18

Snell descansa en pez y Lucy Deane

No me di cuenta de inmediato, pero Vernham, Nelly y Lucy tenían el mismo apellido: Deane. No eran parientes. Eso sucede continuamente en el Exterior, pero es muy poco habitual en la ficción; dicha circunstancia es atajada inmediatamente por el ECOLOCALIZADOR, que insiste en que dos personajes del mismo libro no pueden llamarse igual. Años después descubrí que Hemingway llegó a escribir un libro que fue destruido porque insistió en que sus ocho personajes se llamasen todos Geoff.

THURSDAY NEXT

Las crónicas de Jurisficción

El Minotauro había logrado despistar a Havisham y se le había visto por última vez dirigiéndose hacia las obras de Zane Grey; el semitoro no era estúpido: sabía que tendríamos problemas para localizarle en medio del ganado. Snell aguantó tres horas más. Se le mantenía aislado en una tienda fabricada con una fina lámina de plástico con páginas impresas del Oxford English Dictionary. Nos encontrábamos en la enfermería del Grupo Ortográfico de Respuesta Rápida. A la primera señal de errata ortográfica, miles de esos volúmenes se enviaban al libro infestado y levantaban barreras a cada lado del capítulo. La barrera se iba moviendo, párrafo a párrafo, hasta que el virus quedaba acorralado en una única frase y luego en una palabra para finalmente ser eliminado por completo. El fuego no era una opción aceptable para una obra publicada; en una ocasión lo habían intentado en los diarios de Samuel Pepys y habían conseguido quemar medio Londres.

—¿Tiene familia? —pregunté.

—Snell era un detective solitario, señorita Next —me explicó el doctor—. Perkins era su única familia.

—¿Es seguro acercársele?

—Sí… pero esté preparada para aceptar erratas.

Me senté junto a su cama mientras Havisham se ponía en pie y hablaba en voz baja con el médico. Snell estaba tendido de espaldas y respiraba entrecortadamente. El pulso del cuello se le aceleraba… pronto el virus se lo llevaría y él lo sabía. Me acerqué y le agarré la mano a través de la lámina. Estaba pálido, respirando con esfuerzo, tenía la pie cubierta de olorosas, teas y desagradable póstulas berdes. Mientras hilaba, sus sekos labios intentaron hormar taladras pero lo ke dioj no tenia setido.

—¡Thirsty! —he chilló—. ¡Wode… Cono… urdar retumba… locon triste…!

Me agarró el bazo con los deos, emitió un último rito teible antes de traer hacia atrás, cuando su tuerza vital abandonó su patético cuerpo yeno de erratas.

—Era un buen agente —dijo Havisham mientras el doctor le tapaba la cara con la sábana.

—¿Qué va a pasar con la serie de Perkins & Snell?

—No estoy segura —respondió en voz baja—. Será destruida, salvada con nuevos genéricos… No lo sé.

—¡Qué tal! —exclamó Bradshaw, apareciendo de la nada—. ¿Está…?

—Eso me temo —respondió Havisham.

—Snell era uno de los mejores —murmuró Bradshaw con tristeza—. ¿Dijo algo antes de morir?

—Nada coherente.

—Hummm. Bellman quiere un informe de su muerte lo antes posible. ¿Qué opinas?

Le pasó a Havisham una hoja de papel y ésta la leyó:

—«Minotauro escapa, encuentra a su captor, se come al captor, el captor muere. El caballo muere de faltas ortográficas. Colega muere durante un intento de rescate. Minotauro escapa.»

Le dio la vuelta a la hoja, pero la otra cara estaba en blanco.

—¿Esto es todo?

—No quería aburrirle —respondió Bradshaw—, y Bellman lo quería lo más escueto posible. Me da la impresión de que tiene a Libris presionándole. La investigación sobre la muerte de un agente de Jurisficción estando tan próxima la fecha de lanzamiento de UltraPalabra™ pondría muy nervioso al Consejo de Géneros.

La señorita Havisham le devolvió el informe a Bradshaw.

—Quizá, comandante, sería conveniente que perdieses el informe en la bandeja de asuntos pendientes.

—Estas cosas pasan continuamente en la ficción —respondió él—. ¿Tienes alguna prueba de que no fuese accidental?

