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Sin desayuno

EL POZO DE LAS TRAMAS PERDIDAS. Para comprender el Pozo debes hacerte una idea de la disposición de la Gran Biblioteca. En la biblioteca se almacena toda la ficción publicada de forma que los lectores en el Exterior puedan leerla; hay veintiséis pisos, uno por cada letra del alfabeto. La biblioteca está construida en forma de cruz con los cuatro pasillos radiando del punto central. En las paredes, una tras otra, estante tras estante, hay libros. Cientos, miles, millones de libros. En tapa dura, de bolsillo, encuadernados en piel, de todo tipo. Pero bajo la Gran Biblioteca hay veintiséis subsótanos sombríos pero laboriosos conocidos como el Pozo de las Tramas Perdidas. Ahí es donde se construyen los libros, donde se perfilan y se pulen, preparándolos para ocupar un lugar en la biblioteca superior. Pero la similitud entre todos esos libros y los ejemplares que leemos en casa no es muy diferente a la similitud entre una fotografía y el sujeto; esos libros están vivos.

THURSDAY NEXT

Las crónicas de Jurisficción

Tener tu hogar en una novela sin publicar no carecía de compensaciones. Todas las banalidades cotidianas del mundo real entorpecen el flujo narrativo y, por tanto, generalmente se evitan. No hacía falta echar gasolina al coche, nunca te equivocabas de número, siempre había suficiente agua caliente y la bolsa de la aspiradora no se llenaba. También había otras diferencias más sutiles. Por ejemplo, era innecesario repetir una frase por si no te habían oído y nadie se llamaba igual, hablaba a la vez o tenía lo que iba a decir «en la punta de la lengua». Lo mejor de todo: el malo era siempre alguien que sabías que lo era y —Chaucer aparte— los pedos escaseaban. Pero también tenía sus inconvenientes. La falta de desayuno era la primera y más notable diferencia en mi rutina diaria. En los libros a menudo se describe la cena y por tanto aparece frecuentemente, al igual que pasa con el almuerzo y el té de la tarde, probablemente porque dan más pie a que avance la historia. No era el desayuno lo único que faltaba. Había una peculiar escasez de cines, papel pintado, baños, colores, libros, animales, ropa interior, olores, cortes de pelo y, extrañamente, enfermedades no demasiado graves. Si alguien enfermaba en un libro, la dolencia era terminal y dramáticamente desagradable o se trataba en cambio de un ligero resfriado… no había muchas enfermedades intermedias.

Había logrado residir en la ficción en virtud de un proyecto llamado Programa de Intercambio de Personajes. Debido a una avalancha de gente de libro aburrida y descontenta que escapaba de su novela y se convertía en LibroHuido, las autoridades habían montado el proyecto para permitir que los personajes cambiaran de escenario. En un año se producían cerca de diez mil intercambios, muy pocos de los cuales daban lugar a importantes modificaciones de la trama o los diálogos… El lector rara vez sospechaba que pasase algo diferente. Como yo procedía del mundo real y no era de hecho un personaje, Bellman y la señorita Havisham habían acordado dejarme vivir en el MundoLibro a cambio de que colaborase con Jurisficción… al menos mientras mi embarazo me lo permitiese.

La elección de libro para mi exilio autoimpuesto no había sido arbitraria; cuando la señorita Havisham me preguntó en qué novela me apetecía residir, me lo pensé durante mucho tiempo. Robinson Crusoe habría sido ideal, teniendo en cuenta el clima, pero no había ni un solo personaje femenino con el que intercambiarse. Podría haber ido a Orgullo y prejuicio, pero no me entusiasmaba la idea de llevar cuello alto, cofia, corsé… ni tampoco me apasionaban los modales delicados. No, para evitar cualquier complicación y reducir las posibilidades de tener que mudarme, había decidido residir en una obra de calidad tan dudosa que su publicación y mi subsiguiente expulsión forzada fuesen de lo más improbable. Encontré un libro así en las profundidades del Pozo de las Tramas Perdidas, entre intentos fallidos y pedestres de prosa y épica de tan estrepitosa ineptitud que jamás verían la luz del día, El libro era una espantosa novela de detectives ambientada en Reading y titulada Caversham Heights. Había planeado quedarme allí sólo un año, pero no fue así. En mi caso, los planes son como las novelas de De Floss: por mucho que te esfuerces, nunca sabes exactamente cómo van a acabar.

