El Pozo de las Tramas Perdidas
NOTAALPIÉFONO. Aunque el doctor Fausto, ya en 1622, propuso la idea de emplear las notas al pie como medio de comunicación, hasta 1856 no se fabricó el primer notaalpiéfono práctico. En 1895 se instaló una versión experimental en Tiempos difíciles. Tres años después casi todo Dickens estaba conectado. El sistema se expandió con rapidez, culminando en la primera conexión entre géneros, inaugurada con gran fanfarria en 1915 entre Drama humano y Crimen. Desde entonces la red ha sido mejorada y ampliada, pero la reciente aparición de las llamadas-basura de notaalpiéfono y la liberalización de los canales de noticias y entretenimiento casi han bloqueado el sistema. En 1985 se creó una red de notaalpiéfono móvil.
GATO DE AU DE W
Guía de Jurisficción a la Gran
Biblioteca (glosario)
Yaya se había levantado temprano para preparar el desayuno y me la encontré dormida en el sillón, con la tetera casi fundida sobre la cocina y Pickwick completamente enredada en su labor de punto. Preparé un poco de café y me serví el desayuno a pesar de que sentía náuseas. ibb y obb llegaron un poco más tarde y me dijeron que habían «dormido como troncos» y que tenían tanta hambre que podían «comerse un caballo entre dos colchones». Engullían el desayuno cuando llamaron a la puerta. Era Akrid Snell, la mitad de Perkins & Snell, la serie de novelas de detectives. Tenía unos cuarenta años, vestía un elegante traje beige con sombrero a juego y completaba el retrato un abundante bigote pelirrojo. Era uno de los abogados de Jurisficción y le habían asignado mi caso; todavía me enfrentaba a la acusación de infracción de ficción, por cambiar el final de Jane Eyre.
—Hola —dijo—. ¡Bienvenida al MundoLibro!
—Gracias. ¿Estás bien?
—¡Estoy estupendamente! —respondió—. He librado a Edipo de la acusación de incesto. Con un tecnicismo, claro está… en el momento de los hechos no sabía que ella era su madre.
—Claro está —convine—. ¿Y Fagin?
—Me temo que sigue condenado a la horca —dijo con menos alegría—. El Grifo está en ello… seguro que encontrará una salida. —Mientras hablábamos daba un vistazo al interior del lastimoso bote volador—. ¡Bien! —dijo al fin—. Tomas algunas decisiones curiosas. He oído que se está creando la última novela de Daphne Farquitt un poco más abajo, en este mismo estante. Está ambientada en el siglo XVIII y sería mucho más cómoda que esto. ¿Has visto la reseña de mi último libro?
Se refería, claro está, al libro en el que aparecía. Snell era ficticio desde la suela de los zapatos hasta la copa del sombrero y, como la mayoría de los personajes de ficción, un poco sensible a ese hecho. Yo había leído la reseña de Entusiasmado con la muerte y era bastante negativa; en situaciones como ésa, el tacto era esencial.
—No. Debí despistarme.
—¡Oh! —respondió—. Bien, era realmente… realmente buena, la verdad. Recibí halagos tales como: «Snell es… muy bueno… redondo diría.» Y describía el libro como: «Con seguridad el más grande… de 1986.» También se habla de un estuche. Escucha, quería decirte que probablemente tu juicio por infracción de ficción se celebre la próxima semana. Intenté lograr otro aplazamiento, pero Hopkins es ante todo tenaz; quedan por decidir el lugar y la hora.
—¿Debería preocuparme? —pregunté, acordándome de la última vez que había tenido que vérmelas con un tribunal del MundoLibro, en El proceso de Kafka. El resultado había sido predeciblemente impredecible.
—En realidad no —admitió Snell—. Nuestra defensa basada en la «aprobación incondicional de los lectores» debería servir para algo. Al fin y al cabo, la verdad es que lo hiciste, así que mentir descaradamente no serviría de mucho. Escucha —prosiguió, sin tomar aliento—, la señorita Havisham me ha pedido que te enseñe las maravillas del Pozo. Habría venido ella misma, pero tiene un curso de exterminio de gramásitos.
—Vimos gramásitos en Grandes esperanzas —le dije.
—Eso he oído. Nunca se es demasiado cuidadoso con los gramásitos. —Miró a ibb y a obb, que se estaban terminando mis huevos con bacon—. ¿Esto es un desayuno?
Asentí.
—¡Fascinante! Siempre me he preguntado qué aspecto tendría un desayuno. En nuestros libros tenemos veintitrés cenas, doce almuerzos y dieciocho horas del té… pero ni un solo desayuno. —Tardó un momento en preguntar—: ¿Por qué crees que la confitura de naranja se llama mermelada?
