Dar de comer al Minotauro
NOMBRE: Perkins-David Pinky.
NÚMERO DE AGENTE: AGD136-323
DIRECCIÓN: Serie de novela negra Perkins & Snell
FECHA DE INDUCCIÓN: Septiembre de 1957
NOTAS: Perkins se unió al servicio y ha tenido una conducta ejemplar durante toda su carrera. Después de firmar por veinte años de servicio, en 1977 amplió el contrato otros veinte. Durante cinco años dirigió la Brigada de Protección Antiortográfica y luego fue transferido a Inspección y Erradicación de Gramásitos. En 1983 aceptó el cargo de director de la instalación de Investigación de Gramásitos.
Entrada en el Registro de Servicio
de Jurisficción (resumida)
Aparecí en un prado extenso cerca de un arroyo; los sauces y los alerces colgaban sobre las aguas cristalinas y viejos robles puntuaban el paisaje. Era un día cálido, seco y bastante agradable. De hecho era un perfecto día de verano inglés y, de pronto, sentí morriña.
—Antes miraba mucho el paisaje —dijo una voz cercana—. Hoy en día no tengo tiempo para eso.
Me volví para ver a un hombre alto apoyado en un abedul plateado que sostenía un ejemplar del periódico comercial de Jurisficción, Tipos móviles. Le reconocí a pesar de que no nos habían presentado. Era Perkins, compañero de Snell en Jurisficción, al igual que en la serie de novelas de detectives de Perkins & Snell.
—Hola —dijo, ofreciéndome la mano y sonriendo—, chócala. Me llamo Perkins. Akrid me contó que le diste un buen repaso a Hopkins.
—Gracias —respondí—. Akrid es muy amable, pero mi situación todavía no se ha resuelto.
Indicó con un brazo el horizonte.
—¿Qué te parece?
Admiré la vista. En la distancia, sobre una pradera verde esmeralda, se alzaban altas montañas coronadas de nieve. Al pie de las montañas había bosques y un río serpenteaba por el valle.
—Hermoso.
—Se lo requisamos a la división de fantasía del Pozo de las Tramas Perdidas. Es un mundo completo en sí mismo, escrito para una novela de espadas y magia titulada La espada de los zenobianos. Más allá de las montañas hay extensiones heladas, fiordos profundos y reliquias de civilizaciones largo tiempo olvidadas, castillos, ese tipo de cosas. Lo subastaron cuando el libro fue abandonado. Todavía no tenía personajes ni acontecimientos, lo que resulta una pena… considerando el trabajo que invirtió en el mundo en sí, podría haber sido un éxito de ventas. Sea como sea, los exteriores pierden y nosotros ganamos. Lo empleamos para conservar gramásitos y otras bestias extrañas que, por una razón u otra, no pueden vivir seguras en sus propios libros.
—¿Un santuario?
—Sí, y también un lugar para su estudio y contención, de ahí la clave.
—Por lo visto hay muchos conejos —comenté, mirando a mi alrededor.
—Ah, sí —respondió Perkins, pasando un puente de piedra que cruzaba el arroyo—, nunca hemos conseguido controlar la reproducción en La colina de Watership… Si no interviniésemos, en un año el libro estaría tan repleto de lagomorfos comedores de dientes de león que una de cada dos palabras sería «conejo». Aún así, Lennie disfruta de este lugar cuando tiene algo de tiempo libre.
Recorrimos un sendero hasta un castillo en ruinas. La hierba cubría los montones de restos caídos de la muralla y la madera del puente levadizo se había podrido y descansaba en el fondo seco y lleno de zarzas. Lo que parecían cuervos sobrevolaban en círculos la más alta de las torres supervivientes.
—No son pájaros —dijo Perkins, pasándome unos binoculares—. Echa un vistazo.
Miré las criaturas que daban vueltas planeando con grandes alas de murciélago.
—¿Parentésimos?