Me leí en Caversham Heights. El aire me pareció cálido en contraste con las condiciones invernales de mi hogar y me encontré de pie en un embarcadero de madera, a la orilla de un lago. Frente a mí tenía un enorme, y aparentemente para desguace, barco volador de los que todavía recorrían las rutas costeras en casa. Yo misma había volado en uno seis meses antes, persiguiendo a alguien que afirmaba haber encontrado poemas de Burns sin publicar. Pero eso había sido en otra vida, cuando pertenecía a OpEspec, en Swindon, el mundo que temporalmente había dejado atrás.

Me calcé unas gafas de sol y miré el antiguo bote volador, que se agitaba tranquilamente bajo la brisa, tirando de las maromas y crujiendo suavemente. Mientras contemplaba el viejo avión, preguntándome cuánto tiempo podría permanecer a flote algo tan desvencijado, una joven muy bien vestida salió por una puerta redondeada situada en la parte superior del casco. Cargaba con una maleta. Ya había leído Caversham Heights, por lo que sabía que se trataba de Mar y, aunque ella a mí no me conocía.

—¡Hola! —gritó, acercándose y ofreciéndome la mano—. Soy Mary. Tú debes ser Thursday. ¡Por todos los santos! ¿Qué es eso?

—Un dodo. Se llama Pickwick.

Pickwick hizo «ploc» y miró a Mary con suspicacia.

—¿En serio? —respondió, mirando a Pickwick con curiosidad—. No soy una experta, claro está, pero… creía que los dodos se habían extinguido.

—Vengan de donde vengan abundan demasiado.

—¿Sí? —comentó Mary—. No creo haber oído hablar de ningún libro en el que salgan dodos vivos.

—No soy un personaje de libro —le dije—. Soy real.

—¡Oh! —exclamó Mary, abriendo unos ojos como platos—. Una exterior.

Me tocó inquisitivamente empleando un delgado dedo índice, como si yo estuviese hecha de cristal.

—Nunca antes había visto a alguien del otro lado —anunció, bastante más tranquila después de haber comprobado que no me iba a romper en mil pedazos—. Dime, ¿es cierto que te tienes que cortar el pelo regularmente? Es decir, ¿el pelo te crece?

—Sí. —Sonreí—. Y también las uñas.

—¿En serio? —Mary meditó—. Había oído rumores, pero pensaba que no eran más que leyendas sobre el Exterior. Supongo que también tendrás que comer, ¿no? Es decir, para seguir con vida, no sólo cuando lo exige la historia.

—Uno de los grandes placeres de la vida —le garanticé.

No me pareció conveniente contarle los aspectos negativos del mundo real, como las caries, la incontinencia o la vejez. Mary vivía en una ventana temporal de tres años y no envejecía, no moría, no se casaba, no tenía hijos, no enfermaba ni cambiaba de ninguna otra forma. Aunque parecía resuelta y de voluntad fuerte, era sólo porque la habían escrito de esa forma. A pesar de todas sus cualidades, Mary simplemente existía para contrastar con Jack Spratt, el detective de Caversham Heights, la sargento leal a la que Jack explicaba las cosas para que el lector se enterase de qué pasaba. Era lo que los escritores llaman un personaje para «exposición», pero yo jamás tendría la descortesía de decírselo a la cara.

—¿Voy a vivir aquí?

Señalé la figura destartalada del bote volador.

—Sé lo que piensas. —Mary sonrió orgullosa—. ¿No es lo más hermoso que has visto nunca? Es un Sunderland; fue construido en 1943 pero voló por última vez en 1968. Estoy a medio camino de convertirlo en una casa flotante, pero no tengas ningún reparo en ayudar. Simplemente bombea la sentina, y te lo agradecería si una vez al mes pudieses poner en marcha el motor número tres… en la cabina están las instrucciones para hacerlo.

—Bien… vale —murmuré.

—Genial. Te he pegado en el frigorífico un resumen de la novela y una idea aproximada de lo que tienes que decir, pero no te preocupes si no eres del todo precisa; como es una novela sin publicar puedes decir casi lo que te apetezca… dentro de lo razonable, claro.

—Claro.

Pensé un momento.