Le dije que no tenía ni idea y le pasé una taza de café.
—¿Hay genéricos viviendo en tus libros? —pregunté.
—Como media docena a la vez —respondió, sirviéndose azúcar y mirando fijamente a ibb y obb, quienes, como hacían siempre, le miraron a él—. Son muy aburridos hasta que desarrollan una personalidad. Entonces se pueden volver muy entretenidos. El problema es que tienen la molesta costumbre de asimilar las características de un protagonista de carácter fuerte, personalidad que puede extenderse entre ellos como una plaga. Antes se los acuartelaba en masa, pero cambiamos de política después de alojar a seis mil genéricos en Rebeca. En menos de un mes todos menos ocho se habían convertido en la señora Danvers. Escucha, supongo que no te interesa tener un par de amas de llaves, ¿verdad?
—No creo —respondí, recordando la personalidad ligeramente abrasiva de la señora Danvers.
—No me extraña —respondió Snell riendo.
—Entonces, ¿ahora hay un número limitado por novela?
—Aprendes rápido. Tuvimos un problema similar con los Merlines. Desde hace años los magos mentores de edad avanzada y barba nos salen por las orejas.
Se inclinó hacia mí.
—¿Sabes cuántos Merlines ha colocado el Pozo de las Tramas Perdidas en los últimos cincuenta años?
—Dime.
—¡Nueve mil! —jadeó—. ¡Hemos alterado tramas para incluir mentores de edad avanzada! ¿Crees que estuvo mal?
—No estoy segura —dije, un poco confundida.
—Al menos, Merlín es un personaje popular —añadió Snell—. Le pones otro sombrero y puede aparecer casi en cualquier lado. Intenta librarte de miles de señoras Danvers. No hay demasiada demanda de amas de llaves cincuentonas espeluznantes; de nada valieron las ofertas de compre dos y llévese una gratis. Las usamos para corregir erratas. Como una especie de ejército.
—¿Cómo es? —pregunté.
—¿A qué te refieres?
—A ser ficticio.
—¡Ah! —respondió Snell lentamente—. Sí… ficticio.
Comprendí demasiado tarde que había ido excesivamente lejos. Imaginé que así se hubiera sentido un perro de haber sacado el tema del moquillo en una conversación educada.
—No te reprocho tu curiosidad, señorita Next. Puesto que eres una exterior, no me ofendo. Si yo fuese tú, no preguntaría demasiado por el pasado de los ficticios. Todos aspiramos a ser nosotros mismos, un personaje original en una letanía de ficción tan vasta que nuestra aspiración es vana. Después del entrenamiento básico en San Tabularrasa, pasé a la Facultad de Detectives Dupin; hice viajes de estudios por las obras de Hammet, Chandler y Sayers antes de asistir a un curso de posgrado en la Facultad Avanzada Agatha Christie. Me hubiese gustado ser original, pero nací setenta años tarde. —Hizo una pausa para reflexionar. Yo lamentaba haber sacado el tema. No debe de resultar fácil ser un refrito de todo lo ya escrito—. ¡Bueno! —dijo, terminándose el café—. Ya basta de hablar de mí. ¿Lista?
Asentí.
—Entonces, vamos.
Dicho lo cual, tomándome de la mano, me transportó fuera de Caversham Heights, a los interminables pasillos del Pozo de las Tramas Perdidas.
El Pozo era similar a la Biblioteca en lo tocante al aspecto del edificio —madera oscura, alfombras gruesas, muchos estantes—, pero ahí terminaban las similitudes. Para empezar, era ruidoso. Artesanos, operarios, técnicos y genéricos recorrían los anchos pasillos, apareciendo y desapareciendo cuando pasaban de un libro a otro, construyendo, cambiando y borrando según los deseos de los autores. Por todas partes había cajas y paquetes, y la gente comía, dormía y se ocupaba de sus asuntos en talleres y casitas construidas como si de un desordenado barrio de chabolas se tratase. Carteles y vallas anunciaban bienes y servicios específicos del negocio de la escritura.[5]
—Creo que estoy recibiendo un mensaje-basura de notaalpiéfono, Snell —dije por encima del estruendo—. ¿Debería preocuparme?
—Aquí abajo se reciben continuamente —me respondió—. Ignóralos… y nunca pases una nota al pie en cadena.[6]
Nos acosó un hombre anuncio rechoncho que anunciaba recursos narrativos a medida «para el palabrista exigente».
