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Landen Parke-Laine

Dicen que no mueres en realidad hasta que no te olvidan, y en el caso de Landen era doblemente cierto. Desde la erradicación de Landen había descubierto que podía devolverle la vida en mis recuerdos y en mis sueños, y había adquirido el hábito de esperar con ansia la hora de quedarme dormida y regresar a un momento preciso que pudiésemos compartir, aunque sólo brevemente.

Landen perdió la pierna por culpa de una mina y a su mejor amigo por culpa de un error militar. El amigo era mi hermano, Antón… y Landen testificó en su contra en la vista posterior a la desastrosa «Carga de la Brigada Ligera Blindada», en 1973. Culparon a mi hermano del desastre, Landen fue licenciado con honores y yo recibí la Estrella de Crimea al valor. No nos hablamos durante diez años y nos casamos hace dos meses. Hay quien dice que fue un romance muy poco ortodoxo… pero la verdad es que yo no me di cuenta.

THURSDAY NEXT

Las crónicas de Jurisficción

Esa noche, volví a Crimea. Dirás quizá que no era el destino más evidente para mis sueños. La península había sido una fuente constante de angustia en mis horas de vigilia: una época de estrés, de dolor y muerte violenta. Pero fue en Crimea donde conocí a Landen y donde nos enamoramos. Esos recuerdos me resultaban más preciosos porque no se habían creado nunca y, por esa razón, a veces regresaba a los días dolorosos de Crimea. Me relajé, y Morfeo me transportó en sus brazos hasta la península del mar Negro, doce años antes.

Cuando llegué a la península en 1973, hacía diez años que no se disparaba ni un tiro, aunque el conflicto se había iniciado ciento veinte años antes. Era conductora de la Tercera Brigada Ligera Blindada de Tanques de Wessex… tenía veintitrés años y conducía un vehículo blindado de trece toneladas. Al mando estaba el mayor Phelps, que más tarde perdería su antebrazo y su cordura durante una carga mal ejecutada contra toda la artillería rusa. Dada mi ingenuidad juvenil, había creído que Crimea sería divertida… idea que pronto se desvanecería.

—Preséntate en el estacionamiento a las catorce horas —me dijo el sargento una mañana, un hombre amable pero brusco llamado Tozer. Sobreviviría a la carga pero moriría ocho años después en un accidente de instrucción. Asistí a su funeral. Era un buen hombre.

—¿Alguna idea sobre qué voy a hacer, sargento? —pregunté.

El sargento Tozer se encogió de hombros.

—Funciones especiales. Me dijeron que pusiese a alguien inteligente… pero no había nadie disponible, así que te toca a ti.

Reí.

—Gracias, sargento.

Recientemente soñaba mucho con esa escena y por una razón muy clara… Aquélla fue la primera vez que Landen y yo pasamos un rato juntos. Mi hermano Antón también servía en Crimea y nos había presentado unas semanas antes. Antón hacía esas cosas continuamente. Ese día debía llevar a Landen en un vehículo blindado de reconocimiento hasta un puesto de observación que daba a un valle donde, según habían informado, había una acumulación de artillería imperial rusa. Al incidente lo llamábamos «nuestra primera cita».

Llegué y me dijeron que firmase por un vehículo blindado Dingo, uno pequeño para dos con potencia suficiente para salir rápidamente de los atolladeros… o para meterse en un atolladero rápidamente, dependiendo de tu grado de competencia. Recogí el vehículo y esperé casi una hora en la tienda con otros muchos conductores, charlando y riendo, bebiendo té y contando historias imposibles. Hacía frío, pero me alegraba de estar ocupándome de aquello en lugar de dedicada a mis deberes habituales, que solían consistir en limpiar el campamento y otras tareas tediosas.

—¿Cabo Next? —dijo un oficial tras meter la cabeza en la tienda—. ¡Deje el té… nos vamos!

No era guapo pero era interesante y, al contrario que muchos de los oficiales, parecía poseer cierto aire de tranquilidad.