—Soy nueva en el Programa de Intercambio de Personajes —dije—. ¿Cuándo me llamarán para que haga algo?

—Kee es el funcionario interno encargado de eso, él te lo hará saber. Al principio Jack puede parecer brusco —añadió Mary—, pero tiene un corazón de oro. Si te pide que conduzcas su Allegro, asegúrate de pisar bien el embrague antes de cambiar de marcha. El café lo toma sin leche y el amor entre mi personaje y el detective Baker es estrictamente no correspondido, ¿está claro?

—Muy claro —respondí, agradecida de no tener que representar escenas de amor.

—Genial. ¿Te han entregado todos los papeles necesarios, identificaciones y esas cosas?

Me toqué el bolsillo y ella me pasó un papel y unas llaves.

—Genial. Éste es mi número de notaalpiéfono por si pasa algo, éstas son las llaves de mi bote volador y del BMW. Si pasa por aquí un perdedor llamado Arnold, dile que espero que se pudra en el infierno. ¿Alguna pregunta?

—No se me ocurre ninguna.

Sonrió.

—Entonces, hemos terminado. Te gustará esto. Te veré dentro de un año. ¡Chao!

Me saludó con alegría y recorrió el sendero de tierra. Yo la contemplé hasta que desapareció y luego me senté en un banco de madera destartalado, junto a un parterre de flores largo tiempo muertas. Dejé que Pickwick saliese de la bolsa. Indignada, ahuecó las plumas y parpadeó por el sol. Miré al otro lado del lago. Los botes navegando eran poco más que triángulos de colores llamativos que se movían de un lado para otro en la distancia. Más cerca de la orilla, un par de cisnes aletearon con violencia y patalearon sobre el agua intentando despegar, para aterrizar tan pronto como estuvieron en el aire, lanzando un buen chorro de espuma sobre las aguas tranquilas. Parecía demasiado esfuerzo para avanzar unos cientos de metros.

Me concentré en el bote volador. La pintura que cubría y protegía el casco con remaches se había desconchado parcialmente, dejando al descubierto los coloristas logotipos de líneas aéreas olvidadas tiempo atrás. Las ventanillas de plexiglás estaban empañadas y de la parte superior de la pesada ala colgaban ociosos cables revueltos desde los huecos grasientos para los tres desaparecidos motores, cuya segura inaccesibilidad se había convertido en refugio para nidos de pájaros. Goliath, Aornis y OpEspec parecían a un millón de kilómetros de distancia, pero también Landen. Landen. Los recuerdos de mi esposo jamás se encontraban muy lejos. Yo pensaba en todos los momentos que habíamos pasado juntos y que realmente no habían existido. En todos los lugares que no habíamos visitado, en todas las cosas que no habíamos hecho juntos. Puede que le hubiesen erradicado a los dos años, pero yo todavía conservaba sus recuerdos… aunque no tuviera a nadie con quien compartirlos.

El sonido de una motocicleta que se aproximaba me sacó de mis cavilaciones. El motorista no controlaba muy bien el vehículo; me alegró que se detuviese antes de entrar en el embarcadero: con aquella forma errática de conducir bien podría haber acabado en el lago.

—Hola —dijo con alegría, quitándose el casco de cuero. Era un joven de oscura piel mediterránea y ojos profundamente hundidos—. Me llamo Arnold. Nunca te había visto por aquí, ¿verdad?

Me puse en pie y le di la mano.

—Me llamo Next. Thursday Next. Programa de Intercambio de Personajes.

—¡Oh, maldita sea! —murmuró—. ¡Maldita y maldita sea otra vez! Supongo que eso significa que he llegado tarde.

Asentí y él miró la carretera, cabeceando con tristeza.

—¿Me ha dejado algún mensaje?

—Sí —dije insegura—. Ha dicho que… eh… te vería cuando volviese.

—¿Ha dicho eso? —respondió Arnold, alegrándose—. Es buena señal. Normalmente me llama perdedor y me manda a pudrirme al infierno.

—Probablemente tarde en volver —añadí, intentando compensar el no haber transmitido correctamente el mensaje de Mary—. Quizás un año… quizá más.