—La llave del candado no estaba en el gancho —murmuré yo.

—Buena observación —comentó la señorita Havisham.

—¿Hay gato encerrado? —susurró Bradshaw emocionado.

—Espero fervientemente que no —respondió ella—. Simplemente, retrasa unos días la presentación del informe. Debemos comprobar si las dotes de observación de la señorita Next nos llevan a alguna parte.

—¡De acuerdo! —respondió Bradshaw—. ¡Veré qué puedo hacer!

Y se esfumó. Nos quedamos solas en el pasillo. Los camastros de las DanverClones se extendían en la distancia, en ambas direcciones.

—Podría no ser nada, señorita Havisham, pero…

Se llevó un dedo a los labios. Los ojos de Havisham, habitualmente tan resueltos y tranquilos, durante un breve instante habían parecido inquietos. No dije nada, pero interiormente me sentí preocupada. Hasta ese momento había creído que Havisham no le tenía miedo a nada.

Miró el reloj.

—Ve al puesto de bollos de La pequeña Dorrit, ¿vale? Yo tomaré donuts y un café. Ponlo en mi cuenta y pide algo para tí.

—Gracias. ¿Dónde nos reunimos?

—En El molino del Floss, página quinientos veintitrés, dentro de veinte minutos.

—¿Salimos en misión?

—Sí —respondió, reflexionando intensamente—. Algún maldito tonto entrometido le dijo a Lucy Deane que Stephen, no Philip, iría a pasear en barca con Maggie. Puede que intente detenerlos. Veinte minutos. Y los donuts que no sean de mermelada sino de los que están recubiertos de azúcar rosa, ¿vale?

Treinta y dos minutos más tarde me encontraba en el interior de El molino del Floss, a la orilla de un río, con la señorita Havisham, quien observaba a una pareja en un bote. La mujer tenía la piel oscura y el pelo negro azabache. Estaba tendida sobre una capa y se protegía con un parasol mientras un hombre remaba, paseándola río abajo. Él tendría unos veinticinco años, era guapo y llevaba el pelo corto y moreno de punta, como un campo de maíz. Hablaban con seriedad. Le entregué una taza de té a la señorita Havisham y una bolsa de papel llena de donuts.

—¿Stephen y Maggie? —pregunté, señalando a la pareja mientras recorríamos el sendero del río.

—Sí —respondió—. Como sabes, Lucy y Stephen están a punto de comprometerse. La indiscreción de Stephen y Maggie en ese bote produce una angustia infinita a Lucy Deane. Te había dicho que me trajeses los de cobertura rosa.

Había mirado en el interior de la bolsa.

—Se les habían acabado.

—Ah.

Seguimos vigilando intranquilas a la pareja del bote mientras yo intentaba recordar lo sucedido en El molino del Floss.

—Acuerdan huir juntos, ¿no es así?

—Lo acuerdan… pero no lo hacen. Stephen se está comportando como un idiota y Maggie debería tener más cabeza. Se suponía que Lucy iría de compras a Lindum con su padre y la tía Tulliver, pero les ha dado esquinazo hace una hora.

Caminamos unos minutos más. La historia parecía estar siguiendo el sendero correcto sin intervención alguna de Lucy que pudiésemos apreciar. Aunque no entendíamos lo que decían, el sonido de las voces de Maggie y Stephen llegaba hasta nosotras.

La señorita Havisham le dio un mordisco a un donut.

—Yo también me di cuenta de que faltaba la llave —dijo tras una pausa—. Estaba tirada bajo un banco de trabajo. Fue asesinado. Asesinado… por un minotauro.

Se estremeció.

—¿Por qué no se lo dijo a Bradshaw? —pregunté—. Estoy segura de que el asesinato de un agente de Jurisficción merece una investigación.

Me miró intensamente y luego echó un vistazo a la pareja del bote.

—No lo comprendes, ¿verdad? La espada de los zenobianos está protegida por una contraseña.

—Sólo los agentes de Jurisficción pueden entrar y salir —murmuré.

—Quien mató a Perkins y a Mathias era miembro de Jurisficción —añadió—. Y eso es lo que me asusta. Un agente traidor.

Caminamos en silencio, digiriéndolo.

