Ibb y Obb tienen nombre y otra vez por Heights
APILALIBROS. Para eliminar de un libro el virus antiortografía, a la novela en cuestión se trasladan muchos miles de diccionarios y se apilan a ambos lados de la zona afectada formando una barrera ortográfica. A continuación, ese muro de diccionarios se va desplazando, párrafo a párrafo, hasta que el virus queda retenido en una única frase, luego en una palabra, para finalmente ser eliminado por completo. El trabajo lo realizan los ApilaLibros, normalmente genéricos de grado D, aunque desde hace muchos años el Grupo Ortográfico de Respuesta Rápida (GORR) ha estado formado por más de seis mil señoras Danvers sobrantes del Pozo (véase Danvers, señora, superproducción de).
GATO DE AU DE W
Guía de Jurisficción a la Gran
Biblioteca (glosario)
Habían transcurrido tres días. Acababa de pasar por mi vómito matutino y estaba tendida en la cama, mirando fijamente la nota de Yaya e intentando encontrarle sentido. Una única palabra: «Recuerda.» ¿Qué se suponía que debía recordar? Todavía no había vuelto de la corte de los Medici y, aunque la nota podría haber sido el producto de uno de los «momentos de confusión» de Yaya Next, me seguía inquietando. Había algo más. Junto a la cama tenía el boceto de un hombre atractivo de treinta y muchos años. No sabía quién era… lo que no dejaba de resultar curioso, porque lo había dibujado yo.
Una llamada emocionada a la puerta. Era Ibb. A lo largo de la semana su aspecto se había vuelto más femenino, hasta el punto de permitirse aires de altivez durante todo el miércoles. Obb, por su parte, había insistido en que él tenía razón en todo, lo sabía todo y se había enfurruñado cuando le demostré que no era así y que todos sabíamos dónde acabaría por ese camino.
—Hola, Ibb —dije, dejando el dibujo a un lado—, ¿cómo estás?
Ibb respondió bajándose la cremallera y abriéndose la parte superior del mono.
—¡Mira! —exclamó emocionada, mostrándome los pechos.
—Felicidades —dije lentamente, un poco mareada—. Eres ella.
—¡Lo sé! —dijo Ibb, incapaz de contener su emoción—. ¿Quieres ver el resto?
—No gracias —respondí—, te creo.
—¿Puedes prestarme un sostén? —preguntó, subiendo y bajando los hombros—. Las tetas no son muy cómodas.
—No creo que los míos te sirviesen —dije precipitadamente—. Tienes unos pechos mucho más grandes que los míos.
—Oh —respondió, desinflada, para luego añadir—: ¿Qué me dices de una goma para el pelo y un cepillo? No puedo hacer nada con este pelo. Arriba, abajo… quizá debería cortármelo. ¡Desearía tanto tenerlo rizado!
—Ibb, está perfecto, en serio.
—Lola —me corrigió—, quiero que a partir de ahora me llames Lola.
—Muy bien, Lola —respondí—, siéntate en la cama.
Así que Lola se sentó y, mientras yo le cepillaba el pelo, me contó una idea para perder peso que se le había ocurrido y que por lo visto consistía en pesarse con un pie en la báscula y otro en el suelo. Con esa idea, me dijo, podría perder todo el peso que quisiese y no tendría que renunciar a los pasteles. Luego se puso a hablar sobre otra genialidad que había descubierto, tan divertida que la estaba haciendo mucho… y además le parecía que no tendría ningún problema para conseguir que los hombres la ayudasen.
—Pero ten cuidado —le dije—. Piensa antes lo que vas a hacer y con quién vas a hacerlo. —Era el consejo que mi madre me había dado.
—Oh, sí —me aseguró Lola—. Tendré mucho cuidado. Siempre les pregunto antes cómo se llaman.
Cuando terminé, se miró al espejo un momento, me dio un tremendo abrazo y salió por la puerta. Me vestí despacio y bajé a la cocina.
Obb estaba sentado a la mesa pintando un oficial de caballería napoleónico de la altura de una tapa de bolígrafo. Miraba intensamente el jinete en miniatura y fruncía el ceño por la concentración. En los últimos días se había convertido en un hombre guapo de pelo oscuro y al menos metro noventa, con voz profunda de cadencia mesurada; aparentaba unos cincuenta años. Estaba claro que era un él, pero esperaba que no intentase demostrármelo de la misma forma que Lola.
—Buenos días, Obb —dije—. ¿Desayunamos?
El jinete se le cayó al suelo.
—¡Mira lo que me has hecho hacer! —gruñó, pero añadió—: Una tostada, por favor, y café… y me llamo Randolph, no Obb.