—Comprendo —murmuró, suspirando desde el fondo del alma y mirando la extensión del lago. Vio a Pickwick, que intentaba ganar un combate de miradas contra un extraño pájaro acuático de pico redondeado—. ¿Qué es eso? —preguntó de pronto.

—Creo que es un pato, aunque no estoy segura… no los hay allí de donde vengo.

—No, lo otro.

—Un dodo.[1]

—¿Qué pasa? —preguntó Arnold.

Estaba recibiendo una señal de notaalpiéfono; en el MundoLibro la gente habitualmente se comunicaba de esa forma.

—Una llamada de notaalpiéfono —respondí—, pero no es un mensaje… es como la radio de mi hogar.[2]

Arnold me miró fijamente.

—No eres de por aquí, ¿verdad?

—Vengo de lo que llamáis el Exterior.[3]

Abrió bien los ojos.

—¿Quieres decir que… eres real?

—Eso me temo —respondí, algo perpleja.

—¡Increíble! ¿Es cierto que los exteriores no pueden decir «qué triste estás, Tristán, tras tan tétrica trama teatral» varias veces y deprisa?

—Es cierto. Lo llamamos trabalenguas.

—¡Fascinante! —respondió—. Aquí no tenemos nada similar. ¡Puedo decir «hay Cilicia y Cecilia, Sicilia, Silesia y Seleucia» una y otra vez tantas veces como quiera!

Y lo hizo. Tres veces.

—Ahora prueba tú.

Respiré hondo.

—Hay Silisia y Sesilia, Sisilia, Silesia y Seleusia.

Arnold rió como un desagüe. Creo que en toda su vida no había escuchado nunca nada tan divertido. Le sonreí.

—Hazlo otra vez —me animó.

—No, gracias.[4] ¿Cómo hago que pare esta cháchara de notaalpiéfono dentro de mi cráneo?

—Sólo tienes que pensar «apagado» con mucha fuerza.

Lo hice y el notaalpiéfono se detuvo.

—¿Mejor?

Asentí.

—Ya le pillarás el tranquillo.

Pensó durante un minuto, barrió el lago con la mirada más inocente que pudo fingir y luego dijo:

—¿Quieres comprar algunos verbos? No son ninguna basura. Buenos y potentes verbos regulares… directamente del Mar Textual… Tengo un amigo en un garabatero.

Sonreí.

—Me parece que no, Arnold… y no creo que debieses ofrecérmelo… pertenezco a Jurisficción.

—Oh —dijo Arnold, poniéndose de pronto totalmente pálido. Se mordió el labio y me dedicó una mirada tal de súplica que casi me eché a reír.

—No te asustes —le dije—, no lo notificaré.

Suspiró aliviado, murmuró un «gracias», se subió a la moto y se alejó con un estilo espasmódico, esquivando por poco los buzones de la entrada del camino.

El interior del bote volador era más luminoso y espacioso de lo que había imaginado, pero olía un poco a cerrado. Mary se equivocaba; no llevaba hecha la mitad de la reforma del buque… más bien una décima parte. Las paredes estaban forradas a medias de machihembrado de pino, del que sobresalían el revestimiento aislante y los cables eléctricos sin conectar. En el interior del casco cavernoso del bote había espacio para dos pisos. El de abajo era un salón abierto con un par de sofás viejos orientados hacia un aparato de televisión. Intenté encenderlo, pero no iba… en el MundoLibro no había televisión a menos que lo exigiese la narración. La mayoría de lo que me rodeaba no eran más que elementos de utilería, los necesarios para el capítulo en que Jack Spratt visita el Sunderland para discutir el caso. Sobre una pequeña estufa había fotografías de Mary, de sus días en la Academia de Policía, y una de cuando la habían ascendido a sargento de detectives.

Abrí una puerta que llevaba a una cocinita. Pegado al frigorífico se encontraba el resumen de Caversham Heights. Lo repasé. La secuencia de hechos era aproximadamente la que recordaba de mi primera lectura en el Pozo, aunque daba la impresión de que Mary había exagerado su intervención en la resolución de algunos enigmas. Dejé el resumen, encontré un cuenco y lo llené de agua para Pickwick, saqué su huevo de la bolsa y lo coloqué sobre el sofá, donde de inmediato se dedicó a darle vueltas y golpecitos con el pico. Seguí avanzando y descubrí un dormitorio donde debería haber estado la torreta delantera, y subí por una escalera estrecha hasta la cabina del piloto, que estaba justo encima: la mejor vista de la casa, ya que las grandes ventanas de plexiglás ofrecían una buena panorámica del lago. Los controles estaban situados delante de dos sillas cómodas y, frente a una masa de palancas para controlar los motores, había un complejo panel de control lleno de instrumentos rotos y descoloridos. A mi derecha vi el único motor que le quedaba al aparato, de aspecto solitario, con las palas de la hélice manchadas de caca de pájaro.