—Buenos días, señor —dije, sin estar segura de si me recordaba. No tendría que haberme preocupado por eso. En aquel momento lo ignoraba, pero él le había pedido específicamente al sargento Tozer que me asignase a mí. También estaba interesado, pero ligar estando de servicio era un arte sutil. El castigo podía ser duro.

Le llevé hasta el Dingo y subí. Le di al botón de arranque y el motor cobró vida. Landen se acomodó en el asiento de mando.

—¿Has visto a Antón últimamente? —preguntó.

—Estará en la costa unas cuantas semanas —le dije.

—Ah —respondió—. Saqué cincuenta libras cuando ganaste la competición de boxeo para mujeres de la pasada semana. Te estoy agradecido.

Sonreí y le di las gracias, pero no me prestaba atención… Estaba muy ocupado con el mapa.

—Vamos aquí, cabo.

Examiné el mapa. Era lo más cerca que hubiese estado nunca del frente. Para mi vergüenza, la perspectiva del peligro me resultó embriagadora. Landen se dio cuenta.

—No es tan tremendamente emocionante como crees, Next. He estado allí en veinte ocasiones y sólo me dispararon una vez.

—¿Cómo fue?

—Desagradablemente ruidoso. Toma por la carretera a Balaclava. Ya te diré cuándo girar a la derecha.

Así que recorrimos la carretera atravesando un panorama rural tan plácido que costaba imaginar que dos ejércitos estuviesen enfrentándose a quince kilómetros escasos, con suficiente potencia de fuego como para destrozar toda la península.

—¿Alguna vez has visto a un ruso? —me preguntó cuando dejamos atrás unos camiones militares que daban apoyo a las baterías de artillería del frente; su única misión era lanzar algunos proyectiles contra los rusos… sólo para dejar claro que seguíamos allí.

—Nunca, señor.

—Tienen el mismo aspecto que tú o que yo, ya sabes.

—¿Se refiere a que no llevan enormes gorros peludos ni nieve sobre los hombros?

El sarcasmo no le pasó desapercibido.

—Lo siento —dijo—, no pretendía ponerme paternalista. ¿Cuánto llevas aquí?

—Dos semanas.

—Yo llevo dos años —dijo Landen—, pero bien podrían ser dos semanas. Gira a la derecha en esa granja de ahí delante.

Reduje la velocidad y giré para entrar en el polvoriento camino de una granja. Los amortiguadores de un Dingo son muy duros; seguir ese camino fue un paseo desconcertante y movido. Dejábamos atrás granjas vacías, todas con las cicatrices de batallas muy antiguas. En el campo había carrocerías blindadas viejas y oxidadas, restos abandonados de la lucha, testimonios de cuánto tiempo hacía que se luchaba en aquella guerra estática. Corrían rumores de que en tierra de nadie todavía había piezas de artillería del siglo XIX. Nos detuvimos en un control, Landen mostró su pase y seguimos avanzando, con un soldado que se unió a nosotros «por precaución». Llevaba un cargador de munición suplementario y el arma cargada (lo que siempre significa que se avecinan problemas), aparte de una daga en la bota. Sólo le quedaban catorce palabras y veintiún minutos para morir en un bosquecito que en tiempos más felices podría haber sido un buen lugar para un picnic. La bala le entraría por debajo del omóplato izquierdo, se desviaría hacia la columna, le atravesaría el corazón, saldría siete centímetros bajo la axila y acabaría encajada en el indicador de combustible. Moriría instantáneamente, y dieciocho meses más tarde yo les contaría a sus padres lo sucedido. Su madre lloraría y su padre me daría las gracias con la garganta seca. Pero el soldado no sabía nada de eso. Ésos eran mis recuerdos, no los suyos.

—¡Un avión ruso de observación! —gritó el soldado condenado.

Landen me ordenó que volviese a los árboles. Al soldado le quedaban nueve palabras. Sería la primera persona que vería morir en el conflicto, pero estaría lejos de ser la última. Siendo civil te ahorras esa clase de molestias, pero en el Ejército son habituales… y nunca te acostumbras.