—No, gracias —gritó Snell, agarrándome del brazo y yendo hacia un punto más tranquilo, entre Emporio del Capítulo Final del doctor Forthright y la Primera Academia de Mentores—. El Pozo tiene veintiséis pisos —me dijo, agitando una mano hacia la multitud bulliciosa—. En su mayoría son fábricas caóticas de prosa ficticia como éste, pero en el subsótano veintiséis hay una entrada al Mar Textual. Un día bajaremos hasta allí y veremos cómo descargan los garabateros.
—¿Qué descargan?
—Palabras —Snell sonrió—, palabras, palabras y más palabras. Los ladrillos de la ficción, el ADN de la narrativa.
—Pero no veo que estén escribiendo ningún libro —comenté, mirando a mi alrededor.
Rió por lo bajo.
—¡Vosotros los exteriores! Puede que los libros parezcan sólo palabras sobre páginas, pero en realidad hay una tecnología tremendamente compleja de ImaginoTransferencia que convierte esos garabatos de tinta en imágenes dentro de tu cabeza. Ahora mismo estamos empleando el Sistema Operativo LIBRO V8.3. Pero no por mucho tiempo. La Gran Central Textual quiere actualizar el sistema.
—En las noticias de anoche alguien mencionó UltraPalabra™ —comenté.
—Un nombre para finolis. LIBRO V9, para mí y para ti. El verbalizador Libris nos lo presentará pronto. Ya están probando UltraPalabra™. Si es tan bueno como dicen, ¡los libros no volverán a ser lo mismo!
—Bien —suspiré, intentando captar la idea—. Siempre había pensado que las novelas simplemente… bien, se escribían.
—Escribir no es más que la palabra que empleamos para describir el proceso de grabación —respondió Snell mientras seguíamos caminando—. En el Pozo de las Tramas Perdidas conectamos la imaginación del escritor con los personajes y tramas de forma que tengan sentido en la mente del lector. Después de todo, puede argumentarse que leer es un proceso mucho más creativo e imaginativo que escribir; merece tanto respeto el lector que recrea una emoción, o los colores del cielo durante la puesta de sol, o el olor de la brisa cálida de verano en la cara, como el escritor… quizá más.
Era una idea original; la sopesé.
—¿En serio? —respondí, algo dubitativa.
—¡Claro que sí! —Snell rio—. «La espuma batiendo los guijarros» no significa nada a menos que imagines las olas cayendo sobre la zona de mareas o sientas las olas estremecer la playa bajo tus pies, ¿no?
—Supongo que no.
—Los libros —dijo Snell— son una forma de magia.
Lo pensé un momento y eché una ojeada a la caótica fábrica de ficción. Mi marido era o es novelista. Siempre había querido saber qué le pasaba por la cabeza y aquello, suponía, era lo más cerca que iba a estar de saberlo.[7] Seguimos caminando, dejando atrás una tienda llamada Ha pasado un minuto. Vendía recursos descriptivos para el paso del tiempo; esa semana tenían en oferta especial los cambios de estación.
—¿Qué pasa con los libros inéditos? —pregunté, sin saber si los personajes de Caversham Heights tenían realmente de qué preocuparse.
—La tasa de fracasos es muy alta —admitió Snell—, y no sólo por su dudoso mérito. La estregadera de Bunyan de John McSquurd es uno de los mejores libros que se han escrito jamás pero nunca ha abandonado las manos del autor. La mayoría de las obras malas, rechazadas o sin publicar languidecen aquí abajo en el Pozo hasta que las desmontamos para recuperar los materiales. Otras son tan espantosas que se destruyen: se arrancan las palabras de las páginas y se arrojan al Mar Textual.
—¿Y a los personajes simplemente se los recicla como cartón?
Snell hizo una pausa y tosió cortésmente.
—Yo no malgastaría simpatías en los unidimensionales, Thursday. Acabarás hecha polvo y la verdad es que no hay tiempo ni recursos para reconvertirlos en personajes más interesantes.
—¿Señor Snell?
Era un joven vestido con un traje caro, que traía lo que parecía una funda de almohada muy sucia con algo pesado del tamaño de un melón en su interior.
—¡Hola, Alfred! —dijo Snell, dándole la mano al hombre—. Thursday, éste es García. Lleva más de diez años suministrando a la serie de Perkins & Snell interesantes recursos narrativos. ¿Recuerdas el torso sin identificar que apareció flotando en el Humber en Muerte entre los vivos o el cadáver de veinte años con la bolsa de dinero emparedado en la habitación de Réquiem por un ratero?
—¡Por supuesto! —dije, dándole la mano al técnico— Buen material, muy interesante, del que te hace seguir pasando páginas. ¿Cómo está?
—Bien, gracias —respondió García. Volvió a dirigirse a Snell después de sonreír amablemente—. Tengo entendido que están preparando la siguiente novela de Perkins & Snell y tengo una cosita que podría interesarle.