Tras los asientos de los pilotos, donde se hubiese sentado el mecánico de a bordo, había una mesa con una lámpara, un notaalpiéfono y una máquina de escribir. El estante contenía sobre todo revistas sobre asuntos policiales y muchos libros de texto forenses. Atravesé una puerta estrecha y me encontré en un dormitorio agradable. No era muy generoso de altura, pero sí cómodo, seco y estaba recubierto de pino con una portilla sobre la cama doble. Tras el dormitorio había un almacén, un calentador de agua, montones de madera y una escalera de caracol. Estaba a punto de bajar cuando oí a alguien hablar en el salón de abajo.

—¿Qué te parece que es?

La voz sonaba hueca y sin inflexiones… No pude determinar si era masculina o femenina.

Me detuve e instintivamente saqué la automática de la sobaquera. Mary vivía sola… o eso decía el libro. Mientras me dirigía lentamente escaleras abajo oí otra voz que respondía a la primera:

—Creo que es algún tipo de pájaro.

La segunda voz no era más definida que la primera; de hecho, si la segunda no hubiese respondido a la primera, bien podría haber creído que pertenecía a la misma persona.

Al bajar la escalera vi a dos tipos de pie en medio del salón mirando a Pickwick, que les devolvía la mirada protegiendo valientemente el huevo tras el sofá.

—¡Eh! —dije, apuntándoles con la pistola—. ¡Quietos!

Los dos alzaron la vista y me miraron inexpresivos, con unos rasgos tan sosos y monótonos como sus voces. Como ambos eran igualmente indefinidos, era imposible distinguirlos. Los brazos les colgaban lánguidos a los costados y carecían por completo de lenguaje corporal. Era posible que estuviesen furiosos, interesados, preocupados o exaltados… pero yo no tenía modo de saberlo.

—¿Quiénes sois? —pregunté.

—No somos nadie —respondió el de la izquierda.

—Todo el mundo es alguien —respondí.

—Eso no es del todo exacto —dijo el de la derecha—. Tenemos un número de código, pero nada más. Yo soy TSI1404912-A y, aquí a mi lado, TSI-1404912-C.

—¿Qué pasó con -B?

—Un gramásito lo devoró el martes pasado.

Bajé el arma. La señorita Havisham me había hablado de los genéricos. Se creaban en el Pozo para poblar los libros que se escribían. En aquel punto de su creación no eran más que un lienzo humano sin pintar… tan neutros como una moneda que esperaba ser estampada con algo de individualismo. No tenían pasado, problemas ni debilidades… nada que los hiciera más comprensibles o interesantes. Había varias instituciones encargadas de convertirlos en miembros útiles de la ficción. También tenían grado. De A a D, de uno a diez. Los de grado D eran como abejas obreras en multitudes y calles atestadas. Los pequeños papeles con diálogo eran para los de grado C; los de grado B normalmente eran personajes importantes pero no protagonistas. Normalmente los papeles protagonistas —aunque no siempre— se reservaban para los de grado A, escogidos individualmente por su capacidad para representar al personaje y por su multidimensionalidad. Huckleberry Finn, Tess y Anna Karenina eran de grado A, pero también lo eran Hyde, Hannibal Lecter y el profesor Moriarty. Volví a dar un repaso a los genéricos. ¿Eran asesinos o héroes? Imposible saber cómo acabarían. En todo caso, en aquella fase de su desarrollo serían totalmente inofensivos. Me guardé la automática.

—Sois genéricos, ¿no?

—Efectivamente —dijeron al unísono.

—¿Qué hacéis aquí?

—¿Recuerdas la locura del minimalismo? —preguntó el de la derecha.

