a la obra de Dylan Thomas. Saqué un delgado volumen de poesía y me concentré en un punto de salida del Exterior. Para mi deleite, funcionó y salí catapultada de la ficción y llegué de bruces a una pequeña librería de Laugharne, el viejo pueblecito de Thomas en el sur de Gales. Era un santuario para visitantes galeses y no galeses, una de las ocho librerías del pueblo que vendían exclusivamente literatura galesa y recuerdos de Thomas.

Uno de los compradores, sorprendido, gritó al verme aparecer y yo di un paso atrás y caí sobre un montón de libros de cocina galesa. Me puse en pie y salí corriendo de la tienda. Un coche paró en seco delante de mí. Pendine Sands, con sus dieciséis kilómetros de playa llana, estaba en la costa de Laugharne y me haría falta un medio de transporte para llegar allí.

Le mostré a la conductora la placa de Jurisficción, que tenía aspecto oficial aunque no valiera para nada, y en mi mejor galés le dije:

Esgipysgod fi ond ble mae bws i Pendine?

Pilló la idea y me llevó hasta Pendine. Antes de que llegásemos vi el Bluebird en la arena al lado del coche del Señor Sapo y un grupito de gente. La marea estaba baja y una amplia extensión de invitadora arena lisa llamaba a la señorita Havisham. Mientras miraba con el pulso acelerado, dos penachos de humo negro surgieron de la parte posterior del Bluebird cuando arrancaron los motores. Incluso yo oía el gutural sonido mecánico.

Dewch ymlaen! —le dije a la conductora, y nos metimos en el aparcamiento para coches cerca de la estatua de John Parry Thomas.

Corrí hacia la playa, agitando los brazos y gritando, pero el ruido de los motores impidió que nadie me oyese, e incluso en caso de que me hubiesen oído, había pocas razones para que me hiciesen caso.

—¡Eh! —grité—. ¡Señorita Havisham!

Corrí todo lo rápido que pude, pero sólo logré agotarme, así que corrí algo más despacio con cada paso que daba.

—¡Alto! —grité, cada vez más débil y sin aliento—. ¡Por amor de Dios…!

Pero era demasiado tarde. Con otro gruñido profundo el coche empezó a moverse y aceleró sobre la arena. Me detuve y me hinqué de rodillas, intentando llenarme los pulmones de aire, con el corazón desbocado. El coche se alejó de mí, el rugido del motor fue disminuyendo a medida que la señorita Havisham surcaba la arena. La observé ir a velocidad medida hasta el otro extremo de la playa, luego girar en un amplio semicírculo para iniciar el primero de los dos recorridos. El motor volvió a rugir, convirtiéndose en un grito agudo a medida que el coche ganaba velocidad, las ruedas lanzando muy atrás una lluvia de arena y guijarros. Deseé que Havisham estuviese segura y que no pasase nada, y efectivamente, no pasó nada hasta que empezó a desacelerar después del primer recorrido. Yo suspiraba ya de alivio cuando una de las ruedas delanteras se soltó y quedó bajo el coche, que salió catapultado. El morro se hundió en la arena y el coche viró violentamente de lado. Oí que la gente gritaba de miedo y también oí una serie de golpes terribles del coche, que rodaba una y otra vez por la playa con el motor fuera de control porque las ruedas sólo se agarraban al aire. Acabó a unos quinientos metros de mí y corrí hacia él. Estaba a trescientos metros cuando el tanque de combustible estalló en un hongo de fuego que levantó de la arena el coche de tres toneladas. Cuando llegué, descubrí que por algún milagro la señorita Havisham había sobrevivido. Quizás habría sido mejor que no lo hubiese hecho. Tenía unas quemaduras horribles.

—¡Agua! —grité—. ¡Aguapara sus heridas!

El grupito de espectadores era inútil y no pudo hacer nada excepto mirar.

—¿Thursday? —murmuró a pesar de que no podía verme—. Por favor, llévame a casa.

Nunca había hecho un salto dual, llevando a alguien conmigo, pero lo hice. Salté directamente desde Pendine hasta Grandes esperanzas, justo a la habitación de la señorita Havisham, en la mansión Satis, junto al banquete de bodas en descomposición que no había sido, la estancia oscura, los relojes parados a las nueve menos veinte. Era el lugar donde la había visto por primera vez hacía muchas semanas ya, y sería el lugar donde la vería por última vez. La tendí en la cama e intenté ponerla cómoda.

—Querida Thursday —dijo—, me han pillado, ¿verdad?

—¿Quiénes, señorita Havisham?

—No lo sé. —Se puso a toser y durante un momento me pareció que no iba aparar—. Tú estás demasiado cerca de mí… ¡ahora irán por ti!

—Pero ¿por qué, señorita Havisham, por qué?

Me agarró la muñeca y me miró con sus penetrantes ojos grises, que no habían perdido la decisión ni un instante.

—Aquí tienes —dijo, pasándome su ejemplar UltraPalabra™ de El principito—. ¡Prueba tú!

—Pero…

—No voy sobrevivir a esto —susurró—, pero me quedan fuerzas suficientes para una buena salida. Pásame el brandy y llévame a mi última aparición en el libro; quedaré en paz con Pip y Estella. Creo que es lo mejor.

La noticia del accidente de la señorita Havisham se extendió con rapidez por Grandes esperanzas; me inventé la historia de que se había caído en el fuego e invité a Pip a que viniese a improvisar la escena de su muerte. Estaba disgustado, pero le daba un buen motivo para volver a la mansión Satis. Lo discutieron juntos, ella y Pip, y cuando estuvieron listos dije adiós y salí de la habitación. Esperé fuera con el corazón destrozado y me senté cuando oí un grito y vi un destello de luz anaranjada bajo la puerta. Oí que Pip maldecía y luego más golpes y gritos mientras apagaba el fuego con la capa. Con la mandíbula apretada me alejé, sintiendo la pérdida en mi corazón. En ocasiones había sido mandona y odiosa, pero me había protegido y me había enseñado bien. La recordaría hasta el momento de mi muerte.