—Pero ¿por qué alguien iba a querer matar a Perkins y a un caballo parlante?

—Creo que Mathias simplemente estaba ahí.

—¿Y a Perkins?

—No sólo a Perkins. Quien le mató intentó acabar con alguien más ese mismo día.

Pensé un momento y de pronto sentí un escalofrío.

—Mi eyecto-sombrero. Falló.

La señorita Havisham sacó el sombrero de fieltro de una bolsa. Estaba ligeramente aplastado por las varias señoras Danvers que lo habían pisado. La cinta raída daba la impresión de que podían haberla cortado.

—Llévaselo al profesor Plum de JurisTec y que le dé un repaso. Quiero asegurarme.

—Pero… pero ¿por qué iba a ser yo una amenaza? —pregunté.

—No lo sé —admitió la señorita Havisham—. Eres el miembro más reciente de Jurisficción y, supuestamente, el menos amenazador. ¡Ni siquiera puedes saltar a un libro sin mover los labios, por amor de Dios!

No hacía falta que me lo recordase, pero comprendía lo que intentaba decir.

—¿Ahora qué hacemos? —pregunté al fin.

—Debemos asumir que el asesino lo volverá a intentar. Debes estar atenta. Espera… ¡ahí está!

Habíamos pasado una pequeña elevación e íbamos un poco por delante del bote. En el suelo había una joven tendida de una forma impropia de una dama, apuntando con un rifle de francotirador al pequeño esquife que acababa de aparecer a la vista. Yo avancé con cautela; la joven estaba tan concentrada en la tarea que no se dio cuenta hasta que estuve lo suficientemente cerca para inmovilizarla. Era menudita y su resistencia, aunque enérgica, quedó pronto controlada. La retuve con una llave y Havisham descargó el rifle. Maggie y Stephen, inconscientes del peligro, siguieron avanzando hacia Mudport.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Havisham sosteniendo el rifle.

—No tengo que decir nada —respondió con voz dulce la joven de aspecto angelical—. Sólo iba a hacer unos agujeros en el bote, ¡en serio!

—Claro que sí. Suéltala, Thursday.

La solté y ella se apartó, tirándose de la ropa para adecentarse tras la breve escaramuza. La registré por si llevaba alguna otra arma, pero no.

—¿Por qué tiene Maggie que ser un escollo para nuestra felicidad? —preguntó furiosa—. Todo sería maravilloso entre mi querido Stephen y yo… ¿Por qué tengo que ser la víctima? Yo sólo quería hacer el bien y ayudar a todos, ¡sobre todo a Maggie!

—Eso se llama «dramatismo» —respondió Havisham con cansancio—. ¿Vas a decirnos de dónde has sacado el rifle o no?

—No. No puedes detenerme. Quizás ahora escapen, pero puedo estar aquí de nuevo durante la próxima lectura, ¡o de la que venga después de ésa! ¿Crees que hay suficientes agentes en Jurisficción para mantener a Maggie bajo vigilancia constante?

—Lamento que pienses así —respondió la señorita Havisham, mirándola directamente a los ojos—. ¿Es tu última palabra?

—Lo es.

—Entonces quedas arrestada por un intento de infracción ficticia, contraria al artículo FMB/0608999 del Código de Continuidad Narrativa. Por el poder que me otorga el Consejo de Géneros, te condeno al déstierro fuera de El molino del Floss. Muévete.

La señorita Havisham me ordenó que esposase a Lucy y, una vez hecho esto, me agarró y saltamos a la Gran Biblioteca. Lucy, para ser una improvisadora bajo arresto, no parecía demasiado amedrentada.

—No puedes encarcelarme —dijo mientras recorríamos el pasillo del vigésimo tercer piso—. Dentro de siete páginas reaparezco en el sueño de Maggie. Si no estoy allí, tendrás tantos problemas que no sabrás cómo salir del lío. ¡Esto podría costarte el trabajo, señorita Havisham! De vuelta a la mansión Satis… para siempre.

—¿Podría pasar eso? —pregunté. De pronto dudaba de si la señorita Havisham no se habría excedido en su autoridad.

—Pasará lo mismo que la última vez —respondió Havisham—, absolutamente nada.