Di un volantazo y regresé al bosquecillo lo más rápidamente posible. Nos detuvimos bajo la cubierta protectora de los árboles y contemplamos el pequeño avión de observación bajo la sombra moteada. En ese momento no lo sabíamos, pero una avanzadilla de comandos rusos se dirigía hacia nosotros. Media hora antes habían ocupado el puesto de observación hacia el que nos dirigíamos y los comandos recibían el apoyo del avión de observación que habíamos visto. Tras ellos iban veinte tanques de batalla rusos con apoyo de infantería. El ataque fallaría, claro está, pero sólo gracias a la radio VHF que llevábamos en el Dingo. Yo saldría de allí, y Landen pediría un ataque aéreo. Así fue como sucedió. Así es como había sucedido siempre. Unidos por el miedo y el calor del combate. Pero mientras nos protegíamos bajo los abedules, apretujados en el vehículo, acompañados exclusivamente por el arrullo de una perdiz y el susurro bajo del motor del Dingo, no lo sabíamos y sólo nos preocupaba que el avión de observación que daba vueltas sobre nuestras cabezas retrasaba nuestra llegada al puesto de observación.

—¿Qué hace? —susurró Landen, protegiéndose los ojos para ver mejor.

—Parece un Yak-12 —respondió el soldado.

Le quedaban seis palabras y menos de un minuto. Yo había estado mirando hacia arriba, como ellos, pero entonces miré por la escotilla de observación del vehículo de reconocimiento. El corazón me dio un vuelco cuando vi a un ruso correr y saltar a una hondonada natural a cien metros delante del Dingo.

—¡Rusos! —grité—. ¡A cien metros, a las doce en punto!

Alcé la mano para cerrar la escotilla, pero Landen me agarró la muñeca.

—¡Todavía no! —susurró—. Mete una marcha.

Hice lo que me decía mientras Landen y el soldado se giraban para mirar.

—¿Qué ves? —susurró Landen.

—Cinco, quizá seis —le susurró el soldado—, viniendo hacia aquí.

—Yo también —murmuró Landen—. ¡Adelante, cabo, adelante!

Pisé el acelerador, solté el embrague y el Dingo avanzó de pronto. Casi instantáneamente se oyó el estruendo del fuego de las ametralladoras. Para ellos éramos una sorpresa malograda. Oí los disparos más cercanos cuando nuestro soldado respondió al fuego, junto con el estallido esporádico de una pistola que sabía que era de Landen. No cerré la escotilla de observación; tenía que ver todo lo que me fuese posible. El vehículo de reconocimiento daba tumbos por el sendero y se desvió antes de acelerar con el repiqueteo metálico de las armas golpeando el blindaje. Sentí un peso que me caía contra la espalda y un brazo ensangrentado me tapó la visión.

—¡Sigue avanzando! —gritó el soldado—. ¡Y no te detengas hasta que yo te lo diga!

Soltó otra ráfaga, sacó el cargador vacío, encajó el nuevo y volvió a disparar.

—¡No sucedió así…! —protesté en voz alta, ya que el soldado había sobrepasado el tiempo asignado y el recuento de palabras. Miré la mano ensangrentada que había caído sobre mí. Una sensación de temor comenzó a devorarme lentamente por dentro. El indicador de combustible seguía intacto… ¿no tendría que haber estallado cuando habían disparado al soldado? Luego lo comprendí. El soldado había sobrevivido y el oficial había muerto.

Me senté de golpe en la cama, empapada de sudor y con la respiración agitada. El impacto del recuerdo había disminuido con los años, pero había algo nuevo en él, algo inesperado. Repasé mentalmente las imágenes, viendo cómo la mano ensangrentada caía una y otra vez. Todo parecía horriblemente real. Pero había algo que se me escapaba, algo que tendría que haber sabido pero que ignoraba… una pérdida que no podía explicar, una ausencia que era incapaz de precisar…

—Landen —dijo una voz tranquila desde la oscuridad—, se llamaba Landen.