Abrió la bolsa y miramos dentro. Era una cabeza. Lo más importante, una cabeza cercenada.
—¿Una cabeza en una bolsa? —preguntó Snell frunciendo el ceño, mirando más de cerca.
—Efectivamente —dijo García con orgullo—, pero no se trata de cualquier cabeza en una bolsa. Ésta tiene un tatuaje sumamente intrigante en la nuca. Usted también podría descubrirla en un contenedor, en el exterior de su oficina, en el congelador de un sospechoso muerto… Las posibilidades son infinitas.
A Snell le chispearon los ojos de emoción. Era justo lo que su próximo libro necesitaba tras la demoledora crítica de Entusiasmado con la muerte.
—¿Cuánto? —preguntó.
—Trescientos —propuso García.
—¡¿Trescientos?! —exclamó Snell—. Con eso podría comprar una docena de cabezas en bolsas y me quedaría dinero para un envío perdido de oro nazi.
García rio.
—Ya nadie usa el recurso del «envío perdido de oro nazi». Si no quiere la cabeza, bueno… puedo colocarla casi en cualquier sitio. Simplemente se la ofrecí a usted primero porque ya hemos hecho negocios antes y me cae bien.
Snell pensó un momento.
—Ciento cincuenta.
—Doscientos.
—Ciento setenta y cinco.
—Doscientos y añadiré un caso de identidad falsa, una guapa agente doble y un microfilm perdido.
—¡Trato hecho!
—Es un placer hacer negocios con usted —dijo García mientras le entregaba la cabeza y se guardaba el dinero—. Dele recuerdos al señor Perkins, por favor.
Sonrió, nos dio la mano a los dos y se fue.
—¡Oh, genial! —exclamó Snell, tan contento como un crío con bici nueva—. ¡Espera a que Perkins vea esto! ¿Dónde crees que deberíamos encontrarla?
La verdad, sinceramente, el truco de la «cabeza en una bolsa» me parecía poco convincente, pero era demasiado educada para decirlo, así que sugerí:
—A mí me gusta la idea del congelador.
—¡A mí también! —dijo entusiasmado mientras pasábamos delante de una pequeña tienda cuyo rótulo rezaba: «Pasados narrativos a medida. No hay trabajo demasiado difícil. Especialidad en infancias traumáticas.»
—¿Pasados?
—Claro. Todo personaje digno de tal nombre tiene un pasado. Entremos a dar un vistazo.
Nos agachamos y atravesamos la puerta baja. El interior era un taller, pequeño y lleno de humo. En medio de la estancia había un banco de trabajo atestado de retortas, tubos de ensayo y productos químicos; las paredes, me di cuenta, estaban forradas de estantes llenos de botellas bien tapadas que contenían pequeñas cantidades de líquidos de colores, cada una etiquetada con la descripción de la clase de pasado correspondiente, desde «infancia idílica» hasta «gallardo pasado militar».
—Ésta está casi vacía —comenté, señalando una botella bastante grande que decía: «Equivocado sentimiento de culpa por la muerte de un ser querido/compañero hace diez años.»
—Sí —dijo un hombrecito con un traje de pana tan deforme que daba la impresión de que el sastre seguía dentro haciendo retoques—, es muy popular últimamente. Algunos apenas están usados. Mire arriba.
Miré las botellas llenas que acumulaban polvo en los estantes superiores. La etiqueta de una rezaba: «Estudió los calamares en Sri Lanka.» Otra ponía: «Aprendiz de cazador galés de topos.»
—Bien, ¿qué puedo hacer por ustedes? —preguntó el creador de pasados, mirándonos con alegría y frotándose las manos—. ¿Algo para la dama? ¿Maltrato a manos de hermanastras sádicas? ¿Un incidente traumático con un animal salvaje? ¿No? Esta semana tenemos en oferta las aventuras amorosas desafortunadas: compra una y llévate gratis un hermano menor con problemas de drogas.
Snell le mostró al mercader su placa de Jurisficción.
—Visita de negocios, señor Grnksghty. Ésta es la aprendiza Next.
—¡Ah! —dijo, perdiendo algo de entusiasmo—. La ley.
—El señor Grnksghty solía escribir pasados para las Brontë y Thomas Hardy —explicó Snell, dejando la bolsa en el suelo y sentándose en el borde de una mesa.
—¡Ah, sí! —respondió el hombre, mirándome por encima de sus gafas de medialuna—. Pero eso fue hace mucho tiempo. Charlotte Brontë sí que era una escritora. Mucho buen trabajo para ella, alguno apenas usado…
—Sí, al habla —interrumpió Snell con la mirada perdida—. Estoy con Thursday en el Pozo. ¿Qué pasa?