—Felicidades —le dije, pero sólo me gruñó en respuesta. Encontró el oficial de caballería y siguió pintando.
Lola entró a saltos en el salón, vio a Randolph y se detuvo un momento para mirarse las uñas recatadamente, con la esperanza de que él se volviese a mirarla. No lo hizo. Así que se le acercó y dijo:
—Buenos días, Randolph.
—Buenos días —gruñó él sin alzar la vista—, ¿cómo has dormido?
—Como un tronco.
—Muy propio de ti, ¿no?
Ella no captó el insulto y siguió parloteando.
—¿No quedaría más bonito en amarillo?
Randolph se detuvo y la miró.
—El azul es el color del uniforme de los oficiales de caballería napoleónicos, Lola. El amarillo es el color de las natillas… y de los plátanos.
Lola se giró hacia mí, hizo una mueca y luego se sirvió café.
—¿Podremos ir de compras? —me preguntó—. Si vamos a comprar ropa interior, bien podemos conseguir maquillaje y un poco de perfume; podríamos probarnos ropa y, en general, hacer cosas de chicas… Te llevaría a almorzar e intercambiaríamos chismes. Podríamos ir a la peluquería y luego comprar un poco más, hablar de novios y quizá luego ir al gimnasio.
—No es exactamente mi estilo —dije muy despacio, intentando decidir en qué libro San Tabularrasa había decidido que Lola podía encajar mejor. No recordaba la última vez que había pasado un día de chicas, pero desde luego no había sido en esa década. La mayor parte de lo que me ponía lo compraba por correo. ¿De dónde iba a sacar tiempo para ir de compras?
—¡Oh, vamos! —dijo Lola—. Un día de descanso te vendría bien. ¿Qué hiciste ayer?
—Asistir a un curso sobre el salto entre libros usando el sistema de posicionamiento por ISBN.
—¿Y anteayer?
—Prácticas en el uso de cribas textuales para capturar LibroHuidos.
—¿Y el día anterior?
—Estuve buscando en vano al Minotauro.
—Razón concreta por la que te hace falta un descanso. Ni siquiera tenemos que salir del Pozo. Todavía están construyendo el último catálogo de Grattan. Podemos entrar porque conozco a alguien que trabaja a tiempo parcial justificando texto. Por favor, di que sí. ¡Para mí significa mucho!
Suspiré.
—Vale, vale… pero después del almuerzo. Toda la mañana la tengo ocupada con lo de Mary Jones en Caversham Heights.
Dio saltos de alegría y palmadas de felicidad. No pude menos que sonreír ante esa manifestación de infantil entusiasmo.
—Podrías comprar una talla más —dijo Randolph.
Lola entornó los ojos y se volvió.
—¿Qué pretendes insinuar? —preguntó furiosa.
—Exactamente lo que he dicho.
—¿Qué estoy gorda?
—Tú lo has dicho, no yo —respondió Randolph, concentrándose en el soldado de metal.
Lola le echó un vaso de agua en el regazo.
—¿Por qué demonios lo has hecho? —gritó Randolph poniéndose en pie y agarrando una servilleta.
—Para darte una lección —gritó Lola, agitando el dedo frente a su cara—. ¡No puedes decir lo que te dé la gana a quien te dé la gana!
Y se fue.
—¿Qué te había dicho? —me preguntó Randolph exasperado—. ¿Lo has visto? ¡No tenía ninguna razón para hacerlo!
—Creo que has salido bien parado —le dije—. Si fuese tú, me iría a disculpar.
Se lo pensó unos segundos, hundió los hombros y se fue en busca de Lola, a la que oía lloriquear en algún lugar cercano a la popa del bote volador.
—¡Amor juvenil! —dijo una voz a mi espalda—. Dieciocho años de emociones concentrados en una única semana… no puede ser fácil, ¿verdad?
—¡Yaya! —exclamé, girándome—. ¿Cuándo has vuelto?
—Ahora mismo —respondió. Se quitó el sombrero y los guantes de guinga y me dio dinero.
—¿Qué es esto?
—Los genéricos D-3 pueden ser insoportablemente literales pero también rentables. Le pedí al taxista que recorriese marcha atrás todo el camino hasta aquí y al final del viaje él me debía dinero a mí. ¿Cómo van las cosas?
Suspiré.
—Bien, es como tener en casa a un par de adolescentes.
—Considéralo como un entrenamiento para cuidar de tus propios hijos —dijo Yaya, sentándose y bebiéndose mi café.
—¿Yaya?
—Sí.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? Es decir, estás aquí, ¿no? No será sólo un recuerdo o algo así, ¿verdad?