—¡Landen! —grité—. Sí, sí, se llamaba Landen.

—Y no murió en Crimea. Murió el soldado.

—No, no, ¡recuerdo que murió!

—El recuerdo está equivocado.

Era Yaya, sentada junto a mí, vestida con su camisón de guinga. Me agarraba la mano con fuerza y me miraba a través de sus gafas, con el pelo gris a la deriva y desgreñado. Y con sus palabras comencé a recordar. Landen había sobrevivido… debía sobrevivir para poder pedir el ataque aéreo. Pero incluso en aquel momento, despierta, podía recordarle muerto a mi lado. No tenía sentido.

—¿No murió?

—No.

Tomé de la mesa de noche el retrato suyo que había esbozado.

—¿Volví a verle? —pregunté, examinando el rostro, que no me resultaba familiar.

—Oh, sí —respondió Yaya—. Muchas veces. Es más, te casaste con él.

—Lo hice, ¿verdad? —Lloré. Las lágrimas fluyeron de mis ojos a medida que los recuerdos regresaban—. ¡En la Sagrada Señora del Bogavante, en Swindon! ¿Estuviste allí?

—Sí —dijo Yaya—, no me lo hubiese perdido por nada.

Seguía confusa.

—¿Qué le pasó a él? ¿Por qué no está conmigo ahora?

—Fue erradicado —respondió Yaya en voz baja—. Obra de Lavoisier y Goliath.

—Lo recuerdo —respondí, con la oscuridad de mi mente transformándose en luz a medida que se abría una cortina y todo lo sucedido regresaba en torrente—. Jack Schitt. Goliath. Erradicaron a Landen para chantajearme. Pero fracasé. No le recuperé. Por eso estoy aquí. —Callé—. Pero ¿cómo es posible que le haya olvidado? ¡Ayer mismo pensaba en él! ¿Qué me está pasando?

—Es Aornis, cariño —me explicó Yaya—. Es mnemonomorfa. Cambia los recuerdos. ¿Recuerdas todos los problemas que tuviste con ella?

Los recordaba, ahora que los mencionaba. Las palabras de Yaya rasgaron el delicado velo de olvido que ocultaba la presencia de Aornis a mi mente. Todo lo relativo a la hermanita pequeña de Hades regresó como si hubiese estado oculto a mi memoria consciente. Aornis, que había jurado vengarse de mí por haber matado a su hermano; Aornis, que podía manipular los recuerdos como le diese la gana; Aornis, que casi había provocado un Apocalipsis de la Crema Maravillosa. Pero Aornis no estaba allí. Ella vivía en…

—… el mundo real —murmuré—. ¿Cómo puede estar aquí, dentro de la ficción? En Caversham Heights, de todos los lugares posibles.

—No lo está —respondió Yaya—. Aornis sólo está en tu mente. Tampoco es ella por entero. No es más que un gusano mental, una especie de virus psíquico. Aornis es ingeniosa, adaptable y rencorosa; no conozco a nadie más capaz de tener vida propia dentro de los recuerdos de otra persona.

—Bien, ¿cómo me libro de ella?

—En mi juventud tuve experiencia con mnemonomorfos —respondió Yaya—, pero hay cosas que debe derrotar uno mismo. Presta atención, y tú y yo hablaremos a menudo y durante mucho tiempo.

—Entonces, ¿todavía no ha acabado?

—No —respondió Yaya con tristeza, cabeceando—. Me gustaría que no fuese así. Prepárate para un buen susto, joven Thursday. Dime el nombre completo de Landen.

—¡No seas ridícula! —la reñí—. Es Landen Parke…

Callé. Un miedo frío me invadió el pecho. Seguro que podía recordar el nombre de mi esposo. Pero por mucho que lo intentase, no me era posible. Miré a Yaya.

—Sí, lo sé —respondió—, pero no voy a decírtelo. Cuando lo recuerdes, sabrás que has ganado.