—¿La última vez? —preguntó Lucy—. Pero ¡si ésta es la primera vez que intento algo así!

—No —respondió la señorita Havisham—, no, más bien todo lo contrario.

La señorita Havisham señaló un libro titulado La curiosa experiencia de la familia Patterson en la isla de Uffa y me indicó que lo abriese. Pronto estuvimos dentro, en la playa de una isla escocesa a finales de la primavera.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Lucy, mirando a su alrededor a medida que su confianza inicial iba siendo reemplazada por un pánico creciente—. ¿Qué lugar es éste?

—Es una prisión, señorita Deane.

—¿Una prisión? —respondió—. ¿Una prisión para quién?

—Para ellas —dijo Havisham, señalando a varias Lucy Deanes idénticas que se dejaban ver y nos miraban. Nuestra Lucy Deane nos miró, luego miró a sus hermanas gemelas y otra vez a nosotras.

—¡Lo siento! —dijo, poniéndose de rodillas—. ¡Otra oportunidad… por favor!

—Por si te consuela, esto no te convierte en una mala persona —dijo la señorita Havisham—. Simplemente sufres un desorden repetitivo de personaje. Eres una improvisadora en serie y la Lucy número 796 que tenemos que encerrar aquí. En una época menos civilizada se te habría reducido a texto. Buenos días.

Y regresamos al pasillo de la Gran Biblioteca.

—¡Y pensar que era la persona más agradable de Floss! —dije, cabeceando con tristeza.

—Descubrirás que aquí abajo los personajes más rectos son los primeros en enloquecer. La vida media de una Lucy Deane son unas mil lecturas; después, se activa en ellas la indignación petulante. Tampoco nadie podía creerlo cuando David Copperfield mató a su primera esposa. Buenos días, Chesh.

El gato de Cheshire apareció en un estante alto, sonriéndonos, sonriendo para sí y a todo cuanto lo rodeaba.

—¡Bien! —dijo el gato—. ¡Next y Havisham! ¿Problemas con Lucy Deane?

—Lo de siempre. ¿Puedes hablar con el Pozo y hacer que envíen una sustituía lo antes posible?

El gato nos garantizó que lo haría tan pronto como le fuese posible, se puso triste porque yo no le había traído comida para gatos Mininoliciosa y volvió a desaparecer.

—Debemos encontrar cualquier detalle poco claro en la muerte de Perkins —dijo la señorita Havisham—. ¿Me ayudarás?

—¡Por supuesto! —dije entusiasmada.

La señorita Havisham me dedicó una de sus poco habituales sonrisas.

—Me recuerdas a mí misma hace ya muchos años, antes de que esa rata de Gompeyson acabase con mi felicidad. —Se me acercó y entornó los ojos—. Que esto quede entre nosotras. El conocimiento puede ser peligroso. Si empiezas a husmear en las operaciones de Jurisficción podrías acabar encontrando más de lo que esperas… No lo olvides. —Guardó silencio un momento—. Pero primero debemos conseguir que tengas plena licencia como agente de Jurisficción. Lo que puedes lograr siendo aprendiza tiene un límite. ¿Acabaste la prueba escrita?

Asentí.

—Bien. Entonces hoy mismo podrás realizar tu examen práctico. Iré a organizarlo mientras tú llevas el eyecto-sombrero a JurisTec.

Se fundió en el aire que me rodeaba y yo recorrí el pasillo hacia los ascensores. Pasé junto a Falstaff, quien me invitó a «bailar alrededor de su poste». Le dije que se fuese al diablo, claro está, y pulsé el botón de llamada del ascensor. Las puertas se abrieron un minuto más tarde. Pero no iba vacío. Me acompañaban el emperador Zhark y la señora Bigarilla.

—¿Qué piso? —preguntó Zhark.

—Al primero, por favor.

Pulsó el botón con un dedo largo (la manicura era exquisita) y siguió hablando con la señora Bigarilla.

—… y fue entonces cuando los rebeldes destruyeron la tercera de mis estaciones de batalla —se lamentó el emperador—. ¿Tienes idea de lo que cuesta una de ésas?

—Sí —dijo la señora Bigarilla, erizando las púas—. Siempre encuentran una forma de derrotarte, ¿verdad?