—Oh, soy completamente real. —Rio—. Sólo hace falta que te cuiden un poco hasta que acabemos con Aornis.
—¿Aornis? —pregunté.
—Sí. —Yaya suspiró—. Concéntrate en pensar un momento.
Repasé el nombre mentalmente y, sí, Aornis surgió de la oscuridad como un barco surge de la niebla. Pero la niebla era espesa y había otras cosas ocultas en ella… podía sentirlo.
—Oh, sí —murmuré—, ella. ¿Qué más se supone que debía recordar?
Él también surgió de la niebla. El hombre del dibujo. Me senté y me agarré la cabeza con las manos. No podía creer que le hubiese olvidado.
—Yo lo considero un poco como pasar el sarampión —dijo Yaya, dándome palmaditas en la espalda—. Te curaremos, no temas.
—Pero ¿luego tendré que enfrentarme a ella otra vez, en el mundo real?
—Los mnemonomorfos son siempre más fáciles de contener en el plano físico —comentó—. Una vez que la hayas derrotado mentalmente, el resto será fácil.
La miré.
—Vuelve a hablarme de Landen.
Y lo hizo, durante una hora… hasta que tuve que volver a ocupar el puesto de Mary Jones.
Fui a Reading en el coche de Mary, adelantando Minis, Morris Marina azules y los ubicuos camiones de productos para los pies de Spongg. A lo largo de mi vida había visitado el Reading real en muchas ocasiones y, aunque el Reading de Heights era una buena imitación, le faltaban detalles. Faltaban muchas calles, la biblioteca era un supermercado, el distrito de Caversham se parecía bastante más a Beverly Hills de lo que yo recordaba, y el centro, muy asqueroso, parecía más Nueva York en los años sesenta. Creía saber en qué se había inspirado su autor; supongo que era una licencia artística… para intensificar el dramatismo.
Me paré en un atasco y tamborileé con los dedos sobre el volante. La investigación de la muerte de Perkins no había avanzado mucho. Bradshaw había encontrado el candado y la llave parcialmente fundidos en los restos de la torre, pero no nos indicaban nada. Havisham y yo tampoco habíamos tenido mejor suerte: después de tres días de discretas investigaciones, sólo habíamos logrado averiguar dos cosas. Primero, que sólo ocho miembros de Jurisficción tenían acceso a La espada de los zenobianos y que uno de ellos era Vernham Deane. Lo menciono simplemente porque había sido declarado desaparecido después de una excursión a Ulises para intentar descubrir qué había pasado con los signos de puntuación robados del último capítulo. Nadie le había visto desde entonces. Batidas sucesivas por Ulises no habían logrado demostrar que hubiese estado allí. Puesto que carecíamos de más información, Havisham y yo habíamos empezado a considerar la posibilidad de que Perkins hubiese quitado él mismo el candado… para limpiar la jaula o algo así, aunque parecía más bien dudoso. ¿Y qué había de mi eyecto-sombrero saboteado? Ni a Havisham ni a mí se nos ocurría ninguna idea de por qué me iban a considerar una amenaza; como le encantaba comentar a Havisham, yo era «completamente insignificante».
Pero la gran noticia de los últimos días era que se había fijado la fecha de la implantación de UltraPalabra™. La Gran Central Textual la había adelantado una quincena para hacerla coincidir con el 923 Premios Anuales del MundoLibro. Durante la ceremonia, Libris inauguraría el nuevo sistema ante un público de siete millones de personajes. Bellman nos contó que había ido a la Gran Central Textual y que había visto personalmente los nuevos dispositivos UltraPalabra™. Nuevo y reluciente, cada dispositivo podía procesar hasta mil lecturas simultáneas de un mismo libro. Los viejos dispositivos V8.3 tenían suerte si podían soportar cien.