Vio que los dos le mirábamos y se explicó:
—Notaalpiéfono. Es la señorita Havisham.
—Es de muy mala educación —murmuró el señor Grnksghty—. ¿Por qué no sale fuera si quiere hablar con esa cosa?
—Probablemente no sea nada, pero le echaré un vistazo —dijo Snell, mirando al vacío. Se volvió hacia nosotros, vio que el señor Grnksghty le observaba furibundo y agitó la mano antes de salir de la tienda, todavía hablando.
—¿Dónde estábamos, joven?
—Hablaba de que Charlotte Brontë pedía pasados para sus personajes que luego no usaba.
—Oh, sí. —El hombre sonrió, girando delicadamente un grifo y mirando cómo una gotita de líquido aceitoso y coloreado caía en un matraz—. Creé el pasado narrativo más maravilloso para Edward y Bertha Rochester, pero ¿sabes que sólo usó una pequeña parte de él?
—Debió de ser una gran decepción.
—Lo fue —suspiró—. Soy un artista, no un técnico. Pero no importa. Hace unos años lo vendí completo a El ancho mar de los Sargazos. Harry Flashman, de Los días de escuela de Tom Brown, siguió el mismo camino. Guardé el pasado del señor Pickwick durante años, pero no pude venderlo. Lo doné al museo de Jurisficción.
—¿Con qué fabrica los pasados, señor Grnksghty?
—Sobre todo con melaza —respondió, agitando el frasco y viendo cómo la sustancia aceitosa se evaporaba—, y recuerdos. Montones de recuerdos. Es más, la melaza sólo sirve como aglutinante. Dígame, ¿qué opina de la actualización a UltraPalabra™?
—Todavía tengo que informarme adecuadamente —admití.
—Sobre todo me gusta la idea de ResumeLectura™ —comentó el hombrecillo, añadiendo una gota de líquido rojo y contemplando el resultado con gran interés—. Afirman que podrán comprimir Guerra y paz en ochenta palabras, conservando la grandeza del original.
—Ver para creer —respondí.
—Aquí abajo no —me corrigió el señor Grnksghty—. Aquí abajo, leer es creer.
Se produjo una pausa mientras yo reflexionaba sobre aquello.
—¿Señor Grnksghty?
—¿Sí?
—¿Cómo se pronuncia su nombre?
En ese momento Snell volvió a entrar.
—Era la señorita Havisham —anunció, recuperando la cabeza—. Gracias por su tiempo, señor Grnksghty. Vámonos.
Snell me llevó por el pasillo dejando atrás más tiendas y vendedores hasta llegar a unos ascensores de bronce y madera. Las puertas se abrieron y varios golfillos de la calle salieron corriendo. Llevaban palos partidos con trozos de papel encajados.
—Ideas de camino a un libro en construcción —explicó Snell mientras entrábamos en el ascensor—. La sesión de Bolsa debe haber empezado. El departamento de Venta y Préstamo de Ideas está en el piso diecisiete.
El ascensor descendió rápidamente.
—¿Te siguen molestando los mensajes-basura de notaalpiéfono?
—Un poco.[8]
—Te acostumbrarás a pasar de ellos.
Sonó la campanilla y las puertas del ascensor se abrieron dejando entrar un viento frío. Estaba más oscuro que el piso que acabábamos de visitar y varios personajes con mala pinta nos miraban desde las sombras. Iba a salir, pero Snell me detuvo. Miró y susurró.
—Éste es el subsótano veintidós. El lugar más peligroso del Pozo. Refugio de salvajes, cazarrecompensas, asesinos, ladrones, estafadores, chaqueteros, ladrones de escenas, bandoleros y plagiarios.
—En el lugar de donde vengo no toleramos tales cosas —murmuré.
—Aquí las alentamos —explicó Snell—. La ficción no tendría demasiada gracia sin una buena dosis de sinvergüenzas, y tienen que vivir en algún lugar.
Percibí la amenaza en cuanto salimos del ascensor. Varias figuras encapuchadas cercanas intercambiaron murmullos, los rostros indistinguibles en la oscuridad, las manos huesudas y blancas. Pasamos junto a dos enormes gatos en cuyos ojos parecía bailar el fuego; nos miraron con ansia y se relamieron.
—Cena —dijo uno, mirándonos de arriba abajo—. ¿Nos los comemos juntos o uno a uno?
—Uno a uno —dijo el segundo gato, que era ligeramente mayor y bastante más temible—, pero será mejor que esperemos a que llegue Big Martin.
—Oh, sí —dijo el primer gato, escondiendo las garras con rapidez—, será mejor.