Zhark suspiró.

—Es como si se tratase de una inmensa conspiración —murmuró—. Justo cuando creo tener toda la galaxia a mi merced, algún joven fanático al que superan ampliamente en número destruye mi Máquina Mortal más dañina atacando un punto débil desconocido hasta ese momento. Después de esta última debacle voy a demandar al fabricante. —Volvió a suspirar, le pareció que acaparaba la conversación y preguntó—: ¿Cómo va el negocio de lavandería?

—Bastante bien —dijo la señora Bigarilla—, pero hoy en día el almidón está carísimo.

—Oh, ya sé —respondió Zhark—, mira esto. Sólo mi nombre aterroriza a miles de millones, pero no consigo que me dejen los cuellos como a mí me gustan.

El ascensor paró en mi piso y bajé.

Me leí en el interior de Sentido y sensibilidad y evité un piquete de personajes de poemas infantiles que seguía frente a la puerta principal; en el bolsillo de atrás llevaba las propuestas de Humpty Dumpty, pero todavía no se las había pasado a Libris. Francamente, sólo había prometido hacer lo posible, pero no me apetecía volver a discutirlo. Subí por las escaleras de atrás, saludé con un gesto a la señora de Henry Dashwood y, en el vestíbulo, me topé con Tweed; hablaba con un joven ágil y de aspecto aventurero cuya frente estaba grabada por un fruncimiento casi permanente. Dejaron de hablar en cuanto aparecí.

—¡Ah! —dijo Tweed—. Thursday. Lamento lo de Snell; era un buen hombre.

—Lo sé… gracias.

—He escogido al Grifo para que sea su abogado —dijo—. ¿Le parece bien?

—Suena bien —respondí, volviéndome hacia el joven, que se pasaba nervioso las manos por el pelo rizado—. ¡Hola! Soy Thursday Next.

—¡Lo siento! —murmuró Harris—. Le presento a Uriah Hope, de David Copperfield; me han pedido que le tome como aprendiz.

—Encantado de conocerla —dijo Hope en tono amistoso—. Quizás usted y yo podamos reunimos en alguna ocasión para hablar sobre el proceso de aprendizaje.

—El placer es mío, señor Hope. Soy una gran fan de su trabajo en David Copperfield.

Les di las gracias a ambos y me fui a buscar las oficinas de JurisTec, siguiendo los aparentemente interminables pasillos de Norland Park. Me detuve al azar frente a una puerta, llamé y la abrí. Sentado a la mesa se encontraba uno de los innumerables héroes griegos a los que se podía ver vagando por la Biblioteca; las licencias de sus historias para las nuevas versiones les daban para vivir bastante bien. Estaba al notaalpiéfono.

—Vale —dijo—, el próximo viernes bajaré a buscar a Eurídice. ¿Hay algo que pueda hacer por usted a cambio? —Me hizo un gesto para indicarme que esperase—. ¿Qué no mire atrás? ¿Eso es todo? Vale, no hay ningún problema. Ya nos veremos. Adiós.

Dejó el cuerno y me miró.

—Thursday Next, ¿no?

—Sí. ¿Sabe dónde está la oficina de JurisTec?

—Pasillo abajo, la primera a la derecha.

—Gracias.

Iba a marcharme, pero me llamó, indicando el notaalpiéfono.

—Ya lo he olvidado. ¿Qué se supone que no debo hacer?

—Lo lamento —dije—, no estaba prestando atención.

Recorrí el pasillo y abrí otra puerta que daba a una habitación completamente vacía excepto por un hombre al que le crecía una rana en la calva.

—¡Dios mío! —dije—. ¿Cómo le ha pasado eso?

—Todo empezó con un grano en el trasero —dijo la rana—. ¿Puedo ayudarla?

—Busco al profesor Plum.

—Está en JurisTec. Esto es Chistes Malos. Pruebe en la puerta de al lado.

Le di las gracias y llamé a la siguiente puerta. Oí un «¡Pase!» muy musical y entré. Esperaba ver un extraño laboratorio lleno de extrañas invenciones, pero no había nada de eso, sino, simplemente, un hombre trajeado sentado a una mesa leyendo unos papeles. Me recordó a mi tío Mycroft… sólo que un poco más alegre.