—Muy bien. Aquí tengo seis parejas que criar… me apresuro en añadir que sólo para investigación. La mayoría de los libros pueden mantener cuarenta o así sin sufrir ningún daño. Sólo tenemos que intervenir cuando la población se dispara. Una multitud de gramásitos puede ser devastadora.
—Lo sé —respondí—. Casi sufrí…
—¡Cuidado!
Me empujó a un lado mientras un proyectil de excrementos daba contra el suelo cerca de donde yo había estado. Miré a las almenas y vi a un hombre bestia cubierto de espeso pelo oscuro que nos miraba y emitía un extraño grito gutural.
—Yahoos —me explicó Perkins con desdén—. No se portan excesivamente bien y no hay forma de educarlos.
—¿De Los viajes de Gulliver?
—Exacto. Cuando una obra realmente original, como la de Jonathan Swift, aporta personajes nuevos, a menudo se los duplica para su evaluación y consulta. Los personajes se pueden volver a entrenar, pero las criaturas normalmente acaban aquí. Los yahoos no son exactamente mis favoritos, pero son razonablemente inofensivos, así que lo mejor es pasar de ellos.
Recorrimos rápidamente el torreón para evitar cualquier otro posible misil y entramos en el patio interior, donde un par de centauros pastaban tranquilamente. Nos miraron, sonrieron, saludaron y siguieron comiendo. Me di cuenta de que uno de ellos escuchaba un walkman.
—¿Hay centauros?
—Y sátiros, trogloditas, quimeras, elfos, hadas, dríadas, sirenas, marcianos, trasgos, duendes, harpías, alienígenas, trolls… de todo. —Perkins sonrió—. Buena parte de las novelas inéditas, son de fantasía y en muchas hay bestias míticas. Cuando destruyen uno de esos libros, normalmente acudo al vertedero. Sería una pena reducirlas a texto, ¿verdad?
—¿Hay unicornios? —pregunté.
—Sí. —Perkins suspiró—. A montones. Más de los que puedo manejar. Me gustaría que los escritores en ciernes fuesen más responsables con sus creaciones. Puedo comprender que los niños escriban sobre unicornios, pero los adultos deberían ser más sensatos. Todo unicornio de toda historia destruida acaba aquí. Se me ha ocurrido una idea para una pegatina de coche. «Un unicornio no es sólo para la página veintisiete, es para siempre.» ¿Qué te parece?
—Me parece que no conseguirás que la gente deje de escribir sobre ellos. ¿Qué tal quitarles el cuerno y encajarlos en libros sobre ponis?
—Fingiré no haber oído esa propuesta —respondió Perkins glacial. Añadió—: También tenemos dragones. A veces los oímos, de noche cuando el viento sopla en la dirección correcta. Cuando Pelinor atrape, si lo consigue, a la Bestia Cazadora, ésta se vendrá a vivir aquí. Espero que en algún punto muy lejano. Con cuidado, no pises la mierda de orco. Eres exterior, ¿no es cierto?
—Nacida y criada allí.
—¿Alguien se ha dado cuenta de que los ornitorrincos y los caballitos de mar son ficticios?
—¿Lo son?
—Claro que sí… no creerás que algo tan extraño podría haber evolucionado por casualidad, ¿verdad? Por cierto, ¿qué tal te cae la señorita Havisham?
—Me cae muy bien.
—Igual que a todos nosotros. Además, creo que ella se nos parece mucho, aunque jamás lo admitirá.
Habíamos llegado a la torre de homenaje y Perkins empujó la puerta para abrirla. En el interior se encontraban su oficina y laboratorio. Una pared estaba cubierta de frascos de vidrio llenos de extrañas criaturas de formas y tamaños diversos y, sobre la mesa, había un gramásito parcialmente diseccionado. Su estómago contenía palabras en proceso de digestión y conversión en letras.
—No estoy del todo seguro de cómo lo hacen —dijo Perkins, pinchando el cadáver con una cuchara—. ¿Conoces a Mathias?