Bajé la ventanilla y miré al exterior. Los atascos en Reading eran habituales, pero normalmente se movían un poquito y ése llevaba inmóvil veinte minutos. Exasperada, salí del coche y fui a echar un vistazo. Curiosamente, parecía que se había producido un accidente. Digo curiosamente porque todos los conductores y peatones de Caversham Heights eran genéricos de D-2 a D-9 y algo tan dramático como un accidente de tráfico quedaba fuera de su capacidad. Mientras caminaba junto a los ocho Morris Marina azules que había delante de mí, me di cuenta de que todos ellos tenían una abolladura idéntica en la parte delantera y el parabrisas roto en el mismo sitio. Cuando llegué a la cabeza de la cola, vi que en el incidente estaba implicado uno de los camiones Spongg. Pero aquel camión era diferente. Los otros eran Fords sucios de carrocería Luton con manchas de gasolina en la tapa del depósito y una puerta plegable en la parte posterior. Ese camión no era así. Era de un blanco inmaculado y estaba limpísimo. Me di cuenta de que las ruedas no eran exactamente redondas, sino más bien polígonos de cincuenta lados que daban la impresión de ser círculos. Presté más atención. Los neumáticos no tenían detalles superficiales ni textura. Eran de un negro plano, sin profundidad. El conductor no era mucho más detallado que el camión; él (o ella o ello) era rosado y cubista, de rasgos simples y con un mono azul claro. El camión había girado a la izquierda y había chocado con uno de los Morris Marina azules, dañándolos a todos de la misma forma. El conductor, un hombre de pelo gris con un traje de espiguilla, intentaba quejarse al chófer cubista sin demasiada fotuna. El chófer se giró para mirarle, intentó hablar, renunció y miró al frente, ejecutando los movimientos de conducir el camión a pesar de que estaba parado.
—¿Qué pasa? —pregunté a la pequeña multitud que se acumulaba.
—El idiota ha girado a la izquierda cuando no debía —explicó el conductor de pelo gris del Morris Marina, mientras un clon idéntico de pelo gris, genérico D-4, asentía vigorosamente—. ¡Podríamos haber muerto todos!
—¿Estás bien? —le dije al chófer cubista, que me miró sin verme e intentó cambiar de marcha.
—Llevo conduciendo por Caversham Heights desde que se escribió el libro y jamás había tenido un accidente —continuó muy indignado el conductor del Morris Marina—. Perderé la bonificación de mi póliza por culpa de esto… y lo que es peor, ¡no le puedo sacar ni una palabra con sentido!
—Yo lo vi todo —dijo otro chófer de camión Spongg… en esta ocasión uno de verdad—. Sea quien sea, debe volver a la autoescuela y asistir a algunas clases más.
—Bien, el espectáculo ha terminado —les dije—. Señor Conductor de Morris Marina, ¿puede conducir su coche?
—Eso creo —respondieron al unísono los ocho conductores idénticos de mediana edad.
—Entonces, salgan de aquí. ¿Chófer genérico de camión?
—¿Sí?
—Encuentre una cuerda para remolcar y saque este montón de basura de la carretera.
Se fue a cumplir mis órdenes mientras los ocho conductores de Morris Marina se llevaban sus coches, que petardeaban de la misma forma.
Estaba yo dirigiendo el tráfico alrededor del camión siniestrado cuando, con un restallido, el camión cubista desapareció de la carretera dejando sólo un ligero olor a melón. Miré fijamente el espacio que había ocupado el camión. Los conductores estaban más que contentos de que aquel obstáculo para sus rutinarias vidas hubiese sido eliminado, por lo que hicieron sonar las bocinas y siguieron su camino. Examiné con atención esa zona de la carretera, pero no encontré nada excepto un único tornillo del mismo estilo que el camión… sin textura, simplemente una forma cúbica. Regresé a mi coche, lo guardé en el bolso y seguí avanzando.
Jack me esperaba en el exterior del gimnasio de Mickey Finn, situado sobre unas tiendas de la avenida Coley. Estábamos allí para interrogar a un promotor de boxeo sobre unas acusaciones de peleas amañadas. Era la mejor escena de Caversham Heights: electrizante, realista y con buenos diálogos y caracterización. Me reuní con Jack un poco antes mientras la narración seguía por una subtrama relativa a un envío perdido de cetamina, por lo que tuvimos tiempo de cruzar unas palabras. Caversham Heights no era una narración en primera persona… lo que, la verdad, estaba bien, porque no me parecía a mí que Jack fuese un personaje lo suficientemente profundo como para sostener la primera persona.
—Buenos días, Jack —dije acercándome—. ¿Cómo van las cosas?
Parecía estar mucho más contento que la última vez que le vi y me sonrió amistosamente, pasándome una taza de café.
—Genial, Mary. Debería llamarte Mary, ¿no?, por si se me escapa cuando estemos leyendo. Escucha, anoche fui a ver a mi esposa, Madeleine, y tras un intercambio de opiniones con el corazón en la mano llegamos a un acuerdo.
—¿Vas a volver con ella?
—No exactamente —respondió Jack, tomando un sorbo de café—, pero ¡acordamos que si dejo de beber y no vuelvo a ver nunca a Agatha Diesel se lo pensará!
—Bien, es un comienzo, ¿no?
—Sí —respondió Jack—, pero puede que no sea tan fácil como crees. Esta mañana he recibido esta carta.