—¡Ah! —dijo, alzando la vista—. Señorita Next. ¿Ha traído el sombrero?

—Sí —respondí—. Pero ¿cómo…?

—La señorita Havisham me lo ha contado —se limitó a decir.

Parecía que había mucha gente dispuesta a hablar con la señorita Havisham o que no conseguía evitar hablar con la señorita Havisham.

Saqué el eyecto-sombrero abollado y lo coloqué sobre la mesa. Plum acercó el tirador roto, se colocó una lupa delante del ojo derecho y estudió con detenimiento el extremo deshilachado.[15]

—¡Oh! —dije—. ¡Me vuelve a pasar!

—¿El qué?

—¡Un cruce en mi notaalpiéfono!

—Puedo identificar la línea si quiere. Tome, póngase en la cabeza este cubo galvanizado.

—Déjeme un minuto o dos —le dije—, quiero saber cómo acaba.

—Como desee.

Así que mientras él examinaba el sombrero yo prestaba atención al parloteo de Sofía y Vera.

—Bien —dijo al fin—, parece que con el roce se ha desgastado. El Mk IV es un diseño antiguo. Me sorprende comprobar que se sigue usando.

—Por tanto, ¿ha sido sólo un fallo debido al mal mantenimiento? —pregunté, no sin alivio.

—Un fallo que le salvó la vida, sí.

—¿A qué se refiere? —pregunté, tras un alivio tan breve.

Me mostró el sombrero. En el interior de la tapa de inspección había un conjunto complejo de cables y luces parpadeantes de aspecto impresionante.

—Alguien ha conectado el inhibidor de retextualización con el rectificador de código ISBN. De haber tirado del cordón, se hubiese sobrecalentado el sistema primario de amplificación.

—¿Sobrecalentado? —pregunté—. ¿Se me habría calentado la cabeza?

—Más que calentado. Se hubiese liberado suficiente energía como para escribir catorce novelas.

—Soy una aprendiza, Plum, hábleme usando palabras simples.

Me miró con seriedad.

—No habría quedado demasiado del sombrero… ni de la persona que lo llevase. Pasa a veces con el Mk IV. Habría parecido un accidente. Es una suerte que se rompiese el cordón. —Silbó por lo bajo—. También es un buen trabajo. Alguien sabía lo que hacía.

—Eso me resulta muy interesante —dije lentamente—. ¿Puede darme una lista de personas que podrían haberlo hecho?

—Me llevará unos días.

—Valdrá la pena esperar. Le llamaré.

Me reuní con la señorita Havisham y Bellman en las oficinas de Jurisficción. A modo de saludo, Bellman asintió y consultó su omnipresente sujetapapeles.

—Parece que es un día de perros, señoras.

—¿Otra vez Thurber?

—No, Mansfield Park. Han atropellado al cachorrillo de lady Bertram y hay que reemplazarlo.

—¿Otra vez? —respondió Havisham—. ¿No es el sexto? Me gustaría que tuviese más cuidado.

—El séptimo. Puede recogerlo en el almacén.

Se volvió hacia mí.

—La señorita Havisham dice que estás preparada para el examen práctico, para pasar de aprendiza a agente con restricciones.

—Estoy lista —respondí, pensando que más bien era todo lo contrario.

—Estoy seguro —respondió Bellman pensativo—, pero es un pelín pronto… de no ser por la vacante que ha dejado la señora Nakajima al retirarse creo que pasarías algunos meses más como aprendiza. Bien —suspiró—, no se puede hacer nada. He mirado las tareas pendientes y creo que he encontrado una misión que nos servirá para comprobar tu temple. Es una orden de Ajuste Interno de Trama emitida por el Consejo de Géneros.

A pesar de mi cautela, también, para mi vergüenza, me emocionaba la idea probar mis habilidades en la práctica. ¿Sería en Dickens? ¿En Hardy? Podía incluso que en Shakespeare.

—Sombra, el perro ovejero —anunció Bellman—, de Enid Blyton. Le hace falta un final feliz.

—Sombra… el perro ovejero —repetí lentamente, esperando que no se notara mi decepción—. Vale. ¿Qué quiere que haga?