Snell había pasado por completo de los dos gatos; miró la hora y dijo:
—Vamos al Cordero Degollado a vernos con uno de mis contactos. Alguien ha estado montando Recursos Narrativos a partir de unidades dañadas que deberían haber sido inutilizadas. No es sólo ilegal… es peligroso. Lo último que nos hace falta es que aparezca fuera de lugar un recurso narrativo como «¿cortamos el cable rojo o el cable azul?» y destroce el suspense. ¿Cuántas historias has leído en las que desactiven la bomba con una hora de margen?
—Supongo que no muchas.
—Supones bien. Hemos llegado.
El interior en penumbra del Cordero Degollado era lastimoso y olía a cerveza. Tres ventiladores de techo agitaban la atmósfera cargada de humo y en un rincón un grupo tocaba música melancólica. Las paredes oscuras estaban divididas en reservados penumbrosos; la barra del centro era por lo visto el lugar más iluminado del local y allí reunidas, como polillas, había una curiosa colección de personas y criaturas, todas ellas charlando en voz baja. La atmósfera del local estaba tan cargada de tópicos que podrías haberla cortado con un cuchillo.
—¿Ves ahí? —dijo Snell, señalando a dos hombres enfrascados en su conversación.
—Sí.
—Mister Hyde hablando con Blofeld. En el siguiente reservado están Von Stalhein y Wackford Squeers. El tipo alto de la capa es el emperador Zhark, tirano de la galaxia conocida. La de las espinas es la señora Bigarilla. Seguramente están en misión de entrenamiento, igual que nosotros.
—¿La señora Bigarilla es una aprendiza? —pregunté incrédula, mirando a la enorme puercoespín que sostenía un cesto de ropa y bebía delicadamente jerez seco.
—No. Zhark es el aprendiz. Bigarilla es agente de pleno derecho. Se encarga de la ficción infantil, preside la Sociedad de Erizos… y nos lava la ropa.
—¿Sociedad de Erizos? —repetí—. ¿Eso para qué sirve?
—Promociona a los erizos en todas las ramas de la literatura. La señora Bigarilla fue la primera que obtuvo un papel protagonista y ha hecho uso de su posición para ayudar a los de su especie; los mencionan Kipling, Carroll, Esopo y, cuatro veces, Shakespeare. También se le dan bien las manchas difíciles y nunca chamusca los puños.
—La tempestad, El sueño de una noche de verano, Macbeth —murmuré, contando con los dedos—. ¿Cuál es la cuarta?
—Enrique VI, primera parte, acto cuarto, escena 1: «Puerco bastardo.»
—Siempre había creído que eso era un insulto, no sabía que se refiriera a un puercoespín —comenté—. Podía referirse igualmente a un canalla.
Snell suspiró.
—Bien, le hemos concedido el beneficio de la duda. Para compensar la indignidad de haber sido usados como bolas de croquet en Alicia. Tampoco menciones a Tólstoi ni a Berlín cuando ande cerca… la conversación con Bigarilla es más fácil si evitas hablar de clases sociales y te limitas a preguntar por la temperatura de lavado de la lana.
—Lo tendré en cuenta —murmuré—. Este bar no tiene tan mala pinta, con todas esas plantas, ¿verdad?
Snell volvió a suspirar.
—Son trífidos, Thursday. La cosa llena de bultos que practica el swing con el Jabberwock es un krell, y el rinoceronte de ahí es Rataxis. Arresta a cualquiera que intente venderte tabletas de Soma, no compres ningún geniecillo embotellado por buena que sea la oferta y, sobre todo, no mires a Medusa. Si aparecen Big Martin o la Bestia Cazadora, sal por patas. Pídeme una copa y te veré al fondo dentro de cinco minutos.
—Vale.
Se hundió en la oscuridad y me quedé sintiéndome algo incómoda. Me acerqué a la barra y pedí dos copas. Un tercer gato se había unido a los otros dos que había visto antes. El recién llegado me señaló, pero los otros dos negaron con la cabeza y le susurraron algo al oído. Me volví hacia el otro lado y di un respingo de sorpresa cuando me encontré cara a cara con una criatura curiosa que parecía haber escapado de una mala novela de ciencia ficción. Era todo tentáculos y ojos. En mi cara debió de aparecer una sonrisa porque la criatura me increpó:
—¿Cuál es el problema, nunca habías visto a un thraal?
No entendí ni una palabra; me pareció que hablaba en Courier Bold, pero no estaba segura, así que no dije nada, con la esperanza de librarme.
—¡Eh! —dijo—. Te estoy hablando, dos ojos.
El altercado había atraído a otro hombre, que tenía aspecto de ser el resultado de algún grotesco experimento genético malogrado.
—Dice que no le caes bien.
—Lo lamento.