Me la entregó. La desdoblé y leí:
Estimado señor Spratt:
Ha llegado a nuestro conocimiento que es posible que esté intentando usted dejar el alcohol y reconciliarse con su esposa. Aunque lo aprobamos como recurso narrativo para generar más fricciones y conflictos internos, le aconsejamos encarecidamente que no lleve el asunto hasta una feliz reconciliación, ya que tal cosa sería contravenir la Regla 11c del código de la Unión de Detectives Tristes y Solitarios, ratificada por la Unión de Detectives Literarios, y podría ocasionar su expulsión de la asociación con la consiguiente pérdida de beneficios.
Confío en que haga lo razonable y abandone ese comportamiento dañino y anormal antes de que produzca su caída.
P. D. A pesar de habérselo exigido repetidamente no conduce usted un coche clásico ni se dedica a ninguna afición rara. Por favor, hágalo de inmediato o sufrirá las consecuencias.
—Vaya —murmuré—, viene firmada por…
—Sé quién la firma —respondió Jack con tristeza, recuperando la carta—. La unión es muy poderosa. Tiene influencias que llegan hasta el mismísimo Gran Panjandrum. Podría acelerar la destrucción de Caversham Heights, no retrasarla. El padre Brown quiso renunciar al sacerdocio en incontables ocasiones, pero, bien, la unión…
—Jack —dije—, ¿qué quieres tú?
—¿Yo?
—Sí, tú.
Suspiró.
—No es nada simple. Soy responsable de los setecientos ochenta y seis personajes del libro. Piénsalo… todos esos genéricos vendidos a precio de saldo como pavos después de Navidad o reducidos a texto. ¡Me estremezco sólo de pensarlo!
—Eso puede pasar igualmente, Jack. Al menos de esta forma podemos pelear. Actúa por ti mismo. Aléjate de la norma.
Volvió a suspirar y se pasó los dedos por el pelo.
—Pero ¿qué hay del conflicto? ¿No es ésa la gracia de ser un detective solitario? ¿La horrorosa autodestrucción, las batallas internas con uno mismo para condimentar el procedimiento policial y permitir que la narración avance de forma más interesante? No podemos limitarnos a asesinato-interrogatorio-interrogatorio-segundo asesinato-conjetura-interrogatorio-conjetura-falso final-giro dramático-resolución, ¿verdad? ¿Dónde está el interés si el detective no se interesa sentimentalmente por alguien relacionado con el primer asesinato? Vamos, ¡es posible que nunca más tenga que volver a elegir entre la justicia y mis propios sentimientos!
—¿Y qué más da si no es así? —insistí—. No hace falta que sea así. Hay muchas formas de lograr que una historia sea interesante.
—Vale —dijo él—, digamos que efectivamente vivo feliz para siempre con Madeleine y los niños. ¿De dónde voy a sacar las subtramas? En una historia como ésta, el conflicto, a falta de un término mejor, es bueno. El conflicto es bueno. El conflicto funciona.
Me miró furioso, pero yo sabía que él seguía creyendo en sí mismo… lo demostraba el hecho de que estuviésemos manteniendo aquella conversación.
—No tienen que ser conflictos matrimoniales —le dije—. Podemos obtener algunas subtramas en el Pozo e incorporarlas. Estoy de acuerdo en que la narración no te puede acompañar siempre, pero si… Vaya, creo que tenemos compañía.
Un Triumph Herald rosa había parado. La mujer de mediana edad que lo conducía salió, fue directamente hacia Jack y le dio una buena bofetada en la cara.
—¡Cómo te atreves! —le gritó—. Te esperé tres horas en el bar Triste & Solo. ¿Qué te pasó?
—Te lo dije, Agatha, estaba con mi esposa.
—Claro que sí —escupió ella alzando la voz—. No me vengas con tus mentiras patéticas… ¿A quién te estás tirando? ¿A una de las putillas de la estación?
—Es cierto —le dijo él con tranquilidad, más conmovido que enfadado—. Ya te lo dije anoche… se ha acabado, Agatha.
—¿Ah, sí? Supongo que esto es cosa tuya —dijo mirándome, con el desprecio y la furia en los ojos—. ¿Te presentas gracias al Programa de Intercambio con tus aires del Exterior y esa tontería de la autodeterminación y crees que puedes mejorar la narración? ¡Vaya con vuestra suprema arrogancia!
Se detuvo un momento y nos miró.
—Os acostáis juntos, ¿no?
—No —le dije con firmeza—, y si aquí las cosas no mejoran pronto no habrá libro. Si quieres un traslado, seguro que podré arreglar algo…
—Para ti todo es muy fácil, ¿no? —dijo su rostro convulsionado de furia y luego de miedo, gritando—: ¿Crees que puedes hacer un par de llamadas de notaalpiéfono y todo estará genial? —Me apuntó con un dedo largo y huesudo—. Bien, te lo voy a decir claro, señorita Exterior, ¡no voy a rendirme sin luchar!