—¿Sí? —respondí, acercándome para mirar con curiosidad sus rostros inexpresivos. Había muchas cosas en el Pozo a las que tendría que acostumbrarme. Eran inofensivos pero, la verdad, resultaban inquietantes. Pickwick seguía escondida detrás del sofá.

—La provocó una escasez de personajes en 1982 —dijo el de la izquierda—. Vikram Seth está ideando un libro muy grande para los próximos años y me parece que el Pozo no quiere que lo vuelvan a pillar desprevenido. Nos fabrican y luego nos mandan a residir en novelas sin publicar hasta que necesiten de nuestros servicios.

—Almacenados, ¿no?

—Yo prefiero la palabra «acuartelados» —respondió el de la izquierda, con una ligera indignación que daba a entender que no pasaría mucho tiempo sin personalidad.

—¿Cuánto tiempo lleváis aquí?

—Dos meses —respondió el de la derecha—. Esperamos una plaza en la Universidad Genérica San Tabularrasa para un curso básico sobre personajes. Vivo en el dormitorio extra de la cola.

—Yo también —añadió el de la izquierda—. Lo mismo.

Un momento de pausa.

—Vaaale —dije—. Como vamos a vivir juntos, será mejor que os dé un nombre. Tú —dije, señalando con el dedo al de la derecha—, a partir de ahora te llamarás ibb. Tú serás obb —añadí, señalando al otro.

Los volví a señalar por si no se habían enterado, ya que no daban ni la más mínima señal de haberme comprendido o siquiera de haberme oído.

eres ibb y eres obb.

Una pausa. Algo no acababa de sonarme bien, pero no estaba segura de qué.

—ibb —dije para mí, luego—: obb.ibb.ibb-obb. ¿Os suena raro?

—No llevan mayúscula —dijo obb—. No nos dan la mayúscula hasta que no empiezan las clases. Tampoco esperábamos tener un nombre tan pronto. ¿Podemos quedárnoslo?

—Os lo regalo —les dije.

—Yo soy ibb —dijo el otro, como si quisiese dejarlo claro.

—Y yo soy obb —dijo obb.

—Y yo soy Thursday —les dije, ofreciéndoles la mano. Se turnaron para agarrármela sin emoción. Ya tenía claro que la pareja no iba a ser una gran fuente de diversión.

—Y ésa es Pickwick.

Miraron a Pickwick, que hizo «ploc» bajito, salió de detrás del sofá, se colocó sobre el huevo y fingió dormirse.

—Bien —anuncié, dando una palmada—, ¿alguien sabe cocinar? A mí no se me da muy bien y, si no queréis pasaros un año comiendo frijoles y tostadas, será mejor que aprendáis. Yo ocupo el puesto de Mary, y si no os interponéis en mi camino yo no me interpondré en el vuestro. Me voy a la cama tarde y me levanto temprano. Tengo un marido que no existe y a finales de año voy a tener un bebé, por lo que es posible que esté un poco malhumorada… y tengo sobrepeso. ¿Alguna pregunta?

—Sí —dijo el de la izquierda—. ¿Cuál de nosotros has dicho que era obb?

Deshice mi escaso equipaje en la pequeña habitación situada tras la cabina del piloto. Había bosquejado de memoria un retrato de Landen que coloqué en la mesilla de noche, mirándolo un momento. Le echaba terriblemente de menos y me pregunté, por enésima vez, si de verdad debía estar allí escondida, en lugar de ahí fuera, en mi propio mundo, intentando recuperarle. El problema era que ya lo había intentado y había fracasado miserablemente. De no haber sido por el oportuno rescate por parte de la señorita Havisham, habría seguido atrapada en un sótano de Goliath. Con nuestro hijo creciendo en mi interior, había decidido que huir no era la opción de los cobardes, sino la más razonable… me quedaría allí hasta que naciese el bebé. Luego podría planear mi regreso, y posteriormente, el regreso de Landen.

Fui abajo y le expliqué a obb los rudimentos de la cocina, que para él eran tan alienígenas como tener nombre. Por suerte, encontré un viejo ejemplar de Todo para el ama de casa, de la señora Beeton, que le dije a obb que estudiase, medio en broma, como si fuesen deberes. Tres horas más tarde había asado una pata de cordero perfecta con toda su guarnición. Ya había descubierto una característica de los genéricos: era posible que fuesen aburridos y poco interesantes, pero aprendían rápido.