Miré a mi alrededor, pero no vi nada excepto un enorme caballo castaño cuyos flancos relucían bajo la luz. El caballo me miró y yo miré al caballo, luego miré más allá del caballo… pero no había nadie más. Al final lo comprendí.
—Buenos días, Mathias —dije tan educadamente como pude—. Me llamo Thursday Next.
Perkins rio estruendosamente y el caballo relinchó antes de responder con voz muy profunda:
—Encantado de conocerla, señora. ¿Me permite que me una a ustedes dentro de unos momentos?
Acepté y el caballo volvió a lo suyo, que, ahora lo veía, eran complicadas notas que escribía en un enorme libro abierto sobre el suelo. De vez en cuando se detenía y mojaba en un tintero la pluma atada al casco y volvía a escribir en una letra enorme.
—¿Un houyhnhnm? —pregunté—. ¿También de Los viajes de Gulliver?
Perkins asintió.
—Mathias, su yegua y los dos yahoos trabajaron como asesores para la versión de 1963, obra de Pierre Boulle, El planeta de los simios.
—Louis Aragón dijo en una ocasión —anunció Mathias desde el otro lado de la habitación— que la función de los genios era hacer que al cabo de veinte años los cretinos tuviesen ideas.
—No creo que Boulle fuese un cretino, Mathias —dijo Perkins—. En cualquier caso, siempre estás con lo mismo. «Voltaire dijo esto», «Baudelaire dijo aquello». A veces tengo la impresión de que simplemente… simplemente…
Se detuvo, intentando encontrar las palabras.
—¿Fue Da Vinci el que dijo —propuso amablemente el caballo— que los que citan a un autor en medio de una discusión están empleando su memoria, no su intelecto?
—Exacto —respondió el frustrado Perkins—, eso era lo que estaba a punto de decir.
—Témpora mutantur, et nos mutamur in illis —murmuró el caballo, mirando el techo meditabundo.
—Lo único que eso demuestra es lo pedante que eres —murmuró Perkins—. Siempre te pones igual cuando tenemos visita, ¿o no?
—Alguien tiene que elevar el nivel de este lugar perdido y miserable —respondió Mathias—, y si vuelves a llamarme «ungulado pseudoerudito» te daré un doloroso mordisco en el cuello.
Perkins y el caballo se miraron con furia.
—¿Dijiste que había una pareja de houyhnhnms? —dije, intentando quitar hierro a la situación.
—Mi compañera, mi amor, mi yegua —explicó el caballo— se encuentra ahora mismo en Oxford, tu Oxford… estudiando ciencias políticas en All Souls y se lo costea trabajando ocasionalmente en tradición oral.
—¿En qué? —pregunté, interesada por saber dónde podía encontrar trabajo un caballo parlante.
—Chistes sobre caballos parlantes —me explicó Mathias con un estremecimiento de indignación—. Supongo que has oído el de los caballos que charlan en el pub.
—Hace tiempo que no —respondí.
—No me sorprende —respondió el caballo con altivez—. Sus estudios la mantienen ocupada. Cuando se queda sin fondos va de gira con uno nuevo. Creo que ahora cuenta el del caballo que habla con el galgo.
Era cierto. Bowden lo había contado en el concurso de talentos de la Sepia Feliz. Probablemente fuese por eso que los chistes iban y venían en ciclos… simplemente los ficticios de la tradición oral estaban de gira. Me vino otra idea.
—¿No crees que se darían cuenta? —pregunté—. ¿Un caballo, en Oxford?
—Te sorprendería lo poco observadores que son algunos de los profesores —bufó Perkins—. ¿Dónde crees que estudió marxismo el cerdo Napoleón? ¿En la fábrica de tocino Píarris?
—¿No se quejaron los demás estudiantes?
—¡Claro que sí! Echaron a Napoleón.
—¿Por el olor?
—No… por copiar. Ven por aquí. Al Minotauro lo tengo en los calabozos. ¿Conoces bien la leyenda?