—Es muy simple. Ahora mismo, Sombra se ha quedado ciego por culpa del alambre de espino, por lo que no lo pueden vender al productor de cine americano. Final positivo porque no lo venden, final negativo porque está ciego y es inútil. Sólo necesitamos que recupere milagrosamente la visión la próxima vez que vaya al veterinario, en la página… —consultó sus notas— doscientos treinta y dos.

—Y —dije con mucha cautela, porque no me apetecía que Bellman se diese cuenta de lo poco preparada que estaba— ¿qué plan tenemos?

—Cambiar el perro por otro —se limitó a decir Bellman—. Todos los collies se parecen.

—¿Qué hay de la Memoria Remanente de la Trama? —preguntó Havisham—. ¿Tenemos algún suavizante?

—Todo está en la descripción de la misión —respondió Bellman arrancando una hoja de papel y pasándomela—. Supongo que lo sabemos todo sobre los suavizantes.

—¡Por supuesto! —respondí.

—Bien. ¿Alguna otra pregunta?

Negué con la cabeza.

—¡Excelente! —exclamó Bellman—. Sólo un detalle más. Bradshaw está investigando el incidente de Perkins. ¿Se asegurará de que reciba su informe lo antes posible?

—¡Claro está!

—Eh… bien.

Emitió unos ruiditos de «debo seguir con lo mío» y se fue.

Tan pronto como hubo desaparecido le dije a Havisham:

—¿Cree que estoy preparada para esto, señorita?

—Thursday —me dijo empleando su voz más solemne—, préstame atención. Jurisficción precisa agentes en los que se pueda confiar para que hagan lo correcto. —Miró a su alrededor—. En ocasiones cuesta saber en quién confiar. En ocasiones los santurrones enfermizos como tú representan el último bastión defensivo contra los que pretenden hacer daño al MundoLibro.

—¿Lo que significa…?

—Lo que significa que dejes de hacer tantas preguntas y te ocupes de lo que te dicen. Limítate a pasar el práctico a la primera. ¿Comprendes?

—Sí, señorita Havisham.

—Entonces, de acuerdo —añadió—. ¿Algo más?

—Sí —respondí—. ¿Qué es un suavizante?

—¿No lees tu guía de viaje?

—Es muy larga —gemí—. He ido echándole un vistazo cuando me ha sido posible, pero todavía no he pasado del prefacio.

—Bien —empezó mientras saltábamos al almacén de Wemmick, en el vestíbulo de la Gran Biblioteca—, las tramas poseen cierta memoria intrínseca. Pueden, con sorprendente facilidad, volver a saltar a como eran originalmente.

—Como el tiempo —murmuré, pensando en mi padre.

—Si tú lo dices —respondió la señorita Havisham—. Por tanto, durante las labores de Ajuste Interno de Trama a menudo necesitamos un suavizante: un recurso añadido que refuerza el cambio de la trama principal. Sabes que cambiamos el final de Lord Jim de Conrad. Originalmente, huía. Era un poco desangelado narrativamente. Pensamos que sería mejor que Jim se entregase al jefe Doramin, como había prometido tras la masacre de Brown.

—¿No salió bien?

—No. El jefe le perdonaba siempre. Lo probamos todo. Insultar al jefe, hacerle burla… Tras cuarenta y tres intentos estábamos desesperados; Bradshaw se tiraba de los pelos.

—¿Cómo lo resolvieron?

—Retrospectivamente hicimos que el hijo del jefe muriese en la masacre. Mano de santo. Después de eso el jefe no tuvo ningún inconveniente en dispararle a Jim.

Reflexioné un momento.

—¿Cómo se lo tomó Jim? —pregunté—. Me refiero a la decisión de morir.

—Fue él quien solicitó el ajuste de trama —comentó Havisham—. Creía que era la única acción honorable… aunque no es que al hijo del jefe le encantase precisamente la idea.

—Ah —dije. Por lo visto en el MundoLibro a veces el lápiz de la vida tenía una goma en el otro extremo.

—Bueno pues, enviaremos un cheque de cien libras al granjero y compraremos sus cerdos al doble del precio de mercado. Así no le hará falta el dinero y no tendrá que vender a Sombra al productor cinematográfico. ¿Lo comprendes? Buenas tardes, señor Wemmick.