Nos miró con furia, regresó al coche y se alejó con un chirrido de ruedas.
—¿Te vale como subtrama conflictiva? —pregunté. Pero a Jack no le hizo gracia.
—Veamos qué más se te ocurre. No estoy seguro de que ésa me guste demasiado. ¿Has descubierto cuándo va a leernos la inspección de libros?
—Todavía no —le dije.
Jack miró la hora.
—Vamos, tenemos que hacer la escena de las peleas amañadas. Te gustará. Mary algunas veces llegaba un poco tarde con su frase «si no sabes nada no te podemos ayudar», cuando usábamos el viejo recurso del policía bueno y el policía malo, pero tú sígueme la corriente y todo irá bien.
Parecía mucho más feliz tras haberse enfrentado a Agatha, y cruzamos la calle para llegar a unas escaleras de hierro oxidado que llevaban hasta el gimnasio.
Reading, martes. Llevaba toda la noche lloviendo y las calles mojadas por la lluvia reflejaban el cielo adusto. Mary y Jack subieron los escalones de hierro que llevaban hasta el gimnasio de Mickey Finn, un antro lúgubre que olía a sudor y a sueños donde los prometedores intentaban escapar de la clase baja de Reading a base de entrenamiento. Mickey Finn era un ex boxeador, con ojos marcados y un temblor para demostrarlo; se había hecho entrenador y posteriormente mánager. Por entonces se limitaba a dirigir el gimnasio y ocasionalmente se dedicaba a la venta de drogas.
—¿A quién hemos venido a ver? —preguntó Mary mientras sus pies resonaban sobre los escalones metálicos.
—A Mickey Finn —respondió Jack—. Hace unos años tuvo problemas y yo di la cara por él. Me debe una.
Llegaron arriba y abrieron la puer…
Fue una suerte que la puerta se abriese hacia fuera. De haberse abierto hacia dentro, yo no estaría aquí para contarlo. Jack se balanceó en el borde hasta que le agarré por el hombro y tiré de él. Lo único que quedaba del gimnasio de Mickey Finn eran tablones cortos que a medio metro cambiaban a prosa descriptiva. Los jirones del final se agitaban como penachos al viento. Más allá de esos restos sólo había una caída de vértigo hasta un mar desapacible que un tifón había convertido en frenesí. Las olas se alzaban y caían empujando barquitos arrastreros con marineros a bordo con impermeable. Pero el mar no era un mar de agua como los que yo conocía; las olas eran de letras, algunas de las cuales formaban palabras y, en ocasiones, frases. De vez en cuando, una palabra o una frase se separaba de la superficie, momento en que los marineros la atrapaban con salabres.
—¡Maldición! —dijo Jack—. ¡Maldita sea!
—¿Qué pasa? —pregunté mientras letras que formaban «saxofón» venían directamente hacia nosotros, se convertían en un saxofón real al atravesar la puerta y luego golpeaban con estruendo la escalera. Las nubes de letras sueltas, en el cielo, sobre el mar agitado, contenían signos de puntuación que giraban formando feos patrones. De vez en cuando un rayo golpeaba el mar y las letras se arremolinaban cerca del punto de descarga, formando palabras espontáneamente.
—¡El Mar Textual! —gritó Jack para hacerse oír a pesar del viento. Intentamos cerrar la puerta contra la ventolera mientras un gramásito volaba junto a nosotros emitiendo un «¡garrr!» y, con habilidad, ensartaba un verbo que había saltado del mar en el peor momento.
Descargamos todo nuestro peso contra la puerta y la cerramos. El viento ya no era tan ensordecedor y el trueno no era ahora más que un retumbar distante tras la puerta. Recogí el saxofón abollado.
—No tenía ni idea de que el Mar Textual tuviese una representación —dije, jadeando—. Pensaba que no era más que una idea abstracta.
—Oh, es real, muy real —respondió Jack recogiendo su sombrero—, tan real como cualquier otra cosa de aquí abajo. El Mar Sígnico es la base de toda la prosa escrita en caracteres latinos. De alguna forma está conectado con el Océano Cirílico, pero no conozco los detalles. Sabes lo que esto significa, ¿verdad?
—¿Los ladrones de escenas han pasado por aquí?
—A mí me suena más a borrado —respondió Jack—, eliminado. Todo el conjunto: personajes, ambientación, diálogos, subtrama y el recurso narrativo de las peleas amañadas que el autor había birlado de La ley del silencio.