—Claro que sí —respondí—. Es el hijo medio hombre y medio toro de la mujer del rey Minos, Pasífae.
—Perfecto. —Rio—. Los periódicos sensacionalistas hicieron el agosto: «Escándalo: el hijo de la reina de Creta y un toro.» Para retenerle construimos una copia del laberinto, pero la Sociedad para el Tratamiento Digno de los Monstruos insistió en que dos personas lo examinasen.
—¿Y?
—Eso fue hace doce años; creo que siguen dentro. Yo tengo al Minotauro aquí.
Abrió una puerta que conducía a una sala abovedada, bajo el antiguo salón del trono. Estaba oscura y olía a huevos podridos y a sudor.
—Eh, ¿lo tienes encerrado bajo llave? —pregunté.
—¡Claro que sí! —respondió, señalando una enorme llave que colgaba de un gancho—. ¿Crees que soy idiota?
A medida que mis ojos se acostumbraban a la penumbra distinguí que la mitad del espacio estaba dividido por barrotes oxidados de hierro. Había una puerta en el centro, cerrada con un candado ridículamente grande.
—No te acerques demasiado —me advirtió Perkins mientras él tomaba un cuenco de acero de un estante—. Llevo casi cinco años dándole yogur para comer y, para ser sinceros, el Minotauro empieza a aburrirse.
—¿Yogur?
—Con cereales. Alimentarlo con vírgenes griegas salía demasiado caro.
—¿No lo mató Teseo? —pregunté. Una forma tenebrosa empezó a moverse al fondo de la bóveda gruñendo. Incluso con los barrotes, no me sentía demasiado feliz de estar allí.
—Habitualmente —respondió Perkins, sirviendo yogur—, pero en 1944 unos genéricos maliciosos le sacaron de un ejemplar de Los mitos griegos de Graves y le dejaron en Tsaritsyn. Un agente de Jurisficción bastante despierto se dio cuenta de lo que estaba pasando y lo sacó de allí… Desde entonces le tenemos aquí.
Perkins llenó el cuenco de yogur, le echó cereales de un enorme cubo y luego colocó el cuenco en el suelo a un metro de los barrotes. Usó el palo de una escoba para empujarlo el resto del camino.
Mientras observábamos, el Minotauro apareció de las profundidades oscuras de la jaula y sentí cómo se me ponía de punta el pelo de la nuca. Su cuerpo grande y musculoso estaba sucio y los cuernos afilados destacaban en su cabeza. Se desplazaba con el paso lento de un mono, usando las patas delanteras para estabilizarse. Mientras miraba, alargó dos manos como garras para recoger el cuenco y luego se fue a un rincón oscuro. A la escasa luz pude entrever sus colmillos y un par de ojos de un amarillo oscuro que miraban con una ansiosa malevolencia.
—Estoy considerando llamarle Norman —murmuró Perkins—. Ven, quiero enseñarte algo.
Abandonamos la zona oscura y fétida bajo el viejo salón y regresamos al laboratorio, donde Perkins abrió un enorme libro encuadernado en piel que había sobre la mesa.
—Éste es el bestiario de Jurisficción —explicó, volviendo la página para mostrar la imagen del gramásito que habíamos encontrado en Grandes esperanzas.
—Un adjetívoro —murmuré.
—Muy bien —respondió Perkins—. Bastante común en el Pozo, pero generalmente bastante controlado en la ficción.
Pasó una página para mostrar una especie de pez abisal, pero en lugar de una luz en el extremo del pedúnculo de la cabeza tenía un artículo indefinido.
—Pez nombre —explicó Perkins—. Nadan en las orillas exteriores del Mar Textual, con la esperanza de atraer y devorar sustantivos perdidos deseosos de empezar una frase embrionaria.
Volvió la página para enseñarme un gusanito.
—¿Un gusalibro? —sugerí, puesto que los había visto antes en el taller de mi tío Mycroft.