—A mí tampoco me caes bien —dijo el hombre en tono amenazador. Luego añadió, por si me hacía falta—: Estoy sentenciado a muerte en siete géneros.
—Lamento oírlo —le aseguré, pero no resultó.
—¡Más lo lamentarás!
—Venga, Nigel —dijo una voz que reconocí—. Deja que te invite a un trago.
Aquello no gustó al experimento genético, porque de inmediato acercó la mano al arma; un movimiento rápido y en un instante tenía mi automática contra su cabeza. La pistola de Nigel seguía en la funda. Se hizo el silencio en el bar.
—Eres rápida, chica —dijo Nigel—. Eso lo respeto.
—Viene conmigo —afirmó el recién llegado—. Vamos a tranquilizarnos.
Bajé el arma y volví a poner el seguro. Nigel asintió respetuosamente y volvió a su sitio en la barra, junto al alienígena de aspecto extraño.
—¿Está bien?
Era Harris Tweed. Un colega agente de Jurisficción, exterior como yo. Le había visto por última vez hacía tres días, en la biblioteca de lord Volescamper, cuando habíamos hecho huir al ficticio renegado Yorrick Kaine después de que éste invocase a la Bestia Cazadora para destruirnos. Tweed se había ido siguiendo los ladridos de un librosabueso y no le había visto desde entonces.
—Gracias, Tweed —dije—. ¿Qué pretendía el alienígena?
—Es un thraal, Thursday. Hablaba en Courier Bold, la lengua tradicional del Pozo. Los thraal no son sólo todo ojos y tentáculos, sino todo boca… no le hubiese hecho daño. Por otra parte, a Nigel se le ha ido la mano en más de una ocasión. De todas formas, ¿qué hace sola en el subsótano veintidós?
—No estoy sola. Havisham está ocupada, así que Snell me está mostrando las cosas.
—Ah —respondió Tweed, mirando a su alrededor—. ¿Eso significa que va a hacer el examen de acceso?
—Ya llevo un tercio del examen escrito. ¿Localizó a Kaine?
—No. Llegamos hasta Londres, donde le perdimos el rastro. Los librosabuesos no lo hacen muy bien en el Exterior, y además debemos obtener un permiso especial para perseguir a LibroHuidos en el mundo real.
—¿Qué ha dicho Bellman?
—Está a favor, claro —respondió Tweed—, pero el lanzamiento de UltraPalabra™ ha acaparado las conversaciones del Consejo de Géneros. En su momento daremos con Kaine.
En ese momento regresó Snell, quien dirigió un saludo a Tweed, que éste devolvió educadamente.
—Buenos días, señor Tweed —dijo Snell—. ¿Se une a nosotros para tomar una copa?
—Por desgracia, no puedo —respondió Tweed—. Los veré mañana por la mañana al pasar lista, ¿vale?
—Un tipo curioso —comentó Snell tan pronto Tweed se hubo ido—. ¿Qué hacía aquí?
Le pasé la bebida a Snell y nos sentamos en un reservado vacío. Estaba situado cerca de los tres gatos y nos miraban con glotonería mientras consultaban un enorme libro de recetas.
—He tenido algunos problemas en la barra y Tweed ha acudido en mi ayuda.
—Eso está bien. ¿Alguna vez has visto uno de éstos?
Hizo rodar un pequeño globo sobre la mesa y yo lo recogí. Se parecía un poco a un adorno de Navidad, aunque era algo más resistente. Había un pequeño texto con código de barras y un número de identificación impreso a un lado.
—«¡De pronto, se oyó un disparo! DNC/167945» —leí en voz alta—. ¿Qué significa?
—Es un recurso narrativo congelado en seco. Robado. Lo partes y ¡pum!, la historia se sale por la tangente.
—¿Cómo sabemos que es robado?
—No lleva el sello de autorización del Consejo de Géneros. Sin él, no vale nada. Regístralo como prueba cuando regreses a la oficina.
Dio un sorbo a la bebida, tosió y miró la copa.
—¿Qué es esto?
—No estoy segura, pero la mía sabe igual de mal.
—Eso no es posible. Hola, emperador, ¿conoce a Thursday Next? Thursday, éste es el emperador Zhark.
Allí, junto a nuestra mesa, había un hombre alto con capa. Era de piel pálida, pómulos marcados y llevaba una perilla pequeña y muy bien recortada. Me miró con ojos fríos y oscuros y alzó una ceja imperial.
—Saludos —entonó con indiferencia—. Recuerdos a la señorita Havisham. Snell, ¿cómo va mi defensa?
—No muy bien, Su Impiedad —respondió—. Puede que aniquilar todos los planetas del cúmulo de Cignus no fuese muy buen paso.