—¿Adónde han ido a parar?
—Probablemente a otro libro del mismo autor. —Jack suspiró—. Viene a demostrar que no nos queda mucho tiempo en el Pozo. Es el siguiente clavo en el ataúd.
—¿No podemos saltar al siguiente capítulo y descubrir al traficante muerto cuando la operación encubierta sale mal?
—No serviría de nada —dijo Jack, negando con la cabeza—. Veamos… yo jamás habría sabido de la implicación de Hawkins en el gran plan de Davison. Lo que es más importante: si no habla conmigo, no habría razón para matar a Mickey Finn, así que habría estado presente para parar la pelea antes de que Johnson hiciese su apuesta de trescientas mil libras… y la emotiva escena en las dos últimas páginas del libro con el joven no tendrá sentido a menos que lo conozca aquí primero. Mierda. No hay congruentista en el Pozo que pueda arreglar esta situación. Estamos acabados, Thursday. Tan pronto como el libro se dé cuenta de que la escena del gimnasio ha desaparecido, la trama comenzará a deshacerse por sí sola. Tendremos que declararnos en quiebra literaria. Si lo hacemos rápido, es posible que consigamos que muchos trozos sean reasignados a otros libros.
—¡Debe haber algo que podamos hacer!
Jack pensó un momento.
—No, Thursday. Ya está. Me rindo.
—Un momento —dije—. ¿Qué tal si volvemos a entrar pero, en lugar de que los dos subamos las escaleras, tu empiezas arriba y nos encontramos a medio camino y tú me explicas lo que has descubierto? De ahí saltamos directamente al capítulo ocho y… me miras de una forma rara.
—Mary…
—Thursday.
—Thursday. Si lo hacemos, el capítulo siete sólo tendrá un párrafo.
—Es mejor que nada.
—No saldrá bien.
—Vonnegut lo hace continuamente.
Suspiró.
—Vale. Dirija usted, maestro.
Sonreí y retrocedimos tres páginas.
Reading, martes. Llevaba toda la noche lloviendo y las calles mojadas por la lluvia reflejaban el cielo adusto. Mary llegaba tarde y se encontró con Jack, que bajaba ya las escaleras del gimnasio. Sus pisadas resonaban en los escalones de hierro.
—Lamento llegar tarde —dijo Mary—. Se me ha pinchado una rueda. ¿Has hablado con el contacto?
—Eh… sí —respondió Jack—. Si hubieses visto el gimnasio, que por supuesto no has visto, te habría parecido un lugar lúgubre que huele a sudor y a sueños, donde los prometedores intentan escapar de la clase baja de Reading a base de entrenamiento.
—¿A quién ibas a ver? —preguntó Mary mientras iban hacia el coche.
—A Mickey Finn —respondió Jack—, un ex boxeador con ojos marcados y un temblor para demostrarlo. Me ha contado que Hawkins está implicado en el gran plan de Davison. Se habla de un gran envío que llegará el cinco y también ha dejado escapar que iba a ver a Jethro… un detalle cuya importancia no percibiré hasta más tarde.
—¿Algo más? —preguntó Mary, con expresión pensativa.
—No.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Estás SEGURO seguro?
—Eh… no, espera. Me acabo de acordar. Había un chico preparándose para su primer combate. Podría irle bien. Mickey ha dicho que es el mejor que ha visto nunca. Podría ser un aspirante al título.
—Parece que has tenido una mañana ocupada —dijo Mary, mirando el cielo gris.
—La más ocupada de todas —respondió Jack, poniendo su chaqueta sobre los hombros de Mary—. Vamos, te invito a almorzar.
El capítulo concluyó y Jack se cubrió la cara con las manos y gimió.
—No puedo creer que haya dicho «un detalle cuya importancia no percibiré hasta más tarde». No se lo van a tragar. ¡Es basura!
—Escucha —dije—, deja de preocuparte. Quedará bien. Simplemente tenemos que sostener el libro el tiempo suficiente para encontrar un plan de rescate.
—¿Qué podemos perder? —respondió Jack con bastante estoicismo—. Ve a Jurisficción y a ver qué puedes descubrir sobre la inspección de libro. Yo haré algunas audiciones e intentaré reconstruir la escena de memoria. —Hizo una pausa—. Thursday…
—¿Sí?
—Gracias.
Volví al bote volador.
Tras haber dicho que no me iba a implicar en la política interna, me sorprendía mi camaradería con los de Caversham Heights. Lo admito, el libro era bastante malo, pero no mucho peor que cualquier novela de Farquitt. Quizá me sentía de aquel modo porque era mi hogar.