—Efectivamente —respondió Perkins—. No son estrictamente una plaga y, en realidad, son muy necesarios para la existencia del MundoLibro. Comen palabras y excretan significados alternativos como si fuesen un radiador caliente. Creo que lo más parecido en el Exterior son las lombrices. Airean el suelo, ¿no?
Asentí.
—Los gusalibros ejecutan la misma función aquí abajo. Sin ellos, las palabras tendrían un único significado y cada significado tendría una palabra. Viven en los diccionarios de sinónimos, pero sus efectos beneficiosos se sienten en toda la ficción.
—Entonces, ¿por qué se los considera una plaga?
—Son útiles, pero también problemáticos. Si tienes demasiados gusalibros en una novela, el lenguaje se convierte en casi insoportablemente florido.
—He leído libros así —confesé.
Pasó la página y reconocí a los gramásitos que habían pasado en enjambre por el Pozo.
—Verbisoides —dijo suspirando—, hay que destruirlos sin piedad. Una vez que un verbisoide extrae el verbo de una frase, ésta por lo general se colapsa; si se hace el número suficiente de veces, toda la narración se deshace como un panecillo bajo una tormenta.
—¿Por qué visten chaleco y calcetines a rayas?
—Para estar calentitos, supongo.
—¿Qué es esto? —pregunté cuando volvió a pasar la página—. ¿Otro verbinador?
—Bien, algo similar —respondió Perkins—. Esto es un converbinador. Lo que hace es crear verbos a partir de nombres y otras palabras. En general añadiendo la terminación. Durante una sequía se sabe que incluso han creado verbos compuestos como aireacondicionar y señalizar. Al igual que los gusalibros, son necesarios… pero no se puede permitir que proliferen demasiado.
—Algunos dirían que ya hay demasiados verbos —dije.
—Los que dicen tal cosa —respondió Perkins irritado— deberían venir y trabajar un poco para Jurisficción intentando limitarlos.
—¿Qué hay del virus antiortográfico? —pregunté.
—Antiorto graficus molesworthian —murmuró Perkins, yendo hasta donde había un montón de diccionarios alrededor de un frasquito de vidrio. Lo levantó y me lo mostró. Una neblina violeta se agitaba en su interior; me recordó a uno de los SMS de Spike—. Éste es el último virus —explicó Perkins—. Tuvimos que destruir el resto. Es muy potente… ¿lo percibes a través del vidrio?
—Inesesario —dije, probándolo—, indutable, professor, diarea. Tienes razón, es bastante potente, ¿verdad?
Volvió a colocarlo en la caja de seguridad de diccionarios.
—Se descontroló antes de 1744, cuando el agente Johnson publicó su diccionario —comentó Perkins—. El Lavinia-Webster y el Oxford English Dictionary lo mantienen a raya, pero debemos tener cuidado. Antes solíamos contener cualquier estallido y mandarlo a las series Molesworth, donde nadie volvía a saber de ellos. Ahora, destruimos cualquier virus nuevo usando una batería de diccionarios que guardamos en el piso diecisiete de la Gran Biblioteca. Pero nunca se es demasiado cuidadoso. Hay que usar el formulario S-12 para informar al gato de cualquier errata con la que te topes.
En el exterior se oyó el escándalo estridente de una bocina.
—¡Se ha acabado el tiempo! —Perkins sonrió—. Esa debe de ser la señorita Havisham.
La señorita Havisham no venía sola. Estaba sentada en un gran automóvil cuyo capó se extendía tres metros por delante. Las grandes y desprotegidas ruedas de radios llevaban neumáticos tristemente raquíticos e inadecuados; de cada lado del capó sobresalían ocho tubos de escape, que se unían en uno que se extendía a lo largo de todo el chasis. La parte trasera del coche acababa en punta, como un bote, y justo delante de las ruedas traseras dos enormes transmisiones llevaban la potencia hasta el eje trasero con grandes cadenas de transmisión. Era una bestia temible. Era el Higham Special de veintisiete litros.