—Es culpa de esos malditos rambosianos —dijo Zhark furioso—. Amenazaron mi imperio. De no haber destruido sistemas estelares nadie me habría respetado; es por el bien de la paz galáctica, ya lo sabe… estabilidad, y además, ¿qué sentido tiene poseer un rayo mortífero devastadoramente destructivo si no puedes usarlo?
—Bien, yo no iría repitiendo eso por ahí. ¿No puede decir que lo estaba limpiando cuando se le disparó sin querer, o algo parecido?
—Supongo —dijo Zhark a regañadientes—. ¿Hay una cabeza en la bolsa?
—Sí —respondió Snell—. ¿Quiere mirar?
—No, gracias. Oferta especial, ¿no?
¿Qué?
—Oferta especial. Ya sabe, saldo por liquidación. ¿Cuánto pagó por ella?
—Sólo… cien —dijo Snell, mirándome—. Menos aún, en realidad.
—Le han timado. —Zhark rió—. Salen a cuarenta la media docena en CrimenEscena, Inc. y vienen con doble sello.
Snell se puso colorado y dio un salto para ponerse en pie.
—¡Ese cabroncete! —escupió—. ¡Cuándo vuelva a verle le meteré en una bolsa!
Se volvió hacia mí.
—¿Podrás volver sola?
—Claro.
—Bien —respondió entre dientes—. ¡Nos vemos más tarde!
—¡Un momento! —dije, pero era demasiado tarde. Había desaparecido.
—¿Problemas? —preguntó Zhark.
—No —respondí lentamente, sosteniendo la funda de almohada sucia—. Simplemente que se le ha olvidado la cabeza. Ah, y tenga cuidado, emperador, un trífido se le acerca por la espalda.
Zhark se volvió para encararse con el trífido. Éste se lo pensó mejor antes de atacar y regresó con sus amigos, que enfriaban las raíces en la barra.
Zhark se fue y yo miré a mi alrededor. En la mesa de al lado un cuarto gato se había unido a los otros tres. Era más grande que ellos y con bastantes más cicatrices de batalla. Sólo tenía un ojo y le habían arrancado unos buenos trozos de oreja. Todos se relamieron y el gato más reciente dijo en voz baja:
—¿Nos la comemos?
—Todavía no —respondió el primer gato—, estamos esperando a Big Martin.
Volvieron a las bebidas sin apartar la vista de mí. Ya me hacía una idea de cómo se sentían los ratones. Al cabo de diez minutos decidí que no iba a dejarme intimidar por unos animales domésticos sobredimensionados y me levanté para irme, llevándome conmigo la cabeza de Snell. Los gatos también se levantaron y me siguieron por el pasillo sombrío. En las tiendas vendían armas, planes malvados para dominar el mundo e ideas novedosas para asesinatos, venganzas, extorsiones y demás cabronadas. Me di cuenta de que también era fácil entrenar a los genéricos en las malas artes para convertirlos en malvados. Los gatos maullaron de emoción y apreté el paso hasta que salí a un espacio abierto entre los edificios de madera del barrio de chabolas. La razón para la existencia del espacio abierto era evidente. Sentado en una caja había otro gato. Pero éste era diferente. No era un gato doméstico sobredimensionado. Aquella bestia era cuatro veces más grande que un tigre y me miraba con una malevolencia que no terminaba de ocultar. Había sacado las garras y enseñaba los colmillos, brillantes de glotona ansiedad. Me detuve y miré atrás. Los otros cuatro gatos, en fila, me miraban expectantes, moviendo la cola. Una mirada rápida por el pasillo me dejó claro que no había nadie cerca que pudiese ayudarme; es más, la mayoría de los presentes parecían estar preparándose para contemplar el espectáculo. Saqué la automática mientras uno de los gatos saltaba hasta el recién llegado y le decía:
—¿Podemos comérnosla ahora, porfa?
El gato enorme posó una de sus zarpas en la caja y la desplazó sobre la madera. Era como una cuchilla cortando arcilla húmeda. Me miró con inmensos ojos verdes y dijo con voz profunda y vibrante:
—¿No deberíamos esperar a que llegue Big Martin?
—Sí —suspiró el gato más pequeño, decepcionado—, quizá deberíamos esperar.
De pronto, el gato grande irguió las orejas y saltó de la caja a la oscuridad; apunté con la pistola, pero no me atacaba a mí. El gato desmesurado huía presa del pánico. Los otros felinos abandonaron la escena con rapidez y en un tris también desaparecieron los testigos. A los pocos segundos estaba completamente sola en el pasillo, sin otra compañía que el martilleo rápido de mi propio corazón y la cabeza en la bolsa.