Habíamos llegado al almacén. Wemmick era un señor bajito, un nativo de Grandes esperanzas, de unos cuarenta años, con el rostro marcado. Nos saludó efusivamente.

—Buenas tardes, señorita Havisham, señorita Next… Confío en que estén bien.

—Muy bien, señor Wemmick. Tengo entendido que tiene unos cánidos para nosotras.

—Así es —respondió el encargado, señalando dos perros atados con correas a una anilla de la pared—. Cachorrillo de reemplazo para lady Bertram, uno. Sombra, perro ovejero, vidente, para ser cambiado por un perro ciego, uno. Cheque para el granjero por el importe de cien libras esterlinas, uno. Efectivo para comprar cerdos, cuarenta y dos libras, diez chelines y cuatro peniques. Firme aquí.

Los dos perros jadeaban y meneaban la cola. El collie tenía los ojos vendados.

—¿Alguna pregunta?

—¿Tenemos una tapadera para este cheque? —pregunté.

—Usa la imaginación. Estoy segura de que se te ocurrirá algo.

—Un momento —dije, con todas las alarmas sonando de pronto—, ¿no va a venir a supervisarme?

—¡Sólo faltaría! —Havisham sonrió con una curiosa mirada en los ojos—. Los exámenes hay que hacerlos en solitario; evaluaré tu informe y el éxito, o el fracaso, de la realineación narrativa del libro. Es una misión tan simple que ni siquiera podrás meter la pata.

—¿No podría ocuparme del cachorro de lady Bertram? —pregunté, intentando que pareciese una tarea difícil y de gran importancia.

—¡Ni hablar! Además, ya no me ocupo de libros infantiles… no desde el incidente con Larry el cordero. Pero como Sombra está descatalogado, si fallas miserablemente nadie se dará cuenta. Recuerda que Jurisficción es una entidad honorable y que eso debería reflejarse en tu porte y acciones. Sé resuelta, justa y honrada en el trabajo. Destruye a los gramásitos… y rechaza a cualquier hombre con intenciones amorosas. —Pensó un momento—. Ya puestos, con cualquier intención. ¿Tienes la guía de viaje para poder volver?

Me palmeé el bolsillo del pecho, donde guardaba el delgado volumen, y Havisham desapareció. Inmediatamente regresó, intercambió los perros y volvió a esfumarse. Yo estaba a punto de saltar al segundo piso cuando una voz me hizo volverme.

—¡Hola! ¿Va todo bien?

Era el gato de Cheshire. Estaba sentado en lo alto del Boojumento, sonriendo como si estuviese a punto de estallar.

—Estoy a punto de hacer mi examen práctico.

—¡Genial! —dijo el gato—. ¿Dónde?

—En Sombra, el perro ovejero.

—Enid Blyton, 1950, Collins, doscientas cincuenta y seis páginas, ilustrado —comentó el gato, para quien todos los libros de la Biblioteca eran amigos íntimos—. Aparte de las palabras con «P» que contiene, para ser de Blyton no está nada mal… un producto de su época podría decirse. ¿Qué vas hacer?

—Un final más feliz —le expliqué—. Tengo que cambiar un perro por otro.

—¡Ah! —dijo el gato, agitando los bigotes y sonriendo aún más—. El mismo trabajo que hicimos el año pasado en Fiel amigo de Gipson.

¿Fiel amigo? —repetí incrédula—. ¡¿El nuevo final es el final feliz?!

—Deberías haberlo leído antes de que lo cambiásemos. Triste no es la palabra adecuada para describirlo. Era tan deprimente que los niños quedaban traumatizados. —Y estornudó con tal fuerza que se desvaneció con un «pop» apagado.

Esperé un momento por si reaparecía y, como no lo hizo, me leí diligentemente en el segundo piso de la Biblioteca y saqué del estante Sombra, el perro ovejero. Me detuve. Estaba nerviosa y me sudaban las manos. Me reprendí por ello. ¿Qué dificultad podía tener un reajuste de trama en una novela de Enid Blyton? Respiré hondo y, dejando de lado la naturaleza simplista de la novela, abrí el delgado volumen con expectación… como si se tratase de Guerra y paz.