—¿Nos vamos de compras? —preguntó Lola, que me había estado esperando—. Tengo que comprar algo para llevar dentro de dos semanas a los Premios MundoLibro.
—¿Te han invitado?
—Nos han invitado a todos —dijo emocionada—. Aparentemente los organizadores van a pedir prestada a Ciencia Ficción tecnología de desplazamiento de campo. En resumen, nos podrán sentar a todos en la Starlight Room. ¡Va a ser todo un acontecimiento!
—Seguro que sí —dije subiendo. Lola me siguió y observó desde la cama mientras yo me quitaba la ropa de Mary.
—Eres muy importante en Jurisficción, ¿no?
—En realidad no —respondí, intentando abrocharme los pantalones y dándome cuenta de que me quedaban más apretados de lo normal.
—¡Maldita sea! —dije.
—¿Qué pasa?
—Los pantalones me quedan pequeños.
—¿Han encogido?
—No… —respondí, mirándome al espejo. No había ninguna duda. Se me estaba ensanchando la cintura. Me miré de un lado y del otro y Lola hizo lo mismo, intentando descubrir qué estaba mirando.
Comprar por catálogo desde dentro fue mucho más divertido de lo que había supuesto. Lola lanzó grititos de placer al ver toda la oferta de ropa y probó como treinta perfumes diferentes antes de decidir no comprar ninguno. Ella, como casi todas las personas ficticias, carecía de sentido del olfato. Verla era como soltar a un niño en una juguetería… y era casi increíble la energía que poseía para las compras. Mientras estábamos en la página de lencería me preguntó por Randolph.
—¿Qué opinas de él?
—Oh, está bien —respondí intentando no comprometerme, sentada en una silla y pensando en bebés mientras Lola se probaba un sujetador tras otro, cada uno de los cuales adoraba hasta que llegaba el siguiente—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Bien, porque me gusta de una forma ciertamente curiosa.
—¿A él le gustas?
—No estoy segura. Creo que por eso pasa de mí y bromea acerca de mi peso. Es lo que hacen los hombres cuando están interesados. Se llama contenido implícito, Thursday… algún día te contaré en qué consiste.
—Vale —dije muy despacio—, entonces, ¿qué problema hay?
—Bien, la verdad es que no tiene mucho carisma.
—Ahí fuera hay muchos hombres, Lola —le dije—. No te apresures. A los diecisiete años me encapriché de un completo tonto llamado Darren. Mi madre estaba en desacuerdo, lo que lo convertía en un imán.
—¡Ah! —dijo Lola—. ¿Qué tal este sujetador?
—Me parece que el rosa te sentaba mejor.
—¿Cuál de los rosa? Había doce.
—El sexto rosa, justo antes del décimo negro y el decimonoveno con lazo.
—Vale, voy a probármelo otra vez.
Rebuscó en el montón, lo encontró y dijo.
—¿Thursday?
—¿Sí?
—Randolph me llama fulana porque me gustan los chicos. ¿Crees que es justo?
—Es una de las grandes injusticias de la vida —le dije—. Si él hiciese lo mismo le llamarían «conquistador». Pero, Lola, ¿has conocido a alguien que realmente te gustase, con quien quisieras tener exclusividad?
—Quieres decir… ¿un novio?
—Sí.
Una pausa mientras se miraba al espejo.
—Creo que no estoy escrita de esa forma, Thurs. Pero ¿sabes?, a veces, justo después de hacerlo, en ese momento realmente agradable, cuando estoy soñolienta entre sus fuertes brazos y me siento protegida y contenta, me parece que hay algo que necesito pero no puedo alcanzar… algo que deseo pero no puedo tener.
—¿Te refieres al amor?
—No… a un Mercedes.
No bromeaba.[16]
Era el notaalpiéfono.
—Un momento, Lola… Thursday al habla.[17]
Miré a Lola, que se probaba un corpiño.
—Sí —respondí—, ¿por qué?[18]
—¿A cubierto de qué?[19]
—Comprendo. ¿Qué puedo hacer por ti aparte de responder preguntas sobre pianos?[20]
No estaba ocupada. Aparte de la sesión de Jurisficción del día siguiente a mediodía, estaba libre.
—Claro. ¿Dónde y cuándo?[21]
—Vale.
Lola me miraba afligida.
—¿Eso significa que no irás al gimnasio? Tenemos que ir al gimnasio… si no voy me sentiré culpable por haberme comido todos esos pasteles.
—¿Qué pasteles?
—Los que me voy a comer de camino al gimnasio.
—Creo que ya haces bastante ejercicio, Lola. Todavía nos queda media hora… vamos, te